CAPÍTULO XXXIII

Al llegar a la caverna, los demonios levantaron la voz, gritando satisfechos:

—¡Hemos logrado cazar a uno, señor! ¡Aquí le traemos!

—Acercadle un poco, para que pueda verle bien —ordenó el demonio de más edad.

—Es todo tuyo —dijo, orgulloso, el que le había atrapado.

—Me temo que has cazado al que no debías —comentó el primero—. Este monje no vale para nada.

Al oír eso, Ba-Chie pensó que no podía dejar escapar esa oportunidad, dando un salto, exclamó con indecible ansiedad:

—Es un crimen capturar algo que no tiene valor alguno, ¿no os parece? Lo mejor que podéis hacer, gran señor, es dejarlo otra vez en libertad.

—No le hagas caso —dijo el demonio que le había atrapado—. Aunque no sirva para nada, es uno de los acompañantes del monje Tang, concretamente el que responde al nombre de Chu Ba-Chie. Opino, por tanto, que lo mejor que podemos hacer es meterle en el estanque que hay en la parte de atrás. Cuando se le hayan caído los pelos que cubren su cuerpo, podemos cubrirle de sal y dejarle secar al sol. Nos servirá de aperitivo más adelante. Tiene que estar exquisito con vino.

—¡Qué mala suerte la mía! —exclamó Ba-Chie al oír eso—. ¿Quién iba a decirme que habría de toparme con un monstruo especializado en salazones?

Pese a sus protestas, los diablillos cargaron con él y le llevaron a la parte de atrás, arrojándole sin ningún miramiento en un estanque totalmente lleno de agua. Mientras tanto, Tripitaka se sentía cada vez más intranquilo. Aunque no se había movido del sitio, el corazón le golpeaba con fuerza en el pecho y un sudor frío cubría todo su cuerpo. Sin poder resistirlo más, levantó la voz y preguntó:

—¿Cómo es posible que Wu-Neng no haya vuelto todavía? ¿Tan difícil es patrullar esta montaña?

—Se ve que no conocéis cómo funciona su mente —dijo el Peregrino por toda respuesta.

—¿Qué quieres decir con eso? —volvió a inquirir Tripitaka.

—Que si, en verdad, esta montaña estuviera plagada de monstruos —explicó el Peregrino—, no habría dado un solo paso y habría regresado a toda prisa a informarnos de yo qué sé qué abstrusa historia. De todo ello deduzco que no hay trazas de esos supuestos monstruos y que el camino está tan expedito que nuestro hermano ha seguido hacia delante, sin preocuparse de venir a contarnos lo que ha visto.

—Si es verdad lo que dices —concluyó Tripitaka—, ¿cuándo volveremos a verle? Esta región es demasiado salvaje y no se parece en nada a un pueblo o a una ciudad.

—No os preocupéis por eso —le tranquilizó el Peregrino—. Haced el favor de montar. Si espoleáis un poco vuestra cabalgadura, no dudo de que podamos darle alcance más pronto de lo que pensáis. Ese Idiota es un vago redomado y se mueve con una lentitud exasperante. Ya veréis.

El monje Tang aceptó la sugerencia y montó en el caballo, mientras el Bonzo Sha cargaba con el equipaje y el Peregrino abría la marcha montaña arriba.

En ese preciso instante el monstruo de más edad comentaba con el más joven:

—Si has capturado a Ba-Chie, quiere decir que el monje Tang no debe de andar muy lejos. Sal a patrullar otra vez la montaña y asegúrate de echarle mano.

—Así lo haré —contestó el segundo monstruo y se adentró en la montaña, seguido de unos cincuenta diablillos.

Mientras caminaban, vieron un grupo de nubes luminosas y el monstruo exclamó, regocijado:

—¡Ahí está el monje Tang!

—¿Dónde? —preguntaron los diablillos, mirando en todas direcciones—. Nosotros no vemos a nadie.

—Como bien sabéis —les explicó el monstruo—, la luz se posa sobre la cabeza de un hombre virtuoso, mientras que la de uno malvado emite una especie de éter negro que llega hasta el mismísimo cielo. El monje Tang es, en realidad, la reencarnación de la Cigarra de Oro, una persona extremadamente virtuosa que ha practicado la ascesis durante más de diez existencias seguidas, y es normal que su cuerpo se vea rodeado por esa aura de luz.

A pesar de todo, los diablillos no sabían adónde mirar. El monstruo tuvo que extender la mano y señalar en la dirección en la que se encontraba Tripitaka, diciendo:

—Está allí. ¿No le veis?

Tripitaka sintió al punto un tremendo escalofrío, que se repitió otras tres veces más, exactamente el número que el monstruo reiteró su gesto. Eso hizo que el maestro experimentara una extraña ansiedad, que le hizo preguntar a sus discípulos:

—¿Podéis explicarme por qué siento estos escalofríos?

—Eso es cosa del estómago —se aventuró a decir con rapidez el Bonzo Sha—. Estáis preocupado por algo y eso se traduce en una sacudida involuntaria de todo vuestro cuerpo.

—¡Tonterías! —exclamó al punto el Peregrino—. Esta montaña es demasiado difícil de escalar y el maestro ha perdido parte de su seguridad. Eso es todo. Os aseguro, sin embargo, que no hay nada que temer. Para que veáis que es verdad lo que os digo, voy a mostraros el reflejo que tengo de la barra de hierro.

Mientras caminaba delante del caballo, Wu-Kung empezó a hacer una serie de ejercicios con la barra, moviéndola diestramente de arriba abajo y de izquierda a derecha, según dictan los cánones clásicos de las artes marciales. Sus evoluciones poseían tal perfección que el maestro comenzó a sentirse un poco más sosegado.

Aquella demostración de destreza no podía, en efecto, compararse con ninguna otra en el mundo. Eso hizo que el monstruo que le observaba atentamente desde lo alto de la montaña cayera presa del pánico y comentara temblando con los diablillos que le rodeaban:

—Había oído hablar mucho del Peregrino Sun, pero ahora puedo comprobar que los hechos superan con mucho su fama.

—¿A qué viene eso de «engrandecer a los demás para menospreciarse a sí mismo»? —trataron de animarle varios diablillos, acercándose a él—. ¿Se puede saber de quién habláis con tanto respeto?

—Del Peregrino Sun —contestó el monstruo—. Hay que admitir que posee unos poderes mágicos francamente extraordinarios por mucho que queramos, no podremos probar la carne del monje Tang.

—Si consideráis que vuestra fuerza no basta para enfrentaros a él —le aconsejaron los diablillos—, permitidnos ir a informar de todo ello al Gran Señor y solicitar más refuerzos. Juntos formaremos un sólido frente de batalla y vos podréis capturarle sin ninguna dificultad.

—¿Habéis visto la barra de hierro que lleva? —preguntó el monstruo—. Es tan potente que de un solo golpe puede mandar al otro mundo a más de diez mil enemigos. Nuestras fuerzas, por otra parte ascienden a cuatro o cinco mil soldados, un número ciertamente ridículo para un arma tan poderosa como ésa.

—Vistas así las cosas —concluyeron los diablillos—, el monje Tang jamás nos servirá de comida. Opinamos, además, que hemos cometido un grave error capturando a Chu Ba-Chie. Debemos dejarle en libertad cuanto antes.

—¡Ni hablar! —protestó en seguida el monstruo—. Ni hemos cometido un error ni vamos a dejarle tan pronto en libertad. Nuestro fin último es devorar al monje Tang y no debemos renunciar a él, aunque de momento nos veamos obligados a aplazarlo.

—¿Queréis decir que hay que esperar unos cuantos años? —volvieron a preguntar los diablillos.

—No tantos —respondió el monstruo—. Para capturar a ese monje Tang, más que de violencia, debemos servirnos de obras que posean un cierto viso de virtud. Por la fuerza no conseguiremos arrancarle ni un solo pelo. La única táctica a nuestro alcance es fingirnos extremadamente sencillos y virtuosos. De esa forma, confiará plenamente en nosotros y podremos echarnos sobre él cuando menos lo piense.

—Por lo que se ve —comentaron los diablillos—, tenéis trazado ya un plan para capturarle. ¿Necesitáis de nuestra colaboración para llevarlo a efecto?

—No —contestó el monstruo—. Podéis regresar al campamento, pero no digáis ni una sola palabra de esto al Gran Señor, porque entonces mi plan se vendrá estrepitosamente abajo. Conozco muchas técnicas de transformación y puedo aseguraros que yo solo me sirvo y me basto para echarle mano.

Los diablillos se inclinaron ante él e iniciaron el camino de vuelta. El monstruo dio entonces un salto y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se transformó en un anciano taoísta. Lucía una gorra en forma de estrella, que a duras penas cubría un cabello enmarañado y profusamente salpicado de canas. Vestía una túnica hecha con plumas de ave y llevaba la cintura ceñida con una faja de seda. Calzaba unos zapatos amarillos de tela, que realzaban su ascética figura. Sus rasgos eran muy finos y sus ojos tenían el brillo de un hombre poseído por la divinidad. Pese a la delgadez de su cuerpo, parecía gozar de una salud tan inquebrantable como la de la Estrella de la Edad. Era claro que, aunque sus años eran muchos, su apariencia tenía un toque juvenil que en nada tenía que envidiar al Taoísta del Búfalo Verde[1]. Su vigor era, de hecho, el de un joven maestro en el dificilísimo arte de predecir el futuro. Pero todo no era más que apariencia, un velo de bondad que escondía las intenciones más perversas. ¡Qué efectiva resulta la mentira, cuando se disfraza de verdad!

El monstruo se dejó caer junto al camino, simulando tener la pierna rota. Se había aprendido tan bien su papel que no dejaba de lamentarse con voz plañidera, diciendo:

—¡Salvadme, por favor! ¡Tened compasión de este viejo taoísta!

Confiando en la fuerza del Gran Sabio y del Bonzo Sha, Tripitaka seguía tranquilamente su camino, pero, al oír esos gritos tan angustiosos de «¡Salvadme!», detuvo en seco la cabalgadura y exclamó:

—¡Santo cielo! No hay ni un solo pueblo en esta montaña. ¿Cómo es posible que alguien se esté quejando de esa forma? Seguro que alguno ha caído en las garras de un tigre o un leopardo.

Tripitaka volvió a tirar con fuerza de las riendas y, levantando la voz, preguntó:

—¿Quién sufre de esa manera? ¿Por qué no se deja ver?

El monstruo salió arrastrándose entre unos arbustos y comenzó a golpear el suelo con la frente, sin apartar los ojos del caballo del maestro. Al ver Tripitaka que se trataba de un taoísta anciano, se apiado de él y, tras desmontar de su jamelgo, le ayudó a levantarse, diciendo:

—Poneos de pie, por favor.

—¡Me duele muchísimo! —se quejó el monstruo.

Tripitaka se percató entonces de que sangraba profusamente de la pierna y volvió a preguntarle, solícito:

—¿De dónde venís y cómo os habéis hecho esa herida?

—Al oeste de esta montaña —explicó el monstruo con su modo de hablar pausado y cargado de serenidad— se levanta un templo taoísta, del que yo soy el encargado.

—Si es verdad lo que decís —le interrumpió Tripitaka—, ¿cómo es que no estáis en vuestra pagoda quemando incienso y recitando los textos sagrados? ¿Qué os ha hecho abandonar la placidez de vuestro retiro?

—Hace dos días —explicó el monstruo— uno de los grandes señores que habitan en la parte sur de esta montaña me pidió que fuera a su mansión a solicitar a las estrellas paz y prosperidad para toda su casa. A la vuelta, creo que fue ayer por la noche, mi discípulo y yo nos topamos con un tigre en el fondo de un desfiladero. Con increíble destreza la bestia se apoderó de mi acompañante y le llevó arrastrando monte arriba. Yo estaba tan aterrorizado que traté de huir por entre los peñascos, rompiéndome la pierna al caer sobre un grupo de rocas. Eso hizo que me desorientara del todo y fuera incapaz de proseguir mi camino. Afortunadamente el Cielo ha querido que nuestros destinos se cruzaran, trayéndoos directamente hasta donde yo me encontraba sin apenas poder moverme. Os suplico, pues, que os apiadéis de mí y me salvéis la vida. Juro que, en cuanto lleguemos a mi templo, os pagaré con creces todo lo que hayáis hecho por mí, aunque para ello tenga que venderme como esclavo.

Tripitaka tomó esas palabras al pie de la letra y exclamó a toda prisa:

—No habléis así, por favor. Aunque yo sea un monje y vos un taoísta, nuestros empeños son idénticos. ¿Qué importa que nuestras vestimentas sean diferentes, si nuestras prácticas ascéticas y nuestros principios son, en realidad, los mismos? Si me negara a prestarte ayuda, no sería digno de contarme entre los que han renunciado a la familia. Veamos a ver si podéis caminar un poco.

—¿Cómo voy a caminar, si ni de pie puedo ponerme? —protestó el monstruo.

—Está bien, está bien —concluyó Tripitaka—. Si no sois capaz de hacerlo, yo sí puedo. Montad en mi caballo. Ya me lo devolveréis, cuando lleguemos a vuestro templo.

—No sabéis cuánto os agradezco vuestra amabilidad —dijo el monstruo—. Sin embargo, me duele muchísimo la parte inferior del muslo y me temo que no podré cabalgar.

—Ya veo —contestó Tripitaka, comprensivo. Se volvió después al Bonzo Sha y añadió—: Coloca el equipaje en el caballo y carga con este anciano.

—Como ordenéis —respondió el Bonzo Sha.

Pero el monstruo le lanzó una mirada rápida y se apresuró a decir:

—Como comprenderéis, ese tigre me ha dado un susto de muerte, del que aún no me he repuesto del todo. No lo toméis a mal, pero el caso es que este monje tiene un aire muy lúgubre y me da miedo dejarme llevar por él.

—En ese caso —concluyó Tripitaka—, que cargue Wu-Kung con vos.

—Con mucho gusto —respondió a toda prisa el Peregrino—. Yo le llevaré a mis espaldas.

El monstruo pareció conforme con esa decisión y no volvió a decir nada más. El Bonzo Sha no pudo contener la risa y exclamó:

—¡Cuidado que sois estúpido! Preferís que sea él quien cargue con vos, pero os aseguro que, en cuanto no le vea el maestro, os restregará por las rocas hasta destrozaros los tendones.

Mientras el Peregrino se disponía a cargar con el monstruo a sus espaldas, empezó a sonreír de una manera extraña y a murmurar entre dientes:

—¡Malditos demonios! ¿Cómo te atreves a venir a provocarme de esta forma? Antes de hacerlo, deberías haberte informado de los años que llevo dominando monstruos. Es posible que logres engañar al monje Tang, pero conmigo no tienes nada que hacer. ¿De dónde has sacado que podrías burlarte de mí con tanta facilidad? Sé bien que eres uno de los monstruos que viven en esta montaña y que tu único propósito es devorar a mi maestro. ¿Por qué quieres dar cuenta de él, si no es más que una persona vulgar y corriente? En fin, eso es cosa tuya. De todas formas, deberías haber considerado que yo no iba a dejártelo hacer con tanta facilidad.

—Maestro —dijo entonces el monstruo, levantando, nervioso, la voz—, yo no soy ningún monstruo. Procedo de una buena familia y he consagrado mi vida a la práctica de la virtud. Si me encuentro aquí solo es porque, como ya os he dicho, mi mala fortuna ha querido que hoy me topara con un tigre.

—Si tanto miedo tienes a los tigres y a los lobos —le echó en cara el Peregrino—, ¿por qué no recitas el Clásico del Mirlo del Norte[2]?

—¡Mono descarado! —le regañó Tripitaka, que acababa de encaramarse en lo alto de su cabalgadura—. «Salvar una vida es diez mil veces más meritorio que erigir una pagoda de siete pisos». Carga con él de una vez y déjate del Clásico del Mirlo del Norte o del Mirlo del Sur.

—¡Qué suerte tiene esta bestia! —exclamó el Peregrino—. No puedo negar que mi maestro es una persona compasiva y entregada por completo a la práctica de la virtud, pero se deja llevar en exceso por las apariencias. Es totalmente incapaz de percibir la bondad que subyace en el fondo de los demás. Si no cargo contigo, me echará una bronca y no quiero que eso suceda. Pero que quede una cosa clara: si quieres cagar o mear, dímelo antes. No me gustaría nada que lo hicieras en mis espaldas, porque por aquí cerca no hay ningún sitio en el que pueda lavarme y durante mucho tiempo no podré arrancarme el hedor de la ropa.

—¿Crees que a mi edad voy a hacer lo que has dicho? —le tranquilizó el monstruo—. ¡Yo no soy ningún desaprensivo!

Más tranquilo, el Peregrino se decidió, por fin, a cargar con él y reanudar el camino hacia el Oeste en compañía del maestro y el Bonzo Sha. No tardaron en llegar a un punto en que el sendero se hizo, de pronto, pedregoso y extremadamente sinuoso. Wu-Kung tomó entonces la precaución de aminorar el ritmo de la marcha, haciendo que el monje Tang fuera el primero. A los cuatro o cinco kilómetros el maestro y el Bonzo Sha se perdieron tras un recodo de la montaña y el Peregrino se dijo, visiblemente molesto:

—El maestro tiene tan poca cabeza que a veces dudo de que sea un hombre hecho y derecho. Caminar por estos parajes es ya de por si bastante cansado para que, encima, tenga que cargar con un monstruo. Me dan ganas de tirarle por la pendiente abajo, pero es mejor que no le diga nada. Aunque fuera una buena persona, moriría sin remisión alguna. Debería arrojarle al suelo y rematarle aquí mismo. ¿Para qué seguir adelante con él?

Cuando estaba el Gran Sabio a punto de llevar adelante este plan, el monstruo se percató de sus intenciones y resolvió hacer uso de la magia de mover montañas y secar océanos. Sin bajarse de la espalda del Peregrino, hizo un gesto con los dedos y recitó el correspondiente conjuro. Al punto se levantó por los aires el Monte Sumeru y fue a caer directamente sobre la cabeza del Peregrino. Un poco aturdido por el golpe, el Gran Sabio movió a un lado la cabeza y la montaña sobre su hombro izquierdo. Soltó a continuación la carcajada y exclamó:

—¿Se puede saber de qué clase de magia te estás valiendo para intentar aplastarme? Me parece muy bien que de vez en cuando practiques todo lo que sepas, pero te advierto que es bastante incómodo llevar sobre los hombros un peso desequilibrado.

—Así que una montaña es incapaz de aplastarle, ¿en? —se dijo el monstruo—. Pues ahora va a ver.

Volvió a recitar el conjuro y acto seguido la Montaña O-Mei[3] se elevó por los aires.

Como ocurriera la vez anterior, el Peregrino movió ligeramente la cabeza y la mole de la montaña fue a parar sobre su hombro derecho. Eso no fue obstáculo, sin embargo, para que siguiera los pasos del maestro a la velocidad de un meteoro. Era tal la rapidez con la que se movía que hasta al monstruo le entró miedo y se dijo, sudando de pies a cabeza:

—¡Este hombre es increíble! Jamás hubiera pensado que fuera capaz de transportar montañas con tanta facilidad.

Sin embargo, no se dio por vencido y una vez más recitó el conjuro. El Monte Tai cayó entonces sobre la cabeza del Peregrino, presionando sobre ella con indecible potencia.

El Gran Sabio empezó a sentir que le flaqueaban las fuerzas y sus músculos perdían elasticidad. El peso que soportaba era tan enorme que se le reventaron los tres gusanos del cuerpo y empezó a sangrar por las siete aperturas.

En cuanto se hubo deshecho del Peregrino, el monstruo montó en un viento huracanado y no tardó en dar caza al monje Tang. Estiró cuanto pudo los brazos para derribarle del caballo, pero se lo impidió Bonzo Sha, arrojando al suelo el equipaje y blandiendo, amenazador, su báculo de dominar bestias. El monstruo comprendió que había llegado el momento de la verdad y desenvainó a toda prisa la espada de las siete estrellas. La batalla que a continuación se desarrolló fue, francamente, formidable. Las dos armas eran tan extraordinarias que lanzaban rayos de luz mortífera. No en vano uno de los contendientes que las blandían parecía un dios de la muerte, y el otro había ostentando el cargo de Capitán-encargado-de-levantar-la-cortina. El monstruo desplegó todo su poder con el fin de atrapar a Tripitaka Tang, mientras que el discípulo, comprometido en la defensa de su maestro, trató por todos los medios de alejar de su lado la sombra de la muerte. Los dos se entregaron con tal pasión a la batalla que sus golpes se escucharon en el mismísimo Palacio Celeste y el polvo que levantaron sus pies llegó hasta las estrellas más lejanas. La lucha se prolongó hasta que el sol se fue tornando rojizo y, poco a poco fue perdiendo luminosidad. Para entonces los dos guerreros habían medido la fuerza de sus armas ocho o nueve veces. Desgraciadamente la suerte no estaba del lado del Bonzo Sha y todos sus esfuerzos resultaron estériles por evitar la derrota.

El monstruo era feroz en extremo. Los golpes de su espada caían sobre su adversario con tan certera profusión que parecían una lluvia de meteoros. Eso hizo que el Bonzo Sha fuera perdiendo poco a poco las fuerzas y al final no pudiera seguir luchando.

Comprendiendo que todo estaba perdido, trató de huir, pero fue atrapado al instante por una mano enorme, que le metió bajo el sobaco izquierdo del monstruo. Suprimidos todos los obstáculos, el demonio agarró al monje Tang con la mano derecha, cogió el equipaje con la punta de los pies y asió con la boca las crines del caballo. Recitó después un conjuro y los llevó a la Caverna de la Flor de Loto a lomos de un viento huracanado. Al llegar, alzó la voz y anunció su presencia, diciendo:

—¡Acabo de capturar a todos los monjes!

—Tráeles aquí, para que pueda verlos —dijo, complacido, el otro monstruo—. ¿Son éstos? —preguntó después, un tanto decepcionado—. Lamento desilusionarte, pero te has equivocado de bonzos.

—¿Cómo que me he equivocado? —protestó el otro—. ¿Acaso no es ése el monje Tang?

—Por supuesto que sí —admitió el primer monstruo—. Pero tenías que haber atrapado también al Peregrino Sun. No podemos disfrutar de la carne del monje Tang hasta que no le hayamos capturado. ¿No lo comprendes? Ese mono posee extraordinarios poderes mágicos y es un maestro en el difícil arte de las transformaciones. ¿Qué crees que hará si devoramos, sin más ni más, a su maestro y matamos a sus hermanos? Vendrá a exigirnos cuentas y nunca más podremos vivir en paz.

—Sólo tú eres capaz de alabar con tanto entusiasmo las virtudes de los demás —se burló el segundo monstruo, soltando la carcajada—. Según lo que acabas de decir, no hay otro mono como él en todo universo. Pero te aseguro que ni sus poderes son tantos ni su fuerza tan invencible.

—¿Quieres decir que también le has echado mano? —preguntó, incrédulo el primer monstruo.

—Así es —confirmó el segundo—. Ese Peregrino se encuentra ahora bajo tres montañas altísimas que yo mismo lancé sobre él. Son tan pesadas que ni siquiera se puede mover un milímetro. ¿Cómo crees que iba a haber traído hasta aquí, si no, al monje Tang, al Bonzo Sha y al caballo con el equipaje?

—¡Menuda suerte! —exclamó, visiblemente complacido el primer monstruo—. Si lo que dices es cierto, no hay ningún obstáculo para que ahora mismo nos merendemos al monje Tang.

Se volvió después hacia un grupo de diablillos y les ordenó:

—Sacad un poco de vino y ofrecédselo a nuestro querido amigo en prueba de reconocimiento.

—Es mejor que no bebamos aún —opinó el segundo monstruo—. Antes debemos sacar a Chu Ba-Chie del agua y ponerle a secar. Al poco rato el Idiota estaba colgado en la parte oriental de la caverna, mientras que el Bonzo Sha ocupaba la occidental y el monje Tang pendía lastimosamente del centro de la misma. El caballo blanco, por su parte, fue conducido a los establos, donde inmediatamente se le sirvió una buena ración de heno.

—¡Jamás imaginé que fueras tan habilidoso! —dijo, sonriendo, el primer monstruo al segundo—. En dos salidas que has hecho has capturado nada menos que a tres monjes. De todas formas, aunque el Peregrino-Sun está enterrado bajo el peso de esas montañas, creo que sería conveniente traerle aquí y ponerle a secar con los otros.

—Si es eso lo que quieres —concluyó el segundo monstruo, satisfecho— no hay necesidad de movernos de esta caverna. Siéntate y ordena a un par de diablillos que le metan en dos de los preciados objetos guardamos en nuestro tesoro.

—¿A cuáles te refieres? —preguntó el primer monstruo.

—A mi calabaza de oro y a tu jarrón de jade —contestó el segundo.

El monstruo primero sacó tan preciados tesoros y volvió a preguntar:

—¿A quién crees que debemos enviar?

—A Demonio Taimado y a Gusano Astuto —respondió el segundo Monstruo.

Ambos fueron llamados a su presencia y recibieron la siguiente orden:

—Coged estos tesoros y escalad el pico más alto de las tres montañas. Cuando os encontréis en la cumbre, ponedlos boca abajo y gritad con todas vuestras fuerzas el nombre del Peregrino. Si os responde, será inmediatamente succionado y no tendréis más que tapar el recipiente con esa tira de papel, en la que aparece escrito: «Que Lao-Tse cumpla con rapidez esta orden»[4]. En menos de una hora y tres cuartos el Peregrino Sun quedará reducido a una papilla muy parecida al pus.

Los dos diablillos inclinaron respetuosamente la cabeza y partieron a cumplir la misión que les había sido encomendada.

El Gran Sabio, mientras tanto, apenas podía respirar por la presión que ejercían sobre su pecho aquellas montañas tan altas. Pero la angustia no le impidió acordarse de Tripitaka y exclamó con indescriptible piedad:

—¿Os acordáis, maestro, de cuando fuisteis a la Montaña de los Dos Reinos y levantasteis la tablilla que me tenía aprisionado? Gracias a ese gesto tan desinteresado pude escapar al terrible castigo que estaba padeciendo y me fue posible abrazar la pobreza total. La Bodhisattva me hizo entrega entonces de un decreto dharma, por el que vos y yo jamás nos separaríamos y nos dedicaríamos juntos a la búsqueda de la perfección. De esta forma, nuestra iluminación y conocimiento de la Verdad serían prácticamente idénticos y ambos nos pareceríamos cada vez más. ¿Cómo iba yo a sospechar entonces que habría de ser encerrado de nuevo bajo la mole de estas montañas? ¡Qué mala suerte la nuestra, toparnos con monstruos tan poderosos! Por no prestar atención a los avisos del Centinela, tanto vos como Ba-Chie, el Bonzo Sha y el pequeño dragón, que no dudó en convertirse en caballo para haceros más cómodo el viaje, vais a morir de una forma indigna de vuestra virtud. Con razón afirma el dicho: «Los árboles atraen al viento y éste los mece con increíble suavidad. Pero, aunque la fama de un hombre siempre le preceda, tarde o temprano termina destrozándole».

Al terminar de decirlo, las lágrimas fluían por sus mejillas como torrentes desatados. Pero sus lamentos conmovieron profundamente al dios de la montaña y al espíritu local, que desconocían totalmente la identidad del que los profería. Hubieron de venir a revelársela los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales y el Guardián de la cabeza de Oro.

—¿De quién son esas montañas? —preguntó este último.

—Nuestras —contestó el espíritu local.

—¿Sabéis el nombre del que está encerrado en ellas? —insistió él.

—No, no lo sabemos —volvió a contestar el espíritu local.

—¡¿Así que no lo sabéis?! —exclamó el Guardián—. Pues no es otro que el Gran Sabio, Sosia del Cielo, el Peregrino Sun Wu-Kung, que hace alrededor de quinientos años sumió el Cielo en un indescriptible caos. Tras cumplir su castigo, abrazó el verdadero camino y se convirtió en discípulo del monje Tang. ¿Cómo habéis cometido la osadía de prestar vuestras montañas a un monstruo para encerrarle de nuevo? Podéis iros preparando. ¿Creéis que no va a exigiros cuentas, si algún día logra salir de ese encierro? Lo menos que puede pasarte, espíritu local, es que seas enviado como criado a una posada cualquiera, y a ti, dios de la montaña, que seas llamado a filas, donde te asignarán las tareas más pesadas y peligrosas.

—¡No sabíamos que se tratara de él! —exclamaron a coro el dios de la montaña y el espíritu local, muy alterados—. Oímos que el monstruo recitaba el conjuro para transportar montañas y nosotros hicimos simplemente lo que se nos ordenaba. ¿Cómo íbamos a sospechar siquiera que se trataba del Gran Sabio Sun?

—En ese caso —trató de tranquilizarlos el Guardián—, no temáis. La ley establece que «no puede ser condenado quien desconoce la existencia de una norma». Creo que lo mejor será que analicemos con tranquilidad el asunto y tratemos de encontrar la forma de sacarle de allí. Quizás así lograremos que no nos apalee.

—¡Pero eso es ridículo! —protestó el espíritu local—. ¿Cómo va a apalearnos después de dejarle en libertad?

—No tenéis idea de su carácter —explicó el Guardián—. Es sumamente colérico y, por si eso fuera poco, posee una barra con los extremos de oro que nadie ha logrado vencer jamás. Un golpe produce una muerte segura, y un simple roce, heridas prácticamente incurables. Para ella no son nada ni la piel, ni los tendones, ni los músculos, que quedan reducidos a simples guiñapos con sólo tocarla.

Cada vez más intranquilos, el dios de la montaña y el espíritu local se avinieron a discutir de todo el asunto con los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales. Se llegaron después hasta donde se hallaban las tres montañas y, levantando la voz, dijeron:

—Somos el dios de la montaña, el espíritu local y los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales, y venimos a hablar con vos, Gran Sabio.

Aunque momentos antes el Peregrino pudo dar la impresión de ser un simple tigre acabado, recobró al punto su entereza y replicó con voz segura:

—¿Se puede saber para qué queréis verme?

—Permitidme explicároslo de la mejor manera, Gran Sabio —contestó el espíritu local—. Deseamos solicitaros permiso para levantar las montañas que os tienen aprisionado y, así, podáis recobrar la libertad. Esperamos que, cuando lo hagáis, os mostréis benigno con nosotros por no haberos reconocido y haber seguido las instrucciones del monstruo que os atrapó.

—Si devolvéis estas montañas a su lugar —prometió, solemne, el Peregrino—, tened la seguridad de que no os haré daño alguno.

Semejante promesa era como un anuncio de perdón oficial. Más tranquilos, los dos dioses empezaron a recitar una serie de conjuros y las montañas regresaron al instante a sus antiguas ubicaciones. En cuanto se sintió libre, el Peregrino se puso en pie de un salto, se sacudió el polvo con esmero y se ajustó la túnica. Sacó después la barra de detrás de la oreja y, dirigiéndose al dios de la montaña y al espíritu local, dijo:

—Mostradme en seguida las nalgas, que voy a daros dos golpes, para que, de alguna forma, pueda resarcirme de lo mal que lo acabo de pasar.

—¡Pero acabáis de prometernos que no ibais a castigarnos! —protestaron los dos dioses—. ¿Cómo podéis haber cambiado tan pronto de opinión? ¿A qué viene esa obsesión por castigarnos?

—A que tenéis más miedo a los monstruos que a mí —contestó el Peregrino.

—No podemos negar que sentimos por ellos un gran respeto —confirmó el espíritu local—. Esos monstruos poseen extraordinarios poderes mágicos, a los que somos incapaces de hacer frente. Valiéndose de conjuros y encantamientos, nos hacen acudir a su caverna, donde nos vemos obligados a prestar servicios poco comunes.

Al oír eso, el Peregrino pareció turbarse hasta el fondo de su corazón. Levantó después la cabeza hacia lo alto y exclamó con voz potente:

—Después de la separación del caos y de la creación del Cielo y la Tierra, vi la luz en la Montaña de las Flores y Frutos. A partir de ese momento busqué con ahínco por todo el mundo a alguien que me enseñara las secretas fórmulas de la inmortalidad. Quiso mi buena suerte que me topara con un maestro para el que la longevidad no encerraba el menor secreto y con el que aprendí a convertirme en viento, domar tigres y dominar dragones. Mis conocimientos eran tan vastos que llegué a sumir el Palacio Celeste en una gran confusión, arrogándome, incluso, el título de Gran Sabio. Pero, pese a todas estas locuras, jamás me he permitido la insolencia de dar orden alguna a un espíritu local o al dios de una montaña. ¡Cuán despreciables son, en verdad, esos monstruos! ¿Cómo pueden ser tan arrogantes y forzar a estos dignos espíritus a convertirse en esclavos suyos? ¿Cómo es, cielo santo, que, habiéndome dado a mí el ser, hayáis hecho lo mismo con criaturas tan despreciables como ésas?

Mientras se quejaba de esta forma, levantó los ojos y vio a lo lejos unos rayos de luz vivísima, que provenían de uno de los pequeños valles que se abrían en aquella montaña. Se volvió hacia el dios y el espíritu locales y les preguntó:

—¿Qué clase de objetos emiten esa luz tan potente? Debéis saberlo, puesto que, según vuestra propia confesión, habéis estado en esa caverna infinidad de veces.

—Por fuerza tienen que ser los tesoros más valiosos de los monstruos —contestó el espíritu local—. Me figuro que se los ha confiado a sus diablillos más valientes, para que vengan a dominaros.

—¡Qué interesante! —exclamó el Peregrino—. ¿Podéis decirme con qué clase de gentes se reúnen esos monstruos en su caverna?

—Con los Taoístas de la Secta de la Verdad Absoluta —respondió el espíritu local—. Les tienen un especial cariño, porque lo que más gustan de hacer esas bestias es refinar el elixir y preparar pócimas a base de hierbas.

—Ahora me explico por qué uno de ellos se disfrazó de taoísta para ganarse la confianza de mi maestro —dijo el Peregrino—. Está bien, dejaremos vuestro castigo para otra ocasión. Ahora, si queréis, podéis marcharos. Creo que ha llegado el momento de darles su merecido a esos desaprensivos.

—Visiblemente aliviados, los dioses se elevaron por el aire y dejaron de verse. El Gran Sabio, por su parte, sacudió ligeramente el cuerpo y se convirtió en un viejo buscador del camino de la Verdad. Lucía en la cabeza dos moños descuidados y vestía una túnica de bonzo. En las manos portaba una carraca de bambú en forma de pez[5] y llevaba ceñida la cintura con una faja del estilo de las del maestro Lü[6]. A toda prisa se escondió en un recodo del camino y esperó con impaciencia la llegada de los monstruos, que no tardaron en entrar en su campo de visión. Cuando llegaron a su altura, estiró la barra de los extremos de oro y uno de los diablillos se enredó con ella, cayendo lastimosamente al suelo. Al incorporarse, vio al Peregrino y exclamó, furioso:

—¡Maldito abusón! Ten por seguro que, si nuestros dos grandes señores no fueran tan aficionados al arte que tú practicas, te haría picadillo ahora mismo.

—¿Por qué te lo tomas tan a pecho? —replicó el Peregrino—. ¡Ni que fuéramos enemigos! Mirándolo bien, los taoístas formamos una familia.

—¿Se puede saber por qué te tumbaste en el suelo y me echaste la zancadilla? —preguntó, a su vez, el diablillo.

—Por una razón muy sencilla —contestó el Peregrino—. Cuando un taoísta joven como tú se encuentra con otro tan entrado en años como yo, debe presentarle inmediatamente sus respetos. Digamos, por tanto, que tu caída ha sido una especie de saludo obligado, un regalo de presentación.

—Nuestros señores sólo exigen unas cuantas onzas de oro —comentó, sorprendido, el diablillo—. No me digas que tú eres de otra región y que allí dais más importancia a las caídas que al dinero. Si es así, he de reconocer que vuestras costumbres son extrañas en extremo. ¿Eres de por aquí cerca?

—En parte sí y en parte no —respondió el Peregrino—. De hecho, soy de las montañas de Peng-Lai.

—Pero Peng-Lai es una isla que se encuentra en el Reino de los Inmortales —exclamó el diablillo.

—Exactamente —afirmó el Peregrino—. Si no soy yo un inmortal, dime tú a mí quién lo es.

El diablillo tornó al punto su enfado en dulzura y, acercándose a el, dijo en tono zalamero:

—Disculpadme, inmortal, por no haberos reconocido, pero debéis tener en cuenta que mis ojos son de carne y sólo ven lo que tienen delante. Si os he ofendido con mis irreflexivas palabras, os ruego tengáis a bien perdonarme.

—No te eches la culpa de cuanto ha sucedido —trató de tranquilizarle el Peregrino—. Como muy bien afirma el dicho, «los inmortales raramente abandonan su morada para ir a visitar a los que no lo son». ¿Por qué habrías de saber tú que yo procedo de Peng-Lai? La razón de que haya venido a esta montaña es porque deseo transmitir a alguien mis conocimientos y convertirle, así, en inmortal. ¿Quién de vosotros está dispuesto a seguirme por la luz del Tao?

—Yo, maestro —respondieron a la vez Demonio Taimado y Gusano Astuto.

Aunque ya sabía la respuesta, el Peregrino volvió a preguntarles:

—¿De dónde venís?

—De la Caverna de la Flor de Loto —respondió uno de los diablillos.

—Eso está muy bien —insistió el Peregrino—, pero ¿adónde vais?

—Nuestros señores nos han enviado a capturar al Peregrino Sun —contestó el mismo diablillo.

—¿A capturar a quién? —exclamó con fingida sorpresa el Peregrino.

—Al Peregrino Sun —repitió el diablillo.

—¿Te refieres al bonzo que acompaña al monje Tang en busca de las escrituras? —inquirió, una vez más, el Peregrino.

—A ése exactamente —confirmó el diablillo—. ¿Vos también le conocéis?

—¡¿Que si le conozco?! —exclamó el Peregrino—. Es un mono sin ningún respeto, al que tengo metido entre ceja y ceja. Creo que es mi ayudaros a echarle el guante. Digamos que eso va a serviros de ascesis en vuestro recién inaugurado camino hacia la perfección.

—No es necesario que malgastéis vuestras energías con él —dijo el diablillo—. Nuestros señores poseen extraordinarios poderes mágicos y han logrado dominar a esa bestia, sepultándola bajo tres pesadísimas montañas. Precisamente ahora vamos a sacarla de allí con ayuda de estos valiosísimos objetos.

—¿De qué objetos habláis? —preguntó el Peregrino.

—De la calabaza roja[7] que yo llevo y del jarrón de jade que porta mi compañero —explicó Demonio Taimado.

—¿Así que vais a meterle ahí dentro? —volvió a preguntar el Peregrino—. ¿Se puede saber cómo vais a hacerlo?

—Poniéndolos boca abajo y llamando a la bestia por su nombre —respondió el diablillo—. En cuanto responda, será absorbido por estos recipientes, cuya boca debemos tapar con una tira de papel en la que puede leerse: «Que Lao-Tse cumpla con rapidez esta orden». En menos de una hora y tres cuartos quedará reducido a una pasta muy parecida al pus.

—¡Francamente extraordinario! —exclamó para sí el Peregrino, un tanto alarmado—. Éstos deben de ser dos de los cinco tesoros de que me habló el Centinela del Día. ¿Cómo serán los otros tres? —levantó después la voz y añadió, dirigiéndose a los diablillos—: ¿Me permitís echar un vistazo a esos objetos tan maravillosos?

Sin pensar lo que hacían, los dos diablillos metieron las manos por las mangas y sacaron, orgullosos, lo que se les pedía. El Peregrino cogió con cuidado la calabaza y el jarrón y se dijo, maravillado:

—¡Qué cosa más extraordinaria! Podría sacudir una sola vez la cola y marcharme para siempre de aquí con estos dos tesoros. Si alguien me pregunta que dónde los he conseguido, puedo decir que se trata de unos regalos que me han hecho. Pero no —añadió en seguida—, eso no estaría bien. Sería privar a los demás de lo que es suyo a plena luz del día y eso arruinaría mi buena fama de persona honrada.

Devolvió, por tanto, sus tesoros a los diablillos y les dijo:

—Guardadlos con cuidado y no los perdáis. Su valor es casi tan incalculable como el de las maravillas que traigo conmigo.

—¿De qué maravillas habláis? —inquirió uno de los diablillos—. ¿Sería demasiado atrevimiento pediros que nos las enseñéis? No dudamos que nos servirán de protección contra las adversidades.

El Peregrino estiró la mano y se arrancó un pelo de la cola. Lo apretó con dos dedos y gritó:

—¡Transfórmate! —y al instante se convirtió en una enorme calabaza de oro de aproximadamente medio metro de altura.

—¿Queréis echar un vistazo a mi calabaza? —les preguntó a continuación, visiblemente satisfecho.

Gusano Astuto la examinó con cuidado y comentó, respetuoso:

—Vuestra calabaza posee un tamaño excepcional y una figura tan perfecta que los ojos no se cansan de mirarla. Sin embargo, dudo de que tenga alguna utilidad.

—¿Qué quieres decir con eso? —exclamó el Peregrino.

—Que nuestros tesoros, aunque son mucho más pequeños, puede contener en su interior a más de mil personas —respondió el diablillo.

—Muy bien, pero eso no es tan extraordinario —comentó el Peregrino—. Mi calabaza, por ejemplo, puede absorber todo el Cielo.

—¿De verdad? —preguntó el diablillo.

—Así es —confirmó el Peregrino.

—Me parece que estás mintiendo —se atrevió a comentar el diablillo—. El Cielo no cabe en un espacio tan reducido como ése. Si quieres que te creamos, tendrás que enseñarnos cómo lo haces.

—Normalmente, si el Cielo me pone de mal humor —explicó el Peregrino—, le hago meterse en mi calabaza siete u ocho veces al mes. Si, por el contrario, no se ocupa de mí, puede pasar hasta medio año sin que yo tampoco le moleste.

—¡Es francamente extraordinario! —exclamó Gusano Astuto—. ¡Una calabaza que puede contener en su interior todo el Cielo! Cambiémosla por nuestros tesoros.

—Dudo que quiera hacerlo —comentó Demonio Taimado—. Al fin y al cabo, sólo pueden contener gente.

—Ya, pero son dos y mi jarrón es muy bonito —insistió Gusano Astuto—. A lo mejor prefiere lo bello a lo práctico. ¿Por qué no probamos ver?

—Lo normal sería cambiar una calabaza por otra, pero éstos están empeñados en añadir también el jarrón de jade —se dijo el Peregrino, complacido—. ¡No está mal trocar dos cosas por una! Eso es lo que se llama un negocio justo.

Para animales a decidirse, se llegó hasta Gusano Astuto y, agarrándole del brazo, le preguntó:

—¿Estarías dispuesto a cambiar tu tesoro por mi calabaza, si ahora mismo meto el Cielo dentro de ella?

—Por supuesto que sí —contestó el diablillo—. Pero te advierto que, si fallas en el intento, nos burlaremos de ti todo lo que queramos.

—De acuerdo —concluyó el Peregrino—. Si me muestro incapaz de hacer lo que digo, podéis reíros de mí cuanto deseéis.

El Gran Sabio inclinó respetuosamente la cabeza y, tras hacer un signo mágico y recitar el correspondiente conjuro, hizo venir a su presencia al Dios-que-patrulla-el-día, al Dios-que-patrulla-la-noche y a los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales, a los que ordenó:

—Informad de inmediato al Emperador de Jade que he aceptado el camino de la Verdad, comprometiéndome a llevar al monje Tang al Paraíso Occidental, donde piensa conseguir los escritos de Buda. Desgraciadamente, nos hemos topado con una montaña altísima y unos Monstruos muy poderosos, que se han empeñado en no dejarnos seguir adelante. Su fuerza se basa en unos tesoros francamente extraordinarios, que quieren cambiar por una calabaza sin valor que yo poseo. Para engañarlos preciso de la ayuda de Su Majestad. Suplicadle en mi nombre, con el debido respeto, que me preste los Cielos durante media hora, para que pueda llevar a buen término los planes que me he trazado. Advertirle de todas formas que, caso de negarse a mi petición, subiré de inmediato al Salón de la Niebla Divina y daré comienzo a una nueva guerra.

Tras cruzar la Puerta Sur del Cielo, los dioses corrieron a informar de todo ello al Emperador de Jade, que exclamó, visiblemente ofendido:

—¡Qué mono más engreído! Se ve que su forma de hablar no ha cambiado nada en todo este tiempo. Cuando Kwang-Ing vino a comunicarme que le había puesto en libertad para que acompañara al monje Tang, no sólo no me opuse a su liberación, sino que incluso asigné a los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales y a los Cuatro Centinelas para que se turnaran en brindarle toda la protección que precisara. Ahora, sin embargo, me exige que le preste el Cielo para meterlo yo qué sé dónde. ¿Cómo puede existir algo que contenga el mismísimo cielo?

No había acabado de decirlo, cuando el Príncipe Nata dio un paso al frente y afirmó:

—Eso no es tan difícil como pensáis, majestad.

—¿Quieres explicarte un poco mejor? —le invitó el Emperador de Jade.

—Al dividirse el caos original —empezó diciendo el Príncipe—, lo que era luminoso y puro constituyó el Cielo, mientras que lo que era oscuro y estaba cargado de impurezas dio origen a la Tierra. Eso explica que el Cielo sea una masa redonda de éter transparente, sobre el que se sustentan el Palacio de Jaspe y las Murallas Celestes. En principio, el Cielo no puede ser contenido por nada. Sin embargo, el hecho de que el Peregrino Sun haya accedido a acompañar al monje Tang en su largo periplo hacia el Oeste con el fin de hacerse con las escrituras sagradas es una fuente de bendiciones tan alta como el mismísimo Monte Tai y tan profunda como los mares. Opino, por tanto, que deberíamos hacer cuanto esté en nuestra mano por ayudarle a conseguir tal objetivo.

—Pero, como tú mismo acabas de reconocer, lo que pide es imposible de alcanzar —replicó el Emperador de Jade—. ¿Qué ayuda podemos prestarle?

—Muy sencillo, majestad —volvió a responder el Príncipe Nata—. Pedid a Chen-Wu, Señor de la Puerta Norte, que os preste su estandarte de plumas negras. Lo extenderéis a lo largo de la Puerta Sur, tapando así, el sol, la luna y las estrellas, y se extenderá por el mundo una oscuridad tan total que nadie podrá ver al que tenga delante de sus narices. Eso hará creer a los diablillos que el Cielo ha sido, en verdad, encerrado en la calabaza del Peregrino Sun y su misión recibirá un gran espaldarazo por vuestra parte.

El Emperador de Jade dio su conformidad a tan inteligente plan y encargó al príncipe que se dirigiera de inmediato a la Puerta Norte a entrevistarse con Chen-Wu. Al enterarse éste de qué se trataba, se prestó de buen grado a hacer entrega de su estandarte de plumas.

El Dios-que-patrulla-el-día volvió a toda prisa al lado del Gran Sabio y le susurró al oído:

—El Príncipe Nata ha salido en apoyo de vuestro plan y el Emperador de Jade ha otorgado su consentimiento.

El Peregrino levantó la vista hacia lo alto y vio acercarse una nube extremadamente luminosa. Eso le cercioró de que se trataba de un dios. Seguro del éxito de su plan, se volvió a los diablillos y les dijo:

—De acuerdo, voy a meter el Cielo en mi calabaza.

—Adelante —le urgió uno de ellos—. Pero ¿puede saberse por qué postras los pies de esa forma?

—Simplemente estaba recitando un conjuro —respondió el Peregrino.

Los diablillos se quedaron de pie y abrieron los ojos cuanto pudieron decididos a averiguar cómo iba a arreglárselas el anciano taoísta para meter el Cielo en un espacio tan reducido. El Peregrino sacudió con fuerza la calabaza y la arrojó hacia lo alto.

Como, en realidad, no era más que un simple pelo, el viento la llevó de aquí para allá durante más de media hora. El Príncipe Nata, mientras tanto, llegó a la Puerta Sur con el preciado estandarte, lo desplegó del todo y al instante quedaron cubiertos el sol, la luna y la totalidad de los planetas. El cosmos pareció teñirse de tinta y el mundo quedó sumido en una atmósfera azul oscuro. Los monstruos exclamaron, sorprendidos:

—¿Cómo es que es ya la hora del crepúsculo, si hace un momento era mediodía?

—¿Cómo se os ocurre hablar de horas? —les recriminó el Peregrino—. El tiempo ha dejado de existir. ¿No comprendéis que el Cielo está dentro de mi calabaza?

—Sí, pero ¿por qué está tan oscuro? —gritaron, aterrados.

—Muy sencillo —contestó el Peregrino—. Porque el sol, la luna y las estrellas están en el interior de mi tesoro. Es normal que la oscuridad se haya adueñado del mundo, ¿no os parece? No queda por ahí ninguna luz.

—¿Dónde estáis, maestro? —inquirió, aterrado, uno de los diablillos.

—¿Cómo que dónde estoy? —repitió el Peregrino—. Delante de ti, por supuesto.

El diablillo estiró las manos cuanto pudo, pero no logró tocarle. Eso hizo que su temor se tornara aún más intenso y dijo, a punto de perder el juicio de miedo:

—¿Se puede saber dónde estamos, maestro? Puedo oír vuestra voz, pero no logro ver vuestro rostro.

—No os mováis —gritó entonces el Peregrino, dispuesto a reírse un poco de ellos—. Nos hallamos justamente en el golfo de Chr-Li. Su costa es tan abrupta que, si dais un paso en falso, tardaréis siete u ocho días en alcanzar el fondo del acantilado que se abre a vuestros pies.

—¡Detened vuestro experimento al instante! —suplicaron a coro los dos diablillos—. Sabemos que vuestra calabaza es capaz de contener todo el Cielo. ¿Por qué no le devolvéis la libertad? Es peligrosísimo andar por ahí sin saber dónde se pisa. Si no nos andamos con cuidado, es posible que caigamos al mar y no podamos salir nunca más de él.

Cuando el Peregrino se convenció de que los dos diablillos habían tomado su juego como cierto, volvió a recitar el conjuro. El Príncipe enrolló el estandarte y al instante se vio de nuevo en el Cielo la luz del sol.

—¡Fantástico! ¡Realmente fantástico! —exclamaron los diablillos, riendo nerviosamente—. Si no cambiáramos ese tesoro por las baratijas que nosotros poseemos, seríamos tontos de remate.

Demonio Taimado y Gusano Astuto sacaron entonces la calabaza de oro y el jarrón de jade y se lo entregaron de buen grado al Peregrino. Éste, a su vez, puso en su mano la enorme calabaza que podía albergar en su interior todo el Cielo. Una vez realizado el trueque, el Peregrino quiso asegurarse de que los diablillos no se iban a echar atrás. Se arrancó un pelo de la barriga, sopló sobre él y al instante se convirtió en una moneda de cobre, que entregó a uno de ellos, diciendo:

—Vete a comprar un poco de papel, por favor.

—¿Se puede saber para qué lo queréis? —preguntó el diablillo.

—Para redactar un contrato —respondió el Peregrino—. Al fin y al cabo, vuestros tesoros son dos, mientras que mi calabaza es sólo una. No quiero que con el paso del tiempo lleguéis a pensar que eso no es justo y me exijáis que os devuelva uno de ellos. Por eso, ahora quiero que firmemos un contrato que evite esa eventualidad.

—¿Cómo vamos a redactar un documento, si ni siquiera tenemos a mano tinta ni pincel? —protestó uno de los diablillos—. En un sitio como éste es imposible escribir nada. ¿Por qué no nos comprometemos con un juramento?

—¿Qué clase de juramento? —preguntó el Peregrino.

—Que, si alguna vez exigimos que nos devuelvas uno solo de nuestros tesoros, caigamos víctimas de la enfermedad y que jamás volvamos a recobrarnos.

—Aunque yo jamás me echaré atrás —dijo, a su vez, el Peregrino—, si falto a mi palabra, que corra la misma suerte que vosotros.

Una vez concluido el juramento, el Gran Sabio sacudió la cola y llegó a la Puerta Sur del Cielo, donde agradeció al Príncipe Nata su colaboración, al enrollar y desenrollar el estandarte de plumas. Satisfecho, el príncipe corrió a informar al Emperador de Jade de todo lo ocurrido, devolviendo poco después a Chen-Wu su preciado tesoro. El Peregrino se quedó suspendido en el aire, mirando fijamente a los diablillos.

No sabemos lo que sucedió después. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se brindan en el capítulo siguiente.