CAPÍTULO LX

—Ese Poderoso del que os hablo es, en realidad el Rey Toro —explicó el espíritu de la montaña.

—Eso quiere decir que es él el que provoca esas llamas y que el nombre de Montaña de Fuego es tan falso como el abanico que me prestó su mujer —concluyó el Peregrino.

—No, no. No es eso —le corrigió el espíritu de la montaña—. No me atrevo a contaros toda la historia, a no ser que prometáis no enfadaros conmigo.

—Podéis hablar con toda libertad —le animó el Peregrino.

—Este fuego fue provocado por vos —dijo el espíritu de la montaña.

—¡No digas estupideces, por favor! —exclamó, furioso, el Peregrino—. ¡Yo jamás he estado en este lugar! Además, ¿crees que soy un pirómano?

—Ya veo que no me reconocéis —añadió el espíritu de la montaña—. Antes aquí no había ninguna montaña. Todo empezó hace aproximadamente quinientos años, cuando sumisteis el Palacio Celeste en un caos total y fuisteis entregado a Lao-Tse por el sabio ilustre que os capturó[1]. Como recordaréis, el Patriarca Taoísta os metió en el Brasero de los Ocho Triagramas, para que sufrierais un proceso de refinamiento total. Sin embargo, al levantar la tapa, saltasteis del horno del elixir y lo tirasteis por el suelo. Algunas ascuas vinieron a caer precisamente a este lugar y se convirtieron en la Montaña de Fuego que ahora veis. En aquel entonces yo era el encargado del brasero del Palacio Tushita. Lao-Tse me acusó de ser poco responsable y me expulsó de su lado. No teniendo sitio mejor adónde ir, me convertí en el espíritu local de esta montaña.

—¿Así que eres un taoísta? —exclamó Ba-Chie, un tanto molesto—. No me extraña que vayas vestido así.

—Continúa contándome toda la historia —le urgió el Peregrino, sin creerle del todo—. ¿Qué tiene que ver el Rey Poderoso en todo este asunto?

—Aunque, como sabéis, es el esposo de la Diablesa —siguió diciendo el espíritu de la montaña—, la abandonó hace cierto tiempo y se marchó a vivir a la Caverna que Toca las Nubes, que se encuentra en la Montaña de la Provisión de Truenos. Durante más de diez mil años fue la morada de un Rey Zorro, pero tuvo la mala fortuna de fallecer, dejando tras él a una hija llamada Princesa del Rostro de Jade y un sinfín de propiedades, de las que nadie se ocupaba. Hace aproximadamente dos años, al enterarse de que el Rey Toro poseía unos poderes mágicos realmente extraordinarios, le ofreció todas sus riquezas como dote y se desposó con él. Eso explica que el Rey Toro no conviva ya con la Diablesa ni haya vuelto a aparecer por aquí en todo este tiempo. Él sigue conservando en su poder el auténtico abanico de las hojas de palma. Si lográis entrevistaros con él y le convencéis para que os lo preste, podréis hacer tres obras buenas: ayudar a vuestro maestro a proseguir su viaje, librar a las gentes que viven por aquí de esa maldición de fuego y granjearme el perdón de Lao-Tse, para que, de una vez, pueda regresar a los Cielos.

—¿Dónde se alza la Montaña de la Provisión de Truenos y a qué distancia se encuentra de aquí? —preguntó el Peregrino.

—A siete mil quinientos kilómetros hacia el sur —contestó el espíritu de la montaña.

El Peregrino ordenó a Ba-Chie y al Bonzo Sha que cuidaran del maestro.

El espíritu de la montaña se ofreció en seguida a hacerle compañía durante su ausencia y se despidió del Peregrino, que desapareció detrás de las nubes a una velocidad increíble. Al cabo de media hora de viaje se topó con una montaña altísima. Su cumbre se perdía en el azul de los cielos y sus raíces se hundían hasta las entrañas mismas de la tierra. Su vertiente sur aparecía cubierta de una espesa vegetación tropical, mientras que la norte yacía perennemente enterrada bajo una capa de hielo, que no lograban fundir los calores del verano. Allí imperaba un invierno eterno con su cohorte de vientos gélidos y sus ejércitos de heladas. ¡Qué contraste con la vertiente en la que reinaba el sol! Allí los lagos en los que moran los dragones formaban una tupida red de aguas, cuyas orillas aparecían cubiertas de coloridos bordados de flores. Hasta en las guaridas de los tigres, cuyas bocas sombrías se abrían entre los acantilados, se veían capullos a medio abrir. Los troncos de los árboles se retorcían, caprichosos, por encima de las rocas, como si quisieran contemplarse en el verde jade de las aguas. Todo guardaba en aquel paisaje una proporción tan perfecta, que la rugosidad de la piedra se repetía en los troncos de los abetos y pinos. Más que algo realmente existente, cuanto contemplaban los ojos parecía sacado de una pintura. Allí las montañas eran altísimas, los acantilados inaccesibles para el pie humano, los arroyos corrían por profundas gargantas, las flores poseían el aroma de las diosas, los frutos se encontraban en sazón, los arces estaban siempre teñidos de rojo, los pinos aparecían teñidos levemente de azul y los sauces competían en verdor con el jade. Nada cambiaba en aquel extraordinario paraje. Los colores conservaban vivos sus tonos durante más de diez mil años.

Tras gozar de semejante belleza durante largos minutos, el Gran Sabio abandonó la cumbre en la que se había posado y trató de orientarse en aquel mundo que tan extraño le resultaba por su sensación de irrealidad. Cuando más indeciso estaba sobre el camino a seguir, vio a una muchacha salir de un bosquecillo de pinos. Llevaba en las manos una orquídea y parecía tan concentrada en sus pensamientos, que el Gran Sabio no se atrevió a molestarla. Se escondió detrás de unas rocas y la observó detenidamente. Su belleza era tal que, por poseerla, hubiera caído más de un imperio. Sus pies se movían con tal gracia, que parecían dos capullos de seda deshilándose. La pureza de sus facciones superaba a la de Wang-Chiang[2] y a la de la doncella de Chiou. Su figura recordaba una escultura de jade o una flor que fuera capaz de hablar. El negro profundo del moño que coronaba su peinado contrastaba con el brillo de sus ojos. Su falda de seda dejaba entrever unos pies extremadamente delicados. El misterio de sus manos, elegantes y largas, se mostraba al observador libre de velos, porque llevaba encogidas las mangas a la altura misma de las muñecas. Todo en ella poseía tal perfección, que las palabras se mostraban inútiles a la hora de describirla. ¿Cómo podía ser de otra forma, si sus dientes eran como perlas y el trazado de sus cejas recordaba, por la suavidad de su curvatura, el del río Chin? Ni las mismas Wen-Chün[3] y Hsüe-Dao[4] podían compararse con ella. Al llegar a la altura de las rocas tras las que estaba escondido, el Gran Sabio se inclinó ante ella y dijo, sonriendo:

—¿Adónde vais, Bodhisattva?

La muchacha no se había percatado de su presencia y, al escuchar la voz que le hablaba, levantó, curiosa, la cabeza. Un sudor frío se extendió por todo su cuerpo.

Jamás había visto a nadie tan feo como el Gran Sabio, pero estaba demasiado cerca de él para echarse a correr. Se armó de valor y preguntó con voz insegura por el miedo que la atenazaba:

—¿Estáis hablando conmigo? ¿Podríais decirme de dónde venís?

—Si saco a relucir el asunto de las escrituras —se dijo el Gran Sabio antes de responder—, es posible que vaya a contárselo al Rey Toro. Lo mejor será que me haga pasar por uno de sus antiguos súbditos, que ha venido a pedirle que regrese.

Al ver que no decía nada, la muchacha perdió la paciencia y volvió a preguntar, malhumorada:

—¿Quién eres tú para atreverte a dirigirme la palabra en pleno bosque?

—Vengo de la Montaña de la Nube de Jade —contestó el Gran Sabio, inclinándose, una vez más, ante ella—, y como es la primera vez que visito esta comarca, no sé exactamente dónde me encuentro. ¿Podríais decirme si es ésta la Montaña de la Provisión de Truenos?

—Efectivamente —asintió la muchacha.

—¿Sabéis si hay por aquí cerca una caverna llamada «que Toca las Nubes»? —volvió a preguntar el Gran Sabio.

—¿Para qué queréis saberlo? —inquirió la muchacha.

—Vengo a buscar al Rey Toro de parte de la Princesa del Abanico de Hierro, de la Caverna de la Hoja de Palma, que se encuentra en la Montaña de la Nube de Jade —contestó el Gran Sabio.

Al oír eso, la muchacha se puso roja de ira y empezó a gritar:

—¡Maldita cerda! ¡No existe ser más repugnante que ella! En los dos años escasos que lleva el Rey Toro en mi casa yo qué sé la de joyas, piedras preciosas, piezas de satén y rollos de seda que le ha enviado. A cambio él la provee de leña para un año y de arroz para un mes. Aunque es inmensamente rica, esa cerda lo acepta de buen grado, porque cree que, de esa forma, puede mantenerle amarrado a sus faldas. ¿No le dará vergüenza? ¡Es el colmo que ahora envíe a alguien como tú para llevárselo, como si fuera un fardo sin sentimientos!

Al oír tales quejas, el Gran Sabio supo en seguida que la muchacha que tenía delante era, en realidad, la Princesa del Rostro de Jade. Aparentando una ira que, ciertamente, no sentía, sacó la barra de los extremos de oro y gritó, enfurecido:

—¡Maldita puta! Has comprado con tus riquezas al Rey Toro y ¿todavía te atreves a dar lecciones a los demás? ¿No te das cuenta que le has comprado como si fuera una vulgar mercancía? ¡Eres tú la que debieras morirte de vergüenza!

Al verle tan enfadado, la muchacha perdió la confianza y se puso a temblar de miedo. Aunque las fuerzas la habían abandonado, como si ya estuviera muerta, se dio media vuelta y huyó, despavorida. El Gran Sabio corrió tras ella, sin dejar de insultarla ni de gritar como si hubiera perdido el juicio. Cruzaron un bosquecillo de pinos y de pronto apareció ante ellos la entrada de la Caverna que Toca las Nubes. La muchacha entró en ella jadeando por el esfuerzo y cerró a toda prisa las puertas. El Gran Sabio detuvo, entonces, su carrera y estudió detenidamente el lugar en el que estaba enclavada la cueva. A su alrededor el bosque se tornaba más espeso y los roquedales, más abruptos.

La sombra de los arces pintaba un encaje de siluetas móviles en la piel de las orquídeas, que emitían un aroma dulce y sensual a la vez. Un arroyo de jade dividía en dos un bosquecillo de bambú, que gemía lánguidamente al compás de la brisa. Las rocas parecían dormir sobre un lecho de capullos y pétalos, mientras las colinas lejanas aparecían envueltas en un blanco sudario de niebla. Por encima de ellas flotaban masas de nubes, que el sol y la luna convertían en frágiles biombos de luz. Por doquier se escuchaban las voces de los dragones, los rugidos de los tigres, los graznidos de las grullas y el canto embelesador de las oropéndolas. Aquél era, en verdad, un paraje de extrema belleza, en el que flores y hierba de jade emitían un brillo de perenne serenidad.

Se apreciaba que allí la santidad tenía un hueco mayor, incluso, que en Tien-Tai[5] o en las islas de Peng y Ying[6].

El Peregrino se perdió en la contemplación de un paisaje de tanta Pureza como aquel, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin embargo, de la muchacha, que se refugió en la caverna con el corazón a pleno ritmo y sudando como un caballo al galope. El Rey Toro se encontraba en la biblioteca meditando sobre los componentes del elixir, cuando apareció ella dando gritos y con el rostro demudado. Su aspecto no podía ser más lamentable, porque había empezado a arañarse la cara y manaba del lóbulo de sus orejas un hilillo de sangre. Pese a la angustia que embargaba toda su figura, el Rey Toro la recibió con la más amplia de sus sonrisas y dijo, tratando de calmarla:

—¿Qué os sucede? ¿Se puede saber por qué estáis tan alterada?

—¡Maldito monstruo! —exclamó la muchacha, saltando, como si fuera una marioneta—. Casi pierdo la vida por vos y ¿aún me preguntáis qué me ocurre?

—¿Por qué volcáis toda vuestra ira sobre mí? —volvió a preguntar el Rey Toro, acentuando la dulzura de su sonrisa.

—Si busqué vuestro cariño y vuestra protección al morir mis padres —contestó la muchacha en el mismo tono de antes—, fue porque teníais fama de sabio y todo el mundo hablaba con encomio de vuestro arrojo. Ahora sé que no sois más que un inútil calzonazos.

—¿Queréis explicarme en qué os he ofendido? —replicó el Rey Toro, abrazándola—. Si lo hacéis, podré pediros disculpas y volverá a establecerse la concordia en nuestros corazones.

—Hace un rato —explicó la muchacha, un poco más calmada— estaba dando un paseo y cogiendo orquídeas en el interior del bosque, cuando apareció ante mí un monje con la cara cubierta totalmente de pelos y el aspecto de un dios del trueno. Aunque se inclinó con respeto ante mí, no me dejaba seguir adelante. Yo recobré en seguida la calma y, al preguntarle quién era, me dijo que venía de parte de la Princesa del Abanico de Hierro a pediros que regreséis a su lado. Traté de darle una lección de moralidad, pero él me reprochó lo escandaloso de mi conducta y me persiguió blandiendo una barra con los extremos de oro. Si no hubiera corrido con todas mis fuerzas, seguro que me habría matado con ella. ¡Todo esto es por vuestra culpa! ¿Lo entendéis ahora?

El Rey Toro no perdió la calma. Al contrario, volvió a disculparse ante ella y redobló sus muestras de cariño. Pese a todo, la muchacha tardó aún mucho tiempo en apaciguarse, pero entonces fue el Rey Toro el que empezó a perder la paciencia y dijo, malhumorado:

—Todo esto me resulta un poco extraño. La Caverna de la Hoja de Palma es un lugar apartado, aunque he de reconocer que posee ventajas que no se encuentran en ningún otro sitio. Mi misma esposa es una inmortal, que se ha dedicado desde joven a la práctica de la virtud y ha alcanzado la serenidad suprema del Tao. Además, el número de sus sirvientes no es muy extenso y entre ellos no se cuenta ningún varón, ni siquiera un niño. ¿Cómo se explica que haya enviado a un hombre con el aspecto de un dios del trueno? ¡No, no, es imposible! Lo más seguro es que se trate de un monstruo que, sirviéndose de su nombre, haya querido llegar directamente hasta mí. Creo que lo mejor será que vaya a echar un vistazo.

El Rey Toro abandonó, entonces, la biblioteca y se dirigió hacia el salón principal de la caverna, donde se puso la armadura. Tras ajustársela con cuidado, tomó una barra de hierro forjado y salió de su morada, gritando en tono altanero:

—¿Quién es el imbécil que se atreve a venir a molestarme a mi propia puerta?

El Peregrino le lanzó una mirada curiosa y comprobó que su aspecto no era el mismo que el de hacía quinientos años. Llevaba la cabeza cubierta con un casco de acero tan pulido como un canto rodado y tan brillante como la plata. Le protegía el pecho una coraza de oro, que dejaba entrever una camisa de seda profusamente bordada. Calzaba unas botas de ante, muy puntiagudas y con las suelas recubiertas de piedras cortantes.

Un espléndido cinturón de seda de tres vueltas, propio de un Rey León, le ceñía la cintura, acentuando la marcialidad impresionante de su porte. Sus ojos emitían una luz tan fuerte que parecían dos espejos expuestos al sol, bajo unas cejas tan pobladas como un bosque de arces rojizos. Por su fiereza, su boca recordaba un cuenco lleno de sangre, impresión que acentuaban sus dientes, duros como lascas de bronce. Su voz poseía tan ronca sonoridad, que los espíritus de la montaña temblaban al oírla. Su zancada era, por otra parte, tan larga que los monstruos temían encontrarse con él, porque sabían que les iba a resultar imposible la huida. Su fama se extendía más allá de los cuatro mares. No en balde era conocido por el nombre de Destructor del Mundo, aunque también se le llamaba el Poderoso del Occidente y el Rey Demonio. El Gran Sabio se arregló las ropas lo mejor que pudo y, saliendo a su encuentro, dijo, respetuoso:

—¿Tan pronto te has olvidado de mí, hermano?

—¿No eres tú Sun Wu-Kung, el Gran Sabio, Sosia del Cielo? —exclamó él, devolviéndole el saludo con una leve inclinación de cabeza.

—Así es —respondió el Gran Sabio—. Hacía muchísimo tiempo que no tenía el honor de saludarte. Ni siquiera sabía que vivías aquí. He tenido que preguntárselo a una muchacha hace un momento. Te encuentro mucho mejor que antes. Enhorabuena, hermano.

—Deja de embaucarme con tu cháchara —le urgió el Rey Toro—. Había oído decir que, después de haber sumido en un desorden total el Palacio Celeste, el Patriarca Budista te encarceló debajo de la Montaña de las Cinco Fases, de donde te liberó una Bodhisattva con la condición de que acompañaras al monje Tang en su viaje hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas. ¿Quieres explicarme por qué buscaste la ruina a mi hijo, el Santo Niño de la Caverna de la Nube de Fuego, que se alza junto al Arroyo del Pino Seco en la Montaña Rugiente? No debías haber venido a verme. Después de lo ocurrido, hasta un tonto hubiera supuesto que estoy furioso contigo.

—Antes de enfadarte conmigo, debes enterarte de lo que realmente ocurrió —respondió el Gran Sabio, inclinándose, una vez más—. Yo no moví ni un dedo contra tu hijo. Fue él el que capturó a mi maestro y trató de comérsele. Afortunadamente se lo impidió la Bodhisattva Kwang-Ing y le convenció para que abrazara la senda del bien. De hecho, ahora ostenta el título de Joven de la Riqueza de la Bondad, un cargo superior incluso al que tú tienes, y goza de una felicidad y de una alegría que ni siquiera el paso del tiempo puede menguar. ¿Hay en ello alguna razón para odiarme?

—Siempre has tenido un pico de oro —dijo el Rey Toro con desprecio—. Aunque no he creído ni una palabra de lo que acabas de contarme, te perdono que hayas deshonrado a mi hijo. ¿Quieres explicarme ahora por qué insultaste a mi esposa segunda y trataste de matarla delante mismo de mi puerta?

—Porque no tenía otra manera de encontrarte —respondió el Gran Sabio, soltando la carcajada—. Además, no sabía que fuera mi cuñada segunda. Eso sin contar con que me insultó y eso me hizo perder la cabeza. Reconozco que no me porté con ella con la delicadeza que debiera. Transmítela mis disculpas cuando la veas.

—Si es eso lo que ocurrió —concluyó el Rey Toro—, te perdono la vida en nombre de la amistad que antaño nos unió. Ahora apártate de mi vista.

—Nunca te agradeceré lo suficiente tanta magnanimidad —contestó el Gran Sabio—. Sin embargo, hay una cosa más que quisiera pedirte.

—Nunca has poseído el sentido de la medida —exclamó el Rey Toro con desprecio—. ¿No te parece suficiente que te haya perdonado la vida? ¿Qué cosa es esa que deseas pedirme?

—Como bien sabes —respondió el Gran Sabio—, ahora soy discípulo del monje Tang. En nuestro peregrinar hacia el Oeste nos hemos topado con la Montaña de Fuego y hemos tenido que detener la marcha. Preguntamos a las gentes de la comarca si había alguna forma de trasponerla y nos dijeron que la Diablesa poseía un abanico de hojas de palma capaz de apagar el fuego. Como habrás supuesto, fui a pedírselo prestado, pero ella se negó de plano a escuchar mis palabras. Ése es el motivo por el que he venido a verte. Te suplico, por el cariño del Cielo y la Tierra, que vuelvas conmigo junto a tu esposa y la convenzas para que me preste el abanico. Prometo devolvértelo, en cuanto el monje Tang haya traspuesto la Montaña de Fuego.

El Rey Toro no pudo sofocar la ira que, de pronto, flameó en su corazón.

—Dices que todo lo has hecho sin la menor intención, pero la verdad es que lo único que te preocupa es conseguir como sea ese abanico —exclamó el Rey Toro, rechinándole los dientes—. Estoy seguro de que, antes de venir aquí, has insultado a mi esposa. No contento con eso, has deshonrado a la mujer con la que ahora vivo. Como muy bien afirma el proverbio, «no se debe desairar a la mujer de un amigo ni ofender a su concubina». Tú, sin embargo, has zaherido a la una y tratado de dar muerte a la otra. ¿Hasta dónde va a seguir creciendo tu insolencia? ¡Es hora ya de que pruebes el sabor de mi barra!

—Sabes muy bien que no tengo miedo a la lucha —contestó el Gran Sabio—. Sin embargo, no he venido a pelear, sino a pedirte un favor. ¡Házmelo, por lo que más quieras!

—Te diré lo que vamos a hacer —respondió el Rey Toro—. Si eres capaz de resistirme tres asaltos, pediré a mi esposa que te preste el abanico. Si no lo consigues, te mataré.

—De acuerdo —dijo el Gran Sabio—. No me atrevía a venir a verte, porque no quería cruzar mi barra con la tuya. Pero, ya que lo deseas, no se hable más. Espero que tus artes guerreras sean tan buenas como antes.

Sin mediar ninguna palabra más, el Rey Toro levantó la barra de hierro forjado y la dejó caer con fuerza sobre la cabeza del Gran Sabio, que detuvo el golpe con ayuda de su arma. Dio, así, comienzo una extraordinaria batalla en la que las dos barras, la lisa y la de los extremos de oro, pusieron fin a una amistad de muchos años.

—¡La culpa es tuya, por haber deshonrado a mi hijo! —decía uno.

—Tu hijo ha conseguido la perfección del Tao. No hay ninguna razón que sustente tu odio —replicaba el otro.

—¿Cómo te atreves a venir a llamar a mi puerta? —preguntaba el primero.

—No lo habría hecho, de no haber tenido una buena razón —respondía el segundo, pensando únicamente en la seguridad del monje Tang.

Pero su antiguo hermano se negaba a prestarle el abanico mágico. Un intercambio de palabras groseras dio al traste con su antigua amistad, que fue inmediatamente substituida por un odio tan firme como la raíz de una cordillera. Cada uno lo alimentaba con los golpes de su barra. La del Rey Toro hacía temblar a los dragones, mientras que la del Gran Sabio asustaba a los espíritus y a los dioses. Aunque empezaron luchando cerca de la base de la montaña, pronto se elevaron por encima de su cumbre, haciendo alarde de sus artes mágicas a lomos de nubes de varios colores. El fragor que producían los dos hierros, al chocar, hacía temblar las puertas del Cielo. Más de cien veces volvieron a la carga, pero ni el Gran Sabio ni el Rey Toro obtuvieron una ventaja apreciable. Cuando más enzarzados estaban en la lucha, alguien gritó desde la cumbre de la montaña:

—¿Habéis olvidado la invitación de mi señor, Rey Toro? No os retraséis, para que el banquete pueda dar comienzo cuanto antes.

Al oírlo, el Rey Toro detuvo con su barra el golpe del Gran Sabio y dijo:

—Es preciso que aplacemos el combate. Antes de proseguir, tengo que asistir a un convite en casa de un amigo —y, saltando de lo alto de la nube, fue a parar al interior de la caverna, donde dijo a la Princesa del Rostro de Jade—: No hay que temer nada de ese tipo con las pintas de un dios del trueno. En realidad, es el mono Sun Wu-Kung, que ha huido ante el acoso de mi barra de hierro. Ahora que el peligro ya ha pasado, voy a ir a tomar unas copas a la casa de un amigo.

Se despojó de la armadura y pidió a uno de sus criados que le trajera una espléndida túnica de seda de color verde plateado. Ordenó a continuación a sus soldados que guardaran bien la puerta y, montando en una criatura acuática de ojos dorados, se dirigió hacia el noroeste. De pie en lo alto de la cumbre, el Gran Sabio le vio alejarse a toda velocidad entre una polvareda de neblinas y nubes y se dijo:

—¿Quién será ese amigo del que me ha hablado? Creo que voy a seguirle a ver si averiguo dónde va a tener lugar un convite tan importante —y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en una corriente de aire, que no tardó en dar alcance al Rey Toro.

Al poco rato llegaron a una montaña, en la que el Poderoso del Occidente desapareció sin dejar rastro. El Gran Sabio recobró, entonces, la forma que le era habitual y echó un rápido vistazo a su alrededor. No tardó en descubrir un lago de aguas cristalinas y muy profundas. En una de sus orillas había una gran losa de piedra, en la que había sido labrada la siguiente inscripción: «Montaña de las Rocas Esparcidas, Lago de la Ola Verdosa».

—El Toro ha debido de meterse en el agua. El amigo que ha venido a visitar por fuerza tiene que ser algún monstruo acuático o el espíritu de un dragón, de un pez o de una tortuga. Voy a echar un vistazo.

Hizo un gesto mágico con los dedos y, tras sacudir ligeramente el cuerpo y recitar el correspondiente conjuro, se convirtió en un cangrejo, ni muy grande ni muy pequeño, que pesaba alrededor de setenta kilos. Sin pérdida de tiempo, se lanzó al agua y se hundió hasta tocar el fondo del lago. Muy cerca de donde él estaba se abría una puerta coronada por un tejadillo cubierto de relieves de complicado diseño. La criatura acuática de los ojos dorados estaba atada justamente debajo de uno de los arcos, pero al otro lado no había ni una sola gota de agua. El Gran Sabio traspuso la puerta y miró a su alrededor. Se oía una música extraña y volvió la cabeza hacia el punto de donde parecía provenir. Allí se alzaban unas construcciones con los muros de coral, rojos como el crepúsculo, y los arcos de nácar. No había en el mundo otro palacio como aquél. Sus tejas eran de oro, los marcos de sus puertas y ventanas de jade blanco, sus balconcillos y pasamanos de ramas de coral, y sus biombos de caparazones de tortuga. En su interior se veía un trono de loto, sobre el que se cernía una nube tal de bendiciones, que parecía estar suspendida entre las Tres Luminarias[7] y la Vía Láctea. Aunque no formaba parte de los Cielos o de los inimaginables tesoros del mar, aquel lugar rivalizaba en belleza con la isla de Peng-Lai. Uno de los salones estaba lleno a rebosar de invitados, en su mayoría funcionarios de todo rango, que lucían espléndidas perlas en sus sombreros oficiales. Entre ellos se movían legiones de muchachas de jade con bandejas de marfil, cuya belleza se repetía, como un eco, en los rostros de las cantoras. Las canciones más melodiosas salían, sin embargo, de las gargantas de las ballenas, acompañas por las flautas de las langostas, los tambores de los lagartos marinos y los rítmicos balanceos de los cangrejos. De los techos colgaban lámparas de perlas, que iluminaban las viandas y los biombos adornados con motivos sacados de la naturaleza. Los pasillos hervían con los vuelos caprichosos de cortinas hechas con bigotes de gambas. Por doquier se escuchaba el armónico sonido de los ocho instrumentos[8], desgranando melodías que llegaban hasta el mismo cielo. No era difícil distinguir a grupos de percas de cabeza verdosa tañendo la cítara y a salmones de ojos rojizos tocando la flauta. No lejos de ellos muchachas-dragón tocadas con horquillas de oro con forma de fénix ofrecían a los presentes tiras de carne de venado. En las mesas no faltaba ni uno solo de los ochos manjares que se preparan en las cocinas del Cielo ni ninguno de los deliciosos licores que se guardan en las bodegas del Palacio Rojo.

El Rey Toro ocupaba el asiento reservado para el invitado de mayor dignidad, custodiado, a derecha e izquierda, por varias damas-dragón. Frente a él se hallaba sentado un dragón entrado en años, rodeado de innumerables hijos, nietos, esposas e hijas. Cuando el Gran Sabio entró en el salón del banquete, estaban brindando con un vino tan dulce como el néctar. El primero que le vio fue el dragón anciano, que ordenó de inmediato:

—¡Atrapad a ese cangrejo desarrapado!

Todos sus hijos y nietos se lanzaron sobre el Gran Sabio, quien, valiéndose del lenguaje humano, empezó a gritar con fingida desesperación:

—¡No me matéis, señor! ¡Perdonadme la vida!

—¿De dónde procedes y cómo te has atrevido a entrar en la sala del banquete sin haber sido invitado? —preguntó el dragón, malhumorado—. Quizás te perdone la vida, si me das una explicación aceptable.

—Yo, señor —contestó el Gran Sabio con inesperada humildad—, aunque vengo a pescar a este lago, moro en una cueva que hay un poco apartada de la orilla. Constituye, en realidad, un excelente punto de observación, pues soy el Vigía-que-camina-hacia-atrás. Como siempre me muevo por el barro y la hierba, no sé andar como las demás criaturas. Además, al vivir en un puesto tan abandonado, desconozco cuáles son las normas que imperan en este palacio. Os suplico, pues, señor, que tengáis compasión de mi ignorancia y no me castiguéis con rigor.

Todos los espíritus que asistían al banquete se inclinaron ante el dragón y dijeron:

—No seáis riguroso con él. A las claras se ve que el Vigía Cangrejo jamás había entrado en este palacio y que desconoce totalmente los principios de la cortesía. ¿No os parece que deberíais perdonarle?

El anciano dragón se mostró de acuerdo con ellos y ordenó a uno de los espíritus que le había apresado:

—Soltadle. En castigo a su atrevimiento recibirá unos cuantos latigazos. Que espere fuera del palacio a que acabemos el banquete.

El Gran Sabio expresó su agradecimiento antes de abandonar la mansión del dragón.

En cuanto hubo traspuesto la puerta con el tejadillo, se dijo:

—A ese Rey Toro le encanta beber. Sería de tontos esperarle hasta que haya terminado. Incluso en el caso de que se decida a regresar pronto a casa, nadie me asegura que vaya a prestarme su preciado abanico. Lo mejor que puedo hacer es coger a esta criatura de los ojos dorados, tomar su forma y tratar de engañar a la Diablesa. De esa forma, podrá cruzar el maestro la montaña y no tendré que volver a pelear con uno de mis antiguos compañeros.

Tras recobrar la forma que le era habitual, el Gran Sabio desató a la criatura acuática y se sentó sobre su espléndida silla de montar, tan cubierta de adornos como si formara parte de un palacio. Cabalgando como un consumado jinete, no tardó en emerger de las aguas del lago. En la misma orilla tomó la identidad del Rey Toro y, tras espolear a la bestia, se elevó por encima de las nubes y se dirigió hacia la Caverna de la Hoja de Palma. En cuanto hubo alcanzado la Montaña de la Nube de Jade, gritó con voz autoritaria:

—¡Abrid las puertas!

Las dos muchachas encargadas de dar la bienvenida a los visitantes obedecieron sin rechistar. Al ver que se trataba del Rey Toro, corrieron a informar a la señora, diciendo:

—El señor acaba de llegar.

Al oírlo, la Diablesa se arregló el pelo lo mejor que pudo y salió, gozosa, a su encuentro. El Gran Sabio desmontó de la criatura de los ojos dorados y se dirigió hacia ella, seguro de poderla engañar. Afortunadamente la Diablesa estaba tan excitada, que sólo veía con los ojos de la carne. Entraron en la caverna cogidos de la mano y las doncellas se apresuraron a tomar el té. En cuanto se enteraron de que había regresado el señor, todas las sirvientas y criadas salieron a presentarle sus respetos. Pero los esposos sólo tenían ojos para ellos mismos.

—¡Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos! —exclamó, galante, el falso Rey Toro.

—Que el cielo derrame sobre tu cabeza sus diez mil bendiciones —respondió la Diablesa, inclinando respetuosamente la cabeza—. Tan dedicado te encuentras a tu nueva esposa, que pareces haber olvidado a la antigua. ¿Quieres explicarme qué viento te trae hoy por aquí?

—¿Cómo puedes decir eso? —respondió el Gran Sabio, sonriéndola con dulzura—. Yo jamás te he olvidado. Si he estado tanto tiempo ausente, ha sido debido a la cantidad de asuntos domésticos a los que he tenido que hacer frente. Las posesiones de la Princesa del Rostro de Jade se encontraban en un estado francamente lamentable, que requería toda mi atención. En fin, últimamente he oído decir que está a punto de llegar a la Montaña de Fuego un tal Sun Wu-Kung, que se dirige al Paraíso Occidental en compañía del monje Tang. Es muy posible que venga a pedirte el abanico para poder proseguir el viaje. Ya sabes cuánto le odio. Cuando aparezca por aquí, llámame en seguida y te aseguro que le haré picadillo. Sólo así vengaremos a nuestro hijo.

Al oír eso, la Diablesa se echó a llorar y dijo:

—Como muy bien afirma el dicho antiguo, «un hombre sin esposa no tiene quien cuide de sus riquezas y una mujer sin marido esclava es de la pobreza». No sé si lo creerás, pero ese mono casi acaba conmigo.

—¿Quieres decir que ha conseguido trasponer la montaña? —exclamó el Gran Sabio con una ira fingida.

—No, no, todavía no —contestó la Diablesa—. Ayer mismo vino a pedirme que le entregara el abanico, pero, al recordar la desgracia que había traído sobre nuestro hijo, me puse la armadura y le asesté varios tajos con mis dos espadas. Soportó bien el dolor y tuvo, incluso, la desfachatez de llamarme cuñada, alegando que cierta vez hicisteis un pacto de hermandad.

—En eso no te mintió —reconoció el Gran Sabio—. Fuimos siete los hermanados, aunque han transcurrido ya más de quinientos años.

—Al principio —continuó diciendo la Diablesa—, aunque le insulté todo lo que quise y le sajé a placer con mis espadas, se mantuvo extremadamente cortés y no levantó la mano contra mí. Ante tanta sumisión, no me quedó más remedio que abanicarle y lanzarle lejos de aquí. Pero encontró la manera de contrarrestar los efectos del viento y volvió a presentarse a la mañana siguiente ante mi puerta. De nuevo le sometí al castigo del abanico; sin embargo, esta vez el huracán no logró moverle del sitio. Hube de echar mano de las espadas. Él aceptó, complacido, la lucha y me atacó con una barra de hierro increíblemente pesada. Eran tan certeros sus golpes, que hube de buscar refugio en el interior de la caverna. Pero ese tipo posee unos poderes tan extraordinarios, que no sólo logró llegar hasta mis aposentos, sino que, incluso, se metió dentro de mi estómago. Para que dejara de atormentarme, tuve que llamarle cuñado y entregarle el abanico.

—¡No debiste hacerlo! —exclamó el Gran Sabio, desalentado, dándose en el pecho golpes de rabia—. ¡Qué equivocación más grande la tuya! ¿Cómo pudiste entregar nuestro tesoro a ese mono? ¡Creo que me voy a morir de impotencia!

—No te pongas así, por favor —le aconsejó la Diablesa, soltando la carcajada—. Le entregué un abanico falso. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—¿Estás segura? —respondió el Gran Sabio—. ¿Dónde has metido el auténtico?

—Tranquilízate —dijo la Diablesa, sin dejar de reír—. Lo tengo conmigo.

Llamó a continuación a unas sirvientas y les ordenó que trajeran algo de vino. Ella misma se lo ofreció a su falso esposo, diciendo:

—Es posible que tu nueva esposa te haya proporcionado muchas alegrías, pero dudo mucho que hayan sobrepasado las que encontraste a mi lado. Acepta esta copa de licor que yo misma he preparado.

El Gran Sabio no la rechazó. No le quedó, de hecho, otro remedio que aceptarla. Pero, al ir a brindar, sonrió con una dulzura irresistible y dijo:

—Es mejor que bebas tú primero. Si no te importa, me gustaría ver cómo siguen nuestras cosas, aunque no dudo de que durante mi ausencia hayas cuidado de ellas con más dedicación que yo mismo. No sé, en verdad, cómo agradecértelo.

Complacida, la Diablesa tomó la copa. Pero volvió a llenarla en seguida y, entregándosela, una vez más, al Rey Toro, dijo:

—No tienes que agradecerme nada. Como muy bien afirmaban los antiguos, las esposas son unas excelentes administradoras, pero los maridos las proveen de todo lo necesario.

Mientras las criadas preparaban algo de comer, ellos continuaron hablando con la misma cortesía. El Gran Sabio no se atrevió a romper la dieta vegetariana y únicamente tomó algunas frutas. Las suficientes para mantener viva la conversación. La Diablesa, por su parte, bebió más de la cuenta y, poco a poco, fue creciendo en ella el fuego de la pasión. Como quien no quiere la cosa, se acercó melosa al Gran Sabio y empezó a restregarse contra él, cogiéndole de las manos y susurrándole al oído palabras cargadas de irresistible ternura. No contenta con eso, le obligó a beber de la misma copa y a morder, al tiempo, de la misma fruta. El Gran Sabio, por supuesto, se encontraba violentísimo, pero ¿qué otra cosa podía hacer que mostrarse tan tierno como ella y reír todas sus salidas de hembra excitada? No existe, en verdad, nada mejor que el vino para hacer desaparecer del espíritu las cuitas e iluminarlo con el calor de la inspiración[9].

Conocedor de tan sorprendentes efectos, el Gran Sabio decidió actuar con la mayor discreción posible. La mujer, por su parte, se abandonó por completo a su ansia de amor y empezó a reírse de tal forma que el rostro se le puso tan rojo como un melocotón maduro. Su cuerpo se agitaba con la agilidad de un sauce nuevo sacudido por el viento. Sus palabras se tornaban a veces incomprensibles murmullos que acentuaban el ardor de sus caricias. Sus alargadas manos se hundían con machacona insistencia en los cabellos del varón, mientras sus delicados pies buscaban enlazarse con las piernas de su pareja.

Echaba para atrás la cabeza con gesto coqueto, dejando ver la blancura de su cuello y el delicado arranque de su cabello. Sus mangas pintaban en el aire una danza de garzas jóvenes copulando. ¡Qué movimiento el de su cintura, al tiempo que fluían de sus labios las cascadas de fuego de una confesión de amor! Poco a poco se fue desabrochando la túnica y apareció la delicada figura de uno de sus senos. Tenía la mente totalmente embotada por los efectos del licor. ¿Qué hay de extraño en que sus ojos poseyeran una luminosa acuosidad y su pecho se agitara en una marejada de jadeos? El Gran Sabio se dio cuenta de que la tenía completamente a su merced y dijo con una ternura que no cuadraba con sus palabras:

—¿Dónde has escondido el abanico auténtico? Debes guardarlo bien, porque ese Peregrino es capaz de transformarse en cualquier cosa y hacerse con él en un abrir y cerrar de ojos.

Riendo como una muchacha, la Diablesa sacó un abanico un poco más pequeño que una hoja de almendro y se lo entregó al Gran Sabio, diciendo:

—¿No es éste el tesoro del que hablas?

El Gran Sabio se quedó perplejo y no supo qué contestar. No podía creer que aquel fuera el abanico que tantos quebraderos de cabeza le había costado.

—Es demasiado pequeño para apagar las llamas —se dijo—. Lo más seguro es que sea tan falso como el anterior.

Al verle contemplándolo con tanto detenimiento, la Diablesa acercó su mejilla empolvada al rostro del Peregrino y dijo:

—Deja el abanico y bebe algo. ¿Se puede saber en qué estás pensando?

—¿Cómo puede una cosa tan pequeña apagar unas llamas cuya altura sobrepasa los mil quinientos kilómetros?

El vino había embotado totalmente la mente de la Diablesa y no dio ninguna importancia a las dudas que manifestaba su falso marido.

—Se nota que estos dos últimos años te has entregado por completo al placer. Has servido con tanta dedicación a la Princesa del Rostro de Jade, que tu inteligencia se ha diluido como la tinta en el agua. Es increíble que hayas olvidado tan pronto cómo funciona este tesoro. ¿Acaso no recuerdas que debes apretar con el pulgar de la mano izquierda la séptima cinta roja de su mango y recitar las palabras «expira, inspira, sopla y ronca»[10], para que alcance una longitud de tres metros y medio? Este abanico posee, como bien sabes, unos extraordinarios poderes metamórficos. De todas formas, por muy altas que sean las llamas, no hay fuego que se resista a su fuerza.

El Gran Sabio tomó buena nota de esas palabras y se metió el abanico dentro de la boca. Recobró a continuación la forma que le era habitual y dijo, pasándose, triunfante, la mano por el rostro:

—¿Crees realmente que soy tu marido? ¡Mírame bien, Diablesa! ¡Deberías avergonzarte de lo que has hecho! ¿Crees que me han producido placer tus avances de hembra ebria?

La mujer se quedó tan desconcertada, que empezó a revolcarse por el suelo y a derribar con los pies todas las mesas y sillas que encontraba. La vergüenza le roía el corazón y comenzó a gritar desesperada:

—¡Quiero morirme! ¡Quiero morirme!

El Gran Sabio no se preocupó más de ella. Se zafó con desprecio de sus brazos y, en dos zancadas, abandonó la Caverna de la Hoja de Palma. Había salido triunfante de las asechanzas de la belleza y su corazón desbordaba de incontenible alegría. Montó a toda prisa en una nube y se elevó hasta lo alto de la cumbre, donde se dispuso a probar la fuerza mágica del abanico. Apretó la séptima cinta roja del mango con el dedo pulgar de la mano izquierda, como le había dicho la Diablesa, y recitó las palabras: «Expira, inspira, sopla y ronca».

Al instante alcanzó una longitud que superaba los tres metros y medio, El Peregrino lo examinó con cuidado y comprobó que era totalmente distinto a como había sido hasta entonces. Emitía un aura tan luminosa como la que rodea a los inmortales y estaba tejido con treinta y seis clases de hilos diferentes, todos ellos de color rojo. El Peregrino pudo ver, con satisfacción, que la Diablesa no le había mentido, pero, desgraciadamente, se le había olvidado preguntarle la fórmula para reducirlo a su tamaño natural. Preocupado, hizo varios intentos con todos los dedos, pero el abanico permaneció tan inalterable como la montaña en la que se encontraba. No le quedó, pues, más remedio que cargar con él a la espalda y dirigirse al encuentro de su maestro, como si fuera un vulgar porteador de las cumbres, por lo que, de momento, no hablaremos más de él.

Sí lo haremos, sin embargo, del Rey Toro, quien, una vez terminado el banquete en el Palacio del Lago de la Ola Verdosa, se llegó hasta la puerta de los tejadillos, acompañado de otros espíritus acuáticos. Al ver que había desaparecido la criatura de los ojos dorados, el Rey Dragón convocó a todos sus sirvientes y les preguntó en tono severo:

—¿Quién ha robado la cabalgadura del Rey Toro?

Todos los espíritus se echaron rostro en tierra y contestaron, respetuosos:

—¿Quién iba a atreverse a hacer semejante cosa? Además, ninguno de nosotros ha abandonado para nada la sala del banquete. Como vos mismo habéis podido ver, hemos estado muy ocupados sirviendo a vuestros huéspedes y amenizándolos con nuestras canciones.

—Estoy seguro de que nadie de mi casa se atrevería a hacer semejante cosa —concluyó el Rey Dragón, dirigiéndose a su distinguido huésped—. ¿Ha entrado en el palacio algún desconocido?

—Si no recuerdo mal —dijo uno de sus hijos—, al poco de sentarnos se presentó en la sala del convite un cangrejo, al que nadie conocía.

El Rey Toro cayó, entonces, en la cuenta de lo que había ocurrido y exclamó, agitando las manos, muy preocupado:

—No es necesario seguir investigando. En el momento mismo de recibir vuestra invitación me encontraba luchando con un tal Sun Wu-Kung, un discípulo del monje Tang que se dirige hacia el Oeste en busca de escrituras sagradas. Al llegar a la Montaña de Fuego, las llamas les impidieron seguir adelante y vino a pedirme que le prestara mi abanico de las hojas de palma. Se enfadó mucho, cuando me negué a su ruego, y me vi obligado a cruzar las armas con él. Ninguno de los dos pudo alcanzar una ventaja apreciable, porque, como os digo, hube de abandonar la lucha para asistir a vuestro banquete. Ese mono es muy inteligente y posee unos poderes francamente extraordinarios. Lo más seguro es que haya tomado la forma de cangrejo y, después de observar con atención lo que estábamos haciendo, haya ido a visitar a mi esposa, con el fin de quitarle el abanico del que os hablo.

—¿Ese Sun Wu-Kung no es el que sumió los Cielos en un desorden increíble? —preguntaron los espíritus, temblando de pies a cabeza.

—Exactamente —reconoció el Rey Toro—. Opino que haríais bien en no desairarle en nada, mientras se encuentra de camino hacia el Oeste.

—Si es tan peligroso como decís —inquirió el Rey Dragón—, ¿qué pensáis hacer para recobrar vuestra cabalgadura?

—No os preocupéis por eso —contestó el Rey Toro, sonriendo—. Entrad en vuestro palacio. Ya me encargaré yo de dar alcance a ese ladrón.

Inmediatamente se abrió camino entre las aguas y abandonó el lago. No tardó en llegar, a lomos de una nube, a la Caverna de la Hoja de Palma en la Montaña de la Nube de Jade. Los lamentos y los gritos de la Diablesa se oían por doquier. Al abrir la puerta de la cueva, vio cómo temblaban las paredes a causa de los golpes de pecho y de las patadas de desesperación que daba la mujer. La criatura de los ojos brillantes parecía asustada ante semejante algarabía.

—¿Dónde se ha metido Sun Wu-Kung? —gritó el Rey Toro, enfurecido.

—¿Habéis decidido volver, señor? —preguntaron las doncellas, echándose rostro en tierra.

La Diablesa se abalanzó sobre el Rey Toro y empezó a golpearle la cabeza con la frente, al tiempo que gritaba con más desesperación:

—¡Maldito imbécil! ¿Cómo has podido permitir que ese simio te haya robado la criatura de los ojos dorados, haya tomado tu personalidad y haya venido aquí a engañarme? ¡Cuanto ha ocurrido es culpa tuya!

—¿Dónde se ha escondido ese mono? —volvió a preguntar el Rey Toro, rechinándole los dientes de rabia.

—Después de arrebatarme nuestro preciado tesoro —contestó la Diablesa, golpeándose el pecho y gritando con más fuerza—, ese mono maldito recobró la forma que le es habitual y se marchó. ¡Oh, creo que voy a morirme!

—¡No digas más tonterías, por favor! —le aconsejó el Rey Toro—. Lo mejor que puedes hacer ahora es tranquilizarte y arreglarte un poco. En cuanto le atrape, le arrebataré el abanico, le despellejaré y le trituraré todos los huesos. Después, por el único placer de la venganza, le arrancaré el corazón y se lo tiraré a los perros. ¡Traedme la armadura! —gritó a continuación, dirigiéndose a las doncellas.

—Pero, señor —contestó una de ellas—, vuestras armas no se encuentran aquí.

—En ese caso —concluyó el Rey Toro—, traedme las de vuestra señora.

Sin pérdida de tiempo, las doncellas le pusieron en las manos las dos espadas de las hojas azules. Se quitó a continuación la túnica de seda verde que había lucido en el banquete y se ajustó bien el cinturón. Su rostro ardía de ira cuando abandonó la Caverna de la Hoja de Palma con una espada en cada mano y se dirigió hacia la Montaña de Fuego. Fue así como un hombre desagradecido sufrió en propia carne el engaño del que había sido objeto su estúpida esposa y partió, como un demonio, en persecución del discípulo fiel.

De momento desconocemos si logró o no sus propósitos. El que desee averiguarlo deberá escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.