CAPÍTULO XXVIII
Al avistar el Gran Océano Oriental, el Gran Sabio se vio asaltado por una extraña mezcla de arrepentimiento y nostalgia y exclamó, sin dejar de llorar:
—Llevo quinientos años sin pasar por aquí.
El océano parecía surcado por inmensas corrientes capaces de unir la Tierra con la Vía Láctea. Sus olas eran tan rítmicas y violentas que daban la impresión de marcar el pulso del universo. El ruido atronador de las mareas recordaba el bramido del trueno en el palacio de la primavera. Al ver su fuerza, se comprendía que las aguas barrieran las bahías, impelidas por las terribles galernas de finales del verano. Hasta los mismos dioses temían adentrarse en su inabarcable vastedad y los jóvenes inmortales se negaban a cruzarla. A lo largo de la costa no se veía asentamiento humano alguno ni la frágil elegancia de los botes de pesca. Las olas, al romper, levantaban tal cantidad de espuma blanca que parecía como si toda la nieve de mil años se hubiera acumulado en sus crestas. El viento bramaba con tal fuerza que ningún animal se aventuraba a abandonar la seguridad de su guarida. Sólo algunas aves salvajes se atrevían, diestras, a hacerle frente, mientras las ánades marinas se zambullían sin cesar en las turbulentas aguas. No se veía ningún pescador y lo único que podía oírse era el desagradable bullicio de las gaviotas. Se adivinaba, no obstante, la alegría de los peces nadando despreocupadamente en las profundidades del mar y el meditativo silencio de los dragones que la habitaban.
El Peregrino cruzó de un salto el Gran Océano Oriental, yendo a parar al corazón mismo de la Montaña de las Flores y Frutos, A toda prisa bajó de la nube, pero lo que vio le dejó atónito: las flores y plantas habían desaparecido, las neblinas se habían esfumado, las mesetas se habían hundido y los árboles se habían secado. ¿Qué había sido de su pasado esplendor? Tras ser llevado prisionero su dueño y señor a las Regiones Superiores, la montaña había sido reducida a cenizas por el Ilustre Sabio Er-Lang, que la arrasó totalmente con la inestimable colaboración de la Hermandad de la Montaña de los Ciruelos.
Al ver tanta destrucción, el Gran Sabio sintió aún más el insoportable peso del dolor y, siguiendo los cánones antiguos, compuso esta larga elegía:
Miro esta montaña sagrada y no puedo evitar que las lágrimas manen, copiosas de mis ojos. Contemplo su ruina y la pena se multiplica en mi interior como la continua repetición del eco. Este lugar que yo antaño creí indestructible yace ahora en la más completa desolación. Digno de odio es, en verdad, el Pequeño Sabio Er-Lang, que me alejó de mis dominios para reducirlos a irrecuperables cenizas. Sin causa alguna desenterró a mis padres y profanó las tumbas de mis antepasados. Con razón se han desvanecido las neblinas celestes y el viento ha barrido las nubes sagradas que protegían esta tierra, convirtiéndola en improductivos eriales. Ya no se escuchan los rugidos del tigre en las cumbres que se elevaban, orgullosas, en el oriente, ni se aprecian los juegos despreocupados de los simios blancos que antaño moraban en las laderas del occidente, ni queda el menor rastro de zorros o liebres en las estrechas gargantas del norte, ni se ve el acompasado movimiento de las familias de ciervos que antes poblaban las cañadas del sur. Las rocas verdosas que rivalizaban en galanura con el cielo han quedado reducidas a mero polvo para hacer ladrillos. La arena de los caminos, limpia como el mismo sol, está cubierta ahora de suciedad y rastros de muerte. No queda ni uno solo de los altos pinos que marcaban, orgullosos, la entrada de la caverna. Idéntica suerte han corrido los soberbios cedros, los gigantescos castaños, los olorosos sándalos, los humildes abetos y los caprichosos enebros. Todos ellos han sido devorados cruelmente por el fuego. Idos son también los melocotoneros, los perales, los ciruelos, almendros y las palmeras datileras que llenaban el aire de aromas y los estómagos de perdidas fuerzas. ¿Cómo van a seguir alimentándose los gusanos de seda, si no queda ni una sola morera? Sin humedad los bambúes no pueden crecer ni los pájaros vienen ya a posarse sobre los sauces. Todas las rocas se han transformado en polvo y el arroyuelo se ha secado, llevándose consigo el inmarcesible verdor de la hierba. Las orquídeas se niegan a crecer en estos eriales y las enredaderas no dibujan ya su arabesco a lo largo de los inexistentes caminos. ¿A qué lejana región han emigrado los pájaros que antaño anidaron aquí? ¿A qué desconocida montaña han huido las bestias que aquí tuvieron su morada? ¡Desolado lugar este que las serpientes y leopardos desprecian y las garzas y ofidios rehuyen! ¡Cuánto sufro al contemplar su duro destino! Grandes han debido de ser mis culpas pasadas para que un lugar al que yo tanto amaba sea ahora pasto de tamaña desolación.
Mientras el Gran Sabio aventaba de esta forma su dolor, se acercaron saltando siete u ocho monos, que no tardaron en reconocerle. Locos de alegría, se lanzaron a sus pies, gritando entusiasmados:
—¡Por fin habéis vuelto, Gran Sabio! Creíamos que no ibais a hacerlo nunca.
—¿Cómo es que no estáis divirtiéndoos? —les preguntó el Hermoso Rey de los Monos—. ¿Por qué todo el mundo se ha escondido, como si fuera una banda de malhechores? Llevo aquí un buen rato y todavía no he visto a nadie. ¿A qué se debe tanta prudencia?
Al oír eso, los monos se echaron a llorar y le explicaron con no poca dificultad:
—Tras ser vos conducido a las Regiones Superiores, los cazadores se abatieron sobre nosotros y hemos llevado una vida de calamidades e infortunios. Por todas partes nos acosaban con arcos, flechas, mastines, halcones, redes y lanzas. ¿Cómo íbamos a salir a divertirnos, cuando los enemigos nos cercaban y temíamos constantemente por nuestras vidas? No encontramos lugar más seguro que las cuevas de la otra parte de la montaña. Sólo nos aventurábamos a abandonarlas, cuando el hambre nos acuciaba y la sed nos atormentaba como a prisioneros. Entonces salíamos a las praderas a arrancar un poco de hierba y nos llegábamos hasta el arroyo en busca de agua. Si hoy hemos prestado oídos sordos a la llamada de la prudencia, ha sido porque hemos oído vuestra voz y hemos querido expresaros nuestro reconocimiento. Tomadnos de nuevo bajo vuestra protección, gran señor.
—¿Cuántos quedáis por aquí? —preguntó el Gran Sabio, hondamente conmovido por lo que acababa de oír.
—Alrededor de mil, entre jóvenes y viejos —respondieron los monos.
—Antiguamente —comentó, apenado, el Gran Sabio— había por estos parajes no menos de cuarenta y siete mil. ¿Podéis decirme dónde han ido los demás?
—Después de marcharos —contestaron los monos—, el bodhisattva Er-Lang quemó la montaña y más de la mitad parecieron pasto de las llamas. Sólo unos cuantos logramos salvar la vida, lanzándonos de cabeza en los pozos, buscando refugio en el torrente o simplemente escondiéndonos bajo el puente de hierro. Cuando el fuego por fin se extinguió y el humo dejó de elevarse hacia lo alto, salimos de nuestros escondites y descubrimos con horror que no quedaba nada de las flores y frutos que antaño hicieron famoso a este lugar. Resultaba extremadamente difícil encontrar algo que llevarse a la boca y el hambre terminó echando de aquí a la mitad de los pocos que aún quedábamos. Los que decidimos permanecer fieles a la tierra pasamos calamidades sin cuento, aunque, mirándolo bien, estos dos últimos años han sido los peores, ya que los cazadores no han dejado de acosarnos. De esa forma, nuestro número ha quedado reducido en muy poco tiempo, otra vez, a la mitad.
—¿Por qué os acosan esos cazadores? —preguntó el Gran Sabio.
—¿Por qué va a ser? —replicaron los monos—. Son gente que no conoce lo que significa la palabra piedad. Se llevan a los que matan con sus arcos y flechas para comida. Tras quitarles la piel y los huesos, los condimentan con una salsa especial, o los cuecen al vapor y después los rocían de vinagre, o los fríen o, simplemente, los salazonan como si fueran vulgares pescados. A los que atrapan vivos les enseñan a saltar a la comba, o a actuar, o a dar saltos mortales. Después los obligan a ir por las calles tocando el gong o el tambor y haciendo toda clase de números para entretenimiento de los viandantes.
—¿Quién está al cargo de la caverna? —volvió a preguntar el Gran Sabio, furioso por lo que acababa de oír.
—Los mariscales Ma y Lu y los generales Peng y Pa —respondieron los monos.
—Id a informarles inmediatamente de mi llegada —ordenó el Gran Sabio.
Los monos se lanzaron al interior de la caverna, gritando:
—¡Acaba de llegar el Gran Sabio! ¡Nuestro señor ha regresado por fin!
A los venerables Ma, Lu, Peng y Pa les faltó tiempo para salir corriendo de la cueva y echarse rostro en tierra ante el recién llegado. Tras aceptar su pleitesía, el Gran Sabio entró en la caverna y tomó asiento mientras los demás monos se colocaban, respetuosos, a ambos lados.
—Hemos oído decir que habéis recobrado la libertad con el fin de acompañar al monje Tang hasta el Paraíso Occidental, donde piensa conseguir unas escrituras valiosísimas —dijeron los diablillos—. ¿Cómo es que habéis cambiado de rumbo y habéis regresado a esta montaña?
—El monje Tang no sabe distinguir entre los que realmente valen y los que no son más que charlatanes. Por él he desplegado toda la panoplia de mis poderes, enfrentándome sin parar a demonios y diablos. Más de una vez me he visto obligado a acabar con los monstruos que nos salen al paso, pero él, en vez de ensalzar mis hazañas, me ha acusado de violento y sanguinario y me ha arrojado de su lado. Se ha negado a seguir considerándome discípulo suyo, firmando incluso una carta en la que se compromete a no volver a solicitar jamás mis servicios.
—¡Qué suerte para nosotros que haya sido así! —exclamaron los monos, expresando su alegría con risotadas y aplausos—. ¿Para qué empeñarse en ser monje? Éste es vuestro hogar y no necesitamos deciros lo contentos que estamos con vuestra vuelta. ¡Venga! Sacad un poco de vino de coco para celebrar la vuelta de nuestro señor.
—No tomemos nada de momento —pidió el Gran Sabio—. Antes de abandonarnos a la despreocupación de la fiesta, permitidme que os pregunte una cosa. ¿Con qué frecuencia vienen esos cazadores a nuestra montaña?
—¿Frecuencia? —repitieron los mariscales Ma y Lu—. Todos los días se presentan por aquí.
—Si es verdad lo que decís, ¿por qué no han aparecido todavía hoy? —inquirió el Gran Sabio.
—El día aún no ha concluido —contestaron los mariscales—. Esperad y los veréis aparecer en cualquier momento.
—Subid a lo alto de la montaña y traedme todas las rocas calcinadas que podáis —les ordenó el Gran Sabio—. Haced montones de treinta o sesenta y ponedlos por aquí, que tengo pensado un plan.
Los monos actuaron con la efectividad de un enjambre de abejas. En seguida se esparcieron por toda la montaña, recogiendo trozos de roca con los que hicieron varios montones. Cuando el Gran Sabio consideró que había ya suficientes, les dijo:
—Ahora id a esconderos en la caverna. Creo que ha llegado mentó de hacer un poco de magia.
Subió al punto más alto de sus dominios y vio acercarse desde sur a más de mil hombres a caballo. Con gran fanfarria de tambores y gongs se fueron aproximando a la Montaña de las Flores y Frutos. Los precedía una jauría de mastines e iban armados con espada y lanzas. Algunos llevaban halcones y otras aves amaestradas El Rey de los Monos los observó con cuidado y no tardó en convencerse de que se trataba de hombres aguerridos y fieros. Su apariencia no podía ser, en efecto, más salvaje. Llevaban la cabeza cubierta con pieles de zorro, que les caían por la espalda, y vestían unas túnicas de seda llenas de extraños bordados. Sus carcajas estaban repletas de flechas hechas con dientes de lobo[1] y sus arcos habían sido cuidadosamente labrados. Eran como tigres que cabalgaran sobre dragones. Delante de ellos corrían incontables mastines tan sedientos de sangre como los halcones que descansaban sobre sus hombros. En grandes cestas portaban mortíferos ingenios de fuego[2], cuya efectividad era comparable a la de las águilas amaestradas que llevaban consigo. Por si eso no bastara, centenares de criados iban cargados con cepos para atrapar zorros, lazos para cazar conejos, redes muy parecidas a las usadas por los cabezas-de-toro y complicadas trampas urdidas por el mismísimo Rey Yama. Lo más escalofriante, sin embargo, eran los gritos que proferían y que sumían todo el paisaje en una indescriptible confusión.
Cuando el Gran Sabio los vio adentrarse en sus dominios, cayó presa de una cólera incontenible. Tras hacer un signo mágico con los dedos y recitar el correspondiente conjuro, se volvió hacia el suroeste, tomó aliento y lo expulsó con fuerza. Al punto se levantó un viento huracanado, que levantó montañas de polvo y diezmó los bosques, derribando sin piedad la mitad de sus árboles. Las olas del océano se tornaron tan altas como cordilleras y arrasaron con su furia incontenible toda la costa. El universo quedó sumido en una densa oscuridad y el sol y la luna perdieron por completo su brillo. El huracán sacudió sin piedad los pinos, arrancando de sus cortezas un ruido tan penetrante que recordaba los rugidos de los tigres. Lo mismo les ocurría a los bambúes, que emitían un sonido muy parecido al canto de un dragón. Lo más destructor, sin embargo, fue la lluvia de rocas que, pronto, se abatió sobre los despreocupados asaltantes. Por un momento creyeron que el cielo había abierto sus compuertas, descargando sobre ellos todo el furor de su ira.
El Gran Sabio no dejaba de soplar, complacido en el vuelo destructor de las rocas, que se esparcieron como la paja por todo el paisaje. ¡Desventurada suerte la de aquellos cazadores! Las piedras caían, pesadas, sobre sus cabezas, mientras los remolinos de arena cegaban lastimosamente los caballos que montaban. En aquella confusión de muerte habían dejado de existir las diferencias entre plebeyos y nobles. Su sangre se mezclaba libremente por el suelo, tan rojo que parecía estar compuesta de cinabrio. Ninguno pudo regresar jamás a su hogar. Los cadáveres cubrían la totalidad de la montaña, mientras lejos, muy lejos, las esposas y concubinas de los cazadores esperaban inútilmente su retorno. Con razón afirma el poema:
¿Cómo iban a regresar al lugar del que habían partido, si los jinetes habían perdido la vida y los caballos yacían exánimes en el polvo? Sus espíritus vagaban, solitarios y enmarañados a la vez, como si fueran fibras de esparto lanzadas a la corriente del viento. ¡Qué triste sino el de aquellos esforzados cazadores, cuya sangre fue absorbida, como gotas de lluvia, por la arena de la montaña!
Cuando vio que no quedaba ninguno de los asaltantes, el Gran Sabio descendió de la nube y, sin dejar de reír, exclamó, alborozado:
—Desde el momento mismo en que acepté la superioridad espiritual del monje Tang y me convertí en monje, mi maestro no dejó de repetirme: «Aunque practiques el bien durante más de mil días, no conseguirás traer la perfección a este mundo. Pero, si cedes una sola vez al empuje del mal, contribuirás a que el odio se apodere para siempre de él». ¡Cuánta verdad tenía! Cuando, siendo discípulo suyo, mataba a algún monstruo, en seguida me reprendía por haberme valido de la violencia. Sin embargo, ya veis, hoy acabo de dar muerte a esos cazadores en un abrir y cerrar de ojos —satisfecho, levantó la voz y dijo—: ¡Ya podéis salir! El peligro ha pasado.
Al oír que el Gran Sabio los llamaba, los monos abandonaron su escondite saltando y dando tumbos.
—Bajad por la ladera sur de la montaña y quitadles las ropas a los cazadores muertos —les ordenó el Gran Sabio—. No dejéis ni una sola. Lavadles después las manchas de sangre y no tengáis ningún reparo en vestiros con ellas. Son excelentes para resguardaros contra el frío. Los cadáveres podéis tirarlos en el profundo lago que hay allá. Por lo que respecta a los caballos, traedlos aquí. Su piel es excelente para hacer botas y su carne es francamente exquisita. Dejadla secar al sol y consumidla según vuestras necesidades. No os olvidéis de los arcos, las flechas, las espadas y las lanzas. Reunidlas todas y reanudad cuanto antes los ejercicios militares de antaño. Desearía, igualmente, que me entregarais todos sus estandartes. Les tengo reservado ya un uso.
Los monos obedecieron sin rechistar. Reunieron los estandartes y, tras lavarlos con cuidado, se los confiaron al Gran Sabio, que hizo con ellos una bandera única. Satisfecho, escribió con letras grande lo siguiente: «La Montaña Reconstruida de las Flores y Frutos. La Restaurada Caverna de la Cortina de Agua. El Gran Sabio, Sosia del Cielo».
A la entrada misma de la cueva fue erigido un altísimo mástil sobre el que no tardó en ondear tan colorista estandarte. A lo largo del día el Gran Sabio fue convocando, uno tras a otro, a sus antiguos feudos, agenciándose, de esta forma, gran cantidad de comida. Jamás volvió a oírse en sus dominios la palabra monje. Su poder crecía por momentos y su círculo de amistades se ensanchaba de continuo. No tuvo ningún empacho, pues, en pedir a los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos un poco de agua sagrada con el fin de lavar la montaña y tornarla tan verde como antes. Él mismo se encargó después de plantar olmos, sauces, pinos, cedros, melocotoneros, perales, ciruelos y palmeras datileras. Cuando hubo concluido las tareas de reconstrucción, se dispuso a gozar de tan espléndidos logros, por lo que, de momento, no volveremos a hablar más de él.
Sí lo haremos, sin embargo, del monje Tang, que, como queda ya dicho, cometió la imprudencia de escuchar al Astuto y arrojar de su lado al Monje de la Inteligencia. Una vez consumada la ruptura, montó en el caballo y continuó el viaje hacia el Oeste como si nada hubiera pasado. Ba-Chie abría la marcha y la cerraba el Bonzo Sha, cargado con el equipaje. Tras dejar atrás la Montaña del Tigre Blanco, se toparon con un inmenso bosque plagado de cepas, enredaderas, pinos y cedros.
—Por si caminar por las montañas no fuera difícil, resulta que ahora nos encontramos con un bosque como éste —comentó Tripitaka—. Debemos extremar cuanto podamos la precaución, pues es muy posible que no tardemos en toparnos con demonios y monstruos.
Al Idiota no pareció importarle esa llamada a la prudencia. Haciendo acopio de todas sus energías, ordenó al Bonzo Sha que se encargara del caballo, mientras abría con el tridente un sendero que conducía directamente al interior del bosque. De esta forma, el monje Tang pudo continuar la marcha con menos dificultades de las que en un principio había presumido. Pero no por eso quedaron satisfechos todos sus deseos, porque al poco tiempo detuvo el caballo y dijo:
—Me está entrando hambre, Ba-Chie. ¿Crees que podrías encontrar por aquí un poco de comida vegetariana?
—Si tenéis la amabilidad de desmontar —contestó Ba-Chie—, puedo ir a buscar algo.
El monje Tang bajó al punto del caballo, mientras el Bonzo Sha entregaba a Ba-Chie la escudilla de pedir limosna.
—Ahora debo irme —anunció el Idiota.
—¿Se puede saber adónde? —preguntó, sobresaltado, Tripitaka.
—Eso no tiene ninguna importancia —contestó Ba-Chie—. Con tal de conseguir alimento para vos, soy capaz de hacer las cosas más inverosímiles. Estad tranquilo.
No tardó en dejar atrás el bosque de pinos, pero siguió caminando unas diez millas en dirección oeste, sin que, desgraciadamente, se topara con ningún lugar habitado. Se trataba de un paraje frecuentado más por tigres y lobos que por personas. Cuando las fuerzas empezaron a faltarle y el cansancio comenzó a cebarse en sus piernas, el idiota se dijo:
—Cuando el Peregrino se encontraba entre nosotros, siempre satisfacía todos los deseos del maestro. Ahora me toca a mí hacerlo, pero, como muy bien dice el proverbio, «uno sólo sabe el precio del arroz y la madera cuando se hace cargo de una casa; hasta que uno no cría a un niño, no se da cuenta de los sacrificios de sus padres». ¿Dónde podría mendigar yo un poco de comida?
No había dado dos pasos, cuando volvió a decirse, abatido casi:
—Si vuelvo ahora y le digo al maestro que no he podido encontrar a nadie a quien pedir algo de comida, tras andar durante tanto tiempo, seguro que no me cree. Lo mejor será que deje pasar otra hora, antes de regresar a su lado. Como no hay pasatiempo más llevadero que el sueño, me echaré una siestecita aquí mismo y asunto concluido.
No había acabado de decirlo, cuando se dejó caer al suelo, recostando plácidamente la cabeza sobre la hierba. Tenía la intención de dormir un ratito e iniciar en seguida la vuelta, pero estaba tan cansado que, en cuanto su cuerpo sintió la blandura del césped, se puso a roncar como un tronco. El tiempo fue pasando inexorable y la inquietud de Tripitaka se hizo tan insoportable que no pudo por menos de volverse hacia el Bonzo Sha y preguntarle:
—¿Por qué no ha regresado todavía Wu-Neng? —le dolían los ojos de tanto atisbar el bosque y los oídos le zumbaban de tanto escuchar la distancia.
—Me extraña que no lo entendáis —contestó el Bonzo Sha—. En estas Regiones del Oeste hay infinidad de gente piadosa que se muere de ganas por dar de comer a los monjes. Ba-Chie posee un estómago tan grande y una inclinación tan marcada hacia la gula que no regresará hasta que no haya saciado del todo su hambre. Nosotros contamos muy poco para él.
—Tienes razón —admitió Tripitaka—. Pero ¿cómo vamos a dar con él, si se queda en la casa de cualquier desconocido a llenar su insaciable barriga? Se está haciendo tarde y no es aconsejable pasar la noche al sereno. Lo mejor que podemos hacer es buscar un sitio en el que guarecernos.
—No os preocupéis —le aconsejó el Bonzo Sha—. Sentaos aquí, mientras voy en su busca.
—Sí, sí. Hazlo —le urgió Tripitaka—. No me importa si disponemos o no de comida. Ahora lo más urgente es hallar cuanto antes un lugar en el que pernoctar.
El Bonzo Sha agarró su preciado báculo y abandonó el bosque en busca de Ba-Chie. El monje Tang, al sentirse solo en aquel sombrío ambiente, se sintió tan fatigado que ni fuerzas tenía para ponerse de pie. De todas formas, para librarse de la depresión que le atenazaba, puso el equipaje en un sitio y ató el caballo a un árbol. Se quito después el sombrero, clavó el báculo en la tierra y, tras arreglarse un poco la túnica, se dispuso a dar un paseo por el bosque. Le llamó la atención la pujanza de la hierba y la belleza de las flores silvestres, pero, al mismo tiempo, no dejó de notar la ausencia inexplicable de pájaros que regresaran a sus nidos. En aquel bosque existían muy pocos senderos y el maestro terminó perdiéndose. Había tratado de matar el aburrimiento y, de paso, dar con Ba-Chie y el Bonzo Sha, pero, en vez de dirigirse hacia el oeste, como habían hecho ellos, empezó a andar en círculos que le llevaron hacia el sur. Al salir del bosque levantó la cabeza y vio ante él un relampagueo de luz dorada, que parecía provenir de una singular neblina de muchos colores. Miró con más detenimiento y vio que se trataba de una pagoda cubierta de piedras preciosas, cuya cúpula de color dorado brillaba intensamente bajo la acción de los rayos del sol poniente.
—Soy, en verdad, el hombre más inconstante que existe —se dijo—. Al partir de las Tierras del Este, prometí quemar incienso en todos los templos que encontrara, hice voto de inclinarme ante todas las imágenes de Buda con las que me topara y me comprometí a barrer todas las pagodas que se levantaran en mi camino. Pocas oportunidades he tenido, sin embargo, hasta la fecha de cumplir tan piadoso programa. Por suerte, ante mí tengo una pagoda dorada. ¿Cómo es posible que no la haya visto antes? Con toda seguridad hay un templo junto a ella y un monasterio que se encarga de su culto. Creo que lo más conveniente es que me llegue hasta él. ¿Para qué preocuparme del caballo y el equipaje, si por aquí no pasa nadie? De todas formas, esperaré a que regresen mis discípulos para pedir alojamiento, si es que ahí dentro disponen de suficiente espacio libre.
Poco sospechaba el maestro que había llegado para él la hora de la prueba. Siguió caminando con decisión y subió la pequeña pendiente que conducía a la pagoda. Allí las rocas adquirían una altura de más de diez mil pies y los riscos se perdían en el cielo, verdoso ya a aquellas horas de la tarde. Sus raíces parecían adentrarse en el interior de la tierra, mientras sus cumbres tocaban la misma línea del cielo. A ambos lados se levantaban miles de árboles de todas las especies y por doquier, en un radio que superaba con mucho los cien kilómetros, podía verse el enmarañado tejido de las zarzas y enredaderas. Eso no impedía que las flores crecieran pujantes en los escasos retazos de hierba verde, que el viento sacudía con fuerza. La luna se reflejaba en el curso de un torrente, al que también se asomaban las nubes. En el fondo de los barrancos se amontonaban los troncos de árboles derribados por el rayo, mientras las cumbres aparecían cubiertas de ramaje ya seco. Bajo un puente de piedra fluía un arroyuelo de agua cristalina. Un poco más arriba, en un ribazo de fina pendiente, crecían capullos tan blancos como la harina. Visto desde lejos, el paisaje en el que estaba asentada la pagoda parecía el Paraíso de las Tres Islas, mientras que desde cerca recordaba a la encantadora Peng-Lai. Bambúes de color púrpura y pinos de penetrante aroma marcaban el cauce del arroyo, en el que abrevaban cornejas, urracas y monos. Fuera de una caverna se apreciaba el continuo ir y venir de bestias salvajes, mientras se veía en los bosques el incesante revoloteo de aves de toda especie. Semejante eclosión de vida parecía encontrar un eco en el inmarcesible verdor de los árboles y en el embriagador aroma de las flores, que mostraban su pujanza por doquier. Pese a todo se trataba de un lugar maligno, al que el monje Tang tuvo la mala suerte de dirigir sus pasos.
Con paso decidido se llegó hasta la puerta de la pagoda, que halló cubierta con una cortina hecha con pequeños trocitos de bambú. La corrió para entrar en lo que él creía ser un lugar sagrado y se encontró con un monstruo dormido en una especie de lecho de piedra. La bestia poseía un rostro azulado, colmillos muy largos y una boca llamativamente grande. Su cabello, sucio y enmarañado, era tan rojo que parecía haber sido teñido a propósito. Idéntica coloración tenían sus barbas, no por escasas menos fuertes, que, de alguna forma, recordaban a ramas de lechíes. Tenía una nariz tan curvada como el pico de un loro y sus ojos brillaban como las estrellas poco antes del amanecer. Llamaba la atención el tamaño de sus manos, grandes como los cuencos que usan los monjes para pedir limosna. Sus pies, más proporcionados y cubiertos totalmente de venas azuladas, tenían la forma de ramas que colgaran libremente de un acantilado. A falta de túnica, cubría la mitad de su cuerpo una vestimenta de color amarillo, que parecía competir con el brillo de una enorme cimitarra que sostenía en las manos. Eso no era obstáculo para que durmiera plácidamente sobre una losa de piedra. Se apreciaba con claridad que aquel monstruo no era una bestia cualquiera. De hecho, había enseñado a otros diablillos a ejercitarse para la guerra, formando columnas tan ordenadas como las de las hormigas y tan bien organizadas como las de las abejas. Su apariencia era, en verdad, impresionante y todos sus súbditos sentían por él tal respeto que le llamaban «padre y señor». Más de una vez había brindado con vinos de dulce sabor a la salud de su eterna amiga la luna[3], aunque su afición al té era tanta que el cansancio se apoderaba de sus brazos de tanto llevarse la taza a los labios. Si grande era su fortaleza física, sus poderes mágicos eran aún mayores. En un abrir y cerrar de ojos podía recorrer la vastedad de los cielos, permitiendo a serpientes y dragones que durmieran en sus aposentos, mientras el bosque se llenaba de cantos de aves y pájaros. Todo era posible en un mundo en el que los inmortales cultivaban jade blanco en sus campos y los taoístas purificaban cinabrio en sus templos de fuego. El monje Tang sabía que la puerta de aquella caverna no conducía al Infierno Avici, pero aquel monstruo recordaba por su fealdad a un yaksa cabeza-de-toro.
En cuanto le vio, Tripitaka trató de volver a toda prisa sobre sus pasos. Pero el miedo le había arrancado la fuerza del cuerpo y las piernas le temblaban, incapaces por completo de sostenerle. Pese a todo, hizo un último esfuerzo e intentó alejarse de allí corriendo. No había llegado a la puerta, cuando el monstruo, que poseía un natural muy despierto, abrió sus demoníacos ojos de pupilas de fuego y ordenó a sus subalternos:
—Id a ver quién está ahí fuera.
Uno de los demonios que le atendían asomó la cabeza por la puerta y vio que se trataba de un simple monje con la cabeza rapada.
—Señor —informó sin pérdida de tiempo a la bestia—, es un mendicante de cabeza redonda, cara alargada y unas orejas tan carnosas que le llegan hasta los hombros. A juzgar por la finura de su piel parece muy tiernecito. Vos mismo podéis constatar con vuestros propios ojos que se trata de un monje apetitoso en extremo.
Al oír eso, el monstruo soltó la carcajada y exclamó:
—Vamos, que, como afirma el proverbio, «la comida acude por sí misma al plato, como las moscas que van a posarse a la cabeza de una serpiente». Id tras él y traédmele en seguida. El que logre echarle mano recibirá una gran recompensa.
Los diablillos salieron corriendo por la puerta como si fueran un enjambre de abejas. Cuando Tripitaka los vio, trató de escapar a la velocidad de las flechas, pero el miedo atenazaba su cuerpo y, en vez de volar, sus pies se movían con la pesadez de un anciano enfermo ya de muerte. Por si eso fuera poco, el camino era extremadamente abrupto, el bosque yacía en una oscuridad total y estaba anocheciendo a pasos agigantados. ¿Cómo iba a moverse con la rapidez requerida? Los diablillos no tardaron en darle caza. Era como si un dragón se hubiera metido en aguas poco profundas y las gambas se hubieran burlado abiertamente de él, o como un tigre despreciado por los perros, porque su carrera en un terreno llano no era tan rápida como la que desarrolla en otro más abrupto. Por muy noble que sea una empresa, siempre termina topándose con obstáculos insalvables. ¿Qué no iba a aguardarle al monje Tang en su empeño por llegar a las Tierras del Oeste?
Locos de contento, los diablillos le llevaron a la pagoda y, dejándole junto a la cortina de bambú, entraron a informar a su señor.
—Siguiendo vuestros deseos —dijeron—, hemos apresado al monje y le hemos traído hasta aquí.
El monstruo estudió con detenimiento a Tripitaka y comprobó que, en efecto, tenía una espléndida cabeza y un rostro muy agraciado. Impresionado por la nobleza de su porte, la bestia no pudo por menos de decirse:
—Con toda seguridad este monje procede de una nación distinguida y sabia. Es conveniente, por tanto, que emplee con él toda mi crueldad. De lo contrario, ¿cómo va a someterse a mí de buena gana? Sólo el poder logra anonadar y, afortunadamente, yo lo poseo a espuertas.
Puso todos sus pelos de punta, como un zorro que se hubiera topado con un tigre, y, abriendo cuanto pudo los ojos, bramó, autoritario:
—¡Traed ante mí a ese monje!
—Ahora mismo, señor —respondieron los diablillos e hicieron entrar a empujones a Tripitaka.
Como muy bien afirma el proverbio, «quien permanece mucho tiempo de pie bajo un tejado no muy alto, por fuerza se ve obligado a inclinar la cabeza». Eso fue lo que le ocurrió a Tripitaka. Consciente de lo desesperado de su situación, dobló con respeto las manos y saludó a la bestia, levantándolas a la altura del pecho.
—¿De dónde vienes y adónde vas, monje? —le interrogó el monstruo sin ninguna contemplación—. Dínoslo en seguida, si no quieres sufrir un castigo ejemplar.
—Yo —contestó Tripitaka, muerto de miedo— soy un monje de la Gran Nación de los Tang y me dirijo hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas por expreso deseo de su emperador. Al pasar por esta venerable montaña y ver una pagoda tan digna de respeto, decidí presentar mi humilde consideración al sabio que la atiende. Lo que menos me esperaba es que fuera a molestaros con mi atrevimiento. Os ruego, por tanto, que perdonéis mi audacia. Puedo aseguraros que, cuando me halle de nuevo en las Tierras de Este, tras llevar a buen término la misión que me ha sido encomendada, vuestro ilustre nombre será recordado con respeto por todas las acciones venideras.
—Con razón me había dicho que provenías de una nación distinguida y sabia —exclamó el monstruo, soltando la carcajada, al oírle hablar de esa manera—. No me he equivocado lo más mínimo y puedo asegurarte que tú eres la clase de persona a la que precisamente estaba pensando comerme. Ha sido una suerte que hayas venido por tu propio pie. ¿Cómo te iba a haber dado caza, si no? Estaba predestinado, por lo que se ve, que habías de terminar tus días en mi boca. Nadie te ha obligado a comparecer ante mí, por lo que, aunque quisiera dejarte marchar, no podría hacerlo. Éste es tu sino y está fijado en las estrellas. Así que no trates de escapar, porque no lo lograrías ni aunque acudieras a los dioses.
Se volvió después a sus súbditos y les ordenó:
—¡Atadle!
Los diablillos se abalanzaron sobre él y le sujetaron con fuerza al poste de las ejecuciones. El monstruo cogió entonces su pesada cimitarra y volvió a preguntar:
—¿Cuántas personas venían contigo, porque no irás a decirnos que emprendiste tú solo un viaje tan largo?
—Por supuesto que no —contestó Tripitaka inocentemente, al verle echar mano de su cimitarra—. Viajan conmigo dos discípulos que responden a los nombres de Chu Ba-Chie y el Bonzo Sha. Han ido al bosque en busca de un poco de comida. Pero no penséis por ello que carezco de medios, porque junto a los pinos he dejado el equipaje y un caballo blanco.
—¡Menuda suerte! —exclamó, complacido, el monstruo—. Dos y tú tres, y, si contamos el caballo, cuatro. Más que suficiente para una comida.
—¡Vayamos cuanto antes a por ellos! —dijeron, entusiasmados, los diablillos.
—No, no salgáis ahora —les ordenó el monstruo—. Es mejor que cerréis la puerta. Si han conseguido algo de comer, esos dos discípulos regresarán en busca de su maestro y, al no encontrarle, de buen seguro acudirán a nuestra puerta a preguntar por él. Como muy bien reza el Proverbio, «los asuntos son más fáciles de resolver a la puerta de casa». Conviene, por tanto, no apresurarnos, porque tarde o temprano terminarán cayendo en nuestras manos.
Los diablillos aceptaron su sugerencia y cerraron al punto la puerta. Mientras esto sucedía, el Bonzo Sha se adentraba en el bosque en busca de Ba-Chie. Aunque caminó más de diez kilómetro, no pudo ver ningún caserío. Con el fin de otear mejor el horizonte subió una pequeña elevación, pero, más que el paisaje, atrajo su atención la conversación que parecía estar manteniendo algún desconocido un poco más abajo. Apartó con cuidado unas ramas y vio que era el Idiota, que estaba hablando en sueños. De dos zancadas se llegó hasta él y, tirándole con fuerza de las orejas, exclamó:
—¡Qué bonito! El maestro te envió a por comida y tú aquí durmiendo. ¿Quieres decirme cuándo te dio permiso para descansar a tus anchas?
—¿Qué… qué hora es? —preguntó el Idiota, abriendo los ojos sobresaltado.
—Levántate en seguida —le urgió el Bonzo Sha—. El maestro ha dicho que le trae ya sin cuidado que encontremos o no comida. Lo que ahora quiere es que busquemos un lugar en el que pasar la noche.
El Idiota cogió el cuenco de las limosnas y siguió al Bonzo Sha, arrastrando el tridente como si fuera un espíritu. Cuando llegaron al punto en el que habían dejado a su maestro, no pudieron dar con él. Impaciente, el Bonzo Sha se volvió hacia Ba-Chie y le regañó, diciendo:
—Todo ha sido culpa tuya. Si no hubieras tardado tanto en ir a por comida, a estas horas el maestro no estaría en poder de ningún monstruo.
—Deja de decir tonterías, por favor —replicó Ba-Chie, soltando la carcajada—. Este bosque es un lugar muy tranquilo y, por mucho que te empeñes en hacérmelo creer, no puede ser morada de ningún monstruo. Lo más seguro es que se haya cansado de estar sentado y haya ido a dar una vuelta por ahí. Vamos a buscarle.
Tras ponerse el sombrero, cogieron el equipaje, agarraron de las riendas al caballo y comenzaron la búsqueda. Afortunadamente la hora del monje Tang no había llegado todavía, aunque ellos no lo sabían. Más preocupados a medida que el tiempo iba pasando, miraron por todos los rincones del bosque, sin que pudieran dar con él. Por fin vieron hacia el sur unos extraños rayos de luz dorada y Ba-Chie dijo al Bonzo Sha:
—Está visto que siempre recibe bendiciones quien menos las necesita. ¿Ves aquella pagoda cubierta de joyas que hay allí? Tengo la completa seguridad de que el maestro ha encontrado acomodo en ella. En lugares como ése no se niega a nadie la hospitalidad. Seguro que han preparado una comida vegetariana y nuestro preceptor está disfrutando de ella a dos carrillos. ¿A qué estamos esperando para sentarnos también nosotros a la mesa? Cuanto antes lleguemos, antes saciaremos el hambre.
—No debemos precipitarnos —aconsejó el Bonzo Sha—. Aún no sabemos si se trata de un lugar seguro. Opino que deberíamos echar antes un vistazo.
Sin tomar, de todas formas, precauciones especiales, se llegaron hasta la puerta y se extrañaron de encontrarla cerrada. Encima del dintel había una placa de jade blanco, en la que había sido escrito lo siguiente: «Montaña de la Cacerola, Caverna de la Corriente Lunar».
—¿Lo ves? —exclamó el Bonzo Sha—. Esto no es un monasterio, sino la morada de un monstruo. De encontrarse aquí el maestro, dudo mucho que pudiéramos verle.
—No seas tan pesimista —le aconsejó Ba-Chie—. Ata el caballo y cuida del equipaje. Voy a preguntar unas cuantas cosas a los de ahí dentro.
Con el tridente en las manos se acercó aún más y comenzó a gritar:
—¡Abrid la puerta! ¿Es que pensáis dejarnos aquí toda la noche?
Al verles por un pequeño agujero, los diablillos encargados de la vigilancia corrieron a informar a su señor, diciendo:
—Acaban de llegar.
—¿Quién acaba de llegar? —inquirió el monstruo.
—Dos monjes muy extraños —respondieron los diablillos—. Uno tiene las orejas muy largas y la boca muy grande, y el otro posee un aspecto muy raro.
—¡Por fuerza tienen que ser Chu Ba-Chie y el Bonzo Sha! —exclamó el monstruo, muy excitado—. Saben dónde ir a buscar lo que sea. Es raro que hayan dado tan pronto con la pagoda. ¿Cómo se las habrán arreglado? En fin, puesto que se muestran tan atrevidos, no es cuestión de menospreciarlos y tomarlos a la ligera. Traedme en seguida la armadura.
Los diablillos así lo hicieron y le ayudaron a ceñírsela. Cuando hubieron terminado, el monstruo cogió la cimitarra y salió de su mansión. Ba-Chie y el Bonzo Sha se quedaron de una pieza, al verle aparecer tan de improviso. El aspecto que ofrecía era, en verdad, horripilante con su cara verde, su barba rojiza y su cabello lacio de color escarlata. Su coraza, por el contrario, poseía una extraña belleza: estaba hecha de oro y relucía como si estuvieran incrustadas sobre ella todas las estrellas del cielo. Llevaba ceñido un cinturón de conchas y alrededor del pecho portaba una banda hecha de seda. Su furia era tal que cuando se quedaba en la montaña, el viento le acompañaba y silbaba con increíble e incontenible fuerza. De la misma manera, cuando recorría los mares en busca de remedio para sus momentos de depresión, las olas se levantaban y arrasaban toda la costa. Sus manos, cubiertas totalmente de venas marrones y azuladas, no soltaban en ningún momento una temible cimitarra de destrozar espíritus. Tan poderosa criatura era conocida como el Monstruo de la Túnica Amarilla.
—¿De dónde venís y por qué osáis llegaros hasta mi puerta a romper la paz que aquí se respira? —preguntó, desafiante.
—¿No me reconoces? —replicó, a su vez, Ba-Chie con ironía—. Soy tu antepasado y me dirijo hacia el Paraíso Occidental por deseo expreso del Gran Emperador de los Tang, cuyo hermano no es otro que mi maestro, el respetable Tripitaka. Te ruego, por tanto; que, si se hospeda en tu casa, le permitas salir al instante. De lo contrario, arrasaré tu mansión con la ayuda de este tridente.
—Dices bien —respondió el monstruo soltando la carcajada—. Soy anfitrión del monje Tang, al que no he podido negar las mieles de mi hospitalidad. Por cierto, acabo de prepararle unos bollos rellenos de carne humana. Si queréis probarlos vosotros también, no dudéis en entrar en mi humilde casa. ¿Qué os parece?
El Idiota habría aceptado de inmediato su invitación, si no le hubiera detenido el Bonzo Sha, diciendo:
—¿No comprendes que te está engañando? ¿Desde cuándo has empezado a comer carne humana?
El Idiota comprendió entonces sus intenciones y se aprestó para la lucha. Levantó el tridente y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre el rostro del monstruo, pero éste lo esquivó, haciéndose a un lado y levantando oportunamente la cimitarra. Valiéndose de sus poderes mágicos, los dos contendientes montaron en un nube y continuaron luchando por el aire. El Bonzo Sha dejó el equipaje y el caballo en un lugar seguro y se unió a la refriega, blandiendo, amenazante, su preciado báculo. Los dos monjes se enfrentaron, así, a un monstruo feroz en el límite mismo del reino de las nubes. El tridente y el báculo se movían con rapidez, pero sus golpes eran detenidos una y otra vez por el vuelo de la cimitarra. El monstruo se valía para ello de sus muchos poderes. Poco podían contra ellos las armas de los dos monjes, aunque eran tan mágicas como el aliento que mantenía viva a la bestia. Desde el principio conjugaron sus esfuerzos, atacándola por detrás y por delante, por el norte y por el sur, pero el Monstruo de la Túnica Amarilla no dio muestra alguna de desfallecimiento. El acero de su cimitarra brillaba como si fuera plata, dando a entender, de esa forma, la pureza de su naturaleza mágica. Aunque la lucha se desarrollaba en lo alto del cielo, una nube de polvo seguía las evoluciones de los contendientes, saltaban rocas de la montaña y se hundían acantilados enteros. Ambas partes se jugaban mucho en aquel encuentro, pues si uno lo había aceptado por mor de su fama, los otros se habían avenido a luchar por poner en libertad a su maestro. De ahí que ninguna de ellas diera muestras del menor decaimiento. Los encuentros se repitieron una y otra vez, sin que nadie obtuviera una clara ventaja.
No sabemos cómo se las arreglaron los discípulos para rescatar al monje Tang. Quien desee averiguarlo deberá, por tanto, escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el próximo capítulo.