CAPÍTULO LXXII

Decíamos que, tras despedirse del soberano del Reino Morado, Tripitaka continuó el viaje hacia el oeste, montado en su caballo. Después de dejar atrás numerosas montañas y de vadear incontables cursos de agua, el otoño tocó a su fin, el invierno perdió sus rigores y de nuevo volvió a hacerse presente el brillante atractivo de la primavera. En cierta ocasión el maestro y los discípulos se detuvieron a contemplar la belleza del paisaje, cuando vieron, escondidos entre los árboles, un grupo numeroso de casas.

Tripitaka desmontó del caballo y se quedó mirándolas desde el centro mismo del camino.

—¿Se puede saber por qué no seguís adelante, ahora que el sendero es llano y no hay rocas que entorpezcan la marcha? —preguntó el Peregrino.

—¡Qué poco sensible eres! —exclamó Ba-Chie—. El maestro debe de estar ya cansado de tanto cabalgar. ¿No te parece natural que se haya bajado del caballo para recobrar el aliento?

—En realidad, no estoy tan cansado como dices —le corrigió el maestro—. Lo que ocurre es que veo allí un grupo de casas y opino que no estaría de más que fuéramos a mendigar algo de comer.

—¿Qué manera de hablar es ésa, maestro? —volvió a preguntar el Peregrino—. Si, de verdad, tenéis hambre, puedo ir yo a por la comida. ¿Por qué habríais de hacerlo vos? Como muy bien afirma el proverbio, «quien una vez ha sido maestro nuestro se convierte para siempre en nuestro padre». No está bien que nos quedemos aquí sentados, mientras vos llamáis a una puerta cualquiera.

—Creo que no me has entendido bien —se defendió Tripitaka—. Normalmente eres tú el que vas en busca de alimento, sin importarte que nos hallemos en un lugar habitado o deshabitado. Ahora que tenemos una aldea al alcance de la mano y me haría ilusión llamar a sus puertas en busca de auxilio, tú te opones a que haga lo que es la primera obligación de todo buen monje. ¿Te parece bien eso?

—Perdonad que os lo diga, pero no es del todo cierto eso que decís —objetó Ba-Chie—. Como muy bien afirma el proverbio, «cuando tres personas salen de viaje, le corresponde a la más joven cargar con todas las incomodidades»[1]. No necesito recordaros que vos sois el maestro y nosotros, los discípulos. Los antiguos afirmaban que, cuando se emprende algo realmente penoso, le corresponde al más joven llevarlo a término. Así que iré yo a mendigar el sustento.

—¿Por qué no queréis comprenderlo? —se quejó Tripitaka—. Hoy hace un tiempo realmente espléndido. Si lloviera o hiciera viento, o las distancias fueran enormes, por supuesto que no me aventuraría a llamar a una puerta desconocida. ¿Qué hay de malo en que me llegue hasta esa aldea? En cuanto haya conseguido algo que llevarnos a la boca, proseguiremos nuestro viaje.

—¿Para qué seguir perdiendo el tiempo? —concluyó, sonriendo, el Bonzo Sha—. El carácter del maestro es así y no se deja convencer jamás. Si le hacéis enfadar, tened la seguridad de que no os dejará comer, ni aunque vayáis vosotros mismos a mendigar la comida.

Ba-Chie se mostró de acuerdo con ese punto de vista y le entregó la escudilla de las limosnas. Tripitaka se cambió entonces de sombrero y de túnica y, en dos zancadas, se llegó hasta la aldea. Se trataba de un lugar realmente encantador con un puente de piedra, bajo el que fluían las aguas cantarinas de un arroyo, y unos árboles centenarios, entre cuyas ramas los pájaros lanzaban unos gorjeos tan chillones que resonaban en las colinas cercanas. A la otra parte del puente se levantaba un grupo de casas tan curiosas y elegantes como la morada de un inmortal. Las ventanas estaban, sin embargo, cubiertas con unas esteras de juncos y eso hacía que parecieran, más bien, el hogar de un taoísta. Por una de ellas se veía a cuatro muchachas hermosísimas, cosiendo y bordando fénix. Al comprender que en la casa no había más personas que ellas, el maestro no se atrevió a seguir adelante, quedándose parado junto a los árboles. Fue así como descubrió que todas ellas tenían una fuerza de voluntad tan firme como una roca, aunque su apariencia era tan frágil como una orquídea. Poseían unas mejillas sonrosadas, un rostro realmente encantador, unos labios extremadamente suaves y teñidos de rojo, unas cejas tan delicadas como la curva de la luna nueva y los cabellos recogidos en moños protegidos por una especie de redecillas. Si se hubieran colgado entre las flores, más de una abeja se hubiera posado a libar sobre ellas. El maestro estuvo observándolas durante más de media hora, pero al ver que nada, ni siquiera el ladrido de los perros o el cacareo de las gallinas, rompía el silencio que allí reinaba, se dijo, preocupado:

—Si regreso con las manos vacías, los discípulos se reirán de mí y comentarán que no vale la pena seguir a alguien que, empeñado en presentar sus respetos a Buda, es totalmente incapaz de conseguir algo de comer.

No le quedó, pues, más remedio que seguir adelante. Aunque era consciente de que quizá no debiera hacerlo, atravesó, por fin, el puente. Después de dar unos cuantos pasos, vio que justamente en el centro del patio de la casa se levantaba un pabellón de madera de sándalo, en cuyo interior había tres muchachas dando patadas a un balón[2].

Su aspecto era totalmente diferente del de las otras cuatro. Las mangas de sus blusas, de un alegre color azul, se balanceaban rítmicamente, dejando entrever unos dedos tan delicados y largos como varitas de jade. Por entre el delicado tinte amarillento de sus faldas se veían, asimismo, unos zapatos muy finos y de un tamaño asombrosamente pequeño. Todos sus movimientos estaban revestidos de una perfección y de una delicadeza extraordinarias, que se hacían más patentes cuando se pasaban el balón unas a otras. Para ello, debían calcular con precisión la distancia y calibrar la fuerza con la que habían de golpear la pelota. Cada manera de hacerlo recibía un nombre distinto.

Así, una patada dada a la media vuelta era calificada como «la flor al otro lado de la tapia», mientras que ir hacia atrás con ella se llamaba «atravesar los mares». El juego requería una destreza especial, particularmente a la hora de parar el balón con los pies y de atacar sin levantar una sola mota de polvo del suelo. Uno de los movimientos mas difíciles, no obstante, era el llamado «la perla que asciende a la cabeza de Buda»[3]. Para realizarlo con perfección, se requería atrapar la pelota con los dedos de los pies y pasarla repetidamente de uno a otro. Pero su repertorio no se reducía a un golpe tan peculiar. Las jugadoras, de hecho, se tumbaban a veces en el suelo para pegar al balón, otras se agachaban con el cuerpo totalmente recto, y otras, finalmente, se retorcían como peces fuera del agua y se valían de los tacones para lanzarlo al otro lado del campo.

Todas celebraban con gritos y aplausos tan perfecto lanzamiento y se esforzaban por superarlo. Como por arte de magia, la pelota ascendía entonces por sus piernas y alcanzaba con facilidad la fragilidad de su cuello, donde daba unas cuantas vueltas, antes de caer definitivamente al suelo. Su forma de golpear el cuero recordaba a veces el Río Amarillo fluyendo hacia atrás, o los peces de vivos colores que se venden en la misma playa. Otras veces, en cambio, era el balón el que se confundía con la cabeza de alguna jugadora, antes de revolverse con pericia y asestarle un tremendo patadón. Las demás trataban de detenerlo con la parte del cuerpo que podían, aunque eran las pantorrillas las más usadas, porque, así, les resultaba más fácil dar un punterazo. La entrega de las muchachas al juego era tal, que algunas perdían las sandalias que calzaban, otras caían como heridas al suelo, al tratar de hacer una tijereta, y otras, finalmente, daban con sus delicados hombros sobre la dura tierra. No parecía importarles perder sus valiosísimas horquillas de oro, con tal de conseguir meter el balón por la red con forma de canasta que colgaba a media altura[4]. Cuando lo conseguían, todas las muchachas lanzaban gritos de entusiasmo. No es extraño que, debido al esfuerzo, tuvieran empapadas de sudor las túnicas de seda y sus maquillajes hubieran perdido su frescor y aparecieran totalmente ajados. Sólo se percatarían de ello, cuando su interés por el juego decayera con la misma inadvertencia con que se suceden las estaciones.

De alguna manera, nos entristece poner fin a esta descripción, por lo que con gusto consignamos un poema[5], que dice:

Al principio del mes tercero las doncellas salieron al campo a jugar al balón. La brisa soplaba con tanta suavidad, que parecía arrastrar esencias de inmortalidad. El sudor que salpicaba los rostros de las muchachas las hacía parecer flores cubiertas de rocío, mientras que las motitas de polvo que desdibujaban la perfecta curva de sus cejas las transformaba en ramitas de sauce escondidas entre la niebla. Las mangas de sus túnicas, de un vivo color azul, dejaban entrever, al balancearse, la belleza de unos dedos tan finos como pequeños eran los pies que dejaba al descubierto el caprichoso remolino de sus faldas amarillas. Cuando terminaron de jugar, tenían el cabello alborotado y las joyas que realzaban su belleza presentaban un aspecto lamentable.

Tripitaka las estuvo contemplando, ensimismado, hasta que comprendió que no podía seguir perdiendo el tiempo y, levantando la voz, dijo:

—Disculpadme, bodhisattvas, pero ¿tendríais la bondad de dar a este pobre monje la comida que podáis?

Al oírlo, las muchachas abandonaron lo que estaban haciendo y, sonriendo con irresistible dulzura, salieron a su encuentro y le dijeron:

—Perdonadnos por no haberos dado antes la bienvenida, pero no sabíamos que había llegado a nuestra aldea un personaje de tanta importancia como vos. Pasad y tomad asiento. No está bien dar de comer a nadie al aire libre.

—¡Santo cielo! —pensó Tripitaka, asombrado—. En verdad, el Oeste es la patria de Buda. ¿Cómo no van los hombres a aceptar sus doctrinas, cuando las mujeres muestran tanto respeto por los monjes? —e, inclinándose con extremada delicadeza, siguió a las muchachas al interior de la casa.

Tras dejar atrás el pabellón hecho de madera de sándalo, el maestro miró a su alrededor y comprobó, sorprendido, que el edificio no poseía, en realidad, ni pasillos ni aposentos. Todo cuanto se veía eran altísimas cumbres, cubiertas de una pátina azulada, que se perdían entre las nubes, y unas cordilleras tan extensas que llegaban hasta la misma orilla del mar. Junto a un puente de piedra, bajo el que discurría un arroyo de nueve meandros, se abría una especie de puerta, cuya sombra se extendía sobre un huerto lleno de ciruelos, melocotoneros y toda clase de verduras y frutas. De los árboles colgaban enredaderas y parras silvestres, que parecían querer emborracharse con el aroma de las orquídeas y de las otras diez mil especies de flores que crecían entre la hierba. Desde lejos aquel lugar por fuerza tenía que parecer más hermoso que la isla Peng y más escarpado y rico en maderas que el mismísimo Monte Hua. Pero, a juzgar por la total ausencia de otras casas, debía de tratarse de la morada de algún falso inmortal.

Una de las muchachas que iba delante hizo girar dos puertas de Piedra y pidió al monje Tang que entrara a reponer las fuerzas. Al maestro no le quedó más remedio que obedecer. El mobiliario se reducía a unos cuantos bancos y mesas de piedra, pero lo más desazonante era que el interior estaba muy oscuro y el aire pareció tornarse, de pronto, extremadamente frío. Asustado, Tripitaka se dijo en seguida:

—Éste no es un lugar tan bueno como había pensado. Aquí se palpa más la maldad que la virtud.

—Sentaos, maestro —le urgieron las muchachas, sin dejar de sonreír.

Así lo hizo el monje Tang, pero el frío se iba tornando tan intenso, que pronto empezó a tiritar, como si se encontrara en pleno invierno.

—¿De qué monasterio sois y con qué fin andáis recogiendo limosnas? —preguntó una de las muchachas—. ¿Para qué queréis el dinero? ¿Pretendéis, acaso, arreglar puentes y caminos, deseáis construir un nuevo monasterio o estáis empeñado en celebrar una fiesta e imprimir un libro de escrituras? Mostradnos, por favor, vuestra escudilla de pedir.

—Yo no pertenezco a esa clase de monjes —contestó el maestro.

—Si es verdad eso —replicó la muchacha—, ¿qué os ha hecho llamar a nuestra puerta?

—En realidad, soy alguien enviado por el Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, al Monasterio del Trueno, en el Paraíso Occidental, con el fin de conseguir las escrituras sagradas. Si me he atrevido a turbar la paz de vuestra respetable morada, ha sido porque, al pasar por aquí, me asaltó, de pronto, el hambre y no tenía adónde acudir. Os prometo que, en cuanto haya comido algo, reanudaré la marcha.

—¡Eso está muy bien! —exclamaron las muchachas a coro—. Como muy bien afirma el proverbio, «no hay monjes más versados en los sutras que los que vienen de tierras lejanas». Hermanas —añadieron, dándose ánimos unas a otras—, tratemos a nuestro huésped con el debido respeto y preparémosle cuanto antes una comida vegetariana.

Mientras tres de las muchachas discutían animadamente con el maestro sobre el tema del karma, las cuatro restantes se subieron las mangas y corrieron hacia la cocina, donde avivaron el fuego y limpiaron las cazuelas. Cogieron después un poco de carne humana en salazón y lo frieron con manteca de hombre, hasta que adquirió el suficiente tono negruzco para hacerlo pasar por gluten de trigo frito. A continuación tomaron unos sesos humanos, cubiertos todavía de sangre, y los cortaron con tanta pericia, que daban la sensación de ser, en realidad, «dou-fu» fresco. Satisfechas de su rapidez, pusieron esos dos platos sobre la mesa de piedra y dijeron al maestro:

—Comed lo que queráis. Con las prisas no hemos podido prepararos una comida vegetariana en toda regla, pero suponemos que será suficiente para que, de momento, saciéis el hambre. Si queréis algo más, sólo tenéis que decirlo.

El maestro no tuvo más que oler las viandas, para que el estómago empezara a darle vueltas. Despedían un aroma tan pútrido, que hasta un carnicero hubiera sentido ganas de vomitar. Pese a todo, Tripitaka se levantó de su asiento y, juntando las manos a la altura del pecho, dijo, al tiempo que inclinaba la cabeza:

—Disculpad a este humilde monje, pero desde el día mismo de su nacimiento ha seguido una dieta estrictamente vegetariana.

—¡¿Se puede saber qué es lo que decís?! —exclamó una de las muchachas, soltando la carcajada—. ¿Acaso no veis que estos platos están hechos con verduras?

—¡Amitabha! —exclamó, a su vez, el maestro, escandalizado—. Si tomara este tipo de platos vegetarianos, tened la seguridad de que nunca llegaría a ver al Más-respetable-del-mundo ni podría conseguir las escrituras.

—¿No os parece que, para ser alguien que ha renunciado a la familia, os mostráis un tanto quisquilloso? —replicó la muchacha que le había servido.

—Me temo que no me he explicado bien —dijo Tripitaka, tratando de arreglar la situación—. Lo único cierto es que, desde el momento en que acepté el encargo del Emperador Tang, he hecho cuanto estaba en mi mano para evitar el sufrimiento a todas las criaturas vivientes con las que me he topado. Me he alimentado, de hecho, con granos que yo mismo he recogido del suelo y me he protegido del frío con ropas que he tejido con mis manos. ¿Creéis que una persona así puede resultar quisquillosa?

—Es posible que no —reconoció otra de las muchachas, soltando la carcajada—, pero se ve que os gusta culpar hasta al que tiene la delicadeza de invitaros a entrar en su casa. Comed un poco y no despreciéis lo que carece de los refinamientos a los que, posiblemente, estéis acostumbrado.

—El cielo me libre de hacer semejante cosa —respondió el maestro—. Debéis comprender, de todas formas, que no puedo echar en saco roto mis promesas. Conservar la vida tiene muchísimo menos mérito que crearla. Si no os importa, me gustaría marcharme.

Antes de acabar de decirlo, se había dirigido ya hacia la puerta, Pero las muchachas se negaron a dejarle partir, diciendo:

—¿Adónde pensáis ir tan deprisa? Nadie deja pasar de largo una buena oportunidad. ¿Acaso creéis que es posible agarrar un pedo con la mano?

Todas las doncellas dominaban a la perfección las artes marciales y poseían una agilidad pasmosa en las manos y en los pies. No les resultó, pues, nada difícil echar mano al maestro. Después de empujarle sin ninguna consideración, como si fuera una oveja, le tiraron al suelo, le cubrieron de sogas y le colgaron de la viga más alta que encontraron. Hasta en la forma como lo hicieron demostraron tener un gran conocimiento de las técnicas guerreras. La manera de colgarle recibe, de hecho, el nombre de «el inmortal que señala el camino». Consiste en suspender a alguien de un brazo, mientras al otro se le ata pegado al cuerpo, pasando después la soga por una viga.

Para evitar que el cuerpo y las piernas queden en ángulo recto, se echa mano de una tercera cuerda, que las mantiene paralelas al suelo. De esta forma, el maestro se quedó suspendido en el aire con el rostro vuelto hacia abajo. El dolor era tan insoportable, que los ojos se le anegaron en lágrimas y se quejó, diciendo:

—¡Qué amarga es la suerte de un monje! Creí ir a mendigar el sustento a las puertas de una buena familia y lo que hice fue caer de cabeza en un nido de víboras. ¿Dónde os habéis metido, discípulos míos? ¿Por qué no venís a librarme de este tormento? Es tan atroz, que habré perdido la vida en menos de dos horas.

A pesar de la turbación que se había apoderado de él, no quitaba ojo a lo que hacían las muchachas. Después de colgarle de la forma que acabamos de describir, empezaron a desnudarse. Profundamente preocupado, el maestro volvió a decirse:

—Seguro que se están quitando la ropa, para golpearme con más facilidad y, así, poder devorarme antes.

Sin embargo, las muchachas sólo se desnudaron de cintura para arriba. Con el vientre al aire, comenzaron a dar rienda suelta a sus poderes mágicos. Del ombligo empezaron a salirles unos hilos que no tardaron en formar un ovillo del tamaño de un huevo de oca, del que poco a poco fue surgiendo una red que cubrió totalmente la entrada de la caverna. Lo hicieron con tal rapidez, que parecía como si hubiera explotado una enorme masa de jade o una anchísima veta de plata.

Mientras tanto, el Peregrino, Ba-Chie y el Bonzo Sha continuaban esperando, impacientes, la vuelta del maestro. Mientras los dos últimos no quitaban los ojos del equipaje y el caballo, que se había puesto a pacer por allí cerca, el Peregrino, impetuoso por naturaleza, saltaba de rama en rama, arrancando hojas y buscando frutas silvestres.

Al volverse en la dirección que había seguido el maestro, vio una luz muy brillante y, dejándose caer al suelo, exclamó, vivamente preocupado:

—¡No me gusta nada eso! El maestro tiene, en verdad, una suerte malísima. ¿Habéis visto lo que le ha ocurrido a la aldea?

Ba-Chie y el Bonzo Sha volvieron hacia allá la cabeza y también ellos vieron preocupados la luz, blanca como la nieve y brillante como la plata.

—¡Qué mala suerte! —repitió Ba-Chie—. El maestro ha debido de caer en manos de unos monstruos terribles. ¡Vamos a liberarle en seguida!

—¿A qué vienen esas voces? —le regañó el Peregrino—. Aún no sabemos a ciencia cierta de qué se trata. Lo mejor será que vaya a echar un vistazo.

—Ten cuidado —le aconsejó el Bonzo Sha.

—No te preocupes —le tranquilizó el Peregrino—. Sé defenderme bien.

Después de arremangarse la piel de tigre y de echar mano de la barra de los extremos de oro, se llegó en dos zancadas hasta el lugar que habían confundido con un grupo de casas. Allí descubrió una maraña de cuerdas de un espesor increíble, que recordaban, por la forma como estaban tejidas, una tela de araña. Al tacto resultaban, además, muy suaves y pegajosas. Sin saber explicarse qué podrían ser, el Peregrino levantó la barra de hierro por encima de la cabeza y se dijo:

—Por muy gordo que sea esto, no tiene nada que hacer con mi barra.

Sin embargo, cuando se disponía a descargar el golpe, volvió a pensarlo mejor y añadió:

—Mi arma es prácticamente invencible, si la enfrento con cualquier otra cosa sólida. Nadie me garantiza que ocurra lo mismo con algo tan suave como esto. Lo más seguro es que lo rasgue un poco y que yo mismo termine enredado en esta maraña. Entonces las cosas se pondrán todavía peor que ahora. Lo prudente sería hacer ciertas averiguaciones, antes de recurrir a la fuerza.

Sin pérdida de tiempo hizo un gesto mágico y recitó un conjuro que hizo que el dios de aquel lugar se pusiera inmediatamente a dar vueltas alrededor de su santuario, como si estuviera uncido a una piedra de moler. Sorprendida, su esposa le preguntó:

—¿Se puede saber por qué das tantas vueltas? ¿Es que te has puesto malo?

—¡En absoluto! —contestó el dios, hondamente preocupado—. Lo que ocurre es que se encuentra por aquí el Gran Sabio, Sosia del Cielo, y me ha ordenado que vaya a verle inmediatamente. Lo malo es que, al llegar, no he ido a darle la bienvenida.

—¡Pues hazlo, de una vez, y deja de dar vueltas como un loco! —le urgió la mujer.

—¿Es que no lo comprendes? —se defendió el dios—. Tiene un carácter tan irascible que, en cuanto me vea, me golpeará con su terrible barra de hierro.

—Estoy segura de que no lo hará —le animó la mujer—. Eres demasiado viejo para recibir castigos como ése.

—No le conoces bien —replicó el dios—. Dos cosas le han hecho famoso: beber a cuenta de los demás y aporrear a ancianos como yo.

Después de hablar durante largo rato, el dios comprendió que debía acudir sin demora a su llamada. Temblando de pies a cabeza, salió del santuario y gritó, postrándose de hinojos junto al camino:

—¡Os presento mis respetos, Gran Sabio!

—Levántate y no tengas tanto miedo, que, de momento, no pienso pegarte —le urgió el Peregrino—. Tómalo como un gran favor. Ahora, si no te importa, me gustaría saber cómo se llama este lugar.

—¿De dónde venís, Gran Sabio? —inquirió, a su vez, el dios.

—De las Tierras del Este y me dirijo hacía el Poniente —contestó el Peregrino.

—¿Has dejado atrás la gran cordillera? —volvió a preguntar el dios.

—No. Todavía estamos allí arriba —explicó el Peregrino—. ¿Es que no ves el equipaje y el caballo?

—Ésa es la Cordillera de la Tela de Araña —aclaró el dios—. En ella se encuentra la caverna del mismo nombre, en la que moran siete monstruos.

—¿Esos monstruos de que hablas son masculinos o femeninos? —indagó el Peregrino.

—Femeninos —respondió el dios.

—¿Sabes qué tipo de poderes mágicos poseen? —insistió el Peregrino.

—A decir verdad —explicó el dios—, mi fuerza es muy pequeña y mi autoridad demasiado escasa para determinarlo con certeza. Lo único que puedo aseguraros es que a seis kilómetros al sur de aquí se encuentra un riachuelo de agua caliente, conocido como el Arroyo de la Purificación, en el que solían bañarse las Siete Inmortales de las Regiones Superiores. Dejaron de hacerlo en el momento mismo en el que se presentaron esos monstruos. Es como si hubieran temido enfrentarse a ellas. De eso deduzco que sus poderes mágicos deben de ser, en verdad, extraordinarios; de lo contrario, no me explico cómo han podido dejarles el campo libre esas doncellas celestes.

—¿Para qué querían esos monstruos el arroyo? —volvió a preguntar el Peregrino.

—Después de apoderarse de él —contó el dios—, cogieron la costumbre de bañarse tres veces al día. Por cierto, hoy ya lo han hecho a la hora de la serpiente y me figuro que volverán allí a eso del mediodía.

—Está bien —contestó el Peregrino, al oírlo—. Puedes regresar a tu mansión. Ya me encargaré yo de atraparlas.

El dios se echó, una vez más, rostro en tierra y, golpeando repetidamente el suelo con la frente, se despidió del Gran Sabio e inició el camino de vuelta, hacia su santuario.

En cuanto se hubo encontrado solo, el Peregrino recurrió a sus profundos conocimientos mágicos y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en una mosca muy pequeñita, que fue a posarse sobre una brizna de hierba que crecía junto al camino.

No pasó mucho tiempo antes de que oyera un sonido como de animales respirando, que recordaba, al mismo tiempo, el que producen los gusanos de seda al devorar las hojas de las moreras o las olas del mar al quebrar contra los acantilados. En menos tiempo del que normalmente se emplea para beber un vaso de té desapareció por completo la maraña de hilos y volvió a aparecer la silueta de la aldea. Se oyó el sonido chirriante de una puerta al abrirse y aparecieron siete muchachas charlando y riendo animadamente.

El Peregrino las observó con atención y vio que todas ellas caminaban agarradas de la mano. Sin dejar de bromear ni de reír, atravesaron el puente. Su belleza era, en verdad, extraordinaria. Eran como el jade, pero poseían una fragancia que le está vedada a la piedra. A veces se tenía la impresión de que las flores habían aprendido a charlar y a caminar por donde quisieran. Sus cejas parecían ramitas de sauce perdidas en la distancia, pero donde más se hacía patente su delicadeza era en la curva de sus bocas, delimitadas por unos labios tan rojos como cerezas. Sus cabellos, recogidos con horquillas de oro en coquetos moños, traían a la mente el vivo colorido de las plumas del martín pescador. Sus pies, diminutos como almendras, destacaban entre el frágil balanceo de sus faldas rojas. Era como si un grupo de inmortales hubiera descendido a la tierra o la propia Chang-Er hubiera abandonado su reducto de la luna.

—No me extraña que el maestro se empeñara en llamar a su puerta en busca de algo que llevarse a la boca —se dijo el Peregrino, sonriendo con malicia—. Jamás imaginé que pudiera haber por aquí semejantes beldades. De todas formas, no hay que fiarse de las apariencias. Son demasiadas para que el maestro pueda servirles de comida, pero su suerte no es, por eso, mucho mejor. Si le mantienen a dieta un par de días, seguro que morirá. Creo que debería tratar de averiguar qué es lo que planean.

Ni corto ni perezoso, el Peregrino levantó el vuelo y fue a posarse sobre el moño de una de ellas. Después de cruzar el puente, la que iba atrás preguntó a las que caminaban delante:

—¿Qué os parece si después del baño cocinamos al vapor a ese monje tan gordito que acabamos de capturar?

—¡Qué poca cabeza tiene ese monstruo! —se dijo el Peregrino, sonriendo—. ¿Para qué querrá cocinarle al vapor, cuando se gasta mucha menos madera cociéndole como una zanahoria?

Caminando siempre en dirección sur, las muchachas no dejaban de coger flores ni de arrancar briznas de hierba. De esa forma, no tardaron en llegar al sitio reservado para el baño, que estaba protegido contra las miradas curiosas por un espléndido muro. El suelo estaba totalmente cubierto de flores silvestres, entre las que destacaba la frescura de las orquídeas. La muchacha que cerraba la marcha saltó por encima de ellas y abrió una puerta, que chirrió lastimosamente; el estanque de agua caliente surgió, majestuoso, ante sus ojos.

En el principio de los tiempos existían, no uno, sino diez soles. Hou-I[6], el arquero celeste, derribó con sus flechas nueve de ellos, dejando solamente uno, que se convirtió en la fuente del auténtico yang. Eso explica que existan en el mundo nueve arroyos de agua caliente, metamorfosis de los soles derribados, en los que también palpita la esencia mágica del yang. Son los siguientes: el Arroyo del Frío Aromático, el Arroyo de la Montaña de la Pareja, el Arroyo Caliente, el Arroyo de la Unión Oriental, el Arroyo de la Montaña de las Inundaciones, el Arroyo Filial, el Arroyo del Gran Torbellino, el Arroyo Tórrido y el Arroyo de la Purificación. Sobre este último disponemos de un poema, que afirma:

En sus márgenes no hace ni frío ni calor y, aunque se esté en otoño, parece como si siempre fuera primavera. Sus aguas hierven como si estuvieran al fuego y, al caer sobre ellas, los copos de nieve alcanzan la temperatura de sopa recién hecha. Al desbordarse, dan vida con su calor a las cosechas y purifican todo cuanto tocan. En su seno revolotean incontables burbujas, que parecen lágrimas juguetonas y que dan a su superficie una movilidad que hace pensar en el jade líquido. A pesar del calor que despiden, sus aguas son claras y limpias, prueba manifiesta de que las tierras que bañan gozan del favor de los Cielos, pues pocas cosas existen que se remonten al principio del tiempo. No es extraño que las beldades fueran allí a lavar su piel, blanca como la nieve, y a recobrar la tersura de jade de su juventud.

El estanque poseía una anchura de ciento cincuenta metros y una longitud que superaba los trescientos. Su profundidad no sobrepasaba en ningún punto los doce metros y sus aguas eran tan límpidas que podía verse el fondo con claridad. De él brotaba una corriente de burbujas tan perfectas como perlas o cuentas de jade. La pureza del agua obedecía a que se renovaba de continuo, gracias a las seis o siete acequias que se abrían en cada una de sus márgenes y que regaban los arrozales que se extendían a lo largo de ocho o nueve kilómetros. Incluso después de recorrer tan largo trecho el agua se mantenía templada. Junto al estanque se elevaban tres pequeños pabellones. Detrás del que estaba colocado en el medio había un banco de ocho patas terminado en dos perchas de laca para colgar la ropa. Al verlas, el Peregrino sonrió con delectación y fue a posarse en una de ellas. Las muchachas comprobaron, entusiasmadas, que el agua estaba limpia y templada y eso avivó sus ansias de echarse a nadar. Sin pérdida de tiempo se quitaron los vestidos y, arrojándolos despreocupadamente sobre las perchas, se metieron al tiempo en el estanque. Con ojos ávidos el Peregrino las vio desabotonarse las blusas, aflojarse las fajas de seda y quitarse las faldas. Sus pechos poseían la blancura de la plata y sus cuerpos, la inalcanzable perfección de los copos de nieve. Sus miembros aparecían cubiertos de esa tonalidad azul que hace tan atractivo el hielo, mientras que sus hombros daban la impresión de haber sido torneados por manos a la vez expertas y delicadas. Sus vientres eran todo lo suaves y flexibles que podía esperarse de semejantes bellezas, poniendo un contrapunto carnoso a la tersura de sus bien formadas espaldas. Tanto sus muslos como sus rodillas presentaban un torneado perfecto, del que no desdecía el tamaño de sus pies, que no superaban los cinco centímetros de longitud. Una llamarada de deseo encendía sus dulces aperturas del amor. Una vez dentro del agua, las muchachas empezaron a saltar y a salpicarse unas a otras, mientras las más atrevidas se dirigían nadando hacia el centro del estanque.

—Si quisiera acabar con ellas —se dijo el Peregrino, sonriendo con satisfacción—, no tendría más que coger la barra de hierro y agitar un poco la superficie del lago. Sería como echar un cubo de agua hirviendo en un nido de ratas. Lo malo es que, aunque acabara con ellas en un abrir y cerrar de ojos, mi fama se vería seriamente afectada. Como muy bien afirma el proverbio, «ningún hombre que se precie lucha jamás contra una mujer». Un tipo como yo haría el ridículo aplastando a unas cuantas de estas putillas. No, lo mejor será que no las mate. Pero tengo que inmovilizarlas de alguna manera. Podría resultar peligroso dejarlas volver a su guarida.

Después de hacer un signo mágico con las manos y de recitar el correspondiente conjuro, el Gran Sabio sacudió ligeramente el cuerpo y al instante se convirtió en un halcón hambriento. Su plumaje era tan rígido y brillante como la nieve y la escarcha, y sus ojos emitían un brillo que superaba al de las mismísimas estrellas. Al ver a un animal tan poderoso, los zorros pierden su astucia y las liebres no saben dónde esconderse. Saben que no hay nada que se resista a sus garras de acero, ágiles y cortantes como las espadas que blanden los guerreros, y que la fiereza de su porte es capaz de meter el miedo en el cuerpo a las bestias más valientes. Por si eso fuera poco, su apetito no tiene límites y se lanza en persecución de todo cuando posea alas. Nadie puede competir con la potencia de su vuelo, que le hace elevarse por encima de las nubes, para dejarse caer, como una flecha, sobre la víctima que haya elegido.

El halcón sacudió ligeramente las alas y se dirigió hacia el pabellón. Al pasar por encima de las perchas, abrió sus aceradas garras y, con una facilidad pasmosa, se hizo con las siete túnicas que estaban allí colgadas. Después no tuvo más que girar un poco hacia la derecha para lanzarse, como una exhalación, hacia las montañas. En cuanto hubo llegado al sitio en el que se encontraban Ba-Chie y el Bonzo Sha, el Peregrino recobró la forma que le era habitual. Al ver las ropas que llevaba en las manos, el Idiota exclamó, sorprendido:

—¡Así que el maestro se encuentra encerrado en una tienda de empeños!

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó el Bonzo Sha.

—¿Es que no lo ves? —replicó Ba-Chie—. ¿De dónde iba a haber sacado, si no, todos esos vestidos nuestro hermano?

—¿Qué dices? —le regañó el Peregrino—. Son las ropas de unos monstruos.

—¿Cómo llevan tantas? —volvió a preguntar Ba-Chie.

—Porque en total son siete —aclaró el Peregrino.

—¡No me digas! —exclamó, una vez más, Ba-Chie—. ¿Cómo te has hecho con ellas?

—Nada más fácil —explicó el Peregrino—. Este lugar recibe el nombre de Cordillera de la Tela de Araña, en la que se halla enclavada esa caverna que, en un principio, confundimos con una aldea. En ella moran siete muchachas, que han atrapado al maestro y le han colgado de una viga. Según parece, son muy quisquillosas con su higiene personal y van varias veces al día a bañarse al Arroyo de la Purificación, una fuente de agua caliente engendrada directamente por el Cielo y la Tierra. Tenían pensado comerse al maestro después del baño, por lo que decidí seguirlas hasta el estanque. Me dieron ganas de acabar con ellas, después de que se desnudaran y se metieran en el agua, pero comprendí que eso iba a poner en entredicho mi fama y decidí poner en práctica un plan más inteligente. Me convertí en un halcón hambriento y les robé la ropa. Como no se atreven a ir por ahí desnudas, se han quedado metidas en el agua y nosotros podremos liberar al maestro sin ningún problema. Venga, daos prisa. Es preciso que sigamos nuestro camino cuanto antes.

—Siempre haces lo mismo —le regañó Ba-Chie—. ¿Por qué nunca acabas lo que empiezas? ¿No te parece que, antes de desatar al maestro, deberíamos destruir a esos siete monstruos que dices haber visto? Por mucha vergüenza que les dé mostrar sus desnudeces, saldrán del agua en cuanto caiga la noche y estoy seguro de que tratarán de darnos caza. Al fin y al cabo, tienen más vestidos en la caverna, ¿no? Además, si están demasiado cansadas para salir en nuestra persecución, nos esperarán a la vuelta. ¿O es que piensas regresar con las escrituras por otro camino? Como muy bien afirma el proverbio, «es preferible renunciar a lo que uno lleva encima que pasar calamidades por derrochador». Si no acabamos con ella ahora, a la vuelta se habrán fortificado y no nos dejarán pasar.

—¿Qué es lo que propones, entonces? —inquirió el Peregrino.

—Según lo veo yo —contestó Ba-Chie—, primero deberíamos acabar con esos monstruos y después desatar al maestro. No pretendo otra cosa que arrancar de raíz la hierba.

—Me opongo a acabar con ellas —replicó el Peregrino—. Si quieres hacerlo tú, yo no tengo nada que objetar.

Loco de contento, Ba-Chie agarró el rastrillo y corrió hacia el estanque. Al abrir la puerta, vio a las siete muchachas metidas en el agua. Todas estaban lanzando insultos contra el halcón.

—¡Maldita bestia con plumas! —decían, enfurecidas—. ¡Ojalá le arranque un tigre la cabeza de cuajo! ¡Mira que llevarse nuestras ropas! ¿Adónde las habrá llevado?

—¡Bodhisattvas! —gritó entonces Ba-Chie, sin poderse contener—. ¿Por qué no me invitáis a tomar un baño con vosotras? Al fin y al cabo, no soy más que un monje y no puedo haceros ningún daño.

—¡Qué clérigo más maleducado! —exclamaron ellas, más furiosas todavía—. Tú eres un hombre que ha renunciado a la familia, mientras que nosotras somos mujeres que no hemos hecho semejante locura. ¿Cómo puedes bañarte con nosotras, si hasta los libros antiguos afirman que a partir de los siete años un hombre y una mujer no pueden sentarse en la misma estera?

—Lo siento, pero hace demasiado calor y quiero refrescarme un poco —contestó Ba-Chie—. No comprendo qué hay de malo en que me bañe con vosotras. ¿A qué viene eso de sentarse o dejarse de sentar en una estera? A mí los libros me traen absolutamente sin cuidado.

Dando por terminada la discusión, el Idiota dejó a un lado el rastrillo y, quitándose la túnica de seda negra, se lanzó al agua, salpicando a todas las que había a su alrededor.

Las muchachas se abalanzaron, furiosas, sobre él, dispuestas a pegarle una paliza. Pero Ba-Chie era sumamente escurridizo y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en un pez. Desesperadas, las muchachas trataron de atraparle con las manos, pero, cuando ellas se zambullían hacia el este, él ya estaba en el oeste, y ¡vuelta a empezar el juego!

Sumamente rápido y escurridizo, Ba-Chie se movía a toda velocidad entre sus piernas para saltar al poco rato por encima del agua. Allí era tan poco profunda, que apenas les cubría el pecho, por lo que al poco tiempo estaban que no se tenían. Agotadas y jadeando como carabaos en pleno esfuerzo, se dejaron caer en el suelo del estanque. Ba-Chie decidió salir entonces del agua y, tras recobrar la forma que le era habitual, volvió a ponerse la túnica y alcanzó el rastrillo.

—¿Quién pensáis que soy yo, un simple pez? —bramó con aires de triunfo.

—¡Tú eres el monje que llegó hace un rato! —contestaron las muchachas, temblando de pies a cabeza—. Te transformaste después en un pez y te lanzaste al agua, sin que pudiéramos echarte mano. Ahora has vuelto a recobrar la forma que te es habitual. ¿De dónde eres? ¡Es preciso que nos digas en seguida cómo te llamas!

—¡Así que no me reconocéis, banda de monstruos! —exclamó Ba-Chie en el mismo tono que antes—. Soy uno de los discípulos del monje Tang, un enviado del Emperador de las Tierras del Este que se dirige hacia el Oeste en busca de escrituras. Yo me llamo Chu Wu-Nang, aunque también se me conoce como Ba-Chie, el Mariscal de los Juncales Celestes. Lejos de mostraros respetuosas con él, habéis colgado a mi maestro de una viga y pretendéis cocinarle al vapor. ¿Os dais cuenta? ¡Es mi maestro y vosotras queréis coméroslo! ¡Estirad la cabeza, para que acabe con vuestra malvada existencia en un abrir y cerrar de ojos!

Al oírlo, las muchachas se pusieron a temblar y, postrándose de hinojos en el agua, gritaron, desesperadas:

—¡Perdonadnos, por lo que más queráis! Nuestros ojos son grandes, pero nuestras pupilas se muestran incapaces de distinguir el bien del mal. Aunque es cierto que hemos colgado a vuestro maestro, no le hemos aplicado ninguna tortura. Se accedéis a conservarnos la vida, os daremos todo el dinero que queráis, para que podáis proseguir sin problemas vuestro viaje hacia el Paraíso Occidental.

—¿A qué viene esa forma de hablar? —replicó Ba-Chie, sacudiendo la mano—. El proverbio lo dice con toda claridad: «Quien ha sido engañado una vez por un hombre de lengua dulce no puede volver a creer en quien emplea un lenguaje florido». Lo siento mucho, pero voy a acabar con todas vosotras de un plumazo. Sólo entonces podremos proseguir en paz nuestro camino.

El Idiota siempre había sido una persona tosca y cruel, más inclinado a demostrar su fuerza que a dar muestras de misericordia y perdón. Consiguientemente levantó el rastrillo por encima de su cabeza y, sin ninguna otra consideración, se lanzó contra las muchachas, dispuesto a acabar con ellas. Comprendiendo que estaba próximo su fin, se olvidaron por completo de su timidez natural y, tapándose sus partes con la mano, saltaron fuera del agua. En cuanto hubieron alcanzado el pabellón, empezaron a echar hilos por el ombligo. Antes de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, Ba-Chie quedó encerrado dentro de un enorme capullo de seda. Al levantar la cabeza, comprobó, alarmado, que el cielo y el sol habían desaparecido y trató de huir a toda prisa. Pero no pudo ni siquiera dar un paso. Se lo impedía una maraña de cuerdas que cubrían el suelo y le enroscaban todo el cuerpo. En cuanto trataba de mover las piernas, se enmarañaba de una forma tan terrible, que en seguida daba con los morros en el suelo. Poco importaba que lo intentara con la izquierda o con la derecha; el resultado era siempre el mismo. Lo más que lograba era ponerse de pie antes de besar, una vez más, el suelo. Sin embargo, no se desanimó. Siguió levantándose y cayéndose hasta que empezaron a flaquearle las fuerzas y las piernas se mostraron incapaces de sostenerle. Para entonces le dolía horriblemente la cabeza y los ojos le escocían como si, de pronto, se hubiera vuelto ciego. Ni energía le quedaba ya para arrastrarse. Lo único que pudo hacer fue tumbarse y gemir, desconsolado. En cuanto vieron que ya no se movía, las muchachas dejaron de prestarle atención. Dando saltos, abandonaron el recinto en el que estaba enclavado el estanque y se dirigieron corriendo hacia la caverna, protegidas por las telas de araña.

Una vez cruzado el puente de piedra, se detuvieron en seco y, tras recibir un conjuro, se les desprendió la tela que las envolvía y se metieron a toda prisa en la caverna. Pasaron totalmente desnudas ante el monje Tang, riéndose como chiquillas y cubriéndose sus partes con la mano. Rápidamente se pusieron unos vestidos que guardaban en unos arcones de piedra y, dirigiéndose a la puerta de atrás, gritaron:

—¿Dónde os habéis metido, niños?

Cada una de ellas había adoptado un hijo, a los que habían puesto respectivamente los nombres de Abeja, Avispa, Cucaracha, Ciempiés, Saltamontes, Gusano y Caballito del Diablo. En cierta ocasión, las que ahora eran sus madres tejieron una tela de enormes proporciones y todos esos desgraciados tuvieron la mala suerte de caer en ella. Pero, como decían los antiguos, las aves y las bestias tienen su propia forma de comunicarse, y, al ir a devorarlos, les suplicaron que les perdonaran la vida, comprometiéndose, si accedían a ello, a respetarlas como si fueran sus propias madres. A partir de entonces todas las primaveras recogían cientos de flores, para que se adornaran el cabello, y pasaban los veranos rebuscando entre las plantas comida para ellas. Al oír que los llamaban, los insectos se arremolinaron alrededor de las doncellas y les preguntaron:

—¿Para qué nos habéis hecho llamar, madres?

—Esta mañana —explicaron ellas— capturamos por error a un monje enviado en busca de escrituras por el Gran Emperador de los Tang. Cuando estábamos en el estanque, se presentó de improviso uno de sus discípulos y, no sólo nos hizo perder la vergüenza, sino que a punto estuvo de acabar con nuestras vidas. Es preciso que vayáis a por él y le traigáis aquí cuanto antes. Os estaremos esperando en casa de vuestro tío, ¿de acuerdo?

Habiendo conseguido escapar de la muerte, las muchachas habían decidido, en efecto, ir a visitar a su hermano mayor, al que embaucaron con sus lenguas viperinas, obligándole a sembrar por doquier la desgracia. Los insectos, por su parte, abandonaron la caverna, frotándose con avidez las manos, y se dirigieron hacia el estanque, dispuestos a entablar una formidable batalla con el enemigo, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, de Ba-Chie, que, debido a las caídas, se sentía totalmente mareado y al límite de sus fuerzas. Al cabo de un rato consiguió levantar un poco la cabeza y descubrió, sorprendido, que había desaparecido toda aquella maraña de cuerdas que le tenía prisionero. Con no poco esfuerzo consiguió ponerse de pie. Las piernas le dolían terriblemente, pero, al fin, logró regresar por donde había venido. Al ver al Peregrino, se agarró a él con desesperación y le preguntó:

—¿Tengo la cara hinchada y cubierta de moratones?

—¿Qué te ha pasado? —replicó el Peregrino.

—Esos monstruos me cubrieron de cuerdas. Las pusieron hasta en el suelo, para que tropezara y no pudiera andar —contestó Ba-Chie—. ¡Yo qué sé la de veces que me caí! Al final tenía el pecho dolorido y creí que iba a rompérseme la espalda. De hecho, no podía dar ni un solo paso. Si he logrado escapar con vida y llegar hasta aquí, no ha sido por mi propio esfuerzo, sino porque las cuerdas desaparecieron de repente.

—¡Todo se ha terminado! —exclamó el Bonzo Sha, al oírlo—. ¡Con tu impetuosidad has provocado una tremenda desgracia, porque lo más seguro es que hayan regresado a la caverna a devorar al maestro! ¿Por qué no vamos en seguida a liberarle?

Sin pensarlo dos veces, el Peregrino se lanzó hacia la aldea, seguido de Ba-Chie, que iba tirando de las riendas al caballo. Al llegar al puente de piedra, les salieron al paso siete pequeños diablillos, que les ordenaron:

—¡Deteneos! ¿Adónde vais tan deprisa?

El Peregrino les clavó la mirada y se dijo, divertido:

—¡Qué cosa más graciosa! ¡Si el más alto apenas mide diez centímetros y el más corpulento dudo que llegue a los diez kilos! —Pese a todo, adoptó un aire marcial y, levantando la voz, preguntó—: ¿Quiénes sois vosotros?

—Los hijos de las inmortales —respondieron ellos en el mismo tono—. ¿Cómo os atrevéis a llegar hasta su puerta, después de haberlas insultado y deshonrado? ¡No huyáis y preparaos a morir!

Los insectos se lanzaron al combate como un solo hombre. Aunque tenía dolorido todo el cuerpo, Ba-Chie pareció recobrar, de pronto, las fuerzas y empezó a dar mandobles con su rastrillo a diestro y siniestro. Aterrados, los bichejos recobraron la forma que les era habitual y se elevaron por los aires, gritando:

—¡Transformaos!

No habían acabado de decirlo, cuando cada uno de ellos se convirtió primero en diez, después en cien, a continuación en mil y finalmente en diez mil insectos de su misma clase. No había nadie capaz de hacer frente a semejante enjambre. El cielo estaba prácticamente lleno de caballitos del diablo, mientras que el suelo aparecía cubierto de una tupida alfombra de gusanos. Las abejas y las avispas atacaban, furiosas, las cabezas de sus enemigos, al tiempo que las cucarachas se ocupaban de sus ojos. Los ciempiés, por su parte, no dejaban de asestarles tremendos picotazos en el pecho y en la espalda, ayudados por los saltamontes, que se ocupaban de los pies y de la parte de atrás de la cabeza. Adondequiera que se dirigiera la vista se veía una enorme masa negruzca, tan voraz y violenta que haría temblar a los mismísimos dioses y espíritus. Ante semejante barahúnda, Ba-Chie comentó, preocupado:

—Dicen que no es muy difícil hacerse con las escrituras, pero los insectos del camino que conduce hasta ellas son mucho más fieros que la gente.

—¡No tengas miedo y atízales con fuerza! —le aconsejó el Peregrino.

—¡La cara, la cabeza! —volvió a gritar Ba-Chie, cada vez más desesperado—. ¡Tengo todo el cuerpo cubierto de insectos! ¿Cómo voy a golpearlos con el rastrillo, si tengo encima por lo menos diez capas de ellos?

—¿Qué es eso comparado con los poderes que yo poseo? —replicó el Peregrino.

—¡Pues no sé a qué estás esperando para emplearlos! —exclamó el Bonzo Sha—. ¡Tengo la calva hinchada de tantos picotazos!

El Gran Sabio se arrancó un puñado de pelos, se los metió en la boca y, después de reducirlos a trocitos con los dientes, los escupió, al tiempo que decía:

—¡Transformaos! ¡Amarillo, gavi…!

—¿Qué forma de hablar es ésa? —le interrumpió Ba-Chie—. ¿Puedes explicarme qué quiere decir eso de amarillo y gavi?

—¿Es que no lo comprendes? —contestó el Peregrino—. Amarillo hace referencia a halcón de plumaje dorado y, si no me hubieras interrumpido, habrías sabido que con eso de gavi quería decir gavilán. Pero aún hay más. Si te fijas bien, podrás ver también águilas reales, aguiluchos, milanos, halcones grises y quebrantahuesos. Siete clases en concreto de aves rapaces, que se encargarán de exterminar a estos voracísimos bichejos.

No existen, en efecto, criaturas más capaces que ésas para acabar con las plagas. Cada picotazo que daban ponía fin a la vida de un insecto. Pero no atacaban sólo con el pico; para acabar antes con ellos, se valían también de las garras y las alas. En un abrir y cerrar de ojos el aire quedó completamente limpio. Todos los bichejos habían desparecido como por arte de magia. El suelo, sin embargo, se hallaba cubierto de una capa de animaluchos que superaba los tres centímetros de espesor. Los tres peregrinos los pisaron sin ninguna consideración, mientras corrían por el puente en dirección a la caverna, donde encontraron al maestro colgado de una viga y llorando desconsoladamente.

—¡Menuda gracia! —exclamó Ba-Chie, llegándose hasta él—. Mientras vos lo pasabais en grande, yo me caía, por culpa vuestra, yo qué sé la de veces.

—¿Adónde han ido los monstruos? —preguntó el Peregrino, después de cortar las cuerdas y de bajar al maestro.

—Nada más llegar —explicó el monje Tang—, fueron a la parte de atrás, desnudas, y llamaron a sus hijos.

—Será conveniente que echemos un vistazo —sugirió el Peregrino.

Sin soltar las armas para nada, recorrieron de arriba abajo el jardín de la parte de atrás de la caverna, pero no encontraron ni rastro de las muchachas. Para ver mejor, se subieron, incluso, a un melocotonero y a un peral, pero todo resultó inútil.

—Se han ido —concluyó Ba-Chie.

—Es inútil que sigamos buscando —dijo, por su parte, el Bonzo Sha—. Lo mejor que podemos hacer es regresar junto al maestro y ponernos de nuevo en camino.

Así lo hicieron y pidieron al monje Tang que se montara en el caballo.

—Id vosotros delante —ordenó Ba-Chie, echando mano de su rastrillo—. Voy a arrasar todo esto, así no tendrán donde vivir, cuando regresen.

—No vale la pena malgastar tanta fuerza —opinó el Peregrino—. ¿Por qué no recoges un poco de madera y dejas que sea el fuego el que se encargue de arrasarlo todo?

El Idiota no tardó en encontrar un pino carcomido por dentro, unas cuantas cañas de bambú quebradas, un sauce seco y alguna que otra enredadera sin vida. Con todo ello hizo una hoguera formidable, que acabó en muy poco tiempo con toda la caverna. En cuanto la vieron hundirse, el maestro y los discípulos reemprendieron, más animados, la marcha.

No sabemos de momento qué fue de los monstruos después de su partida. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se dan en el siguiente capítulo.