CAPÍTULO LXXV

Decíamos que el Gran Sabio se adentró valientemente en el interior de la caverna. A medida que avanzaba iba descubriendo montones cada vez más numerosos de esqueletos, que hacían pensar en auténticos bosques de huesos. El cabello humano era tan abundante, que todo el suelo estaba cubierto de él, como si de una alfombra se tratara. A pesar de ello, no resultaba difícil ver trozos de carne medio podrida mezclados con el polvo. De los árboles colgaban, sujetas con tendones de hombre, piezas humanas puestas a secar al sol. Algunas debían de llevar mucho tiempo, a juzgar por su tono amarillento y su aspecto apergaminado. Adondequiera que se dirigiera la vista podían verse montañas de cadáveres y ríos de sangre, que emitían un hedor realmente insoportable. Los diablillos destacados en el sector oriental arrancaban con cuidado los restos de carne que aún quedaban adheridos a los huesos, mientras que los de la sección occidental cocían pacientemente los despojos más frescos. Otro con menos agallas que el Hermoso Rey de los Monos se hubiera dado inmediatamente la vuelta, negándose a dar un paso más. Él, sin embargo, continuó caminando, como si el espectáculo fuera menos repugnante. La cosa cambió al trasponer una segunda puerta. La atmósfera estaba totalmente limpia de malos olores y en el ambiente flotaba una reconfortante sensación de paz y serenidad. A ambos lados del camino crecían las plantas más exóticas que puedan imaginarse y las flores más raras que haya visto jamás ojo humano.

Por doquier se veían pinos centenarios y bambúes no mucho más jóvenes. Tan apacible paraje se extendía a lo largo de catorce o quince kilómetros. Se levantaba a continuación una artística puerta, que daba acceso a un salón dominado por los tronos de los tres monstruos, sentados mayestáticamente sobre una plataforma de considerable altura. Su aspecto no podía ser más repugnante y aterrador. El del medio poseía una cabeza bien moldeada, una mandíbula prominente en extremo y unas filas de dientes que parecían sierras de enorme tamaño. Su voz recordaba el bramido del trueno y sus ojos emitían un resplandor tan frío y fulgurante como el rayo. Lo más llamativo, sin embargo, era su nariz, de unas proporciones tan descomunales, que la tenía enroscada hacia arriba. No desdecía en nada de sus cejas, extremadamente pobladas y de un color rojizo que hacía pensar en la voracidad de un incendio. Al moverse, todas las bestias se echaban a temblar y hasta los demonios más crueles y sanguinarios cedían al pánico. Tal era la majestuosidad que desprendía el león monstruoso de la melena verdosa.

El que estaba sentado a su izquierda tenía los ojos de un fénix, unas pupilas de fuego y unas piernas cortas e inseguras, que contrastaban con la fortaleza de sus enormes colmillos, tan amarillentos como blanquecino era su cabello. Poseía una nariz larga y vigorosa, demasiado grande para una cabeza de tan reducido tamaño como la suya. Su frente, redonda y totalmente despejada, se apoyaba sobre unas cejas llamativamente pobladas e irregulares. Presentaba el aspecto de un luchador avezado, con el torso fuerte y bien moldeado, cosa que parecía desdecir la finura de su voz, dulce y melodiosa como la de una damisela. No podía negarse, de todas formas, que fuera un monstruo, un viejo elefante de colmillos amarillentos, que se había dedicado desde muy joven a la práctica de la meditación.

El que ocupaba el asiento de la derecha, por su parte, poseía unas alas de color dorado, una cabeza de monstruo marino y unos ojos de leopardo con unas pupilas tan brillantes como estrellas[1]. Su fuerza, su valentía y su fiereza eran tales, que dominaba sin dificultad el norte y gobernaba el sur con puño de hierro. Cuando se enfurecía, se elevaba por los aires y cabalgaba a lomos del viento, haciendo temblar a las aves y sumiendo a los dragones en un pozo de terror. Todos los pájaros corrían a esconderse, cuando sacudía las plumas, mientras que, cuando abría las garras, hasta los más aguerridos moradores de lo alto se sentían amedrentados. Su poderosa fortaleza le permitía recorrer, sin cansarse, más de cien mil kilómetros seguidos. ¡Tal es la potencia de la gran águila real!

Alrededor de la plataforma, dispuestos a cumplir sin tardanza sus órdenes, se encontraban cien capitanes armados hasta los dientes, de gesto marcial y ademán fiero.

A pesar de todo, el Peregrino se alegró al verlos. Con paso decidido se llegó hasta donde estaban los monstruos, dejó caer los dos trozos de madera y, levantando la cabeza, dijo:

—Os presento mis respetos, señores.

—¡Así que ya has regresado, Pequeño Cortador de Viento! —exclamaron al unísono los tres demonios, sonriendo complacientes.

—Eso parece —contestó el Peregrino en el tono de voz más complaciente posible.

—¿Has descubierto algo sobre el Peregrino Sun? —preguntaron los demonios.

—Sí, pero no me atrevo a decirlo delante de vuestras señorías —contestó el Peregrino.

—¿Por qué no? —volvió a preguntar el demonio de más edad.

—Por expreso deseo de vuestras señorías —explicó el Peregrino— me adentré en la montaña, haciendo sonar de continuo los dos trozos de madera. No tardé en descubrir a alguien agachado junto a un arroyo. Al acercarme a él, comprobé con horror que era la imagen viva de un dios del trueno. Pero eso no fue todo, porque, cuando se incorporó vi que medía alrededor de trescientos metros de altura. Según pude apreciar, estaba limpiando con agua una pesadísima barra de hierro, que, a tenor de lo que le oí murmurar entre dientes, aún no había demostrado todo su tremendo potencial mágico. Dijo también que, en cuanto la tuviera completamente limpia, vendría a machacar con ella las cabezas de vuestras señorías. De ello deduje que debía de tratarse del Peregrino Sun y decidí regresar a informaros antes de dar un solo paso más.

Un sudor frío se extendió de inmediato por el cuerpo del demonio de mayor edad, que dijo, volviéndose tembloroso hacia sus compañeros:

—Ya os advertí que no debíamos molestar para nada al monje Tang. El mayor de sus discípulos es tan impulsivo, que ha decidido usar contra nosotros sus extraordinarios poderes mágicos. Incluso ha empezado ya a limpiar sus armas. ¿Qué podemos hacer, si nadie ha logrado derrotarle jamás? —Se volvió después hacia uno de los capitanes y le ordenó—: Decid a los soldados apostados a la puerta de la caverna que entren inmediatamente y cierren la puerta. Es preciso dejar el paso libre a esos monjes.

Uno de los oficiales estaba al tanto de lo ocurrido y contestó, avergonzado:

—Me temo que no queda ninguno, señor. Cada cual se ha marchado por donde ha podido.

—¡Cómo que se han marchado! —exclamó el demonio de mayor edad—. Seguro que también ellos se han enterado de lo ocurrido. ¡Id a cerrar las puertas inmediatamente!

Los capitanes obedecieron sin rechistar. Los tres monstruos oyeron con claridad el ruido que produjeron los batientes. Vivamente preocupado, el Peregrino se dijo en seguida:

—Seguro que, en cuanto hayan cerrado las puertas, me pedirán que haga algo de lo que no tengo la menor idea. Eso me pondrá en una situación francamente difícil y es muy posible que acaben capturándome. Creo que, antes de delatarme a lo tonto, lo mejor será que les meta un poco más de miedo. Así volverán a abrir las puertas y yo podré escabullirme, cuando llegue el momento.

Se acercó un poco más a los monstruos y añadió:

—Me temo que el Peregrino Sun dijo algo todavía más espeluznante que eso.

—¿De qué se trata? —inquirió el demonio de mayor edad, mucho más alarmado.

—Afirmó que, en cuanto os hubiera atrapado, despellejaría a uno, quitaría los huesos al otro y quitaría los tendones al tercero —respondió el Peregrino—. Además, le oí decir claramente —añadió con voz alterada— que, si cerrabais las puertas y os negabais a salir, haría uso de sus poderes metamórficos y os sacaría a la fuerza. Como bien sabéis, es capaz de transformarse en una mosca diminuta y meterse por una rendija de la puerta. ¿Qué podéis hacer, entonces, para evitar caer en sus manos?

—Debemos tomar todas las precauciones que podamos —dijo el demonio de más edad, dirigiéndose a sus hermanos—. De momento, son muy pocas las moscas que hay en nuestra caverna. Si veis alguna, tened la seguridad de que se trata del Peregrino Sun.

—¡Ya os daré yo moscas a vosotros! —exclamó para sí el Peregrino, divertido—. En cuanto veáis una, os pondréis a temblar de tal manera, que ordenaréis en seguida abrir todas las puertas.

No había acabado de pensarlo, cuando, volviéndose disimuladamente hacia un lado, se arrancó un pelo del cogote, exhaló sobre él una bocanada de aire sagrado y exclamó:

—¡Transfórmate!

Al instante se convirtió en una mosca de cabeza brillante, que fue a posarse como una flecha sobre la cara del demonio.

—¡Qué horror! —gritó, aterrorizado—. ¿Habéis visto lo que acaba de colarse por la puerta?

Los diablillos se quedaron mudos de espanto. Pronto fueron, sin embargo, reanimándose y, cogiendo unas escobas, empezaron a dar golpes al aire, tratando de alcanzar a la mosca. Sin poderse contener, el Gran Sabio soltó la carcajada y empezó a reírse como un loco. Eso es precisamente lo que tenía que haber evitado, porque con las risas se descubrió su juego y recuperó la forma que le era habitual. El tercer monstruo saltó en seguida sobre él y, agarrándole, exclamó enfurecido:

—¡Qué tontos hemos sido! ¡Es increíble la facilidad con la que se ha burlado de nosotros!

—¿Quién dices que se estaba burlando? —preguntó el primer demonio.

—Este charlatán —respondió el tercer demonio—, que no es un Pequeño Cortador de Viento, sino el mismísimo Peregrino Sun. Por fuerza se encontró con nuestro emisario, le mató y, haciéndose pasar por él, vino hasta aquí con el ánimo de engañarnos.

—¡Así que me ha reconocido! —se dijo el Peregrino, alarmado—. ¿Cómo lo habrá conseguido? —y, pasándose a toda prisa la mano por la cara, volvió a tomar los rasgos del diablillo muerto—. ¿Cómo podéis decir que soy el Peregrino Sun? —añadió, dando un tono tembloroso a sus palabras—. ¿No veis que soy un simple Cortador de Viento? ¡Yo no tengo que ver nada con esa bestia!

—Tiene razón —confirmó el demonio de más edad—. Es un simple Cortador de Viento. Le conozco bien, porque le hago acudir a mi presencia por lo menos tres veces al día. ¿Te importaría enseñarnos tu placa? —añadió, volviéndose hacia el Peregrino.

—Por supuesto que no —contestó éste y, metiéndose la mano por el pecho, se la enseñó a todos.

—¡Lo ves! —exclamó el demonio, totalmente convencido—. No está bien acusar a nadie sin fundamento.

—Pero ¿es que no lo has visto? —se defendió el tercer demonio—. Hace un momento se estaba riendo con la cara vuelta hacia la pared Además, vi con toda claridad que tenía el morro como el de un dios del trueno. En cuanto le puse la mano encima, volvió a recobrar el aspecto que ahora tiene.

Se volvió a continuación al grupo de diablillos y les ordenó:

—Traedme unas sogas.

Los capitanes cumplieron en seguida sus órdenes. Antes de que el Peregrino pudiera reaccionar, el tercer demonio le tiró al suelo y le ató, como si fuera una pieza de caza.

Le levantó a continuación las ropas y quedó claro que se trataba del antiguo encargado de los establos celestes. Aunque dominaba los setenta y dos tipos de metamorfosis que existen y era capaz de transformar completamente su cuerpo cuando se convertía en un pájaro, en un animal, en una planta, en un objeto o en un insecto, no ocurría lo mismo cuando tomaba la identidad de otra persona. En esos casos sólo era su rostro, no su cuerpo entero, el que se revestía de unos rasgos que, en realidad, no le correspondían.

Así, al levantarle las ropas, los demonios vieron que tenía el pecho totalmente cubierto de pelos, poseía unas nalgas peladas por completo y lucía un espléndido rabo. Sin dar crédito a lo que veían sus ojos, el demonio de mayor edad exclamó:

—¡Es increíble! Su rostro es el de un Pequeño Cortador de Viento, pero no cabe duda de que su cuerpo pertenece al Peregrino Sun. ¡No puede ser otro! Traed inmediatamente un poco de vino y brindemos a la salud de nuestro tercer soberano. Suyo es el mérito de haber atrapado a ese impostor. Con él en nuestro poder no nos será difícil convertir al monje Tang en un bocado apetitoso.

—No es prudente celebrar la victoria tan pronto —objetó el tercer demonio—. El Peregrino Sun es extremadamente escurridizo y se nos puede escapar de las manos en cualquier momento. Si lo consigue, todos nuestros planes se vendrán estrepitosamente abajo. Ordenad a los capitanes que traigan el jarrón y encerradle en su interior sin ninguna contemplación. Sólo entonces podremos levantar, despreocupados, nuestras copas.

—¡Excelente idea! —contestó el demonio de mayor edad, riendo. Y, sin pérdida de tiempo, ordenó a treinta y seis diablillos que fueran a la sala donde guardaban las armas y trajeran el jarrón.

Dada la corpulencia de todos aquellos diablillos, podría pensarse que se trataba de algo realmente fuera de lo común, cuando la verdad es que apenas medía diez centímetros de alto. Encerraba, sin embargo, la energía primordial del yin y el yang y eso explicaba que los procesos mágicos que tenían lugar en su interior estuvieran dirigidos por las siete joyas, los ocho trigramas y los veinticuatro períodos solares. Como el número exacto de constelaciones es treinta y seis, se precisaban otras tantas personas para cargar con él; de lo contrario, no había quien lo moviera. Los diablillos lo cogieron con todo el cuidado de que eran capaces y lo colocaron delante mismo de la tercera puerta de la caverna. Mientras unos lo sacaban de la caja en la que estaba guardado, otros desnudaron al Peregrino y le obligaron a ponerse delante de tan valiosísimo tesoro. Uno de ellos quitó, entonces, la tapa y al punto se levantó un huracán violentísimo, que arrebató al Gran Sabio y le metió dentro del jarrón. En cuanto el aire inmortal se hubo disipado, los diablillos volvieron a poner la tapa y la sellaron con particular cuidado. El mayor de los demonios hizo un gesto con la mano a los otros dos y les dijo, satisfecho:

—Ahora que ese maldito mono ha entrado en nuestro preciado jarrón, puede despedirse de las penalidades del camino que conduce hacia el Oeste. Nunca debía haberse propuesto ir a adorar a Buda y conseguir sus escrituras. Lo único que ha conseguido con tan descabellado proyecto ha sido someterse antes de tiempo a la rueda de la reencarnación. ¿Quién sabe? Quizás consiga su propósito en una vida próxima.

De momento no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio, que, al ser absorbido por el jarrón, descubrió que era demasiado pequeño para su cuerpo. Eso le movió a metamorfosearse en alguien más pequeño y a sentarse tranquilamente en el fondo. No tardó en sentir un frío tan intenso, que empezaron a castañetearle los dientes.

—¡Esos diablillos son unos auténticos embusteros! —dijo en voz alta, como si estuviera hablando con alguien—. ¿Cómo pueden afirmar que todo el que entre en este jarrón se convertirá en una especie de pus en menos de tres cuartos de hora? Con este frío, soy capaz de tirarme aquí dentro siete u ocho años.

Si dijo eso, fue porque no sabía cómo funcionaba exactamente aquel tesoro. De hecho, mientras la víctima permaneciera callada, la temperatura se mantenía baja, aunque pasara un año entero sin abrir la boca. Pero, en cuanto lo hacía, surgía un fuego devorador que terminaba abrasándole. El Gran Sabio pudo comprobarlo en seguida, porque no había acabado de hablar, cuando el interior del jarrón se convirtió en un bosque impenetrable de llamas. Afortunadamente no le faltaban recursos y, haciendo con los dedos el signo mágico para repeler el fuego, se puso a contemplar tranquilamente cómo las llamas se agitaban y retorcían como locas. Al cabo de media hora aparecieron no menos de cuarenta serpientes, que se lanzaron sobre él con ánimo de morderle. Lejos de rechazarlas, el Peregrino las agarró con las manos y, tirando con fuerza de ellas, las partió por la mitad. No había acabado de hacerlo, cuando surgieron tres dragones de fuero, que le rodearon de arriba abajo. Comprendiendo que la situación se estaba complicando por momentos, volvió a decirse, preocupado:

—No me importaría enfrentarme a lo que fuera, pero estos dragones son más difíciles de derrotar de lo que había pensado. Si no logro salir de aquí, el calor terminará minándome las fuerzas y no podré seguir resistiendo. Lo mejor será que agrande el cuerpo y haga estallar este maldito jarrón.

Tras hacer un gesto mágico con los dedos y recitar el correspondiente conjuro, el Gran Sabio tomó aire y gritó:

—¡Transfórmate! —y al instante alcanzó una altura que superaba los cuatrocientos metros, pero el jarrón creció de tamaño al mismo ritmo que su cuerpo. A toda prisa el Peregrino se hizo tan pequeño como una semilla. Sin embargo, la porcelana se ajustaba a él como una camisa de seda.

—¡Es increíble! —gritó, vivamente preocupado—. ¿Cómo es posible que se agrande y se reduzca con tanta facilidad? ¡Tengo que encontrar una manera de hacerlo estallar!

No había acabado de decirlo, cuando sintió un dolor muy agudo en las piernas. Al tocárselas, comprobó, alarmado, que el calor se las había reblandecido.

—¿Qué me está ocurriendo? —se preguntó, cediendo al pánico—. Si el fuego termina por arrancarme el vigor de las piernas, ¡me convertiré en un inválido!

Se sentía tan abatido, que las lágrimas empezaron a fluir libremente por sus mejillas.

Como ocurría siempre que se topaba con demonios y monstruos más poderosos que él, su pensamiento corrió al lado de Tripitaka. En los momentos más difíciles era cuando más le echaba de menos.

—¡Oh, maestro! —gritó a plena voz—. ¡Cuántas montañas he traspuesto a vuestro lado desde aquel tiempo ya lejano en el que me dejé convencer por la Bodhisattva Kwang-Ing para que abrazara la fe y siguiera vuestros pasos! ¡A cuántos monstruos, incluidos Ba-Chie y el Bonzo Sha, hemos derrotado juntos desde el instante mismo en que me vi libre del castigo celeste! En nada tuve el esfuerzo y las privaciones con tal de alcanzar con vos el Oeste y conseguir, así, los frutos de la virtud. Poco anticipaba yo entonces que iba a terminar mis días encerrado en este jarrón por mis propios errores, y vos vagando sin rumbo por estas montañas. ¿Es posible que esta horrenda prueba que estoy padeciendo sea el pago por alguna ofensa que en su día cometí?

Durante mucho tiempo continuó lamentándose con razones parecidas. Después se detuvo de pronto y exclamó, esperanzado:

—Ahora que recuerdo, al pasar por la Montaña de la Culebra Enroscada[2], la Bodhisattva me regaló tres pelos capaces de salvar la vida de cualquiera. Me pregunto si aún los tengo conmigo.

Se palpó a toda prisa el cuerpo y descubrió que los tenía pegados en la nuca.

Alborozado, volvió a decirse:

—¡No cabe duda! ¡Son éstos! Los míos poseen una suavidad mayor al tacto.

Apretando los dientes para que no le doliera tanto, se arrancó los tres pelos y, tras exhalar sobre ellos una bocanada de aire sagrado, gritó:

—¡Transformaos! —y al instante uno de ellos se convirtió en una piedra de taladrar, el segundo se metamorfoseó en una caña de bambú y el tercero tomó la forma de una cuerda de algodón.

Dobló a continuación la caña y ató sus extremos con la cuerda, de tal manera que parecía un arco de cazador. Ajustó a él la piedra y lo tensó con todas sus fuerzas, antes de volverlo contra el fondo del jarrón. Se oyó un golpe seco y la luz se filtró por una pequeña hendidura.

—¡Me bastará para salir de aquí! —se dijo loco de contento.

En el momento en el que se disponía a metamorfosearse de nuevo, sintió que el interior del jarrón volvía a bajar considerablemente de temperatura. La razón era que, al hacer un agujero en su base, se escaparon las fuerzas del yin y el yang. Tras recuperar los tres pelos, el Gran Sabio redujo el cuerpo de tal forma, que quedó convertido en un Pequeño grillo del grosor de una cerda y del tamaño de una ceja de tres días. De esa forma, no le resultó difícil abandonar su prisión, pero en vez de abandonar la caverna, dio un salto y fue a posarse en la cabeza del demonio de más edad. La bestia estaba bebiendo tan contenta, cuando, de pronto, bajó la copa y dijo, dirigiéndose al tercer diablo:

—¿Crees que se habrá derretido ya el Peregrino Sun?

—Ha transcurrido ya más tiempo del necesario, ¿no te parece? —contestó el tercero de los demonios y ordenó que pusieran el jarrón encima de la mesa.

Los treinta y seis diablillos fueron inmediatamente a por él, pero, cuando vieron que apenas pesaba nada, gritaron, muy asustados:

—¡El jarrón se ha tornado tan liviano como una pluma!

—¡Eso es imposible! —exclamó el demonio de mayor edad—. Sabéis bien que nuestro tesoro está formado por una conjunción perfecta de las fuerzas del yin y el yang. ¿Cómo va a haber perdido, de pronto, su peso?

—Si no lo queréis creer —replicó uno de los diablillos, cogiéndolo él solo y llevándolo hasta la mesa—, aquí tenéis la prueba.

Consumido por la ansiedad, el demonio quitó la tapa y miró dentro. No le fue difícil descubrir un pequeño puntito de luz en el fondo y gritó, visiblemente alarmado:

—¡El jarrón está totalmente vacío!

—Y yo estoy aquí —dijo el Gran Sabio a pleno pulmón, sin poderse contener.

—¡Se ha escapado! —gritaron, a su vez, los otros demonios—. ¡Cerrad inmediatamente las puertas!

El Peregrino sacudió ligeramente el cuerpo y, tras recuperar las ropas, tomó la forma que le era habitual y, de dos saltos, salió de la caverna, advirtiéndoles:

—No tratéis de hacer nada en mi contra, porque el jarrón tiene un agujero y ya no puede contener a ningún hombre. Para lo único que sirve es de orinal —y, elevándose por encima de las nubes, se dirigió hacia el lugar donde había dejado al monje Tang.

En aquel mismo momento el maestro estaba orando, vuelto hacia el cielo y usando puñados de polvo a manera de incienso. Al verlo, el Peregrino detuvo su carrera y se puso a escuchar lo que estaba diciendo. El maestro tenía las manos cruzadas a la altura del pecho y estaba dirigiendo a los cielos la siguiente plegaria:

—Ruego a todos los inmortales que habitan entre neblinas sagradas, a los devas y a los Dioses de la Luz y de las Tinieblas que protejan en todo momento a mi muy querido discípulo, el Peregrino, y le concedan unos poderes mágicos que todo lo allanen.

Al oírlo, el Gran Sabio se sintió profundamente conmovido y, descendiendo de lo alto, se acercó a él y dijo:

—Acabo de llegar, maestro.

—¡Qué mal has tenido que pasarlo, Wu-Kung! —contestó el maestro, tomándole, aliviado, de la mano—. No he dejado de preocuparme desde el momento en que te vi adentrarte en la montaña. Dime qué peligros nos aguardan camino adelante.

—Mi misión —respondió el Peregrino— se ha visto coronada esta vez por el éxito, primero porque las gentes de las Tierras del Este son dignas de nuestros esfuerzos, segundo porque las virtudes que os adornan son ilimitadas y tercero porque mis poderes mágicos no tienen nada que envidiar a los de nadie.

Contó a continuación cómo se había hecho pasar por un Pequeño Cortador de Viento, cómo había sido encerrado en el interior del jarrón y cómo había conseguido escapar.

—Ahora que puedo volver a contemplar, una vez más, vuestro rostro —terminó diciendo—, me siento como si hubiera concluido una reencarnación más.

—¿No has luchado con los monstruos? —preguntó el maestro, después de darle las gracias.

—No —contestó el Peregrino—. No ha sido necesario.

—En ese caso —concluyó el maestro—, no podemos seguir adelante con todas las garantías.

—¿Qué queréis decir con eso? —replicó el Peregrino, perdiendo la paciencia y hablando más alto de lo debido.

—Que nadie nos asegura que no vayan a lanzarse contra nosotros —explicó el maestro—. Todo este asunto me parece un tanto confuso. ¿Cómo quieres que me arriesgue a caer en sus manos?

—¡Qué poco observador sois! —exclamó el Peregrino, soltando la carcajada—. Como muy bien afirma el proverbio, «un hilo no forma un ovillo, de la misma forma que, para aplaudir, se requieren dos manos». ¿Cómo iba a luchar contra esos monstruos, si ellos eran tres y estaban protegidos por miles y miles de diablillos?

—Lo menos nunca puede acabar con lo más —sentenció el maestro—. Comprendo que tú solo no puedes enfrentarte con tantos, pero Ba-Chie y el Bonzo Sha pueden echarte una mano. Les voy a decir que te acompañen, así podrás librar de monstruos toda la región y no nos encontraremos con sorpresas desagradables.

—Eso es verdad —reconoció el Peregrino, pensativo—. De todas formas, el Bonzo Sha debería quedarse aquí para protegeros. Si quiere, Ba-Chie puede venir conmigo.

—Ahora eres tú el que no te muestras muy observador que digamos —se apresuró a decir Ba-Chie, visiblemente preocupado—. Mis poderes no son muchos y mi manera de comportarme no puede ser más tosca. Poseo, además, un cuerpo tan gordo, que, hasta cuando ando, el viento me impide desenvolverme con rapidez. Opino, por tanto, que, más que de ayuda, voy a servirte de estorbo.

—Por muy pocos poderes que tengas, eres una persona como yo y eso me basta —replicó el Peregrino—. Como muy bien suele decirse, hasta los pedos son aire. Por lo menos puedes darme ánimos, ¿no?

—Está bien —concluyó Ba-Chie—. Lo único que espero es que te preocupes por mí, cuando las cosas se pongan difíciles, y no me dejes en ridículo con tus bromas.

—No tomes riesgos innecesarios, Ba-Chie —le aconsejó el maestro—. El Bonzo Sha y yo nos quedaremos aquí.

El Idiota se animó en seguida y, remontándose por encima del viento, se internó en la montaña a lomos de una nube, acompañado por el Peregrino. No tardaron en llegar a la puerta de la caverna. Estaba firmemente cerrada y no se veía a nadie por sus inmediaciones. El Peregrino se acercó a ella con su temible barra de hierro en las manos y gritó con voz potente:

—¡Abrid la puerta, de una vez, y salid a luchar con el Rey Mono!

Los diablillos corrieron a informar de lo ocurrido a los demonios, el más viejo de los cuales comentó, desalentado:

—Hoy hemos sabido que los rumores que circulaban sobre ese Peregrino se quedaban cortos.

—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó el segundo demonio.

—Cuando esta mañana se presentó aquí, haciéndose pasar por un Pequeño Cortador de Viento —contestó el demonio de mayor edad—, fuimos incapaces de reconocerle. Fue una suerte que nuestro tercer hermano se diera cuenta del engaño y se las arreglara para meterle en el jarrón. Eso, sin embargo, no sirvió de mucho, porque consiguió hacer un agujero en nuestro preciado tesoro y escapó delante de nuestras propias narices, tan bien vestido como había entrado. Ahora está ahí fuera retándonos a un combate. ¿Quién puede desear enfrentarse a un guerrero tan formidable?

Ninguno de los presentes se atrevió a contestar. El demonio volvió a repetir la pregunta, pero nadie osó responderla. Todos los moradores de la caverna parecían haberse vuelto mudos y sordos. Eso enfureció de tal manera al demonio, que, poniéndose de pie, exclamó:

—¡Estamos perdiendo el honor! ¿Es que no comprendéis que vamos a ser la irrisión de cuantos transitan por el camino que conduce al Oeste? Por muy poderoso que sea el Peregrino Sun, nuestro deber es enfrentarnos a él y tratar de lavar la afrenta que nos ha infligido esta mañana. Si vosotros no os atrevéis, seré yo quien mida mis armas con las suyas. Bastará con tres asaltos. Si consigo resistirle todo ese tiempo, podremos saborear la carne del monje Tang. De lo contrario, les abriremos los brazos y les permitiremos proseguir tranquilamente su camino.

Sin pérdida de tiempo se puso la armadura y, abriendo de par en par las puertas, salió de su refugio, Con sólo mirarle, Ba-Chie y el Peregrino comprendieron que se trataba de un auténtico monstruo. Traía cubierta la cabeza, dura como el acero, con un casco cubierto de pedrería, del que colgaban unas cintas de muchos y vivos colores. Sus ojos brillaban como rayos; los mechones de pelo que coronaban sus sienes, alborotados como las aguas del mar durante una tormenta, poseían una tonalidad tan rojiza, que parecían auténticas llamas. Sus zarpas, ágiles y bien afiladas, daban la impresión de estar hechas de plata y no desdecían en nada de la ferocidad de sus dientes, tan abundantes como los de una sierra. Protegía su pecho una armadura de oro puro y traía ceñida la cintura con una faja, que representaba la cabeza de un dragón. En las manos llevaba una cimitarra de un acero tan puro, que no existía otra igual en el mundo. Se sentía tan seguro con ella, que la agitó, antes de preguntar con auténtica voz de trueno:

—¿Quién es el osado que ha llamado a mi puerta?

—Tu respetable papá —contestó el Peregrino—, el Gran Sabio, Sosia del Cielo.

—¡Así que tú eres el Peregrino Sun! —exclamó el demonio, soltando la carcajada—. ¡Maldito mono! ¿Cómo te atreves a venir a retarme, cuando yo no he movido ni un solo dedo contra ti?

—Como muy bien afirma el proverbio —respondió el Peregrino—, «las olas sólo se embravecen, cuando soplan los vientos, y las aguas se amansan, cuando la marea está baja». ¿Crees que, si realmente no me hubieras provocado, habría venido a medir mis armas con las tuyas? Si me he decidido a hacerlo, ha sido porque ha llegado a mis oídos que habéis planeado devorar a mi maestro.

—¿A qué vienen tantas amenazas? —se burló el demonio—. ¿Quieres decir con tanta palabrería que estás dispuesto a luchar?

—Así es —confirmó el Peregrino.

—¡Deja de actuar con tanta insolencia! —bramó el demonio—. Sabes muy bien que no tendría más que dar una orden para que salieran mis legiones de diablillos con sus tambores, sus banderas y sus estandartes. Pero no quiero abusar de ti y comportarme como el tigre que conoce su terreno. Deseo enfrentarme contigo cara a cara, sin otra ayuda que mis propias fuerzas.

—Quédate a un lado y no te metas para nada —dijo el Peregrino, volviéndose hacia Ba-Chie—. Vamos a ver qué tal se defiende ese vejestorio.

El Idiota asintió con la cabeza y se apartó de su hermano.

—Acércate, que voy a afilar mi espada en tu cabeza —gritó el demonio en tono de burla—. Si es capaz de resistir tres golpes de mi cimitarra, dejaré pasar al monje Tang; de lo contrario, ya puedes entregármelo, para que me lo coma.

—¡Maldito monstruo! —bramó el Peregrino, enfurecido—. Si tienes papel y tinta en tu caverna, ya puedes ir firmando lo que acabas de decir. Te aseguro que, aunque te tires un año entero golpeándome la calva con tu acero, no vas a conseguir hacerme ni un solo rasguño.

El demonio asentó firmemente los pies sobre el suelo, levantó la cimitarra con las dos manos por encima de su cabeza y la dejó caer con fuerza sobre el Gran Sabio. Para demostrar que no temía sus golpes, el Peregrino no se encogió, sino que estiró el cuello cuanto pudo. Se oyó un golpe tremendo, pero la piel de su cabeza ni siquiera enrojeció.

Asombrado, el demonio exclamó:

—¡Qué cogote más duro tiene este mono!

—¿No comprendes que ni en el Cielo ni en la Tierra existe una sola criatura con la cabeza de bronce y la coronilla de acero, como las mías? —replicó el Peregrino, sonriendo con malicia—. No hay mazo ni hacha capaz de hacerle mella. ¿Cómo podía ser de otra forma, si el mismo Lao-Tse no consiguió derretirla? Las estrellas de la Osa Mayor supervisaron su forja, que fue realizada por las Veintiocho Moradas Celestes. Nada puede destrozarla, porque posee una capa de tendones tan fuertes como maromas. Por si esto no bastara, el monje Tang le ha añadido una diadema de oro.

—¡Déjate de decir bravuconadas y prepárate para recibir el segundo golpe! —le urgió el monstruo—. Ten por seguro que esta vez no vas a salir con vida.

—¿Qué forma de hablar es ésa? —se burló el Peregrino—. Me conformo con que no te des por vencido.

—Se ve que no sabes que el acero de mi cimitarra fue forjado por herreros celestes después de un largo proceso de refinamiento. La finura de su hoja se ajusta perfectamente a las exigencias más estrictas de la ciencia militar. Su corte es tan afilado, que es capaz de seccionar el rabo a una mosca y de partir por la mitad a una serpiente, sin que se note el corte. No en balde ha sido purificada de cien maneras distintas y bruñida miles de veces con el roce demoledor de las mareas. Aunque se conserva en el sereno interior de una caverna, se muestra implacable con sus enemigos en el campo de batalla. Para demostrártelo, no tienes más que agachar esa espléndida calva de monje que tú tienes y dejar que te la parta en dos, como si fuera una vulgar calabaza.

—¡Este monstruo está ciego del todo! —se burló el Peregrino, soltando la carcajada—. ¡Mira que confundir mi cabeza con una calabaza! En fin, allá tú. No pierdas el tiempo y descarga el golpe, de una vez.

El demonio volvió a levantar la cimitarra y el Peregrino se aprestó a recibir el castigo.

El ruido del encontronazo fue terrible, pero esta vez la cabeza se multiplicó por dos y apareció una copia exacta del Gran Sabio, dando vueltas por el suelo, como si la hubiera afectado el golpe. Aterrado, el demonio dio un paso hacia atrás.

—Lo que debía hacer esa bestia —comentó Ba-Chie, soltando la carcajada— era descargar un nuevo golpe, a ver si conseguía multiplicarle por cuatro.

—Había oído comentar que eras un maestro en el arte de la división corporal —afirmó el demonio, dirigiéndose al Peregrino—. Pero ¿quieres decirme por qué lo has empleado conmigo?

—¿Qué quieres decir con eso de la división corporal? —replicó el Peregrino.

—¿Por qué no hiciste ningún movimiento, cuando te asesté el primer golpe y te has convertido en dos personas, después de recibir el segundo? —preguntó, ansioso, el monstruo.

—No te asustes —respondió el Gran Sabio, riéndose—. Si estás dispuesto a descargar sobre mí diez mil golpes, ten la seguridad de que me multiplicaré por ese mismo número.

—No discuto que seas capaz de dividir tu cuerpo tantas veces como quieras —objetó el demonio—, pero dudo que puedas recuperar todas esas porciones y volver a ser, simplemente, uno. Si lo haces, prometo dejarte darme un golpe con tu barra.

—No, no. Nada de eso —replicó el Gran Sabio—. Dijiste que ibas a atizarme tres veces con la cimitarra y sólo lo has hecho dos. Si accediera a tu ruego y te diera, no digo ya un golpe entero, sino sólo medio, dejaría de apellidarme Sun.

—¡Bien dicho! —exclamó el demonio.

El Gran Sabio se abrazó, entonces, a su otro yo y al instante se convirtió en una única persona. Como quien no quiere la cosa, cogió la barra de hierro y la dejó caer con fuerza sobre el viejo demonio, que desvió el golpe, levantando a tiempo la cimitarra.

—¡Maldito mono! —exclamó, enfurecido—. ¿Cómo puedes ser tan poco respetuoso con las normas? ¿Crees que está bien tratar de matar a alguien delante de su misma puerta?

—La culpa no es mía —se defendió el Gran Sabio—. Antes de pedirme que te golpeara con esta barra, deberías haberte informado de las cualidades que la han hecho famosa tanto en el cielo como en la tierra.

—¿A qué cualidades te refieres? —inquirió el demonio.

—El acero del que está hecha —explicó el Peregrino— ha sido refinado más de nueve veces[3] y fue forjado por el mismo Lao-Tse en persona. Eso explica que el rey Yü la llamara «tesoro sagrado» y la usara para determinar la profundidad de los ocho ríos y los cuatros mares. Sobre ella fueron calculadas las órbitas de los mares y los planetas, motivo que explica que sus dos extremos sean de oro. Las inscripciones que contiene son tan profundas, que los espíritus y los dioses se sienten incapaces de descifrarlas. Toda la ciencia de los dragones y los fénix se encuentra, de hecho, escrita en ella. Eso explica que en un principio fuera conocida por el nombre de Barra del Misterioso Yang. Durante mucho tiempo permaneció escondida en el fondo del mar, ignorada su existencia totalmente por los hombres. Ella manifestó sus deseos de escapar de aquel enclaustramiento de milenios, emitiendo una vivísima luz de muchos colores. Sólo yo fui capaz de cargar con ella y de llevarla a la montaña en la que habitaba, probando allí sus extraordinarios poderes metamórficos. A veces la obligaba a adquirir el grosor de un tambor, mientras que otras apenas sí era mayor que un simple hilo de acero. Se alargaba y se acortaba, según yo quisiera. Era tanta su versatilidad, que lo mismo parecía la Montaña del Sur que un humilde alfiler. Al agitarla, emitía luces de colores, que, al contrario que los rayos, ascendían hacia el cielo, levantando un aire frío y tan penetrante como el viento invernal. En un principio la utilicé para domar tigres y dragones, recorriendo todos los rincones de la tierra. Llegué, incluso, a sumir en la confusión más absoluta el Palacio Celeste, impidiendo la celebración del Festival de los Melocotones Inmortales. Eso provocó las iras del Emperador de Jade, que envió contra mí al devaraja. Difícil tarea se le asignó a Nata. Los dioses probaron el sabor de esta barra y huyeron, despavoridos, en busca de refugio. No fueron uno ni dos, sino cien mil los soldados celestes que se dieron a la fuga. Eso me movió a llevar la lucha hasta el mismísimo Palacio de la Luz Perfecta, de donde expulsé a los consejeros y funcionarios celestes, tan desconcertados como soldados bisoños. No me fue difícil derribar con mi barra el Templete de la Osa Mayor, suerte que también siguió el Palacio del Polo Sur. Asustado por su irresistible potencia, el Emperador de Jade solicitó la ayuda de Tathagata, que terminó poniendo fin a mis desmanes. Para un guerrero de mi talla la victoria y la derrota son cosas con las que siempre debe contar, pero, si hay algo que no puede soportar, es el retiro forzoso. El mío duró más de quinientos años, confinado en la raíz de una montaña. Afortunadamente la Bodhisattva Kwang-Ing de los Mares del Sur acudió en mi ayuda. Me confió que en la gran corte de los Tang vivía un monje, que había hecho a los Cielos una extraordinaria promesa: ir a la Montaña del Espíritu en busca de las escrituras sagradas, con el fin de liberar a los espíritus que moraban en la Ciudad de la Muerte. Me hizo saber, asimismo, que el camino hacia el oeste estaba infestado de demonios y monstruos, cuya maldad hacía prácticamente imposible el viaje. Consciente de que no existía en el mundo otra barra como la mía, me suplicó que sirviera de guía a ese monje y le ayudara a llevar a buen término su empresa. Los malvados que tenían la osadía de enfrentarse con ella viajaban de inmediato al Reino de las Sombras con los huesos destrozados y la carne macerada. Son incontables los monstruos que han perecido bajo su peso, calculándose sus victorias en cientos de miles. No existe, en efecto, otra barra como ésta, que haya derribado el Templete de la Osa Mayor en las Regiones Superiores y haya devastado el Palacio de las Sombras en las Inferiores. Sólo ella ha sido capaz de perseguir en los Cielos a los Nueve Planetas y de herir de muerte en la Tierra al juez que a todos convoca. Su destino es dominar las montañas y los ríos, desplegando un poder superior al de los dioses por proteger de todo peligro al monje Tang.

Al oírlo, el demonio se puso a temblar de miedo. Aun así, sabía que estaba en peligro su honor y, sin pensar para nada en su vida, blandió con fiereza la cimitarra. Sin dejar de sonreír, el Rey Mono desvió el golpe con un simple movimiento de la barra de los extremos de oro. La lucha se desarrolló al principio a las puertas mismas de la caverna, pero poco a poco los dos contendientes se fueron elevando por los aires. El combate adquirió, en seguida, proporciones heroicas. No podía esperarse otra cosa de una barra que había servido para fijar la profundidad del Río Celeste y que había recibido el calificativo de complaciente. El demonio, por su parte, desplegó unos impresionantes valores tácticos, que en nada tenían que envidiar a los del Gran Sabio. Su manera de manejar la cimitarra no podía ser, en efecto, más perfecta, haciendo imposible que su adversario pudiera adquirir alguna ventaja. ¿Cómo podía destacarse sobre las nubes quien se había mostrado incapaz de alcanzar la victoria al nivel del suelo? Los dos luchadores echaron mano de sus amplísimos conocimientos mágicos, cambiando continuamente de aspecto y de tamaño, según lo exigiera el desarrollo de la batalla.

Guerrearon sin descanso hasta que las nubes se amontonaron sobre el cielo y la neblina desdibujó los contornos de todo lo que yacía sobre la tierra. Su entrega no podía ser más absoluta, deseoso, uno, de devorar a Tripitaka y empeñado, otro, en proteger al monje Tang de todos los peligros que le acechaban. A causa de los escritos de Buda, el bien y el mal quedaron claramente delimitados y se enzarzaron en una feroz batalla.

Más de treinta asaltos disputaron el demonio y el Gran Sabio, sin que ninguno de los dos obtuviera una ventaja apreciable. Al ver Ba-Chie desde abajo que la batalla se encontraba tan igualada, se negó a seguir con los brazos cruzados y, montándose en el viento, se elevo hacia lo alto. Cuando llegó a la altura del demonio, levantó el rastrillo con las dos manos y lo dejó caer con una fuerza tremenda sobre su rostro. El diablo cayó presa del pánico. De hecho, no sabía si Ba-Chie era un oportunista o un luchador de auténtica talla, pero, al ver el desmesurado tamaño de sus orejas y su morro, pensó que se trataba de alguien con una fuerza descomunal y huyó, despavorido.

—¡Persíguele! —gritó el Gran Sabio, viendo que se había desprendido de su cimitarra—. ¡No le dejes escapar!

Envalentonado por esos gritos, el Idiota levantó en alto el rastrillo y corrió detrás del demonio. La pendiente no tardó en hacerse más pronunciada y la huida se tornó mucho más penosa. El demonio se volvió entonces cara al viento y, recobrando la forma que le era habitual, abrió de par en par sus enormes fauces con el ánimo de tragar u Ba-Chie.

El Idiota sintió tal terror, al verlo, que se lanzó de cabeza sobre unos arbustos que había junto al camino, sin importarle que estuvieran totalmente cubiertos de espinas ni que pudieran hacerle unos terribles arañazos en la cara. Sin atreverse a levantar la cabeza, se acurrucó contra el suelo y se quedó tan quieto como si estuviera muerto, a la espera de lo que pudiera ocurrir. El Peregrino no tardó en aparecer. Al verle, el monstruo volvió a abrir su gigantesca boca, sin sospechar siquiera que eso era precisamente lo que andaba buscando el Gran Sabio. Guardando a toda prisa la barra de hierro, el Peregrino se metió, gustoso, en las fauces del monstruo, que le tragó con una facilidad pasmosa. El Idiota se quedó tan aterrado, que sólo pudo murmurar:

—¡Qué estúpido has sido! ¿Por qué no te diste la vuelta, cuando viste que esa bestia quería devorarte? ¡No comprendo cómo has podido seguir corriendo! Es posible que dures un día entero dentro de su estómago, pero nadie te libra de que mañana mismo seas un montón de despojos.

Sólo cuando el demonio hubo abandonado, triunfante, el campo, se atrevió el Idiota a salir de entre los arbustos. Tripitaka y el Bonzo Sha estaban esperándole justamente en el mismo punto en el que los había dejado. Al verle regresar cabizbajo y con la respiración completamente alterada, Tripitaka le preguntó, alarmado:

—¿Qué ha ocurrido para que te muestres tan abatido? ¿Dónde está Wu-Kung?

—Se lo ha tragado el monstruo —contestó Ba-Chie, sin poder contener las lágrimas.

Al oírlo, Tripitaka se cayó desmayado al suelo. Sólo al cabo de cierto tiempo empezó a darse golpes en el pecho y a patear con desesperación el polvo, al tiempo que decía:

—¿Cómo has podido fenecer a manos de un monstruo como ése? Yo te tenía por una persona experta en derrotar diablos, con la que no tendría ninguna dificultad en alcanzar el Paraíso Occidental y presentar mis respetos a Buda. ¿De qué sirven ahora todos los méritos que hemos acumulado a lo largo de nuestro viaje? ¡Se han convertido en algo tan inconsistente como el polvo!

En vez de tratar de animar al maestro, que, de pie a su lado, se lamentaba por la pérdida de su discípulo más antiguo, el Idiota levantó la voz y ordenó al Bonzo Sha:

—Trae el equipaje y dividámoslo en dos partes iguales.

—¿Para qué quieres hacer semejante cosa? —preguntó el Bonzo Sha, sorprendido.

—En cuanto lo hayamos hecho —contestó Ba-Chie—, cada uno seguirá su camino. Tú, por ejemplo, si quieres, puedes regresar al Río de Arena a continuar devorando a todo el que pase por allí. En lo que a mí respecta, tengo pensado volver en seguida a la aldea de los Gao a buscar a mi esposa. Venderemos el caballo blanco y con lo que saquemos compraremos un féretro para el maestro. Así no tendrá que preocuparse por nada, cuando llegue a viejo.

A pesar de la angustia que le dominaba, al oír semejante desatino el maestro puso el grito en el cielo, suplicando la ayuda de lo alto para poder llevar a cabo su alta misión, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin embargo, del demonio de mayor edad, que consideró como una gran hazaña el haberse tragado, sin más, al Peregrino. Al llegar a la caverna, todos los diablillos acudieron a darle la bienvenida, preguntándole qué tal había resultado el combate.

—No ha podido irme mejor —contestó él, ufano—. He atrapado, incluso, a uno de esos monjes.

—¿A cuál de ellos has capturado? —inquirió, fuera de sí de contento, el segundo demonio.

—He logrado tragarme ni más ni menos que al Peregrino Sun —explicó el demonio de mayor edad.

—¿Que te has tragado al Peregrino Sun? —repitió, horrorizado, el segundo demonio—. ¿Acaso no sabes que es indigerible?

—Efectivamente —confirmó el Gran Sabio desde dentro—. No hay estómago que pueda digerirme. Pero no te preocupes. Conmigo aquí dentro, no volverás a tener hambre jamás.

Los diablillos se pusieron a temblar de miedo.

—¡Es terrible! —exclamó el más atrevido—. ¡El Peregrino Sun ha empezado a hablar en el interior de vuestro estómago!

—¿A quién puede importarle semejante cosa? —replicó el demonio de mayor edad—. ¿Creéis que, después de devorarle, no voy a saber cómo acabar con él? Id a hervir inmediatamente un cántaro de agua salada. En cuanto haya llegado a mi estómago, saldrá disparado como una flecha y, después de freírle a fuego lento, nos lo comeremos con vino.

Los diablillos no tardaron en aparecer con media cazuela de agua salada, recién apartada del fuego. El demonio se la bebió sin pestañear. Después abrió la boca, esperando que el Peregrino saliera dando gritos de un momento a otro, pero el Gran Sabio parecía haber echado raíces en su estómago. Ni siguiera se quejó de la temperatura del agua. Extrañado, el demonio se metió la mano por la garganta y empezó a vomitar, hasta que la vista comenzó a nublársele y se sintió tan mareado como un borracho. ¡Hasta bilis echó por la boca, pero el Peregrino siguió sin dar señales de vida!

Después de descansar un poco, el demonio preguntó, resollando como un carabao en pleno esfuerzo:

—¿Vas a salir o no, Peregrino Sun?

—Me temo que aún es un poco pronto —contestó el Peregrino—. Lo siento mucho, pero no pienso salir.

—¿Puede saberse por qué? —insistió el monstruo.

—Se nota que no eres un demonio muy inteligente que digamos —respondió el Peregrino—. Desde que decidí hacerme monje, he llevado una vida muy penosa y llena de privaciones. Como habrás podido comprobar, mi camisa está un poco raída y empieza a hacer frío por ahí fuera. Tu barriga, por el contrario, está muy calentita y no carece de nada. Es el sitio ideal para pasar el invierno.

—¡Habéis oído! —exclamaron, alarmados, los diablillos—. ¡El Peregrino Sun se ha propuesto pasar en vuestra barriga todo el invierno!

—¡Allá él! —replicó el demonio de mayor edad—. Si es eso lo que desea, me entregaré de lleno a la meditación y, valiéndome de la magia de la hibernación, no probaré ni un solo bocado en todo el invierno. Así se morirá de hambre ese maldito caballerizo de los cielos.

—Se nota que no te distingues precisamente por tu inteligencia, hijito —se burló el Peregrino—. Al principio de nuestro viaje en busca de las escrituras sagradas pasamos por Cantón y allí compre una pequeña sartén, ideal para hacer picadillo de carne[4]. Creo que me voy a divertir bastante cortándote trocitos de hígado, de tripas, de estómago y de pulmones. Eso me ayudará a mantenerme bien alimentadito hasta la primavera.

—¡Ese maldito mono es capaz de hacerlo! —exclamó, horrorizado, el segundo demonio—. ¡Deberías tomar en serio sus palabras!

—Comprendo que le encante el picadillo de carne —comentó el tercer demonio—, pero no me imagino dónde va a hacer el fuego, para poner la sartén.

—¿Cómo que no? —replicó el Peregrino—. En la punta de su esternón, por supuesto.

—¡Eso es horroroso! —exclamó el tercer demonio, volviéndose hacia su hermano mayor—. Cuando el humo te llegue a las narices, no podrás dejar de estornudar.

—Por eso no te preocupes —contestó el Peregrino, soltando una carcajada—. Le haré un agujero en el cráneo con la barra de los extremos de oro y así dispondré a la vez de claraboya y de chimenea.

Al oír eso, el demonio de más edad se puso a temblar de miedo, pero siguió dándoselas de valiente y trató de tranquilizar a sus dos hermanos, diciendo:

—No os preocupéis. Unas cuantas copas de vino medicinal acabarán con ese dichoso mono. ¿Dónde habéis metido la botella?

—¡Qué no habré probado yo a lo largo de mi existencia! —exclamó para sí el Peregrino—. De hecho, cuando sumí, hace aproximadamente quinientos años, en una total confusión los Cielos, me alimenté con el elixir de Lao-Tse, bebí el vino del Emperador de Jade, di buena cuenta de los melocotones de Wang-Mu-Niang-Niang y probé de todos los manjares que tenía dispuestos para la fiesta. Por cierto, los platos más corrientes estaban hechos con hígado de dragón y médula de fénix. Dudo mucho que ese vino medicinal pueda hacerme el menor efecto.

Los diablillos no tardaron en regresar con dos pellejos de vino. Llenaron una copa hasta el borde y se la entregaron al demonio. Su aroma era tan intenso, que, a pesar de estar encerrado en el vientre de la bestia, el Gran Sabio lo percibió, en cuanto tocó el cristal de la copa.

—Es mejor que no se lo deje probar —pensó el Peregrino y, girando levemente la cabeza, transformó la boca en un embudo, que colocó justamente debajo de la garganta del demonio. De esa forma, cuando éste se llevó la copa a los labios, el Peregrino no tuvo ninguna dificultad en beberse su contenido. Lo mismo ocurrió con la segunda copa: el demonio la saboreó, pero fue el Peregrino el que disfrutó de ella.

Después de repetir la operación siete u ocho veces seguidas, el diablo se dio finalmente por vencido y, poniendo la copa sobre la mesa, exclamó:

—¡Qué cosa más rara! Antes me bastaba con dos copas para sentir el estómago ardiendo. Acabo de tomarme siete u ocho y ¡ni siquiera tengo la cara colorada! Creo que lo mejor será que no beba más.

Desgraciadamente el Gran Sabio no era muy buen bebedor y, en cuanto hubo tomado las siete u ocho copas, se sintió tan animado, que empezó a dar saltos y cabriolas dentro de la barriga del monstruo. No se limitó, sin embargo, sólo a eso, sino que, agarrándose del hígado, comenzó a columpiarse y a dar patadas, como si se hallara subido a un árbol. El dolor era tan insoportable, que el demonio se dejó caer al suelo y se puso a revolcarse, como si hubiera perdido la razón.

De momento no sabemos si murió o no. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.