CAPÍTULO LXXVIII
Un solo pensamiento es capaz de hacer surgir toda una legión de demonios. Es preciso, pues, educar la mente para que eso nunca suceda. Pero ¿cómo conseguirlo? Procura desprenderte de toda impureza y refina sin cesar la obstinación de tu cuerpo, hasta hacer desaparecer la fuente de toda causa. Es preciso alcanzar una quietud absoluta. No tengas inconveniente en apartar de tu lado a todos los diablos con los que te encuentres. Salta por encima de los lazos y las trampas que te acechan y tendrás la seguridad de que, cuando te hayas purificado, te elevarás hasta el mismísimo Gran Dosel[1].
Decíamos que el Gran Sabio Sun, después de hacer cuanto estaba de su mano para liberar al monje Tang, consiguió la ayuda de Tathagata y, de esa forma, logró finalmente derrotar a los demonios. Cuando todo hubo concluido, Tripitaka y sus discípulos abandonaron el Reino del Camello-León y prosiguieron su viaje en dirección oeste. Después de varios meses volvió a hacerse presente el invierno. En las cumbres de las montañas ciruelos de color de jade mostraban, orgullosos, el verdor de sus ramas, mientras el agua de los lagos se iba cubriendo, poco a poco, de una fina capa de hielo.
Los árboles de hojas rojizas y vistosas se habían ido quedando desnudos, al tiempo que los pinos intensificaban el tono verdoso de sus copas. Las escarchas habían empezado ya a secar los pastos y el color pálido de las nubes anunciaba la inminencia de una tormenta de nieve. El frío se había apoderado de todo el paisaje, mientras un aire gélido penetraba por las ropas de los caminantes hasta alcanzar los tendones y los huesos. Sin hacer caso de los vientos helados continuaron adelante, descansando bajo el techo de la lluvia y alimentándose de la fuerza de la brisa. Pronto avistaron otra ciudad y, volviéndose hacia Wu-Kung, Tripitaka preguntó:
—¿Qué clase de lugar es aquél?
—Lo sabremos cuando lleguemos a él —contestó el Peregrino—. Si se trata de uno de los reinos del Oeste, tendremos que sellar nuestros documentos de viaje. Si, por el contrario, no es más que un distrito o una prefectura, seguiremos adelante sin necesidad de detenernos.
No había acabado de decirlo, cuando se encontraron a las mismas puertas de la ciudad.
Tripitaka desmontó del caballo y traspusieron la muralla exterior. No tardaron en encontrar a un viejo soldado acurrucado contra una pared para defenderse mejor del viento y durmiendo sin otro techo que el mismo sol. El Peregrino se acercó a él y le sacudió ligeramente el hombro. El anciano se desperezó pesadamente. Al verle, pestañeó como si no diera crédito a lo que veían sus ojos y, echándose rostro en tierra, empezó a golpear el suelo con la frente, al tiempo que decía:
—Honorable señor, sed bienvenido.
—¿A qué viene tanto alboroto? —preguntó el Peregrino—. Yo no soy ningún espíritu. ¿Se puede saber por qué me llamas honorable señor?
—¿Es que no sois un dios del trueno? —inquirió el anciano soldado, redoblando sus golpes de frente contra el suelo.
—Por supuesto que no —respondió el Peregrino—. No soy más que un monje procedente de las Tierras del Este que se dirige hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras. Si te he despertado, ha sido para que me digas cómo se llama esta comarca.
Sólo entonces pareció tranquilizarse un poco el soldado. Bostezó como pudiera hacerlo un caballo y, después de desperezarse una vez más, contestó:
—¡Oh!, perdonadme. Este lugar se llamaba antes el Reino de Bhiksu, pero ahora se le conoce por el nombre de la Ciudad de los Jóvenes Maestros.
—¿Habita un rey en esta ciudad? —volvió a preguntar el Peregrino.
—Por supuesto que sí —confirmó el viejo soldado. El Peregrino se volvió entonces hacia el monje Tang y le informó:
—Este sitio era conocido antes como el Reino de Bhiksu, pero ahora se denomina de los Jóvenes Maestros. Desconozco a qué obedece semejante cambio.
—¡Qué raro! —exclamó el monje Tang, sorprendido—. Entre Bhiksu y Jóvenes Maestros no existe la menor relación.
—Probablemente sea debido a que el anterior soberano se llamaba Bhiksu y, al morir, dejó el trono a un príncipe más joven que él —opinó el Peregrino—. Eso explica que ahora se llame de esa forma.
—¡Tonterías! —exclamó Tripitaka—. Entremos, de una vez, en la ciudad y veamos qué es lo que podemos averiguar al respecto.
—Me parece muy bien —opinó el Bonzo Sha—. Ese viejo soldado no parece muy inteligente que digamos. A lo mejor no se ha recuperado todavía del susto que le ha dado nuestro hermano. Está claro que de él no vamos a sacar nada nuevo.
Antes de llegar a las calles propiamente dichas, hubieron de trasponer tres puertas abiertas a un nivel diferente. Todos los habitantes de la ciudad parecían muy atractivos y vestían de una forma elegante en extremo. De las tiendas de licores salían estruendosas canciones y voces a cual más alta. Las posadas y las casas de té estaban pintadas de colores chillones que no desdecían en nada del alboroto que reinaba en su interior. Los negocios parecían florecer de una forma extraordinaria, percibiéndose un aire de prosperidad en cada uno de los puestos que abarrotaban los mercados. En ellos, un gentío tan enorme que hacía pensar inmediatamente en un hormiguero traficaba sin descanso en bordados y oro. Por mor de la pura ganancia, allí parecía comerciarse con todo. ¡Con qué gestos tan solemnes se cerraban los tratos! La prosperidad fluía por los mercados con la misma serenidad que los ríos o un mar en calma. El maestro y los discípulos recorrieron, una tras otra, infinidad de calles. En todas se apreciaban los mismos signos de riqueza y prosperidad, que parecían, en realidad, no tener fin. Pronto empezaron a notar, igualmente, que delante de cada casa había una cerca para gansos.
—¿Habéis visto? —preguntó Tripitaka—. ¿Para qué pondrán cercas para gansos delante de cada casa?
Ba-Chie miró a su alrededor y vio que todas ellas estaban tapadas con cortinas de cinco colores. Eso le hizo exclamar, sonriendo:
—Hoy debe de ser un día propicio para celebrar matrimonios o dar la bienvenida a los amigos. No hace falta más que ver esas cortinas.
—¡Tonterías! —contestó el Peregrino—. ¿Cómo va a celebrar todo el mundo una boda el mismo día? Por fuerza tiene que existir otra razón. Voy a echar un vistazo a ver de qué se trata.
—Es mejor que no lo hagas —le aconsejó Tripitaka, tirando de él—. En cuanto vean la cara que tienes, todo el mundo se echará a correr.
—En ese caso —concluyó el Peregrino—, me metamorfosearé —y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en una pequeña abeja.
No le resultó difícil llegarse hasta una de las cercas y escabullirse entre sus cortinas.
Dentro había un niño sentado. Desconcertado, se dirigió hacia otra cerca y descubrió a otra criatura en la misma posición. De hecho, había niños sentados en las ocho o nueve que inspeccionó. Lo que más le extrañó, de todas formas, es que no hubiera ninguna niña. Algunos estaban jugando, otros lloraban en silencio y otros, finalmente, comían fruta o dormían plácidamente. El Peregrino recobró la forma que le era habitual y, regresando junto al monje Tang, dijo:
—Dentro de esas cercas únicamente hay niños. Los mayores deben de tener alrededor de siete años, mientras que los más pequeños apenas sí llegan a cinco. No comprendo qué pueden estar haciendo ahí.
Tripitaka pareció más desconcertado que antes. Al dar la vuelta a una calle se toparon con un edificio de corte oficial en el que podía leerse: «Pabellón del Departamento de Envíos».
—Entremos ahí dentro y averigüemos algo más sobre este lugar —sugirió Tripitaka—. Es preciso que demos de comer al caballo y que encontremos algún sitio para pasar la noche.
—Me parece muy bien —contestó el Bonzo Sha—. Entremos cuanto antes.
Los funcionarios del pabellón anunciaron su llegada al encargado del departamento, que salió inmediatamente a darles la bienvenida. Después de intercambiar los saludos de rigor y de tomar asiento, el funcionario les preguntó:
—¿De qué tierras sois originarios?
—Este humilde servidor vuestro —contestó Tripitaka— es un enviado del Gran Emperador de los Tang, cuyo reino se encuentra enclavado en las Tierras del Este. Por deseo expreso suyo me dirijo hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas. Deseamos, por tanto, que vuestro soberano nos selle los documentos de viaje, para que podamos seguir nuestro camino, después de disfrutar de vuestra hospitalidad durante una noche.
El responsable del pabellón hizo traer el té y ordenó a sus subalternos que prepararan algo de comer. Después de darle las gracias, Tripitaka le preguntó:
—¿Creéis que podríamos entrevistarnos hoy mismo con vuestro señor, para que nos firmara los documentos de viaje?
—Me temo que es ya un poco tarde para eso —contestó el funcionario—. Esperad hasta mañana y disfrutad de la hospitalidad de este humilde servidor vuestro por una noche.
En cuanto todo estuvo listo, pidió a los invitados que se sentaran a la mesa. Mientras daban cuenta de una espléndida cena vegetariana, un grupo de criados limpiaba con especial esmero las habitaciones reservadas a los huéspedes. Tripitaka volvió a darle efusivamente las gracias y dijo:
—Hay algo que quisiera saber. ¿Tendríais algún inconveniente en explicarme cómo criáis las gentes de por aquí a los niños?
—De la misma forma que no hay dos soles en los Cielos, no existen sobre la Tierra dos principios racionales idénticos —contestó el funcionario—. La crianza de los niños comienza con la fusión del esperma del padre y la sangre de la madre. Tras un espacio de diez meses aproximadamente nace la criatura, a la que es preciso alimentar con leche durante unos tres años, tiempo que tardan en formarse todas sus características corporales. ¿Qué os ha hecho pensar que aquí no estamos al tanto de todo esto?
—A juzgar por lo que acabáis de contarme —respondió el maestro—, las gentes de por aquí no se diferencian gran cosa de las del país del que procedo. Sin embargo, al entrar en la ciudad, he visto que delante de cada casa había una especie de cerca para gansos con un niño dentro. Eso es precisamente algo que no acabo de entender. ¿Tendríais la amabilidad de explicármelo?
—Os aconsejo que no os preocupéis por eso —contestó el funcionario, bajando la voz de tal manera que, más bien, parecía un susurro—. No preguntéis nada al respecto. Es más, no habléis ni siquiera de ello. Lo que tenéis que hacer ahora es descansar, para poder proseguir mañana vuestro camino.
El maestro no se dio por vencido e insistió para que el funcionario le diera una explicación plausible, pero él se negó a hacerlo, sacudiendo la cabeza y agitando significativamente el dedo. Lo único que decía era:
—Poned especial cuidado en no hablar de eso, por favor.
Tripitaka le agarró, entonces, del brazo y se negó a dejarle marchar, preguntando una y otra vez sobre el motivo de tan extraña costumbre. El funcionario no tuvo más remedio que despedir a sus subordinados. Cuando se hubo encontrado solo, hizo la siguiente confidencia en voz muy baja y a la débil luz de las antorchas:
—Ese asunto de las cercas para gansos que acabáis de mencionar está directamente relacionado con la crueldad de la que constantemente suele dar muestras nuestro soberano. ¿Por qué insistís en preguntar sobre ello?
—¿Qué queréis decir con eso? —inquirió Tripitaka—. Es preciso que me ayudéis a comprender todo este asunto, antes de que me retire a descansar.
—Antes —explicó finalmente el funcionario— este lugar era conocido como el Reino de Bhiksu, pero últimamente las canciones que suele cantar la gente[2] han conseguido cambiar ese nombre por el de la Ciudad de los Jóvenes Maestros. Hace aproximadamente tres años llegó a este lugar un anciano disfrazado de taoísta y acompañado por una muchacha de unos dieciséis años con el rostro tan hermoso como el de la Bodhisattva Kwang-Ing. Sin que nadie sepa por qué, se la regaló a nuestro soberano, que, loco de contento, le concedió inmediatamente el título de Reina de la Belleza. Está tan obsesionado con su hermosura, que en todo este tiempo no ha vuelto ni siquiera a mirar a ninguna de las concubinas que habitan en las seis cámaras de los tres palacios. Día y noche se entrega con ella a los juegos del amor, debilitando cada vez más su cuerpo y abandonando totalmente los asuntos de gobierno. Su debilidad ha llegado a tales extremos, que ni fuerzas tiene ya para comer o beber, renunciando prácticamente a todo deseo de seguir viviendo. Los médicos imperiales han tratado, una y otra vez, de hallar un remedio para su mal, pero hasta la fecha no lo han conseguido. Mientras tanto, el taoísta, que se hace llamar a sí mismo el suegro del príncipe reinante, afirma poseer una fórmula secreta capaz de alargar la vida del soberano. El único problema es que tan extraordinario remedio se halla al otro lado del gran océano. Es posible que haya en eso algo de verdad, pues él mismo realizó un viaje, hace ya cierto tiempo, a las Tres Islas y a los Diez Islotes, con el fin de recoger ciertas hierbas. A su vuelta preparó unas cuantas medicinas, pero el muy ladino afirma que, para que surtan su efecto, es preciso tomarlas con un caldo hecho con los corazones de mil ciento once niños. Cuando lo tome, nuestro soberano no sólo sanará, sino que no envejecerá jamás y sus días alcanzarán los mil años. Esos chiquillos que habéis visto dentro de las cercas para gansos son los seleccionados para la matanza. Para eso precisamente se los cuida y se los alimenta. Lo peor del caso es que sus padres ni siquiera se atreven a llorar, para no levantar las iras del rey. La única forma que tienen de airear su frustración es llamando a este lugar la Ciudad de los Jóvenes Maestros. Cuando os dirijáis mañana a la corte, limitaos a solicitar que os sellen el documento de viaje, sin mencionar para nada este asunto. Recordadlo bien —y se retiró a toda prisa.
El maestro estaba tan aterrorizado con lo que acababa de oír, que los huesos se le ablandaron y los tendones perdieron su punto habitual de tensión. Sin poder contener las lágrimas, exclamó:
—¡Rey ciego y sin entrañas! ¿Cómo no caes en la cuenta de que tu enfermedad es el producto de tu propia incontinencia y ansias de placer? ¿Por qué pretendes acabar con la vida de todos esos niños inocentes? ¿Cómo puedes ser tan cruel? Es tal la pena que siento por tu locura, que a punto estoy de perder yo también la vida.
Sobre todo esto disponemos de un poema, que afirma:
Tras olvidarse de las reglas de la virtud, un tirano a punto ha estado de acabar con su vida a causa del desenfreno con el que se ha lanzado en los brazos del placer. Su locura le ha llevado a buscar una vida sin fin en la muerte de unos niños inocentes. Pero su ceguera terminará provocando la ira de los Cielos. Bien lo prevé el monje de corazón tierno y voluntad firme, cuando escucha, aterrado, la historia de tamaño desatino. Incapaz de acallar su pena, el servidor de Buda solloza, tratando inútilmente de ahogar su dolor en lágrimas.
—¿Qué os ocurre, maestro? —preguntó Ba-Chie, acercándose a Tripitaka—. Vos sois de los que siempre cargan con el féretro de los demás y se pasan la vida llorando la muerte ajena. No estéis tan triste, por favor. Recordad lo que afirma el dicho: «Cuando el soberano determina que alguien muera y éste se resiste a hacerlo, se comporta con una deslealtad absoluta». O ese otro, que dice: «Cuando un padre ordena que su hijo perezca y éste se niega a cumplirlo, atenta gravemente contra la piedad filial». Es cierto que ese loco está atentando contra las vidas de sus súbditos, pero ¿qué puede importaros eso a vos? Echaos a dormir y dejad a un lado los problemas de los demás. ¿Para qué preocuparnos de nuestros antepasados?
—¡Qué corazón más duro tienes! —le increpó Tripitaka, sin poder contener las lágrimas—. Los que hemos renunciado a la familia tenemos la obligación de hacer todo el bien que podamos. Por mucho que nos cueste, no podemos cerrar los ojos a las desgracias ajenas. ¿Cómo puede un soberano cometer tales actos de barbarie con su propio pueblo? Jamás había oído decir esa estupidez de que el corazón de los demás es capaz de alargar nuestra propia vida. ¿Cómo no quieres que me lamente por la suerte de esos desgraciados?
—Tratad de controlaros, maestro —le aconsejó el Bonzo Sha—. ¿Por qué no descansáis tranquilamente y esperáis a mañana? Cuando vayamos a sellar los documentos, podemos discutir de todo este asunto con el rey. Si se niega a escucharnos, le haremos ver la clase de suegro cruel que se ha echado a la cara. Lo más seguro es que se trate de un monstruo que se ha inventado toda esta historia con el fin de probar corazones humanos. No me cabe la menor duda de que es así.
—Estoy de acuerdo contigo, Wu-Ching —dijo el Peregrino—. Lo que debéis hacer ahora, maestro, es tratar de descansar. Cuando vayáis mañana a palacio, yo os acompañaré y estudiaré atentamente a ese suegro sin entrañas. Si se trata de un simple hombre, lo más probable es que siga una línea equivocada de doctrina, o no haya comprendido del todo los principios del Tao, o piense erróneamente que sólo las hierbas y las medicinas son capaces de procurar la inmortalidad. En ese caso, le transmitiré los principios del cultivo interior y le haré ver la necesidad de abrazar la verdad. Si, por el contrario, se trata de un monstruo, le derrotaré delante mismo del rey e instruiré a su majestad en los principios de la continencia y la necesidad de conservar los propios fluidos vitales. En cualquiera de los casos, tened la seguridad de que no le permitiré a ese soberano acabar con las vidas de esas criaturas.
—¡Tu proposición es, francamente, extraordinaria! —exclamó Tripitaka, inclinándose, esperanzado, ante el Peregrino—. Opino, de todas formas, que, cuando veas a ese rey desorientado, no deberías sacar a relucir directamente el asunto. Es probable que no interprete correctamente nuestras intenciones y nos acuse de prestar oído a rumores tendenciosos. Eso nos colocaría en una posición realmente difícil. ¿No te parece?
—No os preocupéis —trató de tranquilizarle el Peregrino, sonriendo—. Poderes mágicos no me faltan. Lo primero que voy a hacer va a ser sacar de la ciudad a todos esos niños de las cercas para gansos. Así mañana no tendrá a nadie al que arrancar el corazón. Con toda seguridad los funcionarios informarán de lo ocurrido al soberano, quien, a su vez, discutirá directamente el tema con su suegro o bien ordenará seleccionar a otros cuantos niños. En cualquiera de los casos, será entonces cuando nos presentemos nosotros. Así evitaremos que nos eche las culpas.
—¿Cómo vas a sacar a todos esos niños de la ciudad? —volvió a preguntar Tripitaka, totalmente calmado—. Si me permites decirlo, tu virtud es tan grande como la de los cielos y espero que lleves a cabo tu misión con la misma premura con que se cumplen sus órdenes. Si te demoras, es posible que no consigas tu objetivo.
Haciendo uso de toda su fuerza espiritual, el Peregrino se puso inmediatamente de pie y dijo a Ba-Chie y al Bonzo Sha:
—Quedaos aquí cuidando del maestro. Cuando oigáis un viento huracanado, tened la certeza de que los niños están abandonando la ciudad.
Emocionados, Tripitaka y sus dos discípulos más jóvenes empezaron a cantar:
—¡Nos sometemos al Buda que da la vida y salva de toda enfermedad! ¡A él únicamente nos sometemos!
Para entonces el Gran Sabio había salido ya de la habitación y, elevándose por los aires, hizo un gesto con los dedos y recitó las palabras mágicas:
—¡Que Om purifique el reino del dharma!
Con eso bastó para que acudieran en tropel a su presencia el dios de la ciudad, el de toda la región, el del suelo y los demás inmortales, entre los que no faltaban los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales ni los Protectores de los Monasterios. Tras inclinarse respetuosamente ante él, le preguntaron:
—¿Qué asunto tan urgente es ése, Gran Sabio, para arrancarnos de nuestro descanso en mitad de la noche?
—Todo se debe —contestó el Peregrino— a que el soberano del Reino de Bhiksu ha prestado atención a los cuentos de cierto monstruo, que le ha hecho creer que, tomando un caldo hecho a base de corazones de niños, podrá alcanzar la longevidad. Eso ha impresionado de tal manera a mi maestro, que me he visto obligado a prometerle que iba, a la vez, a salvar sus vidas y a atrapar a esa bestia. Por eso precisamente os he hecho venir. Es preciso que, haciendo uso de vuestros poderes mágicos, saquéis inmediatamente de la ciudad a todos los niños que se encuentran encerrados en las cercas para gansos. Escondedlos en un valle apartado o en el corazón de un bosque seguro y dadles de comer un poco de fruta, para que no se mueran de hambre. Tenéis que poner especial atención en que no les ocurra nada, evitando en lo posible que se asusten o lloren. Cuando haya acabado con ese monstruo y haya hecho ver al rey lo equivocado de su conducta, los volveréis a traer, sanos y salvos, a la ciudad. Sólo entonces podréis regresar a vuestros palacios.
Una vez comprendidas sus órdenes, los dioses descendieron de las nubes y se dispusieron a poner en práctica sus extraordinarios poderes mágicos. La ciudad se vio envuelta en una espesa neblina, que arrastraba un viento extremadamente frío. Las estrellas dejaron de titilar sus mensajes de luz y la luna perdió su deslumbrante resplandor. Al principio flotó ligeramente por encima de los tejados, pero pronto se lanzó, como una exhalación, por todas las calles y callejuelas en busca de los niños encerrados en las cercas para gansos que había delante de cada casa. Para protegerse de las bajas temperaturas del viento, las gentes se agolpaban junto a los hogares y sacaban de los arcones las prendas más gruesas de abrigo que podían encontrar. Sólo los padres de los niños se afanaban en vano, al ver, desesperados, cómo el huracán arrebataba a sus desafortunados hijos. Pero lo que por la noche eran lamentos y llantos, al amanecer se transformaría en regocijo y alegría.
Sobre tan importante momento disponemos de un poema que afirma:
La misericordia nunca falta a los que se acogen a la protección de Buda. No hay perfección más alta que la consecución de la Bondad, tarea a la que deben entregarse de lleno los que son auténticos sabios. La serenidad absoluta sólo se alcanza, cuando se cumplen las cinco leyes[3] y se aceptan los tres principios[4]. Cuando el rey de Bhiksu perdió el juicio, la suerte de mil niños[5] se tornó oscura y triste. Afortunadamente el Peregrino se ofreció a salvar sus vidas y, de esta forma, adquirió un mérito incalculable.
Era aproximadamente la hora de la tercera vigilia, cuando los dioses terminaron de transportar la última cerca para gansos. El Peregrino bajó entonces de la nube, yendo a aterrizar exactamente en el patio del palacio en el que se encontraban el maestro y sus hermanos. Antes de poner el pie en el suelo, oyó que continuaban cantando:
—¡Nos sometemos al Buda que da la vida y salva de toda enfermedad! ¡A él únicamente nos sometemos!
Emocionado, el Peregrino se acercó al maestro y dijo:
—Acabo de regresar ahora mismo. ¿Qué os ha parecido el vientecito?
—¿Cómo que vientecito? —replicó Ba-Chie—. ¡Era un auténtico huracán!
—¿Qué ha sido de los niños? —preguntó Tripitaka.
—Acaban de ser sacados de la ciudad uno a uno —contestó el Peregrino—. Regresarán en cuanto nos dispongamos a continuar nuestro viaje.
Tripitaka volvió a darle las gracias y se retiró, finalmente, a descansar. En cuanto amaneció, se vistió a toda prisa y dijo a Wu-Kung:
—Desearía asistir a la audiencia pública de la mañana. Es preciso que nos sellen cuanto antes los documentos de viaje.
—No podéis ir solo a palacio —dijo el Peregrino—. Si lo hacéis, me temo que no conseguiréis gran cosa. Iré con vos, así veré si este reino está regido por un loco o por un malvado.
—Pero tú normalmente te niegas a seguir la etiqueta, cuando saludas a los reyes —objetó Tripitaka—. Me temo que eso le irritará en cierta manera.
—No me dejaré ver —respondió el Peregrino—. Os seguiré en secreto. Pero no os preocupéis, porque siempre estaré presto a echaros una mano.
Tras encargar a Ba-Chie y al Bonzo Sha que cuidaran del caballo y del equipaje, abandonaron el pabellón. El funcionario encargado de su buen funcionamiento salió a despedirlos a la puerta, percatándose, sorprendido, de que su túnica difería notablemente de la que vestía el día anterior. De hecho, estaba totalmente cubierta de intrincadísimos bordados. Lucía en la cabeza un sombrero Vairocana tejido con hebras de oro y portaba en las manos un báculo de nueve nudos. Sus vestimentas brillaban de tal forma, que parecían emitir rayos de luz. Llevaba el documento de viaje metido dentro de una bolsa de seda, que escondía entre los pliegues de la túnica. La solemnidad con la que andaba semejaba la de un arhat que hubiera descendido a la tierra, impresión que realzaba la serenidad de su rostro, auténtico reflejo de un Buda viviente. En cuanto se hubo repuesto de su sorpresa, el funcionario le susurró al oído que haría bien en preocuparse únicamente del asunto que hasta allí le había llevado. Tripitaka sacudió la cabeza en señal de asentimiento y salió a la calle.
El Gran Sabio se hizo a un lado y, después de sacudir ligeramente el cuerpo y de recitar el correspondiente conjuro, se convirtió en un grillo pequeñito, que fue a posarse en lo más alto del sombrero de Tripitaka. Al llegar a palacio, el maestro se dirigió directamente al Guardián de la Puerta Amarilla y, tras inclinarse respetuosamente ante él le dijo:
—Este humilde monje es un enviado del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, con la misión de conseguir escrituras sagradas en el Paraíso Occidental. Es mi deseo, puesto que preciso atravesar sus tierras, entrevistarme con vuestro soberano, para que me selle los documentos de viaje que llevo conmigo. Os suplico, por tanto, que tengáis a bien anunciarle mi llegada.
El Guardián de la Puerta Amarilla corrió a informar de todo ello a su señor, que exclamó, entusiasmado:
—Un monje venido desde tan lejos por fuerza tiene que estar versado en los principios del Tao. Hacedle pasar inmediatamente.
El Guardián en persona se encargó de conducir al maestro al interior del palacio.
Después de los saludos rituales a los pies del trono, se le permitió tomar asiento al lado mismo de su majestad. El maestro agradeció tan inesperada muestra de confianza con el respeto que de él se esperaba. Se dio cuenta entonces de que el rey presentaba un aspecto tan enfermizo, que parecía como si ya estuviera muerto. Las fuerzas le habían abandonado de tal manera que, si tras largos esfuerzos conseguía levantar la mano, no podía después saludar con ella. Cuando hablaba, su voz sonaba débil y resultaba extremadamente difícil captar todas sus palabras. Cuando el maestro le entregó el documento de viaje, se quedó mirándole durante mucho rato con una mirada extraviada y totalmente inexpresiva. Aunque era claro que no había entendido ni una sola palabra, estampó finalmente su sello y se lo devolvió al maestro. Cuando se disponía a preguntarle sobre su decisión de ir en busca de las escrituras, se presentó un funcionario imperial y anunció con voz potente:
—Acaba de llegar vuestro suegro, señor.
Apoyándose en un eunuco, el rey se levantó en seguida de su trono de dragón y corrió a dar la bienvenida al recién llegado. La precipitación con la que actuó pilló de sorpresa al maestro, que inmediatamente se puso de pie y se hizo a un lado. El taoísta había empezado ya a subir los escalones de jade. Llevaba en la cabeza un sombrero cuya forma recordaba una nube y lucía un espléndido chal de damasco de color amarillo claro. Su túnica, que pretendía ser un remedo del plumaje de una garza, era de seda marrón y estaba orlada con un motivo de ciruelos en flor. Traía ceñida la cintura con una faja de color azul tejida con lana y tres clases diferentes de seda. Calzaba una especie de zapatillas con forma de nube hechas con una mezcla de hierbas y esparto.
Portaba en la mano un báculo de nueve nudos, de madera de vid, que recordaba un dragón enroscado. De su pecho colgaba una bolsita de seda cubierta de bordados que representaban a un fénix y a un dragón. Su rostro poseía la suavidad y el brillo del jade y se veía realzado por una barba blanca que, a manera de cascada, se precipitaba sobre su cuerpo desde la misma punta de su barbilla. Sus pupilas brillaban como ascuas encendidas y el tamaño de sus ojos superaba incluso al de sus pobladísimas cejas. Al moverse, le seguía una neblina aromática, que llenaba de fragancia el lugar en el que se encontraba. Los funcionarios reales le recibieron con las palmas de las manos juntas y diciendo, respetuosos:
—¡Bienvenido seáis a la corte, suegro imperial!
Él, sin embargo, ni siquiera se molestó en saludar al rey. Al cruzarse con él, siguió subiendo las escaleras con la frente bien alta, mientras el soberano se inclinaba, obsequioso, y exclamaba, emocionado:
—¡Qué inmerecido honor poder gozar de la sagrada presencia de nuestro respetable suegro desde tan pronto!
Sin que nadie le invitara a hacerlo, se sentó en la parte izquierda del trono del dragón.
Sus ademanes eran tan solemnes, que el mismo Tripitaka se vio compelido a inclinarse ante él y a saludarle, diciendo:
—Recibid los respetos de este humilde monje, suegro imperial.
Sin dignarse ni siquiera mirarle, el taoísta se volvió hacia el rey y le preguntó:
—¿De dónde ha salido este monje?
—Es un enviado del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, con la misión de conseguir escrituras sagradas en el Paraíso Occidental —contestó el rey—. Ha venido a que le selle el documento de viaje.
—El camino que conduce al Oeste está envuelto en tinieblas[6] —sentenció el taoísta, soltando la carcajada—. ¿A qué viene arrostrar tantos peligros?
—¿Por qué no habría de hacerlo, si desde tiempos inmemoriales el Oeste es la tierra de la felicidad suprema? —replicó Tripitaka.
—También hemos oído comentar desde antiguo —contestó el rey— que los monjes son los auténticos seguidores de Buda. Quisiéramos saber, por lo tanto, si sois capaces de superar la muerte. Quiero decir si la aceptación de los principios budistas conlleva la consecución de una vida perdurable.
Al oír eso, Tripitaka juntó las manos a la altura del pecho y contestó:
—Para los monjes no tiene sentido la cadena de relaciones causales. De hecho, han captado que cuanto existe no es más que apariencia, ya que detrás de ello se esconde la nada. Quien posee una sabiduría profunda y extensa conoce el auténtico reino de la no-existencia[7]. Para llegar a entender estos misterios, es preciso que se abandone al silencio y lleve una vida de meditación y tranquilidad. Empezará a percibir atisbos de la verdad, cuando haya roto todos los lazos que le atan a los Tres Reinos, ya que la única forma de penetrar en la nada de las causas es purificando, una y otra vez, los seis sentidos. El que desee, por lo tanto, profundizar en el conocimiento y en la consciencia absoluta debe dominar los mecanismos por los que se rige la mente. Una mente purificada es capaz, en efecto, de conseguir la iluminación, aunque se encuentre sumida en la soledad. Lo único que necesita es desprenderse, poco a poco, de todo proceso mental. En reencarnaciones anteriores todos llegamos a comprender estas verdades, pero después nos dejamos llevar por las apariencias y esa intuición primordial termina por desvanecerse. ¿Para qué buscarla más allá de nuestros propios límites? La meditación tranquila y reposada es la fuente misma de la concentración, de manera idéntica que la caridad y las limosnas son la base sobre la que se sustenta la austeridad. El sabio se presentará a los ojos de los demás como un estúpido, porque conoce perfectamente cómo no obrar en cada momento. De la misma forma, el que es auténticamente previsor aparecerá como un indolente, porque sabe el valor de todo y no se preocupa por nada. Cuando se logra la quietud absoluta de la mente, todo cuanto se hace está revestido de perfección. Pero quien alardea de servirse del yin para alimentar el yang obra con la misma insensatez que los locos, lo mismo que el que promete una vida perdurable valiéndose de remedios puramente externos. ¡Palabras hueras y vanas! Lo repito una vez más: es preciso renunciar a la más mínima partícula de corrupción, porque todo cuanto existe no es más que vacío. Sólo cuando se ha renunciado a todo deseo, puede conseguirse fácilmente una vida sin fin.
Al oír semejantes razones, el suegro imperial soltó una carcajada sarcástica y, señalando al monje Tang con el dedo, exclamó:
—¡Tu boca sólo es capaz de escupir inmundicia! Los que vivís obsesionados con el Nirvana no sabéis hablar más que de conocimientos y realidades. ¿A qué viene sentarse a meditar durante horas y horas? ¡Eso no es más que un sinsentido, una práctica tan hueca como los ojos de un ciego! Como muy bien afirma el proverbio, «quédate mucho tiempo sentado y se te partirá el culo». O ese otro que dice: «Juega con fuego y terminarás abrasado». No pareces querer comprender que los que, como yo, nos dedicamos a la búsqueda de la inmortalidad, somos fuertes en extremo. Pero la fortaleza del que se adentra en los misterios del Tao no se circunscribe sólo al cuerpo, por que poseemos una inteligencia que supera a la del resto de los mortales. Yo, sin ir más lejos, raro es el día que no coja mi cesta y mi calabaza y no me vaya a la montaña a recoger hierbas de las que luego me valgo para ayudar a los demás. Con las flores que recojo hago sombreros y a veces me paso las mañanas tejiendo alfombras con orquídeas. Cuando me siento triste, me pongo a cantar y a bailar, acompañándome con las palmas, y después me siento tranquilamente en una nube a descansar. Me dedico también a explicar los principios del Tao y a profundizar en el conocimiento de las enseñanzas de Lao-Tse. Estoy capacitado, por lo tanto, para elaborar medicinas y remedios con los que poner fin al dolor y a las fuerzas malignas que acechan en todo momento a los humanos. Para ello, libero a la Tierra y al Cielo de parte de su energía y extraigo de la luna y el sol porciones de su propia esencia. Cuando el yin y el yang se encuentran en plena efervescencia, se forma el elixir, el agua y el fuego dejan de anularse y se forma el embrión. Por el contrario, cuando el yin de los dos ochos se retira, todo se torna gris y opaco, de la misma manera que, cuando re cobra su vigor el yang de los tres nueves[8], se extiende por doquier la oscuridad más absoluta. Eso explica que recoja mis hierbas en función de la estación en la que estemos. Con ellas perfecciono, una y otra vez, el elixir, siendo capaz de elevarme hasta la mansión color púrpura a lomos de un fénix azulado y llegar a la capital de jade montado en una garza blanca. Allí me junto con todas las estrellas de los Cielos Y juntos proclamamos las maravillas del Tao. ¿Cómo va a poder compararse tan interesante género de vida con el quietismo propugnado por Buda, esa oscura divinidad de la no-acción? Las prácticas conducentes al Nirvana hieden de tal manera, que es claro que jamás podrán trascender el círculo de la mortalidad. El Tao es la más noble y misteriosa de las Tres Doctrinas y siempre lo ha sido desde el principio de los siglos.
Al oírlo, el rey y toda su corte empezaron a lanzar gritos de entusiasmo, al tiempo que repetían, enardecidos:
—¡Desde el principio de los siglos el Tao siempre ha sido la doctrina más noble y misteriosa!
El maestro se sintió profundamente turbado, al ver que todo el mundo se ponía de parte del taoísta. Pese a todo, el rey pidió al encargado de las celebraciones y fiestas imperiales que preparara un banquete vegetariano, para que el monje venido desde tan lejos pudiera reponer sus fuerzas, antes de proseguir su camino hacia el Oeste.
Agradecido por tanta consideración, Tripitaka se despidió de su majestad y se dispuso a abandonar el palacio. Al bajar las escaleras que, desde el salón principal, conducían al exterior, el Peregrino voló hasta su hombro y le susurró al oído:
—Ese suegro imperial no es más que un vulgar monstruo y el rey se encuentra totalmente sometido a su influencia. Regresad al palacio en el que habéis pasado la noche y esperad a que os lleven la comida que os ha prometido. Yo voy a quedarme aquí a ver si logro averiguar algo más sobre él.
Tripitaka hizo un gesto de haber comprendido y abandonó la mansión real, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que remontó de nuevo el vuelo y fue a posarse sobre uno de los biombos de martín pescador que había en el Salón de los Carillones de Oro. En aquel mismo momento el Comandante de los Cinco Destacamentos Militares dio un paso al frente e informó a su señor, diciendo:
—Ayer por la noche, majestad, se levantó un viento huracanado y frío en extremo que se llevó, sin dejar rastro, a todos los niños que vivían en las cercas para gansos que hay delante de todas las casas.
Muerto, a la vez, de ira y de miedo, el rey se volvió hacia el suegro imperial y afirmó:
—Eso quiere decir que el Cielo ha decretado mi fin. La enfermedad lleva corroyendo mi cuerpo meses enteros, sin que los médicos imperiales hayan podido diagnosticar mi mal. Afortunadamente vos habéis dado con un remedio que, según parece, no voy a poder probar. Para hoy al mediodía estaba precisamente fijado el momento en el que debíamos arrancar el corazón a esos niños y tomar el caldo que me habéis recetado. ¿Cómo es posible que se los haya llevado un viento huracanado? ¿Qué explicación, que no sea la intervención directa del Cielo, puede darse a un hecho semejante?
—No tenéis por qué preocuparos —contestó el suegro imperial, sonriendo—. El hecho de que esos niños hayan sido arrebatados hacia lo alto no significa que el Cielo quiera acortar vuestra vida, sino todo lo contrario.
—¿Cómo podéis decir semejante cosa? —replicó el rey.
—Al entrar en la corte —respondió el suegro imperial—, caí en la cuenta de que existe un excipiente que supera con mucho al caldo hecho con los corazones de esos mil ciento once niños. De hecho, éstos podían alargar vuestra vida durante mil años, mientras que el nuevo remedio que he descubierto puede hacerlo durante miles y miles de siglos.
Sin terminar de creer lo que estaba oyendo, el rey exigió una explicación más detallada y el taoísta añadió:
—Me he percatado de que ese monje enviado por el señor de las Tierras del Este en busca de escrituras posee unas características francamente extraordinarias. Ha sido monje prácticamente desde que nació, pero lo más sorprendente es que lleva diez reencarnaciones por lo menos dedicado a la práctica de la virtud. Eso explica que su cuerpo sea perfecto en extremo. De hecho, jamás ha malgastado ni una gota de su yang original, por lo que supera en varios cientos de miles de veces la efectividad de los corazones de todos esos niños. Si pudierais hacer un caldo con el suyo y tomar con él el remedio que os he recetado, tened la seguridad de que llegaréis a los diez mil años de edad.
—¿Por qué no me lo habéis dicho antes? —replicó el rey, creyendo, sin dudar, en sus palabras—. Si hubiera sabido que poseía esas cualidades tan extraordinarias, le habría hecho arrestar en cuanto puso el pie en este palacio.
—Aún estáis a tiempo —contestó el suegro imperial—. Si no recuerdo mal, el encargado de las ceremonias y fiestas reales está preparándole en estos mismos instantes un banquete vegetariano. Lo más probable es que deje la ciudad, en cuanto haya comido. Ordenad cerrar las puertas de la ciudad y enviad vuestras tropas al Pabellón del departamento de Envíos, para que arresten sin tardanza a ese monje. Cuando se halle ante vuestra presencia, pedidle que os haga entrega del corazón. Si accede a ello, abridle el pecho y sacádselo enseguida. A cambio podéis prometerle un entierro propio de un emperador y la construcción de un monasterio que lleve su nombre y en el que se ofrezcan de continuo sacrificios y libaciones. Si, por el contrario, osa oponerse a vuestros deseos, no tengáis ningún reparo en hacerle ver el lado oscuro del poder. Atadle inmediatamente y cortadle la cabeza sin más. ¿No os parece que un plan como éste jamás puede fallar?
El rey no dudó ni un momento en poner en práctica sus palabras. Sin pérdida de tiempo, ordenó cerrar las puertas de la ciudad y envió un destacamento de soldados al palacio en el que se encontraba el maestro. El Peregrino remontó a toda prisa el vuelo y regresó como una exhalación al lado de sus hermanos, gritando, alterado:
—¡Qué gran desgracia, maestro! ¡La desdicha se ha volcado de nuevo sobre vos!
Tripitaka estaba disfrutando, en compañía de Ba-Chie y el Bonzo Sha de las viandas que le había enviado el rey, cuando oyó los gritos del Peregrino. Al verle con el rostro tan desencajado, perdió la compostura y cayó al suelo, con el cuerpo cubierto de un sudor frío. Era como si el espíritu le hubiera abandonado bajo la forma de un humo denso que empezó a salirle por cada una de las siete aperturas de su cuerpo. Los ojos comenzaron a darle vueltas, mientras movía nerviosamente los labios, sin que pronunciara palabra alguna. El Bonzo Sha acudió en seguida a socorrerle, diciendo:
—¡Despertad, maestro, por favor!
—¿De qué desgracia estás hablando? —preguntó Ba-Chie—. ¿Es que no puedes explicarlo más tranquilo? Con alarmar al maestro no se consigue nada.
—Después de despedirse del rey —explicó el Peregrino—, yo me quedé en el palacio con el fin de averiguar algo más sobre ese suegro imperial, que, ciertamente, es un monstruo. Al poco rato se presentó el Comandante de los Cinco Destacamentos Militares e informó a su señor que un viento huracanado se había llevado a todos los niños. El rey se mostró abatido ante semejante noticia. El taoísta trató de tranquilizarle, diciendo que debería alegrarse, pues, más que una maldición, aquello era una auténtica bendición de los Cielos. Le hizo ver que el corazón del maestro posee tales propiedades medicinales, que es capaz de prolongar la vida de quien lo coma hasta los diez mil años de edad. El rey ha creído a pies juntillas en sus palabras y ha enviado a un destacamento a este palacio para arrestar al maestro. Con los soldados viene un grupo de guardias imperiales dispuestos a arrancarle el corazón.
—¿Ves lo que adelantas compadeciéndote de todo el mundo? —le reprendió Ba-Chie—. ¿De qué te ha servido salvar a esos niños y provocar ese terrible huracán, si con ello has traído la desgracia sobre nuestras cabezas?
Temblando de pies a cabeza, Tripitaka se abrazó, desesperado, al Peregrino y le suplicó, diciendo:
—¡Ayúdame a salir de este trance!
—Para eso —respondió el Peregrino— lo viejo debe transformarse en nuevo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ba-Chie.
—Que si desea salvar la vida, el maestro tendrá que convertirse en discípulo y el discípulo en maestro —explicó el Peregrino.
—Por librarme de la muerte —se apresuró a contestar Tripitaka— estoy dispuesto de buena gana a ser discípulo tuyo.
—En ese caso —concluyó el Peregrino—, no tenemos tiempo que perder. Ba-Chie, cúbreme inmediatamente de barro.
El Idiota cogió el rastrillo e hizo un montón de arena. No se atrevió, sin embargo, a salir a por agua y, levantándose la ropa, meó a toda prisa sobre la tierra. De esta forma, consiguió el barro que el Peregrino necesitaba. Aunque olía muy mal, a éste no le quedó otro remedio que tomar un puñado y aplastárselo contra la cara. Logró hacer, de esta forma, una tosca máscara de mono, que le puso al monje Tang después de pedirle que se pusiera de pie. Sin intercambiar con él ninguna palabra más, recitó un conjuro y exclamó:
—¡Transfórmate! —y al instante se convirtió en una réplica exacta del Peregrino.
Se cambiaron a continuación las ropas y, tras pronunciar otro conjuro diferente, Wu-Kung tomó la apariencia del monje Tang. Eran tan idénticos sus rasgos, que no había manera de diferenciarlos. Ni Ba-Chie ni el Bonzo Sha podían decir quién era quién.
Apenas había terminado uno de ponerse las ropas del otro, cuando oyeron el estridente sonido de los tambores y los gongs. Se asomaron a la ventana y vieron acercarse a un auténtico bosque de lanzas y cimitarras. Las fuerzas enviadas por el emperador ascendían a más de tres mil soldados, un número totalmente desproporcionado con la misión asignada. El capitán de la guardia entró directamente en el patio del palacio y preguntó:
—¿Dónde se encuentra el monje enviado por el Gran Emperador de los Tang de las Tierras del Este?
El funcionario encargado de la buena marcha del pabellón se postró de hinojos y, señalando con dedo tembloroso hacia el interior, respondió:
—En una de esas habitaciones de allí.
El capitán se dirigió con paso seguro a la que le habían indicado y dijo:
—Maestro Tang, nuestro soberano exige vuestra inmediata presencia en la corte.
Ba-Chie y el Bonzo Sha permanecieron a un lado, protegiendo al falso Peregrino. El auténtico se inclinó ante el oficial y preguntó, haciéndose pasar por el monje Tang:
—¿Qué puede desear su majestad de un pobre monje como yo?
—Es preciso que vengáis conmigo —respondió el capitán, agarrándole sin ninguna consideración—. Cuando os hace llamar, por algo será. ¿No os parece?
De esta forma, volvió a cumplirse, una vez más, el principio de que la maldad siempre trata de imponerse sobre el bien y que quien obra con justicia recibe en pago violencia.
No sabemos de momento qué suerte le aguarda al Peregrino. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.