CAPÍTULO LXXXIV
Decíamos que Tripitaka Tang consiguió conservar intacto su yang, rechazando la amarga trampa del sexo. Camino de su eterno peregrinar hacia el Oeste, pronto hizo de nuevo su aparición el verano. La brisa se tornó cálida como el contacto de un cuerpo y no tardaron en presentarse las lluvias estivales. El paisaje se cubrió, entonces, de una lujuriante capa de verdor, mientras las golondrinas se detenían a copular en el ligero lecho del viento. En los estanques se abrían las flores nuevas de loto, al tiempo que los bambúes se dejaban caer por todas las laderas. El tono verdoso del firmamento se fundía con el de los prados. Adondequiera que se dirigiera la vista se palpaba el palpitar de la vida. Junto a los arroyos se veían grupos de estameñas, fuertes y enhiestas como espadas, y en la lejanía, como sacados de una pintura, se apreciaban las copas rojizas de los granados. Pese a todo, el calor era tan intenso, que la marcha se hacía cada vez más difícil. Agradecieron que el camino discurriera entre un bosquecillo de sauces. De pronto, surgió de detrás de uno una anciana con un niño, que se dirigió hacia el monje Tang, gritando como una loca:
—¡Deteneos inmediatamente! ¡Dad la vuelta a vuestro caballo y regresad al Este a toda la velocidad que podáis! ¡El camino hacia el Oeste únicamente conduce a la muerte!
Desconcertado, Tripitaka saltó de su cabalgadura e, inclinándose ante ella, le dijo:
—Señora, los antiguos decían que el océano era tan enorme, para que los peces pudieran saltar a sus anchas, y que en el cielo no hay nada, con el fin de que los pájaros puedan volar libremente. ¿Por qué me aconsejáis que renuncie a mi viaje y no trate de llegar al Oeste?
—A diez o doce kilómetros de aquí —respondió la anciana, señalando camino adelante— se encuentra el Reino Destructor del Dharma. En una reencarnación anterior su rey debe de haber entrado en contacto con un karma malvado, de lo contrario no se explica que ahora cometa tal cantidad de atrocidades. Hace aproximadamente dos años no se le ocurrió otra cosa que jurar que no pararía hasta no haber dado muerte a diez mil monjes budistas. Hasta ahora ha logrado asesinar a nueve mil novecientos noventa y seis, todos ellos sin nombre conocido, y está ansioso por acabar con otros cuatro más que, como todo el mundo, tengan un nombre y un apellido. De esa forma, conseguirá redondear el número diez mil. Está claro que, si os llegáis hasta la ciudad, os convertiréis muy pronto en unos bodhisattvas.
—Os doy las gracias por vuestra amabilidad, señora —contestó Tripitaka, temblando de pies a cabeza—. Lo que habéis hecho por mí no se paga jamás. ¿Podéis decirme si existe algún otro camino que deje a un lado esa malvada ciudad? Si es así, me gustaría seguir esa ruta.
—¡No hay manera de dejar a un lado esa ciudad! —respondió la anciana, sonriendo—. Simplemente, es imposible, a no ser, claro está, que seáis capaz de volar.
—¿A qué viene hablar de ese modo? —replicó Ba-Chie, dando rienda suelta a su lengua—. Aquí todos sabemos volar.
Sin embargo, sólo el Peregrino fue capaz de descubrir, con sus ojos de fuego y sus pupilas de diamante, que la anciana era, en realidad, la Bodhisattva Kwang-Ing y el niño, el Muchacho de la Riqueza Celeste. Eso le hizo echarse inmediatamente rostro en tierra y decir con ademán humilde:
—¡Perdonadnos por no haberos dado la bienvenida con el respeto que merecéis!
En vez de responder, la Bodhisattva montó en un pétalo de loto y se elevó por los aires.
El monje Tang se quedó tan desconcertado, que hasta de estar de pie parecía haberse olvidado. Finalmente se echó al suelo y empezó a golpear la tierra con la frente. Ba-Chie y el Bonzo Sha se postraron, por su parte, de hinojos y se inclinaron respetuosamente ante el cielo. La nube no tardó en perderse, camino de los Mares del Sur. El Peregrino se acercó, entonces, al maestro y le dijo:
—Levantaos. La Bodhisattva ha regresado ya a su montaña sagrada.
—¿Por qué no nos dijiste antes que era ella? —se quejó Tripitaka.
—¿Es que no vais a parar nunca de hacer preguntas? —replicó el Peregrino, soltando la carcajada—. ¿Es que no os pareció suficiente la rapidez con la que me postré en el suelo?
—Gracias a la Bodhisattva —concluyeron Ba-Chie y el Bonzo Sha—, sabemos que un poco más adelante se encuentra el Reino Destructor del Dharma. ¿Qué vamos a hacer para no caer en manos de ese tipo empeñado en matar a todos los monjes con los que se encuentra?
—¿A qué viene temblar de ese modo, Idiota? —le reprendió el Peregrino—. A lo largo del camino nos hemos topado con monstruos salvajes, demonios, cuevas infestadas de tigres y yo qué sé la de lagos llenos de dragones y ninguno de ellos ha logrado detenernos. ¿Por qué habríamos de echarnos a temblar ahora, que tenemos que vérnoslas con un reino de gente vulgar y corriente? El problema más serio que tenemos planteado en estos momentos es que no disponemos de un sitio en el que pasar la noche. Eso sin contar con que, si, al volver de sus faenas, los campesinos empiezan a decir que han visto a unos cuantos monjes, el rey puede mandar arrestarnos antes de que caiga la noche. Lo mejor que podemos hacer es salir del camino y buscar un sitio más apartado. Ya veremos qué decisión tomamos, cuando hayamos descansado un poco.
Tripitaka aceptó, complacido, la idea y se retiraron hacia un ribazo, donde tomaron asiento. El Peregrino se volvió, entonces, hacia Ba-Chie y el Bonzo Sha y les ordenó:
—Vosotros quedaos aquí cuidando del maestro, mientras voy a echar un vistazo a la ciudad, Es posible que esta misma noche encontremos algún camino que nos conduzca directamente fuera de esta comarca.
—No te lo tomes tan a la ligera, por favor —le pidió Tripitaka—. Por el mero hecho de ser monjes, estamos contraviniendo la ley de este lugar. Procura no arriesgarte demasiado.
—No os preocupéis —trató de tranquilizarle el Peregrino con una sonrisa—. Sé cuidarme bien.
No había acabado de decirlo, cuando se elevó por los aires, produciendo un sonido tan penetrante como un silbido. Era como si alguien hubiera tirado de él para arriba o le hubieran empujado con cañas desde abajo. A pesar de que, como todo el mundo, tenía dos padres sus huesos eran mucho más ligeros que los de los demás vivientes Desde lo alto de las nubes lanzó una mirada sobre la ciudad y vio que estaba envuelta en un aura de prosperidad y buenos augurios.
—¡Qué lugar más encantador! —se dijo el Peregrino, sorprendido—. ¿Cómo es posible que el hombre que la rige esté empeñado en destrozar el dharma?
Poco a poco fue oscureciendo y empezaron a encenderse lámparas en los cruces de las calles, perfectos como el carácter que representa el número diez[2]. Volutas de incienso flotaban por encima de torres de nueve pisos, entre el continuo tañer de las campanas.
En lo alto del cielo titilaba la tímida luz de las estrellas, mientras en los ocho costados de la ciudad los viajeros se desprendían de la pesada impedimenta del camino. De los seis destacamentos que protegían el reino ascendía la tenue llamada de los clarines, que se entremezclaba con el monótono vibrar de los gongs, que, como la lluvia, parecía gotear de cada una de las cinco torres de vigilancia. La niebla nocturna se iba espesando en cada uno de los cuatro puntos cardinales, al tiempo que un aire frío iba barriendo los tres grandes mercados. Los esposos buscaban en parejas el placer de su intimidad entre los doseles de seda, mientras la luna, solitaria, ascendía por el este en busca de su cenit.
—Me gustaría bajar a ver cómo viven esas gentes, pero me temo que, con esta cara, sospecharán que soy un monje y tratarán de darme caza —pensó el Peregrino—. Lo mejor será que me metamorfosee —y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en una mariposa nocturna de cuerpo débil y alas ligeras, que se lanzó en busca de la luz que despedían los candiles y los hachones.
Aunque la metamorfosis escondía su auténtica forma, el diminuto animal en el que se había transformado era un símbolo de la extraordinaria energía que poseía su cuerpo. El resplandor de la llama ejercía sobre él una tremenda atracción, que le obligaba a dar vueltas sin cesar alrededor de los puntos de luz. Su obsesión llegaba hasta tales límites, que se lanzaba en persecución de las luciérnagas con sus pesadas alas de tinte rojizo.
Por eso, por el mero vibrar de un foco de luz, se aventuraba a recorrer la ciudad en las noches en las que el viento no soplaba. Incansable, el Peregrino visitó, uno tras otro, sus seis barrios y sus tres mercados, moviéndose con facilidad entre los aleros y los tejados.
En la esquina de una de las calles vio una hilera de casas con una lámpara encendida sobre cada una de sus puertas.
—¿Por qué habrán puesto así esas lámparas? —se preguntó, sorprendido, el Peregrino—. Parece como si estuvieran celebrando la Fiesta de las Linternas.
Batiendo con fuerza las alas, se acercó al grupo de casas y descubrió que la del centro tenía una linterna cuadrada, en la que aparecían escritas las siguientes palabras: «Descanso para los mercaderes». Un poco más abajo podía leerse: «Posada del señor Wang». De esa forma, el Peregrino supo en seguida que se trataba de un centro de refugio para los caminantes. Estiró el cuello y vio que en su interior había ocho o nueve personas que acababan de cenar. Algunos se habían desabrochado la ropa y se disponían a lavarse los pies y las manos para meterse en la cama. Casi todos ellos llevaban turbantes en la cabeza y el Peregrino volvió a decirse, esperanzado:
—El maestro no tendrá ningún problema en seguir adelante.
Con eso se refería a que había decidido robar a aquellas personas sus ropas y turbantes, en cuanto hubieran caído presa del sueño, y así, Tripitaka y los suyos podrían entrar en la ciudad, disfrazados de gente ordinaria. Desgraciadamente, cuando se disponía a llevar a cabo su plan, entró el dueño de la posada y dijo a sus inquilinos:
—Les aconsejo, señores, que cuiden bien de sus equipajes y todo lo suyo, pues en este lugar abundan tanto los caballeros más exquisitos como los ladrones más desaprensivos.
De por sí, las gentes que se hallan en un lugar desconocido se muestran extremadamente cuidadosas con todas sus pertenencias. No en balde, la desconfianza es la luz de los caminantes. Al oír las recomendaciones del patrón, se volvieron todavía más desconfiados y, poniéndose inmediatamente de pie, dijeron:
—Tenéis razón, señor. El camino nos ha agotado de tal manera, que, en cuanto caigamos en el lecho, no habrá quien nos despierte. ¿Adónde podremos ir a reclamar, si perdemos todo lo que llevamos encima? ¿Por qué no guardáis vos nuestras ropas, nuestros turbantes y nuestro dinero? Nos lo podéis devolver mañana por la mañana, cuando nos levantemos.
El señor Wang no puso ninguna objeción. Cogió todas las pertenencias de aquellos viajeros y las llevó a sus habitaciones. El Peregrino poseía un natural muy impulsivo y, remontando de nuevo el vuelo, fue a posarse en un perchero para turbantes. Desde allí vio cómo el señor Wang se dirigía hacia la entrada principal con una lámpara, bajaba las cortinas y cerraba bien todas las puertas y ventanas Sólo entonces se decidió a retirarse a sus aposentos y a meterse en la cama, después de desnudarse. Desgraciadamente, su mujer y sus dos hijos estaban haciendo tanto ruido, que no había manera de dormir. Por si eso fuera poco, la señora estaba cosiendo un vestido y no quería tumbarse antes de terminarlo.
—No importa —se dijo, una vez más, el Peregrino—. Esperaré a que la mujer se haya dormido. De todas formas, es posible que para entonces sea ya muy tarde y el maestro no pueda seguir adelante.
Temiendo que las puertas de la ciudad pudieran cerrarse durante la noche, decidió que había llegado el momento de actuar y se lanzó contra la vela, sin detenerse a pensar que las llamas podían poner en peligro su vida. De su impetuosidad salió con las cejas chamuscadas, pero consiguió apagar la vela. Sin pérdida de tiempo, sacudió ligeramente el cuerpo y se transformó en una rata. Después de lanzar uno o dos chillidos, dio un salto y agarró las ropas y los turbantes. Muerta de miedo, la mujer empezó a gritar:
—¡Qué desgracia tan grande! ¡Una rata se acaba de convertir en un espíritu! ¡Esto es el fin!
Al oír eso, el Peregrino hizo una nueva demostración de sus poderes y, deteniéndose ante la puerta, dijo con potente voz:
—No hagáis ningún caso a las tonterías que está diciendo vuestra esposa, señor Wang. ¡Yo no soy ningún espíritu! Puesto que las gentes de la luz no deben entregarse a actos inmorales, creo que tenéis la obligación de saber que soy el Gran Sabio, Sosia del Cielo y que he descendido a la tierra con el único fin de ayudar al monje Tang a conseguir las escrituras en el Paraíso Occidental. Puesto que ha llegado a nuestros oídos que vuestro soberano es una persona sin principios, me he tomado la libertad de venir a tomar prestados todos estos turbantes y estas ropas, para que el maestro pueda vestirse con ellas. Os prometo que os las devolveré, en cuanto haya atravesado la ciudad.
El señor Wang se arrojó de la cama sin dudarlo un segundo. Estaba muy oscuro y, aunque consiguió ponerse la camisa, las prisas y el nerviosismo le impidieron, una y otra vez, ponerse los pantalones, cayéndose al suelo cada vez que lo intentaba. Cuando, por fin, lo logró, el Peregrino se había montado en una nube y se había dirigido con toda la ropa hacia el ribazo en el que había dejado a sus hermanos. Tripitaka estaba contemplando la luz de las estrellas y la luna, cuando vio acercarse al Peregrino. En seguida se puso de pie y le preguntó:
—¿Has encontrado alguna forma de cruzar el Reino Destructor del Dharma?
—Si queréis atravesarlo sin peligro —contestó el Peregrino, dejando caer todas aquellas ropas y turbantes—, debéis renunciar a seguir siendo un monje.
—¿A quién pretendes engañar con tanta palabrería? —le regañó Ba-Chie—. Dejar de ser monje no es tan fácil como crees. Para empezar, tiene que pasar por lo menos medio año, para que a uno le vuelva a salir totalmente el pelo.
—No podemos esperar tanto tiempo —respondió el Peregrino—. Es preciso que renunciemos a nuestro estado ahora mismo.
—Como siempre, no sabes nada más que decir bobadas —insistió el Idiota, sobresaltado—. Te repito que es totalmente imposible que nos convirtamos en personas ordinarias en un abrir y cerrar de ojos. Aunque nos pusiéramos un turbante, se nos notaría, porque no tendríamos donde atarlo y se vería claramente que estamos calvos.
—Dejaos ahora de discutir —concluyó Tripitaka—. Hagamos cuanto antes lo que haya que hacerse. ¿Qué es lo que propones tú, Wu-Kung?
—He inspeccionado la ciudad con cuidado —respondió el Peregrino— y puedo aseguraros que, aunque haya hecho matar a infinidad de monjes, el hombre que la gobierna es un auténtico Hijo del Cielo, como lo atestigua el aura de buenos augurios que la envuelve. Es más, he recorrido sus calles y he aprendido la lengua que en ellas se habla. Hace unos minutos, sin ir más lejos, he tomado prestados estos turbantes y estas ropas de una posada, con el fin de hacernos pasar por hombres ordinarios y entrar en la ciudad a descansar un poco. A eso de la cuarta vigilia nos levantaremos y pediremos al posadero que nos prepare algo de comer; sólo tomaremos platos vegetarianos, Por supuesto. Abandonaremos la ciudad alrededor de la quinta vigilia y trataremos de encontrar lo más rápidamente posible el camino que conduce hacia el occidente. Si alguien se atreve a echarnos el alto, le diremos que somos los enviados de un imperio mucho mayor y más poderoso que éste, así no osará mover un solo dedo contra nosotros. Opino que no va a resultar tan difícil atravesar este Reino Destructor del Dharma como habíamos pensado.
—A nadie podría habérsele ocurrido un plan mejor —comentó el Bonzo Sha, entusiasmado—. ¿A qué esperamos para ponerlo en práctica inmediatamente?
Al maestro no le quedó más remedio que desprenderse de su túnica de monje y cubrirse la cabeza con un turbante, cosa que también hizo el Bonzo Sha. Ba-Chie, por el contrario, tenía una cabeza tan enorme, que no había manera de envolvérsela con nada.
Afortunadamente, el Peregrino tenía recursos para todo y, echando mano de la aguja y el hilo, cosió dos piezas de tela y, así, hizo un turbante francamente descomunal. Lo mismo ocurrió con la túnica, aunque, a decir verdad, ni hecha a medida le hubiera sentado bien. El Peregrino escogió un traje al azar y dijo a sus hermanos:
—Es mejor que nos pongamos en seguida en camino. ¡Ah!, y a partir de ahora no uséis las palabras «maestro» ni «discípulo».
—Entonces, ¿cómo vamos a llamarnos entre nosotros? —objetó Ba-Chie.
—Eso, ciertamente, es un problema —reconoció el Peregrino—. De todas formas, haremos como si perteneciéramos a alguna asociación importante. Así, a nuestro preceptor le llamaremos el Gran Maestro Tang, tú serás el Tercer Maestro Chu, el Bonzo Sha ostentará el título de Cuarto Maestro Sha y yo seré conocido como el Segundo Maestro Sun. Aun así, cuando lleguemos a la posada, es mejor que vosotros no habléis. De eso me encargaré yo. En caso de que nos pregunten que a qué nos dedicamos, diremos que a la venta de caballos. El dragón blanco nos servirá de muestra. Les haremos creer que nuestra hermandad está constituida por diez miembros, pero que nos hemos adelantado nosotros cuatro con el fin de alquilar las habitaciones y vender este caballo. Estoy seguro de que el posadero nos recibirá con los brazos abiertos y nos tratará como a grandes señores. Cuando nos marchemos, cogeré unos trozos de ladrillo y se los entregaré como muestra de reconocimiento, después de haberlos transformado, claro está, en monedas de plata. Así no tendremos ningún problema en continuar tranquilamente nuestro viaje.
Aunque no estaba muy de acuerdo con el plan, al maestro no le quedó otro remedio que disponerse a seguirlo. De esta forma, entraron en la ciudad. Afortunadamente aquélla era una comarca en paz y ni siquiera de noche, cuando se iniciaba la cuenta de las vigilias, se cerraban las puertas. Al llegar a la posada del señor Wang, oyeron gritos en el interior, que decían:
—¡Me han robado el turbante!
—¡A mí me ha desaparecido la ropa! —bramó otro más allá.
Haciendo como que no sabía nada, el Peregrino se dirigió a otra posada que había justamente al lado. La lámpara de fuera permanecía todavía encendida y, llegándose hasta la puerta, preguntó el Peregrino:
—¿Os queda libre alguna habitación?
—¡Por supuesto que sí! —contestó desde dentro una mujer—. Suban al segundo piso, si no les importa.
No había acabado de decirlo, cuando se presentó un hombre para hacerse cargo del caballo. El Peregrino no tuvo ninguna objeción en confiárselo. De esta forma, pudo conducir sin mayores problemas al maestro hasta la segunda planta del edificio, donde había unas cuantas mesas y sillas. Al abrir las ventanas, la luz de la luna penetró a raudales en la habitación y tomaron asiento. Alguien pidió que trajeran unas antorchas, pero el Peregrino se opuso, diciendo:
—¿Quién necesita luces con lo brillante que está esta noche la luna?
Una doncella trajo, entonces, cuatro cuencos llenos de té y el Peregrino los aceptó de buena gana. Al poco rato se presentó una mujer de unos cincuenta y siete o cincuenta y ocho años y les preguntó:
—¿De dónde son ustedes y qué clase de mercancía es la que venden?
—Somos del norte y nos dedicamos a la venta de caballos —contestó el Peregrino.
—Muy bien —respondió la mujer—. No suele venir por aquí mucha gente que se dedique a ese tipo de negocios.
—Éste —añadió el Peregrino— es el Gran Maestro Tang, ese otro el Tercer Maestro Chu y aquél de más allá, el Cuarto Maestro Sha. A mi me llaman el Segundo Maestro Sun.
—Según veo, todos los apellidos son distintos —dijo la mujer, riendo.
—En efecto —reconoció el Peregrino—, aunque la verdad es que vivimos juntos. De hecho, la hermandad a la que pertenecemos está constituida por diez miembros. Nos hemos adelantado nosotros cuatro para reservar las habitaciones. Los demás se han quedado fuera con los caballos. Son tantos, que no nos hemos atrevido a entrar con ellos en la ciudad a estas horas. Lo harán, mañana, cuando hayamos encontrado un sitio adecuado. Nos marcharemos en cuanto hayamos vendido los caballos.
—¿Cuántos caballos componen la yeguada que traéis? —preguntó la mujer.
—Más de cien, contando los potrillos —explicó el Peregrino—. Todos son, poco más o menos, como el que hemos traído con nosotros. En lo único que se diferencian es en el color.
—Se nota que sois un comerciante de primera —comentó la mujer, echándose a reír otra vez—. Habéis tenido suerte en venir aquí, porque en otra posada ni siquiera os hubieran recibido. Afortunadamente, en ésta disponemos de un gran patio con unos establos repletos de forraje. Aunque trajerais con vos varios cientos de caballos, podríamos hacernos cargo de todos. No os quepa la menor duda. No necesito deciros que este establecimiento es de los mejores que hay en la ciudad. Eso sin contar con que lleva muchísimo tiempo funcionando. Como mi difunto marido se apellidaba Chao, todo el mundo lo conoce como la Posada de la Viuda Chao. Aquí disponemos de tres clases de habitaciones y, si me permitís la inmodestia, me gustaría discutir primero de los precios, para evitar después posibles malentendidos.
—Nos parece muy bien —se apresuró a comentar el Peregrino—. ¿Qué tres clases de habitaciones son esas de las que habláis? Como suele decirse, los precios de las mercancías se dividen en altos, medianos y bajos, pero no se trata lo mismo a los clientes que viven al lado de tu casa que a los que vienen de lejos. Si no os importa, nos gustaría saber qué diferencia hay entre esos tres tipos de pensión que ofrecéis aquí.
—Para empezar —explicó la mujer—, las denominamos superior, mediana e inferior. Con la primera ofrecemos cinco platos diferentes, otras tantas clases de frutas, tarta de cabeza de león y dulces variados. En cada mesa se sientan únicamente dos personas y las viandas son servidas por dos muchachas, a las que se permite beber y retozar con los clientes. El precio total, incluida la habitación, es de cinco onzas de plata.
—¡Menuda ganga! —exclamó el Peregrino, echándose a reír—. En el sitio del que venimos con cinco onzas no tendríamos ni para pagar a las muchachas.
—Por lo que respecta a la pensión mediana —continuó explicando la viuda—, todos tendríais que sentaros en la misma mesa y únicamente se os servirían frutas y un poco de vino caliente. Podéis estar levantados hasta la hora que os dé la gana e incluso se os permite jugar a los chinos. El precio por persona es de dos onzas de plata.
—¡Eso todavía es más barato! —volvió a exclamar, más sorprendido aún, el Peregrino—. ¿Y la pensión inferior?
—No me atrevo a describirla delante de unos huéspedes tan distinguidos como ustedes —se disculpó la mujer.
—Vamos, no seáis así —la animó el Peregrino—. Para tomar una decisión, es preciso que conozcamos previamente todos los servicios que ofrecéis. ¿No os parece?
—En fin, puesto que así lo desean… —concluyó la mujer—. Se trata de un tipo de pensión muy peculiar. De hecho, tienen que servirse ustedes mismos y la comida consiste en un caldero de arroz, del que pueden comer hasta hartarse. La cama consiste en un puñado de paja que pueden tirar en cualquier parte, antes de tumbarse a dormir sobre él. El precio apenas sí llega a unas cuantas monedas de cobre. A juzgar por su aspecto, ésta es la pensión menos apropiada para caballeros tan distinguidos como ustedes.
—¿Cómo que no? —protestó Ba-Chie—. Lo que siempre he deseado ha sido sentarme ante un caldero lleno de arroz y comer todo lo que me diera la gana. ¡Con la barriga llena soy capaz hasta de dormir encima de un ladrillo!
—¿Cómo puedes ser tan tacaño? —le reprendió el Peregrino—. Después de todo, últimamente hemos ganado una gran cantidad de onzas de plata. Creo que lo mejor será que nos quedemos con la pensión superior.
—¡Traed el té inmediatamente! —ordenó la mujer a unos criados, visiblemente satisfecha—. ¡Ah!, y que el cocinero se ponga inmediatamente a preparar los platos —y se lanzó escaleras abajo, gritando—: Matad los pollos y el pato y cocedlos con un poco de arroz. No os olvidéis tampoco del marrano y del cordero. Lo que sobre hoy se comerá mañana. Sacad también del mejor vino y harina para hacer galletas y tortas.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Tripitaka, al oír sus voces—. Va a matar los pollos, el pato, el marrano y el cordero. Cuando suba todo eso no podremos ni probarlo. ¿No te das cuenta de que hemos seguido desde siempre una dieta vegetariana?
—Ya lo sé —respondió el Peregrino, tragando saliva, y se lanzó escaleras abajo—. Señora Chao —dijo, golpeando nerviosamente el suelo con el pie—, ¿os importaría subir un momento?
—¿Qué es lo que queréis? —preguntó la mujer, sorprendida.
—Que, de momento, no matéis a todos esos animales —contestó el Peregrino—. De hecho, estamos siguiendo actualmente una dieta vegetariana.
—¿Una dieta vegetariana? —repitió la viuda, asombrada—. ¿La seguís todo el año o sólo durante algunos meses?
—Ni una cosa ni la otra —respondió el Peregrino—. Nuestra dieta es muy especial y se basa en una combinación de los ciclos de la luna con otros datos atmosféricos muy precisos. El caso es que hoy es uno de esos días en los que no podemos probar la carne. Pero no os preocupéis, porque, a partir de la tercera vigilia, nos estará permitido comer de todo. Así que lo mejor que podéis hacer es dejar esos animales para mañana. Ahora id a prepararnos unos cuantos platos vegetarianos. Por el precio no tenéis que preocuparos. Os pagaremos lo que hemos convenido.
Más contenta, incluso, que antes, la mujer se dio media vuelta y gritó, al tiempo que volvía a lanzarse, una vez más, escaleras abajo:
—¡No toquéis a los animales! ¡Sacad unas cuantas orejas de árbol, brotes de bambú de Fujian, «dou-fu», tortitas de trigo y unas pocas verduras del huerto! ¡Hay que preparar una sopa de productos de la tierra! ¡Ah!, y haced la masa para los bollos al vapor. No tiene que faltar, por supuesto, el mejor arroz blanco ni el té más aromático que haya en la casa.
Los cocineros se metieron en la cocina y no tardaron en preparar un suculento banquete vegetariano, acostumbrados, como estaban, a cocinar todos los días esas cosas. Sin pérdida de tiempo subieron las viandas al segundo piso, junto con la tarta de cabeza de león y el resto de los dulces.
—¿También seguís la dieta con el vino? —preguntó la mujer.
—Sólo el Gran Maestro Tang no bebe —contestó el Peregrino—. Los demás podemos tomar unas cuantas copulas.
La misma viuda se encargó de traer una botella de vino caliente. Apenas habían acabado de servirse, cuando se oyeron unos golpes tremendos en la puerta de abajo.
—¡Qué pasa! —exclamó el Peregrino—. ¿Es que se ha caído alguien por las escaleras?
—¡Qué va! —respondió la mujer—. Son unos cuantos braceros que duermen abajo. Como no tengo suficientes sirvientes, les he pedido que vayan con los carros a por las muchachas que han de atenderos. Me figuro que habrán golpeado la puerta sin querer. Ya sabéis lo bruta que es la gente.
—Os agradezco que hayáis sacado a relucir el tema, porque es mejor que no vayan —se apresuró a decir el Peregrino—. Cuando seguimos esa dieta, no podemos acostarnos con ninguna mujer. Además, aún no han llegado los seis hermanos que faltan y no está bien que nosotros nos divirtamos, mientras ellos se afanan con los caballos. Es mejor que esperemos a mañana para pasárnoslo bien con las muchachas. Para entonces habremos vendido ya los caballos y no tendremos ninguna preocupación en la cabeza.
—¡Menudo tipo más inteligente! —exclamó la viuda—. No sólo te ocupas de mantener la paz entre vosotros, sino que, encima, ahorras todas las fuerzas que puedes. —Se volvió a continuación hacia el hueco de la escalera y gritó—: ¡Volved a meter los carros! No es necesario que vayáis a por las muchachas.
En cuanto hubieron terminado de comer, los criados recogieron la mesa y se marcharon. Tripitaka se llegó hasta donde estaba el Peregrino y le susurró al oído:
—¿Dónde vamos a dormir?
—Aquí arriba, por supuesto —contestó el Peregrino.
—Creo que no es el lugar más apropiado —comentó Tripitaka—. Todos estamos muy cansados. Si se le ocurre entrar a alguien de la posada y ve que tenemos la cabeza rapada, en seguida caerá en la cuenta de que somos monjes. Si se pone a gritar, nos creará una situación bastante complicada.
—Tenéis razón —reconoció el Peregrino y volvió a salir a las escaleras. Pegó unos cuantos golpes con el pie y al punto apareció la viuda.
—¿Qué queréis ahora, Maestro Sun? —preguntó, solícita.
—Preguntaros que dónde vamos a dormir —respondió el Peregrino.
—Ahí arriba, por supuesto —afirmó la viuda—. No hay mosquitos y podéis abrir las ventanas, si así lo deseáis. Además, por la noche sopla la brisa del sur y podréis dormir a vuestras anchas. De hecho, vuestro cuarto es el mejor de toda la posada.
—Lo siento mucho, pero aquí arriba no podremos pegar ojo —objetó el Peregrino, muy serio—. Para empezar, al Tercer Maestro Chu no le sienta bien la humedad. El Cuarto Maestro Sha tiene artritis en los hombros, el Gran Maestro Tang no puede dormir con luz y yo no puedo hacerlo si la oscuridad no es total.
La mujer volvió a bajar las escaleras y, apoyándose en el mostrador, suspiró desalentada. Al verla tan abatida, se le acercó una de sus hijas, que estaba criando un niño, y le dijo:
—Como muy bien afirma el proverbio, «para poder sentarte en una playa, tienes que dejar atrás por lo menos diez». Como hace tanto calor, apenas vienen viajeros por aquí, pero después del otoño esto se llena, como si fuera un mercado. ¿A qué vienen esos suspiros?
—No me preocupo por la marcha del negocio —confesó la mujer—, sino porque esta noche, a eso de la primera vigilia, se han presentado cuatro tratantes de ganado y, a pesar de que han elegido la pensión superior, creo que no voy a hacer tanto dinero como había pensado. Juzga, si no, por ti misma: no prueban la carne y les dan miedo las mujeres. ¿No te parece ésa suficiente razón para suspirar?
—¿Qué te impide ganar lo que has calculado? —objetó la hija—. El arroz se lo han comido, ¿no? Pues ya no pueden ir a otra posada. Además, mañana les das la carne y asunto concluido.
—El caso es que no sólo es eso —recalcó la mujer—. Todos parecen estar enfermos. El que no tiene reuma le hace daño la luz e insisten en pasar la noche en un lugar más oscuro. El problema es que nuestros techos sólo tienen una capa de tejas y la luz se filtra por ellas. ¿Dónde voy a meterles, si ninguna de nuestras habitaciones está oscura? Pensándolo bien, lo mejor será que les regale lo que han comido y que se vayan a otra posada.
—No os rindáis tan pronto, por favor —dijo la hija—. Disponemos de un lugar seco y completamente oscuro. Que duerman allí, si es eso lo que quieren.
—¿Te importaría decirme dónde está? —preguntó la mujer, sorprendida.
—¿No te acuerdas? —replicó la hija—. Cuando padre vivía, hizo un armario de metro y medio de ancho por dos y pico de largo y uno de alto. Dentro de él pueden dormir muy a gusto seis o siete personas. ¿Por qué no les decís que pasen la noche allí?
—No sé si aceptarán —contestó la mujer—. De todas formas, por probar no se pierde nada. ¡Eh, Maestro Sun! —dijo, levantando la voz—. Me temo que esta indigna posada no es lo suficientemente grande ni oscura para hombres de vuestra categoría. De todas formas, dispongo de un lugar en el que no entra ni un solo rayo de luz. Ahora, no sé si estaréis dispuestos a pasar en él la noche, porque se trata de un armario. ¿Qué os parece?
—¡Fantástico! ¡Realmente fantástico! —respondió a toda prisa el Peregrino.
Los braceros trajeron el armario y lo pusieron en el piso de abajo. Después de quitarles las puertas, dijeron a los falsos tratantes de ganado que podían bajar a dormir. El Peregrino fue el primero en entrar, seguido del maestro y del Bonzo Sha, que, como siempre, iba con el equipaje. Ba-Chie, por su parte, se coló dentro, sin encomendarse absolutamente a nadie. Más seguro de sí mismo, el Bonzo Sha le entregó el equipaje y ayudó al Monje Tang a acomodarse. Cuando vio que todo estaba dispuesto, el Peregrino volvió a salir y preguntó:
—¿Dónde está el caballo?
—Está comiendo en la parte de atrás de la casa —contestó uno de los criados.
—Pues id a por él y atadlo junto al armario —ordenó el Peregrino, volviéndose a meter—. ¡Señora Chao! —gritó desde dentro—. Poned otra vez las puertas y cerradlas bien. Si no os importa, mirad a ver si hay algún agujero por el que pueda filtrarse la luz y tapadlo con un trozo de papel. Mañana por la mañana no os olvidéis de venir a sacarnos de aquí temprano.
—Según se ve, sois demasiado escrupuloso con todo lo vuestro —dijo la viuda, sonriendo y, después de cerrar las puertas, se retiraron todos a dormir, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, de los cuatro que se encontraban en el interior del armario, que lo estaban pasando francamente mal, porque no estaban acostumbrados a llevar turbantes y, además, hacía un calor francamente insoportable. Por si eso fuera poco, no corría nada de aire, porque todos los agujeros estaban tapados. Con no poca dificultad consiguieron quitarse finalmente las ropas y los turbantes, pero con sus ridículas gorras de monjes apenas sí podían abanicarse. Amontonados unos encima de los otros, sólo pudieron empezar a conciliar el sueño bien entrada la segunda vigilia. El Peregrino, sin embargo, no estaba dispuesto a dejar pasar aquella ocasión de divertirse y, como, de hecho, era el único que no podía dormir, alargó la mano y dio a Ba-Chie un pellizco en la pierna. El Idiota dio en seguida una patada y farfulló:
—Vete a dormir, de una vez. ¿Es que no puedes dejarme tranquilo? ¡No comprendo cómo puede gustarte tanto pellizcar a la gente en las piernas y en los brazos!
—Al principio —empezó a calcular en voz alta el Peregrino a posta— disponíamos de cinco mil libras de plata. Como vendimos algunos caballos por otras tres mil, nos quedan todavía en la bolsa alrededor de cuatro mil. La venta de la yeguada nos proporcionará mañana tres mil libras más, con lo que tenemos asegurados el capital y una ganancia bastante sustanciosa. ¿Para qué pedir más? Eso es más que suficiente.
Ba-Chie estaba tratando por todos los medios de conciliar el sueño y no se molestó en contestarle. Pero los sirvientes, los aguadores y todos los que atendían aquella posada pertenecían a una banda de ladrones y, al oír hablar al Peregrino de tan desorbitada cantidad de plata, fueron a buscar a otros veinte ladrones más con el fin de robar a aquellos prósperos tratantes de caballos. Al entrar con las antorchas y las porras, la viuda Chao y su hija tuvieron la mala fortuna de cruzarse con ellos y se refugiaron a toda prisa en sus aposentos, desentendiéndose totalmente de lo que pudiera ocurrir. A los bandidos sólo les interesaban los huéspedes y las dejaron tranquilas. La cosa, sin embargo, se complicó, porque los buscaron por todas partes y no pudieron dar con ellos.
Tras revolver de arriba abajo el segundo piso, llegaron al patio, donde encontraron un armario realmente enorme con un caballo atado a una de sus patas. Para colmo de sospechas, estaba firmemente cerrado y, por más que lo intentaron, no consiguieron arrancarle las puertas. Eso les hizo decirse:
—Personas como nosotras por fuerza tienen que ser muy observadoras. Si un armario tan pesado está cerrado con tanto esmero, es porque dentro tiene que haber cosas de muchísimo valor. ¿Qué os parece si robamos el caballo, sacamos el armario fuera de la ciudad, lo abrimos y dividimos entre todos lo que contenga?
Sin pérdida de tiempo, los bandidos se armaron de cuerdas y poleas y se dispusieron a sacarlo de la posada. Con el movimiento Ba-Chie se despertó y se quejó, diciendo:
—¿Por qué no te duermes, de una vez? ¿Qué es lo que pretendes conseguir sacudiéndonos de esta forma?
—¡Cuidado que dices tonterías! —se defendió el Peregrino—. ¿Se puede saber quién te está sacudiendo?
—¡Quién ha cargado con el armario! —exclamaron, a su vez, Tripitaka y el Bonzo Sha, despertándose, aterrados.
—¿No podéis hablar un poco más bajo? —les urgió el Peregrino—. ¡Ojalá nos lleven así todo el camino hasta el Paraíso Occidental! Eso nos evitaría tener que andar por esos senderos de mala muerte.
Pero, al salir de la posada, en vez de dirigirse hacia el Oeste, los bandidos salieron por la puerta oriental de la ciudad, viéndose obligados a matar a los soldados que estaban montando la guardia. Tan desafortunado incidente terminó alertando a todos los habitantes de los seis barrios y los tres mercados, entre los que se hallaban no pocos militares. Inmediatamente se personaron en el palacio del comandante encargado de la defensa de la zona este de la ciudad e informaron puntualmente de lo ocurrido. Aquél era un asunto que caía de lleno bajo su responsabilidad. Sin pérdida de tiempo hizo formar a los arqueros y a los guerreros a caballo y les ordenó salir de la ciudad en persecución de los bandidos. Al darse cuenta éstos del gran contingente de tropas que los seguían, renunciaron a la lucha y abandonaron a su suerte el armario y al caballo blanco. Se dispersaron a tal velocidad, que los soldados no pudieron echar mano ni a uno solo de ellos. De todas formas, cargaron con el armario y regresaron, victoriosos, a la ciudad. Al pasar por un lugar iluminado, el comandante vio que el caballo era realmente un ejemplar único. Poseía una melena tan brillante que parecía estar formada por hilos de plata y su cola caía con tal elegancia que daba la impresión de estar hecha de jade. ¿Para qué hablar de la nobleza de los Ocho Dragones?[3] Su trote lento superaba en perfección al del mismísimo Se-Hsiang[4]. Se notaba que sus huesos estaban hechos de oro puro y que era capaz de perseguir al viento a lo largo de más de diez mil kilómetros. Disponía de fuerza suficiente para llegar a las cumbres de las montañas y pacer sobre las verdes nubes, al tiempo que lanzaba relinchos a la luna. Su blancura poseía la belleza de la nieve. Era, en definitiva, la imagen arquetípica de un dragón que hubiera abandonado las islas o de ese unicornio de jade que los hombres tanto desean poseer.
La impaciencia del comandante por montar aquella maravilla era tal, que no esperó a entrar en la ciudad. Ante las murallas cambió de cabalgadura y ordenó a los soldados que llevaran el armario a su palacio, donde él mismo lo selló con sus propias manos. No contento con eso, encargó a un grupo de guardias que lo custodiaran hasta que hubiera salido el sol. Para entonces se habría presentado ya ante el rey le habría hecho entrega del correspondiente informe y habría recibido los parabienes de su majestad, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del monje Tang, que empezó a quejarse de su suerte al Peregrino, diciendo:
—¡Maldito mono! Por tu culpa estoy ahora a punto de perder la vida. Si no nos hubiéramos metido en este armatoste, aun en el caso de ser atrapados y conducidos ante el soberano de este Reino Destructor del Dharma, nos las habríamos arreglado para ofrecerle alguna explicación plausible y salir bien parados de ésta. Ahora, sin embargo, todo se ha acabado. ¿Qué vamos a decirle después de habernos encerrado en un armario, ser secuestrados por unos bandidos y recibir la libertad de manos de las propia fuerzas que van a ajusticiarnos? Todo esto es demasiado complicado para que nos crea. Nos convertiremos en sus víctimas y, así, logrará alcanzar el número de monjes asesinados que se ha propuesto.
—Ahí fuera hay gente ahora —respondió el Peregrino—. Si salimos ahora, nos colgarán sin ninguna consideración o, cuando menos, nos cargarán de cadenas. Si no queremos pasar por eso, tenemos que mostrarnos más pacientes. Cuando nos conduzcan mañana ante el rey, sabré qué responderle, no os preocupéis por eso. Os prometo que no sufriréis ningún daño. Ahora tranquilizaos y procurad dormir un poco.
Pese a todo, a eso de la tercera vigilia, el Peregrino sacó la barra de hierro, le exhaló una bocanada de aliento inmortal y gritó:
—¡Transfórmate!
Al instante se convirtió en un pieza de hierro de tres puntas, muy apta para hacer agujeros. Con ella hizo un pequeño agujero en el suelo del armario. Sacudió después ligeramente el cuerpo y, convirtiéndose en una hormiga, salió tranquilamente de su encierro. En cuanto se sintió libre, recobró la forma que le era habitual y se elevo por los aires, con el fin de echar un vistazo al palacio imperial. El rey dormía plácidamente en su lecho. Valiéndose de la magia de la división corporal y de la concentración divina, se arrancó todos los pelos del brazo izquierdo y, soplando sobre ellos, gritó:
—¡Transformaos! —y al instante se convirtieron en unos Peregrinos de pequeño tamaño.
Volvió a hacer lo mismo con los pelos del brazo derecho y se metamorfosearon en unos insectos productores de sueño. No contento con eso, recitó el conjuro que empieza por la letra Om y al punto se presentaron ante él los espíritus protectores de aquel lugar, a los que encargó que distribuyeran a los Peregrinos de pequeña estatura por el palacio imperial, el centro de mando de los cinco ejércitos, los seis ministerios y las moradas de todos los funcionarios, tanto de los de rango mayor como de los que apenas contaban en la corte. A cada uno de ellos habían de administrarle un insecto productor de sueño, de manera que no pudieran despertarse ni aunque se hiciera sonar un tambor junto a sus cabezas. En cuanto hubo impartido esas instrucciones, sacudió ligeramente la barra de los extremos de oro y exclamó:
—¡Transfórmate!
Al instante se convirtió en cientos de miles de cuchillas de afeitar. Se las entregó a los Peregrinos de pequeño tamaño y les ordenó que recorrieran el palacio, los cuarteles y los ministerios y afeitaran al rape las cabezas de todos los que encontraran. El soberano de aquel reino se había propuesto acabar con el dharma, que llena el universo entero y abarca hasta el mismísimo Tao. De la misma forma que todas las manifestaciones del Triyana son idénticas, la sustancia del dharma es una en su infinita variedad. La verdad empezó a ser conocida, en cuanto al armario de jade se le hizo un agujero. De hecho, la ceguera comenzó a disiparse, una vez que los pelos de oro tomaron posiciones en el lugar que les había sido asignado. Con eso estaba asegurado que el señor del Reino Destructor del Dharma volvería al camino recto y habitaría en el vacío de quien no conoce ni el nacimiento ni la muerte.
Los Peregrinos estuvieron más de media noche afeitando la cabeza a todo el que veían.
En cuanto hubieron concluido la tarea que les había sido encomendada, el Gran Sabio despidió a los espíritus protectores y, sacudiendo una sola vez el cuerpo, recobró todos los pelos de los dos brazos. Apretó seguidamente una de las cuchillas de afeitar y la barra de los extremos de oro recobró la forma que siempre había tenido. Satisfecho, el Peregrino la redujo al tamaño de una simple aguja de bordar y se la metió tranquilamente en la oreja. Para entrar en el armario, no le quedó, pues, más que metamorfosearse en una hormiga y colarse tranquilamente por el agujero que él mismo había hecho. El monje Tang se sintió, de esta forma, más seguro, por lo que, de momento, no hablaremos más de él.
Sí lo haremos, sin embargo, de todas las doncellas que prestaban sus servicios en el harén principal y en las dependencias de las concubinas. En cuanto apareció el sol por el horizonte, se fueron a lavar y comprobaron, horrorizadas, que habían perdido sus espléndidas cabelleras. Los eunucos, tanto los jóvenes como los de más edad, estaban también calvos. Aun así, corrieron a los aposentos de la pareja imperial y empezaron a tañer sus instrumentos, para que la música los arrancara de la despreocupación del sueño. Las lágrimas caían a raudales por sus mejillas, temerosos de lo que pudiera ocurrirles. Pero lo más sorprendente fue que, al levantarse, ¡la emperatriz descubrió, igualmente, que le faltaba el pelo! A toda prisa hizo traer unas lámparas y se dirigió a la cama del dragón. Allí, envuelto en sábanas de seda, ¡yacía un monje totalmente calvo!
La reina empezó a chillar y sus gritos despertaron al rey, que se quedó de piedra, al ver a su esposa sin un solo cabello en la cabeza. Sentándose a toda prisa, preguntó en tono severo:
—¿Se puede saber por qué os habéis cortado el pelo?
—Eso mismo quería preguntaros yo —contestó la reina.
Su majestad se llevó en seguida la mano a la cabeza y, al ver que la tenía tan monda y lironda como su esposa, exclamó, temblando:
—¡¿Qué nos ha sucedido?!
Para entonces la desesperación se había apoderado de todas las concubinas, doncellas y eunucos, que, postrándose de hinojos ante sus majestades, gritaron, angustiados:
—¡De la noche a la mañana todos nos hemos convertido en monjes!
—Esto —dijo el rey con los ojos anegados por las lágrimas— debe de ser el castigo por haber hecho matar a tantos. Os prohíbo —añadió en un tono más sereno— que habléis con nadie de lo ocurrido, pues es posible que algunos de los funcionarios aprovechen la ocasión para criticar mi forma de gobierno. Si no os importa, desearía celebrar las audiencias, como si nada hubiera ocurrido.
Mientras tenía lugar esta conversación, en los ministerios y en los cuarteles se desarrollaba una actividad frenética, pues todo el mundo acababa de descubrir que estaba calvo y se hallaba redactando el correspondiente informe para el emperador. Se sentían como si les hubieran zurcido el rostro con un látigo, pues no sabían a qué atribuir la causa de tan desazonante como extraño fenómeno.
No sabemos de momento qué ocurrió a la mercancía que el comandante del sector oriental había arrebatado a los bandidos. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.