CAPÍTULO LXXIII

Decíamos que el Gran Sabio Sun volvió a colocar al monje Tang en el camino que conducía al Oeste, acompañado por Ba-Chie y el Bonzo Sha. Al poco rato se toparon con un impresionante edificio, que parecía, por su alzada y por la riqueza de su decoración, un auténtico palacio. El monje Tang tiró en seguida de las riendas y, volviéndose hacia el Peregrino, preguntó:

—¿Sabes qué clase de lugar es ése?

El Peregrino levantó la cabeza y vio que el edificio aparecía perfectamente enmarcado por una espléndida cordillera. A lo largo de todo su recinto serpenteaba un arroyuelo, en el que se miraba un denso grupo de árboles, cuya variedad se hacía más ostensible junto al portalón que le servía de entrada. Allí las flores silvestres parecían poseer una fragancia mayor, como queriendo resaltar la gracia de una garza que estaba posada sobre un sauce. Su belleza era tan perfecta, que recordaba el jade envuelto en la neblina. Escondida entre las hojas de un melocotonero, una oropéndola de encendido plumaje desgranaba el embeleso de su canto. Parejas de ciervos vagaban entre el follaje sin temor alguno, mientras en lo alto de los árboles aves venidas de las montañas parecían mantener una animada conversación. En el ambiente flotaba el mismo aire de serenidad que encontraron Liu y Yüan en la Caverna de Tian-Tai[1]. De lo que no cabía duda era que aquélla era la morada de un inmortal. Así se lo hizo saber el Peregrino al maestro, diciendo:

—Ése no es el palacio de ningún rey ni la residencia de alguien realmente rico e importante, sino un templo taoísta o un monasterio budista. Para afirmarlo con seguridad, tendríamos que acercarnos un poco más.

Tripitaka espoleó al caballo y no tardaron en llegar ante su puerta, sobre la que había una losa de piedra de gran tamaño, en la que estaban inscritas las siguientes palabras: «Templo de la Flor Amarilla». Tripitaka se bajó del caballo y Ba-Chie comentó:

—Por fuerza tiene que tratarse de la morada de algún taoísta. Opino que no estaría de más que entráramos a presentarle nuestros respetos. Es posible que nuestra forma de vestir sea distinta, pero ambos nos dedicamos a las mismas prácticas ascéticas.

—Tienes razón —afirmó el Bonzo Sha—. Así podríamos disfrutar un poco del paisaje, mientras el caballo come algo y recobra las fuerzas. Si fuera preciso, también el maestro podría sentarse a la mesa.

Tripitaka expresó su aprobación y pasaron al interior del edificio. Pronto se toparon con una segunda puerta, a cuyos lados había pegadas dos tiras de papel como las que se emplean durante el año nuevo, que decían: «Donde la nieve es blanca y las plantas poseen un tinte amarillento[2] habita un sabio, mientras que donde la hierba es de jaspe y las flores de jade mora un inmortal».

—¡No hay duda! —exclamó Ba-Chie, divertido—. Éste es el palacio de un engreído taoísta, que quema juncos, refina plantas y nunca se aparta de las retortas.

—¿Es que no puedes ser más prudente con lo que dices? —le regañó Tripitaka, propinándole un pellizco—. Ni siquiera conocemos a ese hombre. Además, vamos a estar aquí muy poco tiempo. ¿Qué nos importa a nosotros lo que haga o deje de hacer?

No había acabado de decirlo, cuando dejaron atrás la segunda puerta. El salón principal se encontraba cerrado, pero en el pasillo que se abría hacia el este vieron a un taoísta haciendo medicinas y píldoras. Su forma de vestir no podía ser más peculiar. Llevaba cubierta la cabeza con un gorro de oro revestido de laca de un rojo muy vivo, que contrastaba con el negro brillante de su larga túnica. Calzaba unos zapatos con forma de nube de un llamativo color verde, que no tenia nada que envidiar al amarillo chillón de la faja que el maestro Lu llevaba enrollada a la cintura. Su rostro recordaba a una auténtica calabaza de metal y sus ojos brillaban como astros. Poseía la nariz aguileña de un mahometano y los labios carnosos de un tártaro, pero, por la tormenta de rayos y truenos que de continuo animaba su mente y por su indudable capacidad de domar dragones y tigres, era fácil deducir que se trataba de un auténtico inmortal. Tripitaka se llegó hasta él y, levantando la voz, le saludó, diciendo:

—Este humilde monje os presenta sus respetos.

El taoísta levantó la cabeza y pareció desconcertado ante semejante saludo. Sin embargo, se repuso en seguida y, dejando a un lado las medicinas, se ajustó lo mejor que pudo la horquilla del pelo, se arregló un poco las ropas y corrió hacia los recién llegados, diciendo:

—Perdonadme por no haber salido a daros la bienvenida. Pasad, por favor. Me figuro que estaréis cansado.

Vivamente satisfecho, el maestro se llegó hasta el salón principal. Abrió la puerta y vio las sagradas imágenes de los Tres Puros, ante las que ardían unos cuantos pebeteros cuidadosamente colocados sobre una larga mesa destinada para las ofrendas. El maestro tomó varias varillas de incienso y las metió en los pebeteros. Sólo cuando se hubo inclinado tres veces seguidas ante las imágenes, se volvió hacia el taoísta y le presentó formalmente sus respetos. El taoísta los hizo sentarse en los puestos de honor y, levantando la voz, ordenó que les sirvieran algo de té. No tardaron en aparecer dos muchachos con una bandeja, que lavaron las tazas, limpiaron las cucharas y prepararon las frutas. Lo hicieron de una forma tan ruidosa, que terminaron alertando a las siete muchachas de las Caverna de la Tela de Araña. Habían sido condiscípulas del taoísta, aprendiendo con él los dificilísimos principios de la magia. Después de vestirse y de ordenar a sus hijos adoptivos que se hicieran cargo de Ba-Chie, corrieron a visitarle, pues era mucha la amistad que los unía. Precisamente estaban haciéndose unas túnicas nuevas, cuando vieron a los jóvenes ocupados con los preparativos del té y les preguntaron:

—¿Quiénes son esos huéspedes tan importantes que acaban de llegar? Jamás os habíamos visto tan atareados.

—Creemos que son cuatro monjes —contestaron ellos—. Lo único que sabemos es que el maestro nos ha ordenado tener el té a punto lo antes posible.

—¿Tiene uno de esos monjes la piel bastante blanca y una constitución más bien fornida? —inquirió una de las muchachas.

—Así es —confirmaron los jóvenes.

—¿Posee otro de ellos unas orejas muy grandes y un morro llamativamente largo? —insistió la misma muchacha.

—Efectivamente —volvieron a confirmar ellos.

—En ese caso —concluyó la mujer—, id a servir el té y, sin que os vean, haced una seña al maestro para que salga. Es preciso que hablemos con él de algo realmente importante.

Los muchachos llenaron cinco tazas de té y las llevaron al salón principal.

Arreglándose las ropas lo mejor que pudo, el taoísta cogió una de las tazas y se la ofreció a Tripitaka con las dos manos. Acto seguido hizo otro tanto con Ba-Chie, el Bonzo Sha y el Peregrino. En cuanto hubo concluido la ceremonia, los muchachos recogieron los servicios y volvieron a colocarlos sobre la bandeja. Sin que nadie se diera cuenta, uno de ellos guiñó el ojo al taoísta, que se puso al punto de pie y dijo:

—Si queréis, podéis permanecer sentados, mientras los muchachos retiran las tazas. Sintiéndolo mucho, debo retirarme un momento. Espero que mis discípulos sabrán trataros con el respeto que merecéis.

Complacidos, el maestro y los discípulos abandonaron el salón principal, para ir a gozar del paisaje, acompañados de uno de los jóvenes, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del taoísta, que se retiró a toda prisa a los aposentos privados del guardián del templo, donde encontró a las siete doncellas. Al verle, todas se postraron de hinojos al mismo tiempo, diciendo:

—Es preciso que escuchéis lo que tenemos que deciros, hermano.

—Al llegar —contestó el taoísta, ayudándolas a levantarse—, me dijisteis que deseabais contarme algo importante. Si no me apresté entonces a ello, fue porque la medicina que estaba preparando exigía que no intercambiara ninguna palabra con personas del otro sexo. Ahora, de todas formas, tampoco dispongo de mucho tiempo. Acaban de llegar unos huéspedes y debo atenderlos lo mejor que pueda. ¿No os importaría hablarme de lo que sea un poco más tarde?

—Perdonadnos —contestaron ellas en seguida—, pero lo que tenemos que deciros está precisamente relacionado con esos huéspedes. Cuando se hayan ido, no tendrá ningún valor nuestra información.

—¡Qué manera de hablar es esa! —exclamó el taoísta, soltando la carcajada—. ¿Qué queréis decir con eso de que vuestras palabras sólo tienen valor mientras los huéspedes estén aquí? ¿Habéis perdido el juicio? Yo soy una persona entregada por completo al cultivo de la ciencia de la inmortalidad a través de la serenidad y de la pureza de intenciones. Pero, aunque fuera alguien abrumado por el cuidado de la esposa, de los hijos y de otros asuntos como ésos, os aseguro que esperaría a que mis huéspedes se hubieran marchado para ocuparme en serio de las cosas que me atañen. ¿Cómo voy a mostrarme tan desconsiderado con ellos? Yo soy una persona de principios, así que dejadme salir cuanto antes.

—No te enfades con nosotras, por favor —le suplicaron las muchachas, tirando de él—. De todas formas, nos gustaría preguntarte si sabes de dónde proceden esos huéspedes a los que tanto proteges.

El taoísta no supo qué contestarles, visiblemente turbado.

—Al ir a servir el té —dijo una de las muchachas—, oímos comentar a tus sirvientes que se trataba de cuatro monjes.

—¿Qué tiene eso de malo? —exclamó el taoísta, perdiendo la paciencia.

—Entre ellos se encuentra uno bastante fuerte y con el rostro llamativamente blanco —añadió la misma muchacha, pasando por alto su mal humor—. Le acompaña otro que tiene unas orejas muy grandes y un morro un tanto alargado. ¿Les has preguntado de dónde vienen?

—¿Cómo sabéis que son así? —preguntó, sorprendido, el taoísta—. ¿Es que los habéis visto antes?

—Está claro que no has comprendido bien de qué se trata —explicó otra de las muchachas—. El de la cara blanca es alguien enviado por el Emperador de los Tang al Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas. Esta misma mañana llamó a la puerta de nuestra caverna mendigando algo que llevarse a la boca. Como hacía muchísimo tiempo que habíamos oído hablar del famoso monje Tang, decidimos echarle el guante.

—¿Puede saberse por qué hicisteis semejante cosa? —inquirió el taoísta.

—Para nadie es un secreto —explicó la muchacha— que el monje Tang posee un cuerpo perfecto, que se ha dedicado a la práctica de la virtud durante diez reencarnaciones seguidas. Si le atrapamos, fue porque cualquiera que pruebe un poco de su carne alcanzará una vida sin límites. Para celebrar nuestra buena suerte, fuimos a bañarlos al Arroyo de la Purificación, donde tuvimos la mala fortuna de conocer a ese otro monje de las orejas enormes y el morro largo. Primero nos robó la ropa. Después tuvo la desvergüenza de querer bañarse con nosotras en el estanque y, aunque tratamos de disuadirle no pudimos hacer nada por impedírselo. Saltó al agua y, después de convertirse en un pez, empezó a molestarnos, nadando desvergonzadamente entre nuestras piernas. No nos cabía la menor duda de que estaba dispuesto a abusar de nosotras. Después saltó fuera del agua y recobró la forma que le era habitual. Como vio que no estábamos dispuestas a ceder a sus deseos, cogió un rastrillo de nueve puntas y se empeñó en matarnos a todas. Si no hubiéramos recurrido a la astucia, ahora estaríamos muertas. Afortunadamente, aunque el miedo nos hacía temblar como hojas de bambú sacudidas por la brisa, logramos escapar a tiempo y ordenamos a tus sobrinos que se encargaran de él. No sabemos qué tal les fue en el combate. Estábamos demasiado alteradas para quedarnos a ver quién vencía. En lo único que pensábamos entonces era en buscar refugio en este palacio vuestro. ¡Por nuestra amistad de condiscípulos, vengad, por favor, nuestra deshonra!

Al oír tan larga relación, el taoísta se puso furioso y, rojo de ira, exclamó con la voz alterada por la emoción:

—¡Así que esos monjes son una banda de rijosos desvergonzados! No os preocupéis. Ya me encargaré yo de ellos.

—Si deseáis luchar, podemos echaros una mano —dijeron las muchachas después de darle las gracias.

—¿Quién necesita luchar? —respondió el taoísta—. Como muy bien afirma el proverbio, «quien combate lleva perdido el tres por ciento de la batalla». Venid conmigo en seguida.

Las muchachas le siguieron al interior de la habitación. Allí cogió una escalera, la colocó detrás de la cama y, subiendo por ella con increíble rapidez, sacó un arcón de cuero que tenía escondido detrás de una viga. Medía aproximadamente diez centímetros de largo, cuatro de ancho y dos de alto y estaba protegido con un pequeño candado de cobre. El taoísta se metió la mano por las mangas y sacó un pañuelo de color amarillo hecho con plumas de ganso, en cuya punta había atada una llave casi invisible. Con ella abrió el arcón y sacó, con indecible cuidado, un pequeño paquete de medicinas, que habían sido conseguidas de la forma siguiente: el taoísta había recogido primeramente diez mil kilos de estiércol de los pájaros que habitan en las montañas. Los había cocido después a fuego lento en un recipiente de cobre, manteniendo siempre la misma temperatura, hasta lograr comprimirlos dentro de una taza. No contento con eso, había reducido su tamaño a tres simples pizcas, que había vuelto a someter al fuego en un proceso constante de refinamiento. Fue así como obtuvo un veneno tan extraño y valioso como la más perfecta de las gemas y joyas. Cualquiera que tuviera la desgracia de probarlo iría a presentarse inmediatamente ante el rey Yama. Así se lo hizo saber el taoísta a las muchachas, diciendo:

—Si un mortal tomara la diezmilésima parte de un miligramo de este remedio, moriría mucho antes de que le llegara al estómago. Para un inmortal bastaría con tres milésimas partes. Doy por supuesto que esos monjes estarán lo suficientemente versados en el Tao, por lo que precisarán de una dosis un poco mayor. Alcanzadme, por favor, ese peso.

Una de las muchachas se encargó de pesar doce diezmilésimas partes de tan efectivo veneno, que dividió a continuación en cuatro dosis iguales. El taoísta se encargó después de seleccionar doce dátiles rojos. Los aplastó ligeramente con los dedos y les metió dentro aproximadamente la diezmilésima parte de un miligramo de tan mortal remedio, antes de distribuirlos en cuatro tazas de té. Cogió seguidamente otra más y, para distinguirla, echó en su interior un par de dátiles negros. Cuando la infusión estuvo dispuesta, llenó las tazas y, colocándolas en una bandeja, dijo a las muchachas:

—Voy a hacerles unas cuantas preguntas. Si, en contra de lo que afirmáis, no pertenecen a la corte de los Tang, los dejaré seguir tranquilamente su camino. Si, por el contrario, son originarios de ese país, pediré un poco más de té y vosotras entregaréis esta bandeja a mis criados. En cuanto los monjes prueben esta infusión, morirán y vuestro honor quedará vengado, al tiempo que se disipará vuestra angustia y recobraréis la alegría.

Las muchachas no sabían qué hacer para demostrar su gratitud. Con el fin de parecer cortés, el taoísta se puso una túnica nueva y, llegándose hasta donde estaban el monje Tang y sus discípulos, los invitó, una vez más, a tomar asiento, diciendo:

—Perdonad que me haya demorado tanto, pero era preciso que encargara a mis criados que seleccionaran unas cuantas verduras frescas y unos pocos rábanos y prepararan con ellos una comida vegetariana. No está bien que los huéspedes pasen hambre.

—¿Cómo voy a aceptar vuestra invitación, si me he presentado aquí con las manos vacías?

—Tanto vos como yo somos personas que hemos renunciado a la familia —contestó el taoísta, sonriendo—. En cuanto divisamos las puertas de un templo, estamos seguros de que allí vamos a recibir una buena acogida. ¿A qué viene eso de presentarse con las manos vacías? Éste es también vuestro hogar. ¿Puedo preguntaros a qué monasterio pertenecéis y por qué os encontráis hoy aquí?

—Me encuentro de camino hacia el Monasterio del Trueno, en el Paraíso Occidental, enviado por el Emperador de los Tang en busca de escrituras sagradas. No necesito deciros que ha sido para mí un gran honor poder descansar en esta muy digna morada vuestra.

—Se nota que sois un buda de una virtud y una piedad francamente extraordinaria —respondió el taoísta con el rostro iluminado—. Lo único que lamento ha sido no haber salido a daros la bienvenida con el respeto que merecéis. Os ruego disculpéis mi ignorancia.

Se volvió después hacia la puerta y, levantando la voz, dijo:

—Venid a cambiarnos el té y traed algo de comida.

El más joven de los criados se puso de pie en seguida y corrió a por la bandeja. Las muchachas se la pusieron en las manos, diciendo:

—Aquí tienes el té. Sácalo y no pierdas el tiempo.

Así lo hizo el joven, sin dejar de sonreír. El taoísta cogió una de las tazas con los dátiles rojos y se la ofreció al monje Tang con las dos manos. Al ver la corpulencia de Ba-Chie y del Bonzo Sha, pensó que se trataba de sus discípulos primero y segundo y les dio de beber por ese orden. Dejó al Peregrino en último lugar, creyendo, por lo magro de sus carnes, que era un simple aprendiz. Poco sospechaba él que poseyera un sentido de la observación tan acusado. No le pasó desapercibido, en efecto, que la taza que quedaba en la bandeja contenía dos dátiles negros, mientras que los de las suyas eran rojos.

—¡Un momento! —exclamó, antes de llevarse el brebaje a los labios—. Si no os importa, me gustaría cambiar mi taza por la vuestra.

—A decir verdad —contestó el taoísta, sonriendo—, un cultivador del Tao como yo no siempre tiene a mano todo lo que necesita para preparar un buen té. Yo mismo he tenido que salir en busca de los dátiles. Desgraciadamente, sólo he conseguido reunir una docena y, como habéis apreciado, he reservado para mí los de color menos atractivo. Lo he hecho por respeto hacia vos. Podéis creerme.

—¿Cómo se os ocurre decir semejante cosa? —replicó el Peregrino—. Como muy bien afirmaban los antiguos, «quien se encuentra en su casa no es pobre, solamente lo es quien se halla de camino». ¿Cómo podéis afirmar que carecéis de lo necesario, viviendo, como vivís, en un palacio como éste? Únicamente los que dependemos de la limosna somos realmente pobres. ¡No, no! Dejémonos de tonterías y cambiemos cuanto antes las tazas.

—¿Se puede saber por qué quieres hacerlo? —le regañó Tripitaka—. Si te niegas a beberlo, estarás despreciando la hospitalidad de este respetable inmortal.

Al Peregrino no le quedó más remedio que tomar la taza, la tapó con la palma de la mano derecha y clavó su mirada en sus tres hermanos. Ba-Chie, que se había caracterizado siempre por su voraz apetito, tenía una sed y un hambre realmente espantosas y se dispuso en seguida a dar cuenta del té. Al ver que contenía tres dátiles rojos, se los metió en la boca y se los tragó en un abrir y cerrar de ojos. Otro tanto hicieron el maestro y el Bonzo Sha. Casi inmediatamente Ba-Chie perdió el color de la cara, el Bonzo Sha se puso a llorar, como si fuera una criatura, y el monje Tang empezó a echar espuma por la boca. De repente perdieron la conciencia y cayeron al suelo, desmayados. El Gran Sabio comprendió que habían sido envenenados y tiró, furioso, la taza que tenía en la mano contra la cara del taoísta. Ágil como una rata, levantó el brazo y la porcelana se estrelló contra su manga, antes de hacerse añicos sobre las losas del suelo.

—¡Qué monje más maleducado! —gritó el taoísta, perdiendo la paciencia—. ¿Cómo te atreves a destrozar lo que no es tuyo?

—¡Maldita bestia! —replicó, a su vez, el Peregrino—. ¿Qué explicación puedes dar para hacer esto a mis hermanos? ¿Qué te hemos hecho nosotros para que echaras veneno en el té?

—¿Es que no lo sabes? —contestó el taoísta—. ¡Con vuestra rijosa conducta habéis provocado una gran desgracia!

—¡No sabes ni lo que dices! —se defendió el Peregrino—. Prácticamente acabamos de entrar en tu casa. No hemos tenido ni tiempo de decirte de dónde somos. ¿Cómo íbamos a traer la desgracia sobre la cabeza de nadie?

—¿No os detuvisteis, acaso, en la Caverna de la Tela de Araña a mendigar comida? —replicó el taoísta—. ¿No os bañasteis después todos juntos en el Arroyo de la Purificación?

—Las únicas que se bañaron fueron esas siete muchachas monstruo —respondió el Peregrino—. Si no las conocieras, no hablarías de ellas, lo cual demuestra a las claras que tú perteneces a su misma calaña. ¡No huyas y prueba el sabor de mi barra!

Con una rapidez pasmosa el Gran Sabio se sacó de la oreja la barra de los extremos de oro, la sacudió ligeramente y al punto adquirió el grosor de un cuenco de arroz. Sin pérdida de tiempo, lanzó un terrible golpe contra el rostro del taoísta, que esquivó el golpe haciéndose a un lado y descargando sobre su adversario un peligrosísimo mandoble de su espada. El ruido de la lucha terminó alertando a las muchachas, que acudieron en defensa de su hermano, gritando:

—¡Guarda tus energías! ¡Ya nos encargaremos nosotras de capturar a ese estúpido!

Al verlas, el Peregrino se puso aún más furioso y, blandiendo la barra con las dos manos, se arrojó contra ellas, descargando golpes terribles. Sin inmutarse lo más mínimo, las muchachas se desabrocharon los vestidos y, una vez que tuvieron al aire sus espléndidos vientres, blancos como la nieve, pusieron en práctica los extraordinarios poderes mágicos que poseían. Del ombligo empezaron a salirles una cantidad increíble de cuerdas, que, en un abrir y cerrar de ojos, formaron una especie de ovillo que envolvió totalmente al Peregrino. Comprendiendo que la suerte se estaba volviendo en su contra, recitó un conjuro y se vio libre de aquella maraña, saltando limpiamente por los aires. La curiosidad pudo más que su furia y miró desde lo alto aquellas cuerdas brillantes que producían las muchachas monstruo. Como si alguien manejara una lanzadera gigante, las sogas fueron formando un tupido tejido que envolvió todo el Templo de la Flor Amarilla. La tela de araña era tan enorme, que el edificio desapareció de la vista, como si jamás hubiera existido.

—¡Extraordinario! —exclamó el Peregrino, admirado—. Ahora comprendo que Chu Ba-Chie se cayera tantas veces. Ha sido una suerte que haya conseguido escapar. De todas formas, ¿qué puedo hacer? El maestro y mis hermanos han sido envenenados y no tengo ni idea de los poderes exactos de esas mujeres. Lo mejor será que vuelva a llamar al espíritu de estas tierras y le haga unas cuantas preguntas más.

En seguida bajó de las nubes y, haciendo un signo mágico con los dedos, recitó un conjuro, que arrancó de su placentera vida al dios de aquella región. Temblando de pies a cabeza, el anciano espíritu cayó rostro en tierra y, después de golpear repetidamente el suelo con la frente, preguntó con voz insegura:

—¿No habíais liberado ya a vuestro maestro, Gran Sabio? ¿Qué os ha hecho volver sobre vuestros pasos?

—Es verdad que reanudamos la marcha —reconoció el Peregrino—, pero nos hemos vuelto a topar con el mismo problema en el Templo de la Flor Amarilla, que no se encuentra muy lejos de donde nos vimos por primera vez. Entramos a echar un vistazo, pero el taoísta que lo atiende nos recibió con fingido respeto y envenenó a mis tres hermanos con un té ponzoñoso. Afortunadamente, yo no lo probé y cargué contra él con mi barra de hierro. En seguida empezó a decir que si habíamos mendigado comida en la caverna de la Tela de Araña y que si después nos habíamos bañado en el Arroyo de la Purificación, y eso terminó convenciéndome de que también él era un monstruo. Cuando más enzarzados estábamos en el combate, se presentaron las siete muchachas y empezaron a arrojar cuerdas de seda. Menos mal que fui más rápido que ellas y logré escapar a tiempo; si no, no sé lo que habría sido de mí. Como llevas muchos años de dios de esta región, pensé que, quizás, podrías ofrecerme alguna información sobre ellas. Qué clase de monstruos son…, en fin…, todas esas cosas. Si lo haces, te prometo que no te daré ninguna paliza.

—Esos monstruos —explicó el dios de aquellas tierras, golpeando respetuosamente el suelo con la frente— llevan en esta región menos de diez años. Hace aproximadamente tres, realicé ciertas investigaciones y así descubrí que se trata de siete arañas espíritu. Las sogas de seda que lanzan son, en realidad, sus telas.

—Si es verdad eso —concluyó el Peregrino—, son más fáciles de dominar de lo que pensaba. Ahora retírate y procura no entrometerte en mis planes.

El dios arreció en sus golpes contra el suelo y se marchó tan rápidamente como había venido. El Peregrino se llegó, entonces, hasta el Templo de la Flor Amarilla y, arrancándose setenta pelos de la cola, exhaló sobre ellos una bocanada de aire inmortal y gritó:

—¡Transformaos!

Al instante se convirtieron en otros tantos Peregrinos de pequeña estatura. No contento con eso, lanzó sobre la barra de hierro un poco del aire que almacenaba en los pulmones y al punto la metamorfoseó en siete decenas de tridentes, que entregó a los Peregrinos de reducido tamaño que le rodeaban. Al frente de ellos se lanzó contra aquel enorme ovillo de seda, clavándole con fuerza los tridentes y tirando de ellos hasta lograr romper una cuerda cada uno. Su energía era tal que en un abrir y cerrar de ojos lograron quebrar no menos de trescientos cincuenta kilos de cuerdas. De esta forma, consiguieron abrirse paso hacia el interior de aquel enorme capullo, donde se encontraron con siete arañas tan grandes como toneles, que les suplicaron, temblorosas:

—¡Perdonadnos, por favor, la vida!

Pero los setenta Peregrinos no hicieron caso de sus gestos de sumisión y las tumbaron boca arriba, negándose a dejarlas partir. El Gran Sabio se opuso, de momento, a que las mataran, diciendo:

—No acabéis todavía con ellas. Si quieren seguir viviendo, tendrán que devolvernos a nuestros hermanos.

—¡Por lo que más queráis! —gritaron las arañas, volviendo la cabeza hacia donde se encontraba escondido el taoísta—. ¡Haced lo que os dice! No nos hace ninguna gracia morir de esta forma.

—¿A mí qué me importa? —replicó el taoísta, saliendo de su escondite—. Lo siento mucho, pero no puedo salvaros. He decidido comerme al monje Tang y eso es lo que voy a hacer.

—Si no me devuelves al maestro —gritó el Peregrino, fuera de sí—, correrás la misma suerte que tus hermanas.

No había acabado de decirlo, cuando sacudió ligeramente el tridente que tenía en las manos y volvió a transformarse en la temible barra de hierro. Blandiéndola con las dos manos, la dejó caer con fuerza sobre las arañas, que al instante quedaron reducidas a una masa sanguinolenta. Sacudió después el rabo y, tras recuperar todos los pelos que se había arrancado, corrió detrás del taoísta. Enfurecido por la repentina muerte de sus hermanas, éste desenvainó la espada e hizo frente a su perseguidor. Dio, así, comienzo uno de los combates más duros que se hayan contemplado jamás. Los dos contendientes pusieron en juego todos sus conocimientos mágicos, blandiendo uno la espada y, el otro, la barra de los extremos de oro. El odio guiaba cada uno de sus golpes, pues no estaban dispuestos a permitir que el monje Tang fuera devorado ni que la muerte de las siete doncellas quedara impune. Los dos bandos creían guerrear por una causa justa y eso hacía más llevadero su sacrificio. Poca diferencia había en su forma de luchar. Si el Gran Sabio poseía una fuerza sin límites, la bravura del inmortal era, francamente, digna de encomio. No había movimiento, por mucho esfuerzo que exigiera su ejecución, al que no se entregaran sus cuerpos. Sus manos se retorcían como poleas, buscando un golpe definitivo. Al entrechocar, la espada y la barra emitían un ruido tan terrible que hacían temblar las nubes, mientras las bocas de los guerreros que las blandían emitían de continuo denuestos e insultos. Ni un solo momento dejaron de atacar y retroceder, para volver, otra vez, a la carga. La lucha prosiguió hasta que el viento bramó con fuerza y las nubes de polvo que levantaban sus pasos terminaron asustando a los tigres y a los lobos. El cielo y la tierra se cubrieron de arena y las estrellas parecieron ir perdiendo, poco a poco, su brillo. El taoísta resistió valientemente los primeros cincuenta asaltos del Gran Sabio. A partir de entonces empezaron a flaquearle las fuerzas, hasta que, de pronto, le abandonaron por completo. Se desprendió entonces de su faja y empezó a desabrocharse la túnica, que cayó al suelo haciendo un ruido muy peculiar.

—¡Mi querido hijito! —exclamó el Peregrino en tono de burla—. ¿De qué va a servirte quedarte desnudo, cuando has perdido totalmente las fuerzas?

El taoísta no dijo nada. Levantó los brazos y aparecieron a la altura de sus costillas más de mil ojos, que empezaron a lanzar rayos de un poder francamente aterrador. Al mismo tiempo, comenzaron a salirle por los sobacos una especie de nubes de color amarillento, que resaltaban aún más el aspecto ígneo de aquellas miradas. Era como si alguien hubiera colocado pequeñas barritas de oro a la derecha y a la izquierda de su cuerpo o se hubiera empeñado en colgarle diminutas campanitas de cobre. Pero, en realidad, no eran más que la expresión de la magia del taoísta, una simple manifestación de sus extraordinarios poderes. Al parpadear, parecía como si el sol, la luna y los demás astros hubieran perdido parte de su brillo. Cuando permanecían abiertos, sin embargo, era tal la cantidad de calor que emitían, que el aire se tornaba tan reseco como el de un desierto. El Gran Sabio, Sosia del Cielo, cayó presa de su embrujo y apenas se podía mover, como si se encontrara en el interior de una prisión de rayos y de neblina amarillenta. Desconcertado, trató de huir de allí, Pero le fue imposible dar un paso hacia delante o hacia atrás. Lo único que consiguió fue girar sobre sí mismo, como si se hallara dentro de un tonel de luz. Por si eso fuera poco, el calor se hacía cada vez más insoportable. Presa del pánico, intentó romper aquella cárcel ue rayos luminosos saltando hacia arriba, pero eran tan sólidos que cayó al suelo patas arriba. El golpe le había dejado la cabeza dolorida. Al pasarse la mano por el punto exacto que había entrado en contacto con los haces de luz, comprobó, sorprendido, que tenía la piel reblandecida.

—¡Qué mala suerte! —se dijo, profundamente preocupado—. ¡Ya ni la cabeza me sirve para nada! Antes ni las hachas ni las cimitarras eran capaces de hacerme el menor rasguño. Ahora bastan unos simples rayos para abrirme la piel. Quién sabe si, con el tiempo, se me cerrará la herida o se me pudrirá, como si estuviera leproso. Lo más probable es que me quede una cicatriz.

La temperatura se hizo aún más insoportable y volvió a decirse:

—No puedo moverme para ningún sitio. ¿Qué puedo hacer, si ni siquiera soy capaz de volar hacia arriba? En fin, sólo me queda un camino: el de abajo. Vamos a ver qué tal me sale la cosa.

Sin pensarlo más, recitó un conjuro y, después de sacudir ligeramente el cuerpo, se convirtió en un pangolín, también conocido por el nombre de oso hormiguero. Sus garras parecían estar hechas de un acero tan bien templado, que no tenía problema alguno en horadar montañas y en reducir a añicos las rocas, como si fueran simples masas de harina. En tan extraordinaria tarea se veía ayudado tanto por la fuerza de sus músculos como por las férreas escamas que cubrían su cuerpo. Sus ojos, brillantes como dos luceros, estaban totalmente adaptados a la vida subterránea, lo mismo que su hocico, afilado como el pico de un ave, que superaba en potencia a los taladros más efectivos. Así son, en efecto, los pangolines, animales famosos en las artes médicas, a los que el vulgo llama simplemente osos hormigueros.

Endureciendo cuanto pudo la cabeza, el Peregrino horadó con ella la tierra hasta alejarse unos treinta kilómetros del taoísta. Los haces de luz únicamente alcanzaban una distancia de quince o dieciséis kilómetros, por lo que decidió salir a la superficie. Tras recobrar la forma que le era habitual, sintió que el cansancio se apoderaba de sus músculos. Le dolía todo el cuerpo y, echándose a llorar, gritó, desesperado:

—¡Oh, maestro! ¡Cuántas penalidades y cuántas desdichas hemos pasado juntos desde aquel día en que decidí abrazar la fe y seguir vuestros pasos camino del Occidente! ¿Por qué hemos venido a naufragar en un remanso, después de haber cruzado tantos mares procelosos?

Cuando más profunda era su pena, oyó que alguien estaba también llorando en la otra parte de la montaña. Picado por la curiosidad, se levantó, se secó las lágrimas y se dirigió hacia el lugar del que parecían provenir los llantos. No tardó en descubrir a una mujer vestida con ropa de luto. Llevaba en la mano izquierda un cuenco lleno de sopa de arroz ya fría y en la derecha unos cuantos billetes de papel moneda para los espíritus.

Con paso cansino se acercó al Peregrino, que sacudió la cabeza y musitó para sí mismo:

—¡Qué verdad es eso de que la persona que llora pronto encuentra a alguien que se lamenta y la que tiene el corazón apenado no tarda en hallar a quien roto lo tiene por el dolor! Me pregunto por qué se lamentará de esa forma. Lo mejor será que lo averigüe en seguida.

Al llegar a su altura, el Peregrino se inclinó con respeto y le preguntó:

—¿Queréis decirme, buena mujer, por qué lloráis de esa forma?

—Con motivo de la compra de unas cañas de bambú —explicó la mujer, entornando los ojos a causa del llanto— mi marido tuvo una discusión con el señor del Templo de la Flor Amarilla y, en venganza, éste le envenenó con una taza de té ponzoñoso. Siempre fue cariñoso y atento conmigo. Por eso me dirijo ahora hacia su tumba a quemarle unos cuantos billetes de moneda para los espíritus.

Al oírlo, el Peregrino arreció en su llanto y la mujer, enfadada, le regañó, diciendo:

—¿Es que has perdido el juicio? ¿Cómo te atreves a burlarte de mí, cuando estoy llorando la muerte de mi esposo? ¿A qué vienen esas lágrimas y esa expresión de pena?

—No lo toméis a mal, señora —contestó el Peregrino, agachando la cabeza—. Me llamo Sun Wu-Kung y soy el discípulo más antiguo de Tripitaka, hermano del Gran Emperador de los Tang, cuyo imperio abarca todas las Tierras del Este. Al pasar por el Templo de la Flor Amarilla, camino del Paraíso Occidental, decidimos dejar descansar al caballo y entramos a saludar al taoísta. Lo que menos esperábamos es que fuera un monstruo, que había realizado un pacto de hermandad con siete arañas, cuyos dominios se encuentran no muy lejos de aquí. Eran antiguas conocidas nuestras, pues en una ocasión habían tratado ya de comerse a nuestro maestro. Afortunadamente, se lo impedimos mis hermanos y yo, que, dicho sea de paso, responden al nombre de Ba-Chie y el Bonzo Sha. Eso las hizo perder la cabeza de rabia e hicieron creer al taoísta que habíamos abusado de ellas. En venganza, nos dio a beber un té envenenado, que sólo yo tuve la fortuna de rechazar. Mis tres hermanos siguen encerrados, junto con el caballo, en el interior del templo. Al verlos desplomarse sin vida de sus asientos, arrojé la taza contra la cara del taoísta, que en seguida se enfrentó a mí con su espada. Las arañas, como era de esperarse, se pusieron de su parte y trataron de atraparme con sus cuerdas de seda. Logré escapar gracias a mis poderes mágicos, de los que me serví, igualmente, para hacer venir a mi presencia al dios de esta región. Fue él el que me reveló que se trataba de simples arañas, cosa que me movió a servirme de la técnica de la multiplicación corporal para destrozar sus telas y acabar con ellas. Cuando vio la facilidad con que mi barra de hierro las había reducido a una pulpa sanguinolenta, el taoísta quiso vengarlas y volvió a medir sus fuerzas conmigo. Más de sesenta veces resistió mis embates, pero, cuando estaba a punto de ser derrotado, se quitó las ropas y volvió contra mí los mil ojos que tiene a ambas partes del cuerpo. Emiten unos rayos de luz tan extraordinaria, que me inmovilizaron por completo y no pude escapar a su influjo, por más que lo intenté. Cuando más desesperada parecía mi situación, me transformé en un oso hormiguero y, haciendo un agujero en la tierra, conseguí huir de aquella prisión sin muros ni foso. Hace un momento estaba llorando a los míos, cuando oí vuestro llanto y decidí preguntaros a qué obedecía. Después vi que llevabais en la mano unos cuantos billetes de papel moneda para los espíritus y eso me hizo comprender que era el más pobre de todos los hombres, pues no tenía nada que ofrecer a mi maestro y a mis dos hermanos. Apenado, lloré con más intensidad que antes. ¿Cómo iba a burlarme de vos?

—No lo toméis a mal, por favor —dijo la mujer, dejando a un lado los billetes y el cuenco con la sopa de arroz—. No sabía que también vos estuvierais sufriendo. Por lo que acabáis de relatar, deduzco que no conocéis la identidad de ese taoísta. Se trata, de hecho, del Diablo de los Cien Ojos, también conocido como el Monstruo de las Muchas Pupilas. De todas formas, si valiéndoos de vuestros poderes metamórficos, os habéis enfrentado a él y habéis conseguido, incluso, escapar de su red de rayos luminosos, ha sido porque vuestro dominio de la magia no es, ciertamente, menor que el suyo. Aun así, os sigue resultando sumamente difícil acercaros a él. Existe, sin embargo, una inmortal que podría ayudaros a hacer frente a esos haces de luz y, así, derrotar al taoísta.

—¿De quién se trata, señora? —suplicó el Peregrino, inclinándose con respeto ante ella—. Decidme el nombre de esa inmortal, para que pueda ir a verla inmediatamente. Si consigo convencerla para que venga hasta aquí, no sólo habré salvado a mi maestro, sino que también habré vengado a vuestro marido.

—Si lo hago y ella accede a vuestra petición —replicó la mujer sacudiendo la cabeza—, me temo que lo único que conseguiréis será vengaros. Vuestro maestro continuará para siempre bajo sus garras.

—¡¿Qué queréis decir con eso?! —exclamó el Peregrino.

—El veneno de ese tipo es de los más fuertes que existen —explicó la mujer—. Cuando una persona lo toma, al cabo de tres días se le destruyen por completo los huesos y la médula. La distancia que nos separa de la morada de la inmortal de la que te he hablado es tanta, que no podrás traerla a tiempo de salvar a tu maestro.

—No te preocupes por eso —respondió el Peregrino—. Sé moverme con rapidez. Lo único que necesito es medio día.

—En ese caso —concluyó la mujer—, escúchame con atención. A dos mil kilómetros de aquí se levanta una montaña llamada de la Nube Morada. En ella se abre la Caverna de las Mil Flores, donde habita una inmortal, que responde al nombre de Pralamba[3]. Sólo ella es capaz de acabar con ese monstruo.

—¿Dónde se encuentra exactamente esa montaña? —preguntó, una vez más, el Peregrino—. Aún no me habéis dicho la dirección que debo seguir.

—Dirigíos siempre hacia el sur —contestó la mujer, señalando hacia allí con el dedo. El Peregrino volvió la cabeza y ella se desvaneció, como si nunca hubiera existido.

Desconcertado, el Peregrino se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la frente, al tiempo que decía:

—¿Qué Bodhisattva sois? Estaba tan ocupado en estos asuntos terrenales que me traigo entre manos, que he sido incapaz de ver en vos a un emisario de lo alto. Decidme cómo os llamáis, para que pueda honrar vuestro nombre con el respeto que merece.

—¿No me reconocéis, Gran Sabio? —preguntó una voz desde arriba—. Soy yo.

El Peregrino levantó en seguida la vista y vio que se trataba de la Anciana Dama del Monte Li[4]. Sin pensarlo dos veces, se elevó hacia lo alto y, tras darle las gracias, preguntó:

—¿De dónde veníais, señora, cuando decidisteis iluminarme con vuestra presencia?

—Cuando regresaba a casa, después de haber tomado parte en el Festival del Árbol de la Flor de Dragón —explicó la Bodhisattva—, me enteré de la suerte que había corrido vuestro maestro y decidí aparecerme a vos bajo la forma de una viuda reciente, con el fin de arrancarle de los lazos de la muerte. Para ello, debéis ir cuanto antes a ver a Pralamba, pero procurad no decirle que la idea ha salido de mí. Esa inmortal tiene la mala costumbre de echar a la gente la culpa de todo.

El Peregrino volvió a darle las gracias y, remontándose de un salto por encima del cielo, no tardó en llegar a la Montaña de la Nube Morada. No le costó mucho trabajo descubrir la Caverna de las Mil Flores. A su alrededor crecían pinos centenarios, cuyo frescor se extendía hasta el último rincón del paisaje; altísimos cedros, que parecían estar hechos de jade; sauces de un profundo color verde, que festoneaban todos los senderos de la montaña; flores exóticas, cuyos capullos llenaban, hasta atascarlos, los riachuelos y los arroyos; orquídeas de aromas penetrantes, que cubrían los muros de piedra, y un sinfín de hierbas silvestres, que brillaban como gemas bajo los rayos del sol. Cerca de la caverna fluía un arroyo, cuyas aguas poseían el verdor del jade y en las que se reflejaban grupos de nubes, que parecían sellar los troncos huecos de árboles milenarios. Entre las ramas legiones de aves desgranaban su canto, poniendo un contrapunto de bullicio al sereno deambular de los ciervos. El llamativo color verde de los bambúes daba la impresión de haber sufrido un proceso de refinamiento, lo mismo que las hojas rojizas de los ciruelos. Un cuervo acababa de posarse en lo alto de un árbol y escuchaba, embelesado, los melodiosos trinos de un pájaro de pequeño tamaño posado en una rama más abajo. El trigo crecía abundante en todos los campos, haciendo prever una cosecha realmente espléndida. Durante las cuatro estaciones las hojas permanecían aferradas a sus ramas, permitiendo a las flores abrir sus capullos a lo largo de los ocho períodos. El aire que flotaba por encima de aquel paisaje estaba cargado de buenos augurios. No en balde en él se formaban nubes sagradas, que ascendían hasta el corazón mismo del gran vacío.

Emocionado ante tantas muestras de santidad, el Gran Sabio inició el descenso y comprobó, sorprendido, que la belleza aumentaba a medida que descendía. Lo que más llamaba la atención, de todas formas, es que no hubiera rastro alguno de presencia humana. El silencio era tan absoluto, que ni siquiera se escuchaban los cacareos de las gallinas ni el ladrido de los perros.

—¿Es posible que no sea ésta la morada de la inmortal que he venido a buscar? —se preguntó el Peregrino, alarmado.

Siguió caminando y, al cabo de unos cuantos kilómetros, se encontró con una monja taoísta sentada sobre un cojín. Cubría su cabeza un sombrero de seda que recordaba las delicadas formas de cinco clases de flores distintas; no desdecía en nada de la belleza de su túnica, totalmente tejida con hilos de oro. Calzaba unos zapatos con forma de pico de fénix y llevaba protegida la cintura con una faja doble de seda. Una tupida red de arrugas surcaba su rostro, trayendo a la mente el recuerdo de las primeras escarchas del otoño. Su voz, por el contrario, poseía la frescura saltarina de las aguas del arroyo que fluía a las puertas mismas de su mansión. Hacía mucho tiempo que había aprendido los principios de los Tres Vehículos y había memorizado las Cuatro Grandes Verdades[5]. Su cercanía al vacío absoluto le había conferido una virtud a toda prueba, modelando eficazmente su inteligencia y adquiriendo, así, una libertad absoluta. Aquella mujer no era otra que la Bodhisattva de la Caverna de las Mil Flores, también conocida por el honorable nombre de Pralamba. Al reconocerla, el Peregrino aceleró el paso y, llegándose hasta ella, la saludó, diciendo:

—Os presento mis respetos, Bodhisattva.

La Bodhisattva se levantó en seguida del cojín y, juntando las manos a la altura del pecho, preguntó, después de devolverle el saludo:

—Disculpadme, Gran Sabio, por no haber salido a daros la bienvenida. ¿Queréis decirme de dónde venís?

—¡¿Cómo me habéis reconocido con tanta rapidez?! —exclamó el Peregrino—. ¿Quién os ha dicho que yo soy el Gran Sabio?

—Cuando sumisteis el Palacio Celeste en una total confusión —explicó Pralamba—, vuestro retrato fue mostrado a todos los dioses del universo. ¿Por qué no habría de reconoceros, nada más veros?

—Tenéis razón —reconoció el Peregrino—. Como muy bien afirma el proverbio, «lo bueno no lo conoce nadie, mientras que la fama de lo malo alcanza los cinco mil kilómetros». Estoy seguro de que no sabéis que me he arrepentido de todo cuanto hice y he aceptado la fe budista.

—¡¿De verdad?! —exclamó Pralamba, gratamente sorprendida—. ¿Cuándo lo habéis hecho? Permitidme que os dé la enhorabuena.

—Por poco no podéis hacerlo, porque he estado a punto de perecer —explicó el Peregrino—. Ahora soy el discípulo más antiguo del monje Tang, a quien se ha encargado que vaya al Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas. Desgraciadamente el taoísta del Templo de la Flor Amarilla le ha envenenado con una taza de té ponzoñoso y, aunque he desplegado contra él todos mis conocimientos bélicos, ha desbaratado todos mis planes, haciendo uso de sus potentísimos haces de luz. Si he logrado escapar de su red, ha sido gracias a mis vastísimos poderes mágicos. De todas formas, he sido afortunado, al enterarme de que únicamente vos podéis poner fin a esos rayos. Ése es el motivo de que haya decidido venir a presentaros mis respetos.

—¿Quién os lo dijo? —replicó la Bodhisattva, sorprendida—. Llevo sin salir de casa desde la Fiesta de las Limosnas. Nadie me conoce, porque mi nombre ha permanecido oculto durante todo este tiempo. ¿Cómo os las habéis arreglado vos para descubrirlo?

—¿Acaso olvidáis mi fama de intrigante? —replicó el Peregrino—. Aunque os hubierais escondido en el centro de la tierra, habría dado con vos.

—Reconozco que astucia no os falta —admitió la Bodhisattva—. Estaba decidida a no abandonar este lugar jamás, pero, puesto que habéis venido personalmente a pedírmelo y se encuentra en juego vuestra empresa de conseguir las escrituras, creo que lo mejor será que os acompañe.

—Disculpad mi ignorancia —dijo el Peregrino, después de darle las gracias—, pero ¿os importaría revelarme qué armas vais a usar para atrapar a ese monstruo?

—Me bastará con una simple aguja de bordar —contestó la Bodhisattva.

—¿Estáis tratando de confundirme? —protestó el Peregrino—. Si hubiera sabido que únicamente necesitabais una aguja de bordar, no habría venido a molestaros. Yo mismo puedo agenciarme un carro entero de ellas.

—Esas agujas de las que habláis están hechas de metal y no sirven para nada —replicó Pralamba—. La mía, por el contrario, no tiene nada que ver con el hierro, el oro o el acero. Está relacionada con algo que crece en los ojos de uno de mis hijos.

—¿Quién es ese hijo del que habláis? —preguntó el Peregrino.

—La Estrella de Orion —contestó Pralamba.

El Peregrino no supo qué decirle. No tardaron en ver el fulgor de los haces de luz y, extendiendo el brazo, el Gran Sabio informó:

—Ahí está el Templo de la Flor Amarilla.

Pralamba se sacó entonces del cuello una aguja de bordar, poco mayor de dos centímetros de larga y tan fina como una ceja. La lanzó con una mano hacia arriba y al poco tiempo se escuchó un fuerte sonido, que hizo desaparecer al instante todos los rayos de luz.

—¡Es fantástico, Bodhisattva! ¡Realmente fantástico! —exclamó el Peregrino—. Vamos a buscar la aguja.

—¿Para qué? —replicó Pralamba con la palma de la mano extendida—. ¿No ves que la tengo aquí?

El Peregrino y la Bodhisattva descendieron al mismo tiempo de las nubes y se dirigieron hacia el templo. El taoísta estaba acurrucado contra la puerta con los ojos cerrados y sin atreverse a moverse.

—¡Maldita bestia! —le insultó el Peregrino, al pasar a su lado—. Ahora quieres hacerte pasar por un ciego, ¿eh? ¡Pues vas a saber lo que es bueno! —y se sacó la barra de hierro de detrás de la oreja con ánimo de asestarle un buen golpe, pero se lo impidió la Bodhisattva, diciendo:

—Déjalo, Gran Sabio. Lo primero que tenemos que hacer es ir a buscar a tu maestro.

El Peregrino se dirigió directamente al salón de invitados, donde sus tres hermanos seguían tumbados en el suelo y con la boca totalmente llena de espuma. Al verlos, el Peregrino no pudo contener las lágrimas y preguntó, desesperado:

—¿Qué puedo hacer?

—¡No sigáis lamentándoos, por favor! —le urgió Pralamba—. Puesto que, por fin, me he decidido a abandonar mi mansión, creo que ha llegado el momento de conseguir también yo algún mérito. Aquí tengo tres pastillas que son un auténtico antídoto contra el veneno que han tomado.

El Peregrino se inclinó, respetuoso. La Bodhisattva se sacó de entre las mangas un papel lleno de agujeros, lo desenvolvió y seleccionó tres píldoras de un color rojo intenso. En seguida se las confió al Peregrino, encargándole que metiera una en la boca de cada monje. Le costó trabajo abrirles los dientes, pero consiguió hacerles tragar a todos el remedio. La medicina no tardó en llegar a sus estómagos y, poco a poco, empezaron a reaccionar. Pero no recobraron el conocimiento hasta que no hubieron expulsado todo el veneno. Ba-Chie fue el primero que se incorporó, quejándose lastimosamente:

—¡Tengo unas ganas terribles de devolver!

—¡Qué mareo! —exclamaron, por su parte, Tripitaka y el Bonzo Sha, abriendo los ojos—. ¿Qué ha ocurrido?

—Habéis sido envenenados con una taza de té ponzoñoso —explicó el Peregrino—. Deberíais agradecer a la Bodhisattva Pralamba que os haya liberado de la muerte.

En seguida Tripitaka se puso de pie y se arregló las ropas lo mejor que pudo, antes de darle las gracias.

—¿Dónde está ese taoísta? —preguntó Ba-Chie—. Quiero interrogarle, para ver si descubro por qué quería matarnos.

El Peregrino le contó entonces lo que habían hecho las arañas y él, lejos de calmarse, se puso aún más furioso y concluyó:

—Si este tipo hizo realmente un pacto de hermandad con esas arpías, por fuerza también tiene que ser él un monstruo.

—Está ahí fuera —dijo el Peregrino, señalando con la mano—, acurrucado contra la puerta y haciéndose pasar por ciego.

Ba-Chie agarró el rastrillo y trató de ir a matarle, pero se lo impidió Pralamba, diciendo:

—Tratad de calmaos, Mariscal de los Juncales Celestes. El Gran Sabio está al tanto de que vivo completamente sola. Me gustaría llevarme a ese taoísta, para que se encargue de guardarme la puerta.

—Es mucho lo que os debemos por la amabilidad que habéis mostrado con nosotros —respondió el Peregrino—. Haced con él lo que queráis. Lo que sí desearíamos es que nos permitierais ver la forma que le es habitual.

—No hay cosa más fácil que ésa —contestó Pralamba, dirigiéndose hacia donde estaba el taoísta. Al llegar a su altura, le señaló con el dedo. Al instante se le desprendió del cuerpo una especie de polvillo y se manifestó tal cual era: un enorme ciempiés de cerca de siete metros de largo.

Pralamba lo cogió con un dedo y, montándose en una nube, se dirigió a toda prisa hacia la Caverna de las Mil Flores.

—¡Qué mujer más extraordinaria es esa Bodhisattva! —exclamó Ba-Chie, viéndola partir—. ¿Cómo habrá podido dominar con tanta facilidad a una criatura tan peligrosa como ésa?

—Le pregunté qué arma necesitaba para hacer frente a los rayos de esa bestia y me contestó que le bastaba con una pequeña aguja de bordar, hecha con cierto producto que crece en el interior de los ojos de su hijo —relató el Peregrino—. Extrañado, volví a preguntarle por su identidad y me reveló que no era otro que la Estrella de Orion. Puesto que éste es, en realidad, un gallo, deduzco que su madre debe de ser una gallina. Eso explica que le haya dominado con tanta facilidad, pues no existe, en efecto, peor enemigo de los ciempiés que los pollos.

Al oír eso, Tripitaka arreció en sus muestras de reconocimiento y respeto. A continuación se puso de pie y ordenó a sus discípulos:

—Recoged todo y vamonos de aquí.

El Bonzo Sha encontró algo de arroz y un poco de grano y preparó con ello algo de comer. Una vez recobradas las fuerzas, cogieron el equipaje y el caballo y salieron, de nuevo, al camino. En cuanto hubieron traspuesto las puertas, el Peregrino volvió sobre sus pasos e hizo un fuego en la cocina, que en muy poco tiempo terminó reduciendo el templo a cenizas. De esta forma, gracias a la intervención de Pralamba, el monje Tang recobró la vida, sometiéndose el Monstruo de las Muchas Pupilas a los imperativos de la virtud.

No sabemos, de momento, qué es lo que aguardaba a los peregrinos a lo largo del camino que aún les quedaba por recorrer. El que quiera averiguarlo deberá escuchar con atención las explicaciones que se brindan en el siguiente capítulo.