CAPÍTULO XCIX

De momento no hablaremos de los Ocho Vajra que acompañaron al monje Tang en el viaje de regreso a las tierras de las que había partido, sino de los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales, de los Cuatro Centinelas, de los Seis Dioses de la Luz, de los Seis Dioses de las Tinieblas y de los Protectores de los Monasterios. Juntos se presentaron ante la primera de las tres puertas y dijeron a la Bodhisattva Kwang-Ing:

—Nos ordenasteis que prestáramos nuestra protección al monje Tang, cosa que hemos hecho con la dedicación que de nosotros se esperaba. Ahora que todo ha concluido felizmente y vos misma habéis regresado a la mansión del Patriarca Budista, ¿nos permitís devolveros la orden que en su día nos confiasteis?

—¡Ciertamente que sí! —respondió la Bodhisattva, complacida—. ¿Podéis describirme la actitud de los peregrinos a lo largo del viaje?

—En todo momento dieron muestras de una piedad y de una determinación realmente digna de encomio, como vos misma habréis podido apreciar —contestaron los diferentes dioses—. Eso que el monje Tang se vio sometido a una serie interminable de sufrimientos. De todos ellos hemos tomado buena nota. Si deseáis conocer todas las pruebas por las que hubo de pasar, aquí tenéis la lista completa.

La Bodhisattva la tomó en sus manos y leyó detenidamente: En cumplimiento de vuestras órdenes, los protectores registraron con cuidado las desgracias que se abatieron sobre el monje Tang a lo largo del viaje y que, en concreto, son las siguientes: la primera, ser despojado de su título y posesión de Cigarra de Oro. Estar a punto de morir, al nacer, la segunda. Ser arrojado al río cuando apenas contaba un mes de edad, la tercera. La búsqueda de sus padres y su consiguiente venganza, la cuarta. Toparse con el tigre, nada más abandonar la ciudad, la quinta. Caer en un pozo y perder a sus seguidores, la sexta. El dilema que se le presentó en la Cordillera de la Doble Bifurcación, la séptima. Toparse con la Montaña de los Dos Reinos, la octava. Cambiar de caballo en el Torrente del Águila Afligida, la novena. Ser quemado vivo por la noche, la décima. La pérdida de su túnica, la undécima. Conseguir dominar a Ba-Chie, la duodécima. Ser obstaculizado por el Monstruo del Viento Amarillo, la decimotercera. Buscar la ayuda de Ling-Chi, la decimocuarta. Las dificultades que encontró a la hora de cruzar el Río de Arena, la decimoquinta. La aceptación del Bonzo Sha como discípulo, la decimosexta. La aparición de los Cuatro Sabios, la decimoséptima. El Templo de las Cinco Villas, la decimoctava. Los problemas que tuvo con el ginseng, la decimonovena. La expulsión del Mono de la Mente, la vigésima. Su pérdida en el Bosque del Pino Negro, la vigésima primera. El envío de la carta al Reino del Elefante Sagrado, la vigésima segunda. La metamorfosis en tigre que experimentó en el Palacio de los Carillones de Oro, la vigésima tercera. Su encuentro con los monstruos de la Montaña Altísima, la vigésima cuarta. Ser colgado de una viga en la Caverna de la Flor de Loto, la vigésima quinta. Salvar al señor del Reino del Gallo Negro, la vigésima sexta, Toparse con un monstruo con el cuerpo metamorfoseado, la vigésima séptima. Encontrarse con un monstruo en la Montaña Rugiente, la vigésima octava. Ser arrebatado por el huracán, la vigésima novena. Contemplar cómo el Mono de la Mente era herido, la trigésima. Pedir al sabio que dominara a los monstruos, la vigésima primera. Hundirse en el Río Negro, la trigésima segunda. Los padecimientos del Reino de la Carreta Lenta, la trigésima tercera. La lucha de poder a poder, la trigésima cuarta. Expulsar a los taoístas en beneficio de los budistas, la trigésima quinta. Encontrarse con el camino cubierto de agua, la trigésima sexta. Caer en el Río-que-llega-hasta-el-cielo, la trigésima séptima. Ver el cuerpo de Cesta de Pescado, la trigésima octava. Toparse con un monstruo en la Montaña del Yelmo de Oro, la trigésima novena. Las dificultades en alcanzar los cielos, la cuadragésima. La petición a Buda de las fuentes, la cuadragésima primera. El envenenamiento que sufrió después de beber el agua, la cuadragésima segunda. Su detención matrimonial en el Reino del Liang Occidental, la cuadragésima tercera. Los sufrimientos padecidos en la Caverna del Laúd, la cuadragésima cuarta. La segunda expulsión del Mono de la Mente, la cuadragésima quinta. Las dificultades en distinguir al mono falso del verdadero, la cuadragésima sexta. El retraso que hubo de padecer en la Montana de Fuego, la cuadragésima séptima. La búsqueda del abanico de palma, la cuadragésima octava. La detención del demonio, la cuadragésima novena. Barrer la pagoda del Reino del Sacrificio, la quincuagésima. La recuperación del tesoro para salvar a los monjes, la quincuagésima primera. El recitado de versos en el Santuario de los Inmortales del Bosque, la quincuagésima segunda. Las desgracias que le sobrevinieron en el Pequeño Monasterio del Trueno, la quincuagésima tercera. El aprisionamiento de los espíritus celestes, la quincuagésima cuarta. El alto que sufrió en el Desfiladero de la Pulpa de la Morera, la quincuagésima quinta. El remedio medicinal del Reino Morado, la quincuagésima sexta. Recuperarse del cansancio y de la enfermedad, la quincuagésima séptima. Derrotar al monstruo para liberar a la reina, la quincuagésima octava. El engaño de las siete pasiones, la quincuagésima novena. Ser herido por Muchas Pupilas, la sexagésima. La detención que sufrió en el Reino del Camello-León, la sexagésima primera. Los monstruos de los tres colores, la sexagésima segunda. Las desgracias que le acaecieron en la ciudad, la sexagésima tercera. La petición de ayuda a Buda para dominar a los demonios, la sexagésima cuarta. La liberación de los niños en Bhiksu, la sexagésima quinta. La distinción entre lo auténtico y lo falso, la sexagésima sexta. Salvar a un monstruo en el bosque de pinos, la sexagésima séptima. Enfermar en los aposentos del guardián del monasterio, la sexagésima octava. Caer prisionero en la Caverna sin Fondo, la sexagésima novena. Los problemas encontrados para abandonar el Reino Destructor del Dharma, la septuagésima. El encuentro de los monstruos de la Montaña Escondida por en la Niebla, la septuagésima primera. La petición de lluvia en la Prefectura del Fénix Inmortal, la septuagésima segunda. La pérdida de las armas, la septuagésima tercera. La fiesta del rastrillo, la septuagésima cuarta. La desgracia que le acaeció en la Montaña del Nudo de Bambú, la septuagésima quinta. Los sufrimientos a los que se vio sometido en la Caverna de la Flor Misteriosa, la septuagésima sexta. La captura de los rinocerontes, la septuagésima séptima. La presión para que se casara en el Reino de la India, la septuagésima octava. El encarcelamiento que sufrió en la Prefectura de la Terraza del Bronce, la septuagésima novena. La liberación de su cuerpo mortal en la Corriente de Más Allá de las Nubes, la octogésima. Doscientos quince mil kilómetros de longitud ha tenido un viaje que encerraba para el monje Tang todas las penalidades que aquí se han consignado.

Después de leer detenidamente el informe, la Bodhisattva comentó:

—Nueve veces nueve es para nosotros, los budistas, una cifra de capital importancia, pues supone ni más ni menos que la consecución de la inmortalidad. La pena es que el maestro sólo ha sufrido ochenta pruebas, o sea, que le falta una para alcanzar la perfección absoluta.

Tras estudiar detenidamente el problema, se volvió hacia uno de los Protectores y le ordenó:

—Alcanza a los Guardianes Vajra y preparad entre todos una prueba más. Es la única solución.

El Protector se lanzó en seguida en dirección este a lomos de una nube. Al cabo de un día con su correspondiente noche de vuelo logró dar alcance a los Vajra y les dijo al oído:

—Es preciso que cumpláis cuanto antes las órdenes de la Bodhisattva y que pongáis por obra lo que voy a deciros.

Los Ocho Vajra se sintieron tan sorprendidos por su repentina aparición, que, sin darse cuenta, retiraron el viento que mantenía a flote a los cuatro peregrinos, haciéndolos caer de bruces contra el suelo con caballo y todo. En verdad, no resultaba nada fácil solventar ese asunto de la inmortalidad del nueve veces nueve. La firmeza de la voluntad supone siempre una gran ayuda, pero no existe otra forma de dominar a los monstruos que someterse al sufrimiento y entregarse a la meditación. No debe pensarse que las escrituras son fáciles de desentrañar. ¡A cuántas penalidades se hubo de rendir el monje sabio, sólo para hacerse con ellas! No deben olvidarse, en este sentido, las enseñanzas de los antiguos, particularmente las que se contienen en La simpatía de los Tres[2]: «Para lograr el flujo del elixir, hay que liberarse hasta de la impureza más ínfima».

En cuanto Tripitaka tocó el suelo, se puso a temblar de miedo. Ba-Chie, por el contrario, soltó la carcajada y exclamó, divertido:

—¡Vaya fracaso! Esto es lo que se llama darse prisa para llegar más tarde.

—¡Bueno! —comentó el Bonzo Sha en el mismo tono—. Nos llevaban a tanta velocidad, que seguro que han decidido darnos un respiro.

—No hay por qué preocuparse —dijo, por su parte, el Gran Sabio—. Como muy bien afirma el proverbio, «siéntate diez días en la playa y verás cómo nueve te parecen sólo uno».

—¿Es que no podéis dejar de decir tonterías? —les regañó Tripitaka—. En vez de tanta sandez, lo primero que tenemos que averiguar es en qué lugar nos hallamos.

—¡Yo conozco bien este sitio! —exclamó el Bonzo Sha, mirando a su alrededor—. ¡Claro que sí! ¿No oís el murmullo del agua?

—Me figuro que el agua siempre te trae a la mente el recuerdo del lugar en el que pasaste la mayor parte de tu vida —dijo el Peregrino.

—Que no es otro que el Río de Arena —concluyó Ba-Chie.

—¡No, no! —negó el Bonzo Sha a toda prisa—. Éste es el Río-que-llega-hasta-el-cielo.

—¿Sabéis de qué parte del río nos encontramos? —preguntó, cada vez más nervioso, Tripitaka.

El Peregrino dio un salto acrobático y, haciéndose pantalla con los ojos, miró rápidamente a su alrededor, antes de bajar a informar al maestro:

—Estamos exactamente en la orilla occidental.

—Recuerdo que en la oriental se encontraba la aldea de los Chen —dijo Tripitaka—. Al pasar por aquí, salvamos al hijo y a la hija de uno de sus moradores y, en agradecimiento, quisieron hacernos una barca, para que cruzáramos la corriente. Vanos esfuerzos, porque, al final, lo hicimos a lomos de una tortuga blanca. Si no me falla la memoria, también recuerdo que en la orilla occidental no había ningún tipo de asentamiento humano. ¿Qué podemos hacer?

—Yo creía que el engaño se practicaba entre gente común y corriente —comentó Ba-Chie, un tanto irritado—. Ahora sé que no son inmunes a él ni los Guardianes Vajra, que se pasan todo el día contemplando el rostro de Buda. ¿Cómo nos habrán abandonado a mitad de camino, cuando se les ordenó expresamente que nos llevaran hasta el este? ¡En buen lío nos han metido! ¿Cómo vamos a pasar al otro lado?

—Deja de quejarte, por favor —le pidió el Bonzo Sha—. El maestro ha alcanzado ya la perfección del Tao, pues se ha visto liberado de sus ataduras mortales en la Corriente de Más Allá de las Nubes. Estoy seguro de que esta vez no se hundirá en las aguas. Por si acaso, hagamos entre todos uso de la magia del desplazamiento y llevemos al maestro a la otra orilla.

—No podemos hacerlo —objetó el Peregrino. ¿Por qué dijo semejante cosa, si él solo era capaz de hacer atravesar volando al maestro y a sus hermanos, no un río, sino diez mil? Estaba al tanto de que el maestro no había completado el ciclo sagrado de pruebas y que se precisaba de una más para alcanzar el nueve veces nueve. Por eso precisamente se había visto tan bruscamente detenido el viaje en aquel lugar.

Al acercarse a la orilla, oyeron gritar a alguien:

—¡Eh, maestro Tang! ¡Por aquí!

Sorprendidos, los cuatro peregrinos miraron a su alrededor, pero no vieron a nadie.

Volvieron, entonces, los ojos hacia las aguas y en la misma orilla descubrieron una enorme tortuga blanca, que repitió con el cuello totalmente estirado:

—¡Aquí, maestro! ¡Menos mal que, por fin, habéis llegado! Llevo esperándoos yo qué sé la de años. ¿Cómo habéis tardado tanto?

—En cierta ocasión abusamos ya de vuestra confianza y ahora os prestáis de nuevo a ofrecernos vuestros servicios —contestó el Peregrino, sonriendo—. ¿Cómo vamos a agradeceros tantos favores?

Tripitaka, Ba-Chie y el Bonzo Sha a punto estaban de ponerse a saltar de alegría. Eso hizo que el Peregrino añadiera:

—En fin. Puesto que os empeñáis en ayudarnos, acercaos a la orilla.

Así lo hizo la tortuga y los cuatro peregrinos y el caballo saltaron sobre su concha.

Como su espacio era un tanto reducido, colocaron en el centro al animal, Ba-Chie se puso detrás de él y Tripitaka y el Bonzo Sha ocuparon, respectivamente, las porciones izquierda y derecha del caparazón. Más magro de carnes, el Peregrino posó los pies sobre el robusto cuello de la tortuga, al tiempo que le decía:

—Por lo que más queráis, no os agitéis mucho.

Moviendo rítmicamente sus cuatro patas, la tortuga se deslizó por las aguas con la misma seguridad que si estuviera caminando por tierra firme. Era como si el maestro, los tres discípulos y el caballo no pesaran absolutamente nada. De tan extraordinario momento disponemos de un poema que afirma:

El dharma perfecto se da a conocer a los Cielos y a la Tierra a las puertas mismas del palacio del Indivisible[3], sumiendo en la confusión a los monstruos y demonios. En cuanto lo contemplaron con sus ojos mortales, sus cuerpos se llenaron de la luz de la inmortalidad. ¡Con qué libertad se movieron, cuando asimilaron los principios de las Tres Enseñanzas y el elixir completó sus nueve vueltas! No tuvieron, entonces, que cargar más con el equipaje ni servirse de cayados para caminar, porque iban flotando, gozosos, a lomos de una tortuga.

Con los peregrinos a las espaldas, la tortuga hendió las ondas durante más de medio día. Al caer la tarde, avistaron, finalmente, la orilla oriental y el animal preguntó al maestro:

—Cuando la otra vez os llevé sobre mis lomos, os pedí que preguntaráis a Tathagata cuándo iba a alcanzar la perfección y cuántos años me quedaban todavía de vida. ¿Habéis cumplido la promesa que entonces me hicisteis?

Desde su llegada al Paraíso Occidental, el maestro había estado demasiado ocupado bañándose en el Templo de Yü-Chen, renovándose totalmente en la Corriente de Más Allá de las Nubes y presentando sus respetos a todos los sabios, Bodhisattvas y Buddhas con los que se encontró. Después, cuando por fin ascendió a la Montaña del Espíritu, se concentró de tal manera en la adoración a Buda y en la consecución de las escrituras, que se olvidó completamente de todo lo demás, incluido el encargo de la tortuga. No se atrevió, de todas formas, a decirle una mentira y permaneció callado durante mucho tiempo. Al darse cuenta de que Tripitaka no había preguntado nada a Tathagata, la tortuga sacudió enérgicamente el cuerpo y se hundió a toda prisa en el agua. Los cuatro peregrinos y el caballo se zambulleron en la corriente con escrituras y todo. Fue una suerte que el monje Tang se hubiera desprendido de su cuerpo mortal, alcanzando, así, la perfección del Tao; de lo contrario, hubiera ido a parar al fondo. Ni el caballo blanco, que en realidad era un dragón, ni Ba-Chie ni el Bonzo Sha, que se encontraban en el agua más a gusto que un pez, tuvieron tampoco el menor problema. Al darse cuenta de que no corrían peligro alguno, el Peregrino sonrió tranquilo y, haciendo uso de sus portentosos poderes, hizo llegar, sano y salvo, al monje Tang a la orilla oriental.

Desgraciadamente, las escrituras, las ropas y la silla de montar quedaron totalmente empapadas.

Tan pronto como pusieron el pie en la orilla, se levantó un viento tan violento, que el cielo se cubrió inmediatamente de sombras y se desató una terrible tormenta, que destrozaba las rocas y hacía saltar por doquier sus esquirlas. El mundo tembló ante semejante huracán, al tiempo que los torrentes y las montañas se estremecían ante el bramido de los truenos. Con cada rayo se llenaban de llamas las masas de nubes, tan oscuras, que parecía como si una niebla eterna se hubiera apoderado de la tierra. Todos los seres vivientes se sentían aterrados ante el ulular del viento, el rolar del trueno y los latigazos de luz de los rayos. El resplandor de la luna y las estrellas se había desvanecido totalmente del cielo. El polvo y la suciedad que arrastraba el huracán cegaba todos los ojos, mientras los tigres y los leopardos buscaban refugio contra los truenos en sus guaridas y las aves se tapaban la cabeza con sus alas, para no ver los rayos. La oscuridad se hizo tan intensa, que los bosques desaparecieron de la vista, como si, de pronto, hubieran perdido todos sus árboles. El Río-que-llega-hasta-el-cielo se encrespó de tal manera, que sus olas tocaron el cielo y el resplandor de los relámpagos iluminó su cenagoso fondo. Los dragones y los peces que habitaban en él se estremecieron de espanto, al escuchar el bramido de los truenos y al ver las espesísimas sombras que se iban apoderando de las dos orillas. ¡Qué extraordinaria fuerza la del viento, que hacía tambalearse a las montañas y derribaba sin compasión bambúes y pinos! ¡Qué impresionante el retumbar de los truenos, que ahuyentaba a los insectos y sumía a los hombres en un reverente temor! ¡Qué maravillosos los latigazos del rayo, que iluminaban por igual la tierra y el cielo, como si fueran serpientes de luz! ¡Qué espeso el manto de la oscuridad, que surgió del aire para cerrar el camino que conducía directamente al Cielo de los Nueve Pliegues!

También los peregrinos cayeron presa del pánico. Siguiendo el ejemplo del Bonzo Sha, que se había lanzado encima de la pértiga que llevaba al hombro, Tripitaka protegió lo mejor que pudo la bolsa de las escrituras. Mientras Ba-Chie se aferraba con fuerza al caballo, el Peregrino blandía la barra de hierro con las dos manos, protegiendo eficazmente a los suyos. Aquella tremenda tormenta de viento, truenos y rayos había sido producida por un grupo de demonios invisibles, que pretendían arrebatarles las escrituras que con tanto esfuerzo habían conseguido. No es extraño, por tanto, que su fuerza se mantuviera intacta durante toda la noche, amainando sustancialmente al llegar la mañana. Empapado de la cabeza a los pies, el maestro preguntó al Peregrino:

—¿De dónde habrá surgido una tormenta tan terrible?

—No parecéis comprender —contestó el Peregrino, respirando fatigosamente— que, al hacernos con estas escrituras, hemos desprovisto al Cielo y a la Tierra de parte de sus poderes. De hecho, el éxito obtenido nos garantiza la consecución de la misma edad que el universo. Como la luz de la luna y el sol, podemos gozar de una vida sempiterna, puesto que ahora poseemos un cuerpo incorruptible. Eso ha provocado no sólo la envidia del Cielo y de la Tierra, sino también la de todos los dioses y demonios, que se han propuesto arrebatarnos las escrituras como sea. Si no lo han conseguido, ha sido porque los textos sagrados están totalmente mojados y han gozado en todo momento de la protección de vuestro dharma, contra el que los truenos, los rayos y la oscuridad no pueden absolutamente nada. Aparte de eso, no he dejado en ningún momento de agitar la barra de hierro, para hacer presentes las fuerzas del yang y brindaros toda la protección que precisarais. Ahora que ha amanecido esas mismas fuerzas se hallan en el cenit de su poder y los demonios no pueden prevalecer contra vos.

Sólo entonces se dieron cuenta Tripitaka, Ba-Chie y el Bonzo Sha del peligro que habían corrido y dieron efusivamente las gracias al Peregrino. No tardó en aparecer el sol. Locos de contento, llevaron las escrituras a un lugar más elevado y las pusieron a secar. Todavía se conservan las rocas sobre las que las extendieron. Junto a ellas extendieron, igualmente, sus zapatos y sus ropas, mientras uno se sentaba, otro permanecía de pie y el último se dedicaba a dar paseos por los alrededores. Todos ellos eran conscientes de que la pureza de su yang corporal había emitido tal cantidad de luz, que los demonios y monstruos invisibles se habían visto obligados a iniciar una alocada huida. La serenidad con la que habían hecho frente a la tormenta les garantizó el poder seguir adelante hacia la tierra de bendición de la que habían partido. Ya nada les impedía regresar a ella con paso seguro. Aunque las escrituras miraban de frente al sol, extendidas sobre las rocas, ningún monstruo se atrevió a acercarse a ellas. Mientras se secaban, los peregrinos las estudiaron con cuidado rollo a rollo. Cuando más concentrados estaban en esa tarea, llegó a la orilla un grupo de pescadores. Uno de ellos los reconoció en seguida y les preguntó, loco de alegría:

—¿No sois los maestros que cruzaron hace años este mismo río camino del Paraíso Occidental?

—Así es —admitió Ba-Chie—. ¿De dónde sois, para que nos hayáis reconocido con tanta facilidad?

—De la aldea de los Chen —contestó el pescador.

—¿A qué distancia se halla el pueblo de aquí? —volvió a preguntar Ba-Chie.

—A unos cuarenta kilómetros hacia el sur —respondió el pescador.

—¿Por qué no llevamos las escrituras a la aldea de los Chen y las secamos allí? —sugirió Ba-Chie, volviéndose hacia el maestro—. Estas buenas gentes disponen del sitio y de la comida suficiente para atendernos con el respeto que merecemos. Es posible, incluso, que se ofrezcan a lavarnos y almidonarnos la ropa. ¿No os resulta eso más atractivo que quedarnos aquí?

—Opino que no deberíamos perder ni un minuto —dijo Tripitaka—. Tan pronto como las escrituras se hayan secado, debemos recogerlas y reemprender la marcha sin dilación.

Pese a todo, los pescadores corrieron hacia la aldea y dijeron a Chen-Cheng, gritando, alborozados:

—¡Acaban de regresar los maestros que se ofrecieron en sacrificio por nuestros hijos hace ya varios años!

—¡Dónde los habéis visto! —exclamó Chen-Cheng, muy excitado.

—En unas rocas que hay por allí —contestó uno de los pescadores, señalando el lugar en el que los habían dejado—. Están secando al sol los rollos de escrituras.

Sin pérdida de tiempo, Chen-Cheng tomó a varios de sus jornaleros y corrió en la dirección que acababan de indicarle. Al ver a los peregrinos, se postró de hinojos y les preguntó, visiblemente emocionado:

—¿Cómo no habéis ido a mi casa ahora que, según veo, habéis cumplido vuestra misión de haceros con las escrituras? ¡Resulta difícil de creer que prefiráis este lugar a mi cabaña! ¿Por qué no venís conmigo a descansar un poco?

—De acuerdo —contestó el Peregrino—. Lo haremos, en cuanto se hayan secado estos rollos.

—¿Por qué está tan empapado de agua todo lo que lleváis? —volvió a preguntar Chen-Cheng.

—En nuestra anterior visita a estas tierras —explicó Tripitaka— alcanzamos la orilla occidental gracias a una tortuga blanca, que se ofreció a llevarnos sobre su caparazón. Esta vez se ofreció a llevarnos hasta la vertiente oriental, pero un poco antes de llegar a ella me preguntó que si había comentado con Buda el número de años que aún le quedaban para reencarnarse en un hombre y, al comprender que no lo había hecho, nos abandonó a nuestra suerte. Eso explica que estemos chorreando agua.

Tripitaka continuó relatándole cuanto había ocurrido desde la última vez que se vieron y, echándose rostro en tierra, Chen-Cheng insistió en que le acompañaran hasta su casa.

Tripitaka hubo de aceptar a regañadientes su invitación y empezaron a recoger las escrituras. Desgraciadamente varios rollos del Sutra del Buddha-carita-kavya se habían quedado pegados en la roca y se perdieron parte de los versículos finales. Eso explica que hasta el día de hoy el texto permanezca incompleto y que la roca en la que fue puesto a secar aún conserve restos de escritura. Al verlo, Tripitaka exclamó, apenado:

—¡Cómo hemos podido ser tan descuidados! De ahora en adelante debemos extremar todas las precauciones.

—Haremos lo que se pueda —respondió el Peregrino, sonriendo—. Mirándolo bien, ni el Cielo ni la Tierra son perfectos. Es posible que este sutra lo haya sido, pero, como parte de él se ha perdido, ahora ha entrado de lleno en el misterio de la perfección imperfecta. Lo que ha sucedido es algo que nadie podía anticipar y a lo que nadie puede ya dar solución.

Nada más terminar de recoger las escrituras, tanto el maestro como los discípulos se dirigieron hacia la aldea en compañía de Chen-Cheng. La noticia de su llegada corrió de boca en boca hasta que, finalmente, salieron a recibirlos, sin importarles ni la condición ni la edad. Al enterarse Chen-Ching, levantó un altar a la misma puerta de su casa e hizo llamar a un grupo de tamborileros y músicos. Nada más poner el pie en su casa, el viejo Chen hizo salir a todos los miembros de su familia y, echándose rostro en tierra, golpearon repetidamente el suelo con la frente, en agradecimiento por haber salvado a los niños de la muerte en su anterior visita. Concluida la ceremonia, ordenó que les sirvieran té y algo de comer. Después de haber probado las viandas inmortales que le había ofrecido el Patriarca Budista y después de haberse convertido él mismo en Buda, Tripitaka no sentía ningún deseo de probar comida común y corriente. Los ancianos le suplicaron encarecidamente que comiera y, sólo por no desairarlos, se llevó a la boca un pequeño trocito. El Gran Sabio, que no se había distinguido nunca por su gran apetito, tomó exactamente la misma cantidad que su maestro y concluyó:

—Con esto tengo más que de sobra.

De la misma opinión se mostró el Bonzo Sha, que no dio muestras tampoco de mucho apetito. El más desconocido, de todas formas, fue Ba-Chie, que, en contra de la gula que siempre le había caracterizado, apenas sí tocó su tazón de arroz. Eso hizo que el Peregrino le preguntara, asombrado:

—¿Es que no piensas comer más?

—No se a qué será debido —respondió Ba-Chie—. El caso es que siento como si el estómago hubiera perdido toda su fuerza.

Los ancianos ordenaron recoger la mesa y preguntaron a sus huéspedes qué tal les había ido el asunto de las escrituras. Tripitaka les contó, emocionado, cómo se habían bañado en el Templo de Yü-Chen, cómo sus cuerpos se habían tornado veloces y livianos al pasar por la Corriente de Más Allá de las Nubes, cómo habían presentado sus respetos a Tathagata en el Templo del Trueno y cómo, antes de recibir las escrituras, habían participado de los manjares celestes en el salón de una de las torres de la residencia budista. Después pasó a relatarles cómo los dos Respetables les entregaron unas escrituras en blanco, por negarse a darles un regalo, cómo hubieron de entrevistarse por segunda vez con Buda, que les confió un canon completo de textos, cómo la tortuga blanca los había arrojado de cabeza a las aguas y cómo los demonios y los monstruos invisibles habían tratado de arrebatarles su preciado cargamento de sutras.

Una vez concluida tan detallada relación, el maestro se dispuso a partir de inmediato, cosa a la que se opusieron los dos ancianos y sus familias, diciendo:

—Sólo hemos encontrado una forma de pagaros la gran misericordia de la que hicisteis gala, al salvar las vidas de nuestros hijos: construir un templo en recuerdo vuestro. Lo hemos llamado el Monasterio Salvador de la Vida y en él se ofrecen de continuo sacrificios y se queman varillas de incienso.

A continuación hicieron salir a Chen Kwan-Bao y a Carga de Oro, los dos niños por los que se hicieron pasar Ba-Chie y el Peregrino cuando el asunto de los sacrificios, y les pidieron que dieran las gracias a sus benefactores, echándose rostro en tierra y golpeando el suelo con la frente. Una vez concluida tan sencilla ceremonia, invitaron a los peregrinos a ir a ver el monasterio. Tripitaka dejó las bolsas de las escrituras en el salón principal de la casa y salmodió un rollo del Sutra de la Preciosa Permanencia por la salud y la prosperidad de aquella piadosa familia. Al llegar al monasterio, vieron que los Chen habían preparado allí otro convite, que empezó a servirse tan pronto como hubieron tomado asiento. Pero no fue eso lo peor, porque, apenas habían cogido los palillos, cuando llegaron las viandas enviadas por otra familia, a las que siguieron otras, y después otras, hasta que aquello se convirtió en una auténtica riada de gentes y platos.

No queriendo rechazar tantas muestras de sincera hospitalidad, Tripitaka probó un poco de todos los cuencos de comida que tenía delante. Estaba francamente emocionado por la belleza del monasterio. Sus puertas estaban pintadas de un color rojo intenso, que denotaba el generoso interés de sus constructores. Por si eso no bastara, poseía dos pórticos, desde los que podían verse espléndidos biombos, artísticas ventanas y siete salones maravillosos. El humo del incienso se fundía con el vapor de las nubes, dotando a la atmósfera de una pureza desconocida en otros lugares. En el jardín crecían unos cuantos cipreses jóvenes y un bosquecillo de pinos que aún no habían alcanzado su es-pléndida madurez. Por él fluía, igualmente, un arroyuelo que iba a verter sus aguas a la embravecida corriente del Río-que-llega-hasta-el-cielo. Como telón de fondo, se veía la altísima cordillera por la que fluyen los latidos de la tierra. Después de admirar el exterior del monasterio, Tripitaka subió a una de sus torres y se topó, gratamente sorprendido, con su estatua y la de sus tres discípulos. Al verlas, Ba-Chie tiró de la manga al Peregrino y le dijo:

—Te han sacado igualito que como eres.

—Tú tampoco has salido muy desfavorecido —comentó el Bonzo Sha—. El maestro, por el contrario, parece todavía más guapo de lo que es.

—¡Bueno, ya está bien! —exclamó Tripitaka y bajaron de la torre.

En el salón principal y en el pasillo de la parte de atrás habían servido más comida vegetariana y, acercándose a los Chen, les preguntó el Peregrino:

—¿Qué fue del santuario del Gran Rey?

—Aquel mismo año lo derribamos —contestaron a la vez los dos ancianos—. Nos ha ido mejor con el vuestro, porque, después de su construcción todas las cosechas han sido excelentes, señal inequívoca de que gozamos de vuestras bendiciones.

—Nosotros no tenemos nada que ver con eso —contestó el Peregrino, sonriendo—. Todo es obra de los Cielos. De todas formas, cuando esta vez nos hayamos ido, os procuraremos toda la protección que podamos, para que todas las familias de la aldea disfruten de prosperidad, las seis bestias den sin problemas a luz y el viento y la lluvia hagan su presencia en sazón.

Agradecidos, los habitantes de aquel lugar se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la frente en señal de gratitud. Tanto delante como detrás del monasterio se había congregado una tremenda multitud, ansiosa de ofrecer a sus benefactores una gran cantidad de frutas y comida.

—¡Esta sí que es mala suerte! —exclamó Ba-Chie, echándose a reír—. Cuando podía comer, no había nadie que me invitara a zampar diez veces seguidas. Ahora, que he perdido el apetito, todo el mundo se muere de ganas por hacerme sentar a su mesa.

A pesar de sentirse lleno, levantó ligeramente las manos y, de un solo bocado, engulló ocho o nueve platos de comida vegetariana. Aunque repetía, una y otra vez, que su estómago había perdido toda su antigua fuerza, en un abrir y cerrar de ojos hizo desaparecer veinte o treinta bollos. Los demás comieron, igualmente, hasta no poder más, pero la corriente de gentes que venían a invitarlos no parecía tener fin.

—¿Qué es lo que, en definitiva, hemos hecho unos humildes monjes, como nosotros, para merecer semejantes muestras de cariño? —protestó Tripitaka, para añadir a renglón seguido—: ¿Por qué no seguimos con esto de las ofrendas mañana por la mañana? Con mucho gusto aceptaremos entonces todo lo que tengáis a bien darnos.

Para entonces era ya noche cerrada. Tripitaka no se atrevió a separarse de las escrituras y se quedó meditando a los pies de la torre. A eso de la tercera vigilia dijo en voz muy baja a Wu-Kung:

—Las gentes de por aquí se han dado cuenta de que hemos dado por terminada nuestra misión y que, con ello, hemos alcanzado la perfección del Tao. Como muy bien decían los antiguos, «el virtuoso no pregona sus obras; el que lo hace no es realmente una persona de virtud». Me temo, de todas formas, que, si nos quedamos aquí mucho tiempo, es posible que lo echemos todo a perder.

—Tenéis razón —reconoció el Peregrino—. Lo mejor que podemos hacer es marcharnos ahora que todo el mundo está descansando y la oscuridad es total.

Ba-Chie se había convertido en una persona muy observadora y el Bonzo Sha había adquirido un fino sentido de la realidad. Hasta el caballo blanco parecía capaz de conocer los pensamientos de sus amos antes de que los expresaran. Todos se levantaron con cuidado y, sin hacer el menor ruido, cargaron sus cosas, ensillaron al caballo y siguieron el largo pasillo que conducía al exterior. Al llegar a las puertas del monasterio, las encontraron cerradas y el Peregrino hubo de valerse de la magia para hacer saltar los candados. No tardaron en encontrar el camino que conducía hacia el este, pero en ese mismo momento oyeron una voz de lo alto, que decía:

—¡Eh, vosotros, los que estáis tratando de escapar! ¡Seguidnos!

El aire se llenó de un aroma muy penetrante que los arrebató hacia las alturas. El elixir se había formado, por fin, en el interior del maestro y eso le había proporcionado una iluminación tan perfecta, que su cuerpo, libre de toda atadura, voló a presentar sus respetos a su antiguo señor.

No sabemos, de momento, si consiguieron entrevistarse finalmente con el Emperador Tang. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.