CAPÍTULO LXXXVII
El Gran Tao es tan profundo y misterioso, que, cuando los espíritus y los dioses perciben un mero atisbo de su verdad, se quedan maravillados. La auténtica felicidad abarca todo el universo y penetra hasta el fondo de la mente, pero no existe nada en el mundo comparable a ella. La perla sagrada de la Cumbre del Buitre[1] emite cinco clases distintas de rayos, cuando se la saca de su escondite y se la coloca en lo más alto del pico. Su luz es tan intensa, que llega a todas las criaturas del cosmos y las vidas de los que la aceptan se tornan tan largas como las cordilleras o la longitud interminable del mar.
Decíamos que Tripitaka y sus discípulos se despidieron del leñador y continuaron descendiendo por la Montaña Escondida por la Niebla, sin apartarse en ningún momento del camino del Oeste. Tras varios días de marcha sus pasos los llevaron hasta las proximidades de una ciudad.
—¿Puedes averiguar si esa ciudad de ahí delante es el Reino de la India? —preguntó Tripitaka, volviéndose hacia Wu-Kung.
—No lo es, maestro —respondió el Peregrino, sacudiendo las manos—. Aunque el lugar en el que mora Tathagata recibe el nombre de Reino de la Felicidad Suprema, no es propiamente una ciudad, sino una montaña muy grande cubierta de templetes y edificios muy altos, que, en conjunto, reciben el nombre de Gran Monasterio del Trueno de la Montaña del Espíritu. Aunque hubiéramos llegado al Reino de la India, eso no querría decir que nos halláramos en los dominios de Tathagata. ¡Sólo el Cielo sabe la distancia que aún nos separa del Reino de la Montaña del Espíritu! Si no me equivoco, esa ciudad debe de formar parte de una de las prefecturas de la India. Pero es preciso acercarnos a ella para saber si es verdad.
No tardaron en llegar a sus impresionantes murallas. Tripitaka desmontó del caballo y cruzó a pie las tres puertas que conducían al interior. Las calles estaban casi vacías y el bullicio era menor que el que podría encontrarse en una aldea de las montañas. En las cercanías del mercado, vieron a un grupo de personas vestidas de azul a ambos lados de la calle. Algunas se encontraban bajo los aleros de un edificio y, a juzgar por sus sombreros y sus cinturones, se trataba de funcionarios. Los cuatro monjes trataron de pasar entre ellos, pero nadie se apartaba y apenas podían andar. Chu Ba-Chie jamás había dejado de ser una persona sin cultura alguna y, alargando el hocico, gritó, malhumorado:
—¿Es que no os podéis quitar de ahí? ¿Cómo vamos a pasar, si no?
Al levantar la cabeza y ver su extraña figura, todos se quedaron mudos de asombro y empezaron a caerse al suelo temblando. Poco a poco se fueron recuperando y comenzaron a gritar:
—¡Un monstruo! ¡Acaba de llegar un monstruo!
Uno de los que parecían ser funcionarios se armó de valor y, acercándose a los recién llegados, les preguntó:
—¿De dónde sois?
—Este humilde monje —se apresuró a contestar Tripitaka, temiendo que sus discípulos pudieran provocar algún incidente— es un súbdito del imperio de los gran Tang, en las Tierras del Este, y ha sido enviado al Monasterio del Trueno, en el Reino de la India, con el fin de obtener las escrituras del Patriarca Budista. Al pasar por esta digna región, decidimos entrar en vuestra noble ciudad para buscar alojamiento y tratar de averiguar cómo se llama. Disculpad a mis discípulos por mostrarse tan rudos con vuestros conciudadanos.
—Ésta —explicó uno de los funcionarios después de devolverles el saludo— es una de las prefecturas de la India y es conocida por el nombre del Fénix Inmortal. Llevamos años padeciendo una terrible sequía y el prefecto nos ha ordenado que coloquemos carteles por todos los sitios para ver si algún monje consigue que caiga algo de lluvia y, así, nos salva a todos de morir de hambre.
—¿Dónde están esos carteles de los que habláis? —preguntó el Peregrino.
—Aquí mismo —contestó el funcionario—. Precisamente estábamos limpiando la pared para colgarlo al abrigo de estos aleros.
—Si no os importa, me gustaría verlo —contestó el Peregrino.
Otro de los funcionarios lo extendió sobre la pared y el Gran Sabio no tuvo ninguna dificultad en leer:
Shang-Kuang, prefecto de la Prefectura del Fénix Inmortal, perteneciente al Gran Reino de la India, promulga la presente convocatoria, solicitando la colaboración de todos los monjes virtuosos que estén dispuestos a aliviar los sufrimientos de sus semejantes. Aunque la extensión de nuestra prefectura es enorme y sus recursos suficientes para alimentar a una gran población, tanto de militares como de civiles, durante los últimos años hemos sufrido los efectos de una sequía pertinaz que ha traído el hambre hasta nuestras propias puertas. Los campos de cultivo ya no se aran, la tierra se ha tornado estéril, los ríos bajan sin agua y las acequias se han secado a consecuencia de tan persistente falta de lluvia. Ni en los pozos ni en los arroyos queda ya agua. Tanto los más ricos como los más pobres de entre nosotros encuentran extremadamente difícil subsistir en estas condiciones. Los precios se han desorbitado de tal manera, que una simple medida de grano cuesta cien monedas de oro y un simple haz de leña alcanza la desorbitada cifra de cinco onzas de plata. Se cambian muchachas de diez años por tres cuartos de litro de arroz y se regalan a los niños de cinco años. Aquellos de entre nosotros que aún respetan los principios de la ley empeñan cuanto poseen para poder sobrevivir, mientras que otros se dedican al pillaje y recorren en bandas toda la campiña. Ante tan insostenible situación hemos decidido promulgar el presente edicto, invitando a las personas virtuosas a que eleven oraciones al Cielo impetrando la llegada de la lluvia. Quien obtenga para todos tan inestimable beneficio recibirá en recompensa mil monedas de oro. Es una promesa que fundamento sobre mi propio honor.
—¿Shang-Kuang[2] es, realmente, el nombre de vuestro prefecto? —preguntó el Peregrino después de leer el documento.
—Es un apellido —contestaron los funcionarios—, pero hay algunos que llaman también así a nuestra prefectura.
—¡Jamás había oído un nombre tan raro! —exclamó el Peregrino, sin poder contener la risa.
—Parece como si no hubieras ido al colegio —le regañó Ba-Chie, despectivo—. ¿No sabes que hacia el final del Libro de los Apellidos aparece el nombre Shang-Kuang Ou-Yang?
—¿Por qué no dejáis de perder el tiempo en conversaciones inútiles? —los reprendió Tripitaka—. Si alguno de vosotros es capaz de impetrar la lluvia, debería hacerlo sin demora para aliviar los sufrimientos de esta gente. De lo contrario, marchémonos cuanto antes y prosigamos nuestro camino.
—Hacer que llueva no es nada difícil —afirmó el Peregrino con la seguridad que siempre le caracterizaba—. Después de todo, tengo poder para alterar los cursos de los ríos y los mares, cambiar la órbita de los planetas, poner patas arriba los Cielos, esculpir neblinas y nubes, perseguir a la luna con una montaña a la espalda, hacer levantar el viento y provocar lluvias torrenciales. A todas estas cosas me dediqué en mi juventud. Os aseguro que para mí no encierran la menor dificultad.
—Con vos, respetable maestro —se apresuró a decir uno de los funcionarios—, ha llegado la felicidad a esta tierra —y corrió a informar de lo ocurrido al prefecto.
En aquellos momentos la máxima autoridad de la ciudad se encontraba orando entre un auténtico bosque de varillas de incienso. Al oír las embrolladas palabras del funcionario, exclamó:
—¡Se puede saber de qué estás hablando!
—Cuando nos encontrábamos a la entrada del mercado colocando vuestro edicto en uno de los muros —contestó el funcionario—, aparecieron cuatro monjes, que afirmaron ser unos enviados del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este. Según dijeron, su meta es alcanzar el Monasterio del Trueno, en el Reino de la India, y conseguir las escrituras budistas. Lo más asombroso, sin embargo, fue que, al leer vuestro desesperado documento, dejaron claro que ellos eran capaces de producir la lluvia.
Sin pérdida de tiempo el prefecto se ajustó la túnica y corrió hacia el mercado, sin esperar a que llegara su carroza oficial. Le urgía dar la bienvenida a monjes tan poderosos. Al verle aparecer, la gente se hizo a un lado y alguien gritó:
—¡Aquí llega nuestro amado prefecto!
La máxima autoridad municipal se dirigió directamente hacia el monje Tang y se inclinó ante él repetidamente, sin importarle ni el aspecto monstruoso de los otros tres peregrinos ni el hecho de que se encontrara en plena calle.
—Vuestro humilde servidor —dijo con voz cargada de respeto— es el prefecto Shang-Kuang, responsable de esta demarcación del Fénix Inmortal. No necesito deciros que, una vez realizadas las abluciones rituales, es mí intención suplicaros que hagáis caer la lluvia y, así, salvéis de la muerte a mi gente. ¡Valeos de vuestros extraordinarios poderes y no echéis en saco roto las enormes dificultades que ahora estamos atravesando!
—No es éste lugar para una conversación de ese tipo —contestó Tripitaka, después de devolverle el saludo—. Si no os importa, nos gustaría que nos condujerais al templo o al monasterio más cercano. Allí podríamos efectuar con más facilidad lo que se espera de nosotros.
—¿Por qué no me acompañáis a mi residencia? —sugirió el prefecto—. En ella reina el mismo silencio y la misma tranquilidad que en un monasterio.
El maestro y los discípulos cargaron con el equipaje y se dirigieron al palacio del prefecto. Después de repetir los saludos y las frases de bienvenida, la máxima autoridad de aquella ciudad ordenó servir el té y una comida vegetariana. La comida no tardó en aparecer y Ba-Chie se lanzó sobre ella como si fuera un tigre hambriento, sumiendo en tal temor a los que iban y venían con los platos y las bandejas, que empezaron a temblar de pies a cabeza. Pero hubieron de reponerse en seguida, porque aquel huésped tan glotón exigía, una y otra vez, más sopa y más arroz. Afortunadamente, el monje Tang dio por terminado el banquete al poco rato y, volviéndose hacia el prefecto, le preguntó:
—¿Cuánto tiempo lleva esta noble comarca aquejada por la sequía?
—Como bien sabéis —contestó el prefecto—, soy la máxima autoridad de esta demarcación del Fénix Inmortal, perteneciente al Gran Reino de la India. La sequía lleva tres años abatiéndose sobre nosotros, arruinando las cosechas, secando los pastos y acabando con todas nuestras reservas. El comercio ha desaparecido casi por completo y nueve de cada diez familias se encuentran en un estado de total desesperación. No es de extrañar, ya que dos tercios de la población han perecido de hambre y el tercio que aún queda se encuentra en una situación tan precaria como una llama expuesta al viento. Eso me ha movido a hacer público el edicto que ya conocéis, aunque es una suerte para nosotros que hayan llegado a nuestros dominios monjes tan virtuosos como vosotros. Sabed que, si sois capaces de hacer caer algo de lluvia, por muy poca que ésta sea, recibiréis en recompensa mil monedas de oro.
—¡No habléis de dinero, por favor! —exclamó el Peregrino, soltando la carcajada, divertido—. Con esas mil monedas de oro no conseguiréis ni una sola gota de lluvia. No es eso, precisamente, lo que andamos buscando. Lo que a nosotros realmente nos importa es la virtud. Si estáis dispuesto a abrazarla de corazón, caerá sobre vuestra cabeza un auténtico aluvión de agua.
Aquel prefecto era una persona recta y digna que sólo pensaba en el bien de su pueblo e inmediatamente pidió al Peregrino que ocupara el puesto de honor.
—Si estáis dispuesto a mostrar por mi gente toda esa benevolencia de la que habláis —concluyó, respetuoso—, os prometo que jamás daré la espalda a la virtud.
—Entonces no se hable más —dijo el Peregrino—. Levantaos y cuidad de mi maestro, mientras hago lo que tengo que hacer.
—¿Qué es lo que tienes pensado? —preguntó el Bonzo Sha.
—Tú y Ba-Chie venid conmigo —ordenó el Peregrino—. Poneos al pie de las escaleras y oficiad de ayudantes míos. Voy a llamar al dragón, para que traiga la lluvia.
Ba-Chie y el Bonzo Sha obedecieron sin rechistar. Cuando llegaron al pie de las escaleras, se detuvieron y el prefecto empezó a quemar varillas de incienso, mientras Tripitaka recitaba un sutra. El Peregrino recitó, entonces, un conjuro e inmediatamente se levantó por el este una nube muy oscura, que fue a detenerse justamente encima del patio de la mansión oficial. Se trataba, ni más ni menos, de Ao-Kuang, el Rey Dragón del Océano Oriental. Inmediatamente tomó forma humana y, acercándose al Peregrino, se inclinó respetuosamente ante él y le preguntó:
—¿De qué forma puede servir un dragón tan insignificante como yo a un inmortal tan poderoso como vos?
—Levantaos del suelo, por favor —le pidió el Peregrino—. Os he hecho llamar con el único propósito de pediros que dejéis caer vuestra lluvia sobre esta Prefectura del Fénix Inmortal y, así, aliviéis la tremenda sequía a la que se ha visto sometida durante estos últimos años.
—Permitid que os diga que eso no depende exclusivamente de mí —respondió el dragón—. Aunque dispongo del poder de producir la lluvia, debo seguir escrupulosamente las órdenes del Cielo. Sin una autorización expresa suya me es imposible cumplir vuestros deseos.
—Si os he mandado venir —insistió el Peregrino—, ha sido, porque, al pasar por aquí y ver los sufrimientos que está padeciendo esta gente, me he comprometido a aliviarlos de la forma más rápida posible. ¿Por qué me vienes ahora con todas esas excusas?
—Jamás me atrevería a tanto —se defendió el dragón—. Siempre que recitáis el conjuro, acudo a vuestro lado. Pero no puedo hacer llover de inmediato. En primer lugar, no dispongo de la autorización de lo alto y, en segundo, no he traído conmigo a mis ayudantes. Lo mejor que puedo hacer, para no dejaros en mal lugar, es ir en busca de mis tropas, mientras vos acudís al Palacio Celeste a solicitar el permiso imperial. Bastará con una orden general. De todas formas, es preciso que conozca la cantidad exacta de lluvia que se me permite arrojar sobre este reino.
Comprendiendo que era inútil seguir discutiendo con el viejo dragón, el Peregrino le permitió regresar al fondo del mar. Se llegó a continuación a lo alto de las escaleras y contó a Tripitaka lo que acababa de hablar con el Señor de la Lluvia.
—En ese caso —concluyó el maestro—, haz lo que tienes que hacer. Pero no enredes las cosas, por favor.
El Peregrino volvió junto a Ba-Chie y el Bonzo Sha y les ordenó:
—Cuidad del maestro, mientras voy al Palacio Celeste —y desapareció de la vista de todos.
—¿Adónde ha ido el Honorable Maestro Sun? —preguntó el prefecto, temblando de miedo.
—A los Cielos, montado en una nube —contestó Ba-Chie, sonriendo.
Eso sumió al prefecto en un respeto mayor e inmediatamente ordenó a sus súbditos, tanto a los nobles como a los plebeyos, a los militares como a los civiles, que desplegaran delante de sus casas grades carteles de agradecimiento y bienvenida para el Rey Dragón. Debían colocar, al mismo tiempo, jarras de agua limpia con una ramita de sauce dentro delante de cada puerta, junto con varillas encendidas de incienso, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que, de un salto, se llegó hasta la Puerta Oeste de los Cielos. El Devaraja Dhrtarastra le salió al encuentro al frente de un grupo de soldados celestes, que le preguntaron:
—¿Habéis dado ya por terminada vuestra empresa de conseguir las escrituras sagradas?
—A punto estoy de darla por concluida —contestó el Peregrino—. Nos encontramos, de hecho, en el límite oriental del Reino de la India, concretamente en la Prefectura del Fénix Inmortal, un lugar en el que no ha llovido durante los últimos tres años y la gente se está muriendo de hambre. Tan desesperada es su situación, que me ofrecí a proveerles de cuanta lluvia precisen, pero, al llamar a mi presencia al Rey Dragón, me contestó que no se atrevía a hacerlo sin autorización. Ése es el motivo de que haya venido a solicitar una entrevista con el Emperador de Jade.
—Según tengo entendido —respondió el devaraja—, lleva tanto tiempo sin llover en esa zona debido a que el prefecto ha ofendido al Cielo y a la Tierra con su conducta. En castigo, el Emperador de Jade ha ordenado reunir una montaña de arroz, otra de tallarines y un candado de oro, haciendo saber que no caerá ni una gota sobre esa comarca hasta que no hayan desaparecido esas tres cosas.
No sabiendo a qué se refería el devaraja, el Peregrino insistió en entrevistarse con el Emperador de Jade. Nadie se atrevió a impedírselo y fue conducido directamente al Salón de la Luz Perfecta, donde fue recibido por los Cuatro Consejeros Celestes, que le preguntaron:
—¿Se puede saber a qué se debe el honor de veros por aquí?
—Siguiendo con mi misión de proteger al monje Tang —contestó el Peregrino—, hemos llegado al extremo oriental del Reino de la India, concretamente a la Prefectura del Fénix Inmortal, donde no ha llovido durante muchísimo tiempo, a pesar de que el prefecto ha recurrido a todos los medios posibles para obtener la lluvia. Compadecido de los sufrimientos de esa gente, hice llamar al rey dragón, que, no obstante, se negó a dejar caer una sola gota, si antes no obtenía el correspondiente permiso del Emperador de Jade. Ese es el motivo de que haya acudido a cumplimentar al Señor Celeste.
—Desgraciadamente —explicaron los consejeros al mismo tiempo—, en ese lugar no puede llover.
—A pesar de todo —replicó el Peregrino, sonriendo—, insisto en ser conducido sin ninguna demora a su presencia. No es la primera vez que alcanzo su favor.
—Como muy bien afirma el proverbio —dijo el Inmortal Ke—, «no puede ser considerado un gran favor tapar una red con una bandera».
—Dejémonos de charlas inútiles y hagamos lo que nos pide —sugirió Xü Ching-Yang.
Sin pérdida de tiempo los consejeros Ke, Xü, Chiou Hong-Chr y Chang Tao-Ling condujeron a tan ilustre visitante al Salón de la Niebla Divina.
—Traemos con nosotros —dijeron con muchísimo respeto— a Sun Wu-Kung, que, en su largo camino hacia el Monasterio del Trueno, ha llegado a la Prefectura del Fénix Inmortal, que, como sabéis, pertenece al Reino de la India. Desea que dictéis una orden para los dragones, con el fin de que pueda llover sobre esa comarca.
—Hace aproximadamente tres años —contestó el Emperador de Jade—, el día vigésimo quinto del duodécimo mes, realicé un viaje de inspección a través de los Cielos y de cada uno de los Tres Reinos. Al llegar a esa comarca concreta de la que habláis, tuve la oportunidad de presenciar el orgullo con el que se comportaba ese tal Shang-Kuang. Con mis propios ojos vi cómo tomaba el trozo más grande de carne que descansaba sobre el altar de los Cielos y se lo daba a los perros. No contento con eso, le oí proferir palabras obscenas contra lo que soy y lo que represento. Ante faltas tan horrendas ordené preparar las tres cosas que ahora descansan en el Salón del Aroma Envolvente. Es mi deseo que Sun Wu-Kung sea conducido hasta allí y las vea con sus propios ojos, con la certeza de que no promulgaré la orden que ha venido a buscar hasta que no hayan desaparecido totalmente. Mientras llega ese momento, sería de desear que se preocupara únicamente de sus propios asuntos.
Sin pérdida de tiempo, los Consejeros Celestes condujeron al Peregrino al lugar que les había sido indicado. Allí se encontraron con una montaña de arroz de aproximadamente trescientos metros de altura y otra de tallarines, el doble que la anterior. Junto a la de arroz había un pollito un poco mayor que un puño cerrado picoteando, a un ritmo tan irregular, que a veces parecía que iba a atragantarse y otras daba la impresión de estar meramente jugando con el grano. Encima de la de tallarines, por otra parte, se hallaba una cría de perrito pekinés, que lamía, de vez en cuando, tan gigantesca cantidad de comida. A la izquierda del salón, colgado de la pared, se veía un enorme candado de más de metro y medio de longitud, del que sobresalía una llave del grosor de un dedo. Justamente debajo de ella descansaba una lámpara cuya llama apenas sí lamía el metal que tenía encima. Desconcertado, el Peregrino se volvió hacia los Consejeros Celestes y les preguntó:
—¿Qué significa todo esto?
—El Emperador de Jade ha determinado que no lloverá en esa región hasta que el pollito no haya terminado con todo el arroz, el perro no se haya comido la montaña de tallarines y la llama no haya fundido la llave —explicó uno de los consejeros.
El peregrino palideció de pavor. Sin atreverse a presentarse de nuevo ante el emperador, abandonó el salón, visiblemente contrariado:
—No os abandonéis al pesimismo, Gran Sabio —le asonsejó otro de los asesores imperiales—. La virtud es la única que puede poner fin a una situación aparentemente tan insoluble como ésta. Un solo pensamiento teñido de desinteresada bondad sería capaz de poner fin de inmediato a esas montañas de tallarines y arroz, haciendo desaparecer, al mismo tiempo, la llave. Es preciso, por tanto, que regreséis junto a ese prefecto y le hagáis ver la necesidad de abandonarse a la virtud. Sólo entonces podrá lograr el favor que ahora solicita.
El peregrino se mostró de acuerdo con esa propuesta. Sin pasar por el Salón de la Niebla Divina para despedirse del Emperador de Jade, se dispuso a regresar de inmediato al mundo de los mortales.
—¿Habéis conseguido la autorización que vinisteis a buscar? —le preguntó el Devaraja Dhrtarastra, al llegar a la Puerta Oeste.
—Me temo que todo se ha desarrollado como vos anticipasteis —respondió el Peregrino, después de describirle las montañas de tallarines y arroz y el asunto del candado con la llave—. De todas formas, al despedirse de mí, los Consejeros Celestes me hicieron ver que era preciso que el prefecto llevara una vida virtuosa, si quería que desapareciera el castigo que ahora están sufriendo todos los suyos.
Sin más, se dirigió a toda prisa a las Regiones Inferiores. Nada más verle, se arremolinaron a su alrededor el prefecto, Tripitaka, Ba-Chie, el Bonzo Sha y todos los funcionarios, preguntándose, ansiosos, por el resultado de sus gestiones. Furioso, el Peregrino se volvió hacia el prefecto y, señalándole con el dedo, bramó:
—¡Todo es culpa tuya! Si no ha caído una gota en todo este tiempo, ha sido porque con tu mezquina conducta has ofendido al Cielo y a la Tierra. Tu pueblo se halla privado de los beneficios de los altos, por algo que hiciste el día vigésismo quinto del duodécimo mes de hace tres años.
—¡Queréis explicarme qué es lo que hice yo entonces! —exclamó, asombrado, el prefecto, echándose rostro en tierra.
—¿Acaso habéis olvidado que derribasteis las ofrendas que teníais preparadas para el Cielo y se las disteis a los perros? —le echó en cara el Peregrino—. Os conmino a que delante de todos contéis lo que realmente ocurrió[3].
—Tenéis razón —reconoció el prefecto, agachando la cabeza—. El día vigésismo quinto del duodécimo mes preparé, como acabáis de decir, una ofrenda a los Cielos en mi residencia oficial. Mi esposa me hizo perder la paciencia con sus comentarios hirientes y, sin saber lo que hacía, derribé el altar y esparcí por el suelo todas las viandas. Loco de rabia como estaba, hice venir a los perros y se lo comieron todo en un abrir y cerrar de ojos. Me había olvidado de tan desagradable incidente, pero ahora que he vuelto a recordarlo no sé, la verdad, qué excusa puedo aducir en mi defensa. Jamás imaginé que el Cielo lo hubiera tomado tan a mal como para castigarme en las personas de todos mis súbditos. Afortunadamente, os habéis presentado vos y me lo habéis revelado todo. ¿Qué puedo hacer para remediar tal ofensa?
—Tuvisteis la mala fortuna que ese día el Emperador de Jade habia decidido visitar en persona las Regiones Inferiores —explicó el Peregrino—. Al ver que echabais a los perros la mejor carne y que no dejabais de musitar palabras obscenas, hizo preparar tres recordatorios de tan reprobable modo de comportamiento.
—¿De qué se trata? —preguntó Ba-Chie.
—Yo mismo acabo de verlos en el Salón del Aroma Envolvente —explicó el Peregrino—. Uno es una montaña de arroz de aproximadamente trescientos metros de altura, en la que hay un pollo no mayor que un puño cerrado, picoteando a sus anchas. Otro es un enorme montículo de tallarines, el doble de grande que el anterior, en cuya cumbre está sentado un cachorro de pekinés lamiendo lánguidamente tan impresionante cantidad de comida. El último es un candado de oro con una llave del grosor de un dedo, debajo del cual hay una lámpara encendida, cuya llama apenas sí roza el metal. Según se me informó no lloverá en esta región hasta que el pollito no haya terminado con la montaña de arroz, el perro no se haya comido los tallarines y el fuego no haya fundido la llave.
—No hay nada más fácil —comentó Ba-Chie, relamiéndose—. Llévame contigo allí arriba y te prometo que acabaré con toda esa comida de una sola sentada. Por lo que respecta a la llave, la partiré con las manos, asi lloverá en seguida.
—¿Cómo puedes decir semejantes tonterías? —le regañó el Peregrino—. ¿No comprendes que es algo fijado de antemano por los Cielos? Nadie puede oponerse a sus planes sin sufrir un terrible castigo.
—En ese caso —inquirió Tripitaka—, ¿qué se puede hacer?
—En realidad, la solución no es tan difícil como parece —contestó el Peregrino—. Al abandonar el salón, los Cuatro Consejeros Celestes me hicieron ver que todo el asunto se resolvería con unas cuantas acciones buenas.
—Decidme qué camino debo seguir —suplicó el prefecto, echándose rostro en tierra—. Prometo seguir vuestras sugerencias al pie de la letra.
—Si, en verdad, estáis dispuesto a arrepentiros, a abrazar la virtud y a honrar a Buda, dedicándoos por entero a la meditación, os prometo que intercederé en vuestro favor ante el Emperador de Jade —respondió el Peregrino—. Si, por el contrario, os negáis obstinadamente a seguir la senda del bien, nadie podrá libraros del castigo y pereceréis ejecutado a manos de los esbirros del propio Cielo.
El prefecto empezó a tocar el suelo con la frente y a repetir que estaba dispuesto a abrazar de todo corazón los principios de la religión. Con el fin de demostrar que sus intenciones eran auténticas, hizo llamar a todos los monjes budistas y taoístas que había en su comarca y les ordenó que durante tres días no dejaran de orar, redactando, al mismo tiempo, documentos de arrepentimiento, que había de hacer llegar a los Cielos a través de las llamas. Él mismo recorrió las calles al frente de sus súbditos, haciendo penitencia y quemando varillas de incienso para aplacar a la Tierra y al Cielo. Hasta Tripitaka recitó incontables sutras en su nombre. Se ordenó, igualmente, a todos los habitantes de la prefectura, tanto a los que habitaban en la ciudad como a los que moraban fuera de sus muros, que recitaran de continuo el nombre de Buda. De esa forma, las buenas obras se extendieron por toda la comarca y el Peregrino pudo pedir a Ba-Chie y al Bonzo Sha:
—Cuidad del maestro, mientras voy a ver qué tal van las cosas.
—¿Adónde piensas ir esta vez? —le preguntó Ba-Chie.
—Puesto que el prefecto no ha echado en saco roto nuestras palabras y no deja de repetir, respetuoso, el nombre de Buda, creo que ha llegado el momento de visitar, una vez más, al Emperador de Jade y pedirle que haga caer la lluvia sobre estas tierras.
—Espero que nuestro viaje no se vea afectado por tu interés —comentó el Bonzo Sha—. Procura terminar cuanto antes este asunto de la lluvia, para que también nosotros podamos alcanzar el premio que nos está reservado.
El Gran Sabio montó en una nube y no tardó en llegar a la Puerta de los Cielos, donde fue debidamente recibido por el Devaraja Dhrtarastra, que le preguntó después de los saludos de rigor:
—¿Cómo es que estáis otra vez por aquí?
—El prefecto ha vuelto al sendero de la virtud —contestó el Peregrino y el Devaraja manifestó una alegría fuera de lo común.
Mientras hablaban, vieron acercarse al Mensajero del Perfecto Talismán con unos cuantos documentos taoístas y budistas. Al ver al Peregrino, se acercó a él y le saludó, diciendo:
—El trabajo que habéis realizado es, francamente, espléndido, Gran Sabio.
—¿Adónde lleváis todos esos documentos? —inquirió el Peregrino.
—Al Salón de la Luz Perfecta —contestó el Mensajero—. Es preciso que los Consejeros Celestes se los hagan llegar sin demora al Emperador de Jade.
—En ese caso —concluyó el Peregrino—, iré con vos.
—No es necesario que solicitéis una nueva audiencia con el Emperador —dijo al Gran Sabio el Devaraja Dhrtarastra—. Dirigíos al Noveno Cielo, al Departamento de las Estaciones, y preguntad por los dioses del trueno. A la tormenta seguirá la lluvia y todos vuestros problemas tocarán a su fin.
El Peregrino siguió su consejo y, en vez de dirigirse al Salón de la Niebla Divina, se elevó hacia arriba y fue a parar al Departamento de las Estaciones, en el Noveno Cielo, donde fue recibido por el Mensajero de la Puerta del Trueno, el Encargado del Archivo General y el Responsable de la Sección Judicial, que le preguntaron, después de saludarle:
—¿A qué se debe tan grata sorpresa, Gran Sabio?
—Existe cierto asunto que desearía tratar directamente con el Respetable —contestó el Peregrino.
Los mensajeros fueron inmediatamente a comunicar su llegada. El Respetable salió de detrás de un biombo de azufre adornado con nueve fénix y, arreglándose lo mejor que pudo las ropas, salió al encuentro de su ilustre huésped. Después de intercambiar los correspondientes saludos, el Peregrino anunció:
—He venido a pediros un favor.
—¿De qué se trata? —preguntó el Respetable.
—Mi misión junto al monje Tang —contestó el Peregrino— me ha conducido hasta la Prefectura del Fénix Inmortal, donde hemos podido constatar los efectos de la terrible sequía a la que se ha visto sometida tan desgraciada región. Al comprobar los sufrimientos de sus habitantes, me comprometí a proporcionarles un poco de lluvia y eso me ha obligado a venir a pediros que pongáis a mis órdenes a vuestros subalternos, para que siembren las nubes de truenos.
—Sé que el prefecto de esa región ha levantado las iras del Cielo —replicó el Respetable—. Estoy al tanto, igualmente, de las tres condiciones que se han impuesto para que vuelva a llover sobre esa zona. Desconozco si han sido ya cumplidas.
—Ayer mismo me entrevisté con el Emperador de Jade —explicó el Peregrino— y tuvo la amabilidad de ordenar a los Consejeros Celestes que me condujeran al Salón del Aroma Envolvente, donde tuve la oportunidad de conocer esas tres condiciones de las que habláis. Se trata, en efecto, de una montaña de arroz, un montículo de tallarines y un candado de oro. Cuando me enteré de que no volvería a llover sobre esa prefectura hasta que no desaparecieran tan enormes cantidades de comida, a punto estuve de ceder a la desesperación. Afortunadamente, los Consejeros Celestes me hicieron ver que todo se solucionaría con una vuelta al camino del bien por parte de todos los habitantes de esa comarca. Su idea era que, para que el Cielo ayude a alguien, se requiere tener la mente limpia. Me aseguraron, de hecho, que las obras virtuosas harían cambiar la decisión del Emperador Celeste, poniendo fin a los sufrimientos de todo un pueblo. No necesito deciros que la virtud se ha adueñado de toda la prefectura y que el sonido del bien se escucha con tanta claridad por ella, que el mismo Mensajero del Perfecto Talismán acaba de cruzar las puertas del Cielo portando documentos fehacientes de que la conversión está obteniendo ya sus frutos. Ése es el motivo por el que he venido a solicitaros que pongáis a mi disposición a algunos funcionarios del departamento del trueno.
—En ese caso —concluyó el Respetable—, pediré a los pajes Tang, Xin, Chang y Tao que os acompañen a vos y a la Dama del Rayo a la Prefectura del Fénix Inmortal, para que siembren las nubes con el rolar del trueno.
Los cuatro aludidos se dispusieron en seguida a cumplir sus órdenes. En un abrir y cerrar de ojos llegaron a la comarca asolada por la sequía y empezaron a desplegar el poder de su magia. El estruendo del trueno se extendió por toda la región, acompañado por los latigazos de luz del relámpago, que parecían culebras doradas sacadas de su letargo por el fragor de la tormenta. En algunas ocasiones parecían guerreros de fuego empeñados en derribar todas las cavernas que horadaban las montañas. Su fugaz resplandor encendía los cielos, sembrando de espanto la tierra. Pero no todo eran amenazas de destrucción y muerte. La luz de los rayos hacía crecer con más premura a las plantas, aunque las montañas vibraran y las rocas se sintieran inseguras.
Todos los habitantes de la Prefectura del Fénix Inmortal, tanto los que habitaban en el campo como los que moraban en las ciudades, llevaban tres años seguidos sin escuchar el bramido del trueno. Al ver la extraordinaria tormenta que, de pronto, se había desatado sobre sus cabezas, se postraron de hinojos y empezaron a golpear el suelo con la frente. Algunos se colocaron pequeños pebeteros de incienso sobre la cabeza, mientras otros sacudían ramitas tiernas de sauce, al tiempo que gritaban:
—¡Namo Amitabha! ¡Namo Amitabha!
Tan sinceras exclamaciones terminaron alertando a las Regiones Superiores, pues, como muy bien afirma un antiguo poema, «el Cielo y la Tierra están al tanto de todos los deseos que brotan del corazón del hombre». ¡Injusto, en verdad, sería el universo, si el vicio no fuera castigado y la virtud premiada!
Vamos a dejar de hablar, de momento, del Gran Sabio y de todos los demás dioses que estaban sembrando de estruendo y de luz toda la Prefectura del Fénix Inmortal, para centrarnos en el Mensajero del Perfecto Talismán, que se dirigió con todos los documentos, tanto budistas como taoístas, que llevaba en su poder, hacia el Salón de la Luz Perfecta. Los Cuatro Consejeros Celestes se los entregaron directamente al Emperador Celeste, que comentó en cierto tono de satisfacción:
—Si es verdad que ésos de ahí abajo se han abandonado a pensamientos virtuosos, las tres condiciones que en su día impusimos deben de estar a punto de ser cumplidas en su totalidad.
No había terminado de hablar, cuando se presentó un guarda del Salón del Aroma Envolvente, que informó, diciendo:
—Las montañas de tallarines y de arroz han desaparecido totalmente y el fuego ha fundido por la mitad la llave que estaba metida en el candado de oro.
Casi en ese mismo instante aparecieron en la corte todos los espíritus y dioses, tanto de la ciudad como del campo, de la Prefectura del Fénix Inmortal y comunicaron, satisfechos, al Emperador de Jade:
—El señor y los súbditos de la región que nos ha sido encomendada han vuelto, finalmente, al camino de la virtud. Ni uno solo de sus habitantes se ha negado a abrazar los principios budistas y a presentar sus respetos al Cielo. Os suplicamos, por tanto, que hagáis valer vuestra infinita misericordia y hagáis caer sobre ellos la dulzura de la lluvia, que tanto anhelan.
Satisfecho por los informes que acababa de recibir, el Emperador de Jade ordenó sin la menor dilación:
—Que los Departamentos del Viento, las Nubes y la Lluvia envíen sus efectivos a las Regiones Inferiores y dejen caer sobre la Prefectura del Fénix Inmortal, en este mismo día y hora, metro y medio de altura de agua de lluvia.
Los Cuatro Mensajeros Celestes transmitieron en seguida la orden a los correspondientes departamentos, que se dispusieron sin tardanza a hacer sentir sus extraordinarios poderes en el mundo inferior. El Peregrino y los dioses del trueno estaban pidiendo a la Dama del Rayo que desplegara todo su arsenal de luces, cuando se vieron rodeados por una legión de deidades, que, en un abrir y cerrar de ojos, convocaron el viento, levantaron las nubes y dejaron caer sobre la tierra un auténtico torrente de agua de lluvia. Jamás se había visto cosa igual. El aguacero se lanzó de repente contra el suelo entre el fragor de los truenos, el vibrar de los relámpagos, el silbido del viento y el continuo amontonamiento de las nubes. Se comprobó así, una vez más, que un solo pensamiento es capaz de alterar las decisiones del Cielo, que se complace en todo momento en satisfacer las esperanzas de la gente. En esta ocasión el responsable de tal cambio fue el Gran Sabio, que, gracias a su empeño, consiguió que se cubrieran de espesas nubes los diez mil kilómetros cuadrados de aquel reino y que la lluvia fuera tan intensa como si alguien hubiera vaciado los mares y los ríos. El agua formaba auténticas cascadas en los aleros de las casas y producía un ruido extraño, al chocar contra las chimeneas. En todas las puertas se alababa el nombre de Buda, mientras una especie de torrente recorría todas las calles y mercados. En el este y en el oeste los cauces de los ríos se fueron llenando poco a poco, al tiempo que en el norte y en el sur los arroyos desbordaban de una forma que no recordaban ni los más ancianos del lugar, Las hortalizas revivieron al instante y los bosques recobraron la vitalidad que parecían haber perdido para siempre. Lo mismo les ocurrió al trigo, al cáñamo y a todo tipo de cereales, que brotaron, de pronto, en los campos, llenando a los campesinos de satisfacción. Los comerciantes se sintieron beneficiados de tanta bonanza, sonriendo excitados al ver pasar a los labriegos con sus arados. A nadie le cabía la menor duda de que el fruto iba a madurar en sazón y la cosecha iba a superar todos los límites imaginados. El viento y la lluvia devolvieron la tranquilidad a las gentes y hasta los ríos y el mar parecieron contagiarse de su despreocupado entusiasmo. En un solo día cayó sobre la tierra tal cantidad de agua, que en algunos puntos alcanzó el metro y medio de altura. Poco a poco los dioses fueron dando por terminada su labor y el Gran Sabio les sugirió a grandes voces:
—¿Por qué no ordenáis a vuestros subalternos que se encarguen de rematar la tarea? Si me lo permitís, voy a bajar a pedir al prefecto que os haga llegar su reconocimiento de la forma que de él se espera. Cuando lo haga, no estaría de más que corrierais un poco el manto de nubes y os mostrarais tal como sois. Estoy seguro de que, cuando os hayan visto con sus ojos mortales, jamás os olvidarán y os ofrecerán sacrificios más suculentos que los que os han presentado hasta ahora.
A los dioses no les quedó más remedio que quedarse donde estaban, mientras el Peregrino se dirigía a toda velocidad a la residencia del prefecto, donde le estaban esperando Tripitaka, Ba-Chie y el Bonzo Sha. La máxima autoridad de aquella demarcación se lanzó inmediatamente a sus pies, pero el Peregrino lo levantó del suelo, diciendo:
—No es a mí a quien debéis dar las gracias, sino a los dioses de los cuatro departamentos encargados de hacer caer la lluvia. En este mismo momento se encuentran ahí arriba. Si estuviera en vuestro lugar, reuniría a todos mis súbditos y les daría respetuosamente las gracias. Con eso me aseguraría la lluvia futura y mi reino no volvería a sufrir jamás de sequía.
Sin pérdida de tiempo el prefecto ordenó a todos los habitantes de su territorio que encendieran varillas de incienso y se inclinaran respetuosamente ante el cielo. En ese mismo instante se abrieron las nubes y aparecieron en todo su esplendor los dioses de los cuatro departamentos que habían tomado parte en aquella campaña, es decir, el de la lluvia, el del trueno, el de las nubes y el del viento. El Rey Dragón mostró, orgulloso, su espléndida barba de plata y su tosco rostro, tan rugoso que no existe en el mundo otro igual. El dios del trueno asombró a todos con su fornido cuerpo, su incomparable boca ganchuda y sus fuertes mandíbulas, que parecían tenazas. Su rudo aspecto contrastaba con la delicadeza del muchacho que apacienta las nubes. Su piel era tan tersa, que parecía estar hecha de jade y su cabeza aparecía nimbada por un halo de luz dorada. El Señor de los Vientos, por el contrario, sembró un murmullo de temeroso asombro, al dejar ver sus extraordinarios ojos redondos y sus pobladísimas cejas. Todos aparecieron, de pronto, en el azul de los Cielos mostrando los inconfundibles atributos de su poder. Los habitantes de la Prefectura del Fénix Inmortal creyeron, entonces, en ellos y, sobrecogidos de respeto, quemaron, una tras otra, incontables varillas de incienso. Aquella inesperada visión de las huestes celestes terminó de purificar sus corazones, fortaleciendo aún más sus deseos de seguir las sendas de la virtud. Más de una hora duró aquella maravillosa epifanía, a la que los mortales respondieron intensificando sus muestras de acatamiento y respeto. El Peregrino Sun se levantó, entonces, por los aires y dijo a los dioses allí reunidos:
—Me temo que hemos abusado demasiado de vuestra benevolencia. Si lo deseáis, podéis regresar a vuestros departamentos. Ya me encargaré yo de que en todos los hogares de esta prefectura se os ofrezcan los sacrificios de acción de gracias que os han prometido. Para conseguir que su memoria no flaquee es preciso que el día quinto de cada mes hagáis soplar los vientos y dejéis caer una lluvia abundante cinco días después. De esta forma, completaréis vuestra acción salvadora y el recuerdo de vuestra benevolencia se mantendrá vivo entre estas gentes de generación en generación.
Los dioses se mostraron de acuerdo con las sugerencias del Peregrino y regresaron a toda prisa a sus respectivos departamentos en la corte celeste, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio, que, bajando de las nubes, se acercó a Tripitaka y le dijo:
—Nuestra misión aquí ha concluido. Creo que ha llegado el momento de que cojamos nuestras cosas y prosigamos nuestro camino.
—¡Cómo podéis decir eso, Honorable Sun! —exclamó el prefecto, alarmado—. Lo que habéis hecho por nosotros es algo que jamás podremos olvidar. Como prueba de humilde agradecimiento, hemos mandado preparar un pequeño banquete vegetariano. Hemos pedido, igualmente, a todos nuestros súbditos que aporten el terreno que puedan, con el fin de construir un monasterio en el que se venere vuestra memoria para siempre. Haremos grabar vuestros nombres en grandes losas de piedra y os presentaremos nuestro indigno reconocimiento todos los días de nuestra vida. Tened, sin embargo, la seguridad de que el lugar en el que quedarán más firmemente grabadas vuestras hazañas será en nuestros corazones y nuestros huesos. ¿Cómo podéis afirmar que ha llegado el momento de vuestra partida, cuando aún no os hemos agradecido lo que habéis hecho por estas tierras?
—Comprendemos vuestros sentimientos —respondió Tripitaka—, pero debéis daros cuenta de que no somos más que un grupo de monjes mendicantes que se dirigen hacia el Oeste. Aunque nos gustaría compartir eternamente vuestra hospitalidad, sólo podremos quedarnos con vosotros un día o dos.
El prefecto se negó, por supuesto, a dejarlos partir de inmediato. Ordenó preparar un fastuoso banquete y dictó las disposiciones necesarias para iniciar cuanto antes la construcción del santuario. Al día siguiente se sirvió un nuevo festín, en el que, como era de esperarse, el monje Tang ocupó el sitio reservado a la persona de mayor dignidad. El Gran Sabio, Ba-Chie y el Bonzo Sha dispusieron de sus propias mesas, siendo servidos personalmente por el prefecto y los funcionarios de mayor rango, mientras que los de grado inferior se encargaron de las bebidas y de la música. El banquete duró un día entero y sobre sus fastos disponemos de un poema que afirma:
Después de una prolongada sequía los campos volvieron a saborear el dulzor de la lluvia, mientras las actividades comerciales fluían de nuevo con la serenidad de las aguas que llenaban los ríos. Cambio tan extraordinario se produjo con la llegada de los monjes peregrinos, a la que siguió el viaje que el Gran Sabio realizó al Palacio Celeste. El arrepentimiento obtuvo sus frutos y las tres condiciones impuestas por lo alto se disolvieron al mismo ritmo que volvía a avanzarse por las sendas del bien. Comenzó, así, en aquella región una edad más venturosa que la de Yao y Shun. La lluvia cayó en sazón y las cosechas fueron ricas y abundantes.
Las cenas y los banquetes se sucedieron día a día durante casi medio mes, el tiempo concreto que tardó en erigirse el monasterio conmemorativo. Por fin, un día el prefecto pidió a los cuatro peregrinos que echaran un vistazo al nuevo edificio.
—¡Es una obra realmente extraordinaria! —exclamó, asombrado, el monje Tang—. ¿Cómo os las habéis arreglado para terminarlo tan pronto?
—Vuestro humilde servidor —contestó el prefecto— ha ordenado proseguir la construcción día y noche y, así, ha conseguido concluirlo en un tiempo relativamente corto. Ahora, si no os importa, me gustaría que me acompañarais a verlo.
—En verdad sois un prefecto digno —comentó el Peregrino, sonriendo—, en el que no sólo destaca la virtud, sino también la pericia.
Sin más, se dirigieron hacia el lugar en el que estaba emplazado el nuevo monasterio. Al ver su tremenda alzada y la maravilla de sus puertas, no pudieron por menos de alabar el buen gusto de aquellas gentes. El Peregrino pidió al maestro que le pusiera un nombre y Tripitaka respondió:
—Que se llame el Monasterio de la Lluvia Salvadora.
—¡Excelente! —exclamó el prefecto—. Ningún otro nombre podría ser más apropiado.
Sin pérdida de tiempo se dictaron órdenes solicitando los servicios de monjes virtuosos, que habían de cuidar de mantener vivo el fuego y de quemar continuamente varillas de incienso. A la izquierda del salón principal podían verse cuatro hornacinas con las imágenes de los peregrinos, ante las que habían de ofrecerse sin cesar sacrificios de todo tipo. En el extremo opuesto estaban a punto de concluirse otras hornacinas similares para los dioses del trueno, de la lluvia, de las nubes y del viento, sin olvidarse tampoco del rey dragón. Después de contemplar tan inesperadas maravillas, los peregrinos se dispusieron a partir de aquella prefectura.
Comprendiendo que no podrían mantener a tan distinguidos benefactores a su lado durante todo el tiempo, los habitantes de la comarca acudieron a despedirlos con infinidad de regalos y dinero, pero ellos no aceptaron ni una sola moneda de cobre. Seguidamente todos los funcionarios, tanto civiles como militares, formaron un espléndido cortejo que acompañó a los peregrinos hasta las afueras de la ciudad, entre el batir de tambores y el flamear de estandartes. Más de sesenta kilómetros llevaban recorridos, cuando el maestro les rogó encarecidamente que se dieran la vuelta, pero ellos insistieron con lágrimas en los ojos en seguir adelante y los acompañaron durante unos kilómetros más. Sólo cuando hubieron desaparecido totalmente de su vista, decidieron regresar finalmente a sus hogares.
De esta forma, el monje virtuoso dejó tras sí, una vez más, el consuelo y el Gran Sabio, Sosia del cielo, dio a conocer su profunda misericordia.
No sabemos, de momento, cuántas jornadas les quedaban para entrevistarse definitivamente con Tathagata. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.