CAPÍTULO XVIII

Tras despedirse de la Bodhisattva, el Peregrino descendió de la nube, colgó la túnica de un cedro que había por allí cerca y se internó en la Caverna del Viento Negro. Pero no encontró ni un solo demonio. Todos habían huido, despavoridos, en cuanto vieron quién era la Bodhisattva y el tremendo castigo que estaba infligiendo a su señor. Eso no mermó las ansias de venganza del Peregrino. Esparció una gran cantidad de leña por todos los corredores de la cueva y la prendió fuego. Al poco rato la Caverna del Viento Negro quedó convertida en la Cueva de la Brisa Roja. Una vez terminada la obra, el Peregrino cogió la túnica, montó en la nube y se dirigió hacia el norte.

Tripitaka, mientras tanto, esperaba ansiosamente su vuelta, preguntándose, impaciente, si la Bodhisattva habría accedido a ayudarles o si todo no habría sido más que una estratagema del Peregrino para abandonarle a su suerte. Tales pensamientos estaban cebándose en su espíritu, cuando vio acercarse una nube roja muy brillante, de la que descendió el Peregrino.

—¡Maestro —gritó, alborozado, echándose rostro en tierra—, aquí tenéis vuestra túnica!

Tripitaka se mostró encantado, lo mismo que los otros monjes, que no dejaron de decir, entusiasmados:

—¡Qué bien! Nuestras vidas no corren ya el menor peligro.

—Al marcharte —regañó, no obstante, Tripitaka a su discípulo, cogiendo la túnica—, dijiste que estarías de vuelta después del desayuno o, como mucho, alrededor del mediodía. ¿Quieres decirme por qué has tardado tanto? Me figuro que te habrás dado cuenta de que el sol se está ya poniendo.

El Peregrino relató entonces cómo había solicitado la ayuda de la Bodhisattva y cómo habían dominado entre los dos al monstruo. Al oírlo, Tripitaka tomó un poco de incienso y, volviéndose hacia el sur lo ofreció a su benefactora en señal de gratitud. Una vez terminada la ofrenda, se volvió hacia su discípulo y le ordenó:

—Puesto que ya hemos recobrado la Túnica de Buda, recojamos nuestras cosas y marchémonos cuanto antes.

—¿A qué viene tanta prisa? —replicó el Peregrino—. Se está haciendo tarde. ¿Por qué no esperamos hasta mañana por la mañana para proseguir nuestro viaje?

—El anciano Sun tiene razón —opinaron todos los monjes, poniéndose de rodillas—. Está anocheciendo. Además, nosotros tenemos una promesa que cumplir. Ahora que hemos sido liberados y vos habéis recobrado vuestro tesoro, desearíamos compartir con vuestras respetables reverencias nuestra humilde mesa[1]. Mañana podréis continuar vuestra marcha hacia el Oeste.

—¡Fantástico! —exclamó el Peregrino—. ¡Una idea francamente excelente!

Los monjes sacaron de los bolsos todo lo que habían logrado salvar del incendio y se lo regalaron a tan distinguidos huéspedes. Prepararon después ofrendas vegetarianas, quemaron papel moneda para los espíritus y recitaron varios fragmentos de las escrituras, apropiados para evitar las desgracias y el acoso del mal. El oficio duró hasta bien entrada la noche. A la mañana siguiente ensillaron el caballo y cargaron con el equipaje. Los monjes les acompañaron durante un largo tramo del camino. El Peregrino iba abriendo la marcha. La primavera había estallado con todo su fulgor y los cascos del caballo dejaban en la hierba un tenue sendero de plantas tronchadas. Las ramas de los sauces aparecían cubiertas de rocío y los melocotoneros se repetían con insistencia de bosque. Por doquier crecían, en delicados arabescos, enredaderas salvajes. Bandadas de patos tomaban el sol a la orilla de los ríos, mientras las flores más aromáticas parecían domar a las mariposas. Había transcurrido el otoño, el invierno había terminado y la primavera se hallaba justamente en su cenit. ¿Cuándo podrían conseguirse, por fin, las auténticas escrituras?

Maestro y discípulo vagaron por la espesura durante una semana. Un día, cuando estaba empezando ya a oscurecer, vieron un pueblo en la lejanía y Tripitaka exclamó, alborozado:

—¡Mira. Wu-Kung, allí hay un lugar habitado! ¿Qué te parece si pedimos alojamiento y continuamos el viaje mañana?

—Antes de tomar una decisión —contestó el Peregrino—, debemos saber si se trata de un lugar bueno o malo.

Tripitaka tiró de las riendas y el Peregrino escudriñó con sus potentes ojos el pueblo. Las casas se arremolinaban en racimos, protegidas por cercas de bambú. Delante de cada puerta había plantado un árbol que se perdía en la altura. Sus elegantes formas se reflejaban en un arroyuelo que cruzaba el pueblo de parte a parte. Los sauces que jalonaban el sendero lucían, orgullosos, su cresta verde, compitiendo en suavidad con el aroma de las flores que crecían en cada patio. El crepúsculo iba rápidamente dando paso a las sombras, mientras los pájaros no dejaban de alborotar en sus nidos. De cada hogar surgía una cresta de humo blanco, al tiempo que el ganado retornaba mansamente a sus establos. Cerdos y gallinas, lustrosos y bien alimentados, dormían plácidamente a la sombra de cada casa. De una de ellas surgía una canción tan melancólica como la noche que estaba a punto de caer.

—Creo que podemos seguir adelante, maestro —dijo el Peregrino después de su rápida inspección—. Parece un pueblo habitado por buena gente. Opino, por tanto, que es un buen lugar para pasar la noche.

El monje espoleó el caballo y no tardaron en llegar al sendero que conducía directamente a la aldea. Allí se encontraron con un joven que llevaba puestos un gorro de algodón y una chaqueta azul. Portaba un paraguas en la mano y un bulto, al parecer muy pesado, a la espalda. Los pantalones los tenía recogidos, dejando ver un par de sandalias de paja con tres lazos. Cuando el Peregrino le echó mano, venía caminando a grandes zancadas, como si fuera una persona de mucha resolución.

—¿Adónde vas tan deprisa? —le preguntó Wu-Kung—. Si no te importa, me gustaría que nos dijeras cómo se llama este lugar.

—¿Es que no hay nadie más en este pueblo? —se quejó el hombre, tratando de librarse de él—. ¿Por qué tienes que preguntarme precisamente a mí?

—No te enfades —le aconsejó el Peregrino—. «Quien ayuda a otro se ayuda, en realidad, a sí mismo». ¿Quieres explicarme qué tiene de malo decirme el nombre de esta aldea? A lo mejor da la casualidad de que puedo ayudaros a solucionar los problemas que tengáis.

—¡Ésta sí que es buena! —exclamó el hombre, fuera de sí, tratando de soltarse del Peregrino dando unos saltos increíbles—. ¡Cómo si no tuviera bastante con los quebraderos de cabeza de mi familia! No he resuelto ni uno solo y tengo que toparme para mi desgracia con un tipo calvo como éste.

—Te dejaré marchar, si logras abrirme la mano —dijo el Peregrino divertido.

El hombre se retorció a izquierda y derecha, pero no consiguió nada. Era como si estuviera firmemente sujeto por un par de tenazas de hierro. Estaba tan furioso que arrojó al suelo el fardo y el paraguas y trató, sin resultado, de pegar y arañar al Peregrino. Sosteniéndole con una mano y agarrando con la otra el equipaje, Wu-Kung le mantuvo a suficiente distancia como para evitar que le alcanzara alguno de los golpes. Cuanto más lo intentaba, más fuerte apretaba el Peregrino. El hombre echaba fuego por los ojos.

—¿No viene por ahí alguien? —preguntó de pronto Tripitaka—. Pregúntale y deja marchar a éste. No comprendo por qué la tienes tomada con él.

—¿No lo entendéis, maestro? —replicó el Peregrino, riendo—. Si le dejo irse, se me acabará la diversión.

Comprendiendo que era inútil seguir luchando, el hombre respondió finalmente:

—Este lugar se llama el pueblo del señor Gao y se halla enclavado dentro del Reino del Tíbet. La mayoría de las personas que viven en esta aldea se apellidan Gao. De ahí que tenga ese nombre. Ahora, si no te importa, me gustaría seguir mi camino.

—No vas vestido como para dar un paseo por los alrededores —replicó el Peregrino—. Así que dime la verdad: ¿adónde vas y con que objeto? Si lo haces, te prometo que te dejaré marchar.

—Pertenezco a la familia del viejo señor Gao —explicó el hombre, comprendiendo que no le quedaba más remedio que hacer lo que se le exigía—. Me llamo, por tanto, Gao Tse-Ai. La hija menor del señor Gao tiene veinte años y todavía no ha sido prometida a nadie en matrimonio, No hay nada de extraño en ello, ya que hace aproximadamente tres años fue raptada por un monstruo que la tomó por esposa. Al señor Gao no le hizo mucha gracia tener un monstruo por yerno, porque como él mismo dijo, la reputación de su familia ha sufrido un duro golpe y no hay manera de entrar en relación con la del marido de su hija. ¿Quién puede enorgullecerse de tener amistad con un monstruo? Durante todo este tiempo ha tratado de conseguir la anulación de ese matrimonio, cosa a la que el monstruo se ha negado con firmeza. Es más, ha encerrado a la muchacha en la parte de atrás de su morada y no la ha permitido ver a su familia durante casi medio año. Desesperado, el viejo me entregó unas cuantas onzas de plata y me pidió que fuera en busca de alguien capaz de ayudarle a capturar al monstruo. Desde entonces no he descansado ni un solo día y lo único que he conseguido ha sido entrevistarme con tres o cuatro monjes sin ningún poder y otros tantos taoístas por el estilo. Ninguno ha podido dominar a la bestia. Como es natural, acabo de recibir una buena reprimenda por mi incompetencia. Lo peor, de todas formas, es que sólo dispongo de media onza de plata para seguir buscando. Como ves, lo único que me faltaba era toparme contigo, ave de mal agüero. Por tu culpa tendré que retrasar el viaje. En fin, todo esto es lo que quería decir, cuando te comenté que los problemas de mi familia eran prácticamente insolubles. Ahora que te he contado la verdad me gustaría seguir mi camino. Por cierto, ese truco tuyo para agarrar a la gente es, francamente, maravilloso.

—Has tenido suerte que lo haya utilizado contigo —respondió el Peregrino—. Tus problemas y mis poderes se complementan como el cuatro y el seis en el juego de dados. A partir de ahora no necesitarás seguir viajando ni malgastar tu dinero. Aunque te cueste creerlo, nosotros no somos monjes sin valor ni taoístas sin poderes. Tenemos, de hecho, cierta experiencia en capturar monstruos. Como muy bien afirma el dicho, «no sólo has cuidado del médico, sino que incluso le has curado la vista». Regresa junto al cabeza de tu familia y dile que has tenido la enorme fortuna de toparte con dos monjes enviados por el Señor de las Tierras del Este al Paraíso Occidental en busca de las escrituras de Buda. No necesito recordarte que estamos especializados en atrapar monstruos y demonios.

—¡No te burles de mí, por favor! —exclamó Gao Tse-Ai—. Estoy de este asunto hasta la coronilla. Espero que comprendas que, si me engañas y no tienes ningún tipo de poder para arrestar bestias, lo único que vas a conseguir es aumentar mis problemas, en vez de solucionarlos.

—Te garantizo que todo saldrá bien —le tranquilizó el Peregrino—. Llévanos hasta tu casa, por favor.

Puesto que no perdía nada por probar si lo que decía era cierto o no, el hombre volvió a coger el fardo y el paraguas y condujo a los dos viajeros hasta la puerta de su hogar.

—Esperad aquí un momento, mientras voy a avisar al dueño de la casa —dijo el hombre.

El Peregrino le dejó entonces en libertad y, poniendo en el suelo el equipaje, ayudó al maestro a bajar del caballo. Mientras esperaban pacientemente a la puerta, Gao Tse-Ai entró en la mansión y se dirigió hacia el salón principal, que se encontraba justamente en el centro de la casa. Allí se topó con el señor Gao, que exclamó, malhumorado, al verle:

—¡Maldito caradura! ¿Se puede saber por qué has vuelto? ¿Cómo es que no has ido en busca de un domador de monstruos?

—Permitidme informaros de lo que ha pasado —suplicó, inseguro, Gao Tse-Ai, poniendo el fardo en el suelo—. Justamente al final de la calle me topé con dos monjes muy extraños. Uno iba montado en un caballo y el otro llevaba a la espalda un hatillo de ropa. Antes de que pudiera hacer nada, me agarraron y se negaron a soltarme hasta que no les dijera adónde iba. Al principio me negué de plano a complacerles, pero se mostraron extremadamente persuasivos y, por otra parte, no podía liberarme de ellos. Fue entonces cuando les conté la desgracia que se ha abatido sobre nuestra familia. El que me tenía agarrado se mostró muy contento y dijo que él se encargaría de dominar a la bestia.

—¿De dónde son esos monjes? —preguntó, interesado, el señor Gao.

Uno dice ser hermano del Emperador de las Tierras del Este —respondió Gao Tse-Ai— y se dirigen hacia el Paraíso Occidental con el fin de presentar sus respetos a Buda y hacerse con sus escrituras.

—Si han llegado aquí desde tan lejos —concluyó el señor Gao—, eso quiere decir que, ciertamente, poseen poderes muy especiales. ¿Dónde están ahora esos hombres?

—Ahí fuera esperando —contestó Gao Tse-Ai.

El señor Gao se cambió a toda prisa de ropas y salió, acompañado de Gao Tse-Ai, a darles la bienvenida, diciendo:

—¡Qué placer poder gozar de la compañía de vuestras reverencias!

Tripitaka se dio la vuelta a toda prisa y se encontró con tan efusivo anfitrión delante mismo de sus narices. Era un hombre entrado ya en años con un gorro de seda negra, una túnica de seda de Szchwang profusamente bordada, una faja verde oscura y un par de botas muy toscas hechas de piel de buey. Sin dejar de sonreír amablemente, añadió:

—Aceptad mis respetos, venerables viajeros.

Tripitaka le devolvió el saludo, pero el Peregrino no movió un solo músculo. Al percatarse, a su vez, el anciano de su extraña apariencia, no se atrevió a dirigirle la palabra. El Peregrino se sintió profundamente ofendido y se encaró con él, diciendo:

—¿Se puede saber por qué no me saludas?

Alarmado, el anciano se volvió a Gao Tse-Ai y le regañó, diciendo:

—¿Por qué has tenido que hacerme esto? ¿No teníamos, acaso, bastante con un monstruo, para que ahora tengas que traer a mi propia casa un espíritu del trueno? ¿Es que nunca voy a poder solucionar mis problemas?

—¿De qué te ha servido llegar a una edad tan avanzada, si eres incapaz de distinguir lo bueno de lo malo? —le recriminó el Peregrino—. No es de sabios ir juzgando a la gente por su apariencia. Es posible que yo sea muy feo, pero poseo poderes muy especiales. Me encargaré de capturar al monstruo, después lo exorcizaré y te devolveré a tu hija. ¿Te parece suficiente? ¡No sé a qué viene eso de fijarse solamente en las apariencias!

El anciano se echó a temblar de miedo, pero se las arregló para armarse del suficiente valor y decir:

—Pasad, por favor.

El Peregrino tomó entonces las riendas del caballo y pidió a Gao Tse-Ai que se hiciera cargo del equipaje. Sin ningún respeto por las normas, cogió una silla con la pintura levantada e invitó a su maestro a sentarse. El mismo acercó otra y tomó asiento, sin que nadie se lo pidiera.

—Se ve que sabéis poneros cómodo, ¿eh? —exclamó el señor Gao.

—Yo sólo me siento cómodo en un sitio, cuando paso en él medio año por lo menos —replicó el Peregrino.

—Mi pariente acaba de informarme de que vuestras reverencias vienen de las Tierras del Este —empezó diciendo el señor Gao, una vez que todos se hubieron sentado.

—Así es —admitió Tripitaka—. El emperador nos ha encargado ir al Paraíso Occidental en busca de las escrituras de Buda. Llevamos varios días sin descansar y nos gustaría pasar la noche en esta aldea Nuestra intención es continuar el viaje mañana por la mañana.

—¿Así que sólo andáis buscando hospedaje? —exclamó, decepcionado, el señor Gao—. ¿Cómo habéis dicho que sois cazadores de monstruos?

—Ciertamente buscamos un sitio para pasar la noche —ratificó el Peregrino—. Pero eso no quiere decir que, para divertirnos un rato, no vayamos a capturar a todos los monstruos que sean necesarios. Por cierto, ¿cuántos tenéis en vuestra casa?

—¡Santo cielo! —exclamó el señor Gao, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Que cuántos tengo aquí! ¡Como si no me hubiera dado bastantes quebraderos de cabeza el que ahora es mi yerno! ¡Con él tengo más que suficiente!

—Cuéntame todo lo que sepas de él —le pidió el Peregrino—: cómo llegó a este lugar, qué clase de poderes tiene… en fin, cosas así. Empieza por el principio y no omitas un solo detalle. Es esencial conocerle bien para poder capturarle.

—Desde antiguo —comenzó explicando el señor Gao— este pueblo jamás ha tenido problemas con fantasmas, monstruos o demonios. Mi única desgracia ha sido no tener ningún hijo varón. Mis tres vástagos han sido, desgraciadamente, mujeres. La mayor se llama Orquídea Olorosa, la del medio, Orquídea de Jade, y la tercera, Orquídea Verde. Desde su más tierna infancia las dos primeras han estado prometidas con personas de esta misma aldea, pero yo esperaba que la tercera pudiera casarse con un hombre que accediera a vivir bajo este techo y diera a sus hijos mi apellido. A cambio se convertiría en mi heredero y se ocuparía de mí, cuando me faltaran las fuerzas. Hace tres años aproximadamente se presentó un joven de aspecto pasablemente atractivo. Dijo proceder de la montaña de Fu-Ling y afirmó apellidarse Chu. Explicó que no tenía padres ni hermanos y que, por tanto, no le importaría llevar mi apellido. Yo le acepté en seguida, pensando que alguien sin lazos familiares era la persona más adecuada para llevar a cabo mi plan. Al principio, debo admitirlo, se mostró muy cortés y diligente. Trabajó duro en los campos, arándolos, incluso, sin la ayuda de un carabao. Cuando llegó el tiempo de la siega, recogió la cosecha sin servirse para nada de la hoz. Llegaba tarde a casa por las noches y se levantaba muy temprano. No es extraño que todos estuviéramos muy contentos con él. El único problema es que su aspecto comenzó a cambiar.

—Explícame esos cambios —le instó el Peregrino.

—Bueno… —continuó diciendo el señor Gao—, al principio era tipo moreno y robusto, pero después se fue convirtiendo en un auténtico imbécil con unas orejas muy grandes, un hocico llamativamente protuberante y un copete de cerdas muy fuertes detrás de la cabeza. Lo malo es que su cuerpo ha seguido una evolución semejante, transformándose en algo pesado y totalmente carente de atractivo. Se parece, de hecho, a un cerdo. No es extraño que tenga un apetito insaciable. En cada comida se toma entre tres y cinco arrobas de arroz; para él un pequeño tentempié consiste en más de cien bollos y otras tantas galletas. ¡Menos mal que sigue una dieta vegetariana! Si le diera por devorar carne y vino, estoy seguro de que terminaría con todas mis posesiones en menos de medio año.

—A lo mejor tiene tanto apetito porque, como vos mismo habéis reconocido, trabaja demasiado —comentó Tripitaka.

—Eso no es lo peor —replicó el señor Gao—. Lo más preocupante es que le gusta cabalgar sobre el viento y no es raro verle desaparecer por los aires a lomos de una nube. Por si esto fuera poco, no para de amontonar suciedad y tirar piedras, con lo que la paz ha desaparecido de mi casa y de la de los otros vecinos. Para colmo, ha encerrado a Orquídea Verde en la parte de atrás y no la hemos visto durante más de medio año, por lo que no sabemos si ha muerto o todavía vive. No nos cabe la menor duda de que es un monstruo. Por eso hemos decidido exorcizarle y echarle de aquí.

—No hay cosa más fácil —diagnosticó el Peregrino—. Estáte tranquilo. Esta misma noche le echaré mano y le exigiré que firme el acta de repudio. De esta forma, podrás recobrar a tu hija. ¿De acuerdo?

—Que aceptara mis condiciones —dijo el señor Gao, visiblemente complacido— no serviría de nada, teniendo en cuenta que ha arruinado mi buen nombre y ha alejado de mí a muchos de mis parientes. Me doy por contento con que le capturéis. ¿A quién le importa ya que obtengáis su renuncia? ¡Sólo quiero deshacerme de él!

—Eso es facilísimo —repitió el Peregrino—. En cuanto caiga la noche, lo verás.

El anciano no cabía en sí de contento. En seguida ordenó que pusieran la mesa y les fuera servido un banquete vegetariano. La noche había caído ya, cuando hubieron terminado de comer.

—¿Qué armas y cuánta gente necesitaréis? —preguntó el anciano entonces—. Es mejor que lo tengamos todo preparado.

—Tengo mis propias armas —contestó el Peregrino.

—¿De verdad? —contestó el anciano, sorprendido—. Sólo veo que lleváis un bastón. No me digáis que pensáis enfrentaros al monstruo con eso.

El Peregrino se sacó la aguja de la oreja, la cogió con cuidado en las manos y, tras agitarla una sola vez cara al viento, se convirtió en una barra del grosor de un cuenco de arroz.

—¡Mirad esta barra! —ordenó al señor Gao—. ¿Existe un arma mejor que ella? ¿Creéis que será suficiente para enfrentarme con ese monstruo?

—Me figuro que sí —reconoció el señor Gao—. De todas formas, necesitaréis algunos refuerzos.

—No necesito ninguno —afirmó el Peregrino—. Lo único que quiero es que a mi maestro no le falte la compañía. Puedes llamar a alguien lo suficientemente virtuoso para que charle con él, mientras yo esté ausente. Atraparé al monstruo y le haré prometer públicamente su intención de marcharse. Así os libraréis para siempre de él.

El anciano mandó inmediatamente a uno de sus criados en busca de algunos familiares y amigos íntimos, los cuales no tardaron en aparecer. Después de las presentaciones el Peregrino dijo a su maestro:

—Aquí estaréis seguro. Ahora debo marcharme.

Con la barra en alto, agarró al señor Gao y le ordenó:

—Llévame a la parte de atrás, donde el monstruo tiene su morada, para que pueda echar un vistazo.

El anciano le condujo hasta la misma puerta y el Peregrino añadió:

—Saca la llave.

—¿Por qué no echáis vos solo un vistazo? —replicó el anciano—. Si tuviera la llave de aquí, no necesitaría vuestra ayuda. Creedme.

—¡Cuidado que eres tonto! —exclamó el Peregrino—. A pesar de tus años, eres incapaz de distinguir cuándo se habla en serio y cuándo no. Estaba tomándote el pelo y tú interpretaste al pie de la letra mis palabras.

Inmediatamente se adelantó y tocó la cerradura. Había sido soldada con cobre fundido y no había manera de abrirla. El Peregrino derribó la puerta con la barra y encontró que en su interior reinaba la más densa oscuridad.

—Viejo Gao —sugirió el Peregrino—, llama a tu hija, a ver si está ahí dentro.

—¡Hija tercera! —gritó el anciano, armándose de valor.

—¡Padre! —contestó la muchacha débilmente, reconociendo su voz. Estoy aquí.

El Peregrino traspasó la densa oscuridad con sus doradas pupilas al rojo y vio que el pelo de la mujer parecía una nube de tormenta, de lo desgreñado y sucio que lo tenía. Su rostro, que había poseído la dulzura del jade, aparecía sin expresión y cubierto de mugre. Aunque todavía era posible apreciar en ella una cierta finura, se la veía cansada y triste. Sus labios, antaño rojos como una cereza, carecían ahora de color. Su cuerpo estaba encorvado y hecho un ovillo. A causa de la inocupación y la pena, sus cejas, delicadas como las alas de una mariposa, poseían una extraña palidez[2]. Había perdido, además, tanto peso, que su voz sonaba extremadamente débil. Con pasos vacilantes se llegó hasta la puerta y, al ver que se trataba de su padre, se abrazó a él y empezó a sollozar.

—¡Deja de llorar! —le urgió el Peregrino—. ¿Dónde está el monstruo?

—No sé adónde ha ido —respondió la muchacha—. Últimamente se marcha por la mañana y no vuelve hasta bien entrada la noche. Siempre va envuelto en neblinas y nubes y jamás me dice lo que piensa hacer durante el día. Lo único cierto es que, desde que se ha olido que mi padre está tratando de deshacerse de él, ha empezado a tomar muchas precauciones. Por eso precisamente regresa por la noche y se ausenta en cuanto amanece.

—No necesito saber más —concluyó el Peregrino. Se volvió después hacia el señor Gao y añadió—: Lleva a tu hija a la parte delantera y disfruta cuanto quieras de su compañía. Yo me voy a quedar aquí esperando. Si el monstruo no aparece, no me eches la culpa de nada. Pero, si viene, ten por seguro que arrancaré todos tus problemas de raíz.

Loco de contento, el señor Gao llevó a su hija a la parte de la casa habitaba, mientras el Peregrino sacudía el cuerpo y, valiéndose del poder de su magia, se transformaba en la imagen exacta de la muchacha. Después se sentó a esperar al monstruo. Al poco rato se levantó un viento tan fuerte que arrancaba las piedras y producía asfixiantes nubes de polvo. Al principio no era más que una brisa ligera y suave, pero pronto se transformó en un auténtico ciclón, que nadie podía detener. Las flores y las ramas del sauce parecían pájaros arrancados de su nido, mientras las plantas y los árboles cedían ante su fuerza como mieses recién cortadas. Era tan huracanado que el mar se embravecía, llenando de terror a dioses y espíritus, y las rocas y montañas se partían por la mitad, sumiendo el Cielo y la Tierra en un indescriptible espanto. Los ciervos comedores de flores eran incapaces de encontrar el sendero que conducía a sus guaridas. Otro tanto les ocurría a los monos recogedores de frutas, perdidos, como ciegos, en la furia del vendaval. La pagoda de los siete pisos se hundió sobre la cabeza de Buda y las banderas que ondeaban en sus ocho costados se desplomaron sobre el templo, produciéndole daños irreparables. Al suelo cayeron las vigas de oro y las columnas de jade, mientras las tejas volaban por doquier, como bandadas de gorriones. Los barqueros estaban tan atemorizados que hicieron la promesa de sacrificar todos sus animales domésticos. Hasta el mismísimo espíritu local abandonó su santuario. Los Reyes Dragón de los cuatro mares presentaron sus votos al cielo, al comprobar que el barco de Yaksa había encallado y más de la mitad de los muros de la Gran Muralla se habían desplomado.

Cuando, por fin, amainó viento tan destructivo, apareció volando el monstruo más feo que imaginarse pueda. Tenía un rostro cubierto totalmente de cerdas negras, un hocico muy saliente y unas orejas enormes. Vestía una túnica de algodón azul verdosa, aunque era difícil determinar con exactitud su color, y llevaba anudado a la cabeza una especie de pañuelo de algodón moteado.

—Así que éste es el tipo con el que tengo que enfrentarme —se dijo, sonriendo, el Peregrino.

No dijo nada al verle entrar, ni siquiera una frase de saludo. Permaneció tumbado en la cama, fingiendo estar enfermo y quejándose sin parar. Al monstruo no pareció importarle. Se llegó hasta él y, pensando que se trataba de su esposa, exigió que le diera un beso.

—Se ve que quiere jugar un poco conmigo —volvió a decirse el Peregrino a punto de soltar la carcajada.

Valiéndose de uno de sus trucos, le agarró del hocico y se lo retorció violentamente, haciéndole caer en el suelo cuan largo era. Tras levantarse como pudo, el monstruo se apoyó en la cama y preguntó:

—¿Por qué estás tan enfadada conmigo hoy? ¿Es porque he llegado más tarde que de costumbre?

—¿Quién te ha dicho que estoy enfadada? —replicó el Peregrino.

—Si no lo estás, ¿se puede saber por qué me has pegado esa costalada? —volvió a preguntar el monstruo.

—¡No comprendo cómo puedes ser así! —se quejó el Peregrino—. Ves que no me encuentro muy bien hoy y exiges que te abrace y te dé un beso. Si no hubiera estado enferma, te habría esperado levantada y te habría abierto yo misma la puerta. Desvístete y métete en la cama.

Sin sospechar nada, el monstruo se quitó la ropa. El Peregrino saltó de la cama y se sentó en el orinal en el momento mismo en que la bestia se dejaba caer sobre el lecho. Palpó meloso a su alrededor, pero, al no encontrar a nadie, preguntó preocupado:

—¿Dónde te has metido, querida? Desvístete y ven a dormir conmigo.

—Puedes dormirte, si quieres —le urgió el Peregrino—. Yo voy a tardar todavía un poco. Aún no he descargado.

El monstruo se estiró y se hizo dueño del lecho. Cuando estaba a punto de conciliar el sueño, el Peregrino exclamó con un suspiro:

—¡Qué mala suerte la mía!

—¿Se puede saber qué es lo que te preocupa? —preguntó el monstruo, sorprendido—. ¿Qué quieres decir con eso de que tu suerte es mala? Es cierto que, desde que entré a formar parte de tu familia, he comido y he bebido bastante, pero también he trabajado lo mío, no te creas. Piensa, si no, en las cosas que he hecho por vosotros: he limpiado los campos, he abierto acequias, he cocido ladrillos y tejas, he plantado muros y preparado la argamasa, he arado y desbrozado las tierras, y he plantado trigo y arroz. Me he ocupado, en resumen, de la marcha de toda la hacienda. Y con mucho provecho, por cierto. De lo contrario, ¿cómo ibas a vestir encajes y a lucir adornos de oro? Durante todo el año no te faltan ni flores ni frutos y en tu mesa siempre hay verduras frescas. No te puedes quejar. ¿Quieres explicarme qué es lo que te hace suspirar de esa forma y exclamar que la suerte no te sonríe?

—No todo es como tú lo pintas —contestó el Peregrino—. Mis padres me han puesto hoy de vuelta y media, por haber levantado un muro entre la porción de la casa que ellos habitan y la que ocupamos nosotros. Es más, han tirado ladrillos y tejas a nuestro patio.

—¿Que te han regañado tus padres? —exclamó el monstruo.

—Así es —ratificó el Peregrino—. Aunque has renunciado a tu familia para entrar a formar parte de la nuestra, no puedes negar que tus modales dejan mucho que desear. Para empezar, una persona tan fea como tú es totalmente impresentable. No puedes reunirte con tus otros cuñados o parientes. Además, como ahora te dedicas a cabalgar sobre la neblina y las nubes, no sabemos a qué familia perteneces realmente ni cuál es tu nombre auténtico. De hecho, has destrozado el buen nombre de la nuestra. Esto es lo que más me han echado en cara mis padres y por eso estoy tan preocupada.

—Yo soy bastante casero —se defendió el monstruo—. Además, no es culpa mía que no sea un poco más guapo. De eso ya discutimos cuando vine aquí por primera vez. Tu padre me aceptó sin poner un solo reproche. ¿Por qué me viene ahora con tanta queja? Mi familia es originaria de la Caverna de los Senderos de Nubes, que se halla enclavada en la montaña de Fu-Ling. Por otra parte, mi apellido hace referencia a la apariencia que tengo, pues, como bien sabrás, Chu significa en realidad cerdo, y Kang-Lier, vello acerado. Si alguien vuelve a importunarte, le dices lo que acabo de decirte. ¿De acuerdo?

—Este monstruo es bastante sincero —se dijo el Peregrino, complacido—. Ha hecho una confesión completa sin necesidad de acudir a la tortura. Una vez conocidos su nombre y el lugar del que procede, no me costará mucho dominarle —levantó después la voz y añadió—: Mis padres están tratando de hallar a alguien capaz de derrotarte.

—Ve a dormir, anda —dijo el monstruo, soltando la carcajada—. No te preocupes por eso. Puedo metamorfosearme en lo que me dé la gana y tengo un arma indestructible de nueve puntas. ¿Cómo voy a tener miedo a los bonzos, taoístas y monjes? Incluso si tu padre fuera lo suficientemente religioso para hacer bajar del Noveno Cielo al Patriarca Destructor de Monstruos, me las arreglaría para hacerme pasar por pariente suyo y no se atrevería a hacerme nada.

—Todo eso está muy bien —replicó el Peregrino—, pero ellos me han dicho que piensan traer a un tal Sun, conocido también por el Gran Sabio, Sosia del Cielo, que hace aproximadamente quinientos años causó un gran revuelo en el Palacio Celeste. Según tengo entendido, le han pedido que venga a capturarte.

—Si es verdad lo que dices —concluyó el monstruo, alarmado—, ahora mismo me voy. No podemos seguir viviendo como marido y mujer.

—Pero ¿cómo vas a marcharte tan pronto? —protestó el Peregrino.

—Quizás no lo sepas —contestó el monstruo—, pero ese «pi-ma-wen» del que acabas de hablar es un tipo realmente poderoso. Me temo que no le llego a la altura de los zapatos y, desde luego, no me hace ninguna gracia perder mi fama a manos de él.

Apenas hubo terminado de decirlo, volvió a vestirse, abrió la puerta y abandonó la estancia. Afortunadamente el Peregrino logró ríe mano y, adquiriendo la forma que le era habitual con un simple movimiento del rostro, gritó:

—¿Adónde vas tan deprisa, monstruo? Fíjate bien en quién soy.

El monstruo se dio la vuelta y, horrorizado, vio los dientes saltones, boca amenazante, los ojos fulgurantes, las pupilas encendidas, la cabeza puntiaguda y la vellosa cara del Peregrino, que parecía un auténtico dios del trueno. El monstruo se sintió tan aterrado que las fuerzas le abandonaron y apenas podía sostenerse en pie. Reaccionó, no obstante, con rapidez y, convirtiéndose de nuevo en un viento huracanado, logró escapar del Peregrino, rasgando su propia túnica. Wu-Kung salió tras él, golpeando sin parar al viento con la barra de hierro. Él monstruo se transformó entonces en una miríada de lenguas de fuego que huyeron a toda prisa hacia su montaña. El Peregrino se montó en una nube y trató de cortarles la retirada, gritando:

—¡No tienes escapatoria posible! Si subes al Cielo, te perseguiré hasta el mismísimo Palacio de la Estrella Polar, y, si penetras en la tierra, te seguiré hasta el corazón del propio Infierno.

¡Santo cielo, qué persecución más extraordinaria! No sabemos hasta dónde les llevó ni cuál fue el resultado de la lucha en la que a continuación se enfrascaron. Quien quiera descubrirlo tendrá que escuchar lo que se dice en el próximo capítulo.