CAPÍTULO LXXVII
No hablaremos, de momento, de la prueba tan tremenda por la que estaba pasando el monje Tang. Sí lo haremos, sin embargo, de los tres demonios, los cuales, unidos por un mismo propósito, se enfrentaron al Gran Sabio y a sus dos hermanos ante las murallas orientales de la ciudad. El fragor de la batalla recordaba el ruido que produce un trozo de hierro, al frotar una cacerola de cobre. No en balde, los seis luchadores eran fuertes y bien experimentados. Se enfrentaban, en realidad, seis substancias y formas distintas[1], seis armas diferentes, seis sentimientos y seis rasgos corporales que nada tenían en común entre sí, seis órganos y seis deseos irreconciliables, seis formas desiguales, en definitiva, de plasmar la reencarnación. Cada una de ellas presta su nombre a cada uno de los treinta y seis salones que componen el palacio imperial. Pero, si poderosos eran los guerreros, no lo eran menos las armas que blandían, orgullosos, en sus manos. La barra de los extremos de oro, por ejemplo, se adaptaba a la perfección a cualquier táctica guerrera. El hacha cuadrada de doble filo, por su parte, mostraba su fiereza en cada uno de los cien estilos que dominaba la mano que la dirigía durante la pelea. El rastrillo de Ba-Chie no le iba a la zaga en versatilidad y potencia. La lanza del segundo demonio siempre se mostraba capaz y en forma. El báculo del Bonzo Sha, un arma realmente extraordinaria, no perseguía otro objetivo que la muerte de su adversario. A ese mismo fin se lanzaba, como loca, la cimitarra de finísimo acero del demonio de mayor edad, una vez que entraba en la refriega. Tres de los luchadores eran monjes protectores de la ley, a los que nadie había logrado derrotar jamás. Los otros tres poseían una naturaleza bestial, que los hacía mofarse de la virtud y de cuantos a ella se entregaban. Se comprendía así que, a cada minuto que pasaba, la lucha fuera adquiriendo caracteres más fieros. Los contendientes hicieron uso de sus vastísimos conocimientos mágicos y lo que empezó siendo un enfrentamiento terrestre se convirtió pronto en un combate por encima de las nubes. Allí tropezaban y caían, levantando auténticas polvaredas de niebla, que oscurecían por igual la Tierra y el Cielo. Todo cuanto se oía, además del frío entrechocar de los hierros, era un escalofriante concierto de rugidos y gruñidos.
La lucha se prolongó hasta la hora misma del crepúsculo, cuando el cielo se fue cubriendo, poco a poco, de sombras y la noche tendió por doquier su manto de oscuridad. Para entonces Ba-Chie se sentía tan cansado, que ni las orejas podía mantener tiesas. Le caían, de hecho, sobre los ojos, imposibilitándole aún más la visión.
Los brazos y las piernas se negaban a obedecerle y pronto cayó en la cuenta de que no iba a poder seguir parando golpes. Cuando se disponía a huir, arrastrando vergonzosamente el rastrillo, el demonio de mayor edad le lanzó un golpe con la cimitarra que a punto estuvo de acabar con su vida. El acero pasó tan cerca de su cabeza, que le cortó unas cuantas cerdas del cuello. Eso le hizo redoblar sus esfuerzos por atraparle y, abriendo cuanto pudo la boca, consiguió, en efecto, agarrarle por el cogote. De esa forma, le condujo prisionero al interior de la ciudad, entregándoselo a los diablillos que se hallaban reunidos en el Salón de los Carillones de Oro, para que se hicieran cargo de él. Cuando vio que le habían atado, se remontó por los aires y se lanzó de nuevo al combate.
El Bonzo Sha comprendió que las cosas se estaban poniendo muy difíciles y, después de descargar un último golpe, se dio media vuelta y huyó a toda prisa. El segundo demonio lanzó un escalofriante sonido gutural y su trompa salió disparada contra el infortunado Bonzo Sha, que no pudo hacer nada para evitar caer prisionero. Los diablillos de la ciudad se hicieron cargo de él, atándole de pies y manos y arrojándole debajo de las escaleras del salón imperial. El segundo demonio se elevó, entonces, por los aires y unió sus esfuerzos a los de sus dos hermanos, que trataban desesperadamente de atrapar al Peregrino. Este comprendió en seguida que la situación se hacía insostenible por momentos y que no iba a poder resistir el ataque de los tres monstruos.
Como suele decirse, por muy fuerte que sea una mano, no puede resistir a dos puños, ni éstos a cuatro brazos. Dando un grito tremendo, el Gran Sabio rompió el cerco y se elevó limpiamente por los aires. Al ver que el Peregrino había dado su famosísimo salto, el tercer demonio sacudió ligeramente el cuerpo y se mostró tal cual era. Batió después sus alas y no tardó en ponerse a la altura del Gran Sabio. No dejaba de ser, ciertamente, sorprendente, porque, cuando éste sumió al Palacio Celeste en un desorden total, los cien mil soldados de los Cielos se mostraron incapaces de atraparle, al recorrer, de un solo salto, trescientos cincuenta mil kilómetros. Las alas del monstruo, sin embargo, eran tan potentes que, con batirlas una vez, se desplazaba hasta una distancia de ciento setenta y cinco mil kilómetros. Así que, en esta ocasión, tuvo que hacerlo dos veces.
Pero no le importó, porque el Gran Sabio terminó cayendo en sus garras. Le asió con tal fuerza, que no podía mover ni un solo dedo. Por si eso no bastara, desplegó tal cantidad de artes mágicas, que, cuando el Peregrino engrandecía el cuerpo, las garras crecían de tamaño en idéntica proporción y, cuando lo reducía, se ajustaban a él, como si fueran una parte del mismo.
De esa forma, el Peregrino fue conducido a la ciudad, donde, una vez atado, se le encerró en el mismo lugar que a Ba-Chie y al Bonzo Sha. Resplandecientes de felicidad, los tres demonios se sentaron a celebrar su victoria, sin sospechar que, lejos de atrapar al Peregrino, lo que habían hecho era preparar su huida. A eso de la segunda vigilia los diablillos se cansaron de tratar con consideración al monje Tang y le obligaron a entrar en la habitación en la que se encontraban sus tres discípulos. Al verlos, a la luz de las antorchas, atados y tirados por el suelo, se arrodilló junto al Peregrino y exclamó entre sollozos:
—¡Qué ha sido de tu fuerza! Cuando, en otras ocasiones, nos topábamos con alguna dificultad, solías valerte de la magia para ir en busca de ayuda o te las arreglabas tú solo para derrotar a los monstruos que nos hubieran atrapado. ¿Qué te ha sucedido esta vez? ¿Cómo va a poder escapar con vida un monje con tan pocos recursos como yo?
Al oír esas palabras, Ba-Chie y el Bonzo Sha se rindieron también a la angustia y empezaron a sollozar.
—Tranquilizaos, maestro —dijo, entonces, el Peregrino, sonriendo—. ¿A qué vienen esos llantos? Os aseguro que, por mucho que lo intenten, jamás conseguirán haceros ningún daño. Cuanto más seguros de su triunfo estén esos monstruos, más fácil nos será a nosotros escapar.
—¡No hay quien pueda contigo! —exclamó Ba-Chie—. ¡Siempre te las estás dando de grande! ¿No ves cómo me han atado? Cuando ven que las cuerdas se aflojan un poco, les echan agua y se vuelven a tensar en seguida. A lo mejor un tipo tan delgaducho como tú ni siquiera lo nota, pero te aseguro que es un auténtico tormento para los gorditos como yo. Si no me crees, no tienes más que mirarme los hombros. Las cuerdas se me han metido en la carne casi medio centímetro. ¿Quieres explicarme cómo vamos a escapar?
—Eso sin contar con que las sogas están hechas de esparto —se burló el Peregrino, soltando la carcajada—. Pero, aunque fueran de hierro y tuvieran el grosor de un cuenco de arroz, las tomaría tan a la ligera como la brisa que me refresca las orejas en el otoño. No deberías extrañarte. Tú conoces bien todas mis artes.
Cuando más distraídos estaban con la conversación, oyeron decir al demonio de mayor edad:
—Hemos de reconocer que nuestro tercer hermano es el más inteligente y el más capaz de toda la familia. Su plan para atrapar al monje Tang ha salido a la perfección. Creo que cinco de vosotros —añadió, dirigiéndose a los diablillos— deberíais traer un poco de agua, mientras otros siete se encargan de limpiar las cazuelas, diez más encienden el fuego y veinte van a por el caldero de hierro. Lo menos que podemos hacer es cocinar a esos cuatro monjes al vapor y daros a todos un pedacito de su carne, para que también vosotros alcancéis una vida perdurable.
—¿Has oído lo que ha dicho? —preguntó Ba-Chie al Peregrino, temblando de pies a cabeza—. ¡Ese demonio está dispuesto a comernos cociditos al vapor!
—No tengas miedo —le tranquilizó el Peregrino—. Voy a ver a qué clase de diablos pertenece ese monstruo.
—¡Deja de decir tonterías, por favor! —le regañó el Bonzo Sha—. Estamos a punto de presentarnos ante el Rey Yama y lo único que se te ocurre es hablar de clases de diablos.
No había acabado de decirlo, cuando oyeron comentar al segundo demonio:
—Me temo que no es tan fácil cocinar al vapor a Chu Ba-Chie.
—¡Amitabha! —exclamó Ba-Chie—. El que ha dicho eso merece que se le recompense con largueza.
—En ese caso —concluyó el tercer demonio—, lo mejor que podemos hacer es despellejarle antes de someterle a la acción del vapor.
—¡No me despellejéis! —gritó Ba-Chie, desesperado—. Es posible que tenga la piel un poco dura, pero se vuelve blandita, en cuanto se me mete en el agua.
—Opino —añadió el demonio de mayor edad— que al más duro deberíamos ponerle en el fondo.
—No te asustes, Ba-Chie —repitió el Peregrino, soltando la carcajada—. Ese tipo no es más que un vulgar charlatán.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el Bonzo Sha.
—Cuando se cuece algo al vapor —contestó el Peregrino—, la parte de arriba es la que primero se hace. Eso explica por qué siempre se pone encima lo más duro. De hecho, el vapor se concentra en esa parte de la cazuela y reblandece todo lo que encuentra, aunque se trate de un hueso. Si lo pones en el fondo, ya puedes azuzar el fuego, que no lo cueces ni aunque te tires un año entero. Ese demonio, sin embargo, primero ha dicho que Ba-Chie era muy duro y después ha sugerido que debieran colocarle en la parte de más abajo. ¿No os dais cuenta que habla por hablar?
—Cualquiera que te oiga, va a pensar que quieres ver cómo me torturan —se quejó Ba-Chie—. Cuando vean que mi carne sigue tan dura como al principio, me darán la vuelta y avivarán aún más el fuego. De esa forma, lo único que conseguirán será cocerme las costillas y dejarme crudo por dentro.
No había acabado de decirlo, cuando se presentó uno de los diablillos e informó:
—El agua está hirviendo.
El demonio de mayor edad les ordenó que fueran en busca de Ba-Chie y el Bonzo Sha y los metieran en la cazuela. El Peregrino supuso que él sería el siguiente y decidió que había llegado la hora de actuar.
—Es preciso que me aproveche de la poca luz de esta antorcha para confundir a esas bestias —se dijo y, arrancándose un pelo, exhaló sobre él una bocanada de aire sagrado y gritó—: ¡Transfórmate!
Al instante se convirtió en otro Peregrino atado con cuerdas de esparto. El auténtico no tuvo ningún problema en elevarse por los aires, donde se quedó suspendido unos instantes, mirando hacia abajo. Los monstruos, por supuesto, no podían distinguir al falso del auténtico. Cuando le llegó el turno, le cogieron y le metieron en la cazuela justamente encima de sus dos hermanos. El monje Tang fue atado a continuación de pies y manos y colocado en la parte superior. Como la madera estaba seca, prendió en seguida, produciendo unas llamas realmente espantosas.
—Estoy seguro de que Ba-Chie y el Bonzo Sha resistirán el hervor por lo menos dos segundos —se dijo, preocupado, el Gran Sabio, mirando por encima de las nubes—. Al maestro, por el contrario, le bastará con uno para volverse blandito. Si no hago en seguida uso de la magia, morirá sin remedio.
Sin pérdida de tiempo hizo un gesto mágico con las manos y recitó un conjuro, que decía:
—Que Om y Ram purifiquen el reino del dharma, Chien: Origen, penetración, armonía y firmeza.
Tan complicada fórmula obró el efecto deseado. No había acabado de recitarla, cuando se presentó el Rey Dragón del Océano Septentrional, envuelto en una nube oscura y gritando:
—Ao-Shun, el humilde dragón del Océano Septentrional, os presenta sus respetos.
—Levántate en seguida y no perdamos más tiempo —contestó el Peregrino—. Ten la seguridad de que no te molestaría, si no fuera absolutamente necesario. Mi maestro, el monje Tang, ha sido capturado por unos demonios sin escrúpulos, que le han metido en ese enorme caldero para cocinarle al vapor. Te agradecería, por tanto, que hicieras cuanto esté de tu mano para conservarle la vida.
Al instante el rey dragón se convirtió en un viento frío, que sopló con fuerza en la dirección en la que se encontraba la cazuela. Girando con fuerza a su alrededor, consiguió mantener apartado el fuego, salvando las vidas de los que se encontraban dentro. Al final de la tercera vigilia se oyó comentar al demonio de mayor edad:
—Por supuesto que hemos logrado atrapar al monje Tang y a sus tres discípulos, pero no sabéis ni los esfuerzos ni las noches sin dormir que nos ha costado. Afortunadamente, ahora están metidos en esa cazuela y dudo mucho que puedan escaparse, sobre todo teniendo en cuenta la forma como están atados. No conviene, de todas las maneras, rebajar la vigilancia. Tened bien abiertos los ojos y turnaos en grupos de diez para mantener el fuego todo lo vivo que podáis. Nosotros vamos a retirarnos a nuestros aposentos a descansar un poco. Calculo que estarán listos para eso de la quinta vigilia, cuando empiece a clarear. Si queréis, podéis ir preparando sal, vinagre y unas cuantas cabezas machacadas de ajo. Las necesitaremos para el convite.
Los diablillos cumplieron al pie de la letra sus órdenes y los tres demonios se dirigieron, satisfechos, a sus habitaciones. El Peregrino oyó claramente lo que acababan de decir y decidió que había llegado el momento de bajar de la nube en la que estaba sentado. Sin embargo, al acercarse a la cazuela, no percibió ninguna voz que viniera de dentro y se dijo, preocupado:
—¿Por qué no hablarán nada? Por fuerza tiene que hacer un calor horroroso en el interior. ¿Cómo es que ni siquiera se quejan? ¿Será que habrán muerto? Es preciso que me acerque un poco más.
Sacudió ligeramente el cuerpo y, tras convertirse en una mosca de color negruzco, fue a posarse sobre el agarradero de madera que tenía la tapa. Desde allí oyó murmurar a Ba-Chie:
—¡Qué mala suerte la nuestra! Me pregunto si nos estarán cocinando con mucho o con poco aire.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el Bonzo Sha.
—En realidad, se trata de dos maneras distintas de cocinar —explicó Ba-Chie—. En la primera se mantiene tapada la cazuela, mientras que en la segunda, no.
—Según puedo ver desde aquí —dijo Tripitaka—, la tapa está a medio poner.
—¡Fantástico! —exclamó Ba-Chie, entusiasmado—. Eso quiere decir que el aire corre en abundancia y que, al menos por esta noche, no vamos a morir.
Al oírlos hablar de esa forma, el Peregrino supo en seguida que no habían sufrido el menor daño. Como quien no quiere la cosa, corrió un poco la tapadera y Tripitaka gritó, espantado:
—¡Ahora la cazuela está tapada!
—¡No tenemos salvación! —exclamó Ba-Chie en el mismo tono—. ¡Seguro que morimos antes de que amanezca! —y tanto el maestro como el Bonzo Sha se echaron a llorar—. No os desesperéis tan pronto —añadió Ba-Chie, completamente tranquilo—. Creo que hay un grupo nuevo de diablillos atizando el fuego.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el Bonzo Sha.
—Al entrar en la cazuela —respondió Ba-Chie—, me sentía como en la gloria. Padezco un poco de artritis y el agua caliente me sienta bien. Ahora, sin embargo, parece como si estuviera entrando en la cazuela algo de aire frío. ¡Eh —añadió levantando la voz—, los que estáis a cargo del fuego! ¿No podéis echar un poco más de leña? ¿Es que ni para eso servís?
—¡Qué tonto! —exclamó para sí el Peregrino, sin poder contener la risa—. ¿Cómo no comprenderá que el calor puede acabar con su vida, mientras que el frío puede ayudarle a conservarla? Si sigue gritando de esa forma, se descubrirá todo y no podremos escapar de aquí. Lo mejor será que le saque de ahí en seguida. Pero, espera un momento. Para hacer eso, tengo que recobrar la forma que me es habitual y, en cuanto me vean esos diez diablillos que están atizando el fuego, armarán tal alboroto, que hasta los demonios terminarán despertándose. No me hace ninguna gracia enfrentarme otra vez con ellos, Lo más conveniente será que haga uso de la magia. Recuerdo que, cuando era Gran Sabio, me puse a jugar con Dhrtarastra a los chinos con los dedos en la Puerta Norte de los Cielos y le gané unos cuantos insectos productores de sueño. Creo que todavía me quedan algunos. Los voy a sacar y se los voy a echar a esos diablillos.
Se metió la mano por la cintura, y descubrió que todavía tenía una docena.
—Me quedaré con una pareja, para que críen —se dijo y tiró los demás a la cara de los diablillos. Los insectos se les metieron en seguida por las narices y ellos se pusieron a roncar. Sólo uno de ellos, precisamente el que estaba al cargo de la badila, permaneció despierto. No dejaba de pasarse las manos por la cara ni de meterse los dedos por la nariz, lo cual le hacía estornudar como un loco.
—¡Vaya! —volvió a decirse el Peregrino—. Se ve que este tipo sabe detrás de qué se anda. Voy a tener que aplicarle lo de la lámpara de doble mango —y le tiró otro insecto más—. Espero que con dos tendrá bastante —añadió.
El diablillo bostezó dos o tres veces seguidas y, dejando a un lado la badila, se estiró y se quedó profundamente dormido.
—Esta magia no falla —se dijo, una vez más y, recobrando la forma que le era habitual, se llegó hasta la cazuela y dijo—: Maestro, ¿me oyes?
—¡Sálvame, Wu-Kung! —gritó el monje Tang en seguida.
—¿Estás ahí fuera? —preguntó, sorprendido, el Bonzo Sha.
—Así es —reconoció el Peregrino—. ¿Crees que yo puedo aguantar el calor?
—¡Siempre pasa lo mismo! —se quejó Ba-Chie—. El más astuto se escapa y nos deja a los demás ahogándonos.
—¿A qué vienen tantas protestas? —replicó el Peregrino, soltando la carcajada—. Si estoy aquí es para liberarte, ¿no?
—Pues no sé a qué esperas para hacerlo —respondió Ba-Chie—. Por lo que más quieras, no los dejes meterme otra vez en el puchero.
El Peregrino levantó la tapa y desató primero al maestro. Sacudió después ligeramente el cuerpo y recobró el pelo que se había hecho pasar por él. Eso le dejó completamente las manos libres y rompió las ataduras de Ba-Chie y el Bonzo Sha. El Idiota quiso marcharse en seguida, pero le disuadió de hacerlo el Peregrino, diciendo:
—¿Adónde vas tan deprisa? Antes de nada es preciso que nos despidamos del rey dragón. —En cuanto lo hubieron hecho, el Gran Sabio se volvió hacia Ba-Chie y añadió—: Hasta el Paraíso Occidental aún quedan por trasponer infinidad de montañas y de cordilleras prácticamente inaccesibles. Sin una bestia de carga el maestro no podrá seguir adelante. Así que, antes de nada, tenemos que ir en busca del caballo.
Sin hacer un solo ruido, el Peregrino entró en el Salón de los Carillones de Oro, donde se encontró durmiendo a un auténtico enjambre de diablillos de todas las edades. Ni uno de ellos se despertó, cuando cogió de las riendas al caballo, tal fue el cuidado con que lo hizo. El mismo animal no lanzó ningún relincho comprometedor. Como era un dragón, se habría echado a volar, si le hubiera desatado alguien desconocido, pero, afortunadamente, el Peregrino ostentaba el rango de «pi-ma», o caballerizo mayor de los cielos. Además, le reconoció al instante. Eso explica que no relinchara ni empezara a dar coces. El Peregrino le ajustó la cincha y la silla de montar y, sin meter ruido, se dirigió hacia donde se encontraban sus hermanos. Temblando de miedo, el maestro montó en la cabalgadura y se dispuso a salir al galope, pero se lo impidió el Peregrino, diciendo:
—¿A qué viene tanta prisa? A lo largo del camino que conduce hacia el oeste hay infinidad de reinos. Para cruzarlos, tendremos que conseguir de sus soberanos que nos sellen los documentos de viaje. Con ello quiero decir que es preciso que recupere nuestro equipaje; de lo contrario, no dispondremos de un solo documento que acredite nuestra personalidad.
—Recuerdo que, al entrar —dijo el monje Tang—, los demonios lo pusieron a la izquierda del salón principal. La pértiga está apoyada debajo de las escaleras.
—Ya lo sé —contestó el Peregrino.
Al entrar en el salón, se sintió deslumbrado por un fuerte resplandor y en seguida comprendió que se trataba del equipaje, más en concreto de la túnica bordada del monje Tang, pues uno de los brocados poseía una perla que no dejaba de brillar día y noche. Al acercarse un poco más, descubrió que los monstruos ni siquiera se habían preocupado de abrirlo. Lo cogió a toda prisa y se lo entregó al Bonzo Sha, para que cargara con ello.
Ba-Chie tomó de las riendas al caballo y, con el Peregrino a la cabeza, se dirigieron hacia la Puerta del Sol, que se encontraba justamente delante de ellos. En ese mismo instante se oyeron los gongs de los centinelas y descubrieron que los cerrojos estaban echados y protegidos con enormes candados.
—Es imposible pasar por ahí —opinó el Peregrino.
—Entonces vayamos por la puerta de atrás —sugirió Ba-Chie.
El Peregrino aceptó la idea, pero no pasó mucho tiempo antes de que dijera:
—Puedo oír con toda claridad los gongs de los centinelas que hay apostados en la Puerta de los Esclavos. Eso quiere decir que está tan bien protegida como la otra. ¿Qué podemos hacer? Si no fuera por el maestro, podríamos montarnos en las nubes y escapar a lomos del viento. Pero, como el monje Tang aún sigue morando en el mundo de las cinco fases, no ha superado el determinismo de los tres reinos. Su cuerpo posee las mismas características carnales que recibió de sus padres. De todas formas, está claro que, como no logre elevarse por los aires, mal nos va a ir a todos para escapar de aquí.
—¿Para qué seguir discutiendo? —replicó Ba-Chie—. Busquemos un sitio donde no haya vigilancia ni guardas y pasemos al maestro por encima de la muralla.
—No diría yo tanto —respondió el Peregrino, soltando la carcajada—. Ahora no nos costaría mucho arrastrarle muralla arriba, pero me temo que, cuando volvamos con las escrituras, tú mismo te encargarás de ir diciendo por ahí que somos un grupo de monjes que nos dedicamos a saltar tapias.
—Pero en eso no hay nada malo —se defendió Ba-Chie—. Si lo hacemos, es para salvar la vida.
Al Peregrino no le quedó, pues, más remedio que aceptar su sugerencia. Encontraron una porción de muro que estaba desprotegida y empezaron a escalar por ella.
Desgraciadamente, sucedió lo que tenía que suceder. Era como si la estrella de la desgracia se hubiera empeñado en no dejar de su mano a Tripitaka. Los tres demonios se encontraban durmiendo en sus aposentos, cuando de pronto se despertaron con la desagradable sensación de que el monje Tang acababa de escaparse. Se vistieron a toda prisa y corrieron hacia el salón del trono, donde preguntaron a grandes voces:
—¿Cuántos hervores habéis dado al agua?
Los diablillos encargados de azuzar las llamas estaban tan dormidos, que ni a fuerza de golpes lograron despertarlos. Otros pocos que no habían recibido la influencia de los insectos inductores de sueño respondieron, temblando de miedo:
—Creemos que… que… sie… siete.
Al destapar la cazuela, vieron que estaba totalmente vacía, mientras que los que tenían la responsabilidad de cuidar de que nada saliera mal yacían, dormidos, por el suelo.
Asustados, corrieron a informar a sus soberanos, diciendo:
—¡Se… se han… escapado!
Los tres demonios abandonaron al tiempo sus tronos y se abalanzaron sobre la cazuela para ver por sí mismos lo que había ocurrido. El agua estaba completamente fría y no quedaba ni un solo rescoldo encendido. Los encargados de mantener vivas las llamas se encontraban roncando, como si no supieran hacer otra cosa. Los demonios se quedaron tan boquiabiertos, que no se les ocurrió más que gritar:
—¡Atrapad inmediatamente al monje Tang!
El alboroto terminó despertando a todos los monstruos de la ciudad, que echaron en seguida mano de sus lanzas y chafarotes y corrieron en tropel hacia la Puerta del Sol. Allí descubrieron, asombrados, que los cerrojos continuaban echados y que nadie había tocado los candados. Es más; los centinelas continuaban batiendo rítmicamente sus gongs.
—¿Por dónde ha escapado el monje Tang? —preguntaron a las patrullas que hacían la ronda por la parte de fuera.
La respuesta fue que nadie había abierto aquella puerta en toda la noche. Eso hizo que corrieran en tropel a la de atrás, a la de los Esclavos. Pero su sorpresa fue mayúscula, al encontrarla tan cerrada y segura como la de delante. Los que vigilaban las murallas desde fuera afirmaron no haber visto salir a nadie después de la hora del crepúsculo. La turbamulta encendió entonces tantos hachones y antorchas, que parecía como si, de pronto, se hubiera hecho de día. No les resultó, así, difícil dar con los cuatro peregrinos, que estaban tratando de escalar la muralla.
—¿Adónde creéis que vais? —preguntó el demonio de más edad, corriendo hacia ellos.
Al oír su voz, el maestro sintió que se le aflojaban las piernas y que las manos se le entumecían a causa del miedo. Incapaz de seguir agarrado a la piedra, se dejó caer y fue a parar a los brazos del demonio. El segundo se hizo cargo del Bonzo Sha, mientras el tercero atrapaba fácilmente a Ba-Chie y el resto de los monstruos se adueñaban del caballo blanco y del equipaje. Sólo el Peregrino consiguió escapar.
—¡Maldita sea! —exclamó Ba-Chie, al ser capturado de nuevo—. Ya te dije que, si estabas dispuesto a liberarnos, tenías que hacerlo de una forma que ofreciera garantías. ¡Ahora otra vez a la cazuela!
Los diablillos los condujeron, en efecto, al salón principal, pero no volvieron a meterlos en el puchero. A Ba-Chie, por el contrario, le ataron a una columna que había justamente en frente del salón, mientras que al Bonzo Sha le amarraron a otra que había en la parte de atrás. El mayor de los demonios, por su parte, se negó a desprenderse del monje Tang y le mantuvo apretado contra su pecho.
—¿Por qué le agarras así? —le preguntó el tercer demonio—. ¿Es que piensas tragártelo vivo? Sería una gran estupidez, porque este monje es infinitamente más sabroso que esos desgraciados que te sueles comer de desayuno. No en balde se trata de una criatura de orden superior. Conviene, por tanto, que te tomes tu tiempo y prepares con él un plato de auténtico entendido, No hay nada como probar un buen bocado, acompañado de un buen vino y escuchando una música melodiosa.
—Tienes razón —reconoció el demonio—, pero me temo que pueda aparecer el Peregrino Sun de un momento a otro y arrebatármelo delante de mis propias narices.
—Existe en este palacio —respondió el tercer demonio— un pabellón, llamado de los Granados, que contiene un arcón hecho de hierro. Mete dentro de él al monje Tang y haz correr el rumor de que nos lo hemos comido vivo. Los habitantes de la ciudad se encargarán de hacerlo llegar a oídos del Peregrino, que vendrá, sin lugar a dudas, a averiguar qué hay de cierto en ello. Cuando vea que no encuentra a su maestro por ninguna parte, perderá todas las esperanzas y se marchará para siempre. Puedo asegurarte que, dentro de cuatro o cinco días, dejará de molestarnos. Entonces sacaremos al monje Tang y disfrutaremos tranquilamente de su carne. ¿Qué te parece el plan?
—¡Francamente extraordinario! —respondieron a la vez los otros dos demonios, entusiasmados—. A nosotros mismos no podría habérsenos ocurrido nada mejor.
Aquella misma noche metieron al infortunado monje Tang en el arcón de hierro y le encerraron en el Pabellón de los Granados. Pronto circuló por toda la ciudad el rumor de que había sido devorado vivo, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que, después de abandonar a su suerte al maestro, se elevó por los aires, amparado en la oscuridad de la noche. Se dirigió directamente a la Caverna del Camello-León, donde logró aniquilar con la barra de los extremos de oro a diez mil diablillos. Envalentonado por su hazaña, regresó a la ciudad, cuando el sol estaba empezando a apuntar por el este. No se atrevió, sin embargo, a lanzarse al combate, porque, como bien sabía, con un hilo no se forma un ovillo y se requieren al menos dos manos para poder aplaudir. Bajó de las nubes y, tras sacudir ligeramente el cuerpo, se convirtió en un diablillo, que se coló de incógnito en la ciudad. Trató de descubrir lo que se comentaba tanto en las grandes avenidas como en las callejuelas de ínfimo orden y lo único que oyó comentar fue:
—Durante la noche nuestros soberanos se han comido vivo al monje Tang.
Eso era lo que se decía en todas las partes de la ciudad. La intranquilidad se fue apoderando, poco a poco, del Peregrino, que, finalmente, se dirigió al Salón de los Carillones de Oro, a ver si lograba descubrir algo. Delante de la puerta vio a numerosos espíritus vestidos con túnicas amarillas y tocados con unos sombreros cubiertos de polvillo de oro. Llevaban en las manos báculos de madera lacada en rojo Y les colgaban de la cintura unas placas de marfil amarillento. Su trasiego era constante y eso hizo pensar al Peregrino:
—Por fuerza tiene que tratarse de los monstruos que trabajan en palacio. Me transformaré en uno de ellos y veré qué es lo que puedo averiguar.
No había acabado de decirlo, cuando se convirtió en una copia exacta de aquellos extraños funcionarios y se coló en el palacio. No tardó en descubrir a Ba-Chie atado a una de las columnas que había justamente delante del salón. Lanzaba unos quejidos tan lastimeros, que se vio compelido a acercarse a él y susurrarle:
—Wu-Neng.
—¿Eres tú? —preguntó el Idiota, reconociendo en seguida su voz—. Libérame, por favor.
—Lo haré, estáte tranquilo —respondió el Peregrino—. ¿Sabes dónde está el maestro?
—Se ha ido —contestó Ba-Chie—. Anoche se lo comieron vivo esos monstruos.
Al oír esas palabras, el Peregrino empezó a sollozar y las lágrimas fluyeron, copiosas, por sus mejillas.
—No llores, por favor —le aconsejó Ba-Chie—. Se lo he oído comentar a los diablillos. No lo he visto con mis propios ojos. No te dejes engañar por los rumores. Si yo estuviera en tu lugar, trataría de hacer ciertas averiguaciones antes de rendirme al llanto.
El Peregrino dejó de llorar y continuó caminando, dispuesto a poner en práctica el consejo de Ba-Chie. Al llegar al patio de atrás vio al Bonzo Sha atado a una de las columnas. Se acercó a él y, tocándole el pecho con la mano, dijo:
—Wu-Ching.
El Bonzo Sha reconoció en seguida su voz y le preguntó:
—¿Cómo se te ha ocurrido disfrazarte así? Libérame en seguida por lo que más quieras.
—Liberarte no es difícil —afirmó el Peregrino—. Pero ¿sabes dónde está el maestro?
—Los monstruos no esperaron esta vez a que estuviera cocido —contestó el Bonzo Sha con los ojos anegados en lágrimas—. Se lo comieron vivo anoche.
Al oír que sus dos hermanos decían lo mismo, el Peregrino sintió como si un puñal le atravesara la cabeza. Sin preocuparse de liberar a Ba-Chie y al Bonzo Sha, se elevó por los aires y regresó a la montaña que se elevaba al este de la ciudad. Allí se dejó caer de las nubes y empezó a sollozar y a gritar, desesperado:
—¡Oh, maestro! Cuando, burlándome de los preceptos de lo alto, acabé mi aventura encerrado en una prisión, vos acudisteis en mi auxilio y me liberasteis de la desesperación que me destruía. Juntos buscamos la senda de Buda, entregándonos en cuerpo y espíritu a la práctica de la virtud y a la destrucción de los demonios que de continuo nos acechaban. ¿Quién iba a decirme que hoy ibais a hallar la muerte, poniendo fin a nuestro deseo de reunimos alrededor de la palmera sagrada? Estaba determinado que jamás alcanzaríais las sagradas Tierras del Oeste. ¿Qué puedo hacer yo, ahora que el espíritu ha abandonado vuestro pecho?
Poco a poco empezó a servirse de la mente para cuestionar la razón y se dijo:
—¡Todo esto tiene que ser culpa de Tathagata! ¡Se pasa el día sentado cómodamente en su paraíso de la suprema felicidad, sin hacer otra cosa que complacerse en sus tres cestas llenas de escrituras! Si realmente se preocupara de la expansión de la verdad, debería haber llevado personalmente esas escrituras a las Tierras del Este. ¿No hubiera constituido eso mismo un motivo más de gloria? Pero no. No estaba dispuesto a separarse de ellas así como así y se le ocurrió pedirnos que fuéramos nosotros a por ellas. ¿Quién iba a esperar que, después de las penalidades que ha pasado, dejando atrás montes a cual más alto, el maestro iba a terminar su vida en un lugar tan miserable como éste? ¡Está bien! Creo que ha llegado el momento de ir a visitar a Tathagata y discutir con él de todas estas cosas. Si accede a entregarme las escrituras para que las lleve conmigo a las Tierras del Este, querrá decir, en primer lugar, que hemos propagado la virtud por doquier y, en segundo lugar, que hemos cumplido lo que en su día prometimos. Ahora bien, si se niega a confiármelas, le pediré que recite el conjuro que él ya sabe y me libere, de una vez, de esta corona que llevo incrustada en la cabeza. Se la devolveré y regresaré a mi caverna a llevar la vida de despreocupación que me daba, cuando era rey.
De un salto, se elevó hacia lo alto y se dirigió directamente hacia la India. Al cabo de media hora avistó la Montaña del Espíritu, tomando tierra exactamente en la Cumbre del Buitre, y siendo recibido por los Cuatro Protectores Diamantinos, que le preguntaron:
—¿Se puede saber adónde vas?
—Es preciso que vea a Tathagata cuanto antes —respondió el Peregrino—. Hay ciertos asuntos que quisiera discutir personalmente con él.
—¡Este mono es incorregible! —exclamó el Protector Sempiterno, el señor indestructible de la Cumbre del Rayo de Oro, en el Monte Kun-Lun—. Todavía no nos has dado las gracias por haberte ayudado, hace ya cierto tiempo, a capturar al Monstruo Toro. Ahora resulta que te presentas aquí diciendo que precisas discutir de ciertos asuntos con Buda en persona. ¿No te parece que, antes de entrevistarte con él, deberíamos anunciar tu llegada y tú esperar a que se te convoque? Esto no es la Puerta Sur de los Cielos, donde tú puedes entrar y salir, según te plazca. ¿Es que no piensas apartarte, de una vez?
El Gran Sabio se sentía ya lo suficientemente resentido para que, encima, alguien le dejara en mal lugar delante de todos. Ante semejante falta de tacto, perdió la paciencia y empezó a dar tales voces, que hasta el propio Tathagata se asustó. El Patriarca Budista se hallaba sentado solemnemente en el loto de los nueve niveles discutiendo sobre los sutras con los Arhats de los Dieciocho Cielos. Se volvió de pronto hacia ellos y les dijo:
—Acaba de llegar Sun Wu-Kung. Salid vosotros y hacedle entrar a él.
Los arhats cumplieron en seguida los deseos de Buda. Tomaron en sus manos los estandartes y las reliquias sagradas y se dirigieron en dos filas al exterior del monasterio, donde anunciaron con voz solemne:
—Gran Sabio Sun, Tathagata desea verte.
Los Cuatro Protectores Diamantinos se hicieron entonces a un lado y permitieron la entrada al Peregrino, que fue conducido hasta el salón de los lotos por los propios arhats. Al ver a Tathagata, se echó rostro en tierra y las lágrimas empezaron a correr, copiosas, por sus mejillas.
—¿A qué vienen esas lágrimas, Wu-Kung? —preguntó Tathagata.
—En virtud de las enseñanzas que habéis tenido a bien confiarme, este humilde discípulo vuestro se atreve a posar su indigno pie en vuestros sagrados dominios —contestó el Peregrino con inesperado respeto—. Después de abrazar con una sinceridad total vuestros principios, acepté de buena gana ser el protector del monje Tang, al que respeté como maestro y con el que he pasado toda clase de sacrificios y privaciones. Al llegar a la Ciudad del Camello-León, enclavada en la montaña del mismo nombre, tres demonios, que no son en realidad, más que un león, un elefante y un águila, cometieron la osadía de capturar a mi maestro. Incluso yo caí en sus manos, siendo arrojado, en compañía de mis hermanos, al interior de una cazuela, donde padecimos el suplicio del fuego y el agua. Afortunadamente conseguí escapar y solicité la ayuda del Rey Dragón, que aceptó gustoso colaborar en nuestra empresa. Aquella misma noche el maestro se vio libre, pero la estrella de la desgracia no quiso abandonarnos y volvimos a caer en poder de esas bestias. Al amanecer, me introduje de incógnito en la ciudad, con el fin de rescatar, de una vez por todas, a mis hermanos, pero lo único que descubrí fue que los demonios habían devorado a mi maestro por la noche. Encontraron tan sabrosa su carne, que no dejaron ni un hueso como muestra. Wu-Neng y Wu-Ching, mis dos hermanos, siguen atados a unas columnas y me figuro que no tardarán mucho en perder también la vida. Ante tanta desgracia no me ha quedado más remedio que venir a suplicaros que recitéis un conjuro, para que se me desprenda de la cabeza esta corona que llevo incrustada en la carne. Es vuestra y deseo devolvérosla, antes de regresar a la Montaña de las Flores y Frutos a reanudar la vida de holganza que antes llevaba.
No había acabado de decirlo, cuando las lágrimas anegaron sus ojos y los sollozos agitaron su pecho.
—No estés tan triste, por favor, Wu-Kung —le aconsejó Tathagata—. La razón de que te sientas tan apenado es porque, a pesar de tus extraordinarios poderes mágicos, no has podido derrotar a esos demonios.
—He de reconocer —admitió el Peregrino, arrodillándose ante Buda y dándose continuamente golpes en el pecho— que, desde que sumí los Cielos en una confusión total, adquirí el título de Gran Sabio y adopté los modos de vida humanos, nunca había sido derrotado hasta ahora.
—Deja de atormentarte —insistió Tathagata—. Conozco bien a ese demonio.
—He oído comentar que es pariente vuestro —respondió el Peregrino con cierta insolencia.
—¡No seas tan maleducado! —le regañó Tathagata—. ¿Cómo puede ser un demonio pariente mío?
—Si no lo es —replicó el Peregrino, sonriendo—, ¿cómo es que le conocéis?
—Conozco a los tres con los ojos de la sabiduría —explicó Tathagata—. El primero y el segundo demonio tienen sus propios maestros. —Se volvió a continuación hacia Ananda y Kasyapa y les ordenó—: Montad cada uno en una nube e id a la Montaña de los Cinco Estrados y al Monte O-Mei. Decid a Manjusri y a Visvabhadra que vengan inmediatamente a verme.
Los dos honorables se aprestaron a cumplir sin demora sus deseos.
—Manjusri y Visvabhadra —continuó explicando Tathagata— son exactamente esos maestros de los que te hablaba. Pero, ahora que lo mentas, es cierto que el tercer monstruo es pariente mío.
—¿Por parte paterna o por parte materna? —preguntó el Peregrino.
—Inmediatamente después de que el Caos fuera dividido —dijo Tathagata—, surgieron los Cielos en la época Dhzu, mientras que la Tierra apareció en el período Chou y el Hombre en la etapa Yin. Todo lo demás es producto de la copulación del Cielo y la Tierra, Entre sus descendientes destacan de una manera particular las bestias y las aves. El unicornio es el primero de aquéllas, mientras que la primacía de éstas corresponde al fénix. Tras ser cubierto por el aura de la creación, el fénix dio a luz al águila y al pavo real. Al principio el pavo real era una criatura salvaje en extremo, al que le encantaba devorar seres humanos. De hecho, era capaz de tragarse a un hombre desde una distancia de ochenta kilómetros. Precisamente acababa de establecerme en la cumbre de la Montaña de la Nieve, una vez perfeccionado mi cuerpo diamantino de cincuenta metros de altura, cuando me tragó a mí. Podía haber escapado muy bien por sus conductos anales, pero temí que eso pudiera mancillarme y decidí salir por su espalda, obligándole a venir conmigo a la Montaña del Espíritu. Cuando me disponía a acabar con él, se presentaron varios budas y me convencieron para que no le hiciera mal alguno, haciéndome ver que matarle sería como acabar con mi propia madre. Ante semejantes razones, decidí conservarle a mi lado, concediéndole el título de Maharaja Mayura o Buda-Madre. Puesto que el águila y el pavo real tienen un mismo progenitor, no es nada descabellado afirmar que ambos son parientes míos.
—Eso quiere decir —concluyó el Peregrino con una sonrisa maliciosa— que, en realidad, sois sobrino de ese monstruo.
—Me temo —suspiró Tathagata, enarcando las cejas— que sólo yo soy capaz de atraparle.
—En ese caso, venid inmediatamente conmigo —suplicó el Peregrino, tocando repetidamente el suelo con la frente.
Tathagata descendió del trono de loto y se dirigió hacia la puerta del monasterio, seguido por su corte de budas. Allí se encontraron con Ananda y Kasyapa, que venían con Manjusri y Visvabhadra. Los dos bodhisattvas se inclinaron respetuosamente ante Tathagata, que les preguntó sin ningún cumplido:
—¿Cuánto tiempo hace que faltan vuestras bestias de carga de su montaña?
—Siete días —contestó Manjusri.
—Siete días en la montaña son varios miles de años en la tierra —recapacitó Tathagata—. Me pregunto a cuántos habrán matado en todo ese tiempo. Es preciso que los atéis en seguida. Venid conmigo, por favor.
Cada uno de los bodhisattvas se colocó a un lado de Tathagata y se elevaron por los aires. El cielo se llenó de la luz benefactora que emitían las nubes en las que viajaban.
En su profunda misericordia Buda había decidido dar a conocer los principios de su inabarcable sabiduría. Fue él quien reveló el poder creativo de los Cielos y puso al descubierto las leyes evolutivas de la Tierra. Es tanta su sabiduría, que no se apartan de su presencia quinientos arhats y siempre le siguen tres mil protectores. Le acompañaban en esta ocasión Ananda y Kasyapa. ¿Cómo iban a poder escapar al castigo los monstruos Man y Visva? Fue un gran favor el que se le concedió al Gran Sabio, pues muy pocas veces han actuado directamente el Patriarca Budista y sus seguidores.
No tardaron en avistar la ciudad y el Peregrino exclamó, señalándola con el dedo:
—Ése es el Reino del Camello-León. ¿No veis esa neblina oscura que lo envuelve?
—Baja tú primero y reta a esos monstruos —le ordenó Tathagata—. Pero recuerda que no debes vencerlos. Atráelos hacia aquí y yo me encargaré de derrotarlos.
El Gran Sabio descendió de la nube en la que viajaba, yendo a aterrizar en las murallas.
Con los ojos firmemente asentados sobre uno de los bastiones, gritó:
—¡Monstruos malditos, salid en seguida a pelear con el Mono!
Los diablillos que se encontraban en la muralla cedieron al pánico Y corrieron a informar a sus soberanos, diciendo:
—El Peregrino Sun os está retando en lo alto de los bastiones.
—Ese mono lleva dos días sin presentarse por aquí —reflexionó en voz alta el demonio de mayor edad—. ¿Habrá ido en busca de ayuda para acabar con nosotros?
—Por muchos refuerzos que haya traído —replicó el tercer demonio—, jamás logrará derrotarnos. ¿No te parece? De todas formas, no estaría de más que fuéramos a echar un vistazo.
Cogiendo cada uno sus armas, los tres demonios se dirigieron hacia el bastión en el que se hallaba el Peregrino. Al verle, se lanzaron sobre él, sin mediar ninguna palabra. El Peregrino les hizo frente con la barra de hierro, resistiéndoles durante siete u ocho asaltos. Después hizo como si le flaquearan las fuerzas y huyera, derrotado.
—¿Adónde crees que vas? —gritaron los monstruos, envalentonados.
El Gran Sabio se elevó de un salto por los aires. Los tres demonios le siguieron inmediatamente, montados en sus nubes. El Peregrino se lanzó directamente sobre el resplandor que rodeaba al Patriarca Budista y se desvaneció a los ojos de sus perseguidores. Lo que surgió de improviso ante ellos fueron las Representaciones de Buda (el Pasado, el Presente y el Futuro), rodeado de los quinientos arhats y de los tres mil protectores, que formaban como una especie de corona a su alrededor. Los tres demonios sintieron que el cerco era tan estrecho, que no podría escapar de él ni una gota de agua.
—Las cosas se están poniendo muy mal, en verdad —dijo el demonio de mayor edad—. ¡Ese mono es un auténtico demonio! ¿Cómo se las habrá arreglado para traer hasta aquí a nuestros maestros?
—No tengas miedo —trató de tranquilizarle el tercer demonio—. Juntemos el poder de nuestras armas, derroquemos a ese Tathagata y apoderémonos del Monasterio del Trueno.
Sin pensarlo dos veces, el demonio de mayor edad cogió la cimitarra y atacó como un salvaje. Sin pérdida de tiempo Manjusri y Visvabhadra recitaron un conjuro y gritaron al mismo tiempo:
—Sí estas bestias no se someten de buena gana, ya se pueden ir preparando para la próxima reencarnación.
El primero y el segundo demonios experimentaron tal pánico, que renunciaron a seguir peleando. Arrojaron inmediatamente sus armas y, revolcándose por el suelo, recobraron la forma que les era habitual. Los dos bodhisattvas pusieron encima de ellos dos sillas de loto y se montaron tranquilamente sobre su lomo. De esta forma, los monstruos aceptaron, por fin, su derrota.
A pesar de la suerte que habían corrido el león verdoso y el elefante blanco, el tercer demonio se negó obstinadamente a rendirse. Arrojando su hacha cuadrada de doble corte, batió sus alas y se elevó hacia lo alto, tratando de atrapar con sus afiladísimas zarpas al Rey de los Monos. El Gran Sabio se había refugiado ya en el halo de luminosidad que rodeaba a Buda y, por mucho que lo intentara, el águila no tenía ninguna posibilidad de atraparle. Tathagata comprendió en seguida sus intenciones y volviéndose cara al viento, sacudió ligeramente la cabeza, que, según se afirma, había cobijado antaño un nido de picazas. Inmediatamente se convirtió en un trozo de carne cubierto de sangre fresca. El monstruo abrió las zarpas y trató de hacerse con él. El Patriarca Budista le apuntó entonces con el dedo y el demonio empezó a sentir tales calambres en las alas, que no podía seguir batiéndolas. Se quedó planeando por encima de la cabeza de Buda, mostrándose tal cual era: una enorme águila real de alas doradas.
—¿Por qué te has servido del poder de tu dharma para inmovilizarme de esta forma, Tathagata? —gritó, desesperado.
—Ha sido tu maldad, no yo, quien lo ha hecho —replicó Tathagata—. Si estás dispuesto a seguirme, es posible que adquieras algún mérito que pueda servirte de mucho provecho.
—A tu lado —contestó el águila— tendría que seguir una dieta vegetariana y eso resultaría demasiado penoso para mí. En libertad puedo disfrutar de toda la carne humana que quiera, sin necesidad de sacrificios ni privaciones. Además, si me obligas a morir de hambre, la culpa será tuya y tu pecado no se diferenciará en nada del mío.
—Tengo seguidores en los cuatro grandes continentes —contestó Buda—. Si quieres, puedo decirles que te ofrezcan a ti los primeros bocados.
Comprendiendo que no tenía escapatoria, el águila inclinó la cabeza y se sometió a los deseos de Buda. El Peregrino abandonó entonces el halo de luz y, postrándose ante Tathagata, dijo:
—Me parece muy bien que hayáis atrapado a estos monstruos y hayáis eliminado todo el mal que pudieran haber hecho. Sin embargo, con eso no vais a restituir la vida a mi maestro.
—¡Maldito mono! —exclamó el águila, apretando los dientes—. ¡Has tenido que ir a buscar al único que, de verdad, podía dominarme! ¿Quieres decirme quién ha devorado a ese pobre monje al que sigues? Está metido en un arcón de hierro que hay en el Pabellón de los Granados.
Al oírlo, el Peregrino se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la frente en señal de gratitud hacia el Patriarca Budista, que mantuvo al águila justamente encima de su halo de extrema virtud. Toda su comitiva se puso inmediatamente en camino, regresando sin pérdida de tiempo al monasterio. El Peregrino, por su parte, regresó a la ciudad. La encontró totalmente vacía, pues, como muy bien afirma el dicho, «una serpiente sin cabeza no puede arrastrarse, de la misma forma que no puede volar un ave sin alas». Al ver que el tercer demonio se sometía de buena gana a los designios de Buda, todos los diablillos habían huido, despavoridos. El Peregrino no tuvo ninguna dificultad en encontrar el equipaje y el caballo. Después de liberar a Ba-Chie y al Bonzo Sha, les anunció:
—El maestro no ha muerto. Si queréis verle, no tenéis nada más que seguirme —y entraron todos juntos en el Pabellón de los Granados. No les costó ningún trabajo dar con el arcón de hierro, del que salían los lamentos y los sollozos de Tripitaka.
Valiéndose de su báculo de destrozar monstruos, el Bonzo Sha hizo saltar la tapa del arcón y exclamó, emocionado:
—¡Maestro!
Al verlos, Tripitaka exclamó, a su vez, en el mismo tono:
—¡Discípulos! ¿Cómo os las habéis arreglado para derrotar a esos demonios? ¿Cómo habéis dado, además, conmigo?
El Peregrino relató entonces todo lo que había ocurrido y el corazón de Tripitaka se fue llenando, poco a poco, de gratitud. No les fue difícil encontrar algo de comida en el palacio, con la que saciaron el hambre de tantos días, Recogieron a continuación todas sus cosas y volvieron a ponerse, una vez más en camino. Se confirmó, así, que las escrituras sólo pueden ser conseguidas por personas virtuosas, ya que las mentes ligeras y las voluntades débiles jamás llevan a buen término lo que inician.
No sabemos de momento cuándo podrán, finalmente, ver a Tathagata cara a cara. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.