CAPÍTULO LXVII

Decíamos que Tripitaka y sus tres discípulos de nuevo se lanzaron a la aventura del camino, felices de poder abandonar finalmente el Pequeño Paraíso Occidental. Tras aproximadamente un mes de marcha la primavera tocó a su fin. Todos los árboles habían florecido, pero las tormentas eran cada vez más frecuentes y los repentinos chaparrones dificultaban el avance de los caminantes. Un día la lluvia les salió al paso, cuando estaba empezando a hacerse de noche, y Tripitaka exclamó, desalentado, tirando de las riendas al caballo:

—¿Dónde podremos encontrar cobijo? ¡Cada vez resulta más penoso avanzar!

—¿A qué vienen esos temores? —preguntó el Peregrino, echándose a reír—. Aunque no haya por aquí ninguna aldea, puedo aseguraros que no pasaremos la noche a la intemperie. Somos demasiado inteligentes para eso. Ba-Chie, por ejemplo, puede arrancar unos manojos de hierba, mientras el Bonzo Sha derriba unos cuantos pinos y yo me encargo de hacer con ellos una choza. Aunque no lo creáis, soy tan buen carpintero, que podríais quedaros a vivir en ella un año por lo menos.

—¿Cómo puedes decir eso? —le reprendió Ba-Chie—. Este lugar no es muy apropiado para vivir. Toda la montaña está llena de tigres y lobos y hay espíritus debajo de cada piedra. ¿Cómo vamos a pasar la noche aquí, si hasta de día resulta difícil transitar por estos parajes?

—¡Cada día andas peor! —exclamó el Peregrino, burlón—. ¿A qué tienes miedo, si soy capaz de sostener el cielo con mi barra, caso de que se le ocurra caerse?

Mientras hablaban, apareció ante ellos una pequeña aldea y el Peregrino añadió, muy excitado:

—¿No hablábamos de pernoctar? ¡He ahí el lugar en el que vamos a hacerlo!

—¿En dónde? —preguntó, extrañado, el maestro, que no había visto nada.

—En esa casa que hay debajo de aquellos árboles —contestó el Peregrino, señalándola con el dedo—. Nos llegaremos hasta ella y pediremos cobijo por esta noche. En cuanto amanezca, seguiremos caminando.

El maestro espoleó al caballo y se llegó hasta la entrada de la alquería. Las puertas estaban cerradas. Como eran de madera, Tripitaka las golpeó con el puño, al tiempo que gritaba:

—¡Abrid! ¡Abrid en seguida!

No tardó en aparecer en la puerta un anciano con un bastón en las manos, sandalias de esparto en los pies, un paño negro alrededor de la cabeza y una túnica totalmente blanca cubriéndole el cuerpo.

—¿Se puede saber quién está haciendo tanto ruido? —preguntó malhumorado.

—Este humilde monje de las Tierras del Este, que va hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras —respondió Tripitaka, juntando las manos a la altura del pecho e inclinándose con respeto—. Al pasar por esta respetable comarca, empezó a hacerse de noche y andamos buscando un lugar en el que pernoctar. Os estaríamos eternamente agradecidos, si os dignarais darnos alojamiento.

—No te discuto que vayas hacia donde has dicho —contestó el anciano—. Lo que sí puedo asegurarte es que jamás lograrás llegar allí. La distancia que nos separa es enorme y las dificultades a las que tendrás que hacer frente, demasiadas para un solo hombre. Eso sin contar con que atravesar esta comarca te va a resultar penoso en extremo.

—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Tripitaka, preocupado.

—Aproximadamente a ochenta kilómetros al oeste de este pueblo existe un desfiladero llamado de la Pulpa de Morera, dentro de la Montaña de los Siete Extremos.

—¿Por qué la llaman así? —le interrumpió Tripitaka.

—Porque, aunque tiene más de mil quinientos kilómetros de longitud —explicó al anciano—, está totalmente llena de moras. Según los antiguos, las moreras tienen siete características extremas: viven mucho, apenas dan sombra, no cobijan nidos entre sus ramas, los gusanos respetan sus troncos, sus hojas resisten los ataques de la escarcha y sus frutos no son tan grandes como los de los otros árboles, aunque poseen unas ramas realmente espléndidas[1]. Eso explica que se le dé a la montaña un nombre tan peculiar. Como esta región está prácticamente deshabitada y los viajeros que la cruzan son muy pocos, las moras maduran y caen al suelo, donde terminan pudriéndose. Su número es tan grande que llenan prácticamente el sendero que discurre entre un desfiladero de paredes escarpadas en extremo. A causa de las escarchas invernales y del calor del verano los restos de las moras forman una masa tan pútrida, que las gentes de por aquí llaman a ese punto el Desfiladero de la Mierda Resbaladiza. Cuando se levanta el viento del oeste, no hay quien aguante el hedor. Afortunadamente estamos a finales de la primavera y en esta época del año los vientos suelen ser del sudeste; de lo contrario, estaríamos todos con las narices tapadas.

Tripitaka se quedó tan desconsolado, al escuchar tales nuevas, que no supo qué decir.

Sólo el Peregrino perdió la paciencia y exclamó, malhumorado:

—¡Se nota que carecéis del menor sentido de la oportunidad! Venimos a pediros alojamiento, después de recorrer un larguísimo camino, y lo único que se os ocurre es contarnos esas cosas, para desalentarnos. ¿Qué clase de persona sin entrañas eres tú? Si no tienes sitio en tu casa para dejarnos pasar la noche, dínoslo claramente y nos acurrucaremos contra los troncos de estos árboles. Mirándolo bien, podemos dormir en cualquier parte. ¿Qué pretendes conseguir, al contarnos historias como ésa?

El desconcierto se apoderó del anciano. Jamás había visto a nadie con un rostro tan extraño como el de aquel monje. Durante unos segundos la sorpresa le borró las palabras de la garganta, pero poco a poco se fue reponiendo y, apuntando al Peregrino con el bastón, gritó, ofendido:

—¡Mira quién viene a darme lecciones a mi propia casa! ¡Una especie de espíritu con el rostro demacrado, la frente plana, la nariz chata, la mandíbula saliente y la cara cubierta totalmente de pelos! ¿Cómo te atreves a tratar con tan poca consideración a un anciano tan entrado en años como yo?

—Está visto que, aunque tenéis ojos, no los usáis como debierais —contestó el Peregrino, tratando de aplacarle con una sonrisa—. ¿A quién se le ocurre confundirme con un espíritu famélico? Como dirían los libros de fisonomía, por muy feos y raros que sean los rasgos de un rostro, no debe olvidarse que hasta la pieza más fina de jade se esconde en el interior de una roca vulgar. Es un grave error juzgar a la gente por el aspecto que ofrecen. Por muy feo que pueda parecer, te aseguro que pocas personas hay que tengan tan buenas cualidades como yo.

—¿De dónde sois? —preguntó el anciano de una forma precipitada—. ¿Cómo os llamáis y cuáles son esas cualidades extraordinarias que decís poseer?

—Provengo del Continente de Purvavideha —respondió el Peregrino, sonriendo— y me he dedicado durante muchísimo tiempo a la meditación en la Montaña de las Flores y Frutos. Poseo un conocimiento muy perfecto de las artes marciales, que aprendí con el Patriarca del Corazón y la Mente. Eso me ha capacitado para domesticar dragones, agitando las aguas de los mares, como si se encontraran dentro de un vaso, y para cargar con las montañas y correr con ellas detrás del sol. No hay quien me iguale capturando monstruos y demonios, haciendo cambiar de lugar las estrellas y planetas, y sumiendo en el terror a los espíritus y dioses. Mi fama se asienta en las tropelías que cometí en un principio contra el Cielo y la Tierra. No en balde soy el Hermoso Mono de Piedra, cuyos poderes metamórficos nadie puede igualar.

—Por favor —exclamó el anciano, inclinándose con inesperado respeto—, honrad mi humilde mansión con vuestra presencia.

Los peregrinos cogieron el equipaje y entraron en la casa, sin soltar en ningún momento al caballo de las riendas. En el interior había un pequeño patio, en el que sólo crecían hierbajos y abrojos. Traspusieron una segunda puerta y penetraron en un espacio abierto, lleno, igualmente, de espinos y cardos, en cuyo centro se levantaban tres casas con el tejado de pizarra. En cuanto entraron en una de ellas, el anciano pidió a sus huéspedes que tomaran asiento y ordenó que les sirvieran té y algo de comer. Las mesas no tardaron en llenarse de tortitas de trigo, «dou-fu», brotes de bambú, nabos, mostaza, berengenas, arroz y una sopa de malvas con vinagre, platos de los que, tanto el maestro como los discípulos, dieron en seguida buena cuenta. Nada más terminar de comer, Ba-Chie tiró de la manga al Peregrino y le susurró al oído:

—¿Por qué nos habrá dado este anciano un banquete tan opíparo, cuando al principio se negaba a dejarnos pasar?

—Tampoco hay que exagerar tanto —contestó el Peregrino—. ¿Qué pueden sumar, en definitiva, todas estas viandas? De todas formas, aún no ha llegado lo mejor. Ya verás como mañana nos ofrece un convite de despedida con más de diez platos y frutas diferentes.

—¡Debería darte vergüenza! —le respondió Ba-Chie—. Está claro que, si se ha portado tan bien con nosotros, ha sido debido a la ampulosa presentación que hiciste de ti mismo. ¿Por qué habría de seguir mostrándose generoso con nosotros a la hora de la partida? Lo más seguro es que nos despida con el estómago vacío.

—No te preocupes por eso —trató de tranquilizarle el Peregrino—. Ya me encargaré yo de que no ocurra tal cosa.

No tardó en hacerse totalmente de noche y el anciano ordenó traer unas cuantas lámparas. El Peregrino aprovechó la ocasión para preguntarle, inclinando, respetuoso, la cabeza:

—¿Cómo os apellidáis?

—Li —contestó el anciano escuetamente.

—Doy por supuesto, entonces, que éste es el pueblo de los Li.

—No, no —respondió el anciano en seguida—. Ésta es la aldea de Te-Le, en la que habitan más de quinientas familias de apellidos totalmente diferentes. De hecho, yo soy el único que ostenta el de Li.

—¿Tendríais la amabilidad, señor Li —volvió a preguntar el Peregrino—, de explicarnos por qué nos habéis dado un banquete tan espléndido?

—Muy sencillo —respondió el anciano, poniéndose de pie—. Al oíros decir que no había nadie mejor que vos a la hora de capturar monstruos, pensé que, quizás, quisierais ayudarnos a capturar uno que nos hace la vida imposible. Si lográis derrotarle, tened la seguridad de que os recompensaremos con largueza.

—Gracias por encomendarme una misión tan fácil —replicó el Peregrino, inclinándose ante él.

—¿Ves lo que consigues con tus bravuconadas? —le increpó Ba-Chie—. Cuando alguien pide a otro que le ayude a capturar un monstruo, se convierte en alguien tan querido para él como su abuelo materno. Por si eso fuera poco, te inclinas ante él con un respeto que jamás te había visto emplear con nadie.

—No entiendes absolutamente nada —se defendió el Peregrino—. Lo único que quería expresar con mi inclinación era, simplemente, mi agradecimiento. Estoy seguro de que, a pesar de lo que ha dicho, no va a pedirme absolutamente nada.

—¡Cuidado que eres egoísta! —le regañó Tripitaka—. No puedes echarte atrás ahora. Además, suponte que ese monstruo tiene unos poderes realmente extraordinarios y no consigues capturarle. ¿No parecerá, entonces, que los que hemos renunciado a la familia no somos más que un montón de embusteros y timadores?

—No toméis a mal lo que acabo de decir —replicó el Peregrino, sonriendo—. Voy a preguntarle algo más.

—¿Sobre qué? —se apresuró a inquirir el anciano.

—Vuestra comarca parece muy próspera y tranquila —comenzó diciendo el Peregrino—. Eso explica que vivan tantas familias reunidas en una región tan apartada como ésta. ¿Queréis explicarme qué clase de monstruo es ese que os tiene aterrados?

—A decir verdad —contestó el anciano—, durante mucho tiempo pocos lugares ha habido tan tranquilos y prósperos como éste. Todo empezó a cambiar hace aproximadamente tres años, cuando en el mes de junio se levantó, de pronto, un viento tan huracanado como jamás se había visto por estas latitudes. En aquel momento todos nos encontrábamos en los campos, bien plantando arroz, bien descascarillando el grano. Al principio pensamos que el tiempo había cambiado inesperadamente. ¿Cómo íbamos a sospechar que dentro de aquel huracán viajaba un monstruo, que, en un abrir y cerrar de ojos, devoró todo el ganado que estaba paciendo en los campos? Su hambre era tan insaciable, que, en cuanto hubo acabado con los bueyes y vacas, la arremetió contra los pollos y los gansos, llegando, incluso, a devorar a todos los hombres y mujeres que encontró a su paso. Desde entonces no ha dejado de hacernos continuas visitas, mermando cruelmente nuestras posesiones y nuestras familias. Si es verdad que tenéis el poder suficiente para acabar con los monstruos, libradnos de éste y os prometo que jamás olvidaremos lo que hayáis hecho por nosotros. ¿Cómo vamos a olvidaros, si os habréis convertido en nuestro benefactor?

—Por lo que me contáis —concluyó el Peregrino—, ese monstruo es extremadamente difícil de capturar.

—¡Efectivamente! —se apresuró a decir Ba-Chie—. Nosotros no somos más que unos pobres monjes, que viven de las limosnas que les dan y que han tenido la buena o mala fortuna de pediros alojamiento por esta noche. ¿Creéis que gente así tiene poder para capturar monstruos? Lo único seguro es que, en cuanto amanezca, proseguiremos tranquilamente nuestro camino.

—¡Lo que sois es unos timadores, a los que les gusta comer de gorra! —exclamó el anciano, malhumorado—. Al principio os las dabais de grandes, diciendo que podíais cambiar las estrellas y los planetas de su sitio y que erais unos auténticos maestros capturando demonios y monstruos. Sin embargo, cuando os pido que me ayudéis, todo se convierte en dificultades y problemas.

—Te repito que ese monstruo es muy difícil de capturar —contestó el Peregrino—. El problema mayor estriba, de hecho, en que todas las familias de esta comarca actuáis por separado y jamás aunáis esfuerzos.

—¡Cómo habéis llegado a esa conclusión! —exclamó el anciano, sorprendido.

—Como tú mismo acabas de decir —respondió el Peregrino—, durante tres años ese monstruo ha estado mermando vuestros ganados e, incluso, vuestras familias. Si cada uno de vosotros hubiera aportado una libra de plata, habrías logrado reunir un total de quinientas libras, con las que podríais, muy bien, haber contratado los servicios de alguien especializado en la captura de monstruos. No comprendo cómo le habéis dejado campar a sus anchas todos estos años.

—Ahora que sacáis el tema —replicó el anciano—, os diré que, sólo de pensarlo, me pongo furioso. En todo este tiempo cada una de nuestras familias no ha desembolsado una libra de plata, sino hasta tres y cuatro. El año pasado, sin ir más lejos, se presentó en esta montaña un monje procedente del sur y le pedimos que acabara con él, pero no lo consiguió.

—¿Qué métodos empleó para atraparle? —preguntó, una vez más, el Peregrino.

—Se trataba de un hombre muy piadoso y de una virtud a toda Prueba —explicó el anciano—. Primero recitó El pavo real y después, El loto. No contento con eso, quemó incienso en un pebetero e hizo sonar de continuo una campanilla de bronce. Sus recitados y sus cantos lograron, en efecto, atraer al monstruo, que no tardó en presentarse a lomos del viento y las nubes. El monje le retó, pero el combate que entonces se produjo no es para ser narrado. El único que golpeaba era el monstruo. El religioso trató de hacerle frente lo mejor que pudo; sin embargo, está claro que los hombres de la cabeza rapada jamás han sido buenos luchadores. Al poco rato la bestia regresó, triunfante, al lugar del que había partido, envuelto en un manto de nubes y polvo. Fue como poner a secar un cangrejo al sol. Cuando nos acercamos a ver lo que había sido del monje, nos encontramos con que sólo quedaba una masa informe, que recordaba un melón podrido.

—Puestas así las cosas —replicó el Peregrino—, el que salió perdiendo fue él, no vosotros.

—Él, ciertamente, perdió la vida —reconoció el anciano—, pero nosotros tuvimos que pagarle el funeral y entregar algo de dinero al discípulo que le acompañaba. La cosa se complicó, porque éste último exigió más y nos amenazó con llevarnos ante los tribunales.

—Después de eso, ¿solicitasteis la ayuda de alguien más para capturar a la bestia? —volvió a preguntar el Peregrino.

—Sí —contestó el anciano—. El año pasado contratamos a un taoísta.

—¿Qué medios empleó para atraparle? —inquirió, una vez más, el Peregrino.

—El taoísta del que os hablo —contestó el anciano— lucía un yelmo de oro en la cabeza, vestía una túnica muy extraña y no dejaba de golpear una placa que llevaba colgada del pecho, mientras recitaba ensalmos y esparcía por doquier agua sagrada. Convocó a los dioses y a los espíritus, pero sólo consiguió atraer con sus artes al monstruo, que vino a lomos de un huracán, envuelto en una nube tan espesa de polvo, que todo quedó sumido en la más densa oscuridad. La bestia y el taoísta se enzarzaron en una terrible batalla, que duró hasta el amanecer, cuando el monstruo se retiró al lugar del que había venido, dejando tras él un aire limpio y luminoso. Esperanzados, corrimos en busca del taoísta, pero, para nuestra desgracia, le encontramos flotando en las aguas de un río. Cuando le sacamos, comprobamos que su cuerpo se parecía a los pollos que se echan en la sopa para dar sabor.

—No puede decirse que salierais mejor parados que él —comentó el Peregrino.

—No pudo salvar, en efecto, la vida —admitió el anciano—, pero los gastos que nos acarreó su muerte fueron muy gravosos para todo el pueblo.

—No os preocupéis más —concluyó el Peregrino—. Os ayudaré a capturar a esa bestia.

—Si, de verdad, tenéis poder para hacerlo —se apresuró a decir el anciano—, pediré a los principales del lugar que redacten un contrato, por el que se comprometan a entregaros todo el dinero que exijáis, sin escatimaros ni un solo yüan. Si, por el contrario, vuestra empresa no se ve coronada por el éxito, tanto vos como vuestros herederos, renunciaréis a cualquier tipo de compensación y que se cumpla la voluntad de los Cielos.

—Se nota que estáis cansado de que os lleven a los tribunales, ¿eh? —exclamó el Peregrino, soltando la carcajada—. Podéis estar tranquilo. Yo no soy de esos a los que les encantan los pleitos. Id a buscar a quien queráis.

Loco de contento, el anciano pidió a unos criados que fueran a buscar a los ocho o nueve principales del lugar, todos ellos vecinos suyos y, de alguna manera, emparentados con él. Tras saludar al monje Tang y enterarse del propósito de tan intempestiva llamada, los ancianos empezaron a dar saltos de alegría.

—¿Quién de vosotros es el que va a enfrentarse con el monstruo? —preguntó uno de ellos, sin poder contener su entusiasmo.

—Yo —respondió el Peregrino, juntando las manos a la altura del pecho e inclinándose ante ellos.

—¿Tú? —exclamó el anciano, asombrado—. ¡Eso es imposible! El monstruo posee unos poderes mágicos francamente extraordinarios y su constitución es muy fornida. ¿Cómo va a enfrentarse contra él un monje tan pequeño y debilucho como tú? Lo más seguro es que no tenga contigo ni para un diente.

—No se puede decir que vuestros ojos sean muy buenos —respondió el Peregrino, soltando la carcajada—. Es posible que no sea muy alto, pero mi fuerza no tiene nada que envidiar a la de nadie. Como suele decirse, con unas gotas de la piedra de afilar me ha bastado Para hacerme tan penetrante como un cuchillo.

Al oírlo, los otros ancianos se convencieron de que era la persona adecuada y le preguntaron:

—¿Habéis pensado cuánto vais a pedirnos por capturar a ese monstruo?

—¿A qué viene hablar de recompensas ahora? —preguntó el Peregrino—. Como muy bien afirma el proverbio, «el oro emborracha la vista, la plata carece de brillo y el cobre apesta, después de pasar por tantas manos». Nosotros no somos más que unos pobres monjes empeñados en acumular méritos, no riquezas. ¿Para qué queremos recompensas?

—Por la forma de hablar —concluyó uno de los ancianos, admirado—, se ve que os tomáis vuestros votos en serio. Es posible que no estéis dispuestos a aceptar un pago en metálico, pero no podemos dejaros marchar con las manos vacías. Todos nosotros poseemos granjas y haciendas. Si conseguís liberar realmente esta comarca de la maldición de ese monstruo, tened la seguridad de que cada familia os regalará ochenta áreas de la mejor tierra, para que construyáis en ella un monasterio, en el que podáis dedicaros a la meditación de los principios del Zen. Eso es mucho mejor que ir de acá para allá sin más techo que las nubes ni más paredes que los riscos de las montañas.

—¡Qué ideas se os ocurren! —exclamó, una vez más, el Peregrino, soltando la carcajada—. Si tuviéramos tierras, tendríamos que criar caballos, sacarlos a pastar durante los meses de verano y almacenar heno para la época invernal. Con tanto ajetreo, no nos quedaría ni un minuto para meditar. Nos acostaríamos con el sol y nos levantaríamos antes, incluso, de que amaneciera. ¿Es ésa la vida que deseáis para nosotros? ¡Vuestra recompensa terminaría matándonos!

—¿Qué es lo que queréis, entonces? —inquirió el anciano.

—Nos conformamos con algo de té y un poco de arroz —contestó el Peregrino—. Al fin y al cabo, somos personas sin familia.

—No se hable más, entonces —concluyó uno de los ancianos—. Nos gustaría, de todas formas, saber qué plan tenéis para capturar a ese monstruo.

—Ya lo veréis, cuando venga —replicó el Peregrino.

—No debéis actuar a la ligera —le aconsejó otro anciano—. Esa bestia es tan enorme, que su cabeza llega hasta el Cielo. Además, hace su aparición a lomos del viento y se marcha montado en la neblina. ¿Cómo vas a llegarte hasta él?

—Si realmente tiene esos poderes —respondió el Peregrino, sonriendo—, le trataré como si fuera mi nietecillo. De todas formas, es una ventaja que sea tan grande como decís, porque podré golpearle con más facilidad.

Cuando más embebidos estaban en la conversación, se oyó de pronto un viento tan huracanado, que todos los ancianos se echaron a temblar de miedo, como si fueran brotes tiernos de bambú.

—¡Qué mala suerte tiene este pequeño monje! —exclamaron, aterrados—. Apenas acaba de mentarla y ya está aquí esa bestia.

El anciano Li abrió de par en par la puerta que daba al patio de su casa y urgió al monje Tang y a los demás que se pusieran inmediatamente a cubierto, diciendo:

—¡Entrad a toda prisa! ¡Acaba de llegar el monstruo!

Hasta Ba-Chie y el Bonzo Sha se contagiaron de su nerviosismo y se lanzaron como locos hacia la casa. Haciendo embudo con las dos manos, el Peregrino les gritó, enfadado:

—¿Habéis perdido el juicio? ¿Cuándo se ha visto que personas como vosotros se abandonen, sin más, al pánico? ¡Deteneos, de una vez! Es preciso que descubramos cuanto antes qué clase de monstruo es ése.

—Aunque no lo parezca —contestó Ba-Chie—, esta gente es inteligente en extremo. En cuanto oyen el bramido del viento, saben que se acerca el monstruo y se refugian en el primer sitio que encuentran. ¿Por qué no habríamos de hacerlo también nosotros? Además, ¿qué sentido tiene enfrentarnos con esa bestia, cuando en este pueblo no hay ni un solo pariente nuestro?

El Peregrino tenía la fuerza suficiente para detener a los dos y así lo hizo. El viento se hizo entonces aún más fuerte. Los árboles del bosque se doblaban como si fueran simples matas de hierba, haciendo temblar de espanto a los tigres y a los lobos. Las aguas de los mares y los ríos se elevaban hacia lo alto, sembrando la alarma entre los espíritus y los dioses. Enormes masas rocosas se desprendían de las tres cumbres del Monte Hua[2], mientras los cuatro continentes del mundo perdían la estabilidad que los había hecho ideales para habitar. Las puertas de todas las ciudades se cerraron a cal y canto, como si se acercara un ejército enemigo. En los lugares más apartados los niños escondían la cabeza entre las mantas, sabedores de que el cielo estrellado había sido cubierto por una negra masa de nubes amenazadoras. Las antorchas y las lámparas se apagaron al mismo tiempo, sumiendo toda la tierra en una oscuridad absoluta. Presa del pánico, Ba-Chie se dejó caer al suelo y empezó a hacer un agujero con el hocico. En cuanto hubo enterrado en él la cabeza, pegó de tal forma el cuerpo contra la tierra, que parecía como si estuviera clavado a ella. El mismo Bonzo Sha tuvo que protegerse el rostro con las manos, porque la arena se le metía en los ojos y no podía mantenerlos abiertos. Sólo el Peregrino permaneció de pie, haciendo frente al viento, con el fin de determinar la naturaleza del monstruo que cabalgaba sobre sus destructores lomos. Al poco rato amainó de repente la fuerza del aire y a media altura apareció algo que daba la impresión de ser dos lámparas encendidas.

—El viento ha dejado de soplar —dijo, entonces, el Peregrino a sus dos hermanos—. Levantaos y echad un vistazo a esto.

El Idiota desenterró la cabeza y levantó la vista hacia el cielo, al tiempo que sacudía ligeramente el cuerpo para desprenderse del polvo. Al ver las dos lucecitas, soltó la carcajada y exclamó, divertido:

—¡Esto sí que es curioso! Se nota que ese monstruo tiene un gran sentido de la economía. Deberíamos entablar amistad con él.

—¿Cómo puedes decir eso? —le regañó el Bonzo Sha—. Ni siquiera sabemos qué clase de persona es. La noche está demasiado oscura para poder verle la cara.

—Como muy bien afirma el proverbio —respondió Ba-Chie—, «si no dispones de luces para caminar por la noche, es mejor que te eches a descansar»[3]. Por fuerza tiene que tratarse de un buen hombre. Si no, ¿cómo iba a salir a los caminos con esas dos lámparas?

—Estás muy equivocado —contestó el Bonzo Sha—. Eso no son lámparas, sino sus ojos.

—¡Santo cielo! —exclamó el Idiota, encogiéndose como si fuera un enano—. ¿Cómo será su boca, si tiene tan separados los ojos?

—No tengáis ningún miedo —les aconsejó el Peregrino—. Quedaos aquí, protegiendo al maestro, mientras me acerco a esa bestia y le hago unas cuantas preguntas, para ver si averiguo quién es.

—¡Con tal de que no sepa quiénes somos nosotros! —suspiró Ba-Chie.

El Peregrino dio un salto tremendo y se elevó hacia lo alto. Sin soltar en ningún momento la barra de hierro, gritó con voz potente:

—¿Adónde vas tan deprisa? ¿No ves que estoy aquí?

Al percatarse de su presencia, el monstruo se puso de pie y empezó a lanzar contra el aire tremendos lanzazos. El Peregrino no se arredro. Al contrario, adoptó una postura de lucha y preguntó:

—¿De dónde eres y cuáles son los poderes que te asisten?

El monstruo no respondió. Todo lo que hizo fue barrer el espacio con su lanza. El Peregrino repitió la pregunta, pero su respuesta fue exactamente la misma. El monstruo parecía obsesionado con lanzar golpes a derecha e izquierda.

—¿Así que estás sordo y mudo, eh? —exclamó el Peregrino, soltando la carcajada—. ¡Peor para ti! ¡No huyas y prueba el sabor de mi barra!

El monstruo no dio ninguna señal de alarma. Al contrario, estiró la lanza y paró los golpes del Peregrino. De esta forma, dio comienzo un espectacular combate, que duró hasta bien entrada la tercera vigilia, sin que ninguno de los dos contendientes hubiera conseguido una diferencia apreciable. Desde abajo Ba-Chie y el Bonzo Sha seguían con impaciencia el desarrollo de la lucha. Podían ver con toda claridad cómo el monstruo se limitaba a parar los golpes, sin atacar en ningún momento a su adversario. La barra del Peregrino ni siquiera conseguía rozarle la cabeza.

—Tú quédate aquí, mientras yo voy a echar una mano a nuestro hermano —dijo Ba-Chie al Bonzo Sha, impaciente—. No está bien que se lleve él toda la gloria. De lo contrario, nadie podrá arrancarle de la mano la primera copa de vino.

Con increíble rapidez se elevó hacia las nubes y descargó sobre el monstruo un golpe tremendo con su rastrillo. Sin inmutarse, la bestia sacó otra lanza y lo desvió, como si se hubiera tratado del ataque de un mosquito. Las dos lanzas se movían en el aire con la facilidad de dos serpientes bailarinas y con la rapidez de dos rayos.

—¡Este monstruo es un auténtico maestro en el manejo de la lanza! —exclamó Ba-Chie, admirado—. Su estilo recuerda al del «apuntalamiento de montañas», aunque tiene mucho del «tejedor de seda». Por supuesto, no se parece en nada al del «protector de la familia». Me inclino a pensar que ese estilo es el de «la muñeca flexible».

—¡No digas tonterías, por favor! —le regañó el Peregrino—. No existe ningún estilo con un nombre tan estúpido.

—Ya lo sé —reconoció Ba-Chie—, pero es el que mejor se ajusta a la forma que tiene de parar nuestros golpes. ¿Te has dado cuenta con qué facilidad los desvía hacia otra parte? Además, hay otra cosa. ¿Dónde tendrá guardadas sus armas?

—Quizás su estilo sea, en efecto, el de «la muñeca flexible» —admitió el Peregrino—. Sin embargo, lo más sorprendente es que no sabe hablar. Lo más seguro es que no haya conseguido todavía la naturaleza humana. Tras pensarlo mucho, he llegado a la conclusión de que se haya influenciado totalmente por el yin. De esa forma, al amanecer, cuando el yang se hace cada vez más potente, sus fuerzas decrecen de una forma alarmante y se ve obligado a huir. Ése es el momento que debemos aprovechar nosotros para cortarle la retirada y evitar que escape.

—¡Estoy de acuerdo contigo! —contestó Ba-Chie.

La lucha se prolongó aún durante mucho tiempo. Poco a poco comenzó a clarear por el este. Como había anticipado el Peregrino, antes de que apareciera, majestuoso, el primer rayo de sol, el monstruo se dio media vuelta y huyó a toda prisa. Ba-Chie y el Peregrino volaron tras él. Al poco rato los golpeó en las narices el insoportable hedor del Desfiladero de la Pulpa de Morera en el corazón mismo de la Montaña de los Siete Extremos.

—¡Puaf, qué olor más desagradable! —exclamó Ba-Chie—. Me pregunto qué familia estará limpiando su pozo negro a estas horas.

—¡Deja de hablar y persigue al monstruo! —le urgió el Peregrino, tapándose las narices con las manos.

Una vez transpuesta la montaña, el monstruo recobró la forma que le era habitual.

Admirados, Ba-Chie y el Peregrino comprobaron que se trataba de una enorme serpiente pitón de escamas rojizas. Sus ojos poseían un brillo más intenso que el de las estrellas poco antes del amanecer y emitía por las narices una neblina como la que acompaña las primeras horas de la mañana. Aunque parezca extraño, estaba provista de unas garras[4] de un color tan amarillento como el oro y tan afiladas como las hileras de dientes acerados que tenía en la boca. Justamente encima de los ojos le crecía un cuerno tan duro, que parecía estar formado por más de mil pequeños trocitos de cornalina. Todo su cuerpo estaba protegido por un tupido tejido de escamas rojizas, que daban la impresión de ser pequeñas llamitas flameando. Pese a todo, la belleza de su piel era tal, que, al enroscarse en la tierra, podía muy bien ser tomada por un lienzo bordado, de la misma forma que, al volar, más de uno la confundiría con un arco iris. Cuando descansaba, ascendía de su cuerpo un aroma fétido francamente insoportable, que se transformaba en una nube morada, cuando se movía. Era tan grande como una montaña y su longitud recordaba una cordillera que uniera el norte con el sur.

—¡Qué serpiente más enorme! —exclamó Ba-Chie, asombrado—. Seguro que se come quinientas personas y aún sigue teniendo hambre.

—Con toda certeza, las lanzas que maneja con tanta maestría son, en realidad, los dos extremos de su lengua bífida —dijo el Peregrino—. Después de una huida tan alocada debe de estar muy cansada. Opino, por tanto, que lo que mejor podemos hacer es atarearla por detrás.

Ba-Chie levantó el rastrillo por encima de su cabeza y lo dejó caer con fuerza sobre la serpiente, que se escabulló a toda prisa hacia un agujero. Ba-Chie consiguió agarrarla de la cola y gritó, entusiasmado, dejando el rastrillo a un lado:

—¡La tengo! ¡La tengo!

Pero, aunque tiraba con todas sus fuerzas, no consiguió sacarla ni un centímetro más.

—Déjala —le aconsejó el Peregrino—. Es imposible sacar una serpiente de su escondite de la forma en que tú lo estás haciendo. Conozco un método mejor. Ya lo verás.

A regañadientes, Ba-Chie la dejó marchar y la serpiente se perdió totalmente en el interior del agujero.

—La tenía casi fuera —se lamentó, entonces el Idiota—. ¿Cómo vamos a sacarla ahora que se encuentra segura en su hura? ¿No es esto lo que se llama quedarse sin serpientes para jugar?

—¡No digas tonterías! —le regañó el Peregrino—. Este agujero es demasiado pequeño para un cuerpo tan grande como el suyo. Jamás hubieras conseguido darle la vuelta. Eso explica que tiene que haber por aquí cerca otra salida. Encuéntrala y no la dejes usarla. Yo la atacaré por este lado.

El Idiota corrió hacia la otra vertiente de la montaña y no tardó en hallar, en efecto, un nuevo agujero. Cuando lo estaba mirando, distraído, el Peregrino asestó a la serpiente un golpe tan tremendo con su barra de hierro, que salió disparada por el otro extremo, lanzando alaridos de dolor. Lo hizo con tal rapidez que pilló de sorpresa al Idiota, el cual quedó tumbado en el suelo a consecuencia del coletazo que recibió en pleno rostro.

Al ver que el agujero estaba vacío, corrió hacia la salida que guardaba Ba-Chie, gritándole que saliera detrás del Monstruo. Olvidándose del dolor que le tenía postrado, Ba-Chie se puso en seguida de pie y empezó a golpear el suelo con el rastrillo, como si se hubiera vuelto loco.

—¿Se puede saber para qué haces eso? —le preguntó el Peregrino soltando la carcajada—. ¿No ves que la serpiente se ha escapado?

—Por supuesto que sí —contestó Ba-Chie—. Esto es lo que se llama sacudir los ramajes, para hacer salir a la culebra.

—¡Con razón te llaman el Idiota! —exclamó el Peregrino en tono burlón—. ¡Vamos! ¡Salgamos en persecución de esa bestia!

Tras dejar atrás un arroyo, vieron que la serpiente se había enroscado en el suelo, formando lo que parecía un pequeño montículo de arena. Al acercarse a ella, abrió de repente su enorme boca y lanzó una dentellada a Ba-Chie, que se dio en seguida la vuelta y huyó sobre sus pasos. El Peregrino no tuvo tan buena suerte y terminó en el estómago del monstruo. Al ver la facilidad con la que se lo había tragado, Ba-Chie empezó a golpearse el pecho, al tiempo que gritaba, desesperado:

—¿Por qué has tenido que venir a morir a manos de una simple culebra?

—¿Morir yo? —repitió el Peregrino desde el estómago de la bestia—. No te preocupes —añadió, levantando la barra de hierro—. Si miras con atención, verás cómo esta pitón se transforma en un puente.

Elevó un poco más la barra y forzó a la bestia a doblarse de tal forma, que, en efecto, parecía el típico arco que forman los puentes.

—Tienes razón —dijo Ba-Chie, más animado—. Es la imagen exacta de un puente, pero dudo que alguien se atreva a pasar por encima de él.

—En ese caso —contestó el Peregrino, bajando un poco la barra de hierro—, voy a hacer que parezca un barco.

Con el estómago pegado a la tierra y la cabeza levantada la bestia parecía en verdad, una embarcación del distrito del río Gan.

—Es cierto que me recuerda un barco —comentó Ba-Chie—, pero carece de mástil y dudo mucho que pueda navegar a impulsos del viento.

—Quítate de ahí y te demostraré que estás totalmente equivocado —dijo el Peregrino y levantó con todas sus fuerzas la barra hacia arriba, hasta que la espina dorsal de la bestia alcanzó una altura de tres o cuatro metros. De esta forma, su cuerpo adquirió, en efecto, la forma de una vela desplegada.

Incapaz de aguantar más el dolor, la serpiente trató de regresar por donde había venido, pero el viento la hizo rodar montaña abajo y, al cabo de cuarenta kilómetros de loca caída, se desplomó en el suelo y murió. En cuanto llegó a su lado, Ba-Chie descargó sobre ella una lluvia de golpes furiosos. El Peregrino acababa de salir de su cuerpo y se quedó estupefacto, al ver la reacción del Idiota. Le agarró, por fin, del brazo y le reprendió, diciendo:

—¿A qué viene malgastar tanta energía? ¿Acaso no ves que está muerta?

—Sí —contestó Ba-Chie—, pero no hay cosa que más me guste que golpear a las culebras sin vida.

De todas formas, dejó a un lado el arma y ayudó al Peregrino a arrastrar a la pitón, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del anciano Li y del resto de los habitantes del pueblo de Te-Le, quienes dijeron al monje Tang, preocupados, en cuanto hubo amanecido:

—Vuestros dos discípulos han pasado peleando toda la noche y aún no han vuelto. No queremos alarmaros, pero lo más seguro es que hayan perdido la vida en el intento.

—No lo creo —exclamó Tripitaka, convencido—. De todas formas, no estaría de más que saliéramos a echar un vistazo.

Al poco rato vieron al Peregrino y a Ba-Chie acercarse con una enorme serpiente pitón muerta. Al comprender lo ocurrido, todos los habitantes de la aldea, desde el más joven hasta el más viejo, lo mismo hombres que mujeres, se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la frente, gritando, entusiasmados:

—¡Así que éste es el espíritu que ha acabado con tantas vidas! Gracias a vuestro heroísmo, podremos vivir tranquilos de ahora en adelante. Tened la seguridad de que siempre os estaremos agradecidos.

Para demostrarlo, todas las familias se empeñaron en colmarlos de regalos y en ofrecerles un banquete tras otro. A pesar de sus deseos Por proseguir cuanto antes la marcha, los peregrinos hubieron de quedarse en aquel lugar casi una semana. Sólo a fuerza de suplicar a los ancianos del pueblo, consiguieron que los dejaran partir a los ocho días exactos de su llegada. Como habían acordado, no aceptaron ningún tipo de pago en metálico, limitándose a tomar unas cuantas frutas Y algo de comida seca para el viaje. Eso aumentó aún más su ascendencia sobre las gentes del lugar, que salieron a despedirlos con burros y mulas engalanados con estandartes y cintas de colores. Aunque en aquella región habitaban no más de quinientas familias, era tal el alboroto que montaron, que parecían más de setecientos. Pese a todo la marcha se realizó a un paso relativamente ligero y no tardaron en llegar al Desfiladero de la Pulpa de Morera, en el corazón mismo de la Montaña de los Siete Extremos. Al ver lo estrecho que se hacía el camino y lo irrespirable que se tornaba el aire a causa del hedor, Tripitaka exclamó, desalentado:

—¿Cómo vamos a pasar por ahí, Wu-Kung?

—Me temo que va a resultar bastante difícil —contestó el Peregrino, tapándose las narices con la mano.

Al oír la palabra «difícil», Tripitaka se abandonó al desánimo y las lágrimas comenzaron a fluir, abundantes, de sus ojos. El anciano Li y todos los demás se acercaron a él y trataron de calmarle, diciendo:

—No os preocupéis. Si hemos venido hasta aquí con vos, ha sido porque, en prueba de agradecimiento por lo que vuestros discípulos han hecho por nosotros, hemos decidido abrir un camino, para que podáis seguir adelante.

—Creo que estáis valorando demasiado vuestras fuerzas —comentó el Peregrino, sonriendo—. Vos mismo dijisteis que este desfiladero tiene una longitud de más de mil quinientos kilómetros. ¿Cómo vais a abrir un camino a lo largo de una distancia tan grande, si no sois trabajadores a las órdenes directas del Gran Yü[5]? No lo toméis a mal, pero creo que estamos mucho más capacitados que vosotros para pasar al maestro al otro lado.

—¿Qué es lo que piensas hacer, Wu-Kung? —preguntó Tripitaka, esperanzado.

—No cabe duda de que es dificilísimo atravesar esta cordillera en un abrir y cerrar de ojos —contestó el Peregrino, sonriendo—. Lo ideal sería construir otro camino, pero eso implica también una serie de grandes dificultades. La única solución, pues, es abrir un sendero a lo largo de todo el desfiladero, pero me temo que no tenemos a nadie que nos dé de comer.

—¿Cómo podéis decir semejante cosa? —replicó el anciano Li—. Estamos dispuestos a proporcionaros todo el alimento que preciséis. Deberíais saberlo.

—En ese caso —concluyó el Peregrino—, id a preparar dos arrobas de arroz blanco y unos cuantos bollos al vapor y dádselos a este hermano nuestro del morro alargado. Os aseguro que, en cuanto haya llenado la panza, abrirá con el hocico un camino lo suficientemente ancho para que pueda pasar el maestro a lomos de su caballo.

—No me parece justo —protestó Ba-Chie—. A todos os gusta estar siempre limpios. ¿Por qué tengo que exponerme yo a oler mal toda mi vida?

—Si consigues abrir un camino que me lleve a la otra parte de la montaña —se apresuró a decir Tripitaka—, ten la seguridad de que proclamaré a los cuatro vientos que el mérito de esta hazaña ha sido exclusivamente tuyo.

—¿Por qué os empeñáis en burlaros de mí? —exclamó Ba-Chie, sonriendo—. En medio de todo, soy capaz de metamorfosearme en treinta y seis cosas distintas. Eso sí, no me exijáis que me convierta en algo delicado, porque no puedo hacerlo. Ahora, si queréis que me transforme en un árbol, en una montaña, en un enorme canto rodado, en un montón de arena, en un elefante, en un jabalí, en un carabao, en un camello, puedo aseguraros que no existe nadie que lo haga mejor que yo. El único problema es que mi apetito crece en proporción con el tamaño de la metamorfosis que adopte. Además, antes de ponerme a trabajar, tengo que comer.

—¡No os preocupéis por eso! —gritaron las gente de la aldea—. Hemos traído grandes cantidades de comida. En un principio pensábamos dároslas, en cuanto hubierais atravesado la montaña, pero, si queréis, os las sacamos ahora, para que las veáis. No os preocupéis, si pensáis que son poco para vuestro estómago. En cuanto os hayáis metamorfoseado y hayáis dado comienzo a vuestro trabajo, enviaremos a alguien al pueblo a por algo más de arroz.

Ba-Chie no podía estar más satisfecho. Tras quitarse la túnica de color negro y dejar a un lado su temible rastrillo de nueve puntas, exclamó:

—¡Por lo que más queráis, no tratéis de engañarme! Mirad con atención y veréis cómo me transformo en algo realmente extraordinario.

No había acabado de decirlo, cuando hizo un gesto mágico con los dedos y al instante se convirtió en un cerdo de proporciones realmente enormes. El morro se le alargó de una forma increíble y todo el cuerpo se le cubrió de un vello duro y blanquecino. Daba la impresión de que toda su vida se hubiera alimentado de hierbas salvajes de la montaña. Sus redondos ojos negros poseían a la vez el resplandor de la luna y el sol.

Todo en él poseía una redondez desconcertante: su rostro parduzco, su papada, sus orejas, que recordaban las ramas de palma. Contrastaba su figura rechoncha con la fortaleza de sus huesos, pensados para durar tanto como el cielo, y la dureza de su piel, firme y resistente como el hierro. ¡Qué seguridad la de sus gruñidos, cuando hozaba entre la suciedad! Difícilmente podía pensarse en algo más estable que sus pezuñas, pues su cuerpo tenía más de treinta metros de alzada. Por algo la dureza de sus cerdas recordaba a espadas aceradas. Jamás se había visto en todo el mundo un cerdo como aquél, aunque los puercos son animales que se crían en todas partes. El monje Tang y todos los que le acompañaban se quedaron boquiabiertos ante la metamorfosis que acababan de contemplar. Pocas veces se había visto algo tan extraordinario. Hasta el mismo Peregrino se rindió, con un tributo de sorpresa, a la pureza de la magia desplegada por Ba-Chie.

Se rehizo, sin embargo, pronto de su asombro y ordenó a las gentes de la aldea que colocaran la comida en lugar bien visible, para que el Idiota pudiera dar buena cuenta de ella. En cuanto la vio, se la tragó de un par de bocados, sin importarle que estuviera cruda o cocida. ¡Lo importante era engullir lo que le echaran! Pero bastó para que recuperara las fuerzas. En cuanto hubo llegado a su estómago el último grano de arroz, clavó el hocico en el suelo y empezó a roturar el camino. El Peregrino se volvió, entonces, hacia el Bonzo Sha y le pidió que se quitara los zapatos, antes de cargar con el equipaje. Él mismo se desprendió de sus botas, después de aconsejar al maestro que se agarrara con fuerza a la silla de montar. Se volvió a continuación hacia la gente de la aldea y dijo:

—Si es verdad que estáis agradecidos por lo que hemos hecho por vosotros, id inmediatamente a preparar algo más de arroz.

Más de la mitad de los que habían salido a despedirlos lo hicieron a lomos de burros y mulas, por lo que no tuvieron ninguna dificultad en regresar a hacer lo que se les había ordenado. En realidad, el pueblo sólo distaba cincuenta kilómetros del comienzo del desfiladero. De todas formas, cuando volvieron a la montaña con el arroz y otras viandas, los peregrinos llevaban recorridos más de doscientos sesenta kilómetros. No queriendo quedar en mal lugar, espolearon a sus cabalgaduras y se pasaron toda la noche viajando por el desfiladero. Al amanecer, lograron darles alcance y gritaron, jadeando por el esfuerzo:

—¡Eh, los que vais en busca de escrituras! ¡Detened la marcha un momento! ¡Os traemos el arroz que os prometimos!

—¡Jamás había visto gente más cumplidora de su palabra que ésta! —exclamó el maestro, sorprendido, y pidió a Ba-Chie que se detuviera para poder reponer las fuerzas.

El Idiota había estado caminando un día y una noche y empezaba a sentir hambre. Levantó la vista y, al oler el arroz, comenzó a babear, como si fuera un lobo hambriento. Aunque esta vez la cantidad de arroz superaba las siete u ocho arrobas, las engulló como si se tratara de un par de granos. Después, volvió a clavar el hocico en la tierra y continuó roturando el camino con más ímpetu que al principio. Tras agradecer a la gente del pueblo todo lo que habían hecho, Tripitaka, el Peregrino y el Bonzo Sha se despidieron de ellos y prosiguieron su camino. Sobre ese instante disponemos de un poema que afirma:

Los habitantes del pueblo de Te-Le regresaron, satisfechos, a sus hogares, mientras Ba-Chie continuaba abriendo un camino a lo largo de toda la cordillera. Nada lograba detener al piadoso Tripitaka. Cuando los medios naturales se mostraban inefectivos, Wu-Kung recurría a la magia y los demonios huían, despavoridos. De esa forma, consiguió limpiarse el Desfiladero de la Pulpa de Morera y la Montaña de los Siete Extremos dejó de estar incomunicada. Una vez dominadas las seis clases de deseos, se alcanza el privilegio de poder inclinarse ante los tronos de loto.

Desconocemos, de momento, la distancia que aún les quedaba por recorrer o el tipo de monstruos a los que debían enfrentarse antes de llegar al final del viaje. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se dan en el capítulo siguiente.