CAPÍTULO XXVII
Tripitaka y sus discípulos hicieron todos los preparativos para reanudar la marcha a la mañana siguiente, pero Chen Yüan-Tse había cobrado gran afición al Peregrino y se negaba a dejarlos marchar. Tras sellar con él un pacto de hermandad le había cogido tal cariño que en seguida dio órdenes para que les festejaran sin parar durante cinco o seis días. Sin embargo, tanto el espíritu como el cuerpo de Tripitaka se habían fortalecido de una forma increíble después de probar el fruto del cinabrio reconvertido y se negó de plano a quedarse allí un solo día más. Estaba decidido a conseguir las escrituras al precio que fuera y partieron en cuanto hubo amanecido. A las pocas horas de camino se toparon con una montaña muy alta y Tripitaka dijo a sus discípulos:
—Me da la impresión de que esa cordillera que tenemos delante es demasiado alta y escarpada para mi caballo. Sugiero, por tanto, que caminemos despacio y con mucho cuidado.
—No debéis temer nada, maestro —contestó el Peregrino—. Sabéis vencer cualquier tipo de dificultades. Prueba de ello es que hemos llegado hasta aquí. ¿No os parece?
Como muestra de su indiscutible competencia, se encargó personalmente de abrir la marcha, pasándose la barra por encima de los hombros y abriendo un difícil sendero a lo largo de las empinadísimas pendientes. Los picos desfiladeros se sucedían sin cesar uno tras otro. Se presentía la presencia de impracticables torrentes en el seno de profundísimas simas, por las que se desplazaban, agazapadas, manadas enteras de tigres y lobos. A lo lejos se veían grandes rebaño de ciervos y gamos, mientras incontables familias de jabalíes llenaba el aire de chillidos y carreras alocadas. Aquella montaña estaba literalmente plagada de zorros y liebres. Pero no todos los animales que la poblaban eran tan benignos, porque entre sus frondas se escondía la enorme pitón de más de mil pies de largo y la terrible serpiente que alcanzaba los diez mil pies de longitud. Las dos expelían por las narices una especie de vapor envenenado que sembraba el aire de muerte y destrucción. Los caminos estaban festoneados de cardos y espinos, aunque en los picos más altos crecían, esplendorosos, los cedros y los pinos. Adondequiera que se dirigiera la vista podían verse enredaderas silvestres, cuya fragancia ascendía, libre, hacia los cielos, haciendo olvidar el venenoso y fétido aliento de las sierpes. Ante los viajeros se levantaban miles de cumbres cubiertas de nieve, que brillaban, como si fueran de plata, bajo la tenue caricia de los rayos del sol. En sus desfiladeros y gargantas se escondía el soplo divino del que todo había surgido.
Sobrecogido, Tripitaka detuvo el caballo y se puso a temblar de miedo. Su temor contrastaba abiertamente con la seguridad del Gran Sabio, siempre pronto a hacer ostentación de sus muchos poderes. Sosteniendo con firmeza la barra de hierro, dejó escapar un grito tan salvaje que los lobos y serpientes corrieron a refugiarse en sus madrigueras, mientras los tigres y leopardos huían despavoridos, como si fueran doncellas. De esta forma, pudieron ascender por la montaña sin que ninguna bestia los molestara. Cuando llegaron, por fin, a la cima, Tripitaka dijo a Wu-Kung:
—Llevamos viajando todo el día y están empezando a flaquearme las fuerzas. ¿Por qué no vas por ahí a mendigar algo de comida vegetariana para mí?
—¡Cuidado que sois comodón! —replicó el Peregrino, tratando de calmarle con una sonrisa—. Estamos en un lugar totalmente salvaje y no se ve ningún lugar habitado. ¿Dónde queréis que vaya a por la comida? No podría conseguirla ni aunque dispusiéramos de todo el dinero del mundo.
—¡Maldito mono! —exclamó Tripitaka, visiblemente enfada con su discípulo—. ¿Tan pronto has olvidado la clase de vida que llevabas en la Montaña de las Dos Fronteras? Tathagata había colocado encima de ti una cordillera entera y no podías mover un solo músculo, a excepción de la boca. Me debes la vida. Recuérdalo siempre. Pero, si eso no te parece suficiente, ten presente que accediste a convertirte en discípulo mío tras mi imposición de manos y tu aceptación de todos los mandamientos. ¿Por qué te niegas, una y otra vez, a practicar la humildad? ¿Es que no puedes mostrarte un poco más diligente?
—Que yo sepa —se defendió el Peregrino—, jamás he rehuido el menor esfuerzo. ¿De dónde sacáis que soy un esclavo de la pereza?
—¿No es suficiente prueba la contestación que acabas de darme? —replicó Tripitaka—. ¿Por qué te obstinas en no ir a mendigar un poco de comida vegetariana para mí? ¿Cómo voy a poder continuar el viaje, si tengo el estómago totalmente vacío? Debilitado por el hambre y estos pestilentes vapores que manan por doquier, no tardaré en caer enfermo y jamás lograré alcanzar el Monasterio del Trueno. ¿Quién será el culpable de tan estrepitoso fracaso? ¡Di! ¿Quién?
—Está bien, está bien —contestó el Peregrino—. Os entiendo perfectamente. Poseéis un natural arrogante y orgulloso, que os hace enfurecer por cualquier trivialidad. Lo malo es que siempre echáis mano de vuestro conjuro para mortificarme a tiempo y a destiempo. Pero, en fin, no se hable más. Bajad del caballo y descansad un rato, mientras yo voy a ver si encuentro a alguien al que pedir un poco de comida.
No había acabado de decirlo, cuando dio un salto y se elevó por encima de las nubes. Usando las manos a manera de visera, miró a su alrededor, pero no pudo ver ningún pueblo. El camino que conducía hacia el Oeste estaba totalmente deshabitado. Los bosques y arbustos se contaban a millares, pero no había la menor señal de asentamiento humano. El Peregrino, no obstante, no se desanimó y continuó atisbando la distancia durante un buen rato. Por fin descubrió hacia el sur una montaña muy alta, en cuya ladera oriental le pareció ver unos cuantos puntitos de color rojo. A toda prisa descendió de las nubes e informó a su maestro, diciendo:
—Creo que he descubierto algo de comer.
El maestro le preguntó de qué se trataba y él añadió:
—Por estos lugares no hay ni una sola cabaña en la que podamos mendigar un poco de arroz. Sin embargo, en una montaña al sur de aquí he descubierto unos cuantos puntos rojos, que, o mucho me equivoco, o son melocotones silvestres totalmente maduros. Si me permitís llegar hasta ese lugar, os traeré unos cuantos para que saciéis vuestro apetito.
—¿Cómo voy a negarme a dejarte partir? —exclamó Tripitaka, satisfecho—. Para quien ha renunciado a la familia los melocotones son una auténtica bendición.
El Peregrino cogió la escudilla de mendigar y montó en una nube sagrada. Le imprimió tal velocidad que fue dejando tras sí una estela de vapor blancuzco y frío, mientras se dirigía directamente hacia la montaña del sur en busca de los melocotones.
Sin embargo, como muy bien afirma el proverbio, «no hay cumbre sin monstruo ni cima en la que no habite un demonio». La que había escogido Tripitaka para descansar no era excepción a esa norma. Se trataba de un espíritu femenino, al que molestó seriamente la repentina partida del Gran Sabio. A lomos de un siniestro viento oscuro se asomó por encima de las nubes y, al ver al monje Tang sentado en el suelo, exclamó, incapaz de refrenar su alegría:
—¡Qué suerte la mía! Durante años enteros mis parientes no han hecho más que hablar del viaje del monje Tang, una locura que le habría de llevar desde las Tierras del Este al Paraíso Occidental, donde piensa aprender la doctrina del Gran Medio. Lo asombroso, sin embargo, es que ese monje es, en realidad, la reencarnación de la Cigarra de Oro. Su cuerpo se ha purificado, pues, de tal manera durante sus diez últimas transmigraciones que quien coma un trozo de su carne no sabrá lo que es la corrupción. ¡Es una suerte que haya venido a parar precisamente a mis dominios!
Cuando se disponía a saltar sobre Tripitaka, vio a dos guerreros a su lado y desistió de hacerlo por el momento. Los aguerridos protectores del monje no eran otros que Ba-Chie y el Bonzo Sha. Por muy inútiles y egoístas que pudieran parecer, ambos habían ocupado grandes puestos militares y su autoridad no había sufrido una merma irreparable. ¿Qué otra cosa podía esperarse de quienes en su día habían ostentado los títulos de Mariscal de los Juncales Celestes y Gran Capitán de la Cortina Imperial? El monstruo estaba enterado de su pasado y no se atrevió a acercarse a ellos. Poco a poco, sin embargo, fue sacando fuerzas de flaqueza y se dijo finalmente:
—Voy a reírme un poco de ellos a ver lo que pasa.
Se bajó a toda prisa del viento oscuro en el que cabalgaba y con una leve sacudida del cuerpo, se convirtió en una doncella con el rostro tan delicado como la luna y tan hermoso como las flores. Su belleza era tal que no podía ser descrita acertadamente con palabras. Poseía unos ojos cargados de pasión, unas cejas de elegante trazo, unos dientes llamativamente blancos y unos labios tan rojos como una cereza. En la mano izquierda llevaba un cántaro de arenisca azul, y en la derecha un jarrón de porcelana verde. Caminando lentamente en dirección oeste-este, se dirigió hacia donde estaba el monje Tang, que al punto se sintió atraído por ella. Era difícil resistirse a la delicadeza de sus manos, que se movían rítmicamente mientras andaba, y a la gracia de sus diminutos pies, entrevistos apenas entre los pliegues de su falda de seda de Hunan. El sudor que perlaba su rostro la hacía parecer una flor cubierta de rocío, mientras las motas de polvo que se habían fijado en sus cejas recordaban, de alguna manera, los retazos de niebla que aprisionan los sauces. Tripitaka no podía apartar de ella los ojos. Sentía que venía directa hacia él y el corazón empezó a latirle con fuerza. Por fin logró reponerse y, dirigiéndose a Ba-Chie y al Bonzo Sha, exclamó:
—¿Por qué diría Wu-Kung que ésta es una región totalmente despoblada? ¿No es un ser humano ése de ahí?
—Así es —contestó Ba-Chie—. Quedaos con el Bonzo Sha, mientras voy a echar un vistazo.
El Idiota dejó a un lado el tridente, se arregló las ropas lo mejor que pudo y, adoptando una actitud educada, corrió hacia la mujer. Con razón afirma el proverbio que «desde lejos no puede apreciarse la verdad y sólo se ve con claridad lo que se mira de cerca». La belleza de la muchacha era, en verdad, cautivadora: poseía una piel tan blanca como el hielo, bajo la que se adivinaban unos huesos tan consistentes como el jade. La misma blancura de su cuello presagiaba unos senos firmes y bien formados. Sus cejas recordaban de alguna manera a sauces eternamente verdes y sus almendrados ojos brillaban como si fueran estrellas de plata. Toda su figura emitía una coquetería propia de seres celestes, aunque nadie se atrevería a poner en duda la pureza de sus intenciones. Su cuerpo era como el de una golondrina que hubiera anidado en un sauce. No en balde su voz traía a la mente el delicado canto de una oropéndola resonando en la espesura del bosque. Su porte, al andar, era el de una peonía recién abierta, que mostraba, tentadora, todo su encanto. Cuando el Idiota vio lo hermosa que era no pudo evitar exclamar, azorado:
—¿Se puede saber adónde vais tan sola, señora? ¿Qué es eso que lleváis en las manos?
El disfraz de la bestia era tan perfecto que Ba-Chie no sospechó lo más mínimo de su naturaleza demoníaca. Eso la animó a decir a toda prisa con manifiesta coquetería:
—En el jarro azul llevo tortas de vino hechas con arroz aromatizado, y en el verde un poco de gluten de trigo frito. Hace tiempo prometí alimentar a todos los monjes con los que me topara y desde entonces no he hecho otra cosa que recorrer estos parajes, buscando la manera de cumplir lo mejor posible mi promesa.
Ba-Chie se sintió profundamente halagado al oír eso. Se dio la vuelta a toda prisa y corrió hacia donde estaba Tripitaka, sin dejar de gritar como un cerdo atormentado por los parásitos:
—«Al hombre de bien nunca le falta la ayuda del Cielo». Puesto que el hambre os corroía las entrañas, mandasteis a nuestro hermano mayor a mendigar un poco de comida vegetariana. Lo malo es que no sabemos adónde ha ido ni el tiempo que tardará en regresar con los melocotones. Eso sin contar con que esas frutas son un tanto indigestas y le llenan a uno el estómago de gases. Pero, mira tú por dónde, nuestra suerte no ha cambiado lo más mínimo, porque ahí viene una beldad dispuesta a alimentarnos por el mero hecho de ser monjes.
—¡No bromees con el estómago, por favor! —le urgió, incrédulo, el monje Tang—. Llevamos recorriendo el mundo yo que sé la de tiempo y todavía no hemos encontrado a una persona como la que dices. Dudo que haya alguien que pase el tiempo dando de comer a los monjes.
—No es tan raro como pensáis —afirmó Ba-Chie con decisión—. Ahí tenéis a una dama que se dedica precisamente a eso.
Al verla a su lado, Tripitaka dio un salto y, doblando las manos a la altura del pecho, preguntó, muy nervioso:
—¿De dónde sois y a qué familia pertenecéis? ¿Por qué hicisteis ese extraño voto de alimentar a todos los monjes con los que os toparais?
A pesar de ser un auténtico demonio, Tripitaka tampoco la reconoció. El monstruo jamás había pensado llegar tan lejos, así que hubo de inventarse sobre la marcha un pasado apropiado para satisfacer la curiosidad del monje Tang.
—Esta montaña —empezó diciendo, tratando de engañar a su interlocutor— es conocida por el nombre del Tigre Blanco, debido a la enorme cantidad de serpientes y bestias que moran en ella. Mi hogar está hacia el oeste de aquí. Mis padres son personas muy piadosas, que se pasan el día recitando sutras y haciendo obras de caridad. De ellos precisamente he adquirido la costumbre de dar de comer a todos los monjes que se aventuran a cruzar estos parajes. Hasta muchos años después de casados no tuvieron ningún hijo y, si no llega a ser por intervención de los dioses, tampoco yo hubiera nacido. Les hubiera gustado casarme con algún joven de familia noble, pero, dada su avanzada edad, lo pensaron mejor y decidieron adoptar a un yerno. Así no les faltaría de nada ni en esta vida ni después de la muerte.
—Perdonadme —replicó Tripitaka—, pero encuentro algo extraña vuestra manera de explicar las cosas. Como afirman los escritos del sabio «mientras viven nuestros padres, no tenemos necesidad de viajar muy lejos y, si lo hacemos, es para visitar lugares que conocemos bien»[1]. Vos misma acabáis de decir que vuestros progenitores aún no han muerto y que han adoptado a un yerno para que cuide de ellos. ¿No sería más lógico que vuestro marido fuera el encargado de cumplir vuestra promesa? No está bien que una mujer como vos recorra sola las montañas sin ningún criado ni nadie que os acompañe.
Disculpad mi sinceridad, pero me parece demasiado peligroso para una dama.
—Mi marido —explicó entonces la mujer, sonriendo, comprensiva— se encuentra al norte de esta montaña arando los campos con unos cuantos criados. Precisamente iba a llevarles la comida, cuando me he encontrado con vosotros. No disponemos de muchos sirvientes y, como mis padres son ya muy viejos, me he ofrecido a llevarles estas tortas para que coman. Sin embargo, al veros de lejos, he sentido la urgencia de seguir el ejemplo de mis progenitores y he corrido a invitaros a participar de mis humildes viandas. Espero que no las consideréis indignas de vuestro paladar y las aceptéis como muestra de reconocimiento y respeto.
—Os lo agradezco de todo corazón —contestó Tripitaka—, pero uno de mis discípulos ha ido a recoger fruta y no tardará mucho en volver. Además, no está bien que comamos nosotros lo que habéis preparado para vuestro marido. Lo más seguro es que os riñera al enterarse de lo ocurrido, y, francamente, no queremos cargar con esa responsabilidad.
Al ver que el monje Tang se negaba a aceptar la comida, el monstruo acentuó la seductora dulzura de su sonrisa y exclamó, divertida:
—¿Cómo podéis ser tan considerado? Mi marido es tan caritativo como mis padres y jamás ha sentido celos. No os digo más que se pasa la vida construyendo puentes y reparando caminos para facilitar sus desplazamientos a los pobres y a los ancianos. Si llega a enterarse de que os he entregado toda la comida que traía, en vez de enfadarse, me colmaría de más cariño del que habitualmente me muestra. Así que, ya veis, lejos de crearme un problema, me haríais un gran favor. Os lo aseguro.
Pero Tripitaka no dio su brazo a torcer. Ba-Chie, por el contrario mostró muy enfadado y no dejaba de lamentarse, diciendo:
—¡Con la cantidad de monjes virtuosos que hay en el mundo y he tenido que venir a dar con el más puntilloso de todos! Nos sirven el arroz en una bandeja y el muy cretino se niega a aceptarlo, alegando que un vulgar mono ha ido en busca de unos melocotones que, a buen seguro, estarán todavía más verdes que una corteza de árbol.
Sin pedir permiso a nadie, el Idiota se acercó al jarro de las viandas y se dispuso a dar buena cuenta de ellas, moviendo, goloso, el morro. Fue una suerte que en aquel mismo momento regresara por los aires el Peregrino, cargado con los melocotones que había cogido en las cumbres del sur. Cuando se halló encima de sus hermanos, abrió cuanto pudo sus ojos de fuego y sus pupilas de diamante y descubrió con asombro que la mujer con la que estaba hablando su maestro era, en realidad, un monstruo. A toda prisa sacó la barra de hierro. Pero, cuando se disponía a descargarla sobre la cabeza de la bestia, Tripitaka le agarró de las mangas y exclamó, furioso:
—¿Te has vuelto loco, Wu-Kung? ¿Por qué quieres descargar tu furia sobre quien no debes?
—La muchacha que tenéis ante vos —contestó el Peregrino— no es tal, sino un monstruo que se ha acercado hasta aquí con la única intención de engañaros.
—Me extraña que hables así de ella —replicó Tripitaka—. Normalmente eres bastante comedido en tus apreciaciones. ¿Cómo es que hoy te ha dado por decir esas tonterías? Esta dama ha tenido la delicadeza de venir a invitarme a comer. ¿De dónde sacas que es un monstruo sin entrañas?
—¿Qué sabéis vos de esas cosas? —exclamó el Peregrino, soltando la carcajada—. Yo hacía lo mismo en la Caverna de la Cortina de Agua, cuando quería probar carne humana. Me convertía en una moneda de oro, o en un saco de plata, o en un edificio abandonado, o en un borracho gracioso, o en una mujer hermosa, o en… ¿qué se yo? De esa forma lograba atraer a mi caverna a los incautos y después los hervía o los cocía al vapor. Si no lograba comerlos de una sola sentada, dejaba secar las sobras al sol y las guardaba para otra ocasión. Os aseguro que, si hubiera tardado un poco más en volver, habríais caído en sus redes para siempre.
Pero todos sus esfuerzos se vieron condenados al fracaso. El monje Tang se negó a creer en lo que decía, repitiendo una y otra vez que aquella mujer era una persona muy piadosa y digna de toda confianza.
—Conozco bien lo que está pasando —insistió el Peregrino—. Es natural que os sintáis ofuscado por la belleza de esta joven. Si queréis gozar de ella, no tenéis nada más que decirlo. Ba-Chie se encargará de buscar la madera, el Bonzo Sha recogerá la hierba que pueda y yo os construiré aquí mismo una cabaña, en la que podréis consumar vuestros deseos. Eso marcará el fin de nuestra colaboración y cada cual podrá marcharse adónde buenamente le venga en gana. ¿No opináis que es lo más acertado? ¿Para qué molestarnos en proseguir un viaje tan largo en busca de escrituras o de lo que sea?
El monje Tang era una persona muy tímida y, al oír esas palabras, sintió tal vergüenza que la cabeza[2] se le puso totalmente roja. Eso no amainó, no obstante, la furia del Peregrino, quien, echando mano de su barra, descargó sobre el monstruo un golpe terrible. La bestia sabía unos cuantos trucos y, al ver acercarse el arma de Wu-Kung, decidió valerse del conocido como «la liberación del cadáver». Abandonando el cuerpo que había tomado prestado, se elevó por los aires sin preocuparse más de él. Al punto cayó muerto al suelo, abatido por el certero golpe del Peregrino. Horrorizado, Tripitaka exclamó sin atreverse a creer lo que acababa de ver:
—¡No hay nadie más salvaje en todo el mundo que este mono! A pesar de repetírselo yo que sé la de veces, la vida humana le trae absolutamente sin cuidado.
—Calmaos y no seáis tan duro conmigo —le suplicó el Peregrino—. Ahora acercaos y ved lo que hay en estos jarros.
El Bonzo Sha agarró de la mano a Tripitaka y le condujo adónde estaban los dos recipientes. Las tortas de vino se habían esfumado como por encanto y de su fragancia no quedaba absolutamente nada. Todo lo que podía verse era un puñado de gusanos muy largos y repugnantes. El gluten de trigo frito, por otra parte, se había convertido en unas cuantas tortugas y en varias parejas de ranas, que no dejaban de saltar como locas. Eso convenció al monje Tang de que debía de ser verdad al menos el treinta por ciento de lo que acababa de decir Peregrino. Ba-Chie, sin embargo, no logró dominar del todo el resentimiento que le consumía y añadió más leña al fuego, gritando:
—No creáis ninguna de sus patrañas, maestro. Esta mujer no es más que una campesina que vivía por aquí cerca. Se encontró con nosotros por pura casualidad, ya que, como ella misma afirmó, se dirigía hacia la otra parte de la montaña a dar de comer a los jornaleros de su marido. ¿Cómo va a ser un monstruo alguien tan caritativo y bien dispuesto como ella? Vos sabéis que nuestro hermano mayor es muy aficionado a usar su barra de hierro. Así que, en cuando regresó, se inventó esa absurda historia y la dejó caer con fuerza sobre la cabeza de esta infortunada. No digo que su intención fuera matarla, sino que no calculó bien las fuerzas y terminó, sin querer, con ella. Después, temiendo que fuerais a recitar ese conjuro que le produce tantos dolores, decidió valerse de la magia para haceros creer lo que no es. Para él todo está bien, incluso burlarse de vos, con tal de salvarse de ese tormento.
Las palabras de Ba-Chie produjeron en Tripitaka el efecto deseado. Furioso con el más fiel de sus discípulos, hizo el gesto mágico con una mano y comenzó a recitar el conjuro en voz alta. El dolor se cebó al punto en el Peregrino, que no paraba de gritar:
—¡Mi cabeza! ¡Me va a explotar! ¡Parad, os lo suplico! Si tenéis algo que decirme, hacedlo y asunto concluido. ¿A qué viene atormentarme de esta forma?
—¿Qué quieres que te diga? —replicó el monje Tang—. Los que hemos renunciado a la familia debemos ser amables con la gente en todo momento y no abrigar pensamientos de destrucción y muerte. «Cuando barremos el suelo, debemos apartar las hormigas a un lado y poner pantallas a las lámparas para que las polillas no sufran daño alguno». Pero tú… ¡tú te complaces cada vez más en la práctica de la violencia! ¿De qué te vale ir en busca de las escrituras, si a cada paso que das siegas una vida? Con una actitud así es mejor no sacrificarse. Por mí, puedes regresar.
—¿Adónde queréis que regrese? —preguntó el Peregrino, sorprendido.
—Adónde te dé la gana —contestó el monje Tang—. No quiero que me sigas como discípulo.
—Si os abandono —replicó el Peregrino—, me temo que jamás llegaréis al Paraíso Occidental.
—Mi vida está en manos del Cielo —contestó el monje Tang—. Si está determinado que he de acabar mis días en el estómago de algún monstruo, no seré yo quien mueva un solo dedo para impedirlo, ni aun a sabiendas de acabar cocido o estofado. Además, ¿quién eres tú para librarme de todos los peligros que me acechan? ¿Acaso puedes hacer frente a mi propia muerte? ¡Márchate inmediatamente de mi lado!
—Si ése es vuestro deseo, así lo haré —concluyó el Peregrino—. Sin embargo, aún no os he pagado adecuadamente cuanto habéis hecho por mí.
—¿Se puede saber de qué estás hablando? —le increpó el monje Tang.
El Gran Sabio cayó al punto de hinojos y, sin dejar de golpear el suelo con la frente, respondió:
—Después de sumir el Palacio Celeste en una confusión terrible, hice acreedor a un tremendo castigo que Buda se encargó de ejecutar, encerrándome, como sabéis, bajo la mole enorme de la Montaña de las Dos Fronteras. Por haberme librado de su peso y haberme concedido los mandamientos, mi agradecimiento hacia vos y hacia la Bodhisattva Kwang-Ing es, en verdad, inexpresable. Si no me permitís acompañaros hasta el Paraíso Occidental, no podré devolveros el bien que por mí habéis hecho y, así, mi nombre será maldito para siempre. ¿Cómo va a ser considerado honrado quien no corresponde a la amabilidad que recibe de los demás?
El monje Tang poseía un corazón muy tierno y pronto a la compasión. Al ver al Peregrino expresarse con tanta sinceridad y tanto arrepentimiento, se sintió profundamente conmovido y cambió al punto de parecer, diciendo:
—Está bien. Por esta vez te perdono. Pero recuerda que, si vuelves a hacer uso de la violencia, recitaré el conjuro que tú bien conoces por lo menos veinte veces seguidas.
—Por mí, podéis hacerlo hasta treinta —contestó el Peregrino, alborozado—. Todo me parece poco con tal de permanecer a vuestro lado. Os juro que no volverá a ocurrir de nuevo.
Se levantó en seguida del suelo y ayudó al monje Tang a montar en el caballo, al tiempo que le ofrecía los melocotones que había cogido. Tripitaka comió unos cuantos y, de esta forma, calmó momentáneamente el hambre que le atormentaba.
El monstruo se había elevado mientras tanto hacia lo alto, logrando salvar así la vida. El golpe del Peregrino no le hizo el menor daño, porque, como queda dicho, se valió de la magia y su espíritu se remontó a tiempo por los aires. Tomó asiento en lo alto de las nubes y, rechinándole los dientes de rabia, se dijo, llena de odio hacia el Peregrino:
—Llevo años oyendo hablar a la gente de los muchos poderes de que goza ese mono. Hoy he descubierto, muy a mi pesar, que su fama estaba bien fundada. Fue una pena, porque el monje Tang había picado ya el anzuelo y la boca se le hacía agua, pensado en mis viandas Si se hubiera agachado un poco para olerlas, le habría agarrado y nadie podría haberle librado de mis garras. Lo que menos sospechaba es que fuera a aparecer de pronto ese mono entrometido, dando al traste con todos mis planes. Lo peor, sin embargo, ha sido que casi me destroza con su barra. De todas formas, no estoy dispuesta a dejar marchar a ese monje así como así. Sería la primera vez que no terminara una empresa. Tengo que bajar de nuevo y reírme de él todo lo que pueda.
No había acabado de decirlo, cuando saltó de la oscura nube en la que estaba sentada. Fue a parar a un recodo de piedras que había un poco más adelante y, sacudiendo el cuerpo ligeramente, se convirtió en una mujer de ochenta años. En la mano llevaba un bastón de bambú con la empuñadura llamativamente curva. Andando con no poca dificultad, se dirigió hacia los caminantes, sin dejar de llorar a voz en grito. Al verla, Ba-Chie exclamó, sobresaltado:
—¿Qué vamos a hacer, maestro? Esa mujer viene buscando a quien vos y yo sabemos.
—¿De quién estás hablando? —preguntó el monje Tang, sorprendido.
—De la muchacha que acaba de matar nuestro hermano. No me cabe la menor duda de que esa anciana es su madre, que ha salido en su busca, al ver lo mucho que tardaba.
—Deja de decir tonterías, por favor —le pidió el Peregrino—. La joven de la que hablas apenas había cumplido los dieciocho años y esta mujer tiene más de ochenta. ¿Cómo iba a poder dar a luz a los sesenta y tantos? Os aseguro que, o mucho me equivoco, o estamos ante un nueva celada. Voy a echar un vistazo.
De dos zancadas se llegó hasta donde se encontraba el monstruo, que acababa de convertirse en una anciana. Su transformación no podía ser más perfecta. El pelo que asomaba por sus sienes era tan blanco como la nieve, y su deambular, lento e inseguro. Todo su cuerpo poseía una fragilidad que cuadraba perfectamente con la inseguridad de sus pasos. Su rostro, marchito como una hoja seca, poseía la rugosidad de las rocas, sensación que acentuaban sus protuberantes mejillas y sus labios caídos. En ella se apreciaban claramente las grandes diferencias que distinguen la juventud de la vejez. El rostro es, en verdad, como una hoja de loto: lozana y fresca cuando se nace, y rugosa y seca cuando se está a punto de morir.
Sin embargo, tampoco esta vez logró el monstruo burlar al Peregrino. Reconociéndola al instante, levantó la barra y la dejó caer con fuerza sobre su cabeza. Pero la bestia se valió nuevamente de la magia y, lanzando su espíritu hacia lo alto, permitió que el hierro destrozara su disfraz. El cuerpo de la anciana quedó, pues, tumbado junto al camino, inerte del todo. Al ver lo ocurrido, el monje Tang sintió que le abandonaban las fuerzas y cayó del caballo, como si fuera un muñeco. Estaba tan afectado que, sin moverse siquiera del suelo, recitó el conjuro veinte veces seguidas. El Peregrino experimentó tal dolor que tenía la sensación de que la cabeza se le había convertido en una calabaza con la forma de un reloj de arena. Era tan insoportable que se tiró al suelo y empezó a dar vueltas como un loco, mientras suplicaba a su maestro:
—¡Por lo que más queráis, dejad de recitar ese conjuro! Si deseáis decirme algo, hacedlo sin echar mano de la tortura.
—¿Qué necesidad hay de hablar? —exclamó el monje Tang—. Para evitar caer en los tormentos del infierno, los que han renunciado a la familia siguen sin cesar el sendero de la virtud. Yo he tratado una y otra vez de hacerte ver la conveniencia de obrar rectamente en todo momento, pero tú has hecho oídos sordos a mis palabras. ¿Por qué te empeñas en obrar siempre con violencia? ¿Qué explicación puedes darme por haber acabado, sin ton ni son, con otra vida humana?
—Se trataba de un monstruo —explicó, desesperado, el Peregrino.
—Creo que has perdido el juicio —replicó el monje Tang—. ¿Tan obsesionado estás con los monstruos que los ves donde uno menos se lo espera? La verdad es que tienes una innata propensión a obrar el mal y careces totalmente de voluntad para entregarte a la práctica del bien. Lo mejor que puedes hacer es marcharte a otra parte. Con verte me dan ganas de vomitar.
—¿En tan poco aprecio me tenéis? —se quejó el Peregrino amargura—. Está bien, me iré. Pero antes quiero dejar bien claro cierto asunto.
—¿De qué se trata? —inquirió el monje Tang.
—¿De qué va a ser? —replicó en seguida Ba-Chie—. Éste quiere que repartáis con él el equipaje. Lleva mucho tiempo a vuestro lado para marcharse ahora con las manos vacías y la bolsa a medio llenar Si queréis libraros de él, tendréis que regalarle una de vuestras túnicas viejas y ofrecerle la mitad de todo el dinero que llevéis.
Al oír eso, el Peregrino perdió los estribos y, saltando como si hubiera perdido el juicio, se encaró con Ba-Chie, gritando:
—¡Eres un estúpido que no sabe decir más que tonterías! Tras aceptar de buen grado el principio de la pobreza absoluta, jamás he dado muestras de envidia o avaricia. ¿Cómo te atreves a afirmar que lo único que ando buscando es llevarme la mitad del equipaje de nuestro maestro?
—¿Por qué no te marchas de una vez, si es verdad eso de que jamás te has rendido a la avaricia y a la envidia?
—Se ve que no me conocéis bien —contestó el Peregrino—. Hace más de quinientos años, cuando morada en la Caverna de la Cortina de Agua, en el corazón mismo de la Montaña de las Flores y Frutos, me rendían pleitesía todos los demonios de las setenta y dos cuevas y obedecían mis órdenes sin rechistar no menos de cuarenta y siete mil diablillos. Era considerado como un héroe y no me faltaba absolutamente de nada. Sobre mi cabeza lucía una corona de oro rojizo, vestía una túnica roja y gualda que ajustaba a la cintura con un valiosísimo cinturón de jade, calzaba unas sandalias capaces de hollar las nubes y sostenía en mis manos, a manera de cetro, la complaciente barra de los extremos de oro. Pese a todo, cuando comprendí que sólo el nirvana podía librarme de mis pecados y decidí hacer voto de absoluta pobreza, renuncié de buena gana a mi vida pasada de lujos y desenfreno. ¿Qué he obtenido a cambio de mi fidelidad? Sólo esta tira de hierro que se me clava sin piedad en la cabeza cada vez que vos recitáis ese conjuro. Si, en verdad, estáis decidido a apartarme de vuestro lado, arrancádmela de una vez, para que pueda volver con la frente muy alta junto a los que me consideran como un héroe y no un siervo. No podéis negarme ese favor. Es lo menos que podéis hacer por mí por todos los años que os he servido con absoluta fidelidad.
Profundamente conmovido, el monje Tang respondió:
—Lo siento mucho, Wu-Kung, pero no sé cómo arrancarte esa tira de la cabeza. La Bodhisattva no me lo enseñó.
—En ese caso —concluyó el Peregrino—, no os queda más remedio que llevarme con vos.
—Levántate, anda —dijo entonces el monje Tang, comprendiendo que no le quedaba otro remedio que volver a aceptarle en su compañía—. Te perdono otra vez, pero con la condición de que no vuelvas a nunca más uso de la violencia.
—Renuncio a ella de ahora en adelante —prometió el Peregrino y, poniéndose de pie, volvió a ayudar al maestro a montar en el caballo.
El monstruo, mientras tanto, feliz de no haber sido alcanzado tampoco esta vez por el arma del Peregrino, se sentó en una nube y se aliviada, al tiempo que se limpiaba el sudor de la frente:
—¡Qué mono más extraordinario! ¡Qué maravillosa percepción la suya! Hasta vestida de vieja fue capaz de reconocerme. Lo malo es que tanto él como sus hermanos están avanzando con más rapidez de lo que en un principio había pensado. Otras cuarenta millas más y habrán abandonado para siempre mis dominios. Si caen en poder de los diablillos y demonios de otra región, se burlarán de mí hasta que las costillas les duelan de tanto reírse y yo veré menoscabada mi fama. Lo mejor es que vuelva a bajar y me burle otro poco de ellos.
De nuevo saltó del viento negro en el que cabalgaba y fue a caer en un abrigo de la montaña. Sacudió ligeramente el cuerpo y al instante se transformó en un anciano con el pelo más blanco que el de Peng-Tse[3] y una barba tan poblada que recordaba los carámbanos de la Estrella de la Edad. En las orejas lucía un pendiente de jade, cuyo brillo parecía rivalizar con el de sus ojos, puro y penetrante como el de una estrella de oro. Vestía una ligera túnica de plumas de garza que le llegaba hasta los pies y en las manos sostenía un rosario del que se valía para recitar un sutra budista. Al verle, el Tang se mostró muy complacido y exclamó, gratamente impresionado:
—Se nota que el Oeste es una región verdaderamente santa. Mirad a ese anciano. Apenas tiene fuerzas para caminar y, sin embargo, aún le quedan arrestos para recitar sutras.
—Dejad vuestro entusiasmo para otro momento —le aconsejó Ba-Chie—. Ese hombre viene a pedirnos cuentas.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el monje Tang.
—Que se ha enterado de que hemos matado a su mujer y a su hija y ha decidido vengar su muerte —contestó Ba-Chie—. No tenemos escapatoria. Somos culpables de esos crímenes. Vos, por tanto, seréis condenado a muerte, el Bonzo Sha tendrá que hacer trabajos forzados durante el resto de sus días y yo me veré obligado a servir en el ejército hasta el final de mi vida. A nuestro hermano mayor, por supuesto no le ocurrirá nada, ya que echará mano de la magia y desaparecerá de aquí como la neblina barrida por el sol.
—¡Cuidado que eres idiota! —le regañó el Peregrino—. ¿A qué viene alarmar inútilmente a nuestro maestro? Ni siquiera sabemos quién es ese anciano. Si no os importa, voy a echar un vistazo.
Dejó a un lado la barra de hierro y, acercándose al demonio, le preguntó:
—¿Se puede saber adónde vais y por qué recitáis un sutra mientras camináis?
El monstruo pensó que esta vez se había salido con la suya y que, a pesar de todo, el Gran Sabio no era tan difícil de engañar como en un principio había creído.
—Yo, señor —respondió el falso anciano—, he vivido en este lugar toda mi vida. Desde joven me he dedicado a la práctica del bien, dando de comer a los Peregrinos, empapándome del contenido de las escrituras sagradas y recitando sin cesar sutras. Como el cielo se negó a darme un hijo varón, hube de adoptar a un yerno, al que desposé con la única hija que mi esposa trajo a este mundo. Precisamente salió de casa esta mañana muy temprano con un poco de comida y, como aún no ha regresado, temo que pueda haber sido pasto de tigres y otras alimañas por el estilo. Lo malo es que no es ella sólo la que falta de casa, porque mi esposa, impaciente por su tardanza, salió en su búsqueda hace varias horas y tampoco ha vuelto. No tengo ni idea de lo que ha podido pasarles. Por eso me he decidido a seguir sus pasos para ver si logro dar con ellas. No soy muy optimista respecto a hallarlas con vida. Si, como creo, han muerto, me sentiré feliz con poder encontrar sus huesos y enterrarlos después en el panteón de mi familia.
—¡Jamás me he topado con nadie tan bromista como tú! —exclamó el Peregrino, soltando la carcajada—. ¿Crees que puedes engañarme sacándote de la manga una historia como ésa? No soy tan tonto como parezco. A las claras se nota que eres un monstruo.
La bestia se sintió tan desconcertada que no pudo decir nada en su defensa. El Peregrino agarró a toda prisa la barra de hierro, pero, estaba a punto de descargar el golpe, se dijo, alarmado:
—Si no acabo con él, intentará apoderarse de mi maestro todas las veces que quiera. Pero, si lo hago, mi mentor recitará el conjuro y acabará volviéndome loco.
Se trataba de un dilema de muy difícil solución, por lo que continuó diciéndose:
—Si no mato a la bestia, corro un peligro inútil, porque en la primera oportunidad que se le presente echará mano de mi maestro y yo tendré que emplearme a fondo para librarle. Creo que lo mejor será que acabe con él cuanto antes. Así me ahorraré no poco esfuerzo. ¿Qué importa que el maestro recite su maldito conjuro? Como muy afirma el dicho, «ni los tigres más sanguinarios devoran a los de su especie». Además, labia no me falta. Poseo una lengua rápida y no costará convencerle.
Al punto hizo acudir a su presencia al espíritu local y al dios de la Montaña y les dijo:
—Este monstruo se ha burlado de mi maestro tres veces seguidas. Estoy decidido, por tanto, a acabar con él de una vez. Para ello necesito que os coloquéis a media altura y no le dejéis escapar.
Los dioses no se atrevieron a contravenir sus órdenes y se colocaron estratégicamente por encima de la franja de nubes. El Gran Sabio levantó entonces la barra de hierro y la dejó caer con fuerza sobre el demonio. Esta vez la suerte no le sonrió y su luz espiritual se extinguió como si fuera el frágil parpadeo de una vela.
Al verlo, el monje Tang sintió tal horror que durante mucho tiempo no pudo articular la menor palabra. Ba-Chie, sin embargo, se llevó las manos a la cabeza y exclamó con cierta malicia:
—¡Este Peregrino está realmente loco! En menos de medio día de se ha cargado ya a tres personas.
Ese comentario hizo que el monje Tang recuperara el aplomo y se dispusiera a recitar el conjuro de nuevo. Pero el Peregrino se arrojó a los pies del caballo, gritando:
—¡No lo hagáis, por favor! ¡No lo hagáis! Venid primero a echar un vistazo a lo que ha quedado de esa bestia.
Delante de ellos sólo había un montón de huesos tan blanco como la harina.
—Ese hombre acaba de morir —comentó, muy alterado el monje Tang—. ¿Cómo es que se ha convertido tan pronto en un esqueleto?
—No era más que un cadáver viviente, que sólo buscaba hacer daño a la gente —explicó el Peregrino—. Ahora que ha muerto ha revelado, por fin, su auténtica naturaleza. Vos mismo podéis leer los caracteres que hay escritos en su columna vertebral: «Ésta es la Dama de los Huesos Blancos».
El monje Tang parecía estar dispuesto a creerle esta vez, pero Ba-Chie se resistía a dejar pasar así como así el incidente y dijo:
—Wu-Kung no tiene remedio. Goza mostrando la fortaleza de su brazo y matando a la gente. Lo ha hecho ya mil veces y volverá a hacerlo otras tantas. Tiene miedo, de todas formas, a vuestro conjuro y, para librarse de tan justo castigo, ha transformado el cadáver de este anciano en un simple montón de huesos. No le importa engañaros, con tal de renunciar al dolor.
El monje Tang poseía un carácter muy voluble y una vez más se dejó llevar por las palabras de Ba-Chie, comenzando al punto a recitar su temible conjuro. Al límite de sus fuerzas, el Peregrino logró arrodillarse a duras penas a la vera del camino y suplicó, desesperado, a su maestro:
—¡Parad, por lo que más queráis! ¡Parad! Si tenéis algo que decirme, hacedlo cuanto antes y no me atormentéis de esta manera.
—¡Mono cabezota! —le increpó el monje Tang—. ¿Qué quieres que te diga? Las buenas obras de los que han renunciado a la familia son como la hierba de un jardín en primavera: nadie nota que va creciendo, pero se muestra más lozana cada día que pasa. El que, por el contrario, se dedica al mal obrar se parece a una piedra de amolar: aunque nadie se percata de ello, su tamaño se va reduciendo con el paso del tiempo. Has podido escapar a la acción de la justicia después de haber dado muerte a tres personas, sólo porque nos encontramos en un lugar desolado y no hay aquí nadie que pueda hacerte frente. Suponte, sin embargo, que llegamos a una gran ciudad y, de pronto, te da por golpear a la gente con tu pesada barra sin tener en cuenta para nada la moral y las leyes. ¿Cómo crees que ibas a salir de semejante trance? Todos nos encontraríamos en un lío terrible y no podríamos proseguir nuestro viaje. Opino, por tanto, que lo mejor es que regreses al lugar del que has partido.
—Estáis muy equivocado, maestro —trató de defenderse el Peregrino—. Este cadáver que aquí veis era, en realidad, un monstruo que andaba buscando vuestra ruina. Lo único que he hecho ha sido defenderos de sus asechanzas, pero vos os empeñáis en no querer reconocerlo. Preferís creer los comentarios calumniosos de un Idiota que no sabe ni dónde tiene su mano derecha. ¿Por qué deseáis deshaceros de mí a toda costa? Como muy bien reza el proverbio, «es prácticamente posible que una misma cosa se repita tres veces». Me lo habéis ordenado con tanta insistencia que, si, en verdad, no me marcho de vuestro lado, daré la impresión de ser un tipo sin vergüenza ni principios. Está bien. Vos ganáis. Me voy. Pero os aseguro que no ganáis nada con mi marcha, porque entonces no tendréis a nadie que os sirva tan desinteresadamente como yo.
—¡Este mono cada vez se está volviendo más irrespetuoso! —exclamó el monje Tang, perdiendo la paciencia—. ¡Como si a mi alrededor no hubiera más personas dignas de confianza que él! ¿Quién te has creído que eres? ¿Acaso Wu-Neng y Wu-Ching son menos fieles que tú?
El Gran Sabio se sintió profundamente herido por esos comentarios. Estaba tan abatido que sólo pudo decir:
—¡Qué frágil es la memoria de los hombres! Acordaos de cuando no teníais más compañero de viaje que Liou Puo-Chin en los lejanos tiempos de vuestra partida de Chang-An. Después de librarme de la prisión de la Montaña de las Dos Fronteras y hacerme vuestro discípulo, no tuve el menor empacho en meterme en peligrosísimas cavernas y en bosques impenetrables con el único propósito de derrotar monstruos y capturar demonios. Fui yo quien, tras correr incontables riesgos, dominó a Ba-Chie y agregó al Bonzo Sha a nuestro grupo. Hoy parecéis haberlo echado todo en saco roto y, «renunciando a la sabiduría en favor de la locura», exigís que me marche de vuestro lado. Sé que siempre ocurre así y que el proverbio tiene toda la razón del mundo, al afirmar: «Cuando las aves desaparecen, se guarda el arco y, cuando perecen las liebres, se sacrifica a los perros»[4]. De acuerdo. El mundo está montado de esta forma. Antes de irme, sólo quiero dejar bien sentado un asunto: el conjuro que vos y yo bien sabemos.
—Estáte tranquilo —dijo el monje Tang—. No voy a recitarlo nunca más.
—Eso es fácil decirlo —comentó el Peregrino—. Pero estoy convencido de que, cuando os encontréis cara a cara con esos terribles demonios que han jurado buscaros la ruina y Ba-Chie y el Bonzo Sha se muestren incapaces de libraros de sus escalofriantes tormentos, el miedo os hará recitarlo con más insistencia que hasta ahora. ¿Qué será de mí entonces? Aunque me encuentre a cien mil kilómetros de distancia de vos, me asaltarán esos terribles dolores de cabeza y me veré obligado a acudir de nuevo a vuestro lado. Eso es algo que quiero evitar a toda costa. Así que, cuanto antes dejemos solventado ese asunto, mejor.
Al ver lo precavido que se mostraba el Peregrino, el monje Tangs se puso aún más furioso y, bajándose a toda prisa del caballo, ordenó al Bonzo Sha que sacara papel y un pincel de una de las alforjas. Tras coger un poco de agua de un arroyuelo que pasaba por allí cerca y disolver en ella un poco de tinta, escribió una carta de compromiso, que entregó al Peregrino, diciendo:
—Guarda esto, mono cabezota. Es un compromiso de que nunca más volveré a aceptarte como discípulo. Si alguna vez me vuelvo atrás, que sea pasto del Infierno Avici[5].
—No tenéis necesidad de jurar nada —dijo el Peregrino, cogiendo la carta a toda prisa—. Vuestra palabra es para mí más que suficiente —y se metió el escrito por la manga.
No obstante, creyó conveniente antes de partir calmar el enfado del monje Tang y añadió:
—Si os he seguido durante tanto tiempo, ha sido por deseo expreso de la Bodhisattva. Temo, por tanto, que, al abandonaros a mitad del viaje, no vaya a alcanzar los méritos que en un principio me fueron prometidos. Deseo, pues, que toméis asiento, para que pueda mostraros mis respetos y, así, parta con la conciencia tranquila y en paz.
El monje Tang se dio media vuelta y sólo acertó a balbucir:
—Yo soy un monje virtuoso y no puedo aceptar las muestras de respeto de un ser tan malvado como tú.
Al ver que el monje Tang se negaba a avenirse a sus deseos, el Gran Sabio decidió valerse de la práctica mágica conocida como «cuerpo detrás del cuerpo». Se arrancó tres pelos de la nuca y, echando sobre ellos una bocanada de aliento mágico, gritó:
—¡Transformaos!
Al punto se convirtieron en otros tantos Peregrinos que rodearon a maestro. De esta forma, adondequiera que se volviera Tripitaka se topaba con un Wu-Kung arrodillado ante él. Cuando el Gran Sabio consideró que sus deseos habían sido cumplidos, se puso de pie y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, recuperó los pelos que se había arrancado. Se volvió después hacia el Bonzo Sha y le dijo:
—Sé que eres una buena persona. Debes cuidarte, por tanto, de no prestar atención a las estúpidas ocurrencias de Ba-Chie. Recuerda que toda prudencia es poca para terminar con bien este viaje. Si algún monstruo se apodera de nuestro maestro, dile que el Rey de los Monos es el más aventajado de sus discípulos y le soltará al instante. Esas bestias son muy toscas y ninguna posee poderes superiores a los míos. Por eso no se atreverán a hacerle el menor daño.
—No necesito tu ayuda para nada —dijo el monje Tang, displicente—. Soy un monje virtuoso y jamás mezclaré mi nombre con el de un ser tan poco escrupuloso como tú. ¡Márchate de una vez! No sé a qué estás esperando.
El Gran Sabio comprendió entonces que el maestro no iba a dar su brazo a torcer y, agachando la cabeza, se alejó de su lado. Las lágrimas le corrían por las mejillas, como si fueran un caudaloso torrente, sabía que los consejos que había dado al Bonzo Sha no serían suficientes para superar las terribles pruebas a las que había de enfrentarse, pero poco podía hacer para dominar su dolor. Se sentía tan abatido que de buena gana hubiera clavado la cabeza en el suelo y hubiera horadado la roca hasta alcanzar el centro mismo de la tierra. Poderes no le faltaban, ya que era capaz de volver boca abajo las montañas y los mares. Una sensación de impotencia parecía haber mermado su fuerza de voluntad, pero se sobrepuso en seguida y, dando un salto tremendo, montó en una nube sagrada con la intención de dirigirse hacia la Caverna de la Cortina de Agua en la Montaña de las Flores y Frutos. Solo y derrotado, se desplazó como una exhalación por los aires, hasta que, de pronto, oyó el formidable estruendo de las aguas. Inmediatamente detuvo la nube y comprobó que se hallaba justamente encima del Gran Océano Oriental. Eso le hizo acordarse del monje Tang y las lágrimas fluyeron libremente por sus mejillas. Durante largo rato permaneció suspendido en el aire, abúlico del todo, sin decidirse a seguir adelante.
No sabemos lo que le aconteció a partir de ese momento. Quien desee descubrirlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el próximo capítulo.