CAPÍTULO XCVI

Originalmente la forma no es tal ni el vacío es ausencia. No existen diferencias entre el ruido, la calma, el silencio y la palabra. Cuando alguien duerme no puede transmitir a otro el sueño que está teniendo en ese mismo momento[1]. Lo práctico carece de valor, cuando se usa, de la misma forma que el poder deja de serlo, cuando se aplica a sí mismo. Es como las frutas que, al madurar, se tornan rojas. No preguntes cómo lo hacen. Sólo los sabios conocen los porqués.

Decíamos que el mayor de los discípulos del monje Tang se valió de sus poderes mágicos para poner freno al entusiasmo de los monjes del Monasterio Dispensador del Oro. Cuando el huracán amainó, no había ni rastro del maestro ni de sus seguidores y todos se convencieron de que habían sido testigos de la marcha de unos budas vivientes.

Presa de un respetuoso temor, se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la frente, antes de regresar definitivamente a su monasterio, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos.

Sí lo haremos, sin embargo, de los peregrinos, que siguieron caminando, incansables, hacia el Oeste. De nuevo la primavera tocó a su fin y volvió a hacerse presente el verano. El tiempo comenzó a ser cada vez más caluroso y la luz pareció apoderarse de todo. Los estanques aparecían cubiertos de lotos, las ciruelas maduraban a ojos vista como consecuencia de las últimas lluvias y el grano que llenaba los campos se mecía en los brazos del viento a alturas progresivamente mayores. Las golondrinas seguían con sus vuelos los cursos de los arroyos, mientras los faisanes lanzaban gritos de amor, al tiempo que trataban de alimentar a sus polluelos. Los días se alargaban con cada anochecer que pasaba y todo parecía revestirse de una fuerza desconocida hasta entonces. Muchas fueron las veces que los caminantes descansaron a la luz de las estrellas y se sentaron a comer, al despuntar la primera luz del día. Resultaban incontables los cursos de agua que vadearon y las colinas que traspusieron. Durante más de medio mes viajaron en dirección oeste sin toparse con una sola persona. Por fin, un día vieron una ciudad y Tripitaka preguntó esperanzado:

—¿Sabéis qué lugar es ése de ahí delante?

—No —respondió el Peregrino.

—¿Cómo puedes decir eso? —le regañó Ba-Chie, sonriendo, malicioso—. ¿No decías que habías pasado antes por aquí? Cuando te niegas a responder al maestro, debe de ser porque esa ciudad encierra algo raro; si no, no me explico a qué viene tanta ignorancia.

—¡Qué poco razonable eres! —se quejó el Peregrino—. Tienes que pensar que aunque, en efecto, he recorrido este camino varias veces, siempre lo he hecho desde el aire y nunca me he detenido en ningún sitio. ¿Para qué me iba a preocupar de lo que no me concernía? Te aseguro que es la verdad. No sé qué es lo que pueden encerrar esas murallas.

No tardaron en llegar a los aledaños de la ciudad y Tripitaka bajó del caballo, antes de enfilar el puente levadizo que conducía directamente a una de las puertas fortificadas. A un lado de una calle llamativamente larga vio a dos ancianos charlando amigablemente y, volviéndose a sus discípulos, les ordenó:

—Quedaos ahí y agachad la cabeza todo lo que podáis. Voy a preguntar a esos hombres cómo se llama este lugar.

El Peregrino y los demás no se movieron del sitio. Comportándose con una corrección desacostumbrada en ellos, vieron cómo el maestro se acercaba a los ancianos y cómo juntaba respetuosamente las manos, antes de decirles:

—Recibid los saludos de este indigno servidor vuestro.

Al principio los dos hombres no se dieron cuenta de su presencia, concentrados, como estaban, en una larga discusión sobre el auge, caída, logros y fracasos de las pasadas dinastías, sobre las cualidades necesarias para tomar a alguien por sabio y digno del mayor respeto, y sobre el hecho, triste e incuestionable, de que quien se lanza a empresas heroicas tarde o temprano termina cayendo en el olvido. Cuando se percataron de su presencia, levantaron, sorprendidos, la cabeza y, después de devolverle el saludo, le preguntaron:

—¿Qué es lo que deseáis?

—Vuestro humilde servidor —contestó Tripitaka— ha recorrido un camino muy largo con el único propósito de presentar sus respetos a Buda. Puesto que desconozco el nombre de esta dignísima comarca, me he tomado la libertad de acercarme a preguntároslo y a pediros, si es que lo sabéis, que me indiquéis el nombre de alguna familia dispuesta a hacer obras de caridad, pues, como podéis suponer, me encuentro al límite de mis fuerzas.

—Ésta —explicó uno de los ancianos— es la Prefectura de la Terraza del Bronce, perteneciente al Distrito de la Tierra de la Luz. Si deseáis comer algo, no tenéis ninguna necesidad de mendigar. Pasad aquel arco de allí y os encontraréis con una calle que va de norte a sur. Seguidla y no tardaréis en toparos con una torre orientada hacia el este con varias esculturas de leones sentados a la puerta. No tiene pérdida. Es la casa del noble Kou. La reconoceréis, además, porque encima de la puerta hay una inscripción que dice: «No se prohibirá la entrada a diez mil monjes». Allí gozaréis de todas las comodidades a las que puede aspirar alguien llegado desde tan lejos como vos. Ahora, si no os importa, nos gustaría continuar con nuestra charla.

Después de darles las gracias, Tripitaka se volvió hacia el Peregrino y le dijo:

—Este lugar es la Prefectura de la Terraza del Bronce, perteneciente al Distrito de la Tierra de la Luz. Según esos ancianos, detrás de aquel arco hay una calle que recorre la ciudad en dirección norte-sur con una torre orientada hacia el este, que tiene a la puerta varias esculturas de leones sentados. Parece ser la mansión de un noble apellidado Kou, que no ha encontrado mejor lema para su hogar que una inscripción que dice: «No se prohibirá la entrada a diez mil monjes». Allí siempre hay comida disponible para gente como nosotros.

—Ésta —comentó el Bonzo Sha, entusiasmado— es la tierra de Buda y no me extraña lo más mínimo que haya gente dispuesta a dar de comer a todos los monjes con los que se tope. Opino, por otra parte, que, al tratarse de una simple prefectura, no es necesario que vayamos a sellar nuestro documento de viaje. Así que, cuanto antes repongamos las fuerzas, antes reanudaremos la marcha.

El maestro siguió la dirección que acababan de indicarle los ancianos, pero el extraño aspecto de sus discípulos no tardó en despertar la curiosidad y el sobresalto entre la gente que llenaba los mercados. Pronto se arremolinó a su alrededor una gran multitud, que no dejaba de mirarlos, entre divertida y alarmada, a la cara. Los tres hermanos no respondieron a sus comentarios, debido, quizás, a que el maestro no dejaba de repetirles:

—Recordad que debéis comportaros como lo que sois.

Ni siquiera Ba-Chie osó desobedecerle, y agacharon la cabeza cuanto pudieron, clavando fijamente la vista en el suelo. Al torcer la esquina desembocaron en una calle grande que iba, en efecto de norte a sur. No tardaron en descubrir la torre con los leones a la entrada y la inscripción que decía: «No se prohibirá la entrada a diez mil monjes».

—En verdad —comentó el maestro, admirado—, en esta tierra sagrada del Oeste no hay lugar para el engaño. Ahora estoy convencido de que en el país de Buda tanto los sabios como los tontos reniegan de la mentira. He de confesaros que tenía mis dudas respecto a lo que acababan de contarme esos ancianos.

Maleducado e impulsivo como siempre, Ba-Chie trató de entrar el primero, pero se lo impidió el Peregrino, diciendo:

—¿Por qué no esperas a que salga alguien a darnos la bienvenida? ¿No comprendes que no podemos pasar hasta que no nos inviten a hacerlo?

—Wu-Kung tiene razón —opinó el Bonzo Sha—. Si no nos ajustamos escrupulosamente a las normas dictadas por la etiqueta, el señor de la casa puede sentirse ofendido y negarse a dejarnos pasar.

Sin más, agarraron de las riendas al caballo y posaron el equipaje en el suelo. No tardó en aparecer un criado con una cesta y una balanza, que se llevó tal susto al verlos que, tirándolo todo, corrió a informar a su señor de lo ocurrido.

—Ahí fuera —dijo, muy excitado— hay cuatro monjes con una pinta muy rara.

El noble se encontraba en el jardín dando un paseo y recitando sin cesar el nombre de Buda. Al oír al criado, tiró a un lado el bastón que llevaba en las manos y corrió a dar la bienvenida a tan inesperados visitantes. A pesar de su extremada fealdad, no los encontró, en modo alguno, repulsivos y los invitó a entrar en su mansión, diciendo:

—¡Pasad, pasad! ¡Bienvenidos a esta humilde morada!

Tripitaka y sus discípulos así lo hicieron, sin atreverse a levantar la vista del suelo. Tras atravesar un pequeño pasillo, el noble los condujo hasta un espléndido edificio y les anunció:

—Ahí dentro se encuentra la sala dedicada a Buda, el salón de los sutras y el comedor. Podéis quedaros a vivir todo el tiempo que deseéis. Yo vivo en ese otro edificio de la izquierda con mi familia.

Conmovido ante tantas atenciones, Tripitaka se puso la túnica que había traído desde Chang-An y entró en el templo a presentar sus respetos a Buda. Por doquier se veía el tímido latir de las velas entre una nube de volutas aromáticas de incienso. Las flores y la seda llenaban hasta el último rincón de aquella espléndida sala, cuyas paredes aparecían cubiertas totalmente de oro. De ese mismo metal era una campana que colgaba de lo alto. Muy cerca de ella había dos tambores de laca multicolor. Los estandartes, bordados todos ellos con piedras preciosas, ondeaban sin cesar, como si quisieran cantar las glorias de los mil Budas de oro[2] que adornaban las paredes laterales. Encima de una mesa lacada y llena de artísticos relieves descansaban una caja con los mismos motivos, un pebetero de bronce y un florero del mismo material. Del pebetero fluían sin cesar volutas de humo aromático, que se mezclaban con la fragancia que despedían los lotos de varios colores que contenía el jarrón. El incienso difuminaba los contornos de la mesa, haciendo que los montoncitos de pétalos que llenaban la caja labrada parecieran gemas traídas de remotos lugares. Un poco más allá se veía un precioso recipiente de cristal con el agua sagrada, una lámpara de vidrio con el aceite perfumado y una campanita de oro para marcar los ritmos de la salmodia. Ni una sola mota de polvo mancillaba aquella sala dedicada a Buda, cuya riqueza y lujo de detalles superaba al de no pocos templos. Una vez purificadas sus manos, el maestro tomó un poco de incienso y lo quemó, inclinándose hasta tocar el suelo con la frente. Se volvió a continuación hacia el noble con el fin de saludarle con el respeto requerido, pero éste se lo impidió, diciendo:

—Dejad eso para después. Antes es preciso que visitéis el salón de los sutras.

Lo que allí vieron los llenó de asombro. Incontables volúmenes de sufras ocupaban hileras enteras de cajas cuadradas de jade y oro. En algunas de ellas se apilaban las notas y los escritos a mano. Sobre una mesa de laca roja podían verse una piedra para diluir tinta, un rollo de papel, un pincel y una especie de sello de color negro, todo ello de un gusto y de una elegancia inigualables. De esas cualidades participaban, igualmente, los libros, las pinturas, los atriles y los tableros de ajedrez, que se hallaban protegidos por un biombo de color verdoso. Lugar destacado ocupaba una campana de jade con incrustaciones de oro, protegida de los embates del viento por una humilde estera de esparto. El aire que allí se respiraba poseía tal pureza, que la tristeza se dispersaba y las penas se desvanecían. Se apreciaba que en aquel reducto de sabiduría la mente se liberaba de todas sus preocupaciones para seguir las inmaculadas sendas del Tao. El maestro se dispuso a felicitar a su dueño por la posesión de tan inestimables tesoros, pero el noble se negó a aceptar cualquier prueba de reconocimiento, diciendo:

—Antes debéis despojaros de vuestra espléndida túnica de maestro.

Tripitaka así lo hizo y presentó, finalmente, sus respetos al dueño de aquella formidable mansión, que no sólo los recibió con inesperada unción, sino que los hizo extensivos al Peregrino y sus dos hermanos. Acto seguido, ordenó a los criados que dieran de comer al caballo y que metieran el equipaje en el pasillo. Sólo entonces se atrevió a preguntarles de dónde procedían y cuál era el propósito de su viaje.

—Vuestro humilde servidor —contestó Tripitaka— es un enviado del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, que se halla de camino hacia la Montaña del Espíritu con el fin de obtener las escrituras budistas. Si hemos osado llamar a vuestra puerta, ha sido porque nos han informado de que sois una persona muy caritativa y el hambre ha minado últimamente nuestras fuerzas. Podéis estar seguro de que, en cuanto hayamos tomado lo que vuestra generosidad tenga a bien ofrecernos, nos pondremos de nuevo en camino.

—Como quizás ya sepáis —contestó el noble, sonriendo visiblemente complacido—, pertenezco a la familia Kou y mi nombre completo es Hung Da-Kuang. Aunque acabo de cumplir sesenta y cuatro años, al poco de cumplir los cuarenta prometí dar de comer exactamente a diez mil monjes. A lo largo de estos veinticuatro años he llevado cuenta de todos los que se han sentado a mi mesa y puedo aseguraros que ascienden exactamente a nueve mil novecientos noventa y seis. Para completar la cifra que me propuse, restan únicamente cuatro y estoy convencido de que el Cielo os ha traído hoy hasta mi puerta para que pueda dar cumplimiento a la promesa que hice en su día. Eso me llena de un gozo tan grande, que podéis quedaros a mi lado un mes entero, si así lo deseáis. Me gustaría que fuerais testigos de la ceremonia con la que quiero poner punto final a mi voto. Entonces me sentiré libre del todo y podré acompañaros durante el resto del viaje con caballos y carrozas. Mirándolo bien, la Montaña del Espíritu no se halla tan lejos de aquí. Son, en efecto, mil seiscientos los kilómetros que nos separan de ese lugar de bendiciones.

Tripitaka no cabía en sí de contento y dio en seguida su conformidad, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, de los sirvientes, que, sin pérdida de tiempo, encendieron el fuego, sacaron agua del pozo y dispusieron del arroz, los tallarines y las verduras necesarios para preparar un pequeño convite vegetariano. Al ver la animación que reinaba en la casa, les preguntó la anciana esposa del noble:

—¿De dónde son esos monjes, para que se les trate con tanta consideración?

—Según hemos oído decir a uno de ellos —contestaron los criados—, son unos enviados del Gran Emperador de los Tang con el encargo de presentar sus respetos al Patriarca Budista en la Montaña del Espíritu. La distancia que han recorrido para llegar hasta aquí es tanta, que al señor se le ha metido en la cabeza que se trata de unos mensajeros de lo alto y ha decidido ofrecerles un auténtico banquete.

—Prepárame mis mejores ropas —ordenó la anciana, emocionada, volviéndose hacia una sirvienta—. Deseo salir a saludarlos.

—Os aconsejo que tengáis cuidado con ellos —dijo uno de los criados—, porque, aunque el que los manda es bastante agraciado, los otros tres tienen una cara que asusta.

—¡Qué poca inteligencia la vuestra! —los regañó la anciana—. ¿Qué importan la fealdad y la belleza, cuando se trata de seres celestes que han decidido visitar este mundo de sombras? Id a comunicar mis deseos al señor, por favor.

Los criados corrieron al salón de los sutras e informaron al noble:

—Vuestra esposa se encuentra ahí fuera. Dice que le gustaría presentar sus respetos a los nobilísimos maestros llegados de las Tierras del Este.

Al verla entrar, Tripitaka se puso inmediatamente de pie. La anciana le estudió con detenimiento y comprobó que poseía unos rasgos atractivos y un porte digno en extremo. Lo mismo hizo con el Peregrino y sus dos hermanos, pero aunque estaba convencida de que eran seres llegados directamente del cielo, no pudo por menos de sentir cierta aprensión, al arrodillarse ante ellos e inclinarse hasta tocar el suelo con la frente.

—Creo que nos tratáis con más respeto del que merecemos —dijo Tripitaka, respondiendo de la misma forma a su saludo.

—¿Cómo es que no se sientan todos juntos? —preguntó la anciana al noble en tono de reproche.

—Nosotros no somos más que simples discípulos —contestó Ba-Chie, estirando cómicamente el hocico.

Aquello produjo el mismo efecto que el rugido de un tigre en el corazón de una montaña. La anciana se echó a temblar, aunque tuvo la delicadeza de no hacer ningún comentario inoportuno. Afortunadamente, en ese mismo momento se presentó otro de los criados y anunció:

—Acaban de llegar los dos señoritos.

Tripitaka se dio la vuelta a toda prisa y vio acercarse a dos jóvenes estudiantes[3], que se inclinaron con respeto, antes de tomar la dirección del salón de los sutras. Tripitaka les devolvió inmediatamente el saludo.

—Éstos —explicó el noble, agarrándolos de la túnica— son mis hijos Kou-Liang y Kou-Dung, que acaban de volver del centro de estudios. Se han enterado de vuestra llegada y han venido a saludaros antes de sentarse a la mesa.

—¡Qué extraordinaria delicadeza la suya! —exclamó el maestro, complacido—. Se nota que en vuestra casa es la norma la práctica del bien. Quien desee tener hijos honrados no debe renunciar, en efecto, a enviarlos a los centros de estudios.

—¿De dónde es este maestro? —preguntaron los dos jóvenes a su padre.

—De un lugar muy lejano —contestó el noble, sonriendo—. Se trata, de hecho, de un enviado del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, que, como sabéis, se hallan enclavadas en el continente austral de Jambudvipa. Su deseo es llegar a la Montaña del Espíritu para entrevistarse con el Patriarca Budista.

—Recuerdo haber leído en la obra A través de los bosques de los asuntos[4] —comentó uno de los jóvenes— que el mundo se halla dividido en cuatro continentes y que el nuestro, el occidental, recibe el nombre de Aparagodaniya, en oposición al oriental, que se llama Purvavideha. Me gustaría saber cuántos años ha invertido el maestro para recorrer la distancia que separa esta prefectura del continente austral de Jambudvipa.

—Me temo que a lo largo de este viaje he pasado más días en poder de algún monstruo que de camino —respondió Tripitaka, sonriendo—. Han sido incontables las pruebas que he tenido que superar. Sin la ayuda de mis tres discípulos jamás habría logrado escapar de las garras de tanto demonio y de tanta bestia como me ha secuestrado. De todas formas, puedo asegurarte que han sido catorce veranos con sus correspondientes inviernos los que he pasado en los caminos, antes de llegar hasta aquí.

—¡Por fuerza tenéis que ser un elegido del Cielo! —exclamaron, admirados, los dos estudiantes.

No habían acabado de decirlo, cuando se presentó otro criado y anunció:

—La comida está ya dispuesta. Cuando quieran, pueden los maestros sentarse a la mesa.

El noble se volvió, entonces, hacia su esposa y le pidió que se retirara con sus hijos a su mansión particular, mientras él se encargaba de hacer los honores a los cuatro peregrinos. El convite parecía haber sido dispuesto en el palacio de un príncipe. Los tableros de las mesas estaban lacados y poseían ribetes dorados, lo mismo que las sillas, de impresionantes respaldos de laca negra. La comida estaba, igualmente, dispuesta de un modo impecable. En primera línea había dulces de cinco o seis colores distribuidos de una forma propia de artistas. Los seguían otros tantos platos de tamaño un poco mayor. A continuación se veían delicias de frutas y, por último, unos aperitivos tan grandes como las fuentes que contenían las viandas principales. Tanto las empanadas como las sopas y los bollos estaban en su punto y, de sólo verlos, se hacía la boca agua.

A pesar del reducido número de los comensales, seis o siete muchachos se encargaban de servir la mesa, mientras cuatro o cinco cocineros reponían los platos que iban desapareciendo. Lo hacían a tal velocidad, que parecían cuerpos celestes persiguiendo a la luna. Chu Ba-Chie engullía una fuente tras otra con la rapidez con que el viento dispersa las nubes, obligando a los criados a acelerar el ritmo de sus continuas idas y venidas en busca de sopa y arroz. El ambiente era, por otra parte, tan distendido, que hasta el maestro parecía disfrutar de la comida. Una vez que los peregrinos hubieron saciado el hambre, se pusieron de pie y se aprestaron a continuar la marcha, pero el noble se lo impidió, diciendo:

—¿Por qué no os quedáis unos cuantos días más? Como muy bien afirma el proverbio, «al principio nada cansa, pero al final se torna sumamente pesado». ¿No deseáis ser testigos de la ceremonia que ha de poner punto final a mi promesa? Como os he dicho, entonces me encontraré libre de mis responsabilidades y podré acompañaros a través de las montañas.

Al ver la sinceridad con la que hablaba, Tripitaka no tuvo más remedio que acceder a sus deseos. Pero pasaron seis o siete días antes de que, por fin, se decidiera a hacer venir a su mansión a los veinticuatro monjes más virtuosos de la comarca, para que pusieran el sello final al voto que había emitido hacía tantos años. Los religiosos emplearon tres o cuatro días más para disponer de todo lo necesario y, tras fijar una fecha propicia, dieron comienzo a la ceremonia. Como era de esperarse, su forma de actuar no se diferenció mucho de la empleada en los dominios del gran señor de los Tang. Después de desenrollar los estandartes y de colocar en su sitio las imágenes doradas, encendieron las velas y empezaron a quemar varillas de incienso entre el bramar de los tambores y el tintinear de los címbalos. Mientras unos tocaban las flautas y las gaitas de larguísima caña, otros hacían sonar los gongs, siguiendo escrupulosamente las notaciones musicales transmitidas desde tiempos inmemoriales[5]. Antes de comenzar el recitado de los sutras, tocaron los instrumentos con la unción que se esperaba de ellos. Aplacaron primero a los espíritus de aquella comarca, para pasar a continuación a invocar a los guerreros celestes. Después quemaron los documentos para los dioses y se inclinaron, respetuosos, antes las imágenes de Buda. Eso marcó el inicio del recitado del Sutra del Pavo Real, que tiene el poder de alejar a los enemigos. La luz cegadora de la lámpara de Bhaisajya llenó, entonces, la estancia y el Agua de la Penitencia se encargó de disolver las enemistades y las culpas. A eso mismo contribuyó el solemne recitado del Sutra de las Guirnaldas. Las normas dictadas por las escuelas de los Tres Medios no persiguen fin más alto que alcanzar la purificación total del hombre.

Tan impresionantes ceremonias duraron tres días con sus correspondientes noches. Eso hizo añorar aún más a Tripitaka el Monasterio del Trueno y comunicó a su anfitrión sus deseos de reemprender cuanto antes la marcha.

—¡Qué ansia la vuestra por partir! —exclamó el noble, apenado—. O mucho me equivoco o mi total dedicación durante estos últimos días a la ceremonia os ha ofendido de alguna manera. Sólo así se explica que queráis partir tan pronto.

—¿Cómo voy a osar quejarme del trato que aquí he recibido, cuando he sido yo el que ha traído el desorden a vuestra dignísima mansión? —replicó Tripitaka—. En el momento de la despedida mi señor me preguntó que cuándo estaría de vuelta y yo le contesté, sin saber en realidad lo que decía, que al cabo de tres años. ¿Cómo podía sospechar yo entonces que habría de pasar catorce años en los caminos? Lo malo es que aún no he conseguido las escrituras y el camino de vuelta me llevará probablemente otros doce o trece años más. ¿No supondrá eso desobedecer las órdenes de mi señor y hacerme, así, acreedor a un castigo ejemplar? Os suplico, pues, que comprendáis mi situación y me permitáis partir cuanto antes. Os prometo que, cuando haya conseguido las escrituras, vendré a vuestra mansión y me quedaré en ella todo el tiempo que deseéis.

—¡Qué pocas muestras de sensibilidad dais, maestro! —exclamó Ba-Chie, sin poderse contener—. ¿Es que para vos no significan nada los sentimientos? Sólo una persona extremadamente rica es capaz de hacer una promesa como la que profirió este noble. ¿Qué hay de malo en que nos quedemos a su lado un año o dos, ahora que ya la ha cumplido? ¿A qué viene tanta prisa en regresar a esos caminos, en los que nos vemos obligados de continuo a mendigar nuestro propio sustento? ¿Es que, acaso, creéis que todos son tan generosos como este caballero?

—¡Maldito tragón! —gritó el maestro, perdiendo la paciencia—. Por lo que veo, jamás te has dejado llevar por el deseo de regresar a tus orígenes, sino por el ansia reprobable de llenar tu sucio estómago. No eres más que una bestia que se muere de ganas por comer, en cuanto siente el menor hormigueo en las tripas. Puesto que estás dispuesto a dejarlo todo por una buena mesa, mañana mismo me pondré yo solo en camino.

—¡Qué idiota estás hecho! —exclamó el Peregrino, empezando a dar puñetazos a Ba-Chie, al ver el cambio experimentado por el maestro—. ¿Ves lo que has conseguido? Por tu culpa a punto hemos estado de separarnos.

—¡Eso es! —le animó el Bonzo Sha—. ¡Pártele la cara, de una vez, a ver si aprende a no meterse donde no le llaman!

El Idiota bajó los brazos y no se atrevió a replicar. Al ver el deterioro que parecían haber sufrido las relaciones del maestro y los discípulos, el noble trató de hacer las paces entre ellos y dijo, sonriendo:

—Tranquilizaos, maestro. Me conformaré con que os quedéis a mi lado un día más. Mañana mismo pediré a mis deudos y conocidos que salgan a despediros a las afueras de la ciudad con sus estandartes y sus tambores.

No había terminado de decirlo, cuando se presentó la anciana dueña de la casa y preguntó:

—¿A qué viene tanta prisa, maestro? ¿Cuántos son, en definitiva, los días que lleváis honrándonos con vuestra presencia?

—Llevo aquí ya cerca de medio mes —contestó Tripitaka.

—Si accedéis a quedaros otro medio más, acrecentaréis de un modo increíble los méritos de mi esposo —replicó la anciana—. Yo misma tengo ahorrado cierto dinerillo y me haría mucha ilusión poder emplearlo en el cuidado de vuestra persona durante otro medio mes.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, nada más terminar de decirlo, se presentaron Kou-Dung y su hermano y suplicaron a los monjes:

—Escuchadnos con atención, maestros. Aunque nuestro padre ha estado dando de comer a los monjes durante más de veinticuatro años, jamás se había topado con personas de un natural tan bueno como ustedes. Es más, a ustedes se debe que haya completado el número que prometió, haciendo posible, como quien dice, que el resplandor se haya posado sobre una humilde cabaña. Aunque somos demasiado jóvenes para comprender todos los secretos del karma, conocemos el proverbio que afirma: «Quien siembra siega y no cosecha quien nunca lo hace». Con ello queremos daros a entender que, si nuestros padres desean tan ardientemente que os quedéis por más tiempo a su lado, es con el fin de obtener una recompensa kármica mayor. ¿Por qué os negáis tan obstinadamente a satisfacer sus deseos? Aunque no somos más que meros estudiantes, hemos conseguido ahorrar un poco de dinero, que emplearemos, gustosos, en vuestras personas durante medio mes más.

—Si no me he atrevido a aceptar las pruebas de cariño que me expresaba vuestra madre —contestó el maestro—, ¿cómo esperáis que tome en consideración las vuestras? Disculpad mi firmeza, pero es preciso que hoy mismo me ponga en camino. Si accediera a vuestros deseos, dejaría de cumplir el encargo imperial y me haría acreedor a un castigo, que ni la muerte sería capaz de borrar.

Al oír esas razones, la anciana y los monjes terminaron perdiendo la paciencia y dijeron, enfadados:

—¡Está bien! ¡Si se quiere marchar, que se vaya! ¿A qué viene perder más tiempo en charlas inútiles?

—¿No os parece que os habéis pasado un poco? —preguntó, a su vez, Ba-Chie, aprovechando la ocasión—. Como muy bien afirma el proverbio, «quedarse es lo adecuado, la marcha entristece a las dos partes». ¿Qué nos cuesta permanecer aquí durante un mes más? De esa forma, nadie se sentiría ofendido.

—Así que es eso lo que opinas, ¿eh? —replicó el maestro, volviéndose hacia él, y, propinándole un par de bofetadas, añadió—: ¡Cierra la boca, de una vez, y no vuelvas a decir nada!

El Peregrino y el Bonzo Sha soltaron, entonces, la carcajada.

—¿Se puede saber de qué te ríes? —preguntó el monje Tang al Peregrino, dispuesto a recitar el conjuro que tanto dolor le producía. El Peregrino comprendió en seguida sus intenciones y, echándose rostro en tierra, exclamó, muy alarmado:

—¡No me estaba riendo! ¡Por lo que más queráis, maestro, no recitéis ese conjuro!

El noble se dio cuenta en seguida de que su insistencia estaba sembrando la discordia entre el maestro y sus discípulos y no se atrevió a repetir su ruego.

—No discutáis, por favor —dijo, cabizbajo—. Os prometo que mañana os acompañaré con un séquito de familiares y amigos —y, dirigiéndose al salón de los sutras, ordenó a uno de sus escribientes que enviara cien invitaciones a sus deudos más allegados, pidiéndoles que se reunieran a las afueras de la ciudad para despedir al monje Tang.

Acto seguido, encargó a sus cocineros que prepararan un banquete de despedida. Por si eso no bastara, pidió al primero de sus sirvientes que dispusiera veinte pares de estandartes de colores y contratara una banda de tambores y músicos. Se enviaron, igualmente, invitaciones al Monasterio Austral de la Venida y al Templo de la Montaña Oriental, con el fin de que tanto los monjes como los inmortales taoístas pudieran tomar parte en el convite del día siguiente. Había empezado a anochecer, cuando los criados dieron por terminados sus encargos. Después de la cena todo el mundo se retiró a descansar. A pesar de lo avanzado de la hora, una bandada de cuervos regresaba a la ciudad, mientras se escuchaba el lejano tañir de las campanas y el rítmico batir de los tambores de las torretas de los vigías. Las calles y los mercados se hallaban vacíos. La actividad se había retirado al interior de las casas, vivamente iluminadas con el resplandor de las antorchas y el fuego de los hogares. La brisa sacudía los capullos cerrados de las flores, cuya sombra dibujaban en el suelo los rayos lunares. Algunas estrellas pugnaban por destacarse, sin conseguirlo, en el arroyo de luz de la Vía Láctea.

A medida que la noche iba avanzando, se iba haciendo más intenso el llanto de los cuclillos, los cielos se iban poblando de silencio y la tierra se iba sumiendo en las profundidades del sueño.

Entre la tercera y la cuarta vigilia los criados abandonaron sus lechos y empezaron a realizar las tareas que les habían sido encomendadas. Los encargados de la preparación del banquete se lanzaron al interior de la cocina, mientras los responsables de confeccionar los estandartes se reunían en uno de los salones y se ponían manos a la obra. Los que habían recibido el encargo de atender a los inmortales y a los monjes corrieron hacia sus respectivos monasterios y templos, seguidos muy de cerca por los que habían de ir en busca de los tamborileros y los músicos. Pero su velocidad no podía compararse con la de los que llevaban las invitaciones de una casa a otra. Montados en carros o, simplemente, a lomos de fogocísimos corceles, se lanzaron como flechas hacia el este y el oeste, emitiendo gritos que resonaban como insultos en el silencio de la noche. Tan alborotadora hiperactividad duró hasta poco antes del amanecer. A eso de la hora de la serpiente habían concluido todos los preparativos y, con ellos, el dinero que durante tantos años había estado acumulando el noble.

Aquella mañana el monje Tang y sus discípulos se levantaron más pronto que de costumbre. Inmediatamente el maestro ordenó ensillar al caballo y recoger todas sus cosas. Cuando comprendió que nada iba a hacerle a Tripitaka desistir de su propósito de ponerse cuanto antes en camino, el Idiota se puso a regruñir por lo bajo, pero no le quedó más remedio que meter en la bolsa la túnica y la escudilla de las limosnas y cargar a regañadientes con la pértiga. El Bonzo Sha, por su parte, cepilló cuidadosamente al caballo y después lo ensilló. Para no ser menos, el Peregrino entregó al maestro el báculo de los nueve nudos y se colgó del pecho la bolsa que contenía el documento de viaje. Cuando se disponían a ponerse en marcha, se presentó el noble y les pidió que tomaran asiento en el espléndido salón que había en la parte posterior de la mansión, donde había sido dispuesto el banquete. Jamás habían visto reunido tanto lujo.

Por doquier se veían espléndidos biombos, que parecían el reflejo de los extraordinarios cortinajes que revestían las paredes. Del centro colgaba una pintura con una montaña rocosa que se miraba en el mar, mientras que en cada uno de los muros se veían escenas de la primavera, el verano, el otoño y el invierno. De unos pebeteros que descansaban sobre trípodes que representaban dragones, surgían volutas de incienso que se mezclaban con los aromas que emitían unos recipientes con forma de tortuga. Los recipientes que contenían las viandas lucían unos coloristas motivos florales hechos a base de piedras preciosas. Las mesas laterales poseían unos rebordes dorados que pugnaban inútilmente por restar protagonismo a los dulces con forma de león que descansaban sobre ellas. Al compás de los tambores y la música se desarrollaban unas danzas delicadas en extremo, aunque la vista se sentía más atraída por la distribución de las frutas y la comida, delicada como un bordado. ¡Qué fragancia la del vino y el té, qué finura la de las sopas y el arroz! No tenía que envidiar tanto lujo a ninguna de las mansiones de la corte. Las exclamaciones de asombro y alegría eran tan frecuentes, que el Cielo y la Tierra se asomaron a aquel humilde salón a ver de qué se trataba. El maestro se volvió hacia el noble para felicitarle, cuando se presentó un criado y dijo:

—Los invitados acaban de llegar, señor.

Se trataba de los vecinos más cercanos del piadoso noble, de sus cuñados, tanto por parte de su esposa como de sus hermanas, y de una incontable legión de primos. Todos ellos eran ardientes seguidores de los principios budistas y seguían a rajatabla una dieta vegetariana. No es extraño, pues, que, antes de tomar sus asientos, se inclinaran respetuosamente ante el maestro. Tan pronto como entraron en la sala, empezaron a sonar los instrumentos y dio comienzo el convite. Ba-Chie no perdía detalle y, volviéndose hacia el Bonzo Sha, le dijo:

—Come todo lo que puedas, porque, en cuanto abandonemos esta mansión, no volveremos a disfrutar de tanto lujo.

—¿Cómo puedes decir semejante cosa? —le regañó el Bonzo Sha, sonriendo—. Como muy bien afirma el proverbio, «las cosas más sabrosas pierden su sabor, en cuanto uno ha saciado el hambre». Y ese otro que dice: «¿de qué te sirve ahorrar, si tu estómago no puede con todo?».

—Me parece que eres demasiado refinado —replicó Ba-Chie—. Por mi parte, soy capaz de acumular en la barriga el alimento necesario para tres días de marcha.

—Ten cuidado, no explotes —se burló el Peregrino—. Ya sabes lo duro que es el camino.

Hablando de unas cosas y de otras, llegó la hora del mediodía. En ese momento, el maestro, que ocupaba el sitio de honor, dejó los palillos sobre la mesa y recitó el sutra para el final de la comida. Ba-Chie cogió en seguida cinco o seis tazones de arroz y, de un bocado, se los metió entre pecho y espalda. No contento con eso, tomó todos los platos de bollos, rollitos, empanadillas y dulces que pudo encontrar y, sin importarle que fueran salados o picantes, se los metió a toda prisa por las mangas. Sólo entonces accedió a levantarse de la mesa y a seguir los pasos de su maestro. Después de dar las gracias al noble y al resto de los invitados, el monje Tang salió del salón. En la puerta se topó con los estandartes, los tamborileros, los músicos y los grupos de monjes taoístas y budistas, que acababan de llegar. Sonriendo, el noble se dirigió hacia ellos y les dijo:

—Me temo que habéis llegado un poco tarde. El maestro está ansioso por reemprender la marcha y no queda tiempo para que os sentéis a la mesa. Pero estad tranquilos. Os recompensaré a la vuelta.

Los encargados de los carros y de los caballos se hicieron a un lado para dejarlos pasar.

En cuanto se hubieron acomodado, se inició la marcha entre el batir de los tambores y el vibrar de los instrumentos musicales. El bosque de los estandartes y las banderas ondeaba con tal fuerza, que el sol pareció perder parte de su fuerza. Las calles estaban llenas a rebosar de caballos, carretas y gentes que se empujaban unas a otras para ver al noble Kou y a su espléndido séquito. Era tal el lujo del que hacían gala, que parecían seres de jade, de madreperla y de seda. En cuanto los budistas concluían su salmodia, los taoístas comenzaban a desgranar sus ruidosas melodías, siguiendo a los peregrinos, que, poco a poco, iban abandonando la capital de la prefectura. Cuando llevaban recorridos cerca de veinte kilómetros, el cortejo hizo un alto y de nuevo volvieron a servirse bebidas y unos cuantos platos. Comprendiendo que había llegado el momento de la despedida definitiva, el noble se volvió hacia el maestro y le dijo con ojos llorosos:

—Cuando regreséis con las escrituras, no os olvidéis de honrar mi humilde mansión con vuestra presencia, No necesito deciros que eso colmará todas las aspiraciones del viejo Kou-Hung.

—Si consigo llegar a la Montaña del Espíritu y entrevistarme personalmente con Buda —contestó Tripitaka, emocionado—, tened la seguridad de que le hablaré de vuestra piedad. ¿Cómo no voy a detenerme en vuestra casa a la vuelta, después de las atenciones que habéis tenido estos días conmigo?

De esta forma, recorrieron cuatro o cinco kilómetros más. Varias veces pidió el maestro al noble que regresara a la ciudad, pero éste se opuso, una y otra vez, a hacerlo.

Comprendiendo, finalmente, que no podía seguirle todo el camino, se dio media vuelta y volvió a la prefectura, llorando a voz en grito. Al dar de comer a tantos monjes, había adquirido un profundo conocimiento de la verdad, pero, como no estaba predestinado a entrevistarse con Tathagata, se vio obligado a regresar a su hogar, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin embargo, del maestro y sus tres discípulos, que recorrieron ochenta o noventa kilómetros antes de que empezara a oscurecer.

—Se está haciendo tarde —comentó, entonces, el maestro—. ¿Dónde creéis que podríamos encontrar un techo para pasar la noche?

—¡Sois de lo que no hay! —se quejó Ba-Chie con el ceño fruncido—. Tenéis el arroz al alcance de la mano y os negáis a llevároslo a la boca. Disponéis de un cobijo cómodo y elegante y os empeñáis en salir a recorrer los caminos, como si fuerais un espíritu recién enterrado. ¿Queréis decirme lo que pensáis hacer, si se pone a llover?

—¡Maldita bestia! —le regañó el monje Tang, enfadado—. ¿Es que no puedes dejar de quejarte, de una vez? Como muy bien afirma el proverbio, «por muy buen lugar que sea Chang-An, el corazón sólo descansa en el sitio donde ha nacido». ¿Por qué no esperas a entrevistarte con Buda y a conseguir las escrituras, para exigir la recompensa a la que te has hecho acreedor? Ten la seguridad de que, cuando el Emperador de los Tang tenga conocimiento de lo que has aportado al éxito de esta empresa, ordenará a los cocineros imperiales que preparen unos cuantos peroles de arroz y comerás a placer durante el resto de tu vida. ¡Espero que mueras de una indigestión y que te conviertas en un espíritu hambriento!

El Idiota agachó la cabeza y no se atrevió a decir nada más. El Peregrino escudriñó, por su parte, la distancia con sus ojos diamantinos y descubrió un grupo de edificios al lado mismo del camino que seguían. Volviéndose hacia el maestro, le informó, entusiasmado:

—¡Allí pasaremos la noche!

Al acercarse, el maestro comprobó que se trataba de un santuario que se había hundido.

Encima de las ruinas había una losa de piedra en la que, a pesar del polvo y la suciedad, aún podía leerse: «Palacio Temporal de la Luminosidad Perfecta».

—El Bodhisattva de la Luminosidad Perfecta —explicó el maestro desmontando del caballo— fue discípulo del Buda de las Llamas y las Cinco Luces. A raíz de su campaña contra el Demonio del Fuego Venenoso fue depuesto de su cargo y convertido en el Espíritu de las Cinco Manifestaciones. Por aquí cerca tiene que estar el encargado de este santuario.

Al entrar, vieron que todo yacía en un estado francamente lastimoso. Tanto los pasillos como las habitaciones amenazaban con caerse al suelo de un momento a otro y no se veía ninguna señal de presencia humana. Ellos mismos hubieran abandonado a toda prisa aquel lugar tan desolado, de no ser por que en aquel mismo momento empezó a caer una lluvia torrencial. El aguacero los obligó a buscar refugio bajo aquellos techos que amenazaban con derrumbarse de un momento a otro. No se atrevieron a comentar nada, por temor a que pudieran enterarse de su presencia los monstruos que, por fuerza, debían de habitar en aquel sitio. Pasaron en vela toda la noche, haciendo verdad el dicho de que la extrema riqueza engendra la ruina y el dolor se esconde en el centro mismo del placer.

De momento, desconocemos lo que les acaeció a la mañana siguiente. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.