CAPÍTULO LXXXVIII
Decíamos que el monje Tang, una vez que se hubo despedido del prefecto, continuó caminando en dirección al Oeste. Durante todo el viaje se mostró muy amable con el Peregrino, al que dijo al poco tiempo:
—El mérito que has acumulado en esta ocasión supera al que conseguiste cuando liberaste a los niños del Reino de Bhiksu. Una vez más, todo ha sido producto de tu único esfuerzo.
—En el Reino de Bhiksu sólo encontraron la salvación mil ciento once críos, mientras que con la lluvia torrencial que aquí ha producido han logrado escapar a la muerte cientos de miles de personas —comentó el Bonzo Sha—. Disculpadme, pero creo que no hay término de comparación entre ambas hazañas. En lo que sí estoy de acuerdo con vos, maestro, es en la admiración que ambos sentimos por la extraordinaria potencia de nuestro hermano, que tan pronto sacude los Cielos como mueve la Tierra a compasión.
—¡Sí! —exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada—. ¡Qué misericordia la de nuestro hermano! ¡Qué virtud! Desgraciadamente, sólo las ejerce con las personas que no pertenecen a nuestro grupo. Con nosotros sólo muestra malas intenciones. No penséis que hablo por hablar. Cuando menos lo pienso, me echa la zancadilla, dejándome en pésimo lugar ante los demás.
—¿Quieres decirme cuándo he hecho yo semejante cosa? —se defendió el Peregrino.
—¡Esto es el colmo! —volvió a exclamar Ba-Chie—. ¿Has olvidado ya las veces que has hecho que me ataran, que me colgaran, que me cocinaran y que me cocieran al vapor? Por mí te podías haber quedado medio año con todos esos cientos de miles de personas de la Prefectura del Fénix Inmortal que dicen haberse beneficiado de tu benevolencia. Por lo menos me habría hartado de comida. Hasta en eso te has portado mal conmigo. ¿Por qué has tenido que obligarnos a ponernos en seguida en camino?
—¡No hay quien pueda con este Idiota! —explotó el maestro, perdiendo la paciencia—. ¡No piensa más que en comer! ¡Venga, dejemos de hablar y sigamos rápidamente hacia delante!
Ba-Chie no se atrevió a responder. Arrugó el ceño y lanzó unos cuantos sonidos ininteligibles, antes de seguir los pasos de sus hermanos, cargado con el equipaje. El tiempo transcurrió con la misma presteza que la lanzadera de un telar y de nuevo el otoño tocó a su fin. Los cursos de agua se hicieron cada vez más escasos y las rocas de la montaña se tornaron progresivamente peladas. Por doquier se veían hojas de un extraño color rojizo, mientras las escasas flores que aún adornaban las sombrías copas de los árboles se revestían de amarillo y caían al suelo. La escarcha brillaba como si fuera una gema y las noches se hacían palpablemente más largas. Por el contrario, la luz de la luna se había revestido de una blancura tan penetrante, que se confundía con la nieve que muy pronto vendría a lamer los paneles de papel de arroz que cubrían las ventanas. En los largos atardeceres el humo salía a raudales por las chimeneas de todas las casas, al tiempo que las aguas de los lagos emitían una luz fría y parda que presagiaba ya el invierno. Pese a todo, aún flotaba en el ambiente el aroma de las plantas silvestres, algunas amarillas, otras rojas, y la fragancia verdosa de los naranjales. Los sauces llorones ponían una nota de nostalgia en aquel paisaje transido por la tristeza. Una bandada de patos salvajes se abatió sobre una aldea lejana, haciendo pensar en una tormenta de nieve agitada por un huracán. En las posadas el canto de los gallos se mezclaba con el olor de la soja cocida.
Después de caminar durante mucho tiempo, los peregrinos avistaron los muros de una nueva ciudad. El maestro la señaló en seguida con la punta de su fusta y, volviéndose hacia Wu-Kung, exclamó:
—¿Ves aquella ciudad de allí? Me pregunto qué clase de asentamiento será.
—Eso no podremos saberlo hasta que no nos acerquemos un poco más —contestó el Peregrino—. Sería, además, conveniente que preguntáramos a alguien sobre el tipo de personas que la habitan.
No había acabado de decirlo, cuando vieron salir a un anciano de entre un grupo de árboles. Llevaba en las manos un bastón de bambú y sus ropas parecían extremadamente ligeras, aunque traía ajustada la cintura con un cinturón de cuero. Caminaba con cierta ligereza, ayudado, quizás, por las sandalias de esparto que calzaba. Tan repentina fue su aparición, que el monje Tang se bajó a toda prisa del caballo y, acercándose a él, le saludó con inusitado respeto. Después de devolverle el saludo, el anciano le preguntó, apoyándose en su bastón:
—¿De dónde sois, maestro?
—Procedo de la corte de los Tang, en las Tierras del Este —contestó Tripitaka, juntando las manos a la altura del pecho— y me encuentro de camino hacia el Monasterio del Trueno, donde espero conseguir las escrituras budistas. Al llegar a esta noble comarca, me pareció ver un poco más adelante una muralla y, puesto que desconozco el nombre del lugar del que pueda tratarse, me he tomado la libertad de preguntároslo a vos.
—¡¿Cómo es posible que no lo sepa un maestro Zen que domina los principios del Tao?! —exclamó el anciano—. Ésta es una de las prefecturas del Reino de la India, aunque todo el mundo la conoce por el nombre de Distrito de la Flor de Jade. Como la persona que rige sus destinos es un miembro de la familia real, ostenta el título de Príncipe de la Flor de Jade. Puedo aseguraros que se trata de una persona virtuosa en extremo, que se debe a su pueblo por encima de todo y protege de un modo especial a los budistas y a los taoístas. Si deseáis entrevistaros con él, no tenéis más que decirlo. Os recibirá con los brazos abiertos.
Tripitaka le dio las gracias y el anciano prosiguió tranquilamente su paseo por el bosque. Loco de contento, el maestro contó a sus discípulos lo que acababa de oír y, ante la insistencia de éstos para que volviera a montar en el caballo, respondió:
—La ciudad no está lejos de aquí. Creo, además, que me vendrá bien caminar un poco.
De esta forma, los cuatro entraron a pie en la cabeza del distrito. En cada casa parecía haber una tienda, en la que se vendía y se compraba de todo. Las calles estaban abigarradas de gente, que se dedicaba con empeño a sus negocios. Su forma de hablar y de vestir eran totalmente distintas a las que se estilaban en China. Eso hizo que Tripitaka advirtiera a sus discípulos:
—Tened cuidado y procurad mostraros amables con todo el mundo.
Ba-Chie agachó, una vez más, la cabeza y el Bonzo Sha se tapó la cara con una mano. El Peregrino, por el contrario, no tomó ninguna precaución especial, limitándose a agarrar al maestro del brazo. Pronto se arremolinó a su alrededor una gran multitud, que trataba de echarles un vistazo, atraída por lo extraño de su aspecto.
—Entre nosotros —comentaron algunos— tenemos a infinidad de monjes capaces de dominar dragones y domar tigres, pero jamás habíamos visto a bonzos que pudieran atrapar cerdos y domesticar monos.
—¡¿A que no habéis visto al rey de los cazadores de cerdos?! —exclamó Ba-Chie, perdiendo la paciencia y mostrando su enorme morro.
Al verlo, todos los curiosos se cayeron al suelo, huyendo cada cual por donde buenamente podía.
—¡Guarda inmediatamente ese morro! —le urgió el Peregrino, soltando la carcajada—. No seas tan bruto y mira por dónde pisas. ¿No ves que estamos a punto de cruzar un puente?
El Idiota agachó la cabeza y, sin dejar de reír, cruzó el desnivel que le separaba de una de las puertas de la ciudad. Ante ellos se extendía una calle llena de tabernas, de las que salían canciones y gritos. El negocio no podía ser más boyante. Ésa era, en realidad, la nota más destacada de aquella capital, que no recordaba en nada las de China. Sobre ella disponemos de un poema, que afirma:
Era una ciudad de origen real y bien fortificada, rodeada de ríos larguísimos y de colinas en las que la naturaleza hacía patente su pujante frescor. En los mercados se ofrecían cientos de mercancías, que traían infinidad de barcos amarrados a la orilla de un inmenso lago. Las tabernas se contaban a millares y todas lucían a la puerta unos extraños estandartes. El gentío llenaba por igual las calles del centro que las de las de las afueras. Se veían mercaderes hasta en los callejones más apartados. Semejante bullicio traía a la mente la famosa ciudad de Chang-An, en la que, por encima del griterío humano, destacaban los cantos de los gallos y los ladridos de los perros.
Encantado por tan bulliciosa manifestación de vida, Tripitaka se dijo:
—Había oído hablar de los numerosos pueblos bárbaros que poblaban las Tierras del Oeste, pero jamás sospeché que fueran así. Cuanto más miro a esta gente, más me convenzo de que no existen apreciables diferencias entre ellos y los que habitan bajo la tutela de los gran Tang. ¡Ésta es, ciertamente, la Tierra de la Última Felicidad!
Por si eso fuera poco, oyó decir que una medida colmada del arroz más blanco que pueda imaginarse costaba unos céntimos de cobre y que por una simple moneda podía adquirirse una alcuza llena de aceite de soja. Por fuerza las cosechas tenían que ser abundantes en aquella comarca y la variedad de productos estimable. Eso explicaba que las calles fueran tan largas. Tras mucho caminar, llegaron finalmente a la mansión del Príncipe de la Flor de Jade, a cuyos lados se levantaban la morada del Administrador Real, el Palacio de Justicia, el Salón para las Celebraciones Oficiales y el Palacio para los Invitados.
—Sin duda alguna —concluyó Tripitaka, maravillado—, ésta debe de ser la residencia del príncipe. Lo mejor que podemos hacer es entrar a pedirle que nos selle el documento de viaje.
—¿Pensáis entrevistaros a solas con él o queréis que os acompañemos nosotros? —preguntó Ba-Chie.
—No será necesario —contestó Tripitaka—. ¿No veis que en ese cartel de ahí dice «Palacio para los Invitados»? Descansad un poco y tratad de encontrar algo de heno para el caballo. Si el príncipe tiene la delicadeza de invitarme a comer, os haré llamar inmediatamente. No os preocupéis.
—Está bien —concluyó el Peregrino—. Yo me ocuparé de todo.
El Bonzo Sha cargó con el equipaje y siguió a sus hermanos al interior del pabellón de invitados. Al ver lo feos que eran, los funcionarios que lo atendían no se atrevieron a preguntarles su procedencia, pero tampoco les exigieron que fueran a buscar una posada común y corriente. No opusieron, de hecho, obstáculo alguno en que tomaran asiento en el salón principal, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del maestro, que, después de cambiarse de túnica, tomó el documento de viaje y se dirigió directamente a la mansión del príncipe. El funcionario encargado de la etiqueta le salió al encuentro y le preguntó:
—¿De dónde sois, maestro?
—Soy un enviado del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, y me dirijo al Monasterio del Trueno en busca de las escrituras del Patriarca Budista —contestó Tripitaka—. Puesto que, para completar mi misión, es preciso que cruce vuestros nobles dominios me gustaría solicitar de vuestro muy dignísimo soberano que selle los documentos de viaje que traigo conmigo. Ése es el motivo de que ahora solicite una audiencia con él.
El funcionario entró en seguida a anunciar su llegada. El príncipe, que era, en verdad, una persona recta y muy letrada, ordenó inmediatamente que fuera conducido a su presencia. Tripitaka le saludó a los pies mismos de las escalinatas del salón del trono, siendo invitado seguidamente a tomar asiento. Sin pérdida de tiempo sacó el documento de viaje y se lo entregó a su majestad, que lo llevó con sumo cuidado. Al ver los sellos de los otros soberanos por cuyos dominios había pasado el monje Tang, hizo traer también el suyo y lo estampó al lado mismo de su firma. Después de doblar cuidadosamente el documento, se volvió hacia el maestro y le preguntó:
—Según veo, vuestro viaje os ha conducido a través de infinidad de reinos. ¿Podéis decirme cuál es la distancia exacta que separa este lugar de la gran corte de los Tang?
—Vuestro humilde servidor no lo recuerda con exactitud —contestó Tripitaka, respetuoso—. Lo que sí puedo deciros es que, hace años, la Bodhisattva Kwang-Ing se apareció a nuestro emperador y le manifestó: «La distancia es de doscientos quince mil kilómetros». Si la memoria no me falla, son ya catorce veranos con sus correspondientes inviernos los que este indigno monje lleva de camino.
—Eso quiere decir que son catorce los años que habéis empleado en llegar hasta aquí. Supongo que os habréis topado con muchísimas dificultades.
—Me es imposible relatároslas todas —volvió a contestar Tripitaka—. No os podéis imaginar la cantidad de monstruos que nos han salido al paso en todo este tiempo. Lo que he sufrido hasta llegar a vuestras tierras no se puede consignar en menos de diez mil libros.
Visiblemente complacido por lo ajustado de sus respuestas, el príncipe ordenó preparar inmediatamente un banquete vegetariano para tan ilustre visitante.
—Si me lo permitís —dijo, entonces, Tripitaka—, ahí fuera tengo esperándome a tres discípulos y no me atrevo a aceptar vuestra invitación, por temor a retrasar el viaje más de la cuenta.
—No os preocupéis por eso —respondió el príncipe y, volviéndose a uno de sus subalternos, añadió—: Id a invitar a esos tres monjes a sentarse a la mesa con su maestro.
El funcionario salió en seguida en su busca, pero no los encontró por ninguna parte. A cuantos preguntaba le respondían:
—No hemos visto por aquí a ningún monje.
—A lo mejor son esos tres bonzos horribles que están sentados en el Palacio para los Invitados —comentó, finalmente, un oficial.
—¿Quiénes son los distinguidos discípulos del monje procedente de la gran corte de los Tang? —preguntó el subalterno del príncipe, entrando en el Pabellón de los Caminantes—. Es deseo de nuestro señor que vayan inmediatamente a sentarse con él a la mesa.
Ba-Chie estaba adormilado en el suelo. Al oír hablar de comida, se puso en seguida de pie y empezó a gritar, animado:
—¡Somos nosotros! ¿Es que no nos ves?
El subalterno cayó presa del pánico y empezó a gritar, temblando de pies a cabeza:
—¡Un monstruo, un monstruo!
—¿Por qué no te comportas de una forma más educada? —le regañó el Peregrino, tirándole de la ropa—. ¡Recuerda que no estás en una aldea abandonada!
Pero la cosa no dio resultado, porque, al verle, los funcionarios volvieron a gritar, más sobresaltados todavía:
—¡Otro monstruo, otro monstruo!
—No os asustéis, por favor —trató de calmarles el Bonzo Sha, juntando las manos a la altura del pecho e inclinando respetuosamente la cabeza—. Somos, realmente, los discípulos del monje Tang.
Sin embargo, tampoco eso calmó a los funcionarios, que, con el ánimo en vilo, gritaron aún más fuerte:
—¡El dios de la tierra, el dios de la tierra!
Viendo que no conseguían nada, el Peregrino pidió a Ba-Chie que cogiera de las riendas al caballo y, ordenando al Bonzo Sha que cargara con el equipaje, se dirigieron todos juntos a las mansión del Príncipe de la Flor de Jade. El subalterno real se había armado, mientras tanto, de valor y había corrido a informar oportunamente de su llegada. Pero sus explicaciones no sirvieron de nada, porque, al ver la fealdad de sus rostros, el príncipe se quedó pálido de temor. Para tranquilizarle, Tripitaka tuvo que juntar, una vez más, las manos a la altura del pecho y decir con voz serena:
—No tengáis ningún miedo, majestad. Es posible que mis discípulos sean feos en extremo, pero pocos hay que los aventajen en bondad.
—Este humilde servidor vuestro os presenta sus respetos —dijo Ba-Chie, inclinándose ante él, pero su voz sonó tan ronca, que, lejos de apaciguarse, el príncipe se puso aún más nervioso.
—Os suplico que perdonéis la tosquedad de mis discípulos —insistió Tripitaka—. Los encontré en unos lugares muy apartados de la civilización y me temo que no entienden mucho de etiqueta.
La calma con la que se expresaba el maestro terminó convenciendo al príncipe de la bondad de aquellos extraños monjes y ordenó que fueran conducidos de inmediato al Pabellón de Secado de la Seda, donde habían de servirles la comida prometida. Tras reiterar las gracias a su majestad, Tripitaka abandonó el salón del trono, junto con sus discípulos, y se dirigió al lugar señalado para el convite.
—¿Es que no sabes lo que es la educación? —regañó a Ba-Chie, tan pronto como se encontraron solos—. Si hubieras mantenido la boca cerrada, todo habría salido mejor. ¡No comprendo cómo puedes ser tan tosco! ¡Con esa forma de hablar que tienes eres capaz de derribar de un solo grito el mismísimo Monte Tai!
—¡Menos mal que yo no dije nada! —exclamó, con alivio, el Peregrino—. Por lo menos he ahorrado un poco de energía.
—¡Tenía que haber esperado a que todos nos inclináramos! —exclamó el Bonzo Sha, sumándose a las críticas del maestro—. ¡Es increíble que se adelantara por su cuenta y riesgo y empezara a sacudir el morro a diestro y siniestro!
—¡Menudo lío! —se quejó Ba-Chie—. ¿No me dijisteis hace unos días que, cuando me encontrara con alguien, lo primero que tenía que hacer era inclinarme y saludarle con respeto? ¿Cómo es que ahora decís que eso no es correcto? Con tanto cambio de idea, la verdad, yo ya no sé qué hacer.
—Es cierto que te mandé que te inclinaras ante los desconocidos —reconoció Tripitaka—, pero en ningún momento te sugerí que debías burlarte de los príncipes. Como muy bien afirma el proverbio, «existen muchos tipos de cosas e incontables clases de gente». ¿Cómo es posible que no sepas distinguir entre un príncipe y una persona ordinaria?
Mientras discutían de ese asunto, los sirvientes reales pusieron las mesas y las sillas y empezaron a servir la comida. El maestro y los discípulos dieron por terminada la conversación y se sentaron a comer, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del príncipe, que, después de abandonar el salón del trono, se dirigió directamente a sus habitaciones privadas. Sus tres hijos se alarmaron sobremanera, al verle tan pálido y le preguntaron, preocupados:
—¿Qué os ha sucedido para mostraros tan alterado?
—Acaba de venir a visitarme un monje procedente de la gran corte de los Tang, en las Tierras del Este, que va de camino hacia los dominios de Buda en busca de escrituras —respondió el príncipe—. Como para ello debe cruzar nuestros territorios, me ha solicitado que le firme el documento de viaje que lleva y yo he accedido de buen grado a hacerlo, porque parecía una persona bastante comedida. Al invitarle a comer, me ha respondido que tenía a tres discípulos esperándole justamente enfrente de nuestra mansión y he hecho extensiva mi invitación también a ellos. Pero, lejos de expresarme el respeto debido, han pasado por alto las normas más elementales de la etiqueta, ofendiendo gravemente mi dignidad. Se han limitado, simplemente, a inclinarse ante mí y eso me ha desagradado profundamente. He levantado la cabeza, desconcertado, y he visto que eran tan feos como demonios. ¿Cómo queréis que no esté pálido? No estoy acostumbrado a tratar con monstruos.
Los tres hijos del príncipe eran asiduos cultivadores de las artes marciales y, al oír las quejas de su padre, se arremangaron la túnica y, cerrando agresivamente los puños, exclamaron:
—¡Cómo se atreven esos monstruos de la montaña a tomar una apariencia humana! ¡Echemos mano inmediatamente de nuestras armas!
El mayor tomó una barra que le llegaba hasta las cejas; el segundo, un rastrillo de nueve puntas, y el tercero, un báculo cubierto de una pátina de laca negra. Dando grandes zancadas, salieron del palacio y gritaron con fuerte voz:
—¿Dónde están esos monjes que dicen ir en busca de escrituras sagradas?
Los funcionarios encargados del Palacio para los Invitados se postraron en seguida rostro en tierra y contestaron:
—Se encuentran en el Pabellón de Secado de la Seda, disfrutando de la comida vegetariana que les ha ofrecido vuestro padre.
Sin pensarlo dos veces, los tres jóvenes se dirigieron hacia el lugar que acababan de indicarles y volvieron a gritar con ademán arrogante:
—¿Sois monstruos o personas? ¡Hablad claramente, si queréis que os perdonemos la vida!
Tripitaka estaba tan asustado, que perdió el color de la tez. Pese a todo, dejó a un lado el cuenco de arroz que tenía en las manos y contestó, inclinándose con respeto:
—Vuestro humilde servidor es un enviado por la corte de los Tang en busca de escrituras sagradas y no soy ningún monstruo.
—Eso se ve claramente —concluyó uno de los jóvenes—, cosa que no se puede decir de esas tres criaturas que tienes a tus espaldas. ¡No pueden negar que son monstruos!
Ba-Chie continuó comiendo, sin prestarles ninguna atención. El Peregrino y el Bonzo Sha, por su parte, se levantaron de la mesa y dijeron:
—También nosotros somos seres humanos. Es posible que nuestros rasgos sean feos en extremo, pero en nuestros corazones anida la bondad y, aunque nuestros cuerpos parezcan deformes, somos de un natural dulce y agradable. ¿De dónde sois y por qué os mostráis tan agresivos con nosotros?
—Son los hijos de nuestro príncipe —contestó por ellos el cocinero real, que se hallaba de pie a su lado.
—¿Se puede saber por qué lleváis esas armas? —preguntó Ba-Chie, dejando a un lado el cuenco de arroz que estaba comiendo—. ¡No me digáis que es para luchar con nosotros!
Por toda respuesta el hijo segundo del príncipe se llegó hasta donde se encontraba Ba-Chie y levantó el rastrillo por encima de su cabeza con el ánimo de golpearle.
—Ese rastrillo que blandís —comentó el Idiota, soltando la carcajada— parece el nieto del mío —y, levantándose la túnica, mostró el arma terrible que llevaba a la cintura.
Una ligera sacudida bastó para que emitiera diez mil rayos de luz cegadora, que se convirtieron en un aura deslumbrante, cuando lo agitó con más fuerza. El joven sintió tal pánico al verlo, que las manos dejaron de obedecerle y los tendones se le entumecieron de tal forma, que no pudo seguir sosteniendo su arma. Casi al mismo tiempo el Peregrino se percató de que el mayor de los muchachos había cogido una barra y había empezado a dar vueltas a su alrededor con el ánimo inequívoco de atacarle. Sonriendo, el Gran Sabio se sacó de la oreja la barra de los extremos de oro y, sacudiéndola ligeramente, adquirió el grosor de un cuenco de arroz y una largura que superaba con mucho los treinta metros. No contento con eso, golpeó con ella el suelo y al punto se hundió en la tierra cerca de un metro.
—Si me lo permitís —dijo el Peregrino, acentuando la curva de su sonrisa—, me gustaría regalaros esta barra.
El joven arrojó a toda prisa la que tenía en las manos y corrió a coger la nueva, pero, aunque tiró de ella con todas sus fuerzas, no logró moverla ni un milímetro. Al ver que no conseguía arrancarla del suelo, trató de apalancaría con el cuerpo, pero todo fue inútil. Parecía que la barra había echado raíces.
Para no ser menos, el tercero de los jóvenes agitó su báculo de laca negra y se lanzó contra el Bonzo Sha, que le apartó de su camino con una mano, mientras blandía con la otra su propio báculo de destrozar monstruos. Lo hizo girar como si fuera una rueda y al punto empezó a lanzar unas nubecitas luminosas de colores muy intensos. Todos los funcionarios reales se quedaron mudos de asombro y terror. Los tres jóvenes, por su parte, se echaron rostro en tierra y suplicaron, humildes:
—Perdonad que no os hayamos reconocido, maestros. Nuestros ojos mortales nos han impedido ver en vos a seres venidos de lo alto. Compadeceos de nuestra ignorancia y concedednos el inmerecido honor de aceptarnos como discípulos.
—Este espacio es demasiado reducido —dijo el Peregrino, arrancando la barra del suelo sin ningún esfuerzo—. Aquí ni siquiera se pueden estirar las manos. Salgamos al aire libre y te enseñaré a usar una barra como ésta.
Cuando se encontró al aire libre, dio un salto y se elevó por encima de las casas, produciendo un silbido muy penetrante. Sus pies descansaban en dos nubes luminosas de cinco colores. Sin ninguna dificultad agarró la barra de hierro y empezó a hacer fintas y figuras a una altura de unos trescientos pasos por encima del suelo. Fueron incontables las posturas de lucha que adoptó, pero las que más llamaron la atención fueron las conocidas como «lanzamiento de flores desde lo alto»[1] y «enroscamiento del dragón amarillo». Incansable, se movió hacia arriba y hacia abajo, dando vueltas sin cesar a derecha e izquierda. Se mostraba tan compenetrado con la barra, que era como si según afirma el proverbio, se hubieran añadido flores a los bordados Poco a poco, se fue desvaneciendo su figura, hasta que todo el cielo quedó lleno de barras que giraban a una velocidad increíble.
—¡Fantástico! —gritó Ba-Chie desde abajo, enardecido—. Creo que ha llegado el momento de que también yo haga un poco de ejercicio —y, montándose en un viento huracanado, se elevó por los aires agitando el rastrillo.
Con inimitable pericia lanzó tres golpes hacia arriba, cuatro hacia abajo, cinco hacia la izquierda, seis hacia la derecha, siete hacia delante y ocho hacia atrás. Sus movimientos eran tan rápidos, que podía oírse una especie de continuo silbido. Cuando sus evoluciones alcanzaron el punto culminante, el Bonzo Sha se volvió hacia el maestro y, sin poder aguantarlo más, le dijo, muy excitado:
—Pienso que también yo debería hacer un poco de ejercicio —y, de un salto, se elevó por los aires, blandiendo amenazante el báculo.
Su arte no tenía nada que envidiar al del luchador más experimentado. Haciendo uso de sus muchos conocimientos, realizó posturas tan difíciles como «el fénix rojo que mira de frente al sol» o «el tigre hambriento que salta sobre su presa». A los movimientos lentos siguieron otros extremadamente vertiginosos, haciendo gala de una maestría que no desdecía de la mostrada por sus hermanos. La lección de magia y de dominio de las artes marciales que dieron, suspendidos de lo alto, fue realmente extraordinaria. De esa forma, dejaron bien patente que la visión del auténtico Zen deja en suspenso los ánimos, porque el universo entero se halla sujeto a los principios del Tao. El Oro y la Madera llenan, de hecho, con su poder todo el reino del dharma[2]. Las armas sagradas están siempre dispuestas a intervenir en defensa de la virtud, haciendo que los recipientes que contienen el elixir sean respetados en todo lugar y tiempo. Hasta en la nobilísima India es preciso mantener bajo control los instintos, pues, como muy bien se vio, los jóvenes príncipes de la Flor de Jade trataron de poner coto a la expansión de la verdad. No obstante, al contemplar aquella extraordinaria exhibición de artes marciales, se postraron rostro en tierra y comenzaron a golpear el suelo con la frente. Otro tanto hicieron los funcionarios de todo grado y condición que se hallaban presentes en el Pabellón de Secado de la Seda, el príncipe reinante y todos los habitantes de la ciudad, que contemplaron, boquiabiertos, semejante prodigio. Sin importar que fueran hombres o mujeres, soldados o civiles, taoístas o budistas, monjes o gente ordinaria, empezaron a recitar a coro los nombres de Buda, golpeando respetuosamente el polvo con la cabeza, mientras lo hacían. En cada casa se encendieron varillas de incienso y se presentaron ofrendas en el altar familiar. Se vio, así con toda claridad que la imagen remite siempre a lo real y que los monjes son los encargados de hacer llegar a la humanidad el bienestar y la paz, prediciendo una época de total prosperidad, en la que se reverenciará a Buda y se pondrá por obra el Zen.
Después de aquella magnífica exhibición de habilidades marciales los tres monjes descendieron de las nubes y guardaron sus armas. Antes de volverse a sentar a la mesa, se llegaron hasta donde estaba el monje Tang e, inclinándose ante él, le dieron las gracias por aquellos momentos de relajante esparcimiento, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, de los tres jóvenes, que regresaron a toda prisa al lado de su padre y le dijeron, muy excitados:
—Muy grandes, en verdad, deben de ser los méritos que habéis acumulado a lo largo de vuestra vida, para haberos hecho acreedor a las diez mil bendiciones que acaban de descender sobre vos. ¿No habéis visto, acaso, esa magnífica exhibición que acaba de tener lugar en lo alto?
—Sólo he podido contemplar unas nubes luminosas de colores —contestó el príncipe—, porque vuestra madre empezó a quemar varillas de incienso, junto con todos los dignatarios que habitan en este palacio. Yo mismo me uní en seguida a sus plegarias, aunque desconozco el nombre de los inmortales que se han dignado visitar nuestro palacio.
—No eran inmortales —contestaron los jóvenes—, sino los discípulos de ese monje que va en busca de escrituras. Uno tenía una barra con los extremos de oro; otro, un rastrillo de nueve puntas, y el tercero, un báculo, armas que, a decir verdad, no parecían diferenciarse gran cosa de las que nosotros teníamos. Al pedirles que nos enseñaran a usarlas, respondieron que el suelo les parecía demasiado pequeño para sus evoluciones y se elevaron tranquilamente por los aires. El cielo se llenó en seguida de colores, que giraban y giraban, como si se trataran de neblinas sagradas de buenos augurios. Cuando se cansaron de hacer maravillas con sus armas, bajaron de lo alto y se sentaron, como si nada hubiera ocurrido, en el Pabellón de Secado de la Seda. No podemos expresaros la satisfacción que nos embarga, al haberlos aceptado como maestros. Con lo que aprendamos seremos capaces de proteger a nuestro reino y, así, nuestra fama se extenderá por todos los rincones del orbe. ¿Qué opináis de nuestros planes?
El príncipe terminó doblegándose a sus deseos y, sin esperar a que llegara la carroza real, se dirigió, en compañía de sus hijos, hacia el Pabellón de Secado de la Seda. Los peregrinos estaban terminando de recoger sus cosas, cuando llegaron. Antes de que los monjes les dieran las gracias por la comida, se inclinaron con tan inesperado respeto, que el maestro, desconcertado, les devolvió el saludo doblando cuanto pudo la espalda. El Peregrino y sus dos hermanos, por el contrario, se hicieron a un lado y sonrieron ligeramente. El príncipe los invitó, entonces, a tomar asiento en el salón del trono, cosa a la que ellos accedieron de buen grado.
—Hay algo que quisiera pediros, maestro Tang —dijo el príncipe tan pronto como se hubieron sentado—. ¿Creéis que vuestros discípulos estarían dispuestos a concedérmelo?
—Tengo la seguridad de que no se negarán a complaceros —contestó Tripitaka—. Podéis hablar con tranquilidad.
—La primera vez que os vi —explicó el príncipe—, pensé que no erais más que un grupo de vulgares monjes mendicantes originarios de la lejana corte de los Tang. Mis ojos mortales me impidieron reconocer vuestra enorme virtud y estoy seguro de que, con ellos, os he ofendido grandemente. Si no llega a ser por las maravillas que acaban de realizar los maestros Sun, Chu y Sha, aún seguiría sin ver en vosotros a budas e inmortales vivientes. No necesito deciros que mis tres indignos hijos desde siempre han sido muy amantes de las artes marciales y se mueren de ganas por encontrar auténticos maestros, que los enseñen a perfeccionar tan difíciles prácticas. Suplico, por tanto, a vuestras venerables personas que los ayuden a abrir sus corazones con la amplitud que poseen el Cielo y la Tierra y viertan en ellos los misterios que vos poseéis. Si accedéis a mostrar vuestra benevolencia con mi indigna progenie, tened la seguridad de que recibiréis toda la riqueza que encierra esta ciudad.
—¡Cuánta generosidad la vuestra! —exclamó el Peregrino, sin poder contener las carcajadas—. Los que hemos renunciado a la familia siempre estamos dispuestos a aceptar discípulos. ¿Qué os hace pensar que vamos a rechazar a vuestros hijos, estando, como están, dispuestos a seguir la senda de la virtud? En cuanto al pago por nuestras enseñanzas, no os preocupéis. Nos conformamos con que nos tratéis con la benevolencia que es en vos habitual.
El príncipe se mostró tan encantado con lo que acababa de decir el Peregrino, que inmediatamente ordenó preparar un espléndido banquete en el salón principal del palacio. Sus deseos fueron cumplidos sin pérdida de tiempo. La sala reservada para el convite era lujosa en extremo. Todos los colores parecían darse cita en ella. Las volutas de incienso ponían una nota de sobriedad a aquel ambiente lujoso de mesas de oro cubiertas de manteles de seda brillante. La elegancia de las sillas, lachadas en negro y llenas de relieves tan vaporosos que parecían encajes, llamaba en seguida la atención de la vista. Pero, si el mobiliario era espléndido, la comida no lo era menos, con sus pirámides de frutas frescas y sus fuentes de té aromático. Se sirvieron cuatro o cinco platos diferentes de pasta, dulces y ligeros como el mismo rocío, y una o dos bandejas de panecillos y bollos recién hechos. Algunos estaban recubiertos de una fina capa de miel, que los hacía tan crujientes como las almendras secas. Otros habían sido fritos con mucho aceite y mostraban por encima una pátina de azúcar fundido. El vino de arroz poseía una fragancia tan penetrante, que, al ser vertido en las copas, daba la impresión de ser zumo de jade. Pero el aroma del té de Yang-Shan[3] superaba con mucho al de los demás brebajes que llenaban las mesas. Bastaba con sostener una sola taza en la mano, para que al punto se desdibujaran los olores de todas aquellas viandas extraordinarias que entonces se sirvieron. Mientras los comensales daban cuenta de ellas, las cantoras desgranaban su arte por toda la sala, acompañadas por el dulcísimo sonido de mil instrumentos invisibles. El maestro y los discípulos disfrutaron un día entero de tantas delicias, acompañados por el príncipe y sus hijos.
Al caer la noche, se retiraron las mesas y se dispusieron unos cuantos lechos en el Pabellón de Secado de la Seda, para que los peregrinos pudieran descansar a sus anchas. A la mañana siguiente los jóvenes habían de levantarse muy temprano y, después de quemar un poco de incienso, debían comenzar su instrucción con aquellos maestros llegados de lejos. Cada cuál acató de buen grado los deseos del príncipe, retirándose todo el mundo a descansar. Antes de hacerlo, los peregrinos disfrutaron de un baño preparado con plantas aromáticas. Para entonces los pájaros se habían recogido ya en sus nidos y todo parecía yacer en un quietismo total. Los dignatarios habían abandonado sus dependencias oficiales y hasta los poetas habían dejado de cantar. En lo alto de los cielos la Vía Láctea brillaba con un fulgor desconocido en otras tierras. Nadie transitaba por los caminos, a excepción de las hierbas que mecía suavemente el viento y que, vistas desde lejos, parecían ser caminantes. En un patio cercano se oía a alguien limpiar los arreos. El manto de la oscuridad se extendía hasta más allá de las colinas que separaban al viajero de su hogar. Sólo el canto de los grillos parecía saber interpretar los sentimientos de los que dormían, atravesando sus sueños con su persistente monotonía.
La noche dejó paso al día y, en cuanto hubo amanecido, los tres hijos del príncipe se presentaron, como se había acordado, en la habitación de los monjes. El maestro les dio la bienvenida con el respeto que se debía a los miembros de la familia real, pero ellos se comportaron como si no fueran más que simples discípulos. Se echaron, de hecho, a los pies del Peregrino, de Ba-Chie y del Bonzo Sha y, después de golpear repetidamente el suelo con la frente, suplicaron con encomiable respeto:
—Si no os importa, nos gustaría contemplar, una vez más, las armas que ayer sacasteis.
Ba-Chie cogió el rastrillo y lo tiró al suelo, al tiempo que el Bonzo Sha tomaba el báculo y lo dejaba apoyado contra la pared. Locos de contento, los dos hijos menores del príncipe se lanzaron sobre ellos, tratando de cogerlos en sus manos. Todo resultó inútil. Era como si unas libélulas se hubieran empeñado en levantar del suelo una roca pesadísima. No consiguieron mover las armas, aunque emplearon tanta fuerza que la cabeza se les puso roja y el rostro adquirió una alarmante coloración morada. Al verlos tan congestionados, su hermano mayor les aconsejó:
—Si yo estuviera en vuestro lugar, procuraría ahorrar un poco de energía. ¿A qué viene malgastarla tan inútilmente? ¿No comprendéis que esas armas son sagradas y que deben de pesar muchísimo?
—La mía no es muy pesada —dijo Ba-Chie, sonriendo malicioso—. De hecho, no supera el peso de un simple canon[4]. Con mango y todo calculo que andará alrededor de los diez mil ochocientos kilos.
—¿Cuánto pesa vuestro báculo? —preguntó, a su vez, el menor de los jóvenes, dirigiéndose al Bonzo Sha.
—Diez mil ochocientos kilos también —contestó éste.
El hermano mayor pidió, entonces, al Peregrino que le enseñara la barra de los extremos de oro. Ni corto ni perezoso, el Gran Sabio se sacó de la oreja una diminuta aguja de bordar, la sacudió ligeramente y al punto adquirió el grosor de un cuenco de arroz. Al verlo, los jóvenes se asustaron y los funcionarios reales temieron lo peor. Pese a todo, los muchachos se armaron de valor y preguntaron:
—¿Cómo es que los maestros Chu y Sha llevan sus armas metidas entre la ropa y vos lleváis la vuestra escondida en la oreja? ¿Cómo se explica, además, que crezca de esa manera, al entrar en contacto con el aire?
—Parecéis olvidar —respondió el Peregrino, condescendiente— que una barra como ésta no puede encontrarse en ningún lugar del mundo. De hecho, su hierro fue forjado al principio de la creación por el gran Yü en persona, alguien en el que se confundían de un modo inextricable la divinidad y la humanidad. En cierto momento se empleó para fijar la profundidad de los ríos, los océanos y los lagos. Después de la época terrible de las inundaciones, fue a parar al Océano Oriental, desde donde dominó todos los mares. Tras largos años de estancia en las aguas se volvió luminosa y adquirió la capacidad de encoger y alargarse, según la voluntad de su dueño. Después de caer en mis manos he aumentado aún más sus poderes, pudiendo hacerse tan grande como el universo y tan pequeña como una aguja de bordar. No en balde es conocida como la Barra Complaciente de los Extremos de Oro, de la que no existe rival ni en los Cielos ni en la Tierra. Su peso supera los veintisiete mil kilos incluso cuando se hace tan pequeña que apenas se la ve. Con ella sumí al Palacio Celeste en un desorden total y recorrí hasta el último rincón del universo, domando tigres, derrotando dragones y reduciendo a cenizas las moradas de los monstruos y los demonios. Posee tanta energía, que es capaz de superar la luminosidad del sol, sumiendo a los dioses del Cielo y la Tierra en un temor reverente. Jamás ha existido otra barra como ella desde los tiempos del Caos. ¡Simplemente, muchachos, no hay una sola que pueda comparársela!
Los jóvenes se sintieron aún más sobrecogidos y, echándose rostro en tierra, les suplicaron, una y otra vez, que les enseñaran los secretos de las artes marciales.
—¿Qué tipos de técnicas deseáis aprender exactamente? —les preguntó el Peregrino.
—Mi hermano menor, las del báculo; éste, las del rastrillo, y yo, las de la barra de hierro —contestó por los tres el mayor de los jóvenes.
—Eso es fácil —respondió el Peregrino, sonriendo—, pero me temo que carecéis de la fuerza suficiente para blandir nuestras armas. Debéis tener presente que, si no conseguís dominarlas con perfección, os parecéis a un tigre que se comporta como un perro. Con razón afirmaban los antiguos que en las enseñanzas que carecen de método el culpable es el maestro, mientras que en las que no se alcanzan los objetivos previstos la falta es de los discípulos. Si de verdad estáis interesados en aprender lo poco que nosotros sabemos, lo primero que tenéis que hacer es ofrecer un poco de incienso a la Tierra y al Cielo y ellos os otorgarán toda la fuerza que preciséis. Sólo entonces podremos enseñaros nuestros conocimientos sobre las artes marciales.
Locos de contento, los tres jóvenes buscaron un altar y, encargándose ellos mismos de transportarlo, se purificaron las manos y ofrecieron al Cielo el incienso de su buena disposición. Una vez concluida la ceremonia, regresaron junto a sus maestros y les pidieron humildemente que empezaran las lecciones. El Peregrino se volvió, a su vez, hacia Tripitaka y le dijo:
—Desde el momento mismo en que, gracias a vuestra inigualable virtud, alcancé la libertad en la Montaña de los Dos Reinos y abracé la fe budista, os he seguido sin desfallecer en vuestro continuo peregrinar hacia el Oeste. Es mucho, en verdad, lo que debo a vuestra benevolencia, pero eso no resta ningún mérito a la dedicación y al desinterés con que me he entregado a vuestra causa. A ellos se debe en gran parte que, por fin, hayamos llegado a la tierra que vio nacer a Buda. En ella hemos tenido la enorme fortuna de encontrarnos con tres jóvenes de sangre real, que de buena gana nos han aceptado como maestros, con el fin de que les transmitamos nuestros conocimientos sobre las artes marciales. Si, de verdad, llegan a convertirse en discípulos nuestros, también lo serán de vuestra paternidad y os honrarán con el mismo respeto con que lo hacemos nosotros. Queríamos que lo supierais antes de que comenzáramos nuestra enseñanza.
Tripitaka se mostró sumamente complacido con esas explicaciones e inmediatamente dio su visto bueno al proyecto. Al ver cómo reaccionaba el maestro, Ba-Chie y el Bonzo Sha se echaron, a su vez, rostro en tierra y dijeron:
—Como bien sabéis, somos personas sin ninguna formación, que no saben expresarse con la corrección que debieran. Os suplicamos, por tanto, que toméis el dignísimo asiento del dharma y nos permitáis también a nosotros aceptar a esos jóvenes como discípulos. Ellos se encargarán de mantener vivo el recuerdo de nuestro peregrinaje hacia el Oeste.
Tripitaka les dio, igualmente, su consentimiento. Después de escoger un lugar apartado que había detrás del Pabellón de Secado de la Seda, el Peregrino dibujó en el suelo el diagrama de la Osa Mayor y pidió a los tres jóvenes que se postraran de hinojos en el interior del trazo que acababa de completar. Cerró a continuación los ojos y se sumió en una concentración total y absoluta. Colocándose a espaldas de los muchachos, entonó en su interior una serie de mantras y recitó las palabras de la inmortalidad efectiva, antes de lanzar sobre ellos un soplo de aire sagrado, que extrajo directamente de sus entrañas. Los dioses que moraban en el interior de los jóvenes despertaron de su letargo y fueron a ocupar el lugar que desde siempre les había estado reservado. Acto seguido, les transmitió oralmente unas cuantas fórmulas y, de esta forma, cada uno de los hijos del príncipe obtuvo una fuerza superior a la de mil hombres. Después los ayudó a completar el ciclo del fuego, valiéndose de las mismas técnicas que se usan para abandonar el seno materno o cambiar totalmente de huesos[5]. Los jóvenes sólo recobraron la consciencia, cuando la fuerza vital hubo recorrido todos los circuitos de su cuerpo, un trasunto, en realidad, de los movimientos exactos que siguen los planetas. Al ponerse de pie y pasarse la mano por la cara, sintieron que poseían una fuerza que jamás habían imaginado que llegarían a tener. De hecho, el mayor tomó sin ninguna dificultad la barra de los extremos de oro, el segundo levantó el rastrillo de las nueve puntas y el menor blandió, con la misma facilidad, el báculo de derrotar monstruos.
Cuando el príncipe lo vio, se apoderó de él tal satisfacción, que inmediatamente mandó servir otro banquete vegetariano de acción de gracias. Antes de que éste diera comienzo, se inició el período de instrucción. El joven empeñado en dominar los misterios de la barra, se dedicó a ello con empeño, cosa que también hicieron, con notable aplicación, los otros dos con el báculo y el rastrillo. Pronto aprendieron a hacer fintas y a lanzar golpes, pero, en medio de todo, eran simples mortales y la fatiga se apoderó en seguida de sus cuerpos. Su respiración se fue haciendo pesada por momentos y sus brazos se mostraron incapaces de seguir blandiendo aquellas armas dotadas de poderes metamórficos, que ellos no lograron dominar, pese a sus continuos avances y retrocesos. El banquete puso fin a aquel día agotador de ejercicios marciales.
A la mañana siguiente, muy temprano, los tres jóvenes volvieron a presentarse ante sus maestros y les dijeron:
—Gracias por haber fortalecido nuestros brazos con vuestra propia potencia. Aunque ahora somos capaces de sostener vuestras armas, encontramos extremadamente difícil blandirías con la destreza que se espera de un luchador experimentado. Sería de desear, por consiguiente, que los herreros de nuestro padre hicieran unas copias exactas de las mismas, aunque un poco más ligeras. De esa forma, podríamos asimilar vuestras enseñanzas con más rapidez. No sabemos, de todas formas, cuál es vuestra opinión.
—Nos parece muy bien —contestó Ba-Chie—. Es una proposición realmente razonable. Por una parte, nuestras armas son un poco difíciles de manejar y, por otra, nosotros mismos las necesitamos para defender la Ley de los demonios que la acechan. Es una idea excelente que queráis hacer unas copias.
Sin pérdida de tiempo los jóvenes ordenaron a los herreros de palacio que compraran veinte mil kilos de hierro en bruto. Con el fin de fundirlo, se levantó una especie de tienda de campaña en la explanada que había justamente en frente de la mansión. La fragua funcionó con tal efectividad, que en un solo día se convirtió tan ingente cantidad de hierro en acero de la mejor calidad. Al día siguiente el Peregrino y sus dos hermanos habían de entregar de sus armas a los herreros, para que hicieran las copias convenidas.
Desgraciadamente, la barra de los extremos de oro, el rastrillo de las nueve puntas y el báculo de matar monstruos no debían separarse en ningún momento de sus dueños y empezaron a emitir una luz cegadora, en cuanto las colocaron en la tienda. Era tal su luminosidad, que el cielo se cubrió de un resplandor superior al del sol y toda la tierra fue testigo de tan formidable portento. Aquella misma noche, un monstruo que vivía en la Caverna de las Fauces del Tigre, enclavada en la Montaña de la Cabeza del Leopardo, a unos ciento cincuenta kilómetros de la ciudad, salió a tomar el fresco y vio el resplandor. Al percatarse, además, del aura de buenos augurios que la envolvía, decidió investigar su origen y, montando en una nube, se dirigió hacia la ciudad. Descubrió, así, que provenía del palacio real. Intrigado, se acercó un poco más y, al ver aquellas tres armas tan espléndidas, se dijo, movido por el ansia de poseerlas:
—¡Qué cosa más maravillosa! Me pregunto de quién serán y por qué se encuentran aquí. De todas formas, ¿qué puede importarme a mí eso? Está visto que hoy es mi día de suerte. Puesto que se me han revelado con tanta claridad, lo mejor que puedo hacer es llevármelas —y, valiéndose de un viento huracanado, se hizo con ellas y regresó a su caverna.
Así quedó comprobado, una vez más, que el Tao no puede abandonarse en ningún momento, porque lo que es susceptible de ser dejado a un lado no pertenece a él. Sin sus armas los peregrinos se encontraban totalmente a merced de los monstruos y todos su esfuerzos por conseguir las escrituras se tornaron, de pronto, vanos.
No sabemos, de momento, si consiguieron recuperarlas o no. El que quiera averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.