CAPÍTULO LXXXV

Decíamos que el rey celebró por la mañana su audiencia habitual, en la que todos los funcionarios, tanto militares como civiles, presentaron sus respectivos informes. Antes de hacerlo, sin embargo, tuvieron la osadía de pedir a su majestad:

—Disculpadnos por presentarnos ante vos de una manera tan incorrecta.

—¿Por qué me hacéis semejante petición? —preguntó el rey, sorprendido—. Que yo sepa, no veo nada en vosotros distinto de los demás días.

Muertos de vergüenza, todos confesaron que habían perdido el pelo durante la noche.

Vivamente emocionado, el rey se levantó del trono del dragón y confesó a sus atónitos súbditos:

—Todos los miembros y sirvientes de mi familia también han amanecido así. Lo más preocupante es que no sabemos a qué obedece tan desconcertante fenómeno. —Las lágrimas empezaron a brotar copiosas de sus ojos y ordenó—: De ahora en adelante queda totalmente prohibido matar monjes.

Después de tomar asiento en el trono del dragón, todos los ministros se retiraron al sitio que tenían asignado y oyeron, respetuosos, decir al soberano:

—Si alguno de vosotros tiene algo que informar a esta corte, que se adelante y nos lo haga saber. De lo contrario, mandaré enrollar las cortinillas y esta audiencia quedará clausurada.

De entre el grupo de funcionarios militares se destacó el comandante encargado de la defensa del sector oriental de la ciudad, que comunicó lo siguiente:

—En cumplimiento de vuestras órdenes, estos humildes servidores de la corona salimos anoche a patrullar los alrededores y conseguimos recobrar un armario muy pesado y un espléndido caballo blanco. No atreviéndonos a tomar una decisión sobre su posible destino, os suplicamos que dispongáis libremente de ellos.

—Traed a nuestra presencia ese armario y ese caballo de los que habláis —ordenó el rey, visiblemente complacido.

Sin pérdida de tiempo, el comandante regresó a su palacio y ordenó a los soldados que cargaran con el armario. En cuanto sintió el movimiento, se apoderó de Tripitaka tal terror, que por poco no pierde el espíritu.

—¿Qué vamos a decir, cuando nos hallemos en presencia del rey? —preguntó a sus discípulos, vivamente preocupado.

—Dejad de dar vueltas a eso, por favor —le urgió el Peregrino, soltando la carcajada—. He hecho unos cuantos preparativos que nos allanarán el camino. Ya lo veréis. En cuanto abran el armario, se inclinarán ante nosotros y nos tratarán como a grandes maestros. Es conveniente que Ba-Chie no se sobrepase, como suele hacer siempre. Le gusta demasiado ser el primero en todo.

—No, ciertamente, para ir al cadalso —replicó Ba-Chie—. ¡Menuda suerte es ésa de morir ejecutado!

No había acabado de decirlo, cuando los soldados que los llevaban llegaron al Palacio Imperial. Sin pérdida de tiempo condujeron directamente el armario a la Torre de los Cinco Fénix y lo colocaron sobre los escalones de color rojo. Los ministros suplicaron al rey que mostrara a todos lo que contenía y él, a su vez, ordenó al comandante que abriera tan inesperado tesoro. En cuanto se abrieron las puertas, Chu Ba-Chie no pudo contener la impaciencia y saltó fuera del incómodo lugar en el que acababa de pasar la noche. Todos los funcionarios se quedaron mudos de terror. Su asombro alcanzó límites insospechados, cuando vieron aparecer detrás de él al monje Tang, ayudado por el Peregrino, y al Bonzo Sha, que no se separaba en ningún momento del equipaje. Lo primero que llamó la atención de Ba-Chie fue el comandante con el caballo y, llegándose hasta él, le arrebató las riendas, gritando:

—¡Este caballo es nuestro! ¡Devuélvenoslo en seguida!

El comandante se llevó tal susto, que se cayó de culo, como si fuera un muñeco. El rey se percató de que eran monjes budistas y, levantándose a toda prisa del trono del dragón, pidió a las concubinas y a todos sus servidores que abandonaran el Salón de los Carillones de Oro y fueran a darles la bienvenida.

—¿De dónde sois? —les preguntó el rey con inesperado respeto.

—Hemos sido enviados por el Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este —contestó Tripitaka—, al Monasterio del Trueno, en el Oeste, para conseguir las escrituras de Buda.

—Si venís desde tan lejos —objetó el rey—, ¿cómo habéis escogido un armario para pasar la noche?

—Vuestro humilde servidor —confesó Tripitaka— estaba al tanto de vuestro juramento para acabar con todos los monjes con que os toparais. Por eso, decidimos hacernos pasar por comerciantes y fuimos a una de vuestras muy dignas posadas a descansar de las penalidades del camino. Como, a pesar de todo, temíamos que alguien pudiera reconocernos, optamos por encerrarnos en un armario. Desgraciadamente fue robado por unos bandidos, aunque después nos cupo la suerte de ser rescatados por uno de vuestros esforzados comandantes. Eso explica que nos encontremos ahora aquí disfrutando del inmerecido honor de contemplar el rostro de dragón de vuestra majestad. Para nosotros es como si las nubes se hubieran abierto y, de pronto, hubiera aparecido la maravilla cotidiana del sol. Suplicamos de vuestra generosidad, ancha como el mismo mar, que nos otorguéis el perdón y nos permitáis continuar nuestro camino.

—Vos sois un monje perteneciente a un imperio mucho más poderoso que el nuestro —replicó el rey—. Nos correspondería, por tanto, a nosotros pediros disculpas por no haberos concedido la bienvenida que merecéis. El motivo por el que juré acabar con todos los monjes con los que me topara se remonta a tiempo atrás, cuando fui calumniado por ciertos bonzos indignos. Si escogí el número diez mil, fue porque, al expresar perfección, pensé que eso agradaría más a los Cielos. Lo que menos sospechaba yo entonces es que todos íbamos a terminar siendo monjes, pues, como muy bien podéis apreciar, tanto mis funcionarios y concubinas como yo mismo hemos perdido el cabello de la noche a la mañana. Os suplicamos, pues, confiando en vuestra infinita virtud, que nos aceptéis como discípulos.

—Si es eso lo que deseáis —exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada—, ¿dónde están los regalos que exige una situación tan solemne?

—Por eso no os preocupéis —contestó el rey—, porque estamos dispuestos a poner a vuestros pies todas las riquezas de este reino.

—No habléis de riquezas, por favor —le urgió el Peregrino—, porque nosotros somos monjes que nos tomamos en serio nuestro estado. Lo único que deseamos es que nos selléis los documentos de viaje y nos permitáis atravesar vuestros dominios. Os aseguramos que con eso vuestro reino gozará de seguridad para siempre y vos mismo disfrutaréis de una larga y próspera vida.

El rey ordenó al encargado de las fiestas y celebraciones imperiales que preparara un banquete y, echándose rostro en tierra, tanto él como todos sus súbditos, regresaron al camino del Único. No hubo ninguna objeción a la hora de firmar el documento de viaje. Es más, antes de dejarlos partir, pidió a los caminantes que cambiaran el nombre de aquella ciudad.

—Creemos —explicó el Peregrino— que Reino del Dharma es, en verdad, un nombre adecuado. Únicamente desentona con la prosperidad que aquí se respira eso de «Destructor». Puesto que el camino nos ha conducido directamente hasta aquí, os aconsejaríamos que adoptarais para siempre el nombre de Reino Respetuoso del Dharma. Si así lo hacéis, os garantizamos que las aguas de los mares y los ríos jamás se desbordarán sobre vuestras tierras y la lluvia y el viento soplarán en sazón.

Después de darles las gracias, el rey ordenó preparar un cortejo y toda la corte salió a las afueras de las ciudad a despedir a los peregrinos. De esta forma, pudieron continuar tranquilamente su periplo hacia el Oeste. El soberano y sus súbditos jamás volvieron a descarriarse, permaneciendo fieles a la verdad y a la práctica de la virtud, por lo que no volveremos a hablar más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del maestro, que, en cuanto hubo dejado atrás el Reino Respetuoso del Dharma, se volvió hacia Wu-Kung y le dijo, visiblemente satisfecho:

—Esta vez has hecho un trabajo realmente excelente. Se me antoja que, por eso mismo, el mérito esta vez es mayor.

—¿De dónde sacaste tantos barberos para afeitar a tanta gente en mitad de la noche? —preguntó el Bonzo Sha.

El Peregrino contó, entonces, cómo se había metamorfoseado y el uso que había hecho de sus poderes mágicos. Eso hizo reír de tal manera al maestro y a sus dos discípulos, que las carcajadas no les dejaron cerrar la boca durante más de media hora. Cuando más contentos estaban, vieron delante una montaña altísima y, tirando a toda prisa de las riendas, preguntó el monje Tang, alarmado:

—¿Habéis visto lo escarpada que parece esa montaña? No estaría de más que tomáramos todas las precauciones que pudiéramos.

—Tranquilizaos, maestro —dijo el Peregrino, riéndose todavía—. Deberíais saber que conmigo a vuestro lado no puede pasaros nada grave.

—¡Siempre dices lo mismo! —se quejó Tripitaka—. Hasta desde aquí se ve claramente que la cumbre es muy difícil de alcanzar. Eso sin contar con esa especie de vapores que parecen surgir de ella. Siento tal pánico, pensando en lo que nos espera, que todo el cuerpo se me paraliza.

—¿Tan pronto habéis olvidado el Sutra del Corazón, que os enseñó el Maestro Zen del Nido del Cuervo? —preguntó el Peregrino con la risa todavía en los labios.

—¡Por supuesto que todavía lo recuerdo! —respondió Tripitaka.

—Es posible que recordéis el sutra —concedió el Peregrino—. Pero estoy seguro de que habéis olvidado cuatro de sus líneas más importantes.

—¿A qué líneas te refieres? —volvió a preguntar Tripitaka.

—Esas que dicen: «No busquéis a Buda en la lejana Montaña del Espíritu, porque ésta está presente en vuestra mente. En el interior de cada hombre existe una Pagoda de la Montaña del Espíritu, en la que el Gran Arte debe purificarse de continuo».

—¿Cómo puedes creer que no estoy al tanto de esa doctrina? —se quejó Tripitaka—. Según esas cuatro líneas, las escrituras únicamente propugnan el cultivo de la mente.

—No hay la menor duda sobre ello —contestó el Peregrino—. De hecho, cuando la mente se ha purificado, brilla como una lámpara, y, cuando ha alcanzado un cierto grado de seguridad, llegan a comprenderse todos los fenómenos del mundo. El error más pequeño es capaz de hacer impracticable el camino, imposibilitando alcanzar la meta en más de diez mil años. Si se quiere ver aparecer de pronto el Monasterio del Trueno, es preciso mantenerse siempre alerta y obrar en todo momento con la más absoluta sinceridad. Es preciso, por tanto, que no os atormentéis con esos miedos y temores, pues el Camino parece, entonces, desdibujarse y el Monasterio del Trueno se aleja cada vez más. Seguidme y no penséis más en esas cosas.

Al oír esas palabras, el espíritu y la mente del Peregrino recibieron un nuevo empuje y desaparecieron todas sus preocupaciones. Continuaron caminando y no tardaron en alcanzar las primeras estribaciones de la montaña. Vista de cerca, se trataba de un lugar francamente singular, en el que tenían cabida todos los colores que puedan imaginarse. Las nubes flotaban sin rumbo por encima de su cumbre, como queriendo proteger a los árboles, cuyas sombras se perdían entre los acantilados. Los pájaros chillaban escondidos entre el verdor de sus copas, temerosos, tal vez, de las bestias salvajes que se movían entre los matorrales. Mientras por las laderas se extendían bosques impenetrables de pinos, en la cima solamente se veían unos cuantos mazos de bambúes. Por doquier se oían gruñidos de lobos y rugidos de tigres que se peleaban entre sí por un bocado de comida. Los simios de larga cola los miraban con cierto desprecio, cuando se dirigían en busca de fruta fresca. Las manadas de ciervos, por el contrario, parecían empeñadas en alcanzar la cumbre, pisoteando la diminuta delicadeza de las flores silvestres. Se confundía el sonido del viento con el murmullo de los arroyos y los torrentes, en cuyas orillas desgranaban su canto legiones de pájaros escondidos. En algunos puntos llamaba la atención el enmarañamiento de las enredaderas y las lianas.

Las orquídeas ponían una nota de delicadeza en aquel abrupto paisaje de rocas con formas extrañas y precipicios tan lisos como muros. Familias de zorros vagaban de continuo de un lugar para otro bajo la atenta mirada de los monos, que contemplaban su marcha escondidos entre los árboles. Los pocos caminantes que se aventuraban a cruzar aquellos parajes por fuerza tenían que encontrar extremadamente duro el ascenso. El maestro y los discípulos tomaron todo tipo de precauciones, pero no fueron suficientes, porque, cuando más empinado era el camino, oyeron el ulular de un viento tan recio, que Tripitaka exclamó, asustado:

—¡Se está levantando un huracán!

—¿A qué vienen tantos temores? —preguntó el Peregrino—. A cada estación le corresponde un tipo de viento distinto. El de la primavera es templado, caliente el del verano, procedente del oeste el del otoño y del norte el del invierno.

—Todo lo que quieras —replicó Tripitaka—, pero ése sopla con demasiada fuerza para tener un origen natural.

—Desde siempre el viento ha surgido de la tierra y las nubes se han originado detrás de las montañas —explicó el Peregrino—. ¿Qué os hace pensar que el que ahora se levanta no sea natural?

No había acabado de decirlo, cuando se formó ante sus mismas narices un denso banco de niebla, que, en un abrir y cerrar de ojos, nubló los cielos y sumió a la tierra en una oscuridad total. Parecía como si el sol hubiera perdido, de pronto, su luz. Los pájaros dejaron de cantar y corrieron a refugiarse en sus nidos. Era como si hubiera retornado la época del Caos o el aire se hubiera transformado en una masa de polvo impenetrable.

Los árboles cercanos a la cumbre desaparecieron por completo de la vista y los caminantes pensaron en la difícil situación en que debían de encontrarse los buscadores de hierbas.

—¿Cómo es posible que se forme una niebla tan espesa, cuando el viento no ha dejado todavía de soplar? —preguntó Tripitaka, volviéndose, cada vez más preocupado, hacia Wu-Kung.

—No lo sé —reconoció el Peregrino—. De todas formas, no es conveniente adelantar conclusiones. Lo mejor será que desmontéis y os quedéis aquí, mientras yo voy a ver si se trata de algo peligroso o no.

En seguida se elevó hacia lo alto y, haciéndose visera con una mano, abrió cuanto pudo sus ojos de fuego y oteó la distancia con sus pupilas de diamante. Fue así como descubrió a un monstruo sentado en el borde de un despeñadero. Poseía un cuerpo sumamente robusto y tintado de una gran variedad de colores. Su altura no tenía nada que envidiar a la de la montaña y sus dientes, apenas entrevistos a través de unos labios de forma cuadrada, parecían piezas afiladas de acero. Su nariz, por el contrario, aguileña y bien moldeada, daba la impresión de estar hecha de jade. Sus ojos emitían tal fulgor, que, al verlo, las bestias y las aves huían en busca de refugio. Su barba era blanca como la plata y tan fuerte como agujas de un grosor desmesurado. Sentado de cara al vacío, mostraba su gran poderío provocando un viento huracanado y arrojando por la boca un manto de niebla espesísima. A cada uno de sus lados había no menos de treinta o cuarenta diablillos, contemplando, asombrados, cómo escupía la neblina y exhalaba el huracán.

—¡Vaya con el maestro! —se dijo el Peregrino, sonriendo—. Parece que sus poderes van aumentando por momentos. Decía que no se trataba de un viento natural y así ha resultado en realidad. Si le atizara a ese monstruo un golpe con la barra de hierro, sería como machacar un ajo. Por supuesto que acabaría con él, pero mi fama se vería peligrosamente mermada.

Como era valiente en extremo, jamás había asestado ningún golpe por la espalda.

—Será mejor que regrese junto al maestro y se lo diga a Ba-Chie —pensó, una vez más—. Que venga él, si quiere, a pelear contra ese monstruo. Tiene la fuerza suficiente para derrotarle. Si no lo consigue, acudiré en su ayuda. Eso acrecentará aún más mi fama. Pero espera un momento, le gusta demasiado la vida tranquila y siempre se niega a dar el primer paso. Lo único capaz de arrancarle de su quietismo es la comida. Voy a gastarle una broma a ver cómo reacciona.

Sin pérdida de tiempo descendió de lo alto y se dirigió hacia Tripitaka, que le preguntó:

—¿Qué hay de ese viento y de esa niebla?

—¿Por qué lo preguntáis? —respondió el Peregrino—. Apenas si queda rastro de ellos.

—Tienes razón —reconoció Tripitaka—. Parece que han amainado substancialmente.

—Aunque tengo una vista muy buena —mintió el Peregrino—, creo que esta vez he cometido una equivocación, porque pensé que podría tratarse de un monstruo y al final no ha sido así.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Tripitaka.

—Que hay un pueblo un poco más adelante —añadió el Peregrino— y, según he podido comprobar, las personas que lo habitan siempre están pensando en hacer obras buenas. Ahora, sin ir más lejos, se encuentran cociendo arroz y amasando bollos para los monjes. Es posible que la niebla fuera, en realidad, parte del vapor que dejaban escapar sus pucheros, una señal, en definitiva, de obrar el bien en todo momento.

Ba-Chie creyó que era verdad y, llevando aparte al Peregrino, le preguntó, muy bajito:

—¿Comiste algo con ellos antes de venir para acá?

—No mucho, la verdad —mintió el Peregrino—. Las verduras estaban un poco saladas para mi gusto.

—¡Bah!, y ¿eso qué importa? —exclamó Ba-Chie—. Yo, en tu lugar, hubiera acabado con todas. Después hubiera bebido un poco de agua y asunto concluido.

—¡No me digas que tienes hambre! —replicó el Peregrino.

—Yo siempre tengo hambre —confirmó Ba-Chie—. Me gustaría ir a comer un poco a ese lugar del que hablas. ¿Qué te parece si hago una escapadilla?

—¡Ni se te ocurra! —le regañó el Peregrino—. Como muy bien afirma un libro antiguo, «cuando el padre se halla presente, el hijo no debería obrar según su propio criterio»[2]. ¿Quién va a atreverse a ir, estando aquí el maestro?

—No hables tan alto —le urgió Ba-Chie, riéndose—. Yo mismo estoy dispuesto a hacerlo ahora mismo.

—Si estuviera en tu lugar, no lo haría —dijo en tono severo el Peregrino—. Imagina que el maestro te viera.

La inteligencia del Idiota únicamente funcionaba a pleno rendimiento, cuando había por medio algo de comer. Se llegó, pues, hasta donde estaba Tripitaka e, inclinándose ante él, dijo:

—Según acaba de contar Wu-Kung, en el pueblo de ahí delante hay unas cuantas familias dispuestas a darnos de comer, pero no así al caballo, que lo único que hará será molestar a esa buena gente. ¿No os parece que ir a por heno y echárselo a brazadas en el establo es una tarea francamente penosa? Creo que, ahora que el cielo ha aclarado y el viento y la niebla han amainado del todo, no estaría de más que fuera a buscar un poco de hierba tierna. Así ganaríamos tiempo y esas buenas familias no tendrían que afanarse más de lo debido.

—Me parece muy bien —comentó el monje Tang—. ¿Cómo es que hoy estás tan trabajador? Anda, vete y vuelve en seguida.

Sonriendo con delectación, el Idiota abandonó el grupo a toda prisa, pero el Peregrino le detuvo y le dijo al oído:

—Recuerda que a esa gente le gusta sentar a su mesa a monjes atractivos, no a tipos tan feos como tú.

—Eso quiere decir que tendré que metamorfosearme —concluyó Ba-Chie.

—Exactamente —confirmó el Peregrino—. Es mejor que cambies un poco de aspecto.

El Idiota dominaba, en medio de todo, el arte de las treinta y seis metamorfosis. Se escondió, pues, en un recodo de la montaña y, después de hacer un signo mágico y de recitar el correspondiente conjuro, sacudió ligeramente el cuerpo y se transformó en un monje bajito y bastante delgado. Llevaba en las manos un pez de madera y, mientras caminaba, musitaba algo ininteligible, que pretendía ser una letanía. Como no sabía ningún texto sagrado, lo único que repetía era: «Respetable señor. Respetable señor».

El monstruo, mientras tanto, en cuanto se hubo cansado de juguetear con el viento y la niebla, había ordenado a sus huestes de diablillos que se apostaran a lo largo del camino y echaran el alto a todos los viajeros que se acercaran. Al Idiota le cupo el honor de ser el primero en caer en sus garras. Después de rodearle, algunos de los diablillos empezaron a tirarle de la túnica, mientras otros le agarraban sin ningún respeto de la faja.

—Vamos, vamos. ¿A qué vienen todos esos empujones? —se quejó Ba-Chie—. Estoy dispuesto a comer en todas y cada una de vuestras casas.

—¿Que nosotros vamos a darte de comer? —exclamaron los diablillos, asombrados.

—Efectivamente —confirmó Ba-Chie—. Vosotros os dedicáis a alimentar a los monjes y yo he venido a tomar la porción que me corresponde.

—Así que tú crees que nosotros somos personas virtuosas —insistió uno de los diablillos—. La verdad es, querido amigo, que, en vez de alimentar a los monjes, lo que hacemos con ellos es comérnoslos, porque somos monstruos que hemos profundizado en el conocimiento del Tao en esta extraña montaña. Cuando capturamos a alguno, lo llevamos a casa y lo cocinamos al vapor. ¿Y tú pretendes que te demos de comer?

Al oír eso, Ba-Chie se puso a temblar de miedo, pero aún le quedaron fuerzas para lanzar invectivas contra el Peregrino, diciendo:

—¡Maldito caballerizo! ¡Me hizo creer que había un pueblo y todo lo demás, cuando lo que, en realidad, hay es una bandada de monstruos dispuestos a devorar a todo el que pase por aquí!

Furioso, al mismo tiempo, por todos aquellos empujones, el Idiota recobró la forma que le era habitual y sacó de la cintura su temible rastrillo. Le bastaron unos cuantos golpes para dispersar a aquella primera avanzadilla de monstruos.

—¡Qué desgracia más grande! —corrieron a informar a su señor.

—¿Qué os ha ocurrido? —preguntó el monstruo, sorprendido.

—Por el camino apareció un monje de aspecto muy distinguido —explicó uno de los diablillos, muy alterado—. Le dijimos que le íbamos a cocinar al vapor y lo que sobrara de su carne lo íbamos a dejar secar para el invierno. Lo que menos sospechábamos es que fuera capaz de metamorfosearse.

—¿En qué se transformó? —preguntó el monstruo, picado por la curiosidad.

—En un ser que apenas parecía humano —contestó el diablillo, temblando de pies a cabeza—. Tenía un morro muy alargado, unas orejas enormes y una mata muy espesa de pelo detrás de la cabeza. De no sé dónde sacó un rastrillo y empezó a descargar golpes sobre nosotros a diestro y siniestro. Se batía con tanta bravura, que no pudimos hacerle frente y decidimos venir corriendo a informaros de lo sucedido.

—No os preocupéis —respondió el monstruo—. Voy a ver de quién se trata —y, agarrando una especie de porra de hierro, se dirigió hacia el lugar donde le habían indicado.

Fue así como descubrió que el Idiota era feo en extremo. Tenía un morro maloliente de más de un metro de largo y unos colmillos tan brillantes que parecían de plata. Sus ojos eran totalmente redondos y emitían un fulgor que recordaba el latigazo del rayo. Sus orejas parecían abanicos y producían un extraño ronroneo, al ser mecidas por el viento.

El mechón de pelos que le crecía detrás de la cabeza recordaba una aljaba llena de flechas. La piel de todo su cuerpo poseía una tosquedad fuera de lo común y una extraña coloración verdosa. En las manos blandía un arma ridícula y mortífera a la vez: un rastrillo de nueve puntas muy afiladas, que hacían temblar al que tuviera la desgracia de verlas. Armándose de valor, el monstruo levantó la voz y preguntó:

—¿De dónde eres y cómo te llamas? Si contestas con rapidez, estoy dispuesto a perdonarte la vida.

—¿Es que no reconoces a tu querido antepasado Chu? —se burló Ba-Chie, arrogante[3]—. Acércate, que voy a narrarte mi historia: por si te sirve de algo, te diré que mis poderes mágicos son tan enormes como mis orejas y mi boca. El mismo Emperador de Jade me nombró Mariscal de los Juncales Celestes y puso a mi disposición ochenta mil guerreros del mar. Eso explica que llevara en su palacio una existencia de despreocupaciones y lujo. Sin embargo, una vez que estaba borracho cometí la indiscreción de burlarme de Chang-Er, poniendo toda mi fuerza al servicio de una causa reprobable. Así, de un solo empellón, derribé el Palacio Tushita y tuve la osadía de comerme las plantas sagradas de Wang-Mu-Niang-Niang. Enfurecido, el Emperador de Jade hizo que me golpearan más de dos mil veces seguidas y me expulsó del Reino de los Tres Cielos. Aunque se me aconsejó que purificara mis faltas y recobrara mi espíritu primigenio, me convertí en un monstruo, tan pronto como puse el pie en este mundo de sombras Cuando estaba a punto de contraer matrimonio en el pueblo de los Gao, tuve la mala fortuna de toparme con mi hermano Sun y la suerte se negó a favorecerme con la constancia que hasta ahora me había mostrado. Después de derrotarme con la barra de los extremos de oro, me obligó a convertirme en un monje budista, teniendo que cargar, como si fuera un criado, con el equipaje y tirar, en más de una ocasión, de las riendas del caballo, que es, en realidad, alguien que contrajo ciertas deudas con el monje Tang en una existencia anterior. Eso, de todas formas, no tiene ahora la menor importancia. Lo que de verdad cuenta es que yo, el Mariscal de los Juncales Celestes, pertenezco a la ilustre familia de los Chu, aunque mi nombre religioso completo es el de Chu Ba-Chie.

—¡Así que eres uno de los discípulos del monje Tang! —exclamó el monstruo con cierto desprecio—. Siempre he oído decir que su carne es de lo más sabrosa que existe. ¿Cómo crees que os voy a dejar escapar ahora que os tengo tan a mano? ¡No huyas y prueba el sabor de mi porra!

—¡Maldita bestia! —replicó Ba-Chie—. ¿Cómo te atreves a hablar así, cuando no eres más que un maestro tintorero?

—¿De dónde has sacado semejante tontería? —preguntó el monstruo.

—Si no lo fueras —contestó Ba-Chie—, ¿cómo es que sabes usar tan bien una porra como ésa?

El monstruo decidió que ya estaba bien de charla inútil y se lanzó, como un loco, a la lucha. Dio, así, comienzo una batalla realmente singular. Al moverse, el rastrillo de las nueve puntas levantaba un fortísimo viento que todo lo sacudía. La porra, por su parte, producía una lluvia intensísima que amenazaba con anegar la tierra. No en balde uno de los contendientes era un monstruo sin nombre, que se había adueñado del sendero que cruzaba la montaña, y el otro, el caído en desgracia Mariscal de los Juncales Celestes, que estaba tratando desesperadamente de ayudar al Señor de la Naturaleza. Teniéndole de su parte, no había razón para temer a los monstruos y a los demonios: en las cumbres de las montañas la tierra no suele engendrar oro. Pese a todo, la porra detenía los golpes, como si fuera una serpiente emergiendo de las profundidades. Para no ser menos, el rastrillo se comportaba como un dragón que hubiera abandonado su palacio de agua.

Los gritos que lanzaban, potentes como el trueno, hacían temblar las montañas y los torrentes, llegando a sacudir, incluso, los cimientos de la tierra. Los dos eran luchadores experimentados, que se habían propuesto obtener la victoria aun a costa de su vida.

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Ba-Chie consiguió, finalmente, acorralar al monstruo, pero éste alzó la voz y ordenó a sus huestes de diablillos que rodearan inmediatamente a su contrincante, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos.

Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que, sin poder resistirlo más, soltó, de pronto, la carcajada.

—¿Se puede saber de qué te ríes? —preguntó el Bonzo Sha.

—¡Qué idiota es ese Chu Ba-Chie! —exclamó el Peregrino, sin conseguir dominar del todo las carcajadas—. Cuando oyó que un poco más adelante había personas dispuestas a dar de comer a los monjes, se las arregló para escabullirse y todavía no ha vuelto. Pero no te preocupes. Si consigue derrotar al monstruo con el rastrillo, ya verás cómo regresa dando voces y proclamando que el mérito es exclusivamente suyo. De todas formas, si no logra acabar con él, no sé, francamente, dónde voy a meterme, porque va a llamarme caballerizo todas las veces que quiera. Si no te importa, me gustaría echar un vistazo a ver qué es lo que está sucediendo realmente.

Sin decir nada al maestro, se arrancó un pelo de detrás de la cabeza y, exhalando sobre él una bocanada de aire inmortal, exclamó:

—¡Transfórmate! —y al instante se convirtió en una copia exacta de sí mismo, que se sentó junto a Tripitaka y al Bonzo Sha, al tiempo que él se elevaba, raudo, por los aires.

Fue así como descubrió que el Idiota, rodeado de diablillos por todas partes, iba perdiendo, poco a poco, terreno, mientras que los golpes de su rastrillo se iban tornando más débiles cada vez. Incapaz de dominar la impaciencia que le embargaba, el Peregrino descendió de la nube y gritó con potente voz:

—¡No te preocupes, Ba-Chie! ¡Aquí estoy yo!

Al oír su voz, el Idiota sacó fuerzas de flaqueza y continuó peleando con más empeño que antes. El monstruo comprendió que no iba a poder seguir resistiendo y se preguntó, sorprendido:

—¿Cómo se habrá puesto a pelear con tanta fiereza, cuando estaba a punto de ser derrotado? ¿De dónde habrá sacado este monje toda esa fuerza?

—Ya ves, hijito —contestó Ba-Chie—. No debías haberte levantado contra mí, porque ahora viene a ayudarme uno de mi familia —y empezó a descargar sobre el rostro y la cabeza de su oponente unos golpes tan terribles, que al monstruo no le quedó más opción que darse la vuelta y huir derrotado.

Al verlo, el Peregrino renunció a lanzarse en la refriega y, dándose media vuelta, regresó al lugar del que había partido. Allí sacudió ligeramente el cuerpo y recobró el pelo que se había hecho pasar por él. Como el maestro únicamente poseía unos ojos mortales, no se dio cuenta de lo ocurrido. Al poco rato apareció el Idiota. Aunque había salido triunfador, se había entregado con tal ardor a la pelea, que tenía la nariz llena de mocos y echaba una especie de espuma por la boca. Se acercó con ademán cansado al grupo y dijo con la respiración totalmente alterada:

—Ya estoy de vuelta, maestro.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Tripitaka, sorprendido—. ¿No habías ido a por un poco de hierba para el caballo? ¿Cómo vuelves en un estado tan calamitoso? ¿Es que la gente que guardaba los pastos se ha negado a darte una simple brizna?

—¡Es mejor que no me preguntéis nada! —exclamó Ba-Chie, dando patadas al suelo y golpeándose salvajemente la cabeza—. Si me obligarais a responder a vuestras preguntas, me moriría de vergüenza.

—¿Por qué? —inquirió el maestro, sorprendido.

—Me dejé engañar por Wu-Kung —explicó Ba-Chie—. Me dijo que el viento y la niebla no eran signos de malos augurios, que no los producía, de hecho, ningún monstruo. Me hizo creer que un poco más adelante había una aldea, cuyas familias se dedicaban por entero a las obras buenas. Tanto es así, añadió, que en ese mismo momento estaban cocinando arroz y amasando bollos para nosotros. Como tenía un poco de hambre, no dudé de sus palabras y, con la excusa de ir a por un poco de hierba para el caballo, me escabullí con la intención de probar yo el primero tan suculentos manjares. Lo que menos me esperaba es que fuera a caer en manos de unos monstruos, con los que he estado luchando todo este tiempo. Si no llega a ser por la ayuda de Wu-Kung, a estas horas estaría en su poder y me habría resultado prácticamente imposible regresar a vuestro lado.

—¡Cómo puedes decir semejantes tonterías! —exclamó el Peregrino, soltando la carcajada—. En cuanto se te ocurre hacer algo malo, en seguida echas las culpas a los demás. Yo no me he movido de aquí para nada. ¿Cómo puedes afirmar que estuve peleando a tu lado?

—Eso es verdad —confirmó el maestro—. Wu-Kung no me ha dejado solo en ningún momento.

—¡Qué poco le conocéis! —bramó Ba-Chie, saltando como un loco—. ¡Eso no son más que excusas!

—¿Realmente hay algún monstruo más adelante? —preguntó el maestro, volviéndose hacia Wu-Kung.

—Me temo que así es —contestó el Peregrino, comprendiendo que no podía seguir adelante con la broma—, pero son muy pocos y no se atreverán a molestarnos. Acércate, Ba-Chie. Quiero confiarte una misión realmente importante. Para lograr que el maestro llegue sin novedad a la otra parte de la montaña, es necesario que hagamos como si nos encontráramos de maniobras militares.

—¿Qué quieres que haga yo? —preguntó Ba-Chie, más calmado.

—Tú serás el general encargado de las patrullas y tendrás como misión ir abriendo el camino. Si el monstruo no vuelve a presentarse, no tendrás que hacer absolutamente nada. Si aparece, pelea con él y nadie te discutirá el mérito de haberle derrotado. La gloria será exclusivamente tuya. ¿Qué te parece?

Ba-Chie sabía que las fuerzas del monstruo eran, poco más o menos, como las suyas y dijo:

—De acuerdo. No me importaría morir a sus manos. Me encargaré de ir abriendo el camino.

—¿Cómo puedes ser tan idiota? —le reprendió el Peregrino—. ¿Cómo vas a salir bien parado de ésta, si antes de empezar haces ya uso de palabras tan altisonantes?

—¿Es que no sabes lo que afirma el proverbio? —replicó Ba-Chie—. «En los banquetes los reyes comen o se emborrachan, mientras que en el campo de batalla los guerreros salen heridos o mueren». Además, yo soy así. Me gusta rebajarme al principio, para demostrar después toda mi potencia.

Satisfecho por lo bien que lo había tomado, el Peregrino volvió a ensillar el caballo y pidió al maestro que montara. El Bonzo Sha cargó, por su parte, con el equipaje y todos se dispusieron a seguir los pasos de Ba-Chie, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos.

Sí lo haremos, sin embargo, del monstruo, que regresó, derrotado a su caverna, acompañado por todas sus huestes de diablillos. Desalentado, se sentó en una roca y permaneció en silencio durante mucho rato. Muchos de los diablillos que se habían quedado en la caverna montando la guardia se agolparon a su alrededor y le preguntaron, sorprendidos:

—¿Cómo es que otras veces regresáis tan contento y hoy ni siquiera habéis abierto la boca?

—En otras ocasiones —respondió el monstruo—, cuando salía a recorrer la montaña, volvía con algún hombre o con alguna bestia, de la que después dábamos buena cuenta entre todos. Hoy, por el contrario, la suerte me ha dado la espalda y me he topado con un adversario digno de mi potencia.

—¿De qué adversario habláis? —volvieron a preguntar los diablillos.

—De un monje, discípulo del buscador de escrituras procedente de las Tierras del Este, que responde al nombre de Chu Ba-Chie —contestó el monstruo—. Aunque no lo creáis, ha logrado derrotarme con su rastrillo. ¡Maldita sea! Hace años que había oído decir que el monje Tang era un arhat, que se había dedicado a las prácticas ascéticas a lo largo de diez reencarnaciones seguidas. Eso le ha convertido en una persona tan extraordinaria, que quien pruebe su carne alcanzará una vida tan larga como la de un inmortal. Jamás sospeché, de todas formas, que fuera a pasar por esta montaña, aunque, por supuesto, también abrigaba el sueño de capturarlo y comérmelo tranquilamente al vapor. Desgraciadamente ese discípulo suyo sabe lo que es pelear.

No había acabado de decirlo, cuando entre las filas de diablillos se destacó uno, que, tras mirar directamente a los ojos del monstruo, se echó a llorar tres veces seguidas, para, a renglón seguido, soltar la carcajada otras tantas.

—¿Se puede saber por qué te comportas de una forma tan extraña? —le regañó el monstruo.

—Vuestra majestad acaba de afirmar —contestó el diablillo, echándose rostro en tierra— que no hay cosa que más le gustaría que probar la carne de ese monje, pero yo os digo que eso es imposible.

—¿Por qué dices semejante cosa? —replicó el monstruo—. Todo el mundo lo sabe: el que pruebe un poquito de su carne jamás envejecerá y alcanzará la misma edad de los Cielos.

—Si eso fuera verdad —objetó el diablillo—, le habrían devorado los otros monstruos y jamás habría conseguido llegar hasta aquí. Además, ¿por qué no se lo ha comido ninguno de sus tres discípulos?

—¿Tres discípulos? —repitió el monstruo, sorprendido—. ¿Sabes cómo se llaman?

—El mayor —contestó el diablillo— responde al nombre de Peregrino Sun, el tercero se llama Bonzo Sha y al segundo ya le conocéis: Chou Ba-Chie.

—¿Quién es más fuerte? —volvió a preguntar el monstruo—. ¿El Bonzo Sha o ese tal Chu Ba-Chie?

—Poco más o menos lo mismo —explicó el diablillo.

—¿Qué me dices del Peregrino Sun? —insistió el monstruo—. ¿Pelea peor o mejor que Chu Ba-Chie?

—No hay punto de comparación entre ellos —afirmó el diablillo, chascando la lengua de una forma harto significativa—. Ese tal Peregrino Sun tiene unos poderes realmente extraordinarios y domina a la perfección el dificilísimo arte de las metamorfosis. Hace aproximadamente quinientos años sumió el Palacio Celeste en un desorden total y ni las Veintiocho Constelaciones de las Regiones Superiores, ni los Nueve Planetas, ni las Doce Divisiones Orarías, ni los Cinco Nobles, ni los Cuatro Ministros, ni las Estrellas del Este y del Oeste, ni los Dioses del Norte y del Sur, ni los Espíritus de las Cinco Montañas y los Cuatro Ríos, ni los guerreros celestes lograron atraparle. Con un discípulo así, ¿cómo se va a atrever alguien a devorar al monje Tang?

—¿Y cómo sabes tú tanto sobre él? —bramó, desconfiado, el monstruo.

—Porque yo antes vivía en la Caverna del Camello-León, en la cordillera del mismo nombre —respondió el diablillo—. Los reyes que la regían se empeñaron en comer al monje Tang y lo único que consiguieron fue que el Peregrino Sun acabara con todo aquel imperio, valiéndose únicamente de su temible barra de los extremos de oro. Parecía como si hubiera estado jugando con nosotros al mahjong. Si logré salvar la vida, fue porque escapé a tiempo por la puerta de atrás y solicité vuestra generosa protección. Así fue como me enteré de lo extraordinario de sus poderes.

Al oír eso, el monstruo se puso pálido de miedo, pues, como afirma el dicho, «hasta los grandes generales temen los malos augurios». Ante razones como aquéllas era lógico que todo el mundo se echara a temblar. Sin embargo, cuando más patente era el nerviosismo, se adelantó otro diablillo y dijo:

—¿A qué vienen todas esas caras largas? El proverbio dice que «la precipitación no conduce al éxito». Si aún deseáis devorar al monje Tang, quisiera exponeros un plan que no puede fallar.

—¿De qué plan hablas? —inquirió el monstruo, más animado.

—De uno llamado «de las flores de ciruelo con los pétalos rotos» —contestó el diablillo.

—¿En qué consiste? —insistió el monstruo.

—Reunid a todos los monstruos de la caverna —explicó el diablillo— y seleccionad a los cien mejores. Escoged después a diez y, por último, reducid su número a tres. Debéis quedaros con los que posean mayores poderes metamórficos. Los tres adoptarán vuestra figura y, armados con una coraza y una porra, se esconderán en una de las curvas del camino a la espera de que pasen los caminantes. El primero de ellos se enfrentará con Chu Ba-Chie, el segundo con el Peregrino Sun y el tercero con el Bonzo Sha. Aunque es seguro que vuestros servidores saldrán derrotados, su sacrificio no será en balde, ya que obligarán a esos monjes a apartarse de su maestro. Ése será el momento que vos estaréis esperando, pues no tendréis más que extender vuestra mano desde el aire para haceros con el monje Tang. Será tan fácil como sacar algo de un bolso o atrapar una mosca en un cuenco lleno de pescado. ¿Qué os parece la idea?

—¡Es, en verdad, magnífica! —exclamó el monstruo, encantado—. Si tu plan sale bien y consigo atrapar al monje Tang, te nombraré general de mis ejércitos.

El diablillo se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la frente, antes de llamar a filas a todos los monstruos que vivían en aquella caverna. Sin pérdida de tiempo fueron escogidos los tres que poseían un mayor conocimiento de las artes metamórficas y se les pidió que adoptaran la figura de su soberano y señor. Cuando lo hubieron hecho, se les proveyó de una coraza y de una porra de hierro y se les ordenó que prepararan una emboscada al monje Tang, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos.

Sí lo haremos, sin embargo, del maestro, que, libre de preocupaciones y temores, continuó caminando tras los pasos de Ba-Chie. Al poco tiempo se oyó un ruido ensordecedor y de entre unos matorrales saltó un diablillo, que trató de echar mano al maestro. Al verlo, el Peregrino gritó en seguida:

—¿Por qué no haces algo en seguida, Ba-Chie? ¿No ves que está otra vez aquí ese monstruo?

Sin detenerse a pensar si era el auténtico o no, el Idiota se lanzó con el rastrillo contra el monstruo, que desvió el golpe con su porra. Cuando más encarnizada era la lucha, apareció otro, que se abalanzó sobre el monje Tang, dando unos gritos terribles.

—¡No os preocupéis, maestro! —dijo el Peregrino—. Las cosas no están tan mal como parecen. Ba-Chie se ha enzarzado con un monstruo falso, pero os aseguro que éste no va a conseguir atraparos, porque aquí estoy yo para impedírselo —y se lanzó a la refriega, gritando—: ¿Adónde crees que vas, bestia inmunda? ¡Detén tu loca carrera y prueba el sabor de mi barra!

Sin decir una sola palabra, el monstruo detuvo el golpe con la porra y empezó a batirse con fiereza por la ladera. Casi inmediatamente surgió de detrás de una roca otro monstruo, montado en un viento huracanado, que se dirigió directamente hacia donde se encontraba el monje Tang. Al verlo, el Bonzo Sha gritó, preocupado:

—¡No os preocupéis, maestro! ¡Ba-Chie y el Peregrino se han dejado engañar miserablemente, pero aquí estoy yo para defenderos! ¡Agarraos bien del caballo, mientras voy a dar buena cuenta de esa bestia! —y, sin reparar en que también él era víctima de un engaño, tomó el báculo y midió sus fuerzas con las del diablillo.

La lucha alcanzó proporciones heroicas. Sin dejar de gritar ni de intercambiar golpes, los contendientes se fueron alejando, poco a poco, de donde se encontraba el monje Tang. Ése era, precisamente, el momento que había estado esperando el monstruo.

Cuando vio que el maestro se había quedado solo encima del caballo, se lanzó sobre él y, agarrándole con sus zarpas de acero, le arrebató hacia lo alto y se lo llevó a lomos del viento. ¡Qué lástima! De nuevo volvió a hacerse patente que las penalidades a las que estaba sometido el maestro Zen eran, en verdad, interminables; la estrella de la desgracia seguía iluminando los pasos de El-que-flota-en-el-río.

El monstruo condujo directamente al monje Tang al interior de la caverna. Su alegría era tan desbordante, que, nada más poner los pies en ella, exclamó:

—¿Dónde está el general al que debo una victoria tan fulgurante?

—No merezco semejante título —se disculpó, postrándose de hinojos, el diablillo que había planeado el ataque.

—¿Cómo puedes decir eso? —le reprochó el monstruo—. Cuando un rey da su palabra, jamás se vuelve atrás. Prometí que, si conseguía atrapar al monje Tang, te iba a nombrar general y eso es precisamente lo que acabo de hacer. Tu primer acto de servicio consistirá en ordenar a los diablillos que traigan agua, limpien los pucheros y los pongan al fuego. Estoy ansioso por probar un poco de la carne de ese monje, para que mis años se alarguen tanto como los del Cielo.

—Opino que no deberíais devorarle tan pronto —objetó el recién nombrado general.

—¿Por qué no? —protestó el monstruo—. Para eso le he atrapado, ¿no?

—Ciertamente podéis coméroslo ahora, si así lo deseáis —respondió el general—. Estoy convencido de que Chu Ba-Chie y el Bonzo Sha renunciarían a vengar a su maestro. No así el Peregrino Sun, que montaría inmediatamente en cólera y vendría a pelear contra nosotros. Para acabar con nuestro mundo, le bastaría con clavar su barra de los extremos de oro en el centro de la montaña y ésta se derrumbaría sobre nuestras cabezas. ¿En dónde podríamos refugiarnos entonces?

—Según tú —volvió a preguntar el monstruo—, ¿qué es lo que debemos hacer?

—Deberíamos atar al monje Tang a uno de los árboles del jardín de la parte de atrás —contestó el general—. Durante dos o tres días no le deis de comer absolutamente nada. Eso le limpiará por dentro y, al mismo tiempo, convencerá a sus discípulos de que no tienen ninguna posibilidad de liberarle. En cuanto hayan renunciado a seguir buscándole, le sacáis tranquilamente de su escondite y os lo coméis. ¿Acaso habéis olvidado que las comidas que mejor sientan son las que se toman sin sobresaltos?

—Tienes razón —reconoció el monstruo, soltando la carcajada e inmediatamente ordenó atar al monje Tang a uno de los árboles que había en el jardín de la parte de atrás.

En cuanto hubieron cumplido los deseos de su soberano, los diablillos se dirigieron a la parte anterior de la caverna, dejando al maestro sumido en un mar de tormento. Las cuerdas se le incrustaban cada vez más en la carne y las lágrimas empezaron a fluir, copiosas, por sus mejillas.

—¿En qué montaña estáis tratando de atrapar a los monstruos, discípulos míos? —se quejó con amargura—. ¿A lo largo de qué desconocidos caminos los estáis persiguiendo? Un demonio malvado me ha traído hasta aquí con el único ánimo de hacerme sufrir. ¿Cuándo volveré a reunirme con vosotros? ¡Es tan insoportable este dolor!

Cuando más copioso era el torrente de sus lágrimas, oyó que alguien le gritaba desde otro árbol que había justamente enfrente del suyo:

—¡Eh, maestro! ¡Así que también a vos os han traído aquí!

—¿Quién sois? —preguntó Tripitaka, adoptando en seguida una postura digna.

—Un humilde leñador de esta comarca, que, como vos, ha tenido la mala fortuna de caer en poder de esa bestia. Llevo atado aquí tres días, y calculo que están a punto de comerme.

—Si es verdad lo que dices —contestó el maestro, abandonándose de nuevo al llanto—, todos tus problemas habrán terminado y no tendrás nada de que lamentarte. Yo, por el contrario, moriré con más pesadumbre de la que hasta ahora he vivido.

—¡Cómo podéis decir eso! —exclamó el leñador, sorprendido—. Vos sois alguien que ha renunciado a la familia. De hecho, no tenéis ni padre, ni esposa, ni hijos de los que preocuparos. Si morís, simplemente dejáis de existir. ¿Qué preocupaciones puede tener una persona como vos?

—Aunque no lo creas —respondió el maestro—, soy un enviado de las Tierras del Este que se dirige hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras. Por orden expresa del Emperador Tang Tai-Chung debo presentar mis respetos a Buda y conseguir de él la entrega de los textos sagrados, con el fin de que los espíritus del Reino de las Sombras alcancen el consuelo. Si pierdo ahora la vida, habré defraudado las esperanzas que en mí depositaron tanto el emperador como todos sus ministros. ¿Qué será, además, de todos esos espíritus abandonados que penan sin ningún motivo en la Ciudad de la Muerte? Nunca conocerán lo que es la salvación y toda esta magna empresa quedará reducida a polvo y cenizas. ¿Cómo quieres que no me preocupe?

—Si vos tenéis motivos para no querer morir ahora —replicó el leñador, cediendo también al empuje del llanto—, a mí tampoco me faltan. Mi padre murió cuando yo era muy pequeño, y he pasado toda mi vida al lado de una madre viuda, que no dispone de otros ingresos que los que yo consigo recogiendo madera. La pobre acaba de cumplir ochenta y tres años y depende enteramente de mí. ¿Quién cuidará de ella, una vez que yo haya muerto? ¡Nadie se encargará de enterrarla ni llorarla! ¡Qué pena tan grande! Cada vez que pienso en ello, el dolor me rompe el corazón.

—¡Qué suerte más cruda la tuya! —exclamó el maestro, arreciando en su llanto—. Si una persona como tú se preocupa tanto por su familia, ¿no querrá decir que yo he malgastado mi vida, recitando sutras en vano? Pero no… No existe ninguna distinción entre quien sirve a su soberano y quien vive pendiente de sus padres. De hecho, los dos siguen el mismo principio. Tú y yo no nos diferenciamos tanto: a ti te guía el bienestar de tu madre, a mí, la honra de mi rey.

Fue así como unos ojos llorosos se contemplaron en otros anegados por el llanto y un corazón abatido trató de encontrar consuelo en otro que sufría lo mismo.

De momento, no seguiremos hablando de los sufrimientos que Tripitaka estaba padeciendo atado al árbol. Sí lo haremos, por el contrario, del Peregrino Sun, que regresó a toda prisa al camino principal, una vez que hubo acabado con el diablillo que le cupo en suerte, y descubrió que el maestro había desaparecido. En el sitio en el que le había dejado sólo quedaban el caballo blanco y el equipaje. Con el corazón en vilo le buscó a lo largo del camino que conducía a la cumbre de la montaña, pero no pudo dar con él. Estaba claro que El-que-flota-en-el-río había vuelto a toparse con enemigos formidables y el Gran Sabio, al que ningún monstruo era capaz de hacer frente, había sucumbido al engaño de un demonio sin importancia.

No sabemos, de momento, si consiguió o no dar con el maestro. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.