CAPÍTULO LXXXVI
Decíamos que el Gran Sabio Sun, después de tomar de las riendas al caballo y de hacerse cargo del equipaje, corrió montaña arriba en busca del maestro. Chu Ba-Chie le siguió con las escasas fuerzas que le quedaban y le preguntó, visiblemente fatigado:
—¿Qué pasa? ¿Por qué te muestras tan alterado?
—El maestro ha desaparecido —contestó el Peregrino—. ¿No le has visto por ahí?
—En principio estaba decidido que debía seguir en todo momento los pasos del monje Tang —respondió Ba-Chie—, pero, gracias a una de tus bromas, me tuve que convertir en general y a punto he estado de perder la vida a manos de ese monstruo. Se suponía que el Bonzo Sha y tú os ibais a encargar de proteger al maestro. ¿Por qué no lo habéis hecho?
—No te culpo de nada —dijo el Peregrino—, pero la verdad es que dejaste escapar al monstruo y se presentó otra vez ante nosotros con el ánimo de apoderarse del maestro. No tuve más remedio que enfrentarme a él, esperando que el Bonzo Sha se hiciera cargo de todo lo demás. ¡Ahora hasta él ha desaparecido!
—Seguro que ha cargado con el maestro a las espaldas —afirmó Ba-Chie, burlón—. Es lo único que sabe hacer bien.
No había acabado de decirlo, cuando se presentó el Bonzo Sha y el Peregrino le preguntó, preocupado:
—¿Adónde ha ido el maestro?
—Parecéis ciegos —les echó en cara el Bonzo Sha—, si no, no me explico cómo habéis dejado escapar al monstruo, que volvió sobre sus pasos con el ánimo de secuestrar al maestro. Menos mal que estaba yo aquí para impedirlo. Por cierto, ¿dónde está el maestro?
—¡Qué tontos hemos sido! —exclamó el Peregrino, perdiendo la paciencia y poniéndose a saltar como un loco—. Esos monstruos han urdido un plan y hemos contribuido a su éxito con nuestra estúpida ceguera.
—¿De qué plan estás hablando? —preguntó el Bonzo Sha.
—De uno llamado «las flores de ciruelo con los pétalos rotos» —explicó el Peregrino—. Con él han conseguido apartarnos del maestro para venir tranquilamente apoderarse de él. ¿Qué podemos hacer ahora? —y las lágrimas empezaron a fluir por sus mejillas.
—No llores, por favor —le urgió Ba-Chie—. En cuanto te rindes al llanto, no sabes ni lo que dices. El maestro no puede estar muy lejos de aquí. Lo único que tenemos que hacer es buscarle por esta montaña.
No les quedó, pues, más remedio que salir del camino principal e iniciar la búsqueda en el interior de la cordillera. Cuando llevaban recorridos alrededor de cincuenta kilómetros, se toparon con una caverna abierta al borde mismo de un precipicio muy profundo. Las rocas presentaban unas formas extrañas y sumamente rugosas. Entre ellas crecían plantas desconocidas que, desconcertantemente, emitían aromas embriagadores. Se mezclaban con el de los albaricoques y melocotoneros que crecían un poco más allá. En el borde del precipicio se veía un árbol tan viejo y de una corteza tan rugosa, que la escarcha no se atrevía a tocarle y la lluvia apenas le lavaba. A la puerta misma de la caverna se elevaba un pino de más de quinientos metros de altura, cuya copa de tonalidades de jade se perdía entre las nubes. Parejas de garzas planeaban en alas de la brisa, contemplando, orgullosas, a las demás aves de la montaña posadas sobre las ramas de los árboles. Algunas miraban directamente al sol, mientras cantaban. Las parras y enredaderas alcanzaban allí tal grosor, que parecían cuerdas. Contrastaba su aspecto tosco con la delicadeza de los sauces, que parecían dejar caer gotas de oro. En la lejanía se apreciaba un lago de orillas llamativamente regulares, en cuyas aguas habitaba un anciano dragón. Pero aquella montaña había sido durante muchos años el dominio de un terrible monstruo devorador de hombres, aunque, por su extraña belleza, bien podía tratarse de la morada de un inmortal.
En dos o tres zancadas el Peregrino se llegó hasta la puerta de la caverna y la estudió con detenimiento. Era de piedra y estaba firmemente cerrada. Encima tenía una placa, en la que podía leerse: «Montaña Escondida por la Niebla. Cumbre Quebrada. Caverna de la Cordillera Unida».
—Venga, Ba-Chie, no perdamos tiempo —urgió el Peregrino—. Nos hallamos ante la morada del monstruo. El maestro por fuerza tiene que encontrarse dentro.
Animado por la presencia de sus dos hermanos, el Idiota agarró el rastrillo y descargó sobre la puerta de piedra un golpe tan brutal, que le hizo un agujero del tamaño de un hombre.
—¡Bestia maldita! —gritó, envalentonado—. ¡Deja inmediatamente en libertad a mi maestro, si no quieres que eche abajo toda tu mansión, como he hecho con la puerta!
Los diablillos que estaban montando guardia corrieron a informar a su señor, diciendo:
—¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros!
—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —preguntó el monstruo, sorprendido.
—Alguien acaba de echar abajo la puerta y está ahí fuera exigiendo que le devolvamos a su maestro —contestó uno de los diablillos.
—¡Quién podrá haber hecho semejante cosa! —exclamó el monstruo.
—No temáis —le aconsejó el recién nombrado general—. Voy a ver de qué se trata.
Sin pérdida de tiempo se dirigió hacia la entrada y, sacando la cabeza por el agujero, vio un morro descomunal y unas orejas realmente fantásticas. Inmediatamente se dio la vuelta e informó a su señor, diciendo:
—Dejad de preocuparos. Se trata, simplemente, de Chu Ba-Chie. Sabe que no puede enfrentarse con todos nosotros y, tarde o temprano, renunciará a seguir molestándonos. Si lo hace, abridle las puertas de par en par. Nos lo comeremos cocinado al vapor, Del que tenemos que preocuparnos es de ese otro monje con el cuerpo cubierto de pelo y la cara de dios del trueno.
Ba-Chie lo oyó sin ninguna dificultad y, volviéndose hacia el Peregrino, exclamó:
—¡¿Qué te parece eso?! Sólo te tienen miedo a ti. Lo importante es que ahora sabemos que el maestro está dentro. ¿Por qué no entras a rescatarle, de una vez?
—¡Bestia maldita! —gritó el Peregrino—. ¡Acaba de llegar tu abuelito Sun! ¡Suelta al maestro y te perdonaré la vida!
—La cosa se está poniendo fea, señor —dijo el general—. También se encuentra ahí fuera el Peregrino Sun.
—¡Todo es culpa tuya! —se quejó el monstruo—. Si no te hubiera hecho caso con eso de «los pétalos rotos», la desgracia no habría venido a llamar a mi puerta. ¿Quieres decirme qué voy a hacer ahora?
—Tranquilizaos y no me echéis la culpa con tanta facilidad —le aconsejó el general—. Si mal no recuerdo, el Peregrino Sun es una especie de mono. Aunque sus poderes son francamente extraordinarios, tiene una debilidad especial por la adulación. Sugiero que cojáis una cabeza humana y le conduzcáis al reino del engaño con unas cuantas palabras aduladoras. Decidle simplemente que hemos devorado a su maestro. Si llega a creérselo, nada nos impedirá disfrutar a nuestras anchas de la carne del monje Tang. Si se empeña en no aceptarlo, ya pensaremos en algo, cuando llegue el momento.
—¿Quieres decirme de dónde vamos a sacar esa cabeza de la que hablas? —objetó el monstruo.
—Veamos si soy capaz de hacer yo una —contestó el general y, cogiendo un hacha, cortó un muñón de las raíces de un sauce y formó con ella una especie de calavera. Le añadió después un poco de sangre humana y se convirtió en la réplica exacta de la cabeza del maestro. Sin pérdida de tiempo, hizo llamar a un diablillo y, colocando la raíz encima de una bandeja lacada, le ordenó salir al encuentro del Peregrino.
—Honorable Gran Sabio —dijo la pequeña bestia, levantando la voz—, no deis rienda suelta a vuestro enojo y oíd con atención lo que voy a deciros.
El Peregrino sentía, en efecto, cierta debilidad por la adulación. Al oírse llamar «Honorable Gran Sabio», detuvo el brazo a Ba-Chie y le pidió:
—No le mates todavía. Espera a ver qué es eso tan importante de lo que quiere hablarnos.
—Después de que nuestro soberano trajera a vuestro maestro a esta caverna —mintió el diablillo con la bandeja—, a sus súbditos no se les ocurrió otra cosa que devorarle sin pasar por la cazuela. Unos empezaron a tirar de una parte, otros de otra y, al final, terminó descuartizado. Cada cual comió lo que pudo y sólo sobró la cabeza.
—¡Así que ha sido devorado! —exclamó el Peregrino—. En fin, reconozco que os habéis dado mucha prisa. De todas formas, me gustaría echar un vistazo a esa cabeza.
El diablillo arrojó la cabeza por el agujero de la puerta. Al verla, Chu Ba-Chie empezó a llorar y a lamentarse, diciendo:
—¡Qué pena más grande! Cuando el maestro pasó bajo ese dintel, estaba entero y ahora sólo queda eso de su cuerpo.
—¿No te parece que, antes de ponerte a llorar como una plañidera, deberías cerciorarte de si esa cabeza es auténtica? —le regañó el Peregrino.
—¿Cómo va a ser una cabeza falsa? —se defendió Ba-Chie.
—Pues lo es —afirmó el Peregrino.
—¿Quién te lo ha dicho? —insistió Ba-Chie.
—Cuando una cabeza humana cae al suelo —explicó el Peregrino—, produce un ruido sordo, mientras que ésta ha sonado como a madera. Si no me crees, la voy a volver a tirar, para que lo oigas bien —y, cogiéndola con la barra, la tiró contra una roca.
—Tienes razón —reconoció el Bonzo Sha—. Suena como a madera.
—Si suena como a madera, es que es falsa —insistió el Peregrino—. Veamos de qué está hecha realmente.
Bastó un golpe de la barra de los extremos de oro para abrirla por la mitad. Ba-Chie se acercó a ella en seguida y descubrió que no era más que un trozo de raíz de sauce. Sin poderse contener, el Idiota empezó a gritar:
—¡Maldita banda de piojosos! No sólo escondéis al maestro en el interior de la caverna, sino que, encima, tenéis la desfachatez de querer engañar a vuestro querido antepasado Chu. ¿Desde cuándo es mi preceptor el espíritu de un sauce?
El diablillo que se había presentado en la puerta con la bandeja corrió, despavorido, a informar de lo ocurrido, gritando:
—¡Qué horror, qué horror, qué horror, qué horror, qué horror, qué horror!
—¿A qué vienen tantos horrores? —le preguntó el monstruo.
—Chu Ba-Chie y el Bonzo Sha picaron el anzuelo —dijo el diablillo, temblando—, pero se nota que ese Peregrino Sun es un anticuario que conoce bien su oficio. Nada más ver la cabeza, supo que era falsa. Si pudierais ofrecerle una calavera auténtica, a lo mejor conseguiríais engañarle.
—¿De dónde voy a sacarla? —preguntó el monstruo—. ¡Ahora que lo dices! —exclamó a renglón seguido con el rostro iluminado—. En el cuarto de descuartizar hay varias cabezas de hombre que aún no hemos comido. Coge una y llévasela, a ver que es lo que pasa.
Un grupo de diablillos entró en la habitación de los despieces y escogió la cabeza más fresca. El pequeño demonio de antes volvió a colocarla sobre la bandeja y, llegándose hasta la puerta, gritó con voz insegura:
—¡Honorable Gran Sabio! Antes cometimos una equivocación y os entregamos una cabeza falsa. La de ahora, sin embargo, es auténtica y perteneció al Maestro Tang. Nuestro soberano quería haberse quedado con ella como amuleto, pero ha decidido regalárosla a vos.
La cabeza salió disparada por el agujero, produciendo un ruido sordo, al chocar contra el suelo. Estaba tan fresca, que, al rodar por la tierra, fue dejando un reguero de sangre.
Al percatarse de que era auténtica, el Peregrino se echó a llorar. Ba-Chie y el Bonzo Sha no tardaron en unirse a su llanto. Luchando desesperadamente por contener las lágrimas, Ba-Chie consiguió decir:
—No nos abandonemos todavía al llanto. Hace demasiado calor y puede pudrirse lo poco que queda de nuestro amado maestro. Escojamos un buen sitio y enterrémosla, ahora que todavía está fresca. Entonces podremos llorar cuanto queramos.
—Tienes razón —reconoció el Peregrino.
Sin hacer ningún asco, el Idiota tomó la cabeza en sus brazos y corrió ladera arriba. No tardó en encontrar un lugar orientado hacia el sol, totalmente al abrigo de los vientos, y con ayuda del rastrillo hizo un agujero, en el que depositó la cabeza con sumo cuidado.
No contento con eso, levantó un túmulo con unas piedras y gritó al Bonzo Sha:
—Tú y Wu-Kung quedaos aquí llorando, mientras voy a por algo para preparar unas ofrendas.
Llegándose hasta el arroyo, cogió unas ramas de sauce y unas piedras con forma de huevo y regresó con ellas junto a la tumba. Clavo los palos a cada uno de los lados y colocó los cantos en la parte de delante.
—¿Para qué haces eso? —le preguntó el Peregrino, sorprendido.
—Estas ramas —explicó Ba-Chie— son para que el maestro disfrute de sombra allá arriba. Las piedras son dulces, para que no se le haga tan amargo el paso de la vida a la muerte.
—¿No te parece suficiente haber fallecido, para que, encima, le des de comer cantos? —le reprendió el Peregrino.
—Simplemente estoy tratando de manifestar mis sentimientos filiales —se defendió Ba-Chie.
—¡Dejemos de decir tonterías, de una vez! —urgió el Peregrino—. El Bonzo Sha que se quede aquí cuidando del caballo y del equipaje, mientras tú y yo vamos a arrasar esa caverna. Cuando hayamos capturado al monstruo, le haremos picadillo y, así, vengaremos la muerte de nuestro maestro.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo —dijo el Bonzo Sha, sin poder contener las lágrimas—. Poned en eso todo vuestro empeño y no os preocupéis por mí.
Ba-Chie se quitó la camisa de seda negra y se ajustó bien la túnica, antes de agarrar con fuerza el rastrillo y de seguir los pasos del Peregrino. Juntos, derribaron del todo las puertas de piedra y penetraron en la caverna, gritando:
—¡Devolvednos vivo al monje Tang!
Sus gritos eran tan desgarradores, que hasta el mismo cielo se conmovió. Los diablillos que moraban en aquel inmundo lugar se volvieron contra el general y le culparon de lo ocurrido, diciendo:
—¿Qué vamos a hacer ahora que esos monjes han decidido acabar con todos nosotros?
—Como muy bien afirmaban los antiguos —contestó el general—, «el que mete la mano en un cesto de pescado, la saca llena de un olor nauseabundo». ¡Jamás hay que volverse atrás, una vez que se ha iniciado algo! Es preciso que acabemos con esos monjes.
No disponiendo de un plan mejor del que echar mano, el monstruo ordenó:
—¡Que cada cual coja sus armas y se lance conmigo a la batalla!
Dando unos gritos terribles, los diablillos se abalanzaron sobre los asaltantes. Ante semejante avalancha, Ba-Chie y el Gran Sabio se vieron obligados a dar unos pasos hacia atrás, hasta que consiguieron asentar los pies en un terreno totalmente llano. Allí hicieron frente al ejército de monstruos y gritaron:
—¿Cómo se llama vuestro jefe y quién es el que logró capturar al monje Tang?
Los diablillos asentaron el campamento en aquel lugar y desplegaron un estandarte bordado con motivos florales. Agarrando con fuerza la porra de hierro, el monstruo levantó la voz y dijo:
—¿No me reconoces, mono maldito? ¡Soy el Gran Señor de la Montaña del Sur, un lugar que ha permanecido bajo mis órdenes durante varios siglos! ¡Yo soy, además, el que ha capturado y devorado al monje Tang! ¿Qué es lo que tienes que oponer al respecto?
—¡Piojoso sin principios ni ley! —bramó el Peregrino—. ¿Cuántos años has vivido para arrogarte el título de Señor de la Montaña del Sur? El Soberano Li es el auténtico Patriarca de la Creación y aun así se sienta a la derecha de la Suprema Pureza. El Buda Tathagata es el Honorable a quien se debe el gobierno del mundo y tiene como dosel una simple águila real. El Sabio Kung es el fundador del confucianismo y, simplemente, se hace llamar maestro. ¿Cómo es que tú, bestia maldita, te atreves a ostentar el título de Gran Señor y a hacer de la Montaña del Sur tu predio? ¡No trates de huir y prueba el sabor de la barra de tu abuelito Sun!
Haciéndose a un lado, el monstruo logró esquivar el golpe, al tiempo que gritaba con los ojos saltones por el odio:
—¿Cómo osas insultarme con tan grandilocuentes palabras, cuando no eres más que un mono? ¿Qué poderes tienes tú para venir a comportarte de una forma tan arrogante ante mi propia puerta?
—¿Cómo puedes desconocer las hazañas del viejo Mono, bestia sin nombre? —replicó el Peregrino, soltando la carcajada—. Si tienes paciencia, escucha con atención lo que voy a decirte: soy originario del continente de Purvavideha, donde el Cielo y la Tierra copularon durante miles de años para engendrarme. Surgí de un huevo de piedra en la feracísima Montaña de las Flores y Frutos. Por mis orígenes nada tengo que ver con este mundo mortal, ya que fueron el sol y la luna los que formaron mi cuerpo. Pero no me contenté con eso y cultivé mis cualidades naturales, hasta que logré alcanzar las fuentes del elixir. Moré en los Cielos y allí me fue concedido el título de Gran Sabio, antes de que, confiando exclusivamente en mis poderes, me enfrentara a las estrellas. Diez mil dioses fueron incapaces de derrotarme y hasta los planetas hubieron de abandonar el campo, avergonzados. Mi fama alcanzó hasta el último rincón del universo, pero mis descarríos no le fueron a la zaga y terminé sufriendo el castigo al que me hicieron acreedor mis propios desmanes. Afortunadamente, abracé la fe budista y me comprometí a acompañar a un gran maestro en su largo peregrinar hacia el Oeste. A partir de entonces nadie se ha atrevido a cortar los caminos que he ido abriendo en la montaña. Los mismos monstruos se echan a temblar, cuando saben que he construido un puente nuevo. No he tenido reparo en atrapar a los tigres que se esconden en los bosques ni en dominar a los leopardos que se agazapan al borde de los precipicios. Todo esfuerzo me parece poco. ¿Cómo van a atreverse a salir de su escondite los monstruos, cuando el Fruto Sazonado del Oriente pasa ante ellos camino del Occidente? Puesto que tú, bestia maldita, has dado muerte a mi maestro, prepárate a morir, porque ha llegado tu última hora.
Enardecido y aterrorizado, a la vez, por esas palabras, el monstruo apretó los dientes y, lanzándose hacia delante, descargó sobre el Peregrino un golpe terrible. El Gran Sabio lo desvió sin ninguna dificultad con la barra de hierro y respondió con otro aún más brutal. Pese a todo, estaba decidido a seguir hablando y ralentizó el ritmo de la pelea.
Desgraciadamente, Ba-Chie no pudo controlar por más tiempo su impaciencia, y, levantando el rastrillo, se lanzó como un loco contra la avanzadilla del ejército de diablillos. Así dio comienzo una batalla realmente extraordinaria.
Un monje de un estado superior partió hacia el Oeste en busca de las escrituras sagradas. Al pasar por la Montaña del Sur, el gran leopardo escupió una densa neblina y un viento realmente huracanado que le impidió seguir adelante. Haciendo acopio de sus extraordinarios poderes, ideó un plan astuto en extremo que terminó con la captura del gran monje Tang. Eso le llevó a enfrentarse con el Peregrino, de ilimitados conocimientos mágicos, y con Ba-Chie, de reconocida y extendida fama. Juntos lucharon en la gran explanada que se extendía ante la puerta de su caverna, levantando nubes de polvo que oscurecieron totalmente el cielo. Los gritos de los diablillos se entremezclaron con el ruido que las espadas y las lanzas arrancaban de la barra y del rastrillo blandidos por los dos monjes. Sin discusión alguna el Gran Sabio era un auténtico héroe, al que no lograban hacer sombra ni la fortaleza ni el arrojo de Wu-Neng. Si el monstruo de la Montaña del Sur y el más astuto de sus súbditos, el recién nombrado general no se hubieran empeñado en probar un trozo de carne del monje Tang, no se habrían enfrentado a ellos en un combate tan singular como arriesgado. A unos los guiaba el deseo de libertad del maestro, a otros su ansia incontenida por saborear un poco de su cuerpo. Ambas partes se batieron sin descanso, pero, a pesar de su incontenible entrega, ninguna de ellas alcanzó una ventaja sustanciosa. Al ver la fiereza con la que se batían aquellos diablillos y la terquedad con la que se resistían a abandonar el campo, el Gran Sabio decidió recurrir a la magia de la división corporal.
Se arrancó un manojo de pelos y, después de triturarlos con los dientes, los escupió, al tiempo que gritaba:
—¡Transformaos! —y al punto se convirtieron en copias tan exactas de sí mismo, que a ninguno le faltaba su correspondiente barra de los extremos de oro. En seguida se pusieron en primera línea, presionando sin cesar sobre los diablillos, que se vieron obligados a retirarse hacia la caverna.
Ba-Chie y el Peregrino se sintieron, de esta forma, más libres para luchar y empezaron a descargar a diestro y siniestro tremendos golpes sobre los que huían. Los que caían víctimas del rastrillo recibían en el cuerpo nueve heridas horrorosas, mientras que los que sucumbían a la acción de la barra de hierro veían convertidos sus huesos y su carne en una informe masa sanguinolenta. El Gran Señor de la Montaña del Sur cayó presa del pánico y huyó montado en una ráfaga de viento y niebla. Su hombre de confianza, no obstante, no dispuso del tiempo suficiente para metamorfosearse y acabó pereciendo bajo el ímpetu de la barra de los extremos de oro. Al morir, recobró la forma que le era habitual: la de un lobo de pelaje gris oscuro. Ba-Chie le dio media vuelta con el rastrillo y comentó:
—Me pregunto cuántos cerdos y ovejas se habrá comido esta bestia a lo largo de su vida.
El Peregrino no le respondió. Sacudió ligeramente el cuerpo y, después de recobrar todos sus pelos, urgió a Ba-Chie:
—No podemos perder más tiempo. Es preciso que atrapemos a ese monstruo y le hagamos pagar todo el mal que ha hecho a nuestro maestro.
—¿Qué pasa? —preguntó Ba-Chie, sorprendido de no ver a su alrededor a toda aquella legión de falsos Peregrinos—. ¿Es que estás perdiendo tus poderes?
—De ninguna manera —contestó el Peregrino—. Simplemente he recuperado todos esos pelos.
—¡Qué cosa más extraordinaria! —exclamó Ba-Chie, sinceramente admirado, y los dos se retiraron, victoriosos.
Cuando vio que el peligro había pasado, el monstruo regresó corriendo a la caverna y ordenó a los diablillos que aún le quedaban que cegaran la puerta de entrada con piedras y barro. Los demonios se pusieron en seguida manos a la obra y no tardaron en cumplir los deseos de su señor. Lo hicieron con tal presteza, que, cuando volvieron a presentarse Ba-Chie y el Peregrino, lanzando horrorosos insultos, la encontraron totalmente fortificada. Al ver que nadie respondía a sus denuestos, Ba-Chie descargó un golpe terrible contra aquella nueva muralla, pero no consiguió derribarla. El Peregrino cayó pronto en la cuenta de lo que había ocurrido y dijo:
—Es inútil que sigas malgastando tus fuerzas. Han levantado un muro detrás de la puerta.
—¡¿Cómo vamos a vengar, en ese caso, al maestro?! —exclamó Ba-Chie.
—Ya pensaremos después sobre eso —contestó el Peregrino—. Lo mejor que podemos hacer ahora es regresar junto a la tumba a ver qué está haciendo el Bonzo Sha.
Le encontraron llorando desconsoladamente. Al verle tan abatido, Ba-Chie no pudo contener el llanto y se arrojó sobre el túmulo, golpeando el suelo con las manos y gritando, desesperado:
—¿Cuándo volveremos a reunimos con vos, maestro tocado por la mala fortuna? ¿Cuándo?
—Trata de controlarte —le aconsejó el Peregrino—. Si el monstruo ha cegado la puerta delantera, eso quiere decir que dispone de otra trasera para entrar o salir. Quedaos aquí, mientras voy a echar un vistazo.
—Ten cuidado —le aconsejó Ba-Chie, sin dejar de llorar—. Si ese monstruo te atrapara, no dispondríamos de suficientes lágrimas para lamentarnos de tu suerte. De hecho, resultaría muy confuso eso de verter una por ti y otra por el maestro.
—No te preocupes —le tranquilizó el Peregrino—. Sé cuidarme bien —y, guardando la barra de hierro, se arremangó la túnica y se dirigió a la otra vertiente de la montaña.
No tardó en oír un sonido borboteante de agua. Se dio media vuelta y vio un torrente que fluía de la misma cumbre de la montaña El agua se despeñaba entre los riscos e iba a morir ante una apertura en la roca, que parecía hacer las funciones de un sumidero.
—No hace falta reflexionar mucho para darse cuenta de que es la entrada que andaba buscando —se dijo el Peregrino. Si me presento ahí dentro tal como estoy, los diablillos me reconocerán en seguida y tratarán de cerrarme la entrada. Lo mejor será que me convierta en una culebra de agua. Pero espera un momento. Si el espíritu del maestro se entera de que me he convertido en una serpiente…, porque los ofidios no suelen ser buenos monjes. ¿Qué tal, entonces, un cangrejo?… ¡No, no! El maestro puede acusarme de estar muy ocupado con las apariencias y eso no está bien —y decidió transformarse en una rata de agua.
Con una destreza increíble se zambulló en las aguas y, después de saltar una especie de compuerta, se encontró en un patio muy bien soleado. Un grupo de diablillos estaba colgando a secar trozos de carne humana recién cortada.
—¡Santo cielo! —exclamó el Peregrino, horrorizado—. ¡Ésa tiene que ser la carne del maestro! Se conoce que no han podido comérsela toda y han decidido guardar un poco para el invierno. ¡Cuánto me gustaría manifestarme tal cual soy y acabar con todos ellos de un solo golpe de mi barra! Pero eso sólo pondría en claro que me sobra valentía y me falta astucia. ¡No! Lo mejor será que vuelva a metamorfosearse a ver si logro averiguar qué es lo que está ocurriendo ahí dentro —y, sacudiendo, una vez más, el cuerpo, se convirtió en una pequeña hormiga con alas.
Aunque en apariencia se trataba de un insecto insignificante y débil, tras largos momentos de meditación había conseguido que le salieran alas, siendo conocido por doquier por el nombre de «caballo negro»[1]. Cuando no tenía nada especial que hacer, se dedicaba a revolotear por sitios oscuros para probar su propia resistencia. Poseía un conocimiento tal de los cambios del tiempo, que, cuando iba a llover, se metía en su hormiguero y lo tapaba con sumo cuidado. Su cuerpo era, en realidad, tan etéreo, que podía elevarse por los aires a gran velocidad y colarse por las rendijas de las puertas sin que nadie se percatara de ello. Era capaz, de hecho, de volar sin meter ruido ni dejar la más ligera sombra. El Peregrino se llegó, de esa forma, hasta el pabellón central, donde encontró al monstruo en un estado de abatimiento total. Cuando parecía que, por fin, iba a derrumbarse, apareció por detrás un diablillo y le dijo en tono festivo:
—¡Diez mil albricias os sean dadas, gran señor!
—¿Cómo puedes decir semejante cosa en una situación como ésta? —le reprendió el monstruo.
—No todo es tan negro como parece —se defendió el diablillo—. Ahora mismo, sin ir más lejos, acabo de regresar de una misión de reconocimiento. Al pasar por el torrente de la parte de atrás de la caverna, oí a alguien lamentarse a grandes voces. Con sumo cuidado ascendí hasta la cumbre de la montaña y descubrí que se trataba de Chu Ba-Chie, el Peregrino Sun y el Bonzo Sha. Los tres estaban llorando desconsoladamente delante de la tumba, de lo que deduje que habían creído que la cabeza que les entregasteis era la del monje Tang y la habían enterrado con todo respeto. De hecho, aún continúan afligiéndose ante el humilde agujero que han excavado.
—Eso quiere decir —concluyó el Peregrino, loco de alegría— que no han devorado al maestro y que lo tienen escondido por alguna parte. Antes de discutir del asunto con estas bestias, no estaría de más que averiguara, de una vez, si el monje Tang está vivo o muerto.
Sin pensarlo dos veces, remontó el vuelo y, mirando aquí y allá, descubrió una pequeña puerta que estaba firmemente cerrada. No le costó ningún trabajo meterse por una hendidura que había en la madera. Se encontró, así, en un espléndido jardín, del que se elevaban unos quejidos francamente lastimeros. Se adentró en la vegetación y vio un grupo de árboles, a cuya sombra había atadas dos personas. Una de ellas, no cabía la menor duda, era el monje Tang. El Peregrino se sintió preso de tal excitación, que, recobrando la forma que le era habitual, exclamó:
—¡Maestro!
Al reconocer su voz, Tripitaka empezó a gritar en el mismo tono de excitación:
—¡Wu-Kung! ¡Eres tú, Sun Wu-Kung! ¡Por fin has venido! ¡Sácame de aquí, Sun Wu-Kung!
—Dejad de repetir tantas veces mi nombre, por favor —le urgió el Peregrino—. Al otro lado de esa puerta hay unos cuantos monstruos y temo que puedan oíros. ¡Qué alegría veros vivo! Ese demonio nos había hecho creer que os había devorado, entregándonos un cráneo todo cubierto de sangre. No os preocupéis y tened un poco de paciencia. Hemos cruzado nuestras armas con él y hemos acabado con la mitad de su ejército de diablillos. Queda muy poco ya para derrocarle. Entonces vendré y os liberaré de una vez por todas.
Nada más acabar de decirlo, recitó un conjuro y volvió a convertirse en una hormiga voladora, que fue a posarse en la viga central del salón principal de la caverna. En aquel mismo momento entró un grupo de diablillos que habían logrado salir con vida de la refriega y, rodeando a su señor, dijeron, muy excitados:
—Cuando esos monjes han visto que la puerta estaba cegada y que no podían pasar por ella, han renunciado definitivamente a recuperar los despojos del monje Tang. Están convencidos de que la cabeza que les entregasteis era la suya y la han enterrado en una tumba. El duelo aún durará un par de días. Estamos seguros de que pasado mañana, cuando haya concluido, se levantarán y no volverán a aparecer jamás por aquí. Cada cual regresará al lugar del que ha partido y nosotros podremos disfrutar a nuestras anchas de la carne del monje Tang. ¿Por qué no lo freís con un poco de anís y de pimientos de Sechuan? Su sabor será más exquisito y así, aparte de alargar nuestras vidas, gozaremos de un banquete realmente delicioso.
—¿Cómo podéis decir eso? —protestó otro de los diablillos del grupo—. ¡Al vapor estará mucho más rico!
—Pero cocido nos saldrá mucho más barato —opinó un tercer diablillo—. Por lo menos, ahorraremos leña.
—Si su carne es tan rara como se dice —expresó otro más—, deberíamos salarla, así nos duraría más.
—¿Qué clase de enemistad albergáis contra mi maestro, para que sopeséis con tanta frialdad la forma como vais a comerle? —preguntó el Peregrino con voz inaudible desde lo alto de la viga.
Se sentía indignado y, arrancándose un puñado de pelos, los trituró con los dientes y los escupió, no sin antes recitar el correspondiente conjuro. De esa forma, se convirtieron en insectos productores de sueño, que fueron metiéndose, uno a uno, por las narices de aquellos monstruos. Al poco rato todos dormían plácidamente, menos la bestia que los mandaba. Aunque parecía muy inquieto y no dejaba de rascarse la cabeza ni de pasarse la mano por la cara, no lograba conciliar el sueño. De hecho, estornudaba como si hubiera perdido el juicio y se frotaba la nariz con desconcertante frecuencia.
—¿Sospechará algo? —volvió a preguntarse el Peregrino—. Lo mejor será que le dé una doble ración —y, arrancándose otro pelo, lo convirtió en un insecto de mayor tamaño y se lo tiró al monstruo, que dispuso, así, de una pareja para él sólito. Mientras uno le entraba por el agujero derecho, el otro le salía por el izquierdo.
Pese a todo, el monstruo continuaba resistiéndose a caer dormido. Por fin, se desperezó pesadamente y, después de bostezar dos o tres veces seguidas, se puso a roncar sonoramente. EL Peregrino recobró la forma que le era habitual y, sacando la barra de hierro, la sacudió hasta que hubo alcanzado el grosor de un huevo de oca. Con ella redujo a añicos la puerta que conducía al jardín de la parte de atrás y corrió hacia donde estaba Tripitaka, gritando, jubiloso:
—¡Aquí estoy otra vez, maestro!
—¡Desátame, por favor! —suplicó Tripitaka—. Estas cuerdas me están matando.
—¿A qué viene tanta prisa? —replicó el Peregrino—. Antes de liberaros es preciso que acabe con esos monstruos —y volvió a toda prisa al salón en el que los había dejado dormidos.
Levantó la barra de hierro, pero, antes de descargar el golpe, se quedó con el gesto congelado en el aire y volvió a decirse:
—¡No, no! Esto no está bien. Lo primero que tengo que hacer es liberar al maestro. Todo lo demás debe esperar —y, una vez más, corrió hacia el jardín.
Antes de llegar a él, sin embargo, detuvo su carrera y se repitió:
—Estoy equivocado. Es preciso acabar con ellos primero.
Volvió a cambiar de opinión dos o tres veces más. La indecisión se había apoderado de él con tal fuerza, que al final se quedó de pie en el jardín, entregado a una especie de danza ridícula. Al verle en aquel estado, el maestro le preguntó, divertido, a pesar de la aprensión que le embargaba:
—¿Se puede saber por qué estás bailando? ¡No me digas que es debido a la alegría que te produce saber que aún estoy vivo!
Eso bastó para que el Peregrino se decidiera, por fin, a desatarle. Cuando se disponía a marcharse, el otro que estaba atado enfrente justamente del maestro levantó la voz y le suplicó:
—¿Por qué no me liberáis a mí también? ¡Apiadaos de mi desgracia!
—Desátale, por favor, Wu-Kung —le pidió entonces el maestro, sin moverse del sitio.
—¿Quién es? —preguntó el Peregrino.
—Un leñador —contestó el maestro—. Le capturaron un día antes que a mí y, según me ha explicado, tiene una madre anciana, en la que no deja de pensar. Como he podido apreciar, se trata de una persona con una extraordinaria piedad filial. Creo que harías bien en desatarle.
El Peregrino no tuvo nada que objetar y le soltó las ataduras. Juntos abandonaron la caverna por la puerta de atrás y subieron hacia la cumbre, siguiendo el curso del torrente.
—Gracias por salvarme la vida —dijo entonces el maestro, emocionado—. ¿Dónde están Wu-Neng y Wu-Ching?
—Haciendo luto por vos —respondió el Peregrino—. ¿Por qué no los llamáis?
—¡Ba-Chie! —gritó el maestro con todas sus fuerzas.
El Idiota estaba aturdido de tanto llorar. Al oír la voz de Tripitaka, se limpió el morro y los ojos y dijo al Bonzo Sha:
—Creo que el espíritu del maestro regresa a su hogar. ¿No es ésa, acaso, su voz?
—¡Qué tonto estás hecho! —le regañó el Peregrino, llegándose hasta donde él estaba—. ¿Para qué hablas de espíritus? ¿No ves que el que regresa es el auténtico maestro?
El Bonzo Sha levantó la cabeza y, al verle, se postró de hinojos y exclamó:
—¡Cuánto habéis debido de sufrir, maestro! ¿Cómo se las ha arreglado nuestro hermano mayor para liberaros? —y el Peregrino contó punto por punto lo que había ocurrido.
Al oírlo, Ba-Chie se puso tan furioso, que echó mano del rastrillo, apretó con fuerza los dientes y, de unos cuantos golpes, destrozó la tumba que él mismo había hecho. La cabeza quedó reducida a añicos.
—¿Por qué has hecho eso? —le regañó el monje Tang.
—No sé a qué familia pertenecía este desgraciado —contestó Ba-Chie—, pero no me hace ninguna gracia haber llorado durante tanto tiempo por ella.
—Deberías haberle agradecido que me haya salvado la vida —insistió el monje Tang—. Cuando tus hermanos arremetieron contra la caverna y exigieron mi libertad, los monstruos se sirvieron de ella para engañaros. De no haber sido así, me habrían matado sin ninguna consideración. No tendrías que haber destrozado su tumba en señal de gratitud.
El Idiota no se hizo de rogar. Volvió a recoger los trozos de carne y huesos y los enterró en otra tumba nueva.
—Sentaos aquí, maestro —dijo, entonces, el Peregrino—, mientras voy a acabar, de una vez, con esas bestias —y, lanzándose pendiente abajo, cruzó el torrente y entró en la caverna.
Al pasar por el jardín posterior, recogió las cuerdas con las que habían estado atados el maestro y el leñador y se dirigió al salón principal. El monstruo seguía dormido. Con increíble destreza el Peregrino le ató a la barra de hierro como si fuera una pieza de caza y, cargándosela al hombro, salió por el mismo sitio que había entrado. Al verle desde lejos, Ba-Chie exclamó:
—¡Cuidado que le gusta complicarlo todo a ese mono! ¿No hubiera sido mejor poner otro monstruo en el extremo anterior de la barra para que hiciera contrapeso?
Cuando hubo llegado a su altura, el Peregrino dejó caer al monstruo al suelo. Ba-Chie quiso rematarlo en seguida, pero se lo impidió el Gran Sabio, diciendo:
—¡Espera un momento! ¡Todavía no he capturado a los diablillos que quedan en la caverna!
—Llévame contigo, así los machacaremos más pronto entre los dos.
—¿Para qué gastar energías a lo tonto? —replicó el Peregrino—. Lo mejor que podemos hacer es coger madera y quemarlos a todos vivos.
El leñador condujo a Ba-Chie a un pequeño valle que había hacia el oriente, donde encontraron una gran cantidad de bambúes tronchados, pinos medio secos, troncos huecos de sauce, trozos de vides, hierbajos, juncos amarillentos y alguna que otra morera arrancada. Formaron con todo unos cuantos haces y los llevaron a la parte de atrás de la caverna. Mientras el Peregrino los prendía fuego, Ba-Chie sacudía con fuerza las orejas como si fueran abanicos. Antes de que las llamas lo envolvieran todo, el Gran Sabio sacudió el cuerpo y recobró todos sus pelos. Los diablillos se despertaron en seguida, pero el humo y el fuego llenaban ya todos los pasadizos y galerías. Ni uno solo pudo escapar a la quema. En un abrir y cerrar de ojos la caverna quedó reducida a meras cenizas. Al regresar al lado del maestro, vieron que el monstruo se estaba agitando en el suelo.
—Acaba de despertarse —dijo el maestro visiblemente asustado.
Sin encomendarse a nadie, Ba-Chie levantó el rastrillo y le asestó un golpe mortal, entonces se mostró tal cual era: un leopardo con la piel cubierta de manchas.
—Este tipo de felinos —anunció el Peregrino— es capaz de comerse a un tigre. Calculad las fechorías que habrá cometido después de convertirse en un hombre. Creo que hemos hecho bien acabando con él.
Emocionado, el maestro les dio las gracias y volvió a montar en el caballo.
—Respetables maestros —dijo el leñador—, mi humilde casa se encuentra bastante cerca de aquí, hacia el sudoeste. Me gustaría presentaros a mi madre, para que también ella os dé las gracias por haberme salvado la vida. No os preocupéis. Cuando lo haya hecho, volveré a conduciros al camino principal.
El maestro descendió del caballo y se dirigió hacia el sudoeste con el leñador y sus tres discípulos. No tardaron en adentrarse por un sendero alfombrado de musgo y totalmente enmarañado con lianas y enredaderas. Las rocas aparecían totalmente cubiertas de verdor y surgía de las copas de los árboles un estridente alboroto de cantos de pájaros.
La profunda tonalidad del verde servía de punto de unión a la robustez de los pinos y a la fragilidad esbelta de los bambúes. Por doquier se veían flores exóticas. Por fin, apareció en la lejanía, difuminada por el tono azulado de la neblina, una cabaña con una cerca de bambúes entrelazados. Apoyada contra la puerta de madera había una anciana llorando a lágrima viva y repitiendo sin cesar el nombre de su hijo. El leñador se separó del grupo de monjes y corrió hacia la cabaña. Al llegar a la cerca, se echó rostro en tierra y gritó, emocionado:
—¡Aquí tenéis a vuestro hijo, señora!
—¡Hijo mío! —exclamó, a su vez, la anciana, abrazándole como una loca—. Al ver que no regresabas a casa, supuse que habrías caído en poder de ese monstruo que habita en esta montaña. Sólo de pensarlo se me encogía el corazón. ¿Por qué has tardado tanto en volver, si no te ha ocurrido nada de lo que temía? ¿Dónde están, además, el hacha, las cuerdas y la pértiga?
—Aunque no lo queráis creer —contestó el leñador, echándose rostro en tierra y golpeando repetidamente el suelo con la frente—, caí, en efecto, víctima de ese monstruo de la montaña, que me ha tenido todos estos días atado a un árbol. Si no llega a ser por esos monjes de ahí, me habría devorado sin ninguna consideración. Uno de ellos es un arhat enviado por el Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, al Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas. También él tuvo la mala fortuna de caer en poder de esa bestia y compartió sus sufrimientos conmigo, atado a otro árbol que había justamente enfrente del mío. Afortunadamente, sus discípulos poseen unos poderes francamente extraordinarios y terminaron matando a ese falso señor de la montaña, que, en realidad, no era más que un leopardo. A todos sus servidores los quemaron vivos en el interior de la caverna. A mí, por el contrario, me devolvieron la libertad, porque su misericordia es tan alta como los cielos y tan profunda como la tierra. Si no llega a ser por su extraordinaria bondad, habría perecido a manos de esa bestia. Gracias a su portentosa hazaña, la montaña goza ahora de una seguridad absoluta y podré salir a recoger madera por las noches sin peligro alguno.
Al oír eso, la anciana invitó a entrar a los peregrinos en la cabaña, haciendo una inclinación a cada paso que daba. Después de que los huéspedes hubieron tomado asiento, tanto ella como su hijo golpearon el suelo con la frente en más de una ocasión, antes de meterse en la cocina a preparar una comida vegetariana.
—Según veo —dijo el Peregrino, volviéndose hacia el leñador—, vuestro régimen de vida es humilde en extremo. Os suplico, por tanto, que no nos preparéis nada especial. Nos conformamos con cualquier cosa.
—A decir verdad, maestro —contestó el leñador—, por aquí cerca no hay más casa que la nuestra y no disponemos, consiguientemente, ni de setas, ni de champiñones, ni de anisetes, ni de pimientos de Se-chuan. Nuestra despensa está llena únicamente de hierbas silvestres que yo mismo me encargo de recoger. Pero serán suficientes para expresaros nuestra gratitud.
—Lamentamos sinceramente haberos causado todas estas molestias —se disculpó el Peregrino, sonriendo—, aunque la verdad es que todo ese ejercicio nos ha dado un hambre atroz.
—No os preocupéis —respondió el leñador—. La comida estará lista en un abrir y cerrar de ojos.
No se equivocó lo más mínimo. Apenas había acabado de decirlo, aparecieron sobre la mesa, esmeradamente limpia, toda clase de productos comestibles que crecen en los bosques[2]: repollo de un leve colorido amarillento, alubias blancas con vinagre, corolas de loto y de otras plantas acuáticas, bolsones de pastor, tripas de oca, aromáticas golondrinas viajeras, guisantes y judías verdes, raíces cocidas de caballos azulados, huellas de perro tostadas, orejas de gato, polvos de viento, brotes de ceniza tiernos, mangos de cuchillo, delicias de vaquero, tornillos rellenos, arroz partido, flores comestibles de varias especies, castañas, brotes de juncos y de otras plantas que crecen en las orillas de los arroyos, sabrosísimas vestimentas de dama de trigo, túnicas rotas, retoños de bambú, algodón de pajaritos, pisadas de mono fritas con mucho aceite, diferentes tipos de cereales de grano rugoso, orejas de cabra, diferentes clases de raíces oleaginosas… Éstas y otras muchas más variedades de hierbas comestibles que crecen en los bosques ofrecieron el leñador y su madre a los peregrinos en señal de agradecimiento. No faltó, por supuesto, el arroz con el que acompañaron todas aquellas delicias silvestres.
En cuanto se hubieron saciado, el maestro y los discípulos se dispusieron a ponerse de nuevo en camino. El leñador no se atrevió a demorar por más tiempo su marcha y pidió a la anciana que saliera a despedirlos a la puerta, cosa que ella hizo, inclinándose repetidamente con musitado respeto. El muchacho tomó, entonces, un bastón hecho con el tronco de un datilero y se dispuso a acompañar a sus huéspedes. El Bonzo Sha tomó las riendas del caballo y siguió los pasos de Ba-Chie, que, sin nadie pedírselo, había cargado con el equipaje. El Peregrino, por su parte, se colocó al lado del maestro, que, doblando las manos a la altura del pecho, dijo al leñador:
—Abrid, por favor, la marcha. Cuando lleguemos al camino principal, dejadnos solos y regresad a vuestro hogar.
Bajaron de la montaña, siguiendo el cauce de un torrente y, al ver lo difícil que se tornaba el descenso, el monje Tang exclamó[3]:
—Tras despedirme de mi señor e iniciar mi aventura hacia el Oeste, discípulos amantísimos, he hollado senderos que cada vez me acercan más al fin de esta misión que parece inalcanzable. En cada montaña y en cada curso de agua me aguarda un peligro diferente. Es como si mi vida estuviera enteramente a merced de los monstruos. Pero no ocupa mi mente otro pensamiento que el de alcanzar el Cielo de los Nueve Pliegues. ¿Cuándo hallaré, por fin, el descanso y podré regresar, cargado de gloria, a la corte de los Tang?!
—Dejad de lado todos esos temores, maestro —le aconsejó el leñador, al oírlo—. El Reino de la India, la cuna de la suprema felicidad, se encuentra a menos de dos mil kilómetros de aquí.
—Me temo que os hemos molestado demasiado —dijo el maestro, bajando del caballo—. Si ése de ahí es el camino que conduce al Oeste, no tiene ningún sentido que sigáis acompañándonos. Regresad a vuestra casa y reiterad las gracias a vuestra respetable madre por el opíparo banquete vegetariano que tuvo a bien ofrecernos. La única forma que tiene un pobre monje como yo de devolveros tantos favores es recitar textos sagrados por vos, para que gocéis siempre de paz y alcancéis una vida que supere los cien años.
El leñador no se atrevió a desobedecerle y regresó a su cabaña, mientras el maestro y los discípulos continuaban su interminable deambular hacia el Oeste, una vez que, derrotado el monstruo, hubieron sido compensados con amabilidad todos los sufrimientos que les hizo pasar la bestia.
No sabemos, de momento, cuántos días les quedaban aún para alcanzar el Paraíso Occidental. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.