CAPÍTULO XXII

El monje Tang y sus dos discípulos tardaron solamente un día en dejar atrás la Montaña del Viento Amarillo. Su camino transcurrió entonces a través de una inmensa meseta. El verano estaba tocando a su fin y se anunciaba ya la inminente llegada del otoño. Cuanto vieron a la caída del primer día fue un grupo de sauces sobre el que agonizaban las cigarras y la gran bola de fuego que se desplazaba hacia el Oeste. Los viajeros no tardaron en toparse con un inmenso río de turbulentas aguas, cuyas olas recordaban las del mar.

—Mirad qué extensión tan vasta de agua se abre ante nosotros —exclamó Tripitaka—. ¿Cómo vamos a cruzarlo, si no hay por aquí ningún bote?

—Es demasiado turbulento para embarcaciones como las que decís —replicó Ba-Chie, mirando detenidamente a su alrededor.

El Peregrino, por su parte, se elevó por los aires y, usando la mano como pantalla, atisbo con cuidado la distancia. Incluso él mismo se sintió desanimado por lo que vio y dijo:

—Es extremadamente difícil vadear este río. No hablo, ciertamente, por mí, sino por vos, maestro. Como comprenderéis, yo podría atravesarlo con una simple sacudida del cuerpo, pero para vos es prácticamente imposible llegar a la otra orilla.

—No me extraña —reconoció Tripitaka—. Ni siquiera puedo verla desde aquí. ¿Sabes qué anchura tiene?

—Ochocientas millas aproximadamente —contestó el Peregrino.

—¡Vamos! —se burló Ba-Chie—. ¿Cómo puedes determinarlo con tanta exactitud?

—A decir verdad —explicó el Peregrino— mis ojos pueden distinguir el bien del mal a una distancia de mil millas a plena luz del día Cuando me encontraba ahí arriba hace un par de minutos, me fue imposible contemplar la longitud total del río, pero puedo asegurarte que su anchura ronda las ochocientas millas. Créeme.

Suspirando con manifiesta preocupación, Tripitaka tiró de las riendas y vio que en la orilla había una placa de piedra. Los tres se acercaron a ella y descubrieron que decía simplemente: «El Río de la Corriente de Arena». Un poco más abajo, no obstante, se ampliaban tan parcos datos con una caligrafía llamativamente inferior.

«El Río de la Corriente de Arena» se afirmaba «posee una anchura de ochocientas millas y una profundidad de tres mil. Sus aguas son tan voraces que ni una pluma de ganso puede mantenerse en ellas a flote. ¿Qué hay de extraño, pues, en que los juncos se hundan hasta el fondo?».

Mientras el maestro y sus discípulos leían tan curiosa inscripción, se agitaron de pronto las aguas del río y, levantando olas tan altas como las montañas, surgió de su seno un monstruo de salvaje y horripilante apariencia. Su cabeza estaba totalmente cubierta de una desmelenada cabellera que recordaba una hoguera; sus redondos ojos poseían un brillo tal que parecían lámparas recién encendidas; su rostro tenía una coloración azulada que a veces daba la impresión de ser negruzca o verde, para no parecer ni una cosa ni otra al minuto siguiente; su voz, finalmente, era la de un dragón y traía a la mente reminiscencias de tormenta o batir de tambores. Vestía una capa de color amarillento claro y llevaba anudada a la cintura una especie de falda hecha con juncos blancos. Un collar de nueve calaveras adornaba su pecho y, cosa sorprendente, en sus manos sostenía un espléndido báculo de corte sacerdotal.

Como un ciclón, la bestia se volvió hacia la orilla y se lanzó contra el monje Tang. Afortunadamente el Peregrino le agarró por los hombros y, de un salto, le llevó a un lugar más elevado y seguro. Ba-Chie, por su parte, dejó a un lado el equipaje y, echando mano del tridente, descargó un golpe terrible sobre su adversario. El monstruo lo detuvo diestramente con su báculo, dando así comienzo a una espléndida batalla en las orillas mismas del Río de Arena. Mortales enemigos eran, en verdad, el tridente de las nueve puntas y el báculo destructor de bestias. Quienes de armas tan extraordinarias se valían no tenían nada que envidiarse, pues, si uno era el Mariscal de los Juncales Celestes, el otro ostentaba el título de Capitán Imperial Encargado-de-levantar-la-cortina. Antaño se habían encontrado más de una vez en el Salón de la Niebla Divina y ahora medían sus fuerzas a orillas de un río inmenso. El tridente de éste recordaba a un dragón abriendo sus terribles zarpas, mientras que el báculo de aquél traía a la mente la inquebrantable fortaleza de un elefante. Ambos mantenían en tensión todos sus miembros, tratando con cada golpe de quebrar la frágil jaula que formaban las costillas. Sus ataques no iban, de todas formas, dirigidos exclusivamente contra el pecho. El rostro y la cabeza eran también altamente codiciados por el mortal acero de sus armas. Los golpes se sucedían sin descanso ni pausa, dejando bien a las claras que, si uno era el espíritu devorador de hombres del Río de Arena, el otro tenía como única meta la consecución de la verdad y el establecimiento de la Ley y la Fe.

Durante más de veinte asaltos cruzaron sus armas, sin que ninguno de los dos pudiera arrogarse una clara ventaja. Durante todo ese tiempo el Gran Sabio se mantuvo al margen, protegiendo al monje Tang y cuidando del caballo y el equipaje. Pero a medida que pasaba el tiempo y veía la tremenda concentración que tanto el monstruo como Ba-Chie ponían en la lucha, la impaciencia se fue apoderando de él y empezó a frotarse las manos y a rechinarle los dientes. Finalmente no pudo aguantarlo más y, sacando la barra de hierro, dijo a su maestro:

—Sentaos aquí y no tengáis miedo. Creo que ha llegado el momento de que yo también vaya a jugar con esa bestia un poquito.

En vano le suplicó el maestro que se quedara a su lado. El Peregrino dio un grito y se lanzó a la refriega de un salto. El monstruo y Ba-Chie estaban tan enzarzados en la lucha que parecía que nadie iba ser capaz de separarlos. El Peregrino se las arregló, sin embargo, para meterse entre los dos y asestar al monstruo un golpe terrible en la cabeza. La bestia se tambaleó lastimosamente, pero logró saltar al agua y no tardó en desaparecer entre el oleaje del Río de Arena. Ba-Chie se puso furioso y, encarándose con el Peregrino, le preguntó:

—¿Por qué has hecho eso? ¿Es que te mandó alguien venir? El monstruo se encontraba ya al límite de sus fuerzas. ¿No viste con qué dificultad esquivaba mis ataques? Otros cuatro o cinco asaltos más y le hubiera derrotado. ¿Por qué tuviste que lanzarte sobre él? Le asustaste con tus ojos de fuego y huyó como un cobarde, ¿Quieres explicarme qué vamos a hacer ahora?

—Reconozco que he obrado mal —admitió el Peregrino—. Pero deberías comprender que llevo más de un mes sin usar la barra de hierro. De hecho, no había vuelto a cogerla desde que derroté al Monstruo del Viento Amarillo. Al ver la perfección de tus golpes, sentí envidia y me lancé, sin pensarlo, a la refriega. Era como si mis pies no me obedecieran y mis brazos hubieran optado por seguir una vida distinta a la mía. Sólo quería divertirme un poco, te lo aseguro. Lo que no me esperaba es que ese dichoso monstruo fuera tan cobarde. Ahora ni de las bestias puede fiarse ya uno.

Esas palabras hicieron soltar la carcajada a Ba-Chie. Todo su enfado se desvaneció en un instante, como el humo, y, agarrando al Peregrino de la mano, le llevó al lado del monje Tang, sin dejar de bromear ni un solo segundo.

—¿Habéis capturado ya al monstruo? —preguntó Tripitaka.

—Me temo que no —contestó el Peregrino—. No resistió nuestro ataque y se refugió en la turbulencia de las olas de este malhadado río.

—Seguro que ese monstruo lleva muchos años viviendo aquí —dijo Tripitaka, esperanzado—. Por fuerza tiene que conocer las porciones menos profundas de este inmenso caudal de agua. Con ello quiero decir que podría sernos de muchísima ayuda a la hora de vadearlo. Mirándolo bien, no se ve el más mínimo bote por ningún sitio y necesitamos que alguien nos lleve a la otra orilla. ¿Quién mejor que él, que conoce perfectamente toda esta región?

—Tenéis razón —admitió el Peregrino—. Como muy bien afirma el proverbio, «quien está cerca del cinabrio se tiñe de rojo y quien anda entre la tinta acaba manchándose de negro». Ese monstruo tiene que conocer bien estas aguas. Cuando le cacemos, le perdonaremos la vida y, así, podrá llevaros a la otra parte del río.

—¿A qué estás esperando? —exclamó Ba-Chie—. Vete a por el, mientras yo cuido de nuestro maestro.

—Aunque no lo creas —replicó el Peregrino—, no es ninguna balandronada eso de atrapar a la bestia en su propio ambiente. Puedo, de hecho, hacerlo de dos maneras: bien usando el conjuro para apartar las aguas, bien convirtiéndome en un pez, en una gamba, en un cangrejo, en una tortuga. De todas formas, tengo que reconocer que me desenvuelvo mucho mejor en tierra firme o en el aire que dentro del agua. Simplemente no es mi estilo guerrear en un medio tan denso como ése.

—Eso mismo me pasa a mí —dijo Ba-Chie—. Cuando desempeñaba el cargo de Mariscal del Río Celeste, tenía bajo mi mando una fuerza que superaba con mucho los ochenta mil hombres. Llegué, de hecho a adquirir un conocimiento bastante profundo de ese elemento, pero me temo que el monstruo pueda contar ahí abajo con la ayuda de algún aliado poderoso. ¿Cómo voy a hacerle frente, si me salen al encuentro sus siete u ocho parientes más cercanos? ¿Te imaginas lo que sería de mí, si me atraparan?

—Si lo que quieres decir con tanta palabrería es que te gustaría meterte en el agua, por mí no hay ningún inconveniente —contestó el Peregrino—. Es más, te sugeriría que le hicieras salir de su mundo y así podría ayudarte yo desde fuera. .

—Excelente idea —exclamó Ba-Chie—. Allá voy.

Al punto se quitó los zapatos y la túnica de seda azul, agarró el tridente con las dos manos y se abrió camino por las aguas. Valiéndose del conocimiento que había adquirido en el pasado, fue saltando de ola en ola hasta llegar al mismísimo lecho del río.

El monstruo, mientras tanto, se había retirado a su mansión con el amargo sabor de la derrota en los labios. Había empezado a recobrar las fuerzas, cuando oyó que alguien sacudía con manifiesta pericia las aguas. Levantó la vista y vio acercarse a Ba-Chie con el tridente. Cogió a toda prisa el báculo y salió a su encuentro, gritando:

—¿Adónde crees que vas, monje entrometido? ¿No sabes que puedo destrozarte con este bastón?

—¿Y tú cómo te atreves a entorpecer nuestro camino? —replicó Ba-Chei parando oportunamente el golpe de su adversario.

—¿Así que no me conoces? —exclamó el monstruo—. Sábete que yo no soy ningún demonio y que poseo un nombre y unos apellidos muy concretos.

—Si, como dices, no eres un diablo, ¿cómo es que te dedicas a matar gente? —preguntó Ba-Chie—. Dime cómo te llamas y, a lo mejor, te perdono la vida.

—Desde el momento mismo de mi nacimiento —explicó el monstruo— he poseído un espíritu de envidiable fortaleza, que me ha movido a recorrer el mundo entero. Por doquier se me recuerda como un héroe valeroso al que todos tratan de emular. El número de naciones que he visitado es prácticamente incontable, lo mismo que el de lagos y mares que he vadeado. Hasta el mismísimo confín del cielo me llegué con el fin de aprender el Tao, y hollé la superficie de toda la tierra con el único propósito de encontrar un buen maestro en ese arte. Durante muchos años pedí limosna, cubierto de harapos como si fuera un mendigo. Ni un solo día descuidé mi formación espiritual. No es extraño, por tanto, que recorriera la tierra centenares de veces, como si fuera una nube viajera. Sin embargo, en todo ese tiempo sólo me topé con un inmortal auténtico, que me enseñó el Gran Sendero de la Luz Dorada. Con absoluta dedicación me lancé a la mezcla de las esencias del riñón y el corazón, y a la mutación del mercurio y el plomo[1]. De esta forma, el agua renal fue pasando lentamente del Salón Luminoso[2] al Estanque de las Flores, y el fuego hepático se precipitó sobre el corazón desde lo alto de la Torre de los Doce Anillos[3]. Adquirí en aquel tiempo tantos méritos que se me permitió mirar de frente al cielo y me fue concedido inclinar la cabeza en el Salón de la Luz. El Emperador de Jade me colmó de honores, nombrándome Capitán-que-levanta-la-cortina. Nadie gozaba de mayor estima que yo en el Palacio de la Niebla Divina y a nadie se concedieron tantos honores en la Puerta Sur como a mí. De mi cintura colgaba el Escudo de la Cabeza de Tigre y mis manos jugueteaban continuamente con el Báculo de Destruir Demonios. El yelmo de oro que cubría mi cabeza brillaba más que la mismísima luz del día, mientras que de mi armadura salían potentes rayos que atravesaban, incluso, las nieblas Celestes. No en balde era el jefe de todos los guardianes del trono y era considerado el primero de los servidores de la corte. Cuando Wang-Mu ofreció el Festival de los Melocotones a sus ilustres huéspedes en el Estanque de Jaspe, rompí sin querer un vaso de jade y todos los rostros se volvieron, iracundos, hacia mí. El mismo Emperador Celeste se puso furioso y convocó en seguida al consejo, que decidió privarme de todas mis atribuciones y sufrir después la pena de muerte. Sólo el Gran Inmortal de los Pies Descalzos salió en mi favor, solicitando respetuosamente la conmutación de la pena. Gracias a él me libré os la muerte, aunque se me expulsó de los cielos y hube de buscar refugio a orillas del Río de Arena. Cuando tengo hambre, sacudo las olas en busca de comida, y me dejo llevar mansamente por la corriente, cuando estoy saciado. No hay pescador que me vea que no acabe en mi estómago, suerte que corren también los caminantes que se acercan demasiado a mí. Son incontables los hombres que he devorado y las ofensas que he cometido contra el cielo, al destruir toda clase de vida Puesto que has osado traer la violencia hasta mi propia puerta, tú mismo terminarás tus días en mi estómago. No me importa que tu carne sea un poco dura. En cuanto te haya cazado, te haré picadillo y confeccionaré contigo una salsa exquisita.

—¡Maldita bestia! —gritó Ba-Chie, furioso por lo que acababa de oír—. Se ve que no sabes distinguir tu mano izquierda de la derecha. A la gente se le hace la boca agua, en cuanto me ve, ¿y tú dices que mi carne es un poco dura y que piensas hacerme picadillo para confeccionar una salsa exquisita? Si tuvieras un poco más de vista, te darías cuenta de que lo que tienes delante es una excelente pieza de panceta. Así que ten cuidado con lo que dices, si no quieres tragarte este tridente.

Cuando el monstruo vio el golpe que se le venía encima, se sirvió del estilo del «fénix que mueve la cabeza» para esquivarlo. Los dos se lanzaron entonces a la lucha, pisoteando las aguas y saltando ágilmente de ola en ola. El combate que ahora iniciaron fue, de alguna manera, diferente del que habían sostenido horas antes. Tanto el Capitánque-levanta-la-cortina como el Mariscal de los Juncales Celestes poseían extraordinarios conocimientos de técnicas mágicas. Si uno blandía con inimitable maestría el Báculo de Destruir demonios, el otro no le iba a la zaga en el manejo del tridente. Las olas que levantaban en sus continuos desplazamientos por las aguas eran de tal magnitud que cubrían las montañas y sumían todo el cosmos en una acuosa oscuridad. Ninguno de los dos contendientes olvidaba la causa por la que luchaba, tratando, uno, de proteger al monje Tang, y otro, de seguir siendo el señor de las aguas. Un solo golpe del tridente era capaz de producir en su víctima nueve heridas mortales, mientras que el báculo muy bien podía hacer desaparecer al espíritu de un hombre. Aquélla era una batalla por la supervivencia y los dos guerreros midieron sus armas con la única intención de ganar. Estaba en juego la suerte del buscador de escrituras. La fiereza del combate era tal que las carpas y percas perdieron las escamas, y las tortugas sufrieron irreparables daños en sus conchas. Todas las gambas y cangrejos que habitaban en aquel río perdieron la vida. Los dioses del agua estaban tan aterrados que suplicaron la clemencia del cielo. Todo cuanto se oía era el rolar de las olas y los continuos envites de los luchadores, que, de alguna manera, recordaban el bramido del trueno. El cosmos estaba sumido en tal confusión que hasta el sol y la luna dejaron de brillar. El combate se prolongó durante más de dos horas sin que se vislumbrara un claro vencedor. Era como si un puchero de cobre se estuviera enfrentando con una escoba de hierro, o un gong de jade hubiera retado a una campana de oro.

Durante todo ese tiempo el Gran Sabio permaneció al lado del monje Tang. Con ojos saltones por la excitación observaba la formidable lucha que se desarrollaba sobre el agua, pero no se atrevió a moverse del sitio. Ba-Chie pareció de pronto perder terreno y, fingiéndose derrotado, se dio media vuelta y huyó hacia la costa oriental. El monstruo salió en seguida en su persecución. Cuando estaba a punto de alcanzar la orilla del río, el Peregrino no pudo aguantar más. Dejó al maestro a su suerte, cogió la barra de hierro y, saltando entre los juncos, propinó al monstruo un golpe tremendo en la cabeza. Tambaleante, la bestia se negó a enfrentarse a él y decidió buscar refugio en las aguas.

—¡Maldito «pi-ma»! —gritó Ba-Chie, furioso—. ¿Cómo puedes ser tan impulsivo? ¿Es que eres incapaz de tener un poco de paciencia? Si hubieras esperado a que le hubiera llevado un poco más arriba, le habríamos cortado el camino de vuelta al agua y le habríamos echado mano sin ninguna dificultad. ¿Cómo crees que vamos a hacerle salir otra vez de su escondite?

—Deja de gritar y vamos a hablar primero con nuestro maestro —sugirió el Peregrino.

Malhumorado, Ba-Chie siguió a Wu-Kung hasta el lugar en el que les estaba esperando Tripitaka.

—Me figuro que debes de estar muy cansado —dijo, al verle, el maestro.

—Lo que menos me preocupa ahora es la fatiga —replicó Ba-Chie—. Es preciso que dominemos al monstruo cuanto antes y que nos conduzca al otro lado del río. Solamente entonces podremos pensar en descansar.

—¿Qué tal te ha ido el combate con el monstruo? —preguntó Tripitaka.

—Es un luchador casi tan bueno como yo y ninguno de los dos éramos capaces de obtener una clara ventaja sobre el otro. Por eso decidí cambiar de táctica y fingí estar al límite de mis fuerzas. Él salió en persecución mía, pero, al ver a Wu-Kung con la barra en alto, se asustó y volvió a refugiarse en las aguas.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —exclamó Tripitaka, preocupado.

—No os preocupéis por eso —trató de tranquilizarle el Peregrino—. Se está haciendo tarde y lo mejor que podemos hacer es descansar un poco. Sentaos en esa roca, mientras voy en busca de algo de comer. Ya encontraremos mañana una solución para nuestro problema. Con el estómago lleno se suele pensar mucho mejor.

—Tienes razón —admitió Ba-Chie—. Cuanto antes te marches, antes volverás.

Sin pérdida de tiempo el Peregrino montó en una nube y se dirigió hacia el norte con el fin de mendigar una escudilla de comida vegetariana para su maestro. No tardó en encontrar a una familia caritativa y regresó a toda prisa al lado de Tripitaka, que le dijo:

—¿Por qué no vamos todos a la casa que acaba de darte esta limosna y preguntamos cómo cruzar el río? Mirándolo bien, es mucho más fácil que luchar con un monstruo. ¿No os parece?

—La casa de la que habláis está muy lejos de aquí —contestó el Peregrino, soltando la carcajada—. Calculo que nos separan de ella seis o siete mil millas. Es imposible que allí conozcan algo sobre este río. ¿Para qué perder el tiempo preguntándoles?

—¡Cuidado que eres fanfarrón, hermano! —le echó en cara Ba-Chie—. ¿Cómo vas a haber cubierto tan rápidamente una distancia de seis o siete mil millas?

—Se nota que no estás al tanto de mis paseos por las nubes —le explicó el Peregrino—. Aunque no lo creas, de un solo salto puedo recorrer ciento ocho mil millas. Así que, para cubrir seis o siete mil, lo único que tengo que hacer es mover un poco la cabeza y sacudir la cintura. No sé, la verdad, de qué te extrañas.

—Si es tan fácil como dices —concluyó Ba-Chie—, deberías cargar el maestro y llevarle, sin más, a la otra orilla. ¿Para qué seguir luchando con el monstruo?

—¿Por qué no lo haces tú? —replicó el Peregrino—. ¿Acaso no sabe navegar por las nubes?

—Me temo —respondió Ba-Chie— que la naturaleza mortal de nuestro maestro es tan pesada para mí como el monte Tai. Estoy seguro de que, con él a las espaldas, sería totalmente incapaz de elevarme por los aires. Hay una gran diferencia entre tus saltos y mi manera de andar por ahí arriba.

—Básicamente son la misma cosa —explicó el Peregrino—. La única diferencia que hay entre ellos es que mis saltos pueden cubrir mayores distancias en menos tiempo. ¿Qué te hace pensar que yo puedo cargar con nuestro maestro, cuando tú eres incapaz de hacerlo? Existe un proverbio que dice: «Intenta mover el monte Tai y descubrirás que es tan liviano como una semilla de mostaza. Trata, sin embargo, de llevar sobre tus espaldas a un mortal y verás que no puedes moverte del sitio». Este monstruo de aquí, por ejemplo, conoce conjuros capaces de producir grandes huracanes, pero, a pesar de su fuerza, no puede levantar por el aire a ningún hombre. Por supuesto, yo conozco infinidad de trucos, que van desde hacerme invisible a acortar considerablemente las distancias, pero no puedo emplear ni uno solo en beneficio de nuestro propio maestro. ¿Sabes por qué? Porque es preciso que pase toda suerte de calamidades antes de verse liberado para siempre de este mar de infortunios. Por eso, cada paso que da se torna cada vez más difícil. Tú y yo no somos más que dos vulgares protectores de su vida, incapaces de ahorrarle todas estas calamidades u obtener por nosotros mismos las escrituras. Incluso si pudiéramos presentarnos ahora mismo ante Buda, estoy convencido de que no nos concedería lo que vamos a buscar, porque, como muy bien reza el adagio, «lo que se consigue con facilidad muy pronto cae en el olvido».

Cuando el Idiota escuchó esas palabras, las aceptó con sumisión, como si de una auténtica enseñanza se tratara. Se acercó después a su maestro y juntos prepararon una comida vegetariana. En cuanto la hubieron concluido, se retiraron a descansar a la orilla oriental del Río de Arena. A la mañana siguiente Tripitaka preguntó a Wu-Kung:

—¿Qué vamos a hacer hoy?

—Me temo que no mucho —contestó el Peregrino—. En lo que a Ba-Chie respecta, tendrá que meterse otra vez en el agua.

—Es, francamente, increíble —exclamó Ba-Chie, un tanto malhumorado—. Te gusta estar siempre limpio y resulta que soy yo el que tengo que meterme en el agua.

—Te prometo que esta vez no seré tan impulsivo —dijo el Peregrino—. Esperaré a que le hayas traído hasta aquí arriba y entonces le cortaré la retirada. Así podremos atraparle.

Ba-Chie se aseó lo mejor que pudo y, agarrando el tridente con las manos, se llegó hasta la orilla del río. Abrió un sendero por las aguas y se dirigió a la mansión del monstruo, como había hecho la vez anterior. La bestia acababa de despertarse, cuando oyó el chapoteo del agua. Se volvió a toda prisa y vio a Ba-Chie acercarse con el tridente. Sin pensarlo dos veces, dio un salto y trató de cerrarle el camino, gritando:

—Detente inmediatamente, si no quieres probar el poder destructor de mi báculo.

Ba-Chie levantó a tiempo el tridente y, tras esquivar el golpe, preguntó:

—¿Quieres explicarme qué clase de arma es un bastón vulgar?

—Se nota que los tipos como tú no saben apreciar lo que tiene auténtico valor —replicó el monstruo—. Este báculo ha gozado durante siglos de justa fama. Formó al principio parte de un árbol de hoja perenne plantado en la luna. Wu-Kang[4] le desgajó una rama y Lu-Pan se encargó de convertirla en un báculo, sirviéndose de su extraordinaria capacidad de artesano. Su parte central está constituida por un trozo de oro puro, alrededor del cual se han ido desarrollando ristras de perlas. No en vano es conocido por doquier como un tesoro para acabar con los demonios. Durante mucho tiempo formó parte del arsenal del Palacio de la Niebla Divina, ya que se trataba de un arma inestimable para dominar a las bestias. El Emperador de Jade me la confió después de ser nombrado capitán y puedo asegurarte que sus poderes superan con mucho su fama. A voluntad se alarga, se acorta y cambia de grosor. Se comprende, pues, que jamás me haya desprendido de ella ni para asistir al Festival de los Melocotones, ni para tomar parte en las audiencias del emperador. Ha visto inclinarse a muchos inmortales y sabios, cuando se elevaba la cortina que separaba al Señor del Cielo de sus súbditos. Se trata, en definitiva, de un arma celeste de extraordinario poder, con la que no puede compararse ningún artefacto humano. Ni siquiera cuando se me expulsó del Palacio Divino me resigné a perderla y ha vagado desde entonces conmigo por todos los mares. Posiblemente no debiera enorgullecerme tanto, pero la verdad es que ni las espadas ni las lanzas hechas por el hombre pueden compararse con este báculo. Echa un vistazo, si no, a ese tridente oxidado que llevas en las manos. Para lo único que sirve es para azadonar los campos.

—¡Maldito monstruo! —exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada—. ¿Así que sólo vale para azadonar campos, eh? Espera un momento y te convencerás de que es más mortífera de lo que piensas. Sus nueve puntas son tan aceradas que, si no terminan con tu sucia vida, te producirán una infección crónica.

El monstruo levantó los brazos y se lanzó contra Ba-Chie. El combate se inició en el fondo del río, pero sus momentos más cruentos tuvieron lugar en la superficie. El báculo y el tridente volvieron a medirse de una forma más fiera que en las dos ocasiones anteriores. Por no perder ni un solo átomo de energía, lo dos contendientes no intercambiaron palabra alguna. Decididos a ganar, levantaron un terrible oleaje que hablaba a las claras de su obsesión de victoria; las aguas del Río de Arena se tornaron de pronto tan destructoras como la acción del veneno. Los resuellos de los luchadores se oían a varias millas a la redonda. ¡Con cuánta ferocidad se movía el tridente y con qué maestría replicaba el báculo! Uno trataba de arrastrar a su oponente hacia la orilla, mientras el otro buscaba atraerle al centro del río, para que allí la corriente le ahogara. Parecían dioses del trueno empeñados en hacer enloquecer de miedo a los dragones y peces. Hasta los dioses y los demonios sintieron terror, al ver oscurecerse los cielos.

La batalla duró más de treinta encuentros, pero ninguno de los luchadores se mostró superior al otro. Ba-Chie volvió entonces a fingirse otra vez derrotado y huyó arrastrando penosamente el tridente. Pateando las olas, el monstruo corrió tras él, pero se detuvo a la misma orilla del río.

—¡Maldita bestia! —gritó Ba-Chie, dándose la vuelta—. ¿Por qué no vienes aquí? Se lucha mucho mejor en terreno firme.

—No —replicó el monstruo, sacudiendo la cabeza—. Estás tratando de llevarme hasta ahí, para que tu compañero me corte la retirada. ¿Crees que no me he dado cuenta de tu juego? Si quieres proseguir el combate, tendrás que volver al agua.

El monstruo se había vuelto muy perspicaz y se negó a llegarse hasta la orilla, insultando a Ba-Chie desde la misma línea del agua. Cuando el Peregrino se convenció de que el monstruo no estaba dispuesto a abandonar la corriente, se puso furioso y toda su obsesión era capturarle cuanto antes. Sin poder contener su impaciencia, se volvió a Tripitaka y le dijo:

—Sentaos aquí, mientras hago sentir a esa bestia el terror de quien cae en poder de un águila —y, dando un salto en el aire, se lanzó contra el monstruo, que todavía seguía intercambiando insultos con Ba-Chie.

Al oír acercarse una especie de brisa, se dio media vuelta y vio al Peregrino descendiendo de lo alto a la velocidad del rayo. Cogió el báculo a toda prisa y se perdió entre las aguas. Impotente, el Peregrino recorrió la orilla una y otra vez, y al fin dijo a Ba-Chie:

—Ese monstruo es más inteligente de lo que habíamos pensado. ¿Qué podemos hacer para obligarle a salir de su escondite?

—Lo más desazonador es que no puedo con él —confesó Ba-Chie—. Nuestras fuerzas están demasiado equilibradas para que alguien salga vencedor. ¡Nadie puede acusarme de no haber sido diligente!

—Lo mejor que podemos hacer es ir a hablar con nuestro maestro —concluyó el Peregrino, y, llegándose hasta el terreno alto en el que estaba descansando el monje Tang, le informaron de todo lo ocurrido.

—¿Cómo vamos a cruzar este río —preguntó Tripitaka con los ojos anegados en lágrimas—, si es tan difícil capturar al monstruo?

—No os preocupéis, maestro —dijo el Peregrino, tratando de tranquilizarle—. Aunque ese monstruo se ha mostrado más inteligente de lo que en un principio pensábamos, tened la seguridad de que terminaremos con él. Por supuesto, no vamos a cometer la imprudencia de volver a retarle. Bastantes fuerzas hemos desperdiciado ya a lo tonto. No. He pensado en algo más práctico. Esperadme aquí, mientras voy a los Mares del Sur.

—¿Qué piensas hacer allí? —le preguntó Ba-Chie.

—Todo este asunto de ir en busca de las escrituras fue idea de la Bodhisattva Kwang-Ing —contestó el Peregrino—. Estoy convencido, Por tanto, de que no nos dejará en la estacada. De hecho, fue ella la que nos libró de nuestras respectivas condenas y nos convirtió a la verdadera fe. Tenemos ante nosotros el obstáculo insalvable de este Río de Arena. ¿Cómo vamos a superarlo, si ella no nos ayuda? Pienso ir, por consiguiente, a solicitar su colaboración en tan ardua empresa, lo cual es mucho más razonable que luchar sin parar contra ese monstruo.

—Tienes toda la razón del mundo —admitió Ba-Chie—. Cuando la veas, agrádesele de mi parte todo lo que hizo por llevarme al camino recto.

—Si deseas ir a visitar a la Bodhisattva —le urgió Tripitaka—, lo mejor es que no te retrases más y partas hacia allá en seguida. De esa forma, estarás también antes de vuelta.

De un formidable salto, el Peregrino se elevó hacia las nubes y enfiló el camino de los Mares del Sur. No le llevó más de media hora divisar el extraordinario paisaje de la Montaña Potalaka. Bajó de la nube y se llegó hasta el bosquecillo de bambú púrpura, donde fue recibido por los Espíritus de los Veinticuatro Caminos, que le preguntaron:

—¿Se puede saber qué asunto os trae hasta aquí?

—Las dificultades de mi maestro —contestó el Peregrino—. Son tantas que he decidido venir a solicitar la ayuda de la Bodhisattva.

—Sentaos, mientras vamos a anunciarle vuestra llegada —dijeron los espíritus.

Uno de ellos se dirigió inmediatamente a la entrada de la Caverna del Sonido de las Mareas e informó a la Bodhisattva:

—Sun Wu-Kung solicita una audiencia con vos.

La Bodhisattva estaba disfrutando de la belleza de las flores del Estanque del Tesoro de Loto en compañía de la Princesa Dragón Portadora-de-la-perla. Al oír tan inesperado anuncio, se dirigió hacia la caverna, abrió la puerta y ordenó que hicieran entrar al visitante. El Gran Sabio se postró ante ella con gran solemnidad.

—¿Por qué no estás con el monje Tang? —le preguntó la Bodhisattva—. ¿Puede saberse qué es lo que te ha hecho venir hasta aquí?

—Bodhisattva —contestó el Peregrino, levantando la vista—. Como recordaréis, en el pueblo de los Gao mi maestro hizo un discípulo, a quien vos pusisteis el nombre religioso de Wu-Neng. Tras dejar atrás la Cordillera del Viento Amarillo, llegamos al Río de Arena, una enorme masa de agua de aproximadamente ochocientas millas de anchura, que el monje Tang es incapaz de vadear. Por si esto fuera poco, en el río habita un monstruo que es un auténtico maestro en las artes marciales. Wu-Neng se ha enfrentado con él tres veces dentro del agua, pero no ha logrado derrotarle, algo realmente digno de lamentar, ya que esa bestia parece haberse empeñado en no dejarnos llegar hasta la otra orilla. Eso es precisamente lo que me ha movido a venir a visitaros y pediros vuestra ayuda.

—¿Te sientes todavía tan orgulloso como para no aceptar que estás al servicio del monje Tang? —le regañó, severa, la Bodhisattva.

—Lo único que he tratado de hacer —se defendió el Peregrino— ha sido atrapar a ese monstruo y obligarle a transportar a mi maestro a la orilla opuesta. Aunque no lo creáis, no me desenvuelvo muy bien en el agua. Ése ha sido el motivo por el que Wu-Neng se ha encargado de llegarse hasta su cubil y retarle con el poco tacto que en él es habitual. Me figuro que habrán intercambiado más de un insulto, pero doy por supuesto que no han hablado para nada del asunto de las escrituras.

—Da la casualidad de que el monstruo del Río de Arena —explicó la Bodhisattva— es nada más y nada menos que la reencarnación del Oficial-que-levanta-la-cortina, uno de mis servidores, a quien convencí, no sin mucha dificultad, para que acompañara a los buscadores de escrituras en su largo camino hacia el Oeste. Si le hubierais dicho que erais vosotros los Peregrinos procedentes de las Tierras del Este, no sólo no os habría impedido la marcha, sino que os la habría facilitado.

—Lo malo —explicó el Peregrino— es que ese monstruo no se atreve ya a acercarse a la orilla, prefiriendo permanecer a salvo en el fondo del río. ¿Cómo vamos a poder hablar con él? Lo más lamentable de todo es que mi maestro precisa de su ayuda para poder llegar a la otra orilla.

La Bodhisattva llamó en seguida a Huei-An, sacó de entre las mangas una pequeña calabaza roja y dijo, entregándosela:

—Toma esto y vete con Sun Wu-Kung al Río de Arena. Cuando llegues, acércate a la orilla y grita: «¡Wu-Ching!». Eso bastará para hacerle abandonar su escondite. Debes tratar entonces de obligarle a aceptar la autoridad del monje Tang. Coloca a continuación las nueve calaveras que lleva colgadas al cuello en la posición que ocupan los Nueve Palacios y pon la calabaza en el centro. De esa forma, conseguirás una especie de barco capaz de transportar al monje Tang a la otra orilla del Río de Arena.

Huei-An cogió la calabaza y abandonó a toda prisa la Caverna del Sonido de las Mareas, seguido del Gran Sabio. Sobre el momento de su Partida del bosquecillo de bambú de color púrpura existe un poema que dice:

Las Cinco Fases conocen el equilibrio de la Verdad celeste. Quien ha conseguido el refinamiento del propio yo en el crisol del Tao domina todas las causas y es capaz de distinguir el bien del mal. Todos los elementos se dan cita en su interior y, de esta forma, alcanza el vacío total.

Los viajeros no tardaron en llegar al Río de la Corriente de Arena donde se apearon de las nubes. Chu Ba-Chie reconoció en seguida a Moksa y corrió a darle la bienvenida. Tras inclinarse ante Tripitaka, Moksa saludó a Ba-Chie, que respondió entusiasmado:

—No sabéis cuánto os agradezco las enseñanzas que de vos he recibido. Sin ellas no hubiera conocido jamás a la Bodhisattva. Ni qué decir tiene que desde entonces he respetado a rajatabla la ley y me siento francamente orgulloso de haber entrado por la puerta del budismo. Perdonad que no os haya dado antes las gracias, pero la verdad es que no hemos parado de andar en mucho tiempo.

—Dejémonos de esas cosas y vayamos a ver cuanto antes a ese tipo —sugirió el Peregrino.

—¿De quién estás hablando? —preguntó Tripitaka.

—Al entrevistarme con la Bodhisattva —contestó el Peregrino—, le conté cuanto había sucedido y ella me informó que el monstruo del Río de Arena no era otro que la reencarnación del Oficial-que-levanta-la-cortina. Por culpa de su desobediencia fue expulsado de los Cielos y vino a refugiarse en estas aguas, donde se convirtió en un monstruo. La Bodhisattva logró, no obstante, recuperarle para la causa y le ordenó que os acompañara al Paraíso Occidental. Según ella, nos ha hecho frente porque en ningún momento hemos sacado a relucir el asunto de las escrituras. De ahí que haya venido Moksa con esta calabaza, que tiene el poder de transformar las bestias en una embarcación segura. Así lograréis, por fin, atravesar este río.

—En ese caso —concluyó Tripitaka, inclinándose repetidamente ante Moksa—, lo mejor que podéis hacer es concluir vuestra misión cuanto antes.

Sin pérdida de tiempo Moksa cogió la calabaza, montó en una nube y se desplazó por la superficie del Río de Arena, gritando con fuerte voz:

—¡Wu-Ching, el buscador de escrituras lleva aquí mucho tiempo! ¿Cómo es que aún no le has prestado la ayuda que prometiste?

Temeroso del Rey de los Monos, el monstruo se había refugiado en el fondo del río y no se atrevía a salir de su guarida. Cuando oyó que le llamaban por su nombre religioso, supo en seguida que se trataba de la Bodhisattva Kwang-Ing y se le quitó de pronto todo el miedo. De un salto salió de las aguas y se alegró sobremanera de ver allí a Moksa. Sin dejar de sonreír, se llegó hasta él y dijo con voz meliflua:

—Perdonadme por no haber acudido antes a daros la bienvenida. ¿Dónde está la Bodhisattva?

—No ha venido —contestó Moksa—. Pero me ha enviado a deciros que debéis aceptar cuanto antes al monje Tang como maestro. Coged esta calabaza y las calaveras que adornan vuestro cuello, y colocadlas siguiendo el orden de los Nueve Palacios. De esta forma, construiréis un barco con el que habréis de transportar al monje a la otra orilla.

—¿Dónde está el viajero de las escrituras? —preguntó Wu-Ching.

—Es aquel que está sentado en la orilla este —respondió Moksa con el dedo.

—¡No me digas que es aquél! —exclamó Wu-Ching, pensando que era Ba-Chie—. No sé de dónde ha salido una criatura tan repugnante. Lo único que puedo decir es que ha luchado conmigo durante más de dos días enteros y en ningún momento ha sacado a relucir el asunto de las escrituras. Por lo que respecta a ese otro —añadió, refiriéndose al Peregrino—, es peor aún. Me extraña que me pidas que vaya hasta dónde ellos están.

—Aquél es Chu Ba-Chie —le explicó Moksa, tratando de tranquilizarle— y ese otro, el Peregrino Sun. Los dos son discípulos del monje Tang y, como tú mismo, han sido convertidos por la Bodhisattva en persona. Vamos, no tengas miedo. Te llevaré hasta donde se encuentra el monje.

Vencida toda reticencia, Wu-Ching dejó el báculo a un lado y se arregló lo mejor que pudo la túnica de seda amarilla. Se llegó hasta la orilla y, arrodillándose ante Tripitaka, dijo:

—Vuestro discípulo tiene ojos, pero, al parecer, le faltan las pupilas y ha sido incapaz de reconoceros. Os pido disculpéis mi ceguera y hagáis caso omiso de la forma tan irrespetuosa en que os he tratado.

—¡Bestia estúpida! —bramó Ba-Chie—. ¿Por qué no te rendiste, en vez de empeñarte en luchar conmigo? ¿Qué tienes que decir a eso?

—No seas tan duro con él, por favor —le aconsejó el Peregrino, sonriendo—. En realidad, la culpa fue nuestra por no sacar a relucir el asunto de las escrituras ni darle a conocer nuestros nombres.

—¿Estáis realmente dispuesto a abrazar nuestra fe? —le preguntó el monje Tang.

—Ya lo he hecho, maestro —contestó Wu-Ching—. Me convirtió la Bodhisattva en persona. De ella recibí, además, el nombre religioso que ostento: Sha Wu-Ching. ¿Cómo voy a oponerme ahora a aceptaros como maestro?

—En ese caso —concluyó Tripitaka—, que Wu-Kung traiga la cuchilla y te afeite la cabeza al cero.

Así lo hizo el Gran Sabio. Concluida la ceremonia, Wu-Ching se volvió hacia Tripitaka, Ba-Chie y el Peregrino y les presentó sus respetos, convirtiéndose, de esa forma, en discípulo del monje Tang. Tripitaka quedó gratamente impresionado por su forma de comportarse y le concedió el sobrenombre de Bonzo Sha.

—Puesto que tu conversión es un hecho irrefutable —concluyó Moksa—, no hay motivo para que demores por más tiempo tu compromiso de llevar al maestro hasta la otra orilla.

Wu-Ching se quitó al punto las calaveras que llevaba colgadas al cuello, las colocó en una posición que recordaba la de los Nueve Palacios y puso en el centro la calabaza de la Bodhisattva. Se volvió a continuación hacia el maestro y le dijo que podían abandonar la orilla cuando diera la orden. Tripitaka se colocó en el medio y, para su asombro, comprobó que se hallaba en una embarcación segura. Ba-Chie y Wu-Ching se pusieron cada uno a un lado, mientras el Peregrino y el caballo ocupaban la parte de atrás. Por si eso fuera poco, Moksa tomó posición por encima de ellos, volando literalmente sobre sus cabezas. De esta forma, el Maestro de la Ley comenzó la travesía del Río de Arena. El viento estaba totalmente en calma y ni una sola ola rizaba la superficie del agua. El cruce se realizó a la velocidad de una flecha y no tardaron en llegar a la otra orilla. Sus ropas estaban totalmente secas y ni una sola mota de barro aparecía en ellas. Era como si no hubieran hecho absolutamente nada.

Cuando se hallaron en terreno sólido, Moksa bajó de su nube. En ese mismo instante las calaveras se transformaron en nueve volutas de viento negro y se desvanecieron en el aire. Tripitaka se inclinó entonces ante Moksa y le dio las gracias, encargándole encarecidamente que hiciera llegar su gratitud a la Bodhisattva. El Príncipe prometió hacerlo y regresó a los Mares del Sur. Tripitaka, por su parte, montó en el caballo y continuó el viaje hacia el Oeste.

No sabemos cuánto tiempo les llevó conseguir los frutos de tan loable y arriesgado empeño. Quien desee averiguarlo deberá escuchar las explicaciones que se brindan en el próximo capítulo.