CAPÍTULO XLIX

Al llegar junto a las aguas, el Peregrino se volvió hacia Ba-Chie y el Bonzo Sha y les dijo:

—Decidid entre vosotros dos quién se mete primero.

—Deberías hacerlo tú —replicó Ba-Chie—, ya que tus poderes son mayores que los nuestros.

—Si se tratara de un monstruo de la montaña —contestó el Peregrino—, tened por cierto que no necesitaría de vuestra colaboración. Yo solo me bastaría para reducirle. En el agua es distinto. Para poder meterme en el océano o caminar por un río, es preciso que haga de continuo el signo para repeler las aguas o que me transforme en un pez o en cualquier otra criatura acuática. En cualquiera de los casos, no podría blandir a gusto la barra de hierro ni luchar con la efectividad que me es característica. De ahí que os pida que abráis la marcha uno de vosotros.

—De acuerdo —convino el Bonzo Sha—, pero no sabemos lo que vamos a encontrarnos en el fondo. Opino, por tanto, que lo mejor será nos metamos todos a la vez. Tú puedes transformarte en cualquier criatura que quieras; yo me encargaré de abrirte camino. De esa forma, no te costará mucho llegar hasta la guarida del monstruo. Si vez que el maestro no ha sufrido el menor daño, podemos iniciar de inmediato el asalto. Si, por el contrario, descubres que lo ocurrido no es obra suya o que el maestro ha dejado de existir, bien ahogado o devorado por esas bestias, lo mejor que podemos hacer es renunciar a nuestro empeño y marcharnos cada cual por nuestro camino.

—Tienes razón —reconoció el Peregrino—. No existe plan más sensato que ése. ¿Quién de vosotros va a llevarme?

—Este mono se ha burlado de mí yo qué sé la de veces —se dijo Ba-Chie, complacido—. Como no sabe defenderse en el agua, como debiera, voy a reírme de él un rato, para que sepa bien lo que es bueno.

Levantó, pues, la voz y dijo:

—Yo cargaré contigo.

—De acuerdo —contestó el Peregrino, percatándose de sus intenciones—. No en balde tus brazos parecen mucho más fuertes que los de Wu-Ching —y se subió a la espalda de Ba-Chie.

El Bonzo Sha hendió las aguas y los tres se lanzaron al Río-que-llega-hasta-el-cielo. Cuando llevaban recorridos más de cien kilómetros, el Idiota se dispuso a burlarse del Peregrino, pero éste se arrancó un pelo y lo convirtió en una copia exacta de sí mismo. Agitó, al mismo tiempo, el cuerpo y se transformó en un piojo, que tomó seguro cobijo en su oreja. El Idiota hizo como si hubiera tropezado y el falso Peregrino salió volando por encima de su cabeza. Como no era más que un simple pelo, la corriente lo arrastró en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Cómo has podido hacer eso? —le regañó el Bonzo Sha—. Tenías que haber andado con un poco más de cuidado. ¡A saber dónde habrá ido a parar nuestro hermano! Era preferible que te hubieras caído tú sobre el barro.

—No comprendo cómo puede ser tan débil ese mono —se disculpó Ba-Chie—. Ya has visto: un tropezoncito de nada y ha salido disparado como una flecha. Pero, en fin, ¿qué puede importarnos que este muerto o vivo? Nuestra obligación es encontrar cuanto antes al maestro.

—No estoy de acuerdo —respondió el Bonzo Sha—. Es nuestro hermano y no podemos abandonarle, sin más, a su suerte, particularmente sabiendo que no se defiende en el agua tan bien como nosotros. Me niego a seguir adelante, hasta que no le hayamos encontrado.

—¡No te preocupes, Wu-Ching! —gritó el Peregrino desde el interior de la oreja de Ba-Chie, sin poderse aguantar más—. ¡Estoy aquí!

—¡Este Idiota no vale para nada! —replicó el Bonzo Sha, soltando la carcajada—. No sé cómo se le ha ocurrido gastarte una broma tan pesada. El burlado es ahora él, porque, aunque te oye con toda claridad, no sabe, en realidad, dónde estás. A ver qué se le ocurre hacer ahora.

Ba-Chie estaba tan asustado que cayó de rodillas en el barro y empezó a gritar, temblando de pies a cabeza:

—Ha sido culpa mía, lo reconozco. Si quieres castigarme, espera a que hayamos liberado al maestro y regresado a la costa. Entonces te presentaré todas mis excusas. ¿A qué viene hacer tanto ruido? ¿No ves que estoy muerto de miedo? Déjate ver y te prometo que jamás volveré a gastarte una broma de tan mal gusto como ésa. Es más, me portaré con todo el respeto que mereces.

—Aunque te cueste creerlo —replicó el Peregrino—, me llevas encima. Venga, démonos prisa.

Sin dejar de lanzar excusas, el Idiota siguió los pasos del Bonzo Sha. Recorrieron otros cien kilómetros y se toparon con un edificio muy alto, en el que podía leerse, escrito en enormes caracteres: «Mansión de la Tortuga Marina».

—Ésta debe de ser la residencia del monstruo —dijo el Bonzo Sha—. ¿Por qué no nos llegamos hasta la puerta y retamos a esa bestia?

—¿Hay agua alrededor de esa torre? —inquirió el Peregrino.

—No —respondió el Bonzo Sha.

—En ese caso —concluyó el Peregrino—, escondeos a ambos lados de la puerta, mientras voy a echar un vistazo.

Con increíble pericia abandonó la oreja de Ba-Chie y, sacudiendo, una vez más, el cuerpo, se convirtió en una gamba de largas patas. De dos o tres saltos, se coló por la puerta. Miró a su alrededor y vio al monstruo sentado en un lugar prominente, mientras sus más directos colaboradores permanecían de pie ante él en dos filas. De entre ellos destacaba una perca, que ocupaba también un sitio de honor. Todos los presentes estaban enfrascados en una discusión que versaba sobre la forma de devorar al monje Tang. El Peregrino lanzó miradas inquisitivas hacia todos los lados, pero no halló ni rastro del maestro. Lo único que logró ver fue una gamba con una barriga muy grande, que parecía guardar la entrada de un corredor que se abría hacia el oeste. El Peregrino se llegó hasta ella y la saludó, diciendo:

—El Gran Rey está discutiendo con los demás cuál es la mejor forma de comerse a ese tal monje Tang, pero lo que yo quisiera saber es dónde se encuentra tan singular personaje.

—El Gran Rey en persona lo capturó ayer, tras producir una fenomenal nevada y hacer que todo se cubriera de hielo. Ahora está metido en una enorme caja de piedra que hay en la parte de atrás del palacio —contestó la gamba—. Si sus discípulos no dan mañana señales de vida, le devoraremos entre todos en un banquete tan espléndido que no faltará ni la música.

El Peregrino continuó charlando con ella un buen rato y se retiró a continuación a la parte del palacio que le había dicho la gamba. No tardó en encontrar la caja de piedra.

Parecía una pocilga o una especie de túmulo funerario. A primera vista comprobó que medía alrededor de tres metros de largo. Se subió encima de tan singular construcción y oyó los sollozos de Tripitaka, que no dejaba de lamentarse. El Peregrino aguzó el oído y escuchó que el maestro se quejaba de su suerte, diciendo:

—¡Cuántos enemigos han tratado de darme muerte, a mí, que llevo el nombre de «El-que-flota-en-el-río»! Parece como si desde el momento mismo de mi nacimiento hubiera estado predestinado a morir en el agua. Hasta mi madre me confió a la bravura de las olas. Por mi afán de encontrar a Buda en las Tierras del Occidente, me he visto sumergido en las profundidades, pasando una prueba terrible en el Río Negro. Mi suerte no ha mejorado, pues a punto estoy de encontrar la muerte en esta corriente convertida en hielo. No sé si mis discípulos podrán llegar hasta aquí o si podré, por fin, regresar a casa con las escrituras.

Al oír tan conmovedores lamentos, el Peregrino no pudo aguantar más y dijo:

—No estéis tan abatido, maestro. El Libro de los Desastres Acuáticos afirma: «Mientras la tierra es la madre de las Cinco Fases, el agua es, en realidad, su origen: sin la tierra no existe el nacimiento, pero no puede darse ningún tipo de crecimiento sin el agua». No os preocupéis, maestro. Aquí está Wu-Kung para ayudaros.

—¡Sácame de aquí! —suplicó Tripitaka.

—Procurad tranquilizaos —le aconsejó el Peregrino—. Antes de poneos en libertad, debo acabar con ese monstruo.

—¡Date prisa, por favor! —insistió Tripitaka—. Un día más aquí y muero asfixiado.

—Os aseguro que no sucederá eso —trató de apaciguarle el Peregrino—. Ahora debo marcharme.

Dándose la vuelta, se llegó de un salto hasta la puerta y, tras recobrar que le era habitual, gritó:

—¡Ba-Chie!

—¿Has averiguado algo? —preguntaron el Idiota y el Bonzo Sha, acercándose a él.

—Fue el monstruo ese el que atrapó al maestro —contestó el Peregrino—. Todavía no ha sufrido daño alguno, pero se encuentra metido en una caja de piedra. Opino que deberíais retarle, mientras yo me llego a la superficie. Si sois capaces de vencerle, no dudéis en hacerlo. Pero si no podéis con él, fingid que os abandonan las fuerzas y obligadle a salir fuera del agua. Ya me encargaré yo de darle su merecido.

—De acuerdo —convino el Bonzo Sha—. Puedes irte tranquilo. Nosotros nos encargaremos de todo.

Tras hacer con los dedos el signo para repeler el agua, el Peregrino salió disparado del río y se quedó de pie junto a la orilla, a la espera de lo que pudiera suceder. Ba-Chie, mientras tanto, adoptó una postura amenazadora y, llegándose hasta la puerta, bramó con voz potente:

—¡Pon inmediatamente en libertad a mi maestro, bestia maldita! Los diablillos que hacían guardia corrieron al interior a informar a su Señor:

—Hay fuera hay alguien que exige la inmediata liberación de su maestro.

—Deben de ser los monjes que me atacaron —comentó el monstruo—. Traedme la armadura.

—Los diablillos así lo hicieron. En cuando se la hubo ajustado, el monstruo cogió el arma y salió a la puerta, encontrándose de frente a Ba-Chie y al Bonzo Sha, que no paraban de mirarle, estudiando con atención cada uno de sus movimientos. De alguna forma, quedaron sorprendidos de su apariencia. El yelmo con el que se protegía la cabeza era de oro puro y emitía una extraña luminosidad, que realzaba la coraza, también hecha del mismo material. Por contraste, llevaba ceñida la cintura con un preciado cinturón confeccionado con perlas y jade, que nada parecía tener que ver con sus sobrias botas de cuero marrón. Poseía una nariz tan aguileña que recordaba una montaña, una frente tan ancha que hacía pensar en la de un dragón, unos ojos tan fieros y redondeados que hacían pensar en un volcán, unos dientes tan afilados como espadas de acero, un cabello tan corto alborotado que traía a la mente las caprichosas formas de una llama, y una barba tan puntiaguda como una lima. En la boca llevaba una especie de alga filamentosa, cuya fragilidad y color verdoso contrastaban abiertamente con el mazo de bronce rojizo que llevaba en las manos. En cuanto se hubieron abierto las puertas, con un escalofriante crujido, el monstruo lanzó un gritó, que retumbó como el trueno de una tormenta primaveral. Sus rasgos denotaban a las claras que no se trataba de un ser humano. Por algo era conocido por el nombre de Gran Rey del Poder Milagroso. Tras abandonar el palacio, el monstruo hizo un gesto y al punto aparecieron más de cien diablillos en impecable formación, armados con espadas y lanzas.

—¿De qué monasterio has salido y por qué te presentas aquí causando todo este alboroto? —preguntó el monstruo.

—¡Maldita bestia! —exclamó Ba-Chie—. Por poco no encuentras la muerte a nuestras manos hace apenas dos días y ¿ahora pretendes haberte olvidado de quiénes somos? Servimos como discípulos al santo monje de la Gran Nación de los Tang, en las Tierras del Este, y nos dirigimos al Paraíso Occidental a presentar nuestros respetos a Buda y conseguir las escrituras sagradas. Nuestras pretensiones son infinitamente inferiores a las tuyas, que te haces pasar, valiéndote de una magia sin ningún valor, por el Gran Rey del Poder Milagroso y devoras sin piedad a los hijos inocentes del pueblo de los Chen. ¿Tanto te cuesta reconocerme? ¿Tan pronto te has olvidado de Carga de Oro, de la familia de Chen-Ching?

—No eres muy respetuoso que digamos —replicó el monstruo—. Debería llevarte a los tribunales por hacerte pasar por una muchachita tan delicada como Carga de Oro. ¿Acaso no sabes que es un crimen execrable usurpar la personalidad de otra persona? No sólo no pude saciar, por culpa tuya, mi hambre, sino que, encima, recibí una herida en la mano. ¿Cómo te atreves a llegarte hasta mi puerta, habiéndome rendido ya una vez a ti?

—Si te hubieras rendido realmente —repuso Ba-Chie—, no habrías hecho caer una nevada tan copiosa ni habrías atrapado a mi maestro en el hielo. Si quieres que todo siga como hasta ahora, ponle inmediatamente en libertad. De lo contrario, tendrás que volver a probar el sabor de mi tridente.

—¡Vaya, se ve que con la lengua eres un guerrero excelente! —exclamó el monstruo, sonriendo burlón—. Admito que fui yo quien produjo la nevada y se apoderó de tu maestro. Comprendo que vengas a exigirme su puesta en libertad, pero debo advertirte que las circunstancias han cambiado un poco desde la última vez que nos vimos. Para empezar, como mi intención era la de asistir a un banquete, no llevaba ningún arma conmigo y eso te dio una cierta ventaja. Espero que no huyas y puedas resistirme no más de tres asaltos. Si lo consigues, prometo poner inmediatamente en libertad a tu maestro. En caso contrario, también tú acabarás sobre mi mesa.

—Mi querido muchacho —replicó Ba-Chie en el mismo tono—, ¿qué forma de hablar es ésa? Eres tú quien debiera tener cuidado de mi tridente.

—Por tu forma tan ingenua de hablar se nota que te hiciste monje, una vez transpuesta la mitad de tu vida —sentenció el monstruo.

—Tu poder milagroso es mucho mayor del que yo pensaba —repuso, a su vez, Ba-Chie—. ¿Cómo has podido averiguar, si no, un dato tan importante sobre mi vida?

—Te agradezco la alta estima que hacia mí demuestras —contestó el monstruo—. Sin embargo, tengo una pequeña duda, que quiero que me aclares. ¿Has alquilado ese tridente a un labrador o se lo has robado a tu maestro?

—¡Qué ignorancia! —volvió a exclamar Ba-Chie—. ¿No ves que este tridente no es ningún utensilio de trabajo? Sus dientes están hechos con garras de dragón, y su mango, que semeja una serpiente, fue fundido en oro blanco. Su efectividad se muestra, sin embargo, en el momento de la batalla, porque es capaz, al mismo tiempo, de levantar un viento gélido y de producir un fuego imparable. Son incontables los monstruos que ha destruido por defender al monje Tang a lo largo del camino que conduce hacia el Oeste. >Al blandirlo, emite una densa neblina, que oscurece el sol y la luna, mientras lanza unas luces brillantes de vivísimos colores. Ante él tiembla el Monte Tai y los mil tigres que lo habitan. En su presencia se sobrecogen los incontables dragones que moran en los mares. Es muy posible que poseas un poder milagroso, pero no podrás evitar que este tridente te produzca en el cuerpo nueve agujeros horribles, por lo que se te escapará la vida a borbotones.

El monstruo, por supuesto, no creyó ni una sola de sus palabras. Pensando que se trataba de una fanfarronada simple y llana, levantó el mazo de bronce y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la cabeza de Ba-Chie. Afortunadamente, éste lo esquivó con ayuda del tridente y exclamó, furioso:

—¡Maldita bestia! Se nota que también tú te hiciste espíritu en la mitad de tu puerca vida.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó el monstruo, sorprendido.

—Por la forma como blandes ese mazo de bronce —repuso Ba-Chie— deduzco que has debido de ser ayudante de herrero o algo por el estilo.

—Este mazo —explicó el monstruo— no sirve para domar los metales. Posee nueve porciones iguales, que recuerdan los pétalos de una flor. Aunque esté hueco, su tallo permanece eternamente lozano y verde. En el mundo mortal no existe nada que se le parezca, ya que tuvo su origen en el mismo reino en el que moran los dioses. En el estanque de jaspe adquirió su lozanía, y en el de jade, el inmarcesible aroma que lo caracteriza. Yo mismo, a fuerza de practicar la virtud, lo templé, dotándolo de poderes mágicos, que lo hacen tan duro y resistente como el acero. Las hachas, las espadas y las lanzas no pueden absolutamente nada contra él. Por muy afilado que esté tu tridente, mi mazo acabará con él con la misma facilidad con que aplastaría un simple clavo.

Cansado de semejante despliegue de baladronadas, el Bonzo Sha se interpuso entre ambos contendientes y gritó con inesperada autoridad:

—¡Deja de alabarte, de una vez, monstruo! Con razón decían los ancianos que «las palabras no prueban nada y que sólo las acciones son dignas de crédito». No trates de huir y mide tus fuerzas con mi báculo.

—¡Vaya! —exclamó, una vez más, el monstruo, deteniendo el golpe con su mazo—, otro que decidió hacerse monje, una vez transcurrida la mitad de su vida.

—¿Quién te lo ha dicho? —replicó el Bonzo Sha, ofendido.

—Por la forma como te mueves —respondió el monstruo—, cualquiera diría que has estado trabajando toda tu vida en una tienda de tallarines.

—¿Cómo se te ha ocurrido una idea tan descabellada? —volvió a preguntar el Bonzo Sha.

—Por nada —contestó el monstruo—. Sólo que mueves el arma como si en la mano tuvieras un rodillo.

—¡Maldita bestia! —exclamó el Bonzo Sha, malhumorado—. No sabes lo que dices. Esta arma es tan especial que en todo el mundo no hay otra como ella. Dada tu ignorancia, no me extraña que la confundas con cualquier cosa. Debe su origen a la luna, concretamente a un sector invisible. Por si eso fuera poco, fue tallada en un trozo de madera sagrada. Su exterior está cubierto de joyas que emiten luz propia, mientras que por dentro es de oro puro. No es extraño que haya asistido a infinidad de banquetes imperiales. Ahora se halla al servicio del monje Tang, cosa que saben cuantos moran a lo largo del camino que conduce hacia el Oeste. En las Regiones Superiores goza de merecida fama, siendo calificada como el báculo de aniquilar monstruos. Es tan fuerte que de un solo golpe puede abrirte el cráneo.

El monstruo no quiso oír nada más y se lanzó contra los dos monjes. La batalla que se desarrolló en el fondo mismo del río fue de las más fieras que jamás se hayan contemplado. El tridente, el mazo de bronce y el báculo no dejaban de repartir golpes a derecha e izquierda. Wu-Neng y Wu-Ching lanzaron contra el monstruo un ataque combinado, que terminó sacándole de quicio. La destreza que demostraron no desmereció su pasado de Mariscal de los Juncales Celestes y paladín de los ejércitos celestiales. El monstruo, sin embargo, les hizo frente con inimitable destreza y valor.

Con razón el Tao posee las mismas formas de perfección que el budismo. La tierra domina el agua, haciendo visibles los lechos de los ríos, cuando aquélla se seca. Del agua surge la madera, que, más tarde o más temprano, termina floreciendo. El Zen y el Tao conducen al mismo estado, pudiendo el elixir resumir en sí los tres credos. La tierra es madre de la que todo brota. Sumido en el agua sagrada, lo viejo vuelve siempre a renacer. La misma madera encuentra en ella su fuente, siendo después la cuna en la que crece, vigoroso, el luminoso fuego. Idénticas y distintas son, al mismo tiempo, las Cinco Fases, de ahí que parezcan anularse mutuamente. La diferencia de sus naturalezas no es más que mera ilusión. Por eso mismo el mazo de bronce, el báculo y el tridente eran incapaces de sacar ventaja de su supuesta superioridad, haciendo que los golpes se multiplicaran hasta el infinito. Quienes blandían armas tan poderosas eran conscientes de que arriesgaban sus vidas por un monje, coqueteando con la muerte a causa de Sakyamuni. El mazo de bronce era el que más actividad desplegaba, tratando de mantener a raya al báculo a su izquierda, y al tridente a su derecha.

Más de dos horas estuvieron guerreando bajo las aguas sin que se destacara un claro vencedor. Comprendiendo que todos sus esfuerzos eran inútiles, Ba-Chie hizo un gesto al Bonzo Sha y los dos fingieron estar al límite sus fuerzas. Sin ninguna vergüenza se dieron la vuelta y huyeron, arrastrando sus armas.

—Quedaos aquí —ordenó el monstruo—, mientras trato de darles alcance. Os servirán de plato principal.

Como un viento huracanado que arranca las hojas muertas y termina de secar las flores ya marchitas, el monstruo se lanzó tras ellos camino de la superficie. Apostado en la orilla oriental, el Gran Sabio miraba fijamente las aguas, sin pestañear una sola vez. De pronto se agitaron las aguas y se oyeron bramidos y gritos. Ba-Chie apareció el primero, voceando, muy nervioso:

—¡Que viene! ¡Que viene!

El Bonzo Sha le seguía muy de cerca, repitiendo en el mismo estado de excitación:

—¡Aquí está ya!

—¿Adónde creéis que vais? —bramaba, a su vez, el monstruo.

Pero, en cuanto hubo salido del agua, se topó con el Peregrino, que le increpó, diciendo:

—¡Prueba el sabor de mi barra, bestia inmunda!

El monstruo se hizo a un lado con inesperada agilidad, parando diestramente el golpe con ayuda de su mazo. La lucha no podía ser más desigual: mientras uno levantaba montañas de olas, el otro daba muestras de su inigualable técnica guerrera desde la orilla. Al cabo de tres asaltos comenzaron a flaquearle las fuerzas al monstruo y se lanzo de nuevo a las aguas, perdiéndose entre una maraña de remolinos y olas. El Peregrino se volvió entonces a sus hermanos y les dijo:

—Debo felicitaros por haberos batido tan bien con esa bestia.

—En tierra ese monstruo es un guerrero formidable —comentó el Bonzo Sha—, pero en el agua no hay quien pueda derrotarle. Ba-Chie y yo le hemos hostigado por todos los lados y lo único que hemos conseguido ha sido mantenerle a raya. ¿Qué podemos hacer para liberar al maestro?

—Dejémonos de discusiones inútiles —sugirió el Peregrino—. Es muy posible que trate de hacerle todo el daño que pueda, para vengarse.

—Ahora mismo voy a tratar de hacerle salir otra vez —dijo Ba-Chie—. Tú colócate a media altura y, cuando le veas asomar la cabeza, propínale uno de esos golpes que tú sabes dar. Si no le matas, por lo menos conseguirás hacerle perder el sentido, y yo me encargaré de rematarle con el tridente.

—Excelente idea —concluyó el Peregrino—. Es lo que yo llamo una perfecta colaboración. Si no conseguimos nada de esa forma, no lo lograremos de ninguna —y los dos volvieron a meterse en el agua.

Apenas hubo llegado el monstruo a su morada, acudieron a darle la bienvenida los diferentes diablillos. Fue, sin embargo, la perca la que se atrevió a preguntarle:

—¿Hasta dónde has ido persiguiendo a esos monjes?

—Tenían a otro apostado en la orilla y trató de golpearme con una enorme barra de hierro —explicó el monstruo—. Afortunadamente logré esquivar el golpe y me enzarcé con él en un cuerpo a cuerpo. ¡Sólo el cielo sabe lo pesada que es esa barra! Mi mazo de bronce no podía nada contra ella y, aunque resistí tres embates, al final hube de admitir la derrota y huir lo más rápidamente que pude.

—¿Recuerdas cómo era ese tercer monje? —preguntó la perca.

—Sí —contestó el monstruo—. Tenía la cara cubierta totalmente de pelo, su voz recordaba la de un dios del trueno, y poseía unas orejas muy picudas. Era, además, chato en extremo y sus ojos parecían emitir fuego, particularmente sus pupilas, que daban la impresión de estar hechas de diamante.

—Hiciste bien en escapar —comentó la perca—. Si hubieras resistido tres ataques más, de seguro que hubieras encontrado la muerte. Por los datos que me has dado, creo saber quién era ese monje.

—¿De quién se trata? —preguntó el monstruo, interesado.

—Hace cierto tiempo, cuando habitaba en el Océano Oriental, oí hablar al Rey Dragón de su fama —explicó la carpa—. Ese monje no es otro que el Gran Sabio, Sosia del Cielo, el Hermoso Rey de los Monos, un inmortal de la Gran Mónada, cuyo origen se remonta al caos primigenio del que todo surgió. Hace quinientos años aproximadamente sumió el cielo en un desorden total, poniendo en peligro la existencia misma del Palacio Celeste. Últimamente, sin embargo, ha abrazado el budismo y se ha comprometido a acompañar al monje Tang hasta el Paraíso Occidental, con el fin de obtener las escrituras sagradas. Por todo ello, ahora se hace llamar el Peregrino Sun Wu-Kung. Posee unos poderes mágicos extraordinarios y domina muchas formas metamórficas. Te aseguro que no habrías podido resistirle un solo ataque más. Lo mejor que puedes hacer, por tanto, es renunciar a enfrentarte de nuevo con él.

No había acabado de decirlo, cuando se presentó un diablillo e informó con la voz alterada:

—Ahí están otra vez esos dos monjes, tildándoos de cobarde y retándoos a un nuevo combate.

—Opino, hermana —dijo el Gran Rey a la perca—, que tus puntos de vista son totalmente acertados. No voy, por tanto, a responder a su reto, a ver lo que hacen —se volvió a continuación a sus subordinados y añadió—: Cerrad las puertas. Como muy bien dice el proverbio, «por mucho que grites, nada vas a conseguir, porque no pienso abrirte». Me importa poco que se queden esperando dos o tres días. Ya se marcharán, cuando se cansen. Entonces podremos disfrutar a nuestras anchas de la carne de ese monje Tang.

Sin pérdida de tiempo los diablillos sellaron el acceso a la mansión con rocas y barro.

Al verlo, Ba-Chie y el Bonzo Sha intensificaron sus insultos, pero no obtuvieron la menor respuesta. Preocupado, el Idiota comenzó a golpear con el tridente las puertas del palacio de agua, reduciéndolas a añicos al cabo de unos cuantos golpes. Tras ellas se alzaba, sin embargo, un altísimo muro de piedra, contra el que nada pudo su ingenio.

—Es claro que ese monstruo está muerto de miedo —comentó el Bonzo Sha—. De ahí que se haya encerrado en su mansión y se niegue a salir. Creo que deberíamos discutir con el Peregrino el plan que debemos seguir.

Ba-Chie aceptó la sugerencia y regresaron a toda prisa a la orilla oriental. El Peregrino aguardaba con impaciencia la aparición del monstruo, suspendido a media altura y escondido entre la neblina. Al ver aparecer a los dos hermanos, comprendió que la cosa no había salido como habían planeado y se dirigió también hacia la orilla.

—¿Cómo no os ha seguido esta vez ese monstruo? —les preguntó, acercándose a ellos.

—Ha cerrado su palacio a cal y canto y se niega a salir —respondió el Bonzo Sha—. De nada sirvió que Ba-Chie echara abajo las puertas. Tras ellas había una sólida muralla de piedras y barro, que impedía cualquier intento de entrar. Por eso, al no poder batirnos de nuevo con él, decidimos volver a tratar contigo el camino que debemos seguir para liberar cuanto antes al maestro.

—Si actúa como acabáis de contarme —contestó el Peregrino—, veo muy difícil poder reducirle. Quedaos aquí y procurad que no se escape. Creo que ha llegado el momento de hacer un pequeño viaje.

—¿Se puede saber adónde piensas ir? —le preguntó Ba-Chie.

—A la Montaña Potalaka, a pedir la colaboración de la Bodhisattva —respondió el Peregrino—. Es preciso que averigüe algo más sobre este monstruo: su nombre, de dónde procede, cuál es su lugar de origen… Podré, así, apoderarme de todos sus parientes y regresar tranquilamente a liberar al maestro.

—¡Cuidado que eres! —exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada—. Siempre haces las cosas de tal forma que gastas una cantidad de tiempo y energías totalmente innecesaria.

—Te aseguro que esta vez no lo haré —repuso el Peregrino—. Volveré más pronto de lo que pensáis.

No había acabado de decirlo, cuando montó en una nube y, abandonando la orilla del río, se dirigió directamente hacia los Mares del Sur. No había transcurrido media hora, cuando avistó la Montaña Potalaka y voló en línea recta hacia su cumbre. Los Veinticuatro Devas, el Gran Guardián de la Montaña, el Príncipe Moksa, Sudhana el Niño y la Doncella Dragón-que-transporta-la-perla acudieron a toda prisa a darle la bienvenida.

—¿Podemos preguntaros el motivo de vuestra inesperada visita, Gran Sabio? —le dijeron con extremada cortesía.

—He venido —contestó el Peregrino— a ver a la Bodhisattva.

—La Bodhisattva —le explicaron con pena— abandonó su mansión está mañana, prohibiéndonos seguirla. Se encerró en la gruta del bambú, pero, antes de hacerlo, dejó ordenado que, en cuanto llegaras, saliéramos a recibirte. Nos encargó deciros que no os podría recibir de inmediato, por lo que deberías esperarla sentado frente a los acantilados.

El Peregrino obedeció al punto, pero, antes de que hubiera tomado asiento, Sudhana se acercó a él y le dijo:

—Debo daros las gracias por cuanto habéis hecho en mi favor. Después de aceptarme en su compañía, la Bodhisattva no me ha permitido separarme de ella ni un solo momento, concediéndome la gracia de sentarme a los pies de su trono de loto. De ella he recibido, pues, favor tras favor y ni un solo reproche.

El Peregrino reconoció en seguida en él al Muchacho Rojo y, soltando la carcajada, replicó:

—Antes vivías sometido a ansias diabólicas, pero ahora has alcanzado la perfección, nada te impide ver en mí a una persona justa y buena.

Tras esperar a la Bodhisattva durante un buen rato, el Peregrino comenzó a impacientarse y, volviéndose hacia las deidades, les dijo:

—Anunciadme, por favor, a vuestra señora. Me temo que, si sigo esperando, la vida del maestro puede correr un gravísimo peligro.

—No podemos hacerlo —se disculparon las deidades—. La Bodhisattva insistió en que la esperarais aquí.

El Peregrino poseía un natural impulsivo y, sin poderlo aguantar más, se lanzó al interior de la gruta del bambú. Los devas no pudieron hacer absolutamente nada por detenerle. A grandes pasos se adentró en la caverna, abriendo cuanto pudo los ojos y mirando furtivamente en todas las direcciones. No tardó en ver a la Bienaventurada sentada con las piernas cruzadas sobre unas hojas de bambú. Segura de su soledad, no se había preocupado siquiera de maquillarse y su actitud era totalmente natural. Las trenzas le caían libremente por la espalda y no lucía el menor tocado. En vez de su habitual túnica azul, llevaba puesto una especie de chaleco, a juego con la falda de seda que siempre vestía. Pero, extrañamente, no llevaba ceñida a la cintura su característica faja de raso. Estaba descalza y tenía los brazos al aire. En su mano de jade sostenía un cuchillo con el que iba cortando el bambú. Al verla de aquella guisa, el Peregrino no pudo evitar decir en voz alta:

—Con todo respeto os saluda vuestro humilde discípulo Sun Wu-Kung, señora.

—¿No te tengo ordenado que me esperes fuera? —preguntó la Bodhisattva, enfadada.

—Sí, señora —contestó el Peregrino, echándose rostro en tierra—, pero la vida de mi maestro corre un grave peligro y he tenido que venir a solicitar vuestra ayuda, para librarle de las garras del monstruo del Río-que-llega-hasta-el-cielo.

—Sal de la gruta y espérame fuera —repitió la Bodhisattva.

El Peregrino no se atrevió esta vez a contrariarla. Abandonó inmediatamente la caverna y, dirigiéndose hacia donde estaban los devas les dijo:

—La Bodhisattva parece estar hoy muy interesada en asuntos puramente domésticos. ¿Cómo es que no se ha maquillado y ha abandonado el trono de loto? ¿Por qué da la impresión, además, de no preocuparse de otra cosa que de cortar bambú?

—No lo sabemos —respondieron las deidades—. Después de salir de su mansión esta mañana, se dirigió directamente hacia la gruta, sin reparar si había terminado o no de vestirse. Lo único que nos dijo fue que esperaba vuestra llegada. De seguro, está tratando de resolver el asunto que hasta aquí os ha traído.

La Bodhisattva no tardó en salir de la gruta con una cesta de color rojizo entre las manos.

—Vamos a rescatar al monje Tang, Wu-Kung —ordenó sin ninguna explicación.

—No es que quiera meterme en vuestros asuntos —replicó el Peregrino, arrodillándose a toda prisa—, pero ¿no opináis que deberías terminar de vestiros?

—No es necesario que me ponga nada más —respondió la Bodhisattva—. Tal como estoy, puedo ir adónde me dé la gana.

Tras despedirse de los devas, la Bodhisattva montó en una nube y se elevó por los aires.

El Gran Sabio tuvo que seguirla a toda prisa. Su velocidad era tan extraordinaria que no tardaron en llegar al Río-que-llega-hasta-el-cielo. Al verle, Ba-Chie comentó con el Bonzo Sha:

—¡Cuidado que es impulsivo nuestro hermano! No sé lo que habrá en los Mares del Sur, el caso es que ha obligado a la Bodhisattva a presentarse aquí medio vestida y sin maquillar, mas había acabado de decirlo, cuando la Bodhisattva puso su pie en la orilla del río. Los dos monjes se inclinaron respetuosamente ante ella, diciendo:

—Perdonadnos por molestaros con tanta frecuencia.

La Bodhisattva se desató la faja y colgó la cesta de ella, manteniéndose suspendida a media altura en el aire. La fue bajando después hasta tocar el agua y recitó el siguiente conjuro:

Los muertos se marchan, mientras que los vivos permanecen.

Siete veces lo repitió y volvió a subir la cesta. En su interior había un pequeño pez de colores, que se retorcía desesperado. La Bodhisattva se volvió hacia Wu-Kung y le ordenó:

—Salta inmediatamente al agua y libera a tu maestro.

—¿Cómo voy a liberarle, si todavía no hemos capturado al monstruo? —replicó el Peregrino.

—¿Cómo que no? —contestó la Bodhisattva—. ¿No le ves, acaso, metido en esta cesta?

—¿Cómo puede ser tan poderoso un pez tan pequeño como ése? —se aventuraron a preguntar Ba-Chie y el Bonzo Sha.

—Éste —explicó la Bodhisattva— es uno de los peces de mi estanque de loto. Cada día subía hasta la superficie y escuchaba con atención mis enseñanzas. Eso explica que sea tan fuerte, porque su estado de perfección es, ciertamente, muy alto. Su mazo de bronce no es realidad, otra cosa que un capullo de loto y su tallo. El pez lo ha transformado en un arma poderosísima, valiéndose de la magia. Desconozco la fecha en la que la marea alta le arrastró hasta aquí. Lo único que puedo aseguraros es que, cuando esta mañana me asomé al estanque, descubrí que sólo faltaba este pez. Tras hacer unos cálculos y consultar las rayas de mi mano, me enteré de que se había convertido en un monstruo, que estaba tratando por todos los medios de devorar a vuestro maestro. Fue por eso por lo que ni siquiera me preocupé de ponerme las joyas o de vestirme como normalmente suelo. Me faltaba tiempo para tejer esta cesta y venir a capturarle.

—Quedaos aquí un momento, por favor —le suplicó el Peregrino—. Si no os importa, me gustaría convocar a todos los creyentes que hay en el pueblo de los Chen, para que puedan veros. Será un detalle hacia ellos, habida cuenta de los muchos sacrificios que han tenido que hacer por culpa de vuestro pez. No me cabe la menor duda de que eso los convertirá para siempre en devotos vuestros.

—De acuerdo —asintió la Bodhisattva—. Llámalos, pero que no tarden mucho en venir.

Sin pérdida de tiempo, Ba-Chie y el Bonzo Sha corrieron hacia el pueblo, gritando:

—¡Salid todos a ver a la Bodhisattva Kwang-Ing!

Los habitantes del pueblo se lanzaron hacia la orilla, sin importarles la edad o la posición social. Todos cayeron de hinojos y comenzaron a golpear el barro con la frente.

Entre ellos había algunos con cualidades pictóricas e hicieron un rápido retrato de la diosa. Eso explica que a veces Kwang-Ing sea representada con una cesta de pescador en las manos. Concluida su epifanía, la Bodhisattva regresó a toda velocidad a los Mares del Sur.

Ba-Chie y el Bonzo Sha abrieron a continuación un sendero en las aguas y se dirigieron directamente a la Mansión de la Tortuga Marina para liberar a su maestro. Todos los monstruos y diablillos que estaban en su interior habían perdido la vida. Con paso rápido se llegaron a la parte posterior del palacio de agua y abrieron la caja de piedra.

Sin perdida de tiempo cargaron a sus espaldas con el monje Tang y le llevaron a la orilla. Chen-Ching y su hermano se echaron a un tiempo rostro en tierra, diciendo en tono humilde:

—Deberíais haber prestado atención a nuestros ruegos. Si lo hubieras hecho, no habríais tenido que pasar por esta prueba terrible.

—¿Para qué volver siempre sobre lo mismo? —replicó el Peregrino—. Lo importante es que el próximo año no tendréis que ofrecer ningún sacrificio más a esa bestia, porque el Gran Rey ha sido arrestado y no volverá a asesinar a nadie. Ahora, señor Chen, dependemos enteramente de vos para encontrar una embarcación que nos ayude a cruzar el río.

—Dadlo por hecho —dijo Chen-Ching y al punto mandó construir un barco, empresa en la que colaboraron todos los habitantes del pueblo.

Su entusiasmo era tal que, mientras unos se encargaban de la adquisición del mástil, otros se ocupaban de hacer los remos y trenzar cuerdas. Hubo, incluso, algunos que se comprometieron a servir como marineros en la travesía. El alboroto que producían era, francamente, ensordecedor. Cuando más atareados estaban, surgió del lecho del río una voz fortísima, que decía:

—No es necesario fabricar ninguna embarcación, Gran Sabio. ¿Para qué desperdiciar tanto dinero y energía, si yo misma puedo llevaros con absolutas garantías a la otra orilla?

Todos sintieron tal pánico, al oírlo, que huyeron a refugiarse en el pueblo. Hasta los más valientes de entre ellos temblaban de pies a cabeza, lanzando furtivas miradas al punto del que parecía provenir aquella voz tan sobrecogedora. Pertenecía a una criatura muy extraña, que normalmente habitaba en las profundidades. Poseía una cabeza de corte cuadrado, única entre todos los animales, de los que uno de sus más destacados dioses. Su longevidad es tal que llega a alcanzar sin ninguna dificultad los mil años.

Habita en las profundidades de los ríos y océanos, levantando auténticas montañas de agua, cuando se acerca a las costas a tomar el sol y hacer frente al viento. Su grado de perfección es tal que sólo se alimenta de su propia respiración. Tal era el animal que tan generosamente se había dirigido al Peregrino: una vieja tortuga, de cabeza llena de costras y caparazón blanquecino.

—Insisto en que no construyáis esa embarcación, Gran Sabio —repitió la tortuga[1]—. Yo misma me encargaré de llevaros a la otra orilla.

Pero el Peregrino levantó en alto la barra de hierro y exclamó en tono amenazante:

—¡Márchate de aquí, bestia maldita! Si te acercas un poco más, acabaré de un golpe contigo.

—Os estoy muy agradecida, Gran Sabio —replicó la tortuga—, y ése es el motivo por el que me he aprestado a ayudaros, ¿se puede saber por qué queréis golpearme?

—¿Qué he hecho yo para merecer tanto agradecimiento? —repuso el Peregrino.

—Según parece —respondió la tortuga—, no os dais cuenta de que la Mansión de la Tortuga Marina me pertenece a mí. Durante generaciones ha sido el centro de mi familia, pasándonosla ininterrumpidamente de padres a hijos. Por si eso no bastara, en ella adquirí conciencia de mis orígenes, logrando alimentarme de mi propia respiración y alcanzando un considerable grado de perfección. Llegado a ese punto, fue cuando empezó a ser conocida como la Mansión de la Tortuga Marina. Sin embargo, hace aproximadamente nueve años, ese monstruo se presentó aquí, aprovechándose de la fuerza de las mareas, y desató contra mí toda su violencia. Mató a casi todos mis hijos y me arrebató, con increíble descaro, la práctica totalidad de mis servidores. He de reconocer que mi fuerza era inferior a la suya y terminó echándome de mis propios dominios. ¿Comprendéis ahora por qué estoy en deuda con vos? Al tratar de liberar a vuestro maestro, habéis conseguido que la Bodhisattva Kwang-Ing haya dispersado a todas esas bestias, por lo que la mansión vuelve a pertenecerme de nuevo. Ha llegado, pues, el momento de reunirme con los míos en un lugar que siempre ha sido nuestro. ¡Pasados son los días en que tenía que dormir en la tierra y descansar sobre el barro! El favor que he recibido de vos es, por tanto, tan alto como las cordilleras y tan profundo como el océano. Sin embargo, no soy sólo yo quien está en deuda con vos. El pueblo entero se ha beneficiado de vuestra inolvidable acción, poniendo fin a esa serie abominable de sacrificios anuales. ¡Cuántos niños podrán seguir viviendo gracias a lo que acabáis de hacer! Esto es lo que se llama matar dos pájaros de un tiro ¿Comprendéis ahora el motivo de mi gratitud y mis deseos de serviros?

—¿Es verdad todo eso que acabas de contarme? —preguntó el Peregrino, poniendo a un lado la barra de hierro.

—¿Cómo voy a atreverme a mentiros después de lo que habéis hecho por todos nosotros? —repuso la tortuga.

—Jura por los cielos que es verdad lo que dices —insistió el Peregrino.

—Si mi intención no es transportar sano y salvo al monje Tang al otro lado del Río-que-llega-hasta-el-cielo —proclamó la tortuga, mirando hacia lo alto—, que ahora mismo se cubra mi cuerpo de sangre.

—Acércate —le ordenó entonces el Peregrino.

La tortuga nadó hasta la orilla y se arrastró después por la tierra firme. Poco a poco los curiosos se fueron acercando a ella y comprobaron, asombrados, que su enorme concha medía alrededor de quince metros.

—Subid sin ningún temor, maestro —dijo el Peregrino al monje Tang.

—Me temo que el caparazón de esta tortuga no sea lo suficientemente seguro —comentó Tripitaka—. Ya visteis lo que ocurrió con el hielo. A pesar de su grosor, terminó trayéndome la ruina.

—No os preocupéis por eso —dijo la tortuga—. Aunque no lo parezca, soy mucho más segura que el hielo. Soy consciente de que el más mínimo error es capaz de traerme la ruina.

—Si me permitís mi opinión —se aventuró a decir el Peregrino—, creo que una criatura que ha obtenido el don de la palabra es absolutamente incapaz de mentir. ¡Traed rápidamente el caballo!

Todos los habitantes del pueblo de los Chen los siguieron hasta la orilla. El Peregrino montó el caballo en la tortuga y pidió al monje que se colocara a su izquierda, mientras el Bonzo Sha lo hacía a la derecha. Él se puso delante, y Ba-Chie, detrás. Temiendo que, a pesar de todo, la tortuga pudiera jugarles una mala pasada, se quitó la piel de tigre y la usó a manera de riendas. Colocó a continuación un pie sobre su cabeza y, como si fuera un vulgar carretero, sostuvo en la mano, a manera de fusta, la temible barra de hierro.

—Puedes empezar a moverte —dijo el Peregrino a la tortuga—, pero sin brusquedades. Recuerda que, si haces el menor movimiento en falso, te descargaré un golpe sobre la cabeza.

—Estáte tranquilo —repuso la tortuga—. Todo irá bien.

Estiró las cuatro patas y se deslizó por las aguas con la misma suavidad que si se encontrara en terreno firme. El gentío que se había arremolinado en la orilla comenzó a quemar incienso y a gritar, al tiempo que hacia profundas reverencias:

—¡Namo Amitabha!

Era como si los arhats hubieran bajado a la tierra o se hubieran aparecido a los mortales todos los bodhisattvas. La gente continuó con los ritos hasta que los Peregrinos se hubieron perdido en la distancia.

El maestro y los discípulos lograron cruzar aquella enorme masa de agua en menos de un día. La tortuga blanca cumplió su promesa de transportarlos a lo largo de los ochocientos kilómetros que separaban las dos márgenes del Río-que-llega-hasta-el-cielo. Cuando llegaron a la orilla, ni una sola gota de agua había salpicado sus ropas.

Tripitaka juntó las manos a la altura del pecho y dio las gracias a la tortuga, diciendo:

—No hay nada que pueda entregarte por lo que acabas de hacer. Cuando regrese con las escrituras sagradas, te ofreceré un regalo en prueba de agradecimiento.

—No es necesario que hagáis una cosa así —contestó la tortuga—. He oído, sin embargo, decir que el Patriarca Budista del Paraíso Occidental no sólo ha superado el ciclo de muerte y reencarnaciones al que todos estamos sujetos, sino que posee un conocimiento total del pasado y el futuro. A pesar de llevar dedicándome más de mil trescientos años a la práctica de la virtud, lo cual me ha permitido alcanzar una edad longeva en extremo y el don del lenguaje humano, no he conseguido todavía desprenderme de la atadura de mi concha. Os agradecería, por tanto, que, cuando os encontréis con el Patriarca Budista, le pidierais que me librara de ella y me concediera un cuerpo humano.

—Prometo que así lo haré —contestó Tripitaka[2].

La tortuga se dio media vuelta y se sumergió rápidamente en las aguas del río. El Peregrino ayudó al monje Tang a montar en el caballo, mientras Ba-Chie cargaba con el equipaje y el Bonzo Sha se encargaba de cerrar la marcha. No les costó mucho encontrar el camino que conducía hacia el Oeste, enfilándolo con renacidas esperanzas y firme ilusión. Sobre todo ello disponemos de un poema, que dice:

El monje santo partió en busca de Buda por orden imperial, no dudando en recorrer enormes distancias ni en someterse a dificilísimas pruebas. Contra su determinación nada podían las asechanzas de la muerte, llegando a cruzar el Río Celeste a lomos de una tortuga.

No sabemos de momento cuánto camino les quedaba aún por recorrer ni el tipo de asechanzas que les aguardaban a lo largo del camino. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar, pues, las explicaciones que se ofrecen en el siguiente capítulo.