CLXX
Cuenta ahora la historia que cuando Lanzarote se separó de Boores, cabalgó hasta que llegó a la luz que había visto, como quien necesitaba descanso, pues se había cansado y fatigado mucho durante todo el día. Al llegar allí encontró dos pabellones; en uno de ellos había dos velas encendidas, mientras que en el otro no se veía absolutamente nada; descabalga y entra en el que estaban las velas encendidas y encuentra a una doncella de gran belleza en una cama; delante de ella estaba sentado un pequeño enano, extraordinariamente feo. Lanzarote saluda a la doncella apenas entra y ella le devuelve el saludo con bastante cortesía.
—Doncella, soy un caballero andante cansado y fatigado de cabalgar y de errar; la aventura me ha traído aquí y por eso querría suplicaros que por afecto y generosidad me dierais albergue hoy, y mañana, tan pronto como amanezca, me iré.
—Señor, os daría alojamiento con mucho gusto si pudiera, pero no puedo, pues si lo hiciera, no tardaría mucho en llegar mi amigo y os echaría fuera si no le agradáis, y para mí sería una gran vergüenza: por eso no me atrevo a daros alojamiento y os ruego que os marchéis, por amor.
Lanzarote le contesta que eso no puede ser, pues si se marchara de allí no sabría a dónde dirigirse.
—Por mi fe, os podéis quedar por la fuerza, pero no os quedaréis de grado, pues temo que si viene mi amigo y os encuentra aquí se enfade conmigo.
—Por Dios, conseguiré establecer la paz entre vos y cualquiera que venga.
—Podéis hacer vuestra voluntad, pero si me ocurre algo malo por vos, me pesará.
Lanzarote se quita entonces el yelmo y lo echa en medio del pabellón; se acerca a su caballo, le quita el freno y vuelve a donde estaba la doncella; se baja la ventana, pero no quiso quitarse la cota de mallas hasta que llegara el amigo de la doncella. Luego le pregunta que de dónde es.
—Señor, soy de esta tierra, prima del rey de los Cien Caballeros. Cuando regresamos del torneo que ha tenido lugar esta mañana delante del castillo de Penigue nos anocheció aquí y por eso hicimos plantar las tiendas que llevábamos con nosotros.
Mientras hablaban así entraron dos caballeros completamente armados que venían a pie.
El primero que entró, mira a Lanzarote y le dice:
—Señor caballero, ¿con qué permiso habéis venido aquí?
—Señor, no tuve permiso de nadie más que de mi propia voluntad, que me hizo quedarme, pues así lo necesitaba, pues no habría encontrado dónde alojarme.
—Ya que no tenéis otro protector, tenéis que iros, pues no podéis permanecer aquí de ningún modo.
—Señor, dadme alojamiento hoy, y mañana, tan pronto como vea el día, me iré. Tened por seguro que un favor tan grande como ése os lo podría devolver en esta tierra o en otro lugar.
—Esas palabras son vanas. Por mi cabeza, tenéis que iros, queráis o no, pues no quedaréis aquí por más fuerzas que tengáis.
—Buen señor, ¿a dónde podría ir? Este bosque es tan grande y resulta tan fácil perderse en él, que sería incapaz de mantener una senda o un camino y por eso no puedo irme.
Cuando el caballero oye estas palabras empieza a encolerizarse como hombre orgulloso y fanfarrón, va al yelmo de Lanzarote, lo coge y lo arroja fuera del pabellón; luego corre a una maza de plomo, grande y pesada, y le dice que le dará con ella en la cabeza si no se va de inmediato y rápidamente, pues no le agrada que se quede allí. Lanzarote se enfada mucho y piensa vengar esta afrenta antes de irse. Sale del pabellón sin decir nada al caballero y va adonde ve su yelmo, lo toma y se lo ata en la cabeza; luego regresa a su caballo y le pone el freno. Cuando ya está dispuesto, lo ata a una encina, toma el escudo y regresa al pabellón y dice:
—Señor caballero que me habéis expulsado de vuestra casa, sabed que no me iré y me quedaré a pesar vuestro, queráis o no. En mala hora hablasteis con tanto orgullo, pues moriréis.
Levanta la espada para golpearle y el caballero esquiva el golpe, que le resbala por el yelmo y le cae en el hombro izquierdo, rompiéndole las mallas de la cota como si fuera de tela; la espada cortante se le mete en el hueso y en la carne y le hace caer el hombro con el brazo. Al sentirse en tan mal estado, lanza un grito dolorosísimo y dice: «¡Ay, Dios, muerto soy!». Se desmaya por el dolor que siente y cae al suelo. Empieza el griterío allí y la doncella inicia un duelo extraordinario, desmayándose con frecuencia y a menudo. Cuando el caballero ve muerto al otro, que era hermano suyo, se prepara a vengarle con todas sus fuerzas y dice:
—Señor, no sé quién sois, pero me habéis afrentado para siempre matando a mi hermano: me podríais tener por malvado y cobarde si no os hiciera que lo pagarais caro.
A continuación toma la espada. Cuando Lanzarote ve que quiere empezar la pelea, no espera a que le golpee, pues estaba enloquecido por el enfado que le había provocado, y levanta la espada golpeándole en la cabeza con tanta fuerza que le hace caer en el suelo completamente aturdido; luego vuelve a meter la espada en la vaina, lo sujeta por el yelmo y le tira de él con tanta violencia que le rompe los lazos y se lo arranca; empieza a golpearle con el mismo yelmo en la cabeza de tal modo que piensa que va a morir. Pide piedad, diciendo:
—Noble caballero, por Dios, no me mates; déjame vivir y harás bien, pues con mi muerte no ganarías nada.
—Si me quieres perdonar la muerte de tu hermano, te dejaré.
El caballero le perdona con mucho gusto, contento por haber podido escapar con vida.
—Ahora te ruego —añade Lanzarote— que si conoces algún refugio cerca de aquí me lleves para albergarme, pues aquí no me quedaré en modo alguno si encuentro alojamiento en otro sitio.
—Señor, cerca de aquí hay una ermita a la que os puedo llevar si queréis. Creo que allí recibiréis buen albergue, si así lo deseáis, porque no hay caballero que acuda que no sea bien acogido.
—Llevadme allí, pues ya me gustaría estar.
Monta a caballo y emprende el camino hacia la ermita. Cuando llega, golpea a la puerta hasta que un ermitaño sale a un ventanuco que daba al camino y les pregunta quiénes son. Lanzarote le contesta que es un caballero andante que necesitaría descanso y albergue, si lo pudiera obtener. Le responde el ermitaño que le alojará con mucho gusto, ya que es caballero andante. Baja a la puerta y hace que la abra un clérigo suyo; Lanzarote entra y descabalga. Entonces regresa el caballero al pabellón en el que había dejado a su hermano herido de muerte. Lanzarote permanece durante toda la noche con el ermitaño, que le proporciona a él y a su caballo lo mejor que puede. Por la mañana, después de oír misa, se marchó de allí encomendando a Dios al santo hombre y cabalgó por el bosque dando vueltas en busca de noticias de Boores; pero en todo el día no encontró quien le diera nuevas; lo buscó durante gran parte de la jornada igual que Boores había hecho con él.
Alrededor de mediodía hacía un gran calor extraordinario; Lanzarote encontró entonces un prado junto a una fuente en el que dos doncellas estaban comiendo cecina de ciervo a la sombra de dos olmos, bajo los que manaba la fuente. Saluda a las doncellas apenas las ve; éstas se levantan al verlo y le dan la bienvenida, rogándole que descabalgue y que vaya a comer con ellas, pues estaban solas, acompañadas por un enano que las servía. No se hizo de rogar, pues también deseaba descansar y no había comido en todo el día. Desmonta y se quita el yelmo; el enano le da agua para que se lave. Cuando ya estaba sentado con las doncellas, empezó a comer y a jugar y a hablar con ellas.
Después de comer, que Lanzarote descansó un buen rato, mira prado abajo y ve llegar a una doncella que venía corriendo lo más deprisa que podía, y que se dirigía hacia él. Cuando ya se encontraba cerca, le grita:
—Noble caballero, por Dios, tened compasión de mí y no me dejes matar delante de ti.
Al ver a la doncella que siente tanto miedo, Lanzarote tiene una gran lástima; se pone en pie, la toma entre sus brazos y le dice:
—Mi dulce doncella, no temáis. Por Dios, no debéis preocuparos de que nadie os haga daño mientras yo esté con vos.
—Señor, mirad ese diablo, ese ladrón que quiere matarme sin motivo.
Mira y ve salir de la espesura del bosque a un caballero armado con armas negras, que se acercaba muy deprisa hacia ellos. Cuando ve al que se apresura en llegar, Lanzarote corre a su yelmo y se lo ata, pero no pudo darse tanta prisa como para impedir que el caballero matara a la doncella antes de que él tuviera tiempo de llegar al caballo. Al ver esto le pesa tanto que por poco pierde el sentido, pues se da cuenta de que la doncella ha muerto por su culpa, ya que si no le hubiera dicho que la protegería no se habría detenido y habría podido escapar del caballero: le aflige tanto esta aventura, que nunca sintió tal tristeza por nada que le ocurriera. Monta a caballo y sigue muy deprisa al caballero; va tras sus huellas y está seguro de que no se equivoca. Galopa hasta que sale del bosque y entonces ve al caballero de las armas negras delante de cuatro pabellones, y estaba hablando con sus doncellas.
Lanzarote le grita al caballero que se dé por muerto sin más. Las doncellas, al verlo venir corren a su encuentro:
—Señor, por Dios, tened piedad de este hermano nuestro al que queréis matar.
No las mira, pues poco le importa lo que le dicen y pica espuelas hacia el caballero con la espada desenvainada. Éste intenta darse a la fuga pero no puede, pues Lanzarote le sorprende tan de cerca que le da un golpe con la espada haciéndole volar la cabeza a más de una lanza del cuerpo. Ni siquiera lo mira, sino que se marcha triste y enfadado porque le había causado la muerte a la doncella que estaba bajo su protección.
Lanzarote cabalga con tal tristeza y enfado durante todo el día, hasta que sobrevino la noche y se alojó en casa de una dama que era muy rica y poderosa. Después de cenar, fue a acostarse. Por la mañana, tan pronto como el día apareció, se levantó Lanzarote sin ganas de permanecer por más tiempo allí y se marchó, cabalgando durante tres días sin encontrar ninguna aventura que merezca ser contada. Cuatro días más tarde se alojó a la entrada de un bosque en casa del guardabosques. Después de cenar, éste llevó a Lanzarote a una habitación muy hermosa que daba hacia el camino: se acostó e intentó dormir, pero no pudo, pues hacía mucho calor.
En vista de que no lo conseguía, se puso la camisa y las calzas y se acercó a una ventana con rejas para tomar el fresco. La luna había salido hermosa y clara y se podía ver bien a todos los que pasaban por el camino.
Mientras que estaba allí refrescándose, vio que llegaba al patio un caballero armado con todas las armas, montado en un gran caballo, que estaba empapado en sudor por la galopada que había dado. El caballero empieza a gritar: «¡Abrid, abrid!». Pero los de dentro no lo oyeron, pues ya se habían dormido. No tardaron mucho en llegar al patio dos caballeros que atacaron al otro con las espadas desenvainadas. El que había llegado primero les pregunta qué quieren y ellos le contestan que no podrá escapar sin morir.
—¿Sabéis quién soy?
—Os conozco bien —le contesta uno— por las armas que lleváis: sois Keu el senescal, el caballero más cobarde del mundo.
Le atacan y le dan grandes golpes, y él se defiende como puede. Cuando Lanzarote se entera de que es Keu el senescal, corre adonde había dejado las armas, se echa la cota de mallas a la espalda, se ata el yelmo, toma el escudo y la espada y se dirige a una ventana enrejada, la rompe y salta al patio con la espada desenvainada, atacando a los que iban contra Keu y golpeando al primero que alcanza en el yelmo de tal forma que le hace tambalearse, y sigue atacando, pues no quiere dejarlo sin más. El caballero estaba en el suelo tan aturdido que no podía levantarse. Lanzarote le arranca el yelmo de la cabeza con tanta fuerza que por poco no se lleva toda la piel; arroja el yelmo lejos y le da grandes golpes en la cabeza, haciendo que la sangre le brote. Al verse tan maltratado, y con la espada levantada sobre su cabeza, teme morir y por eso pide piedad, prometiéndole a Lanzarote ir como prisionero suyo a donde desee. Lanzarote le acepta la palabra y se levanta de encima de él; ve que Keu está combatiendo contra el otro lo mejor que puede, cansado y fatigado. Se acerca a él y le dice:
—Mi señor Keu, dejadme combatir, pues ese caballero os pesa demasiado y frente a mí no resistirá mucho.
Keu deja entonces al caballero, pensando que el que le habla es Lanzarote; aunque no está muy seguro porque no lo ve de forma clara. Lanzarote tenía la espada levantada, era rápido y estaba fresco; el otro estaba cansado y fatigado de forma que apenas podía sostener el escudo. Lanzarote le da un gran golpe en el yelmo y hace que le vuele en medio del patio. Al verse con la cabeza desarmada, y frente a frente con aquel al que reconoce como mejor caballero que él, siente tal miedo que le pide piedad.
—No tendré compasión contigo, si no me prometes ir como prisionero a donde te mande.
Éste se lo promete, viéndose muerto si no cumple con su voluntad. Luego, Lanzarote llama al otro caballero y les dice a los dos.
—Señores, sois prisioneros míos para ir a donde yo os ordene.
—Señor, así es.
—Os ordeno, por la promesa que me habéis hecho, que el día de Pentecostés estéis en la corte del rey Arturo mi señor y que os rindáis a él de parte de Keu el senescal.
—Señor —contesta uno de ellos—, no tendremos que hacerlo si no queremos, pues Keu no nos ha vencido, sino vos, a quien no conocemos.
—Tenéis que cumplir mi voluntad y mi voluntad es que quiero que os rindáis al rey de parte de Keu el senescal; si no lo queréis hacer, faltaréis a vuestra promesa.
Le contestan que así lo harán ya que lo desea; vuelven a montar a caballo y regresan por el camino por el que habían llegado. Los del lugar se habían despertado por el ruido del combate y se habían levantado y acudido a las ventanas, desde donde vieron la pelea, diciéndose unos a otros que era muy valiente el huésped. Cuando vieron que los dos caballeros se habían marchado, corrieron a abrir la puerta, ya que Lanzarote no podía entrar fácilmente por donde había salido, pues la ventana quedaba demasiado alta. Entraron y encontraron abundantes cirios y antorchas que el señor había ordenado encender para recibirlos, pues era hombre rico y valiente. Se desarman los dos compañeros; el señor, que piensa que son de la casa del rey Arturo, le pregunta a Keu el senescal si había cenado y éste le contesta que no. Ordena que le den de cenar y después manda que le preparen una cama en la misma habitación de Lanzarote.
Cuando Keu ve a Lanzarote, siente una gran alegría y le dice:
—Señor, discretamente os marchasteis del torneo en el que nos habíamos quedado para veros.
—¿Acaso no me visteis?
—Sí, todavía siento el dolor porque me derribasteis con tal violencia que por poco no se me rompió el cuello, y aún me duele la caída.
—No debéis tomármelo a mal, pues no os reconocí; en esos sitios no se puede conocer ni al amigo ni a los parientes. Pero ¿visteis a Mordret, el hermano de mi señor Galván?
—Sí, después del torneo, en el mismo sitio donde había tenido lugar, tan maltrecho que no podía moverse y lo llevan a la corte en una litera.
—¿Sabéis quién le hizo eso?
—Sí, mi señor Galván, su hermano, Gueheriet y Guerrehet también lo derribaron en el torneo, cuando no pudo seguiros.
Lanzarote se echa a reír al saber que los hermanos le habían golpeado tanto; le dice a Keu:
—Por Dios, eso se lo ganó por no quererme seguir, pues si se hubiera mantenido a mi lado, creo que no le hubieran maltratado tanto.
Después de cenar Keu, fueron a acostarse todos. Keu tuvo una cama muy rica en la habitación de Lanzarote. Lanzarote no le preguntó quiénes eran los caballeros que le habían atacado. Por la mañana, tan pronto como amaneció, se levantó Lanzarote y fue a despertar a Keu; pero estaba tan dormido que no lo consiguió. Lanzarote se calzó, se vistió y fue adonde estaban las armas. Pensando coger las suyas, tomó las del senescal. Después de ponerse el yelmo de Keu y sus cubiertas, fue al patio. Era tan temprano que el señor de allí casi no se dio cuenta, pero le dijo:
—Señor, habéis tomado las armas de vuestro compañero.
Al ver que era cierto, contesta:
—Por mi fe, ya que las he tomado, no me voy a desarmar ahora, pues sería un gran esfuerzo. Decidle a mi señor Keu que se lleve las mías, pues yo me he puesto las suyas; que sepa que no lo hice a sabiendas.
Monta a caballo y se marcha de allí, cabalgando hasta la hora de prima. Llega entonces a un puente que había encima de un río impetuoso y rápido; a la entrada del puente había cuatro pabellones hermosos y ricos, trabajados con seda con gran riqueza; en cada uno de ellos había un escudo blanco y dos lanzas apoyadas, con las puntas hacia arriba. En uno de los pabellones estaban sentados cuatro caballeros armados con todas las armas. Al ver llegar a Lanzarote, le dice uno:
—Por mi cabeza, he ahí uno de la casa del rey Arturo.
—¿No sabéis quién es? No se preocupa de vos.
—No.
—Es mi señor Keu el senescal, el caballero más nulo de la casa del rey Arturo; si le atacamos, recibiremos más afrenta que honor, pues sólo se burlarían de nosotros por prenderlo.
—Dejémoslo ir tranquilo, pues sería más vergüenza que honor para nosotros por apresarlo.
Lanzarote oyó estas palabras y empieza a sonreírse; como no le importa mucho que piensen que es Keu, pasa por medio de ellos de tal forma que no les dice ni una palabra, pero los mira atentamente. Después de haber pasado, cuando ya estaba en medio del puente, uno de los cuatro dice:
—Por Dios, mi señor Keu, sois demasiado orgulloso ya que pasáis entre nosotros y no os dignáis ni en saludarnos. Mal dolor me vaya por el cuello si no le devuelvo una buena recompensa por la villanía que nos ha hecho, pues no se llevará el caballo sobre el que va montado. Si su cota de malla no es fuerte, haré que sienta si la punta de mi lanza es fría o caliente, y tendrá que reconocer su locura.
—Por Dios, dejadlo, pues sería más para vuestra vergüenza que para vuestro honor el que lo derribarais, porque no crecerá vuestra fama por derribar a tal hombre. Ciertamente ha hecho lo que se dice, pues nunca oí hablar de él a nadie que lo conociera, que no dijera que es el caballero más maldiciente y peor de la casa del rey Arturo; por eso no debe extrañarnos que cometa villanías, pues ya ha hecho muchas desde que fue armado caballero: dejadlo ir, que tenga mal camino. Que se encuentre con un enano y una doncella que le golpeen, pues no merece ser castigado por otra gente.
—Por Dios, lo que decís no vale de nada, no dejaré en modo alguno de hacer lo que he dicho.
A continuación el caballero monta en su caballo y se va rápidamente por el puente tras Lanzarote, gritándole:
—Señor caballero, tenéis que combatir. Volved ese escudo u os golpearé por detrás y será mayor vuestra afrenta.
Lanzarote se sonríe porque el otro piensa que es Keu el senescal. Pica espuelas al caballo y se vuelve contra el caballero con la lanza en el puño. El otro le rompe la lanza en el escudo a Lanzarote, que venía lo más deprisa que su caballo podía y que le golpea con tanta fuerza que lo derriba a él y a su caballo al agua; luego, se da la vuelta y sigue el camino por el que iba antes. Cuando los otros caballeros ven esto, montan y empiezan a gritar tan alto que Lanzarote los puede oír sin dificultad:
—Mi señor Keu, no os escaparéis así.
Galopan tras él y cuando Lanzarote los oye llegar, se detiene al cabo del puente y allí los espera. Cuando los ve tan cerca de él, pica espuelas y golpea al primero derribándolo del caballo, de manera que queda en el puente con el hierro metido en el cuerpo. La lanza se quebró entonces y Lanzarote echó mano a la espada que era clara y cortante. Cuando el cuarto, que había visto los tres golpes anteriores, lo vio venir, sintió tanto miedo de morir que no se atrevió a esperarle, y se dio a la fuga.
Lanzarote, que no quería que quedara así, lo persigue mientras puede; el otro huye con gran miedo, pero Lanzarote montaba en un caballo fuerte y rápido, no menos corredor que otro en caso de necesidad: alcanza bastante pronto al caballero y entonces le da tal golpe en el yelmo que lo derriba al suelo aturdido, sin fuerzas para levantarse; le pasa por encima con el caballo y lo pisotea de tal modo que no le queda miembro que no le duela. Luego, desmonta, le quita el yelmo de la cabeza y le dice que lo matará si no se da por vencido. El caballero se encuentra tan dolorido que no puede contestar, y permanece un buen rato desmayado, Lanzarote que ve que sería una maldad matarlo, deja que descanse hasta que recupere el aliento. Abrió los ojos y al ver a Lanzarote con la espada desenvainada amenazándolo de muerte si no se tenía por vencido, le pide piedad diciendo:
—Noble caballero, por Dios, no me mates; déjame vivir y te prometeré ser prisionero tuyo donde quieras.
—Promételo, pues.
El caballero así lo hace y Lanzarote lo deja; después le pregunta:
—¿Sabes quién soy?
—Señor, sí; sois mi señor Keu el senescal.
—Ya que dices que soy Keu el senescal, te ordeno que el día de Pentecostés vayas a la corte del rey Arturo mi señor y te rindas a mi señora la reina de parte de Keu el senescal, contándole esta aventura ante todos y cómo Keu el senescal os venció a los cuatro.
El caballero le contesta que así lo hará, ya que lo desea.
Luego Lanzarote monta y encomienda al caballero a Dios. Al pasar por los pabellones, encuentra una lanza corta, gruesa y extraordinariamente fuerte; la toma y pasa el puente; mira el río y ve a los dos que habían caído: uno se había ahogado y el otro había conseguido llegar a la orilla. Continúa por su camino y cabalga hasta la hora de nona. Entonces llega a un bosque alto y espeso. Pasa por un valle en el que se encuentra con mi señor Galván y mi señor Yvaín, a Héctor de Mares y a Saigremor el Desmesurado, que se habían encontrado por la mañana a la salida del bosque. Mi señor Yvaín había dejado a Mordret el día anterior en el castillo de Merlín, sano y restablecido. Cuando vieron a Lanzarote, pensaron que era Keu el senescal; se detuvieron inmediatamente y se metieron en la espesura del bosque. Saigremor, que era siempre el más alegre y el menos serio de sus compañeros le dijo a mi señor Galván:
—Señor, ¿queréis ver un combate mío y de mi señor Keu, que viene por ahí pensando como si acabara de separarse de su amiga?
—Señor, en mala hora lo haríais; quizás os causaríais heridas y no querría que eso ocurriera de ninguna forma.
A Saigremor poco le importa lo que dice mi señor Galván y se dirige contra Lanzarote lo más deprisa que puede su caballo. Lanzarote, que no lo reconoció porque llevaba las armas cambiadas, le dirige el caballo apenas lo ve. Saigremor quiebra la lanza en el pecho de Lanzarote y éste le golpea por bajo, derribándolos a él y al caballo atravesados en el camino; al caer, Saigremor se rompió los huesos porque el caballo le cayó encima del cuerpo. Lanzarote continúa de largo sin detenerse a mirarlo. Cuando Héctor ve esto, piensa que no es Keu el senescal, sino algún caballero armado que había dado muerte a Keu llevándose sus armas, y le dice a mi señor Galván:
—Señor, esperadme aquí.
Se dirige contra Lanzarote y le golpea en el escudo, haciéndoselo volar en pedazos; Lanzarote le alcanza y le atraviesa el escudo, la cota de mallas y le pincha el brazo izquierdo haciéndole brotar sangre y derribándolo del caballo al suelo. Al ver los dos compañeros este golpe, lo sienten mucho y maldicen la hora en que empezó el combate. Mi señor Galván le dice a mi señor Yvaín:
—Señor, ¿qué podemos hacer? Hemos sido mal engañados, pensando que fuera Keu.
—Por mi cabeza, no lo es —contesta mi señor Yvaín—, no. No queda más que ponernos en marcha. Esperadme aquí e iré a combatir con él; poco me importa que me derribe.
Pica espuelas entonces hacia Lanzarote y le da tal golpe que le atraviesa el escudo, pero la cota es tan fuerte que no se le rompe ninguna malla. Lanzarote por su parte le golpea con tal violencia que le hace caer herido al suelo. Luego, Lanzarote continúa sin preguntar quién es.
Cuando mi señor Galván ve esta aventura, dice dolido y pesaroso:
—Dios, ya sólo falta que me derribe a mí. Es muy loco quien ataca a alguien sin conocerlo. Contra mi voluntad hubiera pensado que ese caballero era tan valeroso como es y ciertamente prefiero que me derribe, y hacerles compañía a los demás, a irme sin combatir con él.
Baja la lanza, embraza el escudo y se dirige hacia Lanzarote, tan pesaroso que no sabe qué hacer. Lanzarote, que nunca rehusó combatir contra él ni contra ningún otro, y que no le reconoció, se dirige hacia él diciéndose a sí mismo que si su lanza puede resistir esta vez sin romperse, le habrá servido bien, pues habrá conseguido derribar a tres caballeros que bien pueden tenerse por fuertes. Se golpean con toda la fuerza y el ímpetu que tienen. Mi señor Galván que lo alcanza, le atraviesa el escudo, pero la cota era fuerte y apretada y soportó el golpe sin que se rompiera ninguna malla; la lanza vuela hecha pedazos por el aire. Lanzarote que ha puesto toda su fuerza en el golpe, le atraviesa el escudo, la cota y le clava la lanza en el costado izquierdo, pero no fue profundamente y por eso no lo hiere de gravedad. La lanza era extraordinariamente fuerte y Lanzarote se mantuvo en los arzones empujando a mi señor Galván con tal violencia que lo derriba a él y a su caballo al suelo; recupera la lanza y pasa de largo sin detenerse a mirarlo, dejándolo con el caballo encima del cuerpo.
Saigremor el Desmesurado, que fue el primero en caer, vio los combates de sus compañeros y no pudo callarse cuando vio que Lanzarote se iba sano y salvo, y le dice:
—Señor caballero, no sé quién sois, pero bien os podéis alabar cuando lleguéis a vuestra tierra, dondequiera que sea, de que habéis derribado con una sola lanza a mi señor Galván, a mi señor Yvaín, a Saigremor el Desmesurado y a Héctor de Mares, pues eran ésos los cuatro caballeros a los que habéis derribado, sabedlo.
Al oír estas palabras que dice Saigremor, Lanzarote lo siente tanto que no sabe qué hacer, y no quiere volver, pues no le gustaría que supieran que había sido él. Si se lleva el escudo, piensa que lo seguirán y que pronto conseguirían saber noticias suyas. Arroja el escudo al suelo y se marcha por el bosque tan rápidamente como puede su caballo, lo espolea, lo pincha y lo golpea con las espuelas, alejándose al galope como si la muerte lo persiguiera; llorando y lamentándose, haciendo el mayor duelo del mundo, maldice la hora en que nació pues es el más desgraciado y el más desventurado de cuantos han existido, «y ciertamente, buen Señor Dios, ha sido una gran desgracia el haber conseguido la vergüenza y la deshonra para aquellos a los que debía honrar y servir con todas mis fuerzas».
Lanzarote se aleja huyendo al galope, llorando y lamentándose y maldiciéndose a sí mismo: bien parece por su tristeza que haya cometido algún delito. Se ha alejado triste y enloquecido por el dolor, hasta que llega a una alta colina. Mira a su caballo y lo ve tan bañado de sangre y de sudor por el esfuerzo que había realizado que si no hubiera sido tan vigoroso, hace rato que hubiera muerto. Se detiene entonces pensando que ya no lo alcanzarán; mira y ve dos pabellones plantados bajo un olmo, junto a los que había un estrado galés, recién hecho. Se dirige hacia allá, pues necesita descansar, desmonta y ata el caballo al árbol, apenas ha desmontado; entra en el primer pabellón y ve a una doncella echada sobre una alfombra, a la que según le parecía había visto en muchas ocasiones; pero no puede acordarse de quién es. La contempla tanto que finalmente se acuerda de que es la que le curó del envenenamiento que tuvo junto a la fuente, aquella que le había prometido guardar su virginidad toda su vida. Al verla, se pone muy contento, pues era la cosa del mundo a la que más quería; la saluda y ella a él, pues era joven de gran cortesía; se levanta y le da la bienvenida.
—Doncella, ¿me podríais dar alojamiento hoy?
—Señor, ¿quién sois?
—Soy un caballero andante de la casa del rey Arturo.
—Sí, entonces os alojaré por amor al hombre más valioso del mundo, que es igual que vos.
Le pregunta quién era ese caballero.
—Era el mejor caballero del mundo. Ojalá quisiera Dios que estuviera tan sano como estáis vos. Por Dios, me alegraría más si fuera así que si me dieran la mejor ciudad del rey Arturo. Pero no puede ser, pues hace más de año y medio que se ha perdido, y es lástima y pena, pues un hombre tan valiente como él no se encontrará nunca, según pienso.
—Doncella, os conozco mejor de lo que pensáis: sois la que por amor a él guardáis vuestra virginidad.
—Ciertamente, así lo prometí y lo mantendré, según creo.
—¿No es locura? ¿No sería mejor que hubierais tomado por señor a algún alto noble, de los muchos que os han pedido según pienso?
—Por Dios, muchos son los que me lo han pedido, más nobles que nadie en mi familia; pero así me salve Dios, no faltaré al voto que hice, pues amo tan lealmente al que se lo prometí, que preferiría morir a que alguien pudiera censurarme.
Al oír estas palabras, Lanzarote no puede ocultarse por más tiempo, se quita el yelmo y le dice a la doncella:
—¿Me conocéis?
Lo mira y reconoce que es al que desearía ver por encima de todos los hombres; le echa los brazos al cuello y le dice:
—Dulce señor, sed bienvenido. ¿Dónde habéis estado tanto tiempo?
Le contesta que ha estado en casa de una dama que lo ha tenido prisionero; luego le dice:
—Doncella, acabo de encontrarme con cuatro caballeros en el bosque, a los que no conocía; les he causado mayor daño del que debía y eran amigos míos. Pienso que me están siguiendo y que vendrán tras de mí; no querría de ninguna forma que me encontraran. Os ruego que me aconsejéis qué puedo hacer, pues si pensara que no puedo ocultarme a ellos, me iría de inmediato.
—Por Dios, no hay nada que pueda hacer, que no haga por vos. Os digo que no es necesario que os pongáis en marcha, pues si vienen aquí, os esconderé tan bien que nadie sabrá que estáis.
Mientras hablaban así, ven venir por el camino principal del bosque a caballeros, damas y doncellas. La que está con Lanzarote le dice:
—Señor, alegraos y regocijaos, pues vais a ver a un hombre de vuestra familia al que no habéis visto nunca.
—¿Quién es?
—Señor, lo sabréis antes de que os hayáis marchado.
Cuando ya estaban cerca del pabellón, los caballeros y los seguidores descabalgaron y corrieron a ayudar a desmontar a una doncella que era suya, y la bajaron del carro en el que iba; era un carro cubierto de una seda roja para que el calor no dañara a los que estaban dentro. Después de apearse, llevaron a la doncella a que descansara donde estaba Lanzarote. Apenas la vio venir, se puso en pie, pues era de gran belleza y parecía mujer noble y alta dama.
—Dulce señor —le dice—, sentaos, pues quizás estáis más cansado y más fatigoso que yo.
Se sienta y la doncella hace lo mismo, diciendo a sus acompañantes:
—Traedme a Elián el Blanco.
Las muchachas van al carro del que habían bajado y toman a un niño pequeño al que sostenía una doncella en el regazo; se lo llevan a su señora. El niño es tan joven que no tenía más de dos años. La doncella lo toma y empieza a besarle los ojos y la boca y a mostrarle tan gran alegría como si fuera Dios mismo. Lanzarote lo contempla y le parece tan hermoso y agradable como nadie, y cree que nunca ha visto tan bella criatura; luego, pregunta de quién es el niño.
—Señor, mío. ¿No es hermoso?
—Sí, ciertamente; nunca vi a ninguno tan bello de su edad.
—Mi señor Lanzarote —le pregunta la doncella que le había dado alojamiento—, ¿qué os parece?
—Por Dios, me parece que es muy hermoso.
—¿Sabéis de quién es?
—No, más que de esta doncella, según ha dicho.
—Sabed que es primo vuestro, como engendrado por Boores de Gaunes, cuando venció el torneo que había convocado el rey Brandegorre, en el que se hicieron los diversos votos: no hay nadie en el mundo que vea a este niño, conociendo a Boores, que no diga que fue él quien lo engendró.
Cuando Lanzarote oye esta noticia, se pone muy contento, mira al niño y ve que se parece mucho a Boores; cree ciertamente que lo ha engendrado él y así era sin lugar a dudas. Empieza a besarle los ojos, la cara y la boca y a mostrarle una gran alegría. Al saber la doncella que era Lanzarote del Lago aquel caballero, del que se decían las mejores cosas del mundo y el primo del hombre al que más amaba en la tierra, no se pone poco contenta, sino que muestra un gran gozo y se ofrece a su servicio. Lanzarote se lo agradece y le responde de la misma manera.
La doncella que le había dado alojamiento a Lanzarote le contó cómo Boores se había acostado con la doncella y con qué motivo. Lanzarote cree que es cierto y piensa que lo mismo le había ocurrido a él con la hija del rey Pelés, que había tenido un hijo de él, según le habían dicho.
Se pone en pie Lanzarote, se quita la cota de mallas que aún llevaba vestida y se desarma completamente, diciéndole a su huésped que teme que los cuatro caballeros lleguen allí y lo encuentren.
—¿Qué armas llevan?
Él se las describe.
—Sabed que si vienen por aquí, los despistaremos y no sabrán nada de vos.
Lanzarote le contesta que le parece bien; va a sentarse con la hija del rey Brandegorre, que le dice:
—Señor, cuando veáis a Boores, decidle de mi parte que aunque no haya despreciado nunca a una doncella más que a mí, ya ha sido mucho su desprecio, pues cuando me dejó, me prometió como leal caballero que vendría a verme en este mismo año; ha faltado a la promesa, pues no ha venido: os digo que no es tan recto como pensaba; y ha hecho por mí tales cosas que mientras yo viva, no querré a ningún caballero extranjero si antes no lo pruebo.
—Doncella, por Dios, tened compasión de él; os aseguro que ha tenido tanto trabajo, buscándome durante este año, y, con otros asuntos, que bien sé que no ha podido venir fácilmente; por eso no os debe pesar tanto como si hubiera podido venir. Os ruego que no os lo toméis a mal y que no se lo censuréis, y a cambio seré vuestro caballero durante todos los días de mi vida, pero perdonadle esa falta.
La doncella se la perdona con mucho gusto, ya que Lanzarote así se lo ruega.
La historia deja ahora de hablar de ellos y vuelve a mi señor Galván y a sus tres compañeros, a los que Lanzarote había derribado.