XXXII
Al marcharse de la casa del vasallo que le había dado alojamiento la noche que dejó a mi señor Galván y a sus compañeros en la ermita del bosque, cabalgó hasta el monasterio en el que se habían quedado sus escuderos. Sólo estuvo allí una noche, y ya habían oído hablar del caballero que había conquistado la Dolorosa Guardia, aunque nadie sabía quién era.
Al amanecer se marchó de allí y cabalgó hasta la hora de tercia, en que se encontró a una doncella que montaba un palafrén completamente empapado de sudor. El caballero iba con la ventana bajada, sin guantes y con las mangas abiertas; sus escuderos le llevaban la lanza, el yelmo y el escudo cubierto con una tela. Saluda a la doncella y ella a él.
—Doncella —le dice—, ¿por qué vais tan presurosa?
—Señor, llevo noticias que deben placer a todos los caballeros que quieran obtener méritos y fama.
—¿Cuáles son?
—Mi señora la reina hace saber a todos los caballeros que tres días después de la fiesta de la Virgen de septiembre tendrá lugar la gran asamblea del rey Arturo y del rey de Más Allá de las Marcas de Galone; el lugar será la tierra que hay entre sus dos reinos, limitada por el Godorsone y el Maine.
—¿Qué reina lo hace saber?
—La mujer del rey Arturo. Si tenéis noticias del caballero que conquistó la Dolorosa Guardia, por Dios, decídmelo, pues mi señora quiere que sepa que debe ir, si quiere tener su afecto alguna vez, o su compañía, pues lo vería con mucho gusto.
El caballero se quedó sorprendido y no dijo una sola palabra en mucho tiempo y ella le repite que si tiene noticias del caballero, que se lo diga; él teme que lo reconozca y baja la cabeza, preguntándole:
—Doncella, por lo que más queráis, ¿conocéis al caballero?
Ella le responde que no.
—Anoche dormí en el mismo sitio que él —dice entonces—: que sepa mi señora que estará en ese encuentro, a no ser que muera antes, pues ninguna otra cosa podrá retenerlo.
—¡Dios, ahora me encuentro a gusto!
Sin hablar más se marcha y el caballero vuelve a su camino; cabalgó durante toda la semana hasta el sábado a la hora de prima, en que se encontró con una gran muchedumbre en medio de un bosque; entre la multitud había mucha gente a pie y mucha a caballo. Entre los demás vio a un gran caballero montado a caballo que llevaba atado a un hombre por el cuello a la cola de su palafrén con una cuerda muy delgada. Iba el hombre en camisa y calzas, descalzo, con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda; era uno de los hombres más bellos que se pueden encontrar.
De tal modo lo llevaba el gran caballero y le había colgado del cuello la cabeza de una mujer, atándosela con las trenzas. El Caballero Blanco lo ve, lo para y le pregunta quién es.
—Señor, soy caballero de mi señora la reina; estas gentes me odian y me llevan a la muerte de esta forma tan ignominiosa, pues no se atreven a matarme en combate.
El Caballero Blanco le pregunta que de qué reina habla y él responde que de la de Bretaña. Entonces dice:
—Ciertamente, no se debería llevar a un caballero de forma tan vergonzosa como vosotros lo lleváis.
—Sí que se debería —contesta el caballero grande—, pues ha sido traidor y desleal, y ha renegado de la caballería.
—¿Por qué lo lleváis así? ¿Qué os ha hecho?
—Me ha hecho tantas cosas malas que lo he apresado a traición para hacerle la justicia que le corresponde.
—Buen señor, no es propio de un caballero destruir así a otro; si os ha traicionado, demostradlo en cortes y de ese modo conseguiréis la venganza para vuestro honor.
—No lo tengo que demostrar en más cortes que en la mía, pues lo he sabido todo.
—¿De qué?
—De su relación con mi mujer, con la que me afrentaba; por eso lleva su cabeza colgada del cuello por las trenzas.
El caballero que iba preso responde y jura con ahínco que creía no haberle hecho nunca ninguna afrenta.
—Señor —dice el Caballero Blanco—, ya que lo niega así, no tenéis derecho a acabar con él; os pido por Dios y por vuestro honor que lo dejéis ir libre; os lo ruego también por mí, que nunca os pedí nada. Si os ha hecho algo malo, perseguidlo con la justicia, tal como os he dicho.
El otro le contesta y le jura que no irá en búsqueda de la justicia, puesto que ya lo tiene.
—Por mi fe —dice el Caballero Blanco—, gran mal haríais acabando con él, porque es caballero de la reina.
Le responde que por la reina no dejará de matarlo.
—¿No? Sabed que hoy no morirá por vos, pues yo lo protegeré y defenderé frente a todos los que hay aquí.
Y a continuación le arranca las vendas de los ojos y rompe la cuerda que tenía al cuello. Las gentes que iban con el caballero grande toman los arreos y las flechas, y hacen como si fueran a matarlo. Entonces, le dice al otro:
—Buen señor, retirad a vuestras gentes, pues si me hieren o si hieren a mi caballo, os mataré primero a vos y luego a todos ellos.
La mayor parte estaban desarmados. Entretanto, el caballero se ata el yelmo, se arma las manos y empuña la lanza y el escudo. Había muchos dispuestos a atacarle, no por darle muerte, sino por cumplir las órdenes de su señor, aunque no estaban de acuerdo con él, pues sentían que muriera.
Se da cuenta de que no quieren matarlo y él tampoco quiere causarles ningún daño. Entonces se dirige contra su señor, que les ordena que se retiren, y lo golpea con la contera de la lanza en medio del vientre con tal fuerza que lo derriba al suelo y por poco no le rompe todo.
En ese momento huyen todos los demás. Toma el caballo del derribado y se lo entrega al caballero que iba preso, y le dice:
—Montad, señor caballero; os vendréis conmigo.
Así lo hace y se dirige hacia el otro:
—Señor, estoy muy cerca de mi salvación, pues cerca de aquí hay una roca fuerte; si estuviera en ella no temería nada. Si os parece bien, me gustaría ir allí.
—Me parece muy bien.
—Señor, ¿de parte de quién debo darle las gracias a la reina? No sé vuestro nombre.
—Decidle cómo es mi escudo, pues no podéis saber mi nombre: decidle también que por ella habéis sido liberado.
El caballero se va, dándole las gracias. A la reina le contó cómo era su escudo y de inmediato supo que era el que había conquistado la Dolorosa Guardia, y tuvo una gran alegría.
El Caballero Blanco siguió su camino hasta que fue de noche. Era sábado, según dice la historia. Pasa junto a un seto, en el que oye cantar a una doncella con voz alta y clara. Entonces, empieza a pensar muy ensimismado, de forma que el caballo lo lleva por donde quiere. Aquella tierra era pantanosa, aunque se había secado porque el verano había sido largo y caluroso, y aún lo seguía siendo, pues era la semana de mediados de agosto; el suelo estaba resquebrajado con grietas grandes y profundas y el caballo estaba cansado, pues había hecho una larga jornada: tropezó con las patas delanteras y cayó en una de las grietas, de forma que el caballero quedó debajo del animal un buen rato, hasta que sus escuderos fueron a levantarlo. Se sintió malherido y a pesar del dolor consiguió volver a montar, aunque con gran esfuerzo; el arzón posterior se rompió y el escudo se le partió en tres trozos.
Después de mucho cabalgar, llegan a un cementerio, donde ve a un religioso, arrodillado ante la cruz; se saludan.
—Buen señor —le dice uno de los escuderos—, este caballero está malherido; por caridad, decidme dónde puede alojarse esta noche, pues el cabalgar le agrava las heridas.
—Os lo voy a indicar, si Dios quiere. Seguidme.
Se pone en marcha y ellos van detrás. Entonces le pregunta al caballero cómo ha sido herido, y él se lo cuenta.
—Señor —dice el religioso—, os daré un consejo muy bueno, si queréis escucharme.
—Con mucho gusto lo haré.
—Os aconsejo y recomiendo que no cabalguéis nunca más los sábados después de la hora de nona, a no ser que sea por un asunto vuestro personal; si así lo hacéis, os ocurrirán menos daños y más bienes.
Él le promete que nunca más lo volverá a hacer, si puede.
—Y vos, señor, ¿qué habíais ido a hacer a tal hora en un lugar como en el que os encontramos?
—Señor, mis padres descansan allí, pues aquello es un cementerio, y yo voy todos los días a rezar un Padrenuestro y las demás oraciones que sé, y a rogar por sus almas.
En esto, llegan a una casa de religión a la que pertenecía aquel hombre; fueron recibidos con gran alegría, y el caballero se quedó allí diez días enteros, a ruegos de los frailes; lo bañaron y le dieron las medicinas que necesitaba, pues estaba malherido.
El undécimo día se marchó de allí, dejando el escudo de las tres bandas, pues no quería ser reconocido en una ciudad que había cerca de la ermita en la que estuvo enfermo. El escudo nuevo era de sinople cruzado por una banda blanca.
De este modo, el caballero cabalgó durante algún tiempo, hasta que un día se encontró con un caballero armado, que le preguntó quién era.
—Soy caballero del rey Arturo.
—¿Del rey Arturo? Bien podéis decir que sois caballero del rey más felón del mundo.
—¿Por qué?
—Porque su corte está llena de loco orgullo.
—¿Por qué lo decís?
—Porque en cierta ocasión un caballero le juró a otro que estaba herido que lo vengaría de todos aquellos que dijeran que amaban más al que le había causado aquellas heridas que al caballero. El que así juró necesitaría tener el valor de mi señor Galván y de otros cuatro.
—¿Por qué? ¿No sois vos de los que aman más al muerto que al otro?
—Así es.
—Eso os debe pesar.
—¿Por qué? ¿Acaso sois vos el caballero que lo juró?
—Yo haré en ese asunto lo que pueda. Antes de combatir con vos, os ruego que me digáis que preferís al caballero herido en vez de al que lo hirió.
—Mentiría; que Dios no me vuelva a ayudar si lo hago.
—Entonces tendré que combatir contra vos.
—No quiero nada mejor.
Se separan y se atacan al galope de los caballos, dándose tal golpe en los escudos que a los dos se les abolla el extremo contra el arzón. El caballero que había estado enfermo lo alcanza con tal fuerza que ni el escudo ni la cota pueden defenderlo: le mete en el cuerpo hierro y madera de la lanza. El otro consigue atravesarle el escudo con su lanza. Ambos eran fuertes y valerosos; se empujan con vigor, derribándose al suelo; en ese momento se rompieron las lanzas.
El caballero que había estado enfermo no había sido herido de gravedad. Volvió a montar, teniendo por muy valiente a su contrincante, pues es el que le ha dado mejor golpe, ya que hasta entonces nunca había sido derribado. Se esfuerza en mostrar su valor y se acerca al otro con la espada desenvainada, pero es en vano, pues está muerto porque la herida le pasaba las entrañas del cuerpo. Al verlo muerto llora de pena, pues le parecía uno de los caballeros más esforzados.
Intenta montar de nuevo y, aunque lo consigue, no puede cabalgar; va con gran esfuerzo hasta un bosque que había cerca y allí le hacen sus escuderos una litera preparándosela con todo lo que podría necesitar y cubriéndosela con una tela de seda que le había dado la Dama del Lago: era el lecho más hermoso que podía tener cualquier caballero. Cuando ya estaban preparadas las parihuelas, acostaron en ellas a su señor y siguieron su camino: el caballero iba cómodo, pues la litera estaba puesta sobre dos rocines tranquilos y de paso calmo. De este modo va el caballero.
Pero ahora deja de hablar de él la historia durante un poco tiempo y vuelve a mi señor Galván, que lo estaba buscando.