XXIX
Cuenta ahora la historia que el Caballero Blanco cabalga triste y pensativo por su dama la reina a la que ha enfadado, pues la amaba con tan gran amor desde el primer día que fue tenido por caballero, que ni a él mismo ni a nada quería tanto. Y porque temía el odio de la reina para el resto de su vida, decide en su corazón luchar hasta conseguir rescatar a mi señor Galván, o morir en el intento; de este modo, si lo consigue, piensa recuperar el amor de su dama.
Cabalga triste y pensativo hacia la Dolorosa Cárcel y vuelve a esconderse en el bosquecillo; debía ser mediodía pasado. Estuvo allí hasta que empezó a hacerse de noche. Entonces ve venir a un ermitaño montado en un gran asno, que entra en el bosque muy cerca de donde él estaba; iba cantando sus horas y se dirigía a la ermita que no se encontraba lejos. Era un hombre anciano y había sido caballero: en tiempos fue uno de los más bellos, pero entró en religión cuando estaba en su mejor edad, pues había perdido a los doce hijos que tenía: los vio morir a todos en un año.
Cuando entró en el bosque le salió el Caballero Blanco al encuentro y le pregunta que de dónde viene. El anciano deja de decir lo que iba diciendo y le contesta con dulzura que viene del castillo que hay en el río.
—Señor, ¿qué hacíais allí?
—He ido porque me necesitaban dos caballeros que están muy enfermos.
Le enseña entonces el cáliz que llevaba bajo la capa. El caballero le pregunta que quiénes son y le responde que son de la mesnada del rey Arturo: uno se llama Galegantín el Galés, y está enfermo de lo que le han hecho allí, y el otro es Lohot, el hijo del rey Arturo, que está enfermo de una enfermedad que ha cogido en aquella cárcel.
El Caballero Blanco empieza entonces a suspirar y a llorar con amargura, y pregunta por mi señor Galván y por Yvaín su primo. El ermitaño le contesta que los vio sanos y salvos.
—Y vos, señor, ¿quién sois?
—Señor, soy un caballero andante.
—Sé quién sois. Vos sois el que conquistó la Dolorosa Guardia. ¿Qué esperáis aquí?
Le contesta que querría hacer lo posible para liberar a los caballeros del rey, si pudiera ser.
—Os aconsejaré muy bien, si queréis seguir mi consejo.
—Lo seguiré con mucho gusto.
—Cuando iba a montar, hace poco, oí a dos escuderos que estaban hablando de mi arnés y no se dieron cuenta de mi presencia. Uno le dijo al otro que montaría a la hora del primer sueño para atacar al rey Arturo durante la noche. Sé que el antiguo señor de la Dolorosa Guardia odia más al rey Arturo que a nadie, a excepción de a vos, pues teme que se esfuerce y se preocupe de dar fin a las peligrosas costumbres de este castillo, y piensa que no ha venido a otra cosa. Por eso, yo os aconsejaría que avisarais al rey mi señor, pues así podrían ser apresados todos; si no le avisáis vos, lo haré yo.
—Le avisaré yo, pero quiero saber antes dónde está vuestra ermita.
—Me parece muy bien.
Entonces empieza a caminar seguido por el caballero, hasta que llegan a la ermita. El caballero ve que está en un lugar muy bueno, sobre una colina alta y redonda, rodeada por una alta empalizada y con zanjas galesas alrededor; por fuera, los matorrales son espesos y abundantes. Después de verla, el caballero se despide del ermitaño diciéndole que va a avisar al rey.
—Buen señor —le dice el anciano —si nos necesitáis, venid a buscarnos.
Le responde que así lo haría. Y a continuación se marcha volviendo al lugar donde había encontrado al ermitaño, y allí espera durante mucho tiempo. La noche se acerca y piensa que no avisará al rey, pues cree que podrá remediarlo él solo. Y no se mueve de allí hasta bien entrada la noche; la luna empieza a brillar a la vez que los del castillo se levantan, se preparan, salen y atraviesan el río. Él los deja cabalgar hasta que han pasado todos y los sigue a distancia hasta que están cerca de la Dolorosa Guardia: entonces se ponen a cubierto de la colina y cabalgan tranquilos, sin ser vistos y sin que los del otro ejército pudieran ponerse en guardia antes de que ellos les hubieran atacado.
Cuando ya estaban tan cerca que bastaba con picar espuelas, desmontan para apretar las cinchas a los caballos; después vuelven a montar y van a atacar a la hueste del rey. Pero el caballero los seguía de cerca con un caballo fuerte y rápido; lleva una lanza de asta gruesa y corta, y de cortante hierro. Era valeroso y pensaba poder derrotarlos, aunque eran unos ciento cincuenta. Se dirige contra ellos gritando con fuerza, de forma que piensan que han sido traicionados: llenos de miedo ninguno se preocupa por su propia defensa. Golpea al primero que encuentra, y lo deja muerto con la lanza dentro del cuerpo; desenvaina la espada y da grandes tajos a diestro y siniestro alcanzando a los que se han atrevido a esperarlo, aunque no se quedan durante mucho tiempo, pues la hueste del rey se ha despertado con los gritos. Los centinelas, que han visto armas, empiezan a gritar: «¡A las armas!». Entonces, los otros se dan a la fuga pasando junto al castillo, perseguidos por el caballero, que les da grandes golpes, partiéndoles escudos y yelmos, rompiéndoles las cotas en los brazos y en los hombros, acercándose a ellos con el cuerpo y con el caballo los derriba al suelo empujándoles en el escudo, o por el cuello, o tirándoles del yelmo.
De este modo los trata el Caballero Blanco y están tan espantados con las maravillas que hace, que piensan que es todo el ejército del rey Arturo. Llegan entonces a la puerta del castillo; el vigía de la muralla empieza a gritar: «¡A las armas, a las armas!», mientras que el caballero que los persigue avista al que le parece más rico de todos, el armado con mejores armas, y cree que debe ser el señor de los demás, y así era. Se dirige a él y le da tal tajo con la espada en el yelmo que lo deja totalmente aturdido y cae sobre el cuello del caballo, con los brazos colgando.
En ese momento llegan las gentes del rey Arturo; al oírlas venir, los atacantes pican espuelas y huyen al galope. Pero el que ha sido golpeado por el Caballero Blanco sigue aturdido y su caballo se dirige hacia el río Humber que corría al otro lado del castillo, llevándoselo muy deprisa. El Caballero Blanco lo sigue de cerca, pues no quiere dejarlo; lo alcanza, pero está tan aturdido que no ve ni gota: el Caballero Blanco lo sujeta por el cuello, lo tira al suelo y lo pisotea con su caballo hasta que le rompe todos los huesos. A continuación, desmonta, le arranca el yelmo y lo amenaza con cortarle la cabeza, pero éste no le puede responder, pues está desmayado. El caballero piensa que le ha dado muerte y se aflige pensando en mi señor Galván y en los otros, pues cree haberlos perdido al matarlo.
Mucho tiempo estuvo desmayado el otro caballero y, mientras, el Caballero Blanco se lamentaba llorando de los ojos y diciendo que nunca más volvería a atacar a un caballero a no ser que quisiera darle muerte, pues está seguro que a éste le ha reventado el corazón.
Al cabo de un rato vuelve el caballero en sí, quejándose con amargura. El Caballero Blanco hace como si no lo sintiera y le dice que le va a cortar la cabeza: le baja la ventana y levanta la espada. Le suplica piedad, que está muy herido, y reconoce al caballero por el escudo que lleva, que era el de una sola banda.
—¡Ay! Noble caballero, no me matéis, si es que amáis al rey Arturo, pues cometeríais una locura.
—Entonces prometedme ser mi prisionero donde yo os diga.
—Con gusto; en cualquier lugar menos en ese castillo, a donde no iré de ningún modo.
—Sí que lo haréis pues yo os llevaré a la fuerza.
—Si lo hacéis, me tendréis que llevar muerto, pues no entraré en él vivo. Y ¿sabéis qué perderéis? Perderéis a mi señor Galván y a otros veintidós compañeros del rey Arturo. Si me metéis en cualquier otra prisión, os los entregaré mañana mismo, antes de que anochezca, pues veo que sois el mejor caballero del mundo y el más venturoso.
Al oír que están vivos tiene la mayor alegría y le promete no llevarlo al castillo. El otro, a cambio, le asegura cumplir con lo que ha dicho, y le entrega la espada.
—Señor, ¿a dónde me vais a llevar prisionero?
—A una ermita que hay cerca de aquí en el bosque, a la que me vais a conducir.
Le contesta que con mucho gusto, que irán por el camino más corto. El Caballero Blanco hace que monte detrás de él, y éste lo hace, aunque con gran esfuerzo porque estaba muy herido. De este modo se dirigen a la ermita. En esto, las gentes del rey Arturo regresaban de la persecución sin haber logrado nada, pues los que huían se habían conseguido esconder en el bosque. El rey salió a recibirlos y volvían todos juntos.
El Caballero Blanco había pasado por el lugar del combate y había recogido la lanza abandonada por uno de los que huyeron; en ese momento vio al rey y a sus compañeros y el rey también los vio a ambos.
—Ay, señor —dice el caballero vencido—, ahí están las gentes del rey; de ninguna manera querría ser prisionero suyo; procurad que no caiga en otras manos, pues en vos he confiado.
—No temáis, pues si os lleva, me tendrá que llevar también a mí, o quedaré en tal estado que no me podré valer a mí mismo.
Siguen cabalgando por su camino y Keu los sigue y les dice:
—Deteneos, señores caballeros, pues mi señor el rey quiere saber quiénes sois.
Él no contesta y sigue cabalgando. Keu se le acerca y le increpa:
—Señor caballero, sois demasiado orgulloso pues no os dignáis en hablar conmigo.
—¿Qué queréis?
—Quiero saber quiénes sois.
—Soy un caballero.
—Y el que va detrás de vos, ¿está prisionero?
—Sí, ¿por qué?
Entonces se dio cuenta Keu de que estaba hablando con el que había hecho abrir la puerta.
—Ah, vos sois el que se burló ayer de mi señora a la puerta del castillo y el caballero al que lleváis es el que anteayer intentó matar a mi señor el rey. Lo reconozco perfectamente por las armas.
El caballero no le responde, sino que sigue cabalgando; Keu lo considera un desprecio y le dice:
—Señor caballero, ése es enemigo del rey y yo soy su vasallo: sería perjuro si permitiera que os lo llevarais así. Entregádmelo y se lo daré al rey mi señor.
—Aún no ha llegado quien se lo lleve a la fuerza.
—Seré yo.
Entonces intenta coger al prisionero, pero el otro le dice que si lo toca, le cortará la mano.
—Pues dejadlo en el suelo y quien se lo pueda llevar por la fuerza, que se lo lleve.
—Así me ayude Dios, por vos no bajará al suelo.
Keu se marcha y luego vuelve al galope. El Caballero Blanco lo ve a la luz de la luna. Keu quiebra la lanza y el caballero lo alcanza por debajo del arzón delantero y le mete en el muslo izquierdo el hierro y la madera de su lanza, de forma que lo hace caer violentamente del arzón de la silla; lo empuja con fuerza, derribándolo, y al caer se rompe la lanza; entonces le dice el Caballero Blanco:
—Señor Keu, ahora podéis comprobar que la dama de Nohaut no habría perdido mucho si hubiera combatido yo solo.
Con esto, se aleja de allí, a la vez que el rey y sus gentes se acercan al lugar en el que está Keu; lo encuentran desmayado y se lo llevan a las tiendas sobre su escudo. Mientras tanto, el Caballero Blanco entra en el bosque y cabalga hasta llegar a la ermita; el prisionero llama a la puerta y el ermitaño le abre. Descabalgaron y fueron a la capilla, donde el Caballero Blanco puso al corriente de los acuerdos al ermitaño, e hizo que el vencido jurara que los cumpliría con lealtad, «y os juro que si veo que me queréis engañar, os cortaré la cabeza».
Al salir de la capilla, el prisionero envió al ermitaño a la Dolorosa Cárcel, para que fuera a buscar a su senescal, pero antes el Caballero Blanco jura sobre el evangelio que se esforzará en conseguirlo. El ermitaño monta a un asno y se dirige al castillo, consiguiendo volver a solas con el senescal gracias a las pruebas que llevaba. Al verlo, su señor le dice delante del Caballero Blanco que traiga a Galván y a los demás compañeros del rey Arturo, y que vayan todos completamente armados. Y a continuación hace que el senescal jure que así lo hará.
Luego, se marcha el senescal a cumplir las órdenes de su señor. Hacía rato que había amanecido. Cuando llegaron era ya la hora de prima pasada; el señor le pregunta al senescal:
—¿Cómo habéis podido traer a estos caballeros?
—Me prometieron que no se alejarían de mí sin vuestro permiso.
—Señores —les dice el señor—, os pido que hagáis lo que os ordene este caballero, pues ahora sois prisioneros suyos; ya estáis libres con respecto a mí.
El Caballero Blanco está cabizbajo, pues no lo han reconocido a pesar de que no tenía el yelmo puesto. Se le entregan todos como prisioneros a la vez que el señor los libera de todas sus obligaciones; después, se marcha.
—¿Cómo, señor? —le dice el ermitaño al Caballero Blanco—. ¿Vais a dejar que se vaya Brandís? Lo habréis perdido todo, pues los encantamientos de la Dolorosa Guardia sólo terminarán por su intervención.
—No debo hacer más que lo que he prometido.
El ermitaño empieza a llorar con amargura al oír estas palabras. Mientras, el caballero reúne a todos los compañeros del rey y les dice:
—Señores, os pido por vuestro provecho y por vuestro honor que no os mováis de aquí antes de que me volváis a ver, que será esta misma noche o mañana.
Así se lo prometen. Se va a la Dolorosa Guardia, y era cerca de la hora de tercia.
El rey había enviado a un caballero a la hora de prima a la puerta, que se había tenido que volver sin conseguir nada. El Caballero Blanco volvió a entrar por el portillo falso y se dirigió al palacio, donde estaban esperándolo las dos doncellas. Al verlo llegar le dice la que le había dado los escudos:
—Señor, ¿he sido prisionera ya durante suficiente tiempo?
—Mí dulce amiga, todavía no; seguiréis aquí hasta que haya terminado con el asunto de mi señor Galván, y hasta que el rey entre: entonces vos y yo nos iremos juntos.
Al acabar de hablar se quita el escudo del cuello y se pone el de las dos bandas; después va al portero y le pregunta si el rey ha enviado a alguien para que le abran.
—Sí, desde la hora de prima.
—Cuando vuelva a venir uno, di que sólo le abrirás a Keu, el senescal.
Después, sale de nuevo del castillo, rodea la colina y se presenta ante el ejército del rey. Pasaba la hora de tercia. Los del castillo empiezan a gritar:
—¡Pasa de la hora, pasa de la hora!
El rey estaba apoyado a la orilla del riachuelo de una fuente, pensativo. Al oír los gritos, envió a un caballero, al que el portero le dijo que sólo le abriría a Keu, el senescal. Regresó a decírselo al rey y éste dijo que lo llevaran, para poder entrar, pues estaba enfermo por la herida que había recibido por la noche. Así lo hacen; lo llevan a la puerta acompañado por la reina y por muchos caballeros. El del escudo de plata con las dos bandas rojas se acerca a la reina, la saluda y ella le corresponde:
—Señora, ¿a dónde vais?
—Señor caballero, voy a aquella puerta para saber si mi señor el rey podrá entrar.
—Y vos, señora, ¿queréis entrar?
—Sí.
—Entraréis.
Se dirige a la puerta, llama al portero y éste le abre. Mientras tanto, el caballero no hacía más que mirar a la reina a la vez que iba subiendo la colina y, pensando en ella, se olvida de todo. El portero le obliga a entrar y él sigue mirando hacia atrás, hasta que vuelven a cerrar la puerta con un gran ruido.
El rey, que estaba pensando en la fuente, pregunta qué ha sido lo que ha oído. Mientras, llegan a la puerta cuatro criados llevando a Keu en un escudo. Ve al guardián sobre la muralla, que le pregunta quién es, y él le dice su nombre.
—Entonces, podéis entrar.
Abren la puerta cuando estaban llegando el rey y su compañía. El de arriba le pregunta:
—Señor, ¿queréis entrar?
Él responde que sí.
—Entonces, tenéis que prometer como rey que ni vos, ni nadie de vuestro séquito obligaréis a hablar a ningún hombre ni a ninguna mujer de aquí dentro.
Así lo promete.
Abren las puertas y entran todos: contemplan el hermoso castillo; todas las casas tenían galerías por la parte delantera, abajo o arriba, y todas las galerías están llenas de damas y doncellas, de caballeros y de otras gentes; todos lloran y nadie dice una palabra en el castillo.
Esto lo hacían para desmoralizar al rey, y que luego le resultara más agradable que le hablaran, pues no esperaban que nadie pudiera solucionar su angustia, a no ser el propio rey, y por eso le habían hecho prometer que ni él ni nadie de su séquito les obligarían a hablar.
El rey baja a una sala muy bella y muy grande, y no encuentra a nadie allí, pues así lo habían preparado intencionadamente los del castillo. Todo esto le sorprende, y por eso les dice a la reina y a sus caballeros:
—Ahora estoy dentro y no sé más de los secretos de aquí que cuando estaba fuera.
—Señor —le dice la reina—, no queda más remedio que esperar, pues el que hasta ahora nos lo ha mostrado todo, seguirá haciéndolo.
—Señor —dicen los demás—, mi señora tiene razón.
Mientras, el Caballero Blanco entra en la sala, se quita del cuello el escudo y se pone el de las tres bandas, dejando allí el de las dos; después vuelve a salir, para ir a buscar a mi señor Galván; va a la calle y empieza a gritar la gente: «¡Detenedlo, detenedlo!». Salen el rey, la reina y los demás y ven que han cerrado las puertas.
Cuando el Caballero Blanco ve que cierran las puertas, mira a donde está el rey y ve a la reina a la entrada de la sala; entonces decide no irse sin contemplarla más de cerca. Se dirige allí y cuando ya está a su lado, desmonta y la saluda. Mientras tanto, todas las gentes gritan: «¡Rey, detenedlo! ¡Rey, detenedlo!». El rey va hacia el caballero y lo saluda; él le devuelve el saludo:
—Estas gentes —dice el rey— me piden a gritos que os aprese.
—Señor, haced que les pregunten por qué, pues creo que no he hecho nada malo.
El rey envía a saber la razón, pero las gentes se retraen. Entonces les dice el rey a la reina y a los caballeros:
—Estoy completamente perdido, pues ignoro los secretos de este lugar.
—Señor —le dice el caballero—, ¿queréis saberlos?
—Sí, naturalmente.
—Señor caballero —dice la reina—, sí que desea conocerlos.
El caballero está angustiado, pues no tiene tiempo ni es el momento de hacérselos saber. Le brotan las lágrimas en los ojos y le dice al rey:
—Señor, dejadme ir, por favor.
El rey obró con cortesía y le dio permiso para que se fuera; cuando ya había montado, le dice a la reina:
—Y vos, señora, ¿querríais conocer los secretos de aquí?
—Claro que sí.
Entonces empieza a marchar.
—Ay, señor caballero —repite la reina—, me gustaría conocerlos.
Él le responde llorando:
—Lo siento, señora; mucho me duele ocultarlos, pero ahora no es el momento oportuno para contároslo.
Tras hablar así, vuelve a salir por el portillo falso y pica espuelas, yendo al bosque y entrando en él. Mientras tanto, los mensajeros del rey han regresado de preguntar a las gentes por qué gritaban que detuviera al caballero. Al presentarse al rey, le dicen:
—Señor, según la gente, podéis conocer los secretos del castillo mediante el caballero.
—¡Ay! —exclama el rey—, hemos sido burlados, pues lo he dejado marchar.
En esto, entran caballeros, damas y doncellas con la comida del rey preparada: eran las gentes de la ciudad, los que habían gritado para que detuvieran al caballero, pues ellos no debían hacerlo, y pensaban que el rey lo había hecho. Al enterarse de que lo había dejado ir, manifestaron un gran dolor, a lo que el rey les dijo que no le pesaba menos que a ellos, «pero tendré cuidado la próxima vez».
El rey fue muy bien alojado y atendido aquella noche, con todas sus gentes. Por detrás de la sala en la que durmió había un guardián que tocó muy temprano el cuerno, indicando que llegaba el día. Se levantaron todos y salieron al patio.
Pero ahora la historia habla del Caballero Blanco y de cómo se marchó del castillo con permiso del rey, que lo había detenido.