LXXXV

Aquí empieza la historia a hablar de mi señor Galván, a partir del momento en que el gran caballero se lo llevó. Dice la historia que cuando se había alejado una legua de donde lo había apresado, lo despojó dejándolo completamente desnudo, y le obligó a que montara un rocín de duro trotar; luego, lo entregó a dos servidores felones y crueles que tenían el puño lleno de correas atadas muy juntas, con las que le daban grandísimos golpes en los lados y en la espalda, por delante y por detrás, de modo que la sangre roja le corría cuerpo abajo y el rocín estaba completamente teñido, igual que el camino por el que iban. Él soporta y resiste sin decir ni una sola palabra, aunque a menudo añoraba al rey su tío y a sus compañeros, lamentándose por el gran dolor que tendrían por él cuando supieran la verdad: llora de los ojos de la cabeza con amargura, no tanto por los golpes que recibe, como por la compasión que siente por aquellos de los que ha sido separado con gran pesar. Con tal dolor de golpes y de heridas lo han llevado a la Dolorosa Torre: así se llamaba el castillo más importante de Caradós el Traidor. Cuando llegaron allí, se lo entregaron a la desleal madre del caballero y ella le dijo, en cuanto lo reconoció:

—Galván, Galván, por fortuna ya os tengo ahora; pienso venderos muy cara la muerte de mi hermano, al que matasteis; era Gadrás el Negro, uno de los caballeros más valientes de cuantos han llevado escudo: vos lo matasteis como traidor que sois y desleal.

—Ciertamente, señora —le contesta mi señor Galván, malherido por los golpes que había recibido—, nunca fui traidor ni lo seré.

—Sí que lo eres; en aquella ocasión fuiste traidor cuando lo mataste a traición, siendo un caballero como era mi hermano.

Cuando mi señor Galván se oyó llamar traidor otra vez más, siente tal dolor que poco falta para que no pierda el conocimiento de rabia, y olvide todo el miedo y todos los pesares; responde como hombre airado que ella miente como vieja traidora y desleal, «y si el malvado cobarde de aquí dentro que me ha hecho prisionero a traición se atreviera a presentarse, me defendería en su propia casa, como caballero leal, contra él personalmente o contra cualquier otro». Al hablar así la vieja llama a voces a los caballeros que había por allí y éstos acuden, pues le tienen gran miedo; les dice que nunca estará contenta mientras viva Galván el traidor, «y si no lo matáis, yo misma le daré muerte».

Corre entonces a tomar una pica que había en un armero, la saca y va como mujer enloquecida dispuesta a herir a mi señor Galván, cuando su hijo que salía de una habitación corre a su encuentro, la sujeta por los brazos y le quita la pica, diciéndole:

—Ay, señora, en mala hora lo hacéis, pues me habríais privado de todo lo que deseaba hacer, y nunca lo podría haber recuperado.

—Dios —le responde ella—, nunca volveré a estar contenta, pues me ha menospreciado llamándome vieja traidora y desleal.

—Señora —le dice Caradós—, él querría que lo mataran ahora, pues sabe bien que sufrirá gran dolor y vergüenza, y que nunca podrá salir de mi prisión; pero no se debe considerar nada de lo que dice un hombre que odia su propia vida.

Con estas palabras consiguió evitar la locura de su madre; ésta toma a mi señor Galván y hace que lo acuesten cuatro servidores, completamente extendido sobre un gran estrado, y le llena de veneno todas las heridas. A continuación, le unta con un ungüento ligero, para que el veneno no le descendiera hasta las entrañas; después de haber hecho todo esto, hace que lo acuesten aquella noche de forma que esté cómodo en una habitación muy rica; y fue muy bien custodiado para que no se escapara.

Por la mañana, cuando pensaba descansar y reposarse, fue tomado con la cama y llevado a una oscura mazmorra, profunda y llena de toda clase de reptiles. En esa mazmorra había un gran pilar de mármol que era por la parte de arriba tan ancho que un hombre grande podría acostarse y permanecer extendido en todos los sentidos, pero no tenía más de cuatro pies de alto. Bajo ese pilar estaban todas las culebras y sobre él fue donde mi señor Galván fue colocado en una cama muy pobre de colchón duro y áspero; se acostó con gran malestar, tenía poco para beber y de comer y menos mantas de las que hubieran sido necesarias, pues la mazmorra era profunda y de piedra gruesa y maciza, de forma que era fría y húmeda. Era tan grande el olor que había por las culebras, que nadie podría permanecer allí durante mucho tiempo, y hacían tan gran ruido que se podía oír desde lejos; nadie se sentiría seguro allí, pues si caía abajo, no podría salir.

La primera noche que mi señor Galván pasó en la mazmorra fue tan grande el ruido y el estrépito, que nadie habría tan atrevido como para no tener miedo: las grandes serpientes se lanzaban hacia arriba por el pilar que era bajo. Mi señor Galván pasó tanta preocupación antes de que llegara el día, que a menudo pensaba en arrojarse a las culebras que había bajo él; pero la vergüenza de una muerte vil le retiene, y el temor de perder su propia alma, pues se daría muerte a sabiendas: se consuela gracias al consejo de su vigoroso corazón y resiste esperanzado las penas y los males que le llegan, pues un corazón puro y fuerte prefiere morir entre grandes esfuerzos y con la esperanza de tener el bien, que sufrir como cobarde los males que le trae la aventura.

Entre tales sufrimientos permanece el noble caballero en la cárcel del tirano traidor; se ha esforzado tanto que sus heridas se han hinchado y se le han podrido, los brazos y los demás miembros los tiene abotargados por el veneno que se ha extendido en ellos, y la cabeza se le desvanece por lo poco que duerme y come; el cuerpo y todos los miembros se le han debilitado de forma que apenas se puede mantener en pie. El ataque de las culebras no cesa, ni el de las serpientes, que a menudo se lanzan hacia arriba y no tiene con qué defenderse si no es con sus puños que le resultan pesados y que tiene ya hinchados: se defiende sentado durante la noche y el día, y utiliza también los pies que ya le duelen mucho.

Había allí una doncella de extraordinaria belleza a la que Caradós quería por encima de todas las mujeres, pero que no lo quería a él, sino que lo odiaba más que a nadie, pues le había privado de un amigo suyo, noble caballero, al que había querido mucho, y al que Caradós le había dado muerte: por eso lo odiaba tanto que siempre que lo veía sentía una gran cólera. Esta doncella había sido de la dama de la Blanca Torre durante mucho tiempo, que era prima de Galescalaín, el duque de Clarence; era muy prudente y cortés, pero no podía consolarse por el gran dolor que sentía por su amigo; si no hubiera estado bien custodiada, se hubiera ido cualquier día, pero la guardaban servidores y caballeros, de forma que no podía irse.

Un día ella iba solazándose por un jardín que rodeaba a la torre en la que estaba, cogía flores en un campo muy hermoso que había allí. Este campo llegaba hasta la mazmorra en la que se encontraba mi señor Galván; una ventana de la cárcel daba a esa parte, y era pequeña pero por ella se podían oír las lamentaciones y los suspiros del prisionero. Cuando la doncella llegó a la ventana, se acordó de mi señor Galván y sintió una gran compasión por las virtudes que le habían contado que tenía en muchas ocasiones. Al oír las quejas y suspiros, sintió una gran angustia en su corazón y empezó a llorar con tristeza. Se acerca a la ventana y empieza a escuchar; mi señor Galván estaba lamentándose por el gran dolor que tenía y decía frecuentemente:

—¡Ay, Dios, nunca merecí morir de tan malvada y vergonzosa muerte! ¡Ay, rey Arturo, mi bueno y dulce tío, qué gran dolor tendríais en vuestro corazón si supierais el mal que siento! ¡Ay hermosa señora, agradable reina Ginebra, cómo os empalidecería vuestro sonrosado rostro si supierais mis grandes dolores! ¡Ay, Dios, qué fea pérdida tendrá la rica Mesa Redonda por mi prisión y no tanto por mi muerte, sino por los nobles que me irán buscando y no podrán conseguir dar conmigo! ¡Ay, Lanzarote, mi dulce amigo, cómo se aliviarían ahora mis grandes sufrimientos si supiera que estáis sano, salvo y con todas vuestras fuerzas! Que Dios os proteja por encima de todos los demás, con la ayuda y el socorro de mi tío el rey Arturo, y que Dios no os permita llegar hasta aquí; sería en vano. Pero si alguna fuerza fuera necesaria, la vuestra me ayudaría, aunque no sé cómo, pues este castillo no teme a nadie y su señor tiene tan gran poder y está lleno de traición y de felonía, y no tiene compasión de nadie.

De este modo se queja y se lamenta mi señor Galván en su mazmorra, y la doncella que lo estaba escuchando mete la cabeza por la ventana hasta los hombros y lo llama en voz baja por su nombre. Cuando mi señor Galván se oye nombrar, respondió muy débilmente:

—¿Qué es eso, Dios?

—Soy yo, una amiga vuestra, que siente gran dolor por no poder ayudaros; nunca os vi, según creo: pero la gran ayuda que habéis prestado siempre a las damas y a las doncellas os ha dado mi amor.

—Señora, ¿quién sois?

La doncella se lo cuenta, tal como ha dicho la historia, y llora con amargura al hablar de su primer amigo.

—Por Dios, doncella —le dice mi señor Galván—, si me vais a ayudar con toda vuestra fuerza, pensad en mí, pues me estoy muriendo aquí con la muerte más dolorosa que ha podido soportar el cuerpo de un hombre.

Entonces le cuenta cómo se le han envenenado las heridas, cómo se le han hinchado los miembros, la cara y el cuerpo, y piensa que es por culpa de las culebras y las serpientes.

—Si tuviera un palo con el que me pudiera defender, me tendría por bien pagado y, según creo, nadie me haría nunca tan buen servicio como sería ése.

—Por Dios, en seguida os daré un palo con el que os podáis defender, y os daté un ungüento que acabará con el veneno de vuestras heridas.

Luego, se marcha la doncella y sube a la torre de la que había venido, abre un cofre y saca de él una caja; después de metérsela en la manga, entra en su habitación que había más cerca del suelo. A continuación, toma una gran percha en la que tenía colgado su vestido cuando se acostaba y la arroja afuera por una de las ventanas lo más ocultamente que puede. Después, sale por una puerta que había al fondo de la torre y baja tras cerrar la puerta; va al jardín y mira con mucho cuidado por todas partes, que no haya nadie. Entonces, se pone la percha en el cuello, pues era ligera y no demasiado gruesa; la lleva a la ventana y cuelga en ella la caja inclinándola al final de la percha y tendiéndosela de este modo a mi señor Galván. Éste, apenas puede cogerla, pues en la mazmorra no había más claridad que la que llegaba desde la ventana, que era muy pequeña.

—Mi señor Galván —le dice la doncella—, coged esta caja y untaos con su contenido vuestro cuerpo, y no tendréis hinchazón que no se cure con él; después, tomad las maderas de esta percha para defenderos de las culebras que hay ahí con vos, hasta que Dios os envíe socorro. Tened cuidado, si en algo estimáis mi amor, mi honor y vuestra salvación, para que nadie sepa nada de lo que yo os he dicho y he hecho, pues vos moriríais y yo sería arrastrada.

Él le contesta que esté tranquila, que antes se dejaría arrancar la lengua. Entonces, ha cogido la caja y se la ha metido junto al pecho para no perderla e intenta romper la percha con las dos manos y las rodillas; ha tenido que esforzarse mucho hasta conseguir hacer tres trozos, y con ellos se defiende frente a las culebras que le atacan, hiere y mata a muchas, pues en cada una de las manos tiene un trozo de la percha y así se defiende hasta que se ve más libre.

La doncella se marcha temiendo ser vista. Al regresar a la torre se acuerda de una enseñanza que había aprendido de la desleal vieja que era madre de Caradós: era una forma de pan que no podía comer ningún tipo de reptil sin que muriera de inmediato. Entonces llama a una doncella suya en secreto y le hace conseguir harina suficiente como para dar de comer pan a diez hombres en una cena. Ella misma buscó una hierba, hizo que le extrajeran el jugo y le añadió otra cosa que hacía falta. Después de prepararlo todo, tal como lo había aprendido, hizo cocer el pan y a continuación lo hizo despedazar en pequeños trozos sobre un mantel blanco; luego, fue a la puerta del jardín: tras comprobar que nadie la veía, acudió a la ventana y arroja al fondo de la mazmorra un tercio del pan desmigajado. Cuando las serpientes sintieron el olor del pan caliente que tanto deseaban, fueron hacia aquel lugar haciendo tan gran ruido que se podía oír sin dificultad desde el jardín, y al punto se comieron todo el pan. La doncella arroja a continuación el otro trozo, y también se lo comieron: comieron bastante porque aún estaba caliente, pues el reptil venenoso es de naturaleza fría y está lleno de gran frialdad. Después de haberse comido el pan se sintieron saciadas. Entonces, el calor del pan y la fuerza de las hierbas combatió contra el frío del veneno y al punto reventaron todas, sin que ninguna pudiera moverse después de haber comido. Fue entonces tan grande la pestilencia, que mi señor Galván hubiera muerto de no haber sido por la suavidad del ungüento con el que ya se había untado; ignoraba que las serpientes hubieran muerto, pues de lo contrario hubiera tenido una gran alegría.

La doncella conoció todas estas cosas y se puso muy contenta y luego se marchó sin decir nada más. Cuando llegó la noche, le llevó a mi señor Galván comida abundante; ató una cuerda al final de una lanza muy larga y al cabo de la cuerda puso la comida; a partir de ese momento no padeció necesidad de beber ni de comer, pues la doncella que sentía una gran compasión por su malestar le hacía llegar de esa forma todo lo que le era necesario. Aquella noche mi señor Galván no tuvo las tribulaciones que solía tener y se quedó muy sorprendido. Por la mañana vino a verle la doncella y le preguntó cómo había pasado la noche, a lo que él contestó que muy bien, «pues no he oído esta noche a ninguna de las serpientes que tanto me atacaban, ni he oído más el ruido que solía oír».

—Esta noche sabréis qué ha ocurrido, pero por ahora debo ocultarlo, pues pienso que os sanaré de los males que habéis tenido.

Luego, se marcha la doncella y espera a que llegue la noche para volver; lleva una pequeña linterna de cristal y dentro de ella un cirio grueso encendido.

—Mi señor Galván —le dice—, alumbrad a vuestro alrededor y veréis qué ha pasado…

Toma el cirio encendido y ve en una de las esquinas de la mazmorra todas las culebras muertas: se puso muy contento y se lo dijo a la doncella; ésta le cuenta que lo había hecho por él, y cómo había arrojado el pan en la mazmorra sin que lo supiera.

De este modo permaneció mi señor Galván en la prisión y cada día hablaba la doncella con él, ayudándole y dándole el solaz que podía; le sacó de la herida la suciedad y el veneno mediante buenos ungüentos que le daba, y tenía bebida y comida según su necesidad. Contra el gran frío le entregó bastantes de sus mejores vestidos, para que no sufriera ningún daño: de este modo estuvo mucho más a gusto que antes, descansa y mejora de día en día, y recupera algo de su belleza y de su fuerza. Pero le molesta mucho la gran pestilencia de las culebras, se lamenta de ello a la doncella que viene a consolarle a la ventana, cuando le pregunta que cómo se encuentra y él se lo dice:

—Mi dulce doncella, tendría todo lo que necesito como prisionero, gracias a Dios y a vos, si no fuera por la gran pestilencia de todas estas culebras que me está dando la muerte, y creo que logrará acabar conmigo.

Al oírlo, la doncella empieza a suspirar y le contesta con gran dulzura:

—No desmayéis, mi dulce amigo, pues me ocuparé de ello muy bien.

Se marcha la doncella y regresa a la torre, donde prepara fuego de azufre con gran cantidad de incienso para quitar el mal olor; luego, regresa a la mazmorra acompañada por su prima y arrojan por la ventana lo que habían preparado contra las culebras. Mi señor Galván se encontró entonces a gusto por el buen olor; de esta forma ardieron las culebras gracias al buen sentido de la doncella, y desde entonces mi señor Galván no sufrió por nada, sino por la prisión, que tanto le molestaba. Nadie podría pensar que estuviera tan a gusto, pues le llevaban la comida a la hora de nona por una puertecilla que había en el techo de la mazmorra, en la parte más alta.

La historia aquí deja de hablar de esto por ahora, y vuelve a hablar de la corte del rey Arturo y de sus gentes, que están en los prados de Londres, junto al río Támesis, en la rica asamblea de muchas tierras.

Historia de Lanzarote del Lago
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