LXXIV
Cuenta ahora la historia que el rey Arturo estaba por aquel entonces en Camalot; allí fue el que llevaba las cartas de Galahot. El rey recibió las noticias con gran alegría; la reina y la dama de Malohaut se pusieron más contentas que nadie. Pero no pasó mucho tiempo antes de que su alegría se volviera en gran tristeza, pues apenas el mensajero le había contado las nuevas al rey, una doncella se presentó con gran altivez a éste ante todos sus caballeros. Tras ella iba mucha gente, pues entre caballeros y servidores había más de treinta, y eran todos de su séquito.
La doncella era de extraordinaria belleza. Se presentó al rey bien acicalada, con cota y manto de un rico tejido de seda. Llevaba una trenza larga y gruesa, resplandeciente y clara. Cuando los caballeros la ven llegar, le abren paso, y no hay ninguno, por noble que sea, que no se ponga en pie: todos piensan que es la dama de más alta condición del mundo. Una vez ante el rey, se quita la toca que aún llevaba cubriéndole la cabeza y la arroja al suelo a sus espaldas. Hubo muchos que intentaron recogerla, pues eran muchos los que la seguían, tanto de los suyos como de los otros.
Cuando se quitó la toca, todos los que la vieron se quedaron admirados por la gran belleza que había en ella. Empezó a hablar en voz tan alta que todos pudieran oírla, y dijo con orgullo:
—Dios salve al rey Arturo y a su compañía, salve el honor y la razón de mi señora. El rey Arturo sería el hombre que más vale del mundo, si no fuera por una cosa.
—Doncella —le contesta el rey—, sea como sea, que Dios os dé buena ventura; que el honor y la razón de vuestra señora queden a salvo en dondequiera que esté. Os agradeceré que me digáis cuál es la cosa mala que hay en mí, que me impide ser el hombre de más valía del mundo. Después, decidme quién es vuestra señora, y en qué la he ofendido, pues creo que nunca cometí agravios contra doncellas ni contra damas, y no querría cometerlos ahora, en modo alguno.
—Rey, si no os mostrara la razón de mi señora y la cosa por la que perdéis todas vuestras virtudes, habría venido en vano a la corte. No he venido aquí en busca de nada, sino por la aventura más extraña y maravillosa de cuantas han ocurrido en vuestra casa y que os asombrará a vos y a los vuestros, en cuanto conozcáis la verdad, más que ninguna cosa que hayáis oído.
En primer lugar os diré que mi señora, la que me envía a vos, se llama reina Ginebra y es hija del rey Leodagán. Pero antes de descubriros la justicia que le corresponde, os entregaré unas cartas que os traigo, selladas con su sello; tenéis que leerlas ante todos vuestros nobles.
La doncella se detiene a mirarlos a todos, y un caballero canoso, de mucha edad, se le acerca para entregarle una caja muy rica, adornada con oro y piedras preciosas. La doncella toma la arqueta, la abre y coge unas cartas que llevaban pendiente el sello de oro, y dice:
—Señor, haced que lean estas cartas tal como os he indicado, pero con la condición de que no falte ninguna dama ni doncella de aquí: todas deben estar para oír lo que dirán las cartas, pues así os lo pido en justicia. Y sabed, además, que cartas de asuntos tan importantes como éstas contienen, no deben ser leídas a escondidas; aunque estuviera presente la mayor corte que habéis juntado en vuestra vida, no habría nadie tan osado que al punto no se espantara al oírlas. Sería necesaria, pues, una gran cantidad de hombres valientes y esforzados que dieran consejo ante cosa tan admirable.
El rey mira a la doncella que habla de forma tan altiva, y se asusta, igual que todos cuantos están con él. Al punto envía en busca de la reina, de las damas y doncellas que están en sus habitaciones y hace saber por todas partes que no queden servidores ni caballeros sin ir de inmediato a la corte a escuchar las extrañas nuevas.
Cuando todos estuvieron reunidos, la doncella recomienza sus palabras y pide al rey que haga leer las cartas que le ha llevado. Éste se las entrega al clérigo que considera que habla mejor y más lleno de sabiduría. El clérigo despliega el pergamino; al leer la carta de principio a fin siente tal angustia que las lágrimas le caen de los ojos por el rostro hasta el pecho. El rey, que lo está mirando, se sorprende más que antes y todos los que lo ven sienten gran miedo. «Hablad —le ordena el rey—, pues ya me tarda demasiado en oír tales noticias».
El clérigo mira a la reina, que estaba apoyada en el hombro de mi señor Galván, y al verla se le enfría todo el corazón por la angustia que siente, y el corazón le oprime el vientre, de tal forma que no podría decir una palabra por la boca aunque en ello le fuera la cabeza; y empieza a tambalearse.
Mi señor Yvaín, que era muy gentil y discreto, se da cuenta y piensa que ha visto en las cartas alguna desgracia referida al rey; se adelanta a sujetarlo y el clérigo se desmaya entre sus brazos. El rey se sorprende más aún y se pregunta admirado qué dirán las cartas; llama rápidamente a otro clérigo y se las entrega. Éste, tras leerlas, empieza a suspirar y a llorar con amargura, arroja las cartas al regazo del rey y se vuelve con grandes muestras de dolor; al pasar delante de la reina, exclama:
—¡Ay, señora, señora, qué dolorosas noticias hay ahí!
Luego se mete en una habitación, lamentándose tanto que no puede más. La reina se queda muy extrañada.
El rey no se olvida del asunto, sino que llama a su capellán y, cuando llega a su presencia, le dice:
—Señor capellán, leedme esas cartas; os requiero, por la fe que me debéis y por la misa que habéis cantado hoy, para que me digáis todo lo que encontréis escrito en ellas, sin ocultar nada.
El capellán toma el pergamino; después de mirarlo con detenimiento, suspira profundamente y le pregunta al rey:
—Señor, ¿tendré que leer la carta en público?
—Sí, así tiene que ser.
—Ciertamente, siento tener que decir las palabras que causarán aflicción y tristeza a todos los de vuestra corte. Si pudiera ser, os pediría por Dios que se las hicieseis leer a otro. Pero me habéis conjurado de tal forma que no puedo rehusar.
—Señor, tenéis que leerlas.
Entonces, el capellán empieza a hacerlo en voz tan alta que toda la corte lo oye, y dice así: «Señor, la reina Ginebra, hija del rey Leodagán, saluda al rey Arturo, tal como debe, y a toda su compañía de nobles y caballeros. Rey Arturo, me quejo en primer lugar de ti mismo y, después, de todos tus nobles, y quiero que sepan todos que te has comportado deslealmente conmigo, mientras que yo he sido leal contigo. Y eres tal, que no deberías ser rey, pues no es propio de reyes tener mujer en concubinato, según haces: es verdad probada que fui unida y juntada a ti en leal matrimonio, ungida y consagrada como reina y compañera del reino de Logres, en la iglesia del mártir San Esteban, de la ciudad de Logres, capital de tu reino. Poco tiempo me duró tal dignidad, pues sólo fui señora un día y una noche; entonces, fui robada y llevada fuera, por consejo tuyo o por el de algún otro. Ésa fue colocada en mi lugar, aunque era camarera y servidora mía: ahora es la Ginebra que tú tienes por esposa y por reina. Buscó mi muerte y procuró que perdiera mis posesiones, cuando debería librar su cuerpo a la muerte con tal de salvarme. Pero Dios, que nunca olvida a los que esperan su misericordia, me sacó de sus manos gracias a unos a los que amo más que nada en el mundo; y a pesar de que he vivido en el destierro y sin mis posesiones, ahora —gracias a Dios— he vuelto a recuperar mi honor y mi heredad: te requiero que de forma leal y justa, con el juicio de tu séquito y ante él, se tome venganza de tamaña deslealtad, y que ésta, que te ha tenido en pecado mortal durante tanto tiempo, sea entregada al martirio y a la destrucción, igual que ella intentó destruirme.
»Todo ello te lo hago saber a través de mi carta. Dado que con la escritura no puedo recordar todo lo necesario, te he enviado mi corazón y mi lengua, que es Clice, prima hermana mía, la portadora de estas cartas. Te pido que la creas en todo cuanto te diga de mi parte, pues sabe tanto de mis pesares como yo misma y los conoce bien. La acompaña una persona aún más digna de creer que nosotras dos: Bertholai el Viejo, que es el caballero más experto de su edad de cuantos existen en todas las islas del mar».
Con todo esto se calla el capellán, le entrega al rey las cartas y se retira triste y pensativo. El rey se sorprende con tales noticias, y todos los demás se han quedado mudos, y no se atreven a decir una sola palabra. El rey contempla a la doncella que estaba de pie delante de él, y le dice:
—Doncella, ya me he enterado de lo que vuestra señora me ha hecho saber, y si las cartas no han sido leídas de forma adecuada, podéis aclararlas, pues me parece que sois vos la portadora del corazón y de la lengua de vuestra señora. Desearía conocer al caballero que vale más y es más experto que nadie en el mundo.
Entonces, la doncella retrocede y coge del puño al caballero que le había entregado la carta, lo lleva ante el rey, y dice:
—Señor, he aquí el caballero que mi señora os envía como testigo y defensor de su causa.
El rey lo mira y le parece de muy avanzada edad, pues tenía el cabello cano y blanco, el rostro pálido, arrugado y lleno de cicatrices, y los pelos de la barba le caían sobre el pecho; tenía largos brazos y hombros bien formados, y está tan proporcionado en todos sus miembros, que no podríais hallar otro mejor. Era digno de admirar por su tamaño y corpulencia; iba más erguido e imponía más de lo que se podría imaginar en un hombre tan viejo.
—Ciertamente —dice el rey—, doncella, me parece que éste es de edad tan avanzada que no debería presentar querella en la que hubiera deslealtad o traición.
—Señor, así lo afirmaríais si lo conocierais bien. Aquí no es necesario ningún testigo de su mérito, pues Dios sabe quién es bueno. Ahora os diré lo que la carta no ha contado, y que mi señora quiere que sepáis a través de mí. Creo que habéis oído bien que mi señora se queja de vos, pues deberíais ser su fiel esposo y no lo sois: es cosa sabida que, cuando fuisteis coronado como rey de Bretaña, tuvisteis noticias del rey Leodagán de Carmelida que en aquel momento era el hombre más valiente del mundo, que vivía en las islas de Occidente y que era el que mantenía con mayor honra y atenciones a los caballeros.
Fueron grandes las alabanzas que hicieron de mi señor el rey, pero todo lo superó la gran belleza y el gran mérito que os contaron de mi señora, su hija, que era la doncella más justamente apreciada entre todas las jóvenes; y vos dijisteis que no cejaríais hasta ver por qué el rey y su hija eran tan recordados en todas partes. Abandonasteis vuestras tierras, poniéndolas en manos de otro, y os dirigisteis al reino de Carmelida como si fuerais escudero vos y vuestros acompañantes; allí servisteis al rey desde Navidad hasta Pentecostés, día en que trinchasteis el pavón en la Mesa Redonda, siendo alabado por los ciento cincuenta caballeros que allí estaban sentados. Cada uno recibió la cantidad que quiso y gracias a ello vos obtuvisteis la mejor dama de cuantas hay: mi señora la reina, y mi señor el rey os concedió el don más alto que nunca se había dado por un matrimonio: fue la Mesa Redonda, que es honrada por tantos valientes caballeros.
Después, vos os llevasteis a la dama a Logres, vuestra ciudad, y allí la desposasteis, tal como cuenta la carta, y os acostasteis con ella aquella noche. Cuando volvisteis a vuestra habitación, mi señora fue traicionada, abandonada, por aquellos en quienes ella más se fiaba. Fue entonces cuando se os dio por compañera esa dama que está ahí mediante tan malas artes, pues por ella fue traicionada y metida en prisión, y esa Ginebra piensa que mi señora murió. Pero como a Dios no le agradó que la traición quedara en secreto, ahora se encuentra con ella, pues mi señora ha logrado escapar de su prisión gracias a Nuestro Señor Dios y con la ayuda de este caballero que, por ella, se convirtió en ladrón arriesgándose a morir al sacarla a hombros, con gran peligro, fuera de la torre.
De tal modo han estado en cautiverio durante mucho tiempo ella y su séquito, y gracias a Dios sus nobles la han recobrado ahora, devolviéndole sus tierras y sus posesiones. Y si mi señora lo deseara se casaría muy bien y con riqueza, pues no hay bajo el cielo un hombre tan notable que la rechazara por razones de honor o de linaje. Sin embargo, su corazón ha decidido que, si os pierde a vos, que sois su legítimo esposo, no se casará con ninguno de los otros, pues le parece que no estaría bien situada si no es con vos, y vos tampoco lo estaríais con nadie, si no con ella. Y si estuvierais juntos, no tendríais par entre todas las gentes, siendo vos el mejor de los reyes y ella la mejor de las reinas. Por eso, mi señora os pide que volváis a la fidelidad que le prometisteis cuando se casó con vos, y que le hagáis justicia con respecto a la que le causó tal situación, a la que vos habéis mantenido contra Dios. Si no lo queréis hacer, mi señora os prohíbe, por Dios, por ella y por sus amigos, que a partir de ahora sigáis conservando el regalo lleno de honor que se os dio por ella al casaros, la Mesa Redonda, y os exige que se la devolváis tan custodiada de caballeros como cuando os la trajisteis. Y, prestad atención, que a partir de ahora no continúe en vuestra casa la Mesa Redonda, pues es de tanta importancia que sólo debe haber una en todo el mundo. Vos, señores caballeros que sois llamados compañeros de la Mesa Redonda, no os podéis volver a nombrar de tal modo hasta que se haya decidido en justo juicio a quién pertenece tan honrosa Mesa: hasta el más esforzado se puede encontrar en situación de tener que pagarlo muy caro.
Vos, señor —añade, dirigiéndose al rey—, si vos o cualquier otro de vuestra casa queréis sostener que mi señora no fue traicionada tal como habéis oído contar, estoy dispuesta a demostrároslo en vuestra misma corte o en otra, ahora mismo o a plazo fijado; la demostración no se os hará deslealmente, o por alguien que no sea noble, sino que lo probará un caballero que ha oído y visto todo el asunto. El que diga lo contrario debe saber ciertamente qué es lo que defiende, pues de esa forma se debe demostrar o discutir un hecho tan importante como éste.
Cuando la doncella terminó de hablar se quedaron todos tan mudos que no dijeron una sola palabra, y el rey estaba sorprendido: mira hacia arriba y hace el signo de la cruz frecuentemente y a menudo, teniendo por gran maravilla lo que acaba de oír: siente tal dolor y tal vergüenza por los reproches que le ha lanzado la doncella, que poco falta para que enloquezca, y sin dificultad se puede apreciar por el aspecto de su rostro que el corazón no está a gusto.
—Señora —le dice a la reina—, avanzad, pues es justo que lo escuchemos de vuestra boca. Defendeos de esta acusación, pues, por Dios, si sois tal como ha dicho la doncella, os habréis merecido la muerte más que todas las pecadoras que han existido, y además habréis engañado al mundo de forma muy fea, porque se os ha tenido como la dama de mayores merecimientos, mientras que erais la más desleal y la más falsa, si es verdad.
La reina se pone en pie, sin aparentar ningún miedo; hacia ella se dirigen reyes, condes y otros nobles. Mi señor Galván iba delante, con una vara en la mano, tan encendido por la gran cólera que tiene, que parece que la roja sangre le va a saltar por la cara.
La reina llega ante el rey y se mantiene en pie; mi señor Galván toma la palabra, dirigiéndose a la doncella que había contado estas noticas:
—Doncella, queremos saber si acusáis a mi señora la reina, que aquí está.
—No acuso a la reina —responde—, pues no la veo aquí, sino a esa dama de ahí, que fue la que traicionó a su señora y a la mía.
—Mi señora —contesta mi señor Galván— está libre de toda traición, por Dios, y será defendida. Y sabed que por poco no me habéis llevado a donde no puedo ser llevado por ninguna mujer, y de no haber sido más por la vergüenza de mi señor que por la mía propia, hubiera hecho que os dierais cuenta de que habéis cometido y realizado la mayor locura que hizo una doncella: aunque todos los de vuestra tierra lo juraran, no harían que fuera verdad lo que acabáis de atestiguar.
Señor —añade—, aquí estoy dispuesto a defender a mi señora frente a un caballero o más, según dispongáis, y estoy listo a probar que no tiene culpa en la deslealtad de la que la ha acusado la doncella, y que es vuestra esposa, vuestra compañera, ungida y consagrada legalmente como reina.
—En verdad —responde la doncella—, señor caballero, estáis dispuesto a defender lo contrario, pero sería razonable que supiéramos vuestro nombre.
Le contesta que su nombre nunca fue ocultado a ningún caballero y, mucho menos, a una doncella, y le dice que se llama Galván. Entonces, la joven se sonríe, contestando que Dios salve a mi señor Galván, «ahora estoy más a gusto que antes, porque conozco vuestro nombre y sé que sois tan valeroso y noble que no juraríais en falso ni a cambio de todo el reino de Logres. Y sé, también, que no combatiríais por nada del mundo después de haber jurado. Sin embargo, muchos hombres son más alabados de lo que merecen; con el tiempo veré quién se atreve a defenderlo: que se guarde bien quien lo haga. Y si vos tuvierais ahora más valor del que tenéis, combatirías cuerpo a cuerpo en batalla campal, llegado su momento, si os atrevierais a hacerlo». A continuación, la doncella coge de la mano al caballero que se llama Bertholai el Viejo y llevándolo ante el rey, le dice:
—Bertholai, en vuestro nombre y en el de mi señora retad personalmente a mi señor Galván o a cualquier otro caballero, si es que hay alguno que se atreva a defenderlo en esos términos frente a vos.
Al punto se arrodilla el caballero ante el rey y se ofrece a combatir, tal como la joven le había dicho. Mi señor Galván lo mira y le molesta que sea tan viejo. Dodinel el Salvaje estaba sentado a los pies del rey; al ver al caballero tan anciano, lo tiene a despecho, y dice:
—Señor caballero, ¿queréis librar batalla a vuestra edad? ¡Sea afrentado el valiente que combata contra vos! Traed de vuestra tierra al mejor caballero que haya, y mi señor Galván luchará contra él. Si queréis os daremos otra ventaja más: si hacéis que vengan los tres mejores, mi señor Galván combatirá con mi ayuda, que soy el peor de los ciento cincuenta caballeros de la Mesa Redonda.
—Señor caballero —le responde la doncella—, porque pensé que era el mejor caballero de mi tierra lo traje; si teméis por mi señor Galván, luchad por él.
Dodinel se pone en pie y jura por Dios que no combatirá con el viejo más de lo que lo haría con un hombre muerto, «y no estaré en ningún lugar en el que mi señor Galván se enfrente con él». Se da la vuelta y escupe en el suelo a un lado, despreciándolo; apenas se ha alejado un poco, regresa y dirigiéndose al rey, le dice: «Señor, ya he pensado quién combatirá contra este caballero: Rioul de Caus, que no es demasiado joven, y que ya era apreciado por su valor con las armas antes de que vuestro padre fuera caballero, y hace más de diez años que no se levanta de la cama. Juntadlos, si queréis ver combatir a dos muertos».
Todos los que oyen estas palabras se echan a reír. Sin embargo, el caballero viejo se mantiene de rodillas ante el rey y exige su combate. El rey pondría paz en el asunto, si pudiera; lo levanta dándole la mano y le dice a la doncella: «Mi dulce amiga, he oído, y me doy por enterado, la queja presentada por vuestra señora mediante esas cartas que habéis leído. Pero no quiero llevar a cabo una cuestión tan importante como es ésa sin tomar consejo y sin juicio, pues no querría ser censurado por tratar bien a la reina, ni por hacer injusticia a vuestra señora. Os emplazaré para un día en que estén conmigo todos mis nobles, no será dentro de mucho tiempo. Decidle a vuestra señora que fijo como plazo el día de la Candelaria; estaré en Bredigán, en la marca de Irlanda y Carmelida; allí reuniré a mi corte y tendré el mayor consejo que pueda. Que ella acuda con todos los suyos, pues deseo que entonces termine el asunto mediante el juicio de mi corte y de la suya. Pero decidle que se guarde de acusar de algo que no pueda probar, pues por la fe que le debo al Creador del mundo, cualquiera de las dos que sea culpable de esta traición, por nada escapará a mis manos sin que tome la venganza correspondiente al daño realizado, y será tal que se seguirá hablando de ella después de mi muerte. Y vos, señora —le dice a la reina—, disponeos a defenderos».
Ella le contesta que no buscará mejor consejo, sino que está dispuesta a acatar el juicio de su casa, y añade que Dios le envíe honor, pues es inocente.
A continuación, la doncella se despide y regresa a su país; todos los que la ven marchar la maldicen a la vez que ruegan que no quiera Dios que vuelva. El rey, por su parte, se queda con sus gentes muy preocupado; no hay nadie que haya oído las noticias que no tema que puedan ser verdad.
La mañana siguiente pidió licencia el mensajero de Galahot, y el rey le entregó los diez clérigos más sabios que le indicaron. Con esto, se marcha el mensajero acompañado por los clérigos.
La historia deja ahora al rey y vuelve con Galahot.