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Cuenta ahora la historia que mi señor Yvaín pasó quince días en la ermita, hasta que se encontró sano y curado de la herida que había recibido. Al cabo de este tiempo, se marchó alegre y contento, encomendando a los frailes a Dios, y cabalgó durante todo aquel día sin encontrar ninguna aventura que merezca ser contada, y lo mismo el día siguiente.

Por todas partes por donde pasaba preguntaba por Lanzarote, pero en toda la semana no encontró a nadie que le diera noticias. De esta forma cabalgó durante diez días, hasta que un lunes por la mañana se encontró con un enano que cabalgaba sobre un rocín trotón y que iba lamentándose profundamente. Mi señor Yvaín le pregunta si tiene noticias de un caballero al que va buscando. El enano no se detiene y le pregunta quién es el caballero y él le contesta que es mi señor Lanzarote del Lago.

—Por Dios —responde el enano—, os puedo dar noticias de Lanzarote, si a cambio me devolvéis un perro faldero que acaba de quitarme a la fuerza una doncella.

Mi señor Yvaín le contesta que si la doncella se lo enseña, le devolverá el perrillo, que esté seguro. Entonces, el enano le promete lealmente que le contará tales noticias de Lanzarote que será creído.

—Llévame, pues, adonde está la doncella de la que te quejas y te prometo lealmente que haré todo lo posible para devolvértelo.

El enano le dice que no desea nada más y vuelve muy deprisa por el camino que traía, seguido por mi señor Yvaín.

Cabalgan hasta llegar a la ladera de una colina; al bajarla ven ante ellos a un caballero armado y a una doncella con él.

—Señor —le dice el enano a mi señor Yvaín—, ésa es la doncella que se lleva mi perro, pues me lo ha quitado confiando en el caballero que está con ella.

—Ve y quítaselo de las manos a pesar suyo, y si el caballero dice algo, no me importa, que no temo, pues si quiere prenderte, yo te protegeré.

El enano se pone muy contento; va a la doncella y le quita el perrillo de las manos con tanta fuerza que por poco no la ha hecho caer del caballo. La doncella, al ver que se lo lleva, va tras él para quitárselo, pero mi señor Yvaín le dice:

—Doncella, no lo toquéis, pues está bajo mi protección; dejad el perro, que es suyo y lo debe tener con más razón que vos, porque vos no tenéis derecho a nada suyo si él no quiere.

Entonces, se adelanta el caballero que acompañaba a la doncella y le va a quitar el perro al enano, pero mi señor Yvaín le dice:

—Apartad, señor vasallo, pues no permitiría que le pusierais las manos encima.

—¿No? Por la Santa Cruz en mala hora lo habéis dicho. Guardaos de mí, pues tenéis que combatir.

Le contesta que no le importa.

Se alejan el uno del otro, se colocan los escudos ante el pecho, bajan las lanzas y dejan correr los caballos fuertes y rápidos, golpeándose con tal violencia que saltan astillas. Chocan con los cuerpos y los escudos, y ambos quedan aturdidos en el cerebro de la cabeza, cayendo al suelo los dos por encima de la grupa de sus caballos, tan ofuscados que no pueden decidir nada. Se vuelven a poner en pie lo más rápido que pueden y desenvainan las cortantes espadas, dándose grandes golpes en los escudos y en los yelmos, hiriéndose en donde pueden y haciendo brotar, con las espadas, la roja sangre de la carne. El primer ataque dura tanto que se cansan y agotan. Mi señor Yvaín piensa que no va a poder escapar sin morir, pues tiene siete heridas, de las cuales, la más pequeña, es bastante peligrosa, y su enemigo es tan fuerte y tan resistente que cree que siete caballeros juntos no tendrían el vigor y la fuerza que tiene éste, y se da cuenta de que está en peligro de muerte y en situación de ser arrastrado a un combate a ultranza, si no consigue establecer las paces entre ellos dos.

Retroceden para recobrar aliento, pues el primer choque había durado mucho; el caballero estaba mirando su espada, completamente roja por la sangre de mi señor Yvaín, y la limpia con la falda de su cota de mallas. Mi señor Yvaín le dirige la palabra, diciéndole:

—Señor caballero, hemos combatido durante tanto rato que los dos nos hemos probado bien, y ya sabéis que en esta disputa yo tengo la razón y vos la culpa: por eso me parece que deberíais abandonar este combate, antes de que os ocurriera algo peor, pues de ir contra la justicia sólo podréis recibir daño.

El caballero le contesta que aún no considera oportuno dejar de combatir, que no lo hará mientras pueda sostener la espada.

—Por mi cabeza —dice mi señor Yvaín—, entonces tenemos que volver a empezar, pues defenderé mi derecho hasta la muerte; pero antes de que continuemos, os ruego que, por cortesía, me digáis vuestro nombre y luego que cada cual haga lo posible por tener el honor.

—Me parecéis tan valiente que no os ocultaré lo que me preguntáis. Me llamo Boores el Desterrado y soy primo de mi señor Lanzarote del Lago.

Al oírlo, mi señor Yvaín se pone muy contento. Arroja la espada al suelo y se quita el escudo del cuello, diciéndole a Boores:

—Señor, os perdono la batalla, pues sois primo de mi señor Lanzarote del Lago y me doy por vencido; os ruego que me perdonéis por haber combatido frente a vos.

—Señor, ¿quién sois vos que me hacéis tal honor que no merezco, dándoos por vencido si no lo estáis?

Le dice su nombre y cuando Boores oye que es mi señor Yvaín, le intenta rendir su espada, pero él no quiere cogerla de ninguna forma, pues era muy cortés, y le contesta que no tendrá ese honor, pues no es justo; «sois vos quien debéis tener la mía, buen señor, pues me habéis hecho combatir hasta el final».

Se desatan los yelmos y se muestran gran alegría, como quienes mucho se amaban, sentándose en la hierba y examinándose las heridas uno a otro; mi señor Yvaín le pide noticias de Lanzarote y él le cuenta lo que sabe, diciendo que lo dejó muy enfermo, envenenado, y le dice el motivo del envenenamiento.

—Por Dios —dice mi señor Yvaín—, en la corte pensábamos que hubiera muerto, pues la reina nos lo ha dado a entender, y para saber la verdad nos hemos puesto en marcha diez caballeros de la Mesa Redonda, y hemos jurado sobre sagrado que no regresaremos a la corte hasta que sepamos noticias ciertas.

—Por Dios, no ha muerto, sino que está completamente curado, que yo sepa.

Entonces se les acerca el enano y le dice a mi señor Yvaín:

—Señor, sabed que Lanzarote está sano y salvo, que no hace todavía ni cinco días lo vi en un torneo que tuvo lugar ante el Castillo de la Carreta, en el que se enfrentaban los caballeros de Gorre y los hombres del rey de Norgales; lo hizo tan bien en ese combate que venció y se llevó el premio de las dos partes. Para que me creáis mejor, os diré que llevaba armas blancas y escudo blanco y que ayudó al rey de Gorre, de forma que todos los de Norgales fueron derrotados.

—Por Dios —dice mi señor Yvaín—, nos das tantos detalles que se te debe creer: puedo regresar cuando me parezca bien, pues veo que he concluido mi búsqueda, ya que he oído noticias ciertas.

—No podéis regresar a la corte —le contesta el enano— sin vuestros demás compañeros.

—Sí que puedo.

—Dime, enano —le pregunta Boores—, ¿tienes noticias de la corte?

—Sí, el rey ha hecho convocar por toda su tierra un torneo que tendrá lugar en las octavas de la Magdalena en el campo que hay bajo Camalot; ha enviado a todos sus mensajeros a los nobles de esta tierra para que acudan y yo mismo lo voy anunciando a todos los valientes que conozco, para que vayan allí, ya que todo el mundo estará.

—Que Dios permita —dice Boores— que yo haya concluido el asunto de esta doncella para entonces, pues me alegraría mucho el poder llegar a tiempo.

Mucho rato hablaron juntos, hasta que Boores le dijo a mi señor Yvaín:

—Señor, os voy a encomendar a Dios y me voy a ir, pues tengo que hacerlo, porque querría darme prisa en concluir este asunto para llegar al torneo a tiempo; estoy seguro de que mi señor estará en él, si Dios le protege de la muerte y de la prisión, y quiero ir para verlo.

—Señor, ya que os queréis marchar, os encomendaré a Jesucristo, que os acompañe adondequiera que vayáis.

Luego se marcha con la doncella que había hecho que saliera de la corte.

Mi señor Yvaín queda herido, necesita médico, pues había perdido mucha sangre; descansa junto al enano hasta la hora de nona; cuando pasó el calor y el sol ya había bajado, mi señor Yvaín volvió a montar en el caballo y cabalgó despacio hasta que llegaron a una abadía de monjas blancas. Descabalga y pide alojamiento, y los servidores le van al encuentro, porque les parece enfermo: lo desarman con el mayor cuidado que pueden y lo acuestan en una habitación, donde hacen que una de las doncellas del lugar, que sabía mucho de ese oficio, le mire las heridas. Después de vérselas, dice que no tiene que preocuparse de la muerte, pues piensa poder dejarlo sano y recuperado en quince días. Allí queda hasta que se le curaron las heridas que le había hecho mi señor Boores. Cuando se recuperó un poco se marchó, encomendando a las damas a Dios, pues le habían servido muy bien durante su enfermedad.

Cuando mi señor Yvaín se marchó de allí cabalgó durante toda la semana tal como la aventura le llevaba, hasta que llegó a unas brozas. En el camino ve a una vieja montada en un pobre rocín que lleva junto a sí a un enano al que arrastra por los cabellos, que los tenía muy largos, y lo golpea con los puños en las mejillas, mientras éste grita: «¡Ayuda, ayuda!».

Mi señor Yvaín se apresura en ir a socorrer al enano y le dice al alcanzar a la vieja:

—Señora, por Dios, dejad al enano, os ruego que lo dejéis.

—Si queréis hacer por mí lo que yo os pida, haré por vos lo que me pedís con respecto a este enano.

—Haré por vos lo que pueda hacer, si lo dejáis libre.

—¿Me lo prometéis como leal caballero?

—Sí.

Lo deja y le pide a mi señor Yvaín que se quite el yelmo de la cabeza; ve que es un bello caballero, a juzgar por el rostro, aunque las mallas de la cota le cubrían el cuello.

—Buen señor —le dice la vieja—, os pido que hagáis lo que os voy a decir.

Mi señor Yvaín le contesta que lo hará.

—Besadme una vez y os consideraré libre.

La mira y ve que es fea y que está muy arrugada, y tarda en contestarle, pues se espanta por lo que le ha pedido. La vieja le repite otra vez:

—Señor caballero, si hay alguna lealtad en vos, tendréis que cumplir lo prometido.

—Señora —le contesta preocupado—, pedidme otra cosa, pues ciertamente no haría con gusto eso.

—¿No? ¿Sois tan leal? Malditos sean todos los caballeros del mundo por vos y vos también sed maldito por ser caballero. No creo que lo seáis, sino que sin duda sois algún vil ladrón perseguido por la gente, que os disfrazáis de caballero para que no os conozcan. Si fuerais caballero, no faltaríais a vuestra promesa, aunque en ello os fuera la vida.

A continuación le pregunta cómo se llama y él le contesta que se llama Yvaín, hijo del rey Urián.

—¡Mentís! No fuisteis nunca ese Yvaín, hijo del rey Urián, pues él no fue ni mentiroso ni engañador; vos no sois ése.

Le contesta que es hijo del rey Urián y primo de mi señor Galván.

—Ciertamente —le responde la vieja— iré a la corte del rey Arturo y me querellaré contra vos, le contaré al rey vuestra lealtad.

Se marcha entonces, haciendo como si fuera a ir a la corte; mi señor Yvaín lo siente mucho y piensa que más le vale besarla que cometer una deslealtad que luego se conozca; la llama y la vieja vuelve, mostrando aspecto de que está muy contenta y se le acerca. Pero cuando iba a besarla, la vieja se detiene y le dice:

—Buen señor, esperad un poco.

Mi señor Yvaín lo hace con mucho gusto.

—Os voy a decir otra cosa que haréis por mí, pues veo que no tenéis muchas ganas de darme un beso. ¿Veis aquellos pabellones de allí? —le indica tres pabellones plantados en un campo, que él distingue sin dificultad—. Si queréis entregarme un yelmo y una espada que os voy a enseñar y si me tiráis al suelo un escudo que hay bajo un yelmo delante de los pabellones, os consideraré libre de vuestra promesa.

Le contesta que lo hará con mucho gusto, pase lo que pase a continuación.

—Seguidme, pues.

—Id y os seguiré.

—Por Dios —dice el enano—, noble caballero, no la creáis, pues es la mujer más traidora que habéis visto. Tened misericordia de los de esta tierra, que serán destruidos si hacéis lo que os manda. Nunca, por más poder que tengáis, podréis reparar la décima parte del daño que recibirán y vos mismo moriréis.

Mi señor Yvaín no contesta una palabra a lo que le dice, sino que cabalga muy deprisa tras la vieja, hasta que llegan a los pabellones y allí encuentra bajo la cama un yelmo muy rico y una espada muy hermosa.

—¿Es esto lo que decíais?

—Señor, no os pido más.

Mi señor Yvaín le entrega el yelmo y la espada, ella los toma y él le pregunta si queda libre.

—No, hasta que hayáis tirado el escudo.

Le señala un escudo y mi señor Yvaín pica espuelas y lo golpea, haciéndolo caer en un riachuelo.

—Ahora tenéis que recoger el escudo y dejar el vuestro, pues de otra forma diría el dueño del escudo que huisteis.

Toma el escudo que había tirado y deja el suyo; la vieja coge el yelmo y la espada, los anuda con una cuerda y luego los ata a la cola de su rocín, arrastrándolos por el barro y la suciedad.

Salen entonces de los pabellones hasta doce doncellas; al ver a la vieja que se marcha y al caballero que se lleva el escudo que había tirado, se golpean con las manos y se arrancan los cabellos, mostrando la mayor tristeza del mundo y gritando:

—Desdichadas de nosotras, desgraciadas, mal hemos guardado lo que teníamos que guardar. Señor caballero que os lleváis el escudo, habéis cometido un mal servicio, pues nos habéis afrentado y privado de nuestros bienes, poniéndonos en la dolorosa servidumbre de la que no saldremos jamás. Señor, mal podréis restaurar la pérdida que recibirán los de este país por lo que habéis hecho, y no habéis conseguido nada en provecho vuestro, pues moriréis como un pobre desgraciado. Los de esta tierra quedarán pobres y desterrados para siempre, y serán desgraciados y sufrirán todas las calamidades.

Cuando mi señor Yvaín oye que se lamentan de esta forma siente una gran compasión y se arrepiente de lo que ha hecho, pensando que ha obrado mal, pero no sabe en qué; vuelve y se dirige a las doncellas, diciéndoles que les reparará todo lo que ha hecho mal.

—Señor —le contesta una—, jamás podréis repararlo, pues el daño ha sido demasiado grande: habéis cometido pecado mortal al producirles el dolor a las doncellas de esta tierra, que no os habían hecho ningún daño. Que Dios os dé vuestro merecido.

Lo siente tanto que casi pierde la razón y le dice a la que estaba hablando con él:

—Doncella, decidme en qué os he dañado tanto.

—Lo sabréis antes de lo que pensáis; hasta entonces, os digo que moriréis por lo que habéis hecho, si no huís.

Mi señor Yvaín contesta que no se moverá y que esperará a ver si alguien acude a decirle algo. Mira y ve que a pesar de todo no dejan sus lamentaciones, y siente haber cumplido las órdenes de la vieja.

Espera hasta el atardecer y como no ve que venga nadie, se ata el yelmo y monta a caballo, decidido a irse, pues no quiere permanecer con aquella gente. Monta y encomienda a las doncellas a Dios, pero no le contestan. Cuando ya sale, le gritan:

—Señor caballero, marchaos con mala vergüenza.

Recomienzan entonces sus lamentaciones, mientras que él cabalga hasta la entrada de unas brozas, donde encuentra una ermita rodeada por hondos fosos. Se dirige a la puerta, llama y le abre un clérigo; entra en ella y descabalga. El ermitaño que había salido, y que ya había dicho sus oraciones, toma su escudo y hace que se quite las armas, llevándolo a su casa, que era grande y hermosa para dar alojamiento a los caballeros andantes que por allí pasaban; el lugar se llamaba Ermita de los Andantes. Cuando la cena estuvo dispuesta, mi señor Yvaín se sentó en el prado donde habían colocado la mesa. Después de cenar, el ermitaño le preguntó a mi señor Yvaín quién era y de dónde; él le contestó que pertenecía a la casa del rey Arturo, que era compañero de la Mesa Redonda, y que se llamaba Yvaín, el hijo del rey Urián.

—Por Dios, entonces ya sé quién sois. Vi a vuestro padre muchas veces y lo traté a menudo cuando era caballero andante, antes de la coronación del rey Arturo; yo hubiera sido compañero de la Mesa Redonda, pero no quise entrar en ella por un caballero que ya era compañero al que odiaba a muerte, y al que después malherí en los brazos. Cuando el rey Arturo fue coronado me desheredó pero decidme ahora si los de la Mesa Redonda son iguales que los que yo conocí.

Mi señor Yvaín le pregunta cómo eran.

—Por mi fe, os lo voy a decir. Cuando el rey Uterpandragón reunía sus cortes en las altas solemnidades y los compañeros de la Mesa Redonda estaban sentados a comer, los clérigos que ponían las aventuras por escrito —tal como se las contaban los valientes a los que les habían ocurrido—, cuando ya estaban todos dispuestos, iban mirando por las mesas a ver si se había sentado alguno que no estuviera herido en el rostro: porque en aquel tiempo era costumbre que no se sentara nadie que no estuviera herido. Vi una aventura que tuvo que ser pagada muy cara, en una fiesta de Navidad. El rey había reunido la corte en Carduel, en Gales; el valiente Uterpandragón, que quería más a los pobres caballeros que nadie, había convocado a mucha gente; cuando ya estuvieron todos juntos y sentados a las mesas para comer, avanzaron los clérigos que se ocupaban de eso y encontraron que entre los demás había un caballero joven, valiente y esforzado de corazón y de alto linaje, pero que no tenía ninguna herida ni rastro de sangre. Cuando lo vieron se lo mostraron a los demás, que lo miraron, porque no debía sentarse, ya que no tenía el signo de la Mesa: hicieron que se levantara y que abandonara la Mesa. El caballero, al ver esto, sintió una gran tristeza y dijo que no sería apartado otra vez por carecer de heridas; fue a su alojamiento y tomó las armas; luego regresó a la corte y vio a una doncella que estaba sirviendo al rey: ante todos la cogió y la colocó en el cuello de su caballo, llevándosela. Nadie, por atrevido que fuera y ocurriera lo que ocurriera, a no ser que fuera el mismo rey, osaba levantarse antes de que las mesas fueran quitadas. La doncella tenía tres hermanos compañeros de la Mesa Redonda, que no esperaron hasta que los otros acabaron de comer, sino que se levantaron de sus asientos y fueron a buscar sus armas.

Cuando el rey vio lo que acababan de hacer, hizo que los tacharan de los escritos y dijo que jamás volverían a estar en la mesa en toda su vida. Mientras tanto, los hermanos siguieron al otro, alcanzándolo a la entrada de un bosque, y le atacaron. El joven era de gran valor y se defendió dándoles muerte a los tres, pero recibió tantas heridas que no pudo continuar y cayó desmayado, como muerto, por la sangre que había perdido en abundancia. Yo pasaba por allí armado y montado en mi caballo, y regresaba de Campercorantín; al ver al caballero que yacía en el suelo fui hacia allí y lo encontré cubierto de sangre, y su caballo muerto junto a él. Cuando me vio, me pidió por Dios que lo montara en mi caballo delante de mí y lo llevara a la corte, sentándolo en la Mesa Redonda, «pues si muero allí, mi alma quedará más a gusto para siempre». Hice lo que me pedía y lo llevé a Carduel. Cuando Uterpandragón lo vio y supo la hazaña que había realizado y el don que pedía, dijo que lo había merecido muy bien; ordenó que lo colocaran en uno de los asientos de la Mesa Redonda y cuando los familiares de los que habían quedado muertos vieron el daño que les había hecho, intentaron matarlo, pero el rey les dijo que los destruiría si le ponían la mano encima: el caballero vivió después dos días y murió en la Mesa Redonda. Yo fui testigo de aquella aventura y por eso pregunto si siguen teniendo la misma costumbre.

Mi señor Yvaín le responde que no, y que acabó el día que Lanzarote, Galahot y el valiente Héctor de Mares se hicieron compañeros de la Mesa Redonda y se sentaron sin estar heridos, porque no habían pedido un sitio, sino que el rey se lo rogó a ellos.

—Pusieron otra costumbre —continúa mi señor Yvaín—, que no es menos enojosa que la que había antes: nadie puede sentarse en una solemne festividad si no jura sobre sagrado que ha vencido a algún caballero mediante alguna hazaña con las armas en esa misma semana.

Hablaron aquella noche bastante de la corte y mi señor Yvaín le preguntó al ermitaño:

—Buen señor, he visto hoy, en un valle cerca de aquí, cinco pabellones delante de un árbol del que colgaba un escudo blanco moteado de negro; en los pabellones había doncellas que se lamentaban de forma extraordinaria. ¿Sabéis por qué lo hacían?

—No, a no ser que alguien le haya hecho algún daño a Maldito el Jayán.

—¿Qué daño se le podría hacer?

—Quien tire el escudo que visteis y se lleve su espada y su yelmo, que las doncellas deben guardar, le cometería un daño tan grande que él desterraría a toda la gente de su tierra.

—Por Dios, entonces ya puede desterrarlos, pues he tirado su escudo.

Entonces le cuenta cómo se había encontrado a la vieja y le dice todo lo que le había ordenado y lo que él había hecho, y cómo se marchó del lado de las doncellas que se lamentaban. Cuando el ermitaño lo oye, le dice:

—Señor, habéis obrado muy mal, pues de ese modo Maldito el Jayán quedará libre de su prisión y desterrará a toda la gente de esta tierra o los someterá a servidumbre, como ya hizo en otra ocasión.

—¿Y qué hará el señor de esta tierra?

—Señor, no hay más señor que él y os diré por qué. En tiempos de Uterpandragón sólo había en estas tierras jayanes, que vivían en el bosque y en estas montañas y vivían como bestias, matando a todos aquellos que venían por aquí. Cuando el rey Arturo vino a ocupar la tierra y oyó hablar de estos diablos que eran tan grandes, acudió aquí con mucha gente y les dio muerte a todos. A la entrada de un bosque, cerca de aquí, encontró a una doncella escondida en una roca, que era hija de uno de los gigantes y era de gran belleza; entre sus brazos tenía a un niño pequeño, hijo suyo, y ella era extraordinariamente grande, aunque no tenía más de quince años. El rey fue a matarla, pero se adelantó un caballero que le había servido mucho tiempo y le pidió al rey que le concediera la doncella; éste lo hizo así y le dio todo el país, dejando que la gente poblara la tierra. El niño creció de tal forma que cuando tuvo catorce años era mayor que nadie en toda esta región. A los quince años, su padrastro lo armó caballero y tenía tal fuerza que no había caballero armado, por pesado que fuera, al que no lo colocara encima del cuello de su caballo tan fácilmente como se haría con un niño pequeño. Un día se enfadó su padrastro con él y lo golpeó, y él mató a su padrastro. Cuando la madre vio esto, fue a su hijo, que sacó la espada y la mató y se quedó con la tierra de esta forma. Al ver lo ocurrido, los de aquí le rindieron homenaje para estar más a salvo; y cuando él se sintió por encima de ellos, los sometió a servidumbre, tomando a la fuerza a las doncellas; y si alguien se lo recriminaba, lo mataba.

Esta vida duró mucho tiempo y la gente se hubiera ido a tierras lejanas de no ser por un hecho que ocurrió hace ahora un año: os diré qué pasó. Cabalgaba un día Maldito por medio de un bosque cercano y se encontró con una dama, la más hermosa de cuantas yo he visto, que iba con un caballero que se había casado con ella; éste se enfrentó con el gigante y el gigante lo mató rápidamente; luego se llevó a la dama a un castillo que se llama Castillo de la Colina; allí hizo que descabalgara y la honró mucho, requiriéndola de amores. Ella le contestó que no lo amaría mientras fuera tan cruel y él le respondió que repararía todo lo que había hecho anteriormente; entonces la dama preguntó cómo podría creerle.

—Os juraré —le contestó— sobre sagrado que no volveré a dañar a ningún hombre ni a ninguna mujer de esta tierra.

—Y que no saldréis de este castillo si no es para vengar alguna afrenta.

—Haré como queráis.

Se lo prometió así y permaneció en el castillo de tal forma que no volvió a salir desde entonces. Cuando ya llevaba más de medio año, estaba harto: buscó la forma y el modo de tener un motivo para salir y por eso hizo colgar el escudo en el árbol según visteis, hizo que llevaran su yelmo y su espada al pabellón y pensó que si el escudo era derribado por algún caballero podría salir sin faltar a su juramento. Los del país, al ver lo que había hecho, pusieron a doce doncellas que les prohibían a los caballeros andantes tocar el escudo; eran las doncellas a las que visteis lamentarse. Ahora el gigante quedará libre, en cuanto se entere de la noticia y saldrá sin encontrar a nadie a quien no lo mate: los caballeros se encerrarán en los castillos y estarán tan silenciosos que ni siquiera se moverán. Ya habéis oído por qué lloraban las doncellas y qué males caerán sobre esta tierra.

Mi señor Yvaín contesta que lo siente por los habitantes de aquella región, que no se han merecido los males que les van a ocurrir.

Mi señor Yvaín pasó aquella noche bastante a gusto. Por la mañana, después de oír misa, tomó las armas y montó; entonces el ermitaño miró y vio el escudo del jayán:

—Señor, por Dios —le dice el anciano—, dejad ese escudo, pues si lo lleváis no encontraréis a nadie en toda esta tierra que no os perjudique en todo lo que pueda.

Él le contesta que no llevará otro.

Se marcha y cabalga hasta llegar a la entrada de un bosque. Allí encuentra a dos doncellas que llevaban un perro faldero; éstas, al ver el escudo blanco moteado de negro, sienten tal miedo que dejan caer el perro y se dan a la fuga. Él pica espuelas y alcanza a una, sujetándole el freno del caballo:

—Doncella —le pregunta—, ¿por qué tenéis tanto miedo?

—Señor, por el escudo que lleváis. Al veros venir, pensé que era el señor de este castillo.

—No os preocupéis; no tenéis por qué asustaros.

—Señor, no de vos.

Se va y deja a las doncellas; cabalga hasta después de mediodía en que llega a un valle; en él había una hermosa fuente bajo dos olmos. Se dirige hacia allí y encuentra a dos doncellas y un escudero que estaban comiendo caza y pastel de corzo junto a la fuente. Las saluda y éstas se levantan al verlo y le ruegan que descabalgue y que se quede con ellas hasta después de comer; mi señor Yvaín les contesta que no lo hará, que no necesita quedarse. A pesar de todo, le insisten hasta que consiguen que desmonte, se quite el yelmo y coma caza.

Llevaban un poco comiendo, cuando una de ellas le dice a mi señor Yvaín:

—Señor, ¿veis lo que yo veo?

Le señala a un caballero que venía hacia ellos; cuando ya está cerca, las doncellas le dicen a mi señor Yvaín:

—Señor, poneos el yelmo en la cabeza, pues ese caballero viene contra vos y si estáis armado, estaréis más seguro.

Se ata el yelmo y, mientras tanto, el caballero llegó hasta ellos. Al ver a mi señor Yvaín, le dice:

—Ladrón, ¿por qué habéis destruido esta tierra, que el diablo ha quedado en libertad, perdiendo nosotros la paz? Ya que lo habéis liberado, es justo que perdáis la vida por ello.

Ataca a mi señor Yvaín, que corre a su caballo y monta y galopa contra el caballero, derribándose ambos al suelo; vuelven a ponerse en pie, desenvainan las espadas y se golpean, haciéndose volar la sangre del cuerpo; dura tanto el combate que los dos quedan cansados y fatigados. Han dado tantos golpes y han recibido tantos, que el caballero no puede resistir más y pide misericordia, tendiendo la espada y diciendo:

—Noble caballero, piedad, haz conmigo lo que quieras, pero salva mi vida.

Mi señor Yvaín recibe la espada y le contesta:

—Tienes que prometer que cumplirás mi voluntad.

El caballero se lo promete así. Vuelve a envainar la espada mi señor Yvaín y les pregunta a las doncellas qué hará con el caballero, a lo que éstas le contestan que haga según su voluntad.

—Te diré lo que vas a hacer: irás al Castillo de la Colina y si encuentras allí al gigante, le dirás que Yvaín, el hijo del rey Urián, ha derribado su escudo a despecho suyo y que no sea tan villano como para perjudicar a los del castillo ni a los de toda esta tierra, sino que vaya a combatir contra él si se atreve.

—¿Queréis que vaya allí?

Mi señor Yvaín le contesta que sí.

—Por el nombre de Dios, buscad a otro que vaya, pues no iré ni a cambio de toda la tierra del rey Arturo.

—Por mi fe, si no vas te mataré.

El caballero le contesta que prefiere que lo mate a ir. Yvaín finge ir a cortarle la cabeza y el caballero dice entonces que prefiere ir, a morir en ese momento; «pero si me ocurre algo que no deba, la afrenta será para vos y el daño para mí».

—Ve y no te preocupes de nada, pero antes de que vayas quiero que me digas tu nombre.

Le contesta que se llama Tridán de la Empalizada; a continuación, se marcha y cabalga hasta llegar al Castillo de la Colina.

Cuando llegó allí sería alrededor de la hora de vísperas, pues iba despacio como quien estaba muy a disgusto, porque había perdido tanta sangre que se encontraba muy débil; descabalgó en el poyo y se presentó al gigante, que no sabía una palabra de que su escudo hubiera sido tirado, pues nadie se había atrevido a decírselo, y a pesar de todo, los de la tierra pensaban que ya lo sabría. Cuando se presentó a él, Tridán le dijo:

—Señor, me envía a vos Yvaín, el hijo del rey Urián, que a despecho vuestro ha tirado vuestro escudo; si os peleáis con otro será cobardía; pero si queréis vengar la afrenta, id contra él, del que tendréis noticias porque lleva vuestro escudo.

Cuando el gigante oye las palabras orgullosas que Yvaín le ha hecho saber, se encoleriza tanto que cree que va a perder el sentido, y en un gran rato no dice nada, pero cuando habla, le pregunta a Tridán:

—¿Dónde has dejado al que me ha causado tal daño?

Tridán le contesta que lo dejó en la Fuente Baja.

—Te ofrezco —le dice el gigante— un juego con dos posibilidades, por el mensaje que me has traído: no te voy a matar, pero te voy a hacer vivir de tal forma que reciba reproches el que te envió aquí: o perderás el puño porque él se lleva mi escudo, o perderás el pie, por mi yelmo. Elige lo que prefieras, pues no puedes escapar sin una de las dos cosas.

Al ver que va a ser mutilado o que va a recibir la muerte, lo siente mucho y pide misericordia, pero el gigante no se preocupa a pesar de que el caballero intenta conseguirlo con insistencia mediante súplicas; todo es en vano, pues el jayán pide su espada, se la traen, la desenvaina y le dice a Tridán que si no adelanta el puño, le cortará la cabeza. Al ver que tiene que hacerlo, coloca la mano sobre un tronco y el gigante le golpea, cortándole el puño; Tridán se desmaya por el dolor que siente. Al volver en sí, le dice al gigante:

—Señor, qué gran crueldad habéis cometido deshonrándome así, sin que yo os hubiera hecho ningún daño. Que Dios me dé tanta vida como para que mi corazón pueda verse aliviado.

Luego, se marcha tan dolorido que no puede más. El gigante pide sus armas y dice que tiene que ir tras aquél que le ha afrentado, y que no cesará hasta vengarse. Los del castillo cumplen sus órdenes y le dan unas armas buenas y ricas; después de que se armara, le llevan un caballo fuerte y rápido, más negro que la mora; monta y cuelga del arzón un hacha cortante y una maza de hierro macizo pesado; se pone al cuello la espada de buen acero. Después de prepararse de esta forma, que no le faltaba nada, se marcha de la montaña y galopa, que parece rayo por donde pasa; encuentra dos pabellones junto al camino. Pasa entre ellos y los derriba al suelo; en ellos estaban un caballero y una doncella juntos en la cama. Desenvaina la espada y les corta las cabezas, colgándolas del arzón de su silla, atadas por los cabellos; se dirige hacia donde piensa que puede estar su escudo. Cuando llega al lugar y no lo encuentra, se le enrojecen los ojos, se le apagan los dientes, mueve la cabeza encolerizado, de tal forma que no habría nadie que no sintiera pavor, pues era grande, negro y estaba dispuesto a hacer todo el daño posible. Desenvaina la espada y golpea en los pabellones; corta las cuerdas y derriba al suelo todo lo que encuentra a su paso. Pero no halló ni a hombre ni a mujer; como no hay nada que pueda matar, se detiene como el león tras haber dado muerte a los gamos, pero no puede mostrarle a nadie su enfado; mira al árbol en el que estaba colgado el escudo, que le recuerda su ira, de la que no podrá vengarse —según dice— hasta que haya matado al que le ha causado semejante afrenta.

Se dirige hacia donde cree que puede encontrarlo, tan enloquecido como el que persigue con gran rabia. Cabalga hasta que le sorprende la noche a la entrada de un bosque; mira a su alrededor por si hay algún castillo o casa en la que pueda albergarse, pero sólo ve un pabellón que había en un valle algo lejos de donde él está. Se dirige hacia allí como si los diablos fueran tras él; cuando llega, descabalga, entra y encuentra a dos caballeros que estaban cenando sobre la hierba fresca y hermosa con dos damas. Lo miran y al ver a Maldito el Jayán que viene tan rápido como su caballo podía, lo reconocen y se quedan espantados, pues no saben qué decisión tomar, porque ya se ven entregados a la muerte. Desmonta del caballo y no les dice ni una palabra, sino que le quita el freno al animal y le deja ir por donde quiere. Tenía muchas ganas el gigante de beber y comer; se sienta con ellos, pero ninguno se atreve a decir nada. Después de saciarse, vuelve junto al caballo, monta y se mete en el pabellón derribándolo al suelo sobre ellos, que seguían sentados; luego, desenvaina la espada y mata a los dos caballeros y a las dos doncellas, y se ríe por el daño que ha causado.

Después, se marcha de allí; era ya noche oscura. Cabalga hasta donde cree que puede encontrar gente, derriba ante sí tiendas, pabellones y estrados y destruye todo lo que alcanza, matando caballeros, damas y doncellas, y no siente por nadie más compasión que si fueran perros. De tal forma va el gigante durante toda la noche sin cesar de dar muerte a todos cuantos encuentra. Ya cerca del día, se queda dormido junto a una fuente que manaba en un valle.

Mi señor Yvaín había dejado a las doncellas que lo habían retenido en la fuente a cenar con ellas y cabalgó el resto del día sin detenerse hasta llegada la noche. Entonces fue a un terreno pantanoso en el que había una torre; se dirige allí en busca de alojamiento, pues ya era hora. En ella se encuentra con el puente levantado; llama hasta que un criado va a él y le pregunta qué desea.

—Buen amigo —le contesta mi señor Yvaín—, soy un caballero andante que tengo necesidad de alojarme. Decídselo al señor o a la dama, por si me pueden dar albergue esta noche.

El criado le contesta que espere hasta que lo haya preguntado. Se dirige a su señor y le cuenta todo; el señor le responde que sí, si no es el desleal caballero que ha entregado la tierra a la destrucción.

—Por mi fe —le contesta el criado—, lleva un escudo blanco moteado de negro.

—Es el desleal caballero ladrón.

Corre a sus armas y hace que se arme un hijo suyo, joven caballero, diciendo que Dios no le vuelva a ayudar si no venga a su país del desleal que los ha afrentado de aquella forma. Después de armarse junto con su hijo, hace bajar el puente y le dice a mi señor Yvaín:

—Señor caballero, ¿queréis ser albergado?

—Señor, sí, si queréis.

—Lo seréis de tal forma que no os alabaréis por ello, pues no podréis escapar sin morir o sin ser prisionero en recompensa por haber enviado esta tierra a la muerte y a la destrucción.

Le atacan con las espadas desenvainadas y él se defiende lo mejor que puede, como hombre valiente y atrevido; se cubre con el escudo y les devuelve grandes tajos donde puede alcanzarles, haciendo tanto que los daña más que ellos a él; resiste mucho y en ningún momento lleva la peor parte, hasta que a la fuerza les hace retroceder al puente, que estaba por encima del foso. Entonces se aplica cada vez más al padre, que le había causado grandes enojos; alza la espada para golpearle en el yelmo y éste no se atreve a esperar, sino que tira del freno y el caballo cae en el foso con el caballero. Mi señor Yvaín lo deja y ataca con la espada alzada al hijo, golpeándolo con tanta fuerza en el yelmo que le hace caer del caballo al suelo. Cuando ya se ve libre de aquellos dos que le habían atacado, se pone muy contento, pues está cansado y fatigado; se vuelve y piensa que tiene que buscar alojamiento en otro sitio, pues no lo han recibido demasiado bien. Por la noche fue a tres refugios de tres caballeros distintos; ninguno quiso albergarle, sino que todos le decían que tuviera mal camino, pues con ellos no se quedaría, mientras Dios quisiera.

Cuando mi señor Yvaín ve que no encontrará quien le albergue, se dirige hacia una fuente que había a su lado; en ella, descabalga bajo un manzano, se quita el yelmo, se desciñe la espada y echa el escudo en el suelo; se tumba en la hierba bajo un pequeño cerezo y se queda dormido inmediatamente, pues estaba cansado y fatigado por haber cabalgado y haber combatido durante todo el día.

Por la mañana, al despertarse, le pareció oír ruido de caballos; mira ante sí y ve llegar a Maldito el Jayán, y no venía tan silencioso como para no hacer mayor estrépito que el que harían veinte caballeros armados, destrozando a su paso todos los arbustos, como un rayo, y maldiciendo a Dios, jurando, pues no ve al que le había tirado el escudo.

Al verlo venir, mi señor Yvaín reconoce al punto, por el tamaño, que es el caballero que le habían contado; le grita de lejos, pues no desea que se vaya:

—Señor caballero, esperadme, soy yo el que vais buscando.

El gigante no lo oyó, pues estaba demasiado lejos y se iba tan deprisa como si le persiguieran los diablos. Mi señor Yvaín no quiere perderlo, si puede; va a su caballo, monta y persigue al gigante, hasta que llega a la salida de un bosque, donde ve delante de sí un pequeño castillo que se llamaba Castillo del Paso. Cuando llega allí, ve hasta quince caballeros, con las lanzas bajadas que le dicen:

—Ese es el ladrón que ha destruido este país.

Le gritan y le atacan todos a la vez, golpeándole y derribándolo a tierra, le matan el caballo y lo hieren a él en dos sitios; lo apresan a la fuerza y le arrancan el yelmo de la cabeza, diciéndole que lo matarán si no se da por vencido. Mi señor Yvaín siente gran dolor y no puede responder. Lo hacen desarmar y lo meten en prisión bajo la torre, diciéndole que lo guardarán hasta que llegue Maldito a aquella parte, y se lo entregarán para que haga su voluntad por la afrenta que le ha causado.

De esta forma reciben a mi señor Yvaín como prisionero en el Castillo del Paso, y estuvo allí tres días, sin que nadie fuera a verlo; pero el cuarto día, la señora del castillo fue a él y le habló a través de una ventana enrejada que daba al jardín; le pregunta quién es y cómo se llama, y él le contesta que pertenece a la casa del rey Arturo y es compañero de la Mesa Redonda, y que se llama Yvaín, hijo del rey Urián, que fue tan valiente.

—Ciertamente —le dice la dama—, por Dios, siento mucho que estéis en esta prisión, pues no creo que salgáis sin morir o sin quedar tullido, pues os odian demasiado los de este lugar y los de toda esta tierra.

Mi señor Yvaín le contesta que lo siente, ya que no puede repararlo; que esperará a ver qué desean hacer con él, pues según le parece está en su poder.

—Señor —le dice la dama—, el rey Urián, vuestro padre, le hizo muchos favores a mi padre el Conde del Paso: os los recompensaré, pues al valiente rey no se le pueden devolver, porque murió hace mucho tiempo. Por eso os ruego que no os preocupéis por nada de lo que os digan, pues debéis saber que no toleraré de ninguna manera que recibáis afrentas ni daños en vuestro cuerpo, sino que os sacaré de aquí, si pienso que os van a hacer algún daño.

Mi señor Yvaín se lo agradece mucho.

La historia deja ahora de hablar de él y vuelve a Boores, el primo de Lanzarote, al que la doncella lleva a su dama de Galvoie.

Historia de Lanzarote del Lago
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