CLXVI

Cuenta ahora la historia que cuando Sarraz se separó de Lanzarote para ir a la corte, éste se dirigió a Belyas el Negro al que había derribado, pues quería saber si estaba muerto o si podría sobrevivir. Cuando llegó a él, éste se había incorporado, a pesar de estar herido, y estaba sentado en el suelo. Lanzarote oye entonces que toca una campana con mucha fuerza en el castillo. Mira hacia la muralla y ve damas y doncellas que acudían a verlo desde las almenas; se sorprende y se pregunta por qué lo hacen. En esto se le acerca el enano, el mismo que había hablado con Sarraz, y le dice:

—Señor caballero, habéis tenido una gran suerte, más de lo que creéis. Si me hicierais caso, os iríais mientras que os lo permite.

Estaba el enano diciendo estas palabras cuando salió del castillo un caballero armado del mismo modo que Belyas. Al ver a Lanzarote, le dice que se guarde de él, pues lo desafía. Lanzarote corre contra él, con la espada desenvainada, porque no tenía lanza, y el caballero llega con gran fuerza, tan rápido como su caballo le puede llevar, golpeándole tan violentamente que le hunde la lanza en el pecho; a pesar de la cota de mallas le causa una gran herida en el hombro y hace que golpee contra el arzón trasero, que poco falta para que lo derribe del caballo. Lanzarote se mantiene bien y no cae. Después de dar este golpe, el caballero pasa de largo y Lanzarote se endereza, sintiéndose herido por el golpe que le había dado; se dirige a él y se atacan uno contra otro: uno airado por la herida; el otro enfadado porque ha derribado a su compañero. Se colocan los escudos ante la cabeza y se descargan grandes tajos. Pero Lanzarote se adelanta, como hombre diestro, y golpea al caballero con tanta fuerza en el yelmo que le parte la cofia de hierro y hace que sienta la espada en la carne desnuda; la sangre le vuela abajo. Y ahí detiene su golpe, pensando que el caballero caería al suelo; pero éste era muy fuerte y valeroso: pareció que no le importara el tajo y atacó a Lanzarote de forma tan sorprendente que se quedó admirado, pues no pensaba que tuviera tanta fuerza como ve en él; se dan grandes golpes con las espadas donde creen que pueden causarse más daño. Se despedazan escudos y cotas de malla por arriba y por abajo y vuelan las mallas, por las buenas espadas cortantes. El combate entre los dos dura tanto que ya no hay necesidad de médico, pues el más sano tiene abundantes heridas.

Sin embargo, el caballero no puede resistir más, pues tiene tal cantidad de heridas pequeñas y grandes que no lo vería nadie sin sentir gran compasión, y ha perdido tanta sangre que es admirable cómo se puede mantener en pie. Cuando ve que no puede resistir sin morir, se da a la fuga tan deprisa como puede su caballo. Lanzarote, que estaba encendido por la ira y la cólera por la herida que le había causado, lo persigue de cerca porque no quiere dejarlo. El otro huye para salvar la vida y entra en el castillo, pensando que no se atrevería a ir tras él; pero Lanzarote lo hace como quien no teme nada. Cuando se da cuenta, el caballero siente gran miedo y piensa que ya está muerto. Pica espuelas al caballo y se apresura en ir deprisa, galopando por las calles, seguido de Lanzarote, que lleva la espada en la mano y lo amenaza con matarlo si lo alcanza.

Cuando los del castillo ven esto, no se sienten a gusto, pues temen que Lanzarote mate al que huye delante de él; empiezan a gritar y a vocear con tanta fuerza que no se oiría a Dios tronando. Mientras, el que huye llega a la torre del homenaje y encuentra la puerta abierta; entra y sube por las escaleras a caballo. Al final de las escaleras había hasta doce caballeros armados, dispuestos a bajar en su ayuda. Al verlo llegar, lo dejan pasar por medio, y Lanzarote, que lo sigue de cerca, no desmonta, sino que sube las escaleras armado como iba. Los que estaban esperándolo le golpean y le matan el caballo, haciéndole caer escaleras abajo, a él por una parte y el caballo por otra. Pero Lanzarote se levanta al punto, sin preocuparse por nada de lo que le ocurre, a la vez que su gran corazón le impulsa a vengar la afrenta que le acaban de hacer matándole el caballo; corre contra ellos con la espada levantada para golpear mejor y va con tal decisión como si no tuviera ni sangre ni heridas; golpea con fuerza al primero que alcanza, de tal forma que ni el yelmo ni la cofia de hierro pueden evitar que le meta la cortante espada en el cerebro: cae sobre los escalones y rueda hacia abajo. Lanzarote ataca a los otros y da grandes tajos a diestro y siniestro; los otros no lo esquivan y se esfuerzan en causarle el mayor daño que pueden, dándole con las cortantes espadas a menudo y frecuentemente, atravesándole el yelmo y el escudo por arriba y abajo y cargándole de golpes hasta que le hacen caer. Va escaleras abajo, pero se levanta con rapidez como caballero de gran corazón y se dispone a ir a la sala de arriba a pesar de ellos. Se siente tan cansado por los golpes que ha dado y recibido que tiene mayor necesidad de descanso que de combate, pero no lo aparenta y vuelve a subir los escalones con la espada levantada y el escudo al cuello.

Cuando Lanzarote iba a entrar en la sala se le pone delante un caballero, el mayor y más fuerte de todos aquéllos; lo coge y sujeta por detrás por los lados, lo levanta del suelo a la fuerza y se lo coloca sobre el cuello, llevándoselo por el patio a un pozo, dispuesto a arrojarlo dentro. No había avanzado mucho cuando Lanzarote se deshace de él con tanta fuerza que le hace caer de rodillas en el suelo. Cuando va a levantarse, Lanzarote alza la espada y le descarga tal tajo en el yelmo que lo parte hasta los dientes y le hace caer muerto. Luego corre a los otros que seguían en lo alto de la escalera; va a ellos como enloquecido porque ya le han dificultado demasiado tiempo el paso. Al verlo venir aquéllos, que ya lo han probado en varias ocasiones y saben que no pueden dominarlo por más fuerzas que tengan, sienten miedo de esperarlo a él y a su espada, pues están seguros que no se salvará quien sea alcanzado por algún golpe. Se acerca a ellos dispuesto a golpear, pero no puede alcanzar a nadie, pues todos se dan a la fuga, unos por una parte y otros por otra. Así entra en el palacio, sin que nadie pueda impedírselo, y busca por las habitaciones, unas tras otras, dispuesto a encontrar al caballero con el que había combatido. Va por una parte y por otra hasta que llega a un jardín al pie de una torre, en el que hay cuatro servidores armados con lorigones y capeletes de hierro, con buenas hachas cortantes, sentados junto a un pabellón. En medio de ellos estaba Mordret, el hermano de mi señor Galván, que tenía en los pies unas cadenas fuertes y pesadas y en las manos unos buenos grilletes de hierro.

Al ver a Mordret no duda de que lo tienen prisionero; les grita que se den por muertos y corre a ellos con la espada desenvainada. Al verlo venir se sorprenden tanto que no saben qué hacer y se dan a la fuga lo más rápidamente que pueden, ocultándose en una cámara que hay bajo la torre. Lanzarote no los persigue durante mucho tiempo, sino que regresa junto a Mordret, le quita los grilletes y las cadenas de hierro y se le da a conocer, diciéndole que es Lanzarote del Lago. Cuando éste lo oye, se pone más contento que nadie y le agradece el favor que le ha hecho; luego le pregunta qué aventura le había llevado a aquella parte. Lanzarote le cuenta cómo había estado en la Colina Prohibida y que había ido al Bosque Peligroso y cómo la aventura le había llevado a la Fuente de los Dos Sicómoros.

Mientras que Lanzarote estaba hablando con Mordret se les acercó una doncella muy hermosa y que parecía noble mujer. Al ver a Lanzarote se le echa a los pies y le pide piedad:

—Noble hombre, por Dios, tened piedad de mí, de este castillo y de los que en él están que os piden compasión; no me causéis mayor daño del que ya me habéis hecho y deteneos por Dios y por vuestra alma: me habéis causado tal pesar en este día, que me habéis matado a mi padre y a un hermano mío que era un buen caballero, y a otro lo habéis herido tan gravemente que no creo que pueda librarse de la muerte: por eso me parece que cometeríais un gran pecado si continuarais haciéndome daño.

Cuando Lanzarote ve a aquella que le pide piedad tan humildemente, llorando y echada a sus pies, siente gran compasión, la toma por los brazos y la levanta del suelo diciéndole:

—Doncella, si os he causado tan gran daño como decís, sabed que lo siento; os ruego por mi amor y por toda franqueza que me lo perdonéis a condición de que a partir de ahora no os dañaré más ni a vos ni a nadie de los vuestros, con tal de que los reconozca.

—Señor, gracias quinientas veces; os perdono todo, ya que no se puede reparar.

—Mostradme al caballero por el que vine aquí, pues quiero verlo desarmado.

—Señor, está tan malherido que no podrá venir, pues lo habéis dejado en tal situación que no creo que pueda volver a levantarse en la vida.

—Id y hacedle saber que tengo ganas de verlo.

La doncella se marcha y no tardó mucho en llegar un criado que le dijo a Lanzarote:

—Señor, por Dios, entrad ahí si podéis y veréis a todos los del castillo que vienen dispuestos a mataros si pueden, pues están enloquecidos porque le habéis causado la muerte al señor del lugar y a sus dos hijos, que eran los mejores caballeros de esta tierra.

Cuando Mordret oye estas palabras, le dice a Lanzarote:

—Señor, por Dios, ya que me habéis sacado de prisión, haced que sea armado de tal forma que os pueda ayudar cuando lo necesitéis.

—No temáis, pues por Dios, no debéis preocuparos mientras esté a vuestro lado.

Le pregunta al criado que le había dado tales noticias que de dónde era.

—Señor, soy del país del que vuestro padre fue señor y rey.

—¿Qué sabes tú de mí?

—Señor, sé que sois mi señor Lanzarote del Lago.

Éste, ni lo afirma ni lo niega.

—Llévame —le ordena Lanzarote— a donde están las armas.

—Señor, con mucho gusto; seguidme.

Lanzarote así lo hace; el criado los lleva a una gran fortaleza donde encuentran escudos, yelmos y espadas tantos como desean. Mordret se arma rápidamente, como quien no quería hacer poca cosa; luego le dice a Lanzarote:

—¿Queréis que nos quedemos o que nos vayamos?

—Señor —le contesta el criado—, no os aconsejo que os quedéis, pues habéis dejado en tan mala situación a los de aquí que no será bueno que os quedéis con ellos. Os aconsejo que os marchéis.

—Su tuviéramos caballos —dice Lanzarote—, nos iríamos.

El criado le contesta que no será por falta de caballos si se quieren ir: «tendréis que seguirme». Le responden que así lo harán.

Salen armados como iban; encontraron mucha gente que mostraba el mayor dolor del mundo. Apenas ven llegar a Lanzarote, sienten gran miedo y se dan a la fuga, unos por una parte y otros por otra. Él no los persigue, pues no tiene intención de hacerles ningún daño; se dirige al patio, en cuya escalinata había combatido; encuentra allí veinte caballos buenos, todos ensillados, a falta de que los montaran. Se acercan a los dos que les parecen mejores, le da uno a Mordret y él se queda con otro, y le pregunta al criado si quiere ir con ellos.

—Señor, sí, si queréis.

Lanzarote le da otro caballo y el criado monta rápidamente y se marcha con los dos caballeros.

Salen de allí, atraviesan las calles del castillo, llegan a la puerta, que encuentran abierta, y salen. Cuando ya están fuera, Lanzarote le pregunta al criado por el lugar y por qué guardaban la fuente los dos caballeros que había encontrado.

—Señor, os voy a contar la verdad de todo, tal como yo la he oído en muchas ocasiones. Los dos caballeros a los que habéis matado eran hermanos; hace fácilmente diez años que eran caballeros valientes y conocidos en muchas tierras por sus hazañas; quisieron pertenecer a la Mesa Redonda, y una fiesta de Pentecostés acudieron a la corte del rey Arturo. El rey no los conocía y tampoco los demás nobles que había allí; los rechazaron en su demanda y ellos preguntaron por qué se les negaba el ser compañeros:

—Buenos señores —les contestó el rey—, porque no os conocemos por vuestras hazañas y no sabemos nada de vosotros.

—Señor —le contestó uno de los dos hermanos, el mayor—, si no sabéis nada de nuestras hazañas, yo oiréis hablar de ellas, si Dios quiere.

Se marcharon de allí tristes y encolerizados y volvieron junto a Broadás, su padre, al que le dijeron lo que les había ocurrido en la corte:

—¿Y qué queréis hacer?

—Señor —contestó uno—, haremos tanto que nos conocerán los de la corte.

—Entonces os diré lo que podéis hacer. Delante de este castillo hay una fuente que custodiaréis a partir de ahora, de tal forma que combatiréis contra todos aquellos que lleguen a ella, tanto a los de aquí como a los de otras tierras, a no ser que sean del mismo castillo. Los de la corte del rey Arturo van en busca de aventuras por tierras lejanas; cuando oigan hablar de vosotros vendrán inmediatamente aquí y no podrá ser, si sois tan buenos caballeros como pensamos, que no se marchen derrotados a menudo, ya que llegarán aquí cansados y fatigados y vosotros estaréis frescos y descansados.

Al oír las palabras de su padre hicieron plantar dos pabellones en el mismo lugar donde los encontrasteis y guardaron la fuente para combatir contra todos aquellos que llegaran a ella. Desde entonces no hubo caballero que no se marchara derrotado, por muy valeroso que fuera; vino mi señor Galván con tres compañeros de la Mesa Redonda y pidió combatir; derribó a Belyas el Negro, al que vos también derrotasteis. Pero tan pronto como Briadás montó, al que vos perseguisteis al castillo, se dirigió al campo, combatió contra mi señor Galván y lo derribó, así os lo aseguro, y después se enfrentó con los tres compañeros, a los que hizo vaciar los arzones. De esta forma derrotó a los cuatro, pero les devolvió los caballos en cuanto supo quiénes eran. Cuando los de esta tierra se enteraron de la hazaña que había realizado al derrotar a cuatro caballeros tan buenos, lo llamaron Briadás sin Dueño, porque no había encontrado a nadie que lo venciera, y después no le estuvo de más el nombre que le habían puesto, pues pensaba que nunca encontraría quien lo dominara, ya que había derrotado a mi señor Galván. Pero ahora vos lo habéis vencido y le habéis dado muerte por vuestro propio valor; es lástima que hayan muerto tan pronto, porque eran caballeros muy valientes y buenos.

—¿Cómo? ¿Han muerto?

—Por Dios, les causasteis tantas heridas que apenas desmontaron murieron entre las manos de los que los sostenían.

Lanzarote dice que lo siente mucho, ya que eran valientes y buenos caballeros.

—Aún habéis hecho algo peor, pues habéis matado a su padre.

—Dime cómo.

—¿No os acordáis del caballero que os quería arrojar al pozo?

—Sí.

—Ese era Broadás, su padre.

—Por Dios, lo siento, pero ya que es así, no lo podemos arreglar y tenemos que soportarlo. Sin embargo, o me has mentido o me engañaron anoche cuando se me dijo que Belyas había derrotado a mi señor Galván.

—Por mi fe, señor, no lo hizo, sino que fue Briadás; pero como llevaba puestas las armas de Belyas, algunos dijeron que lo había hecho Belyas, pero no fue así.

Hablando de este modo cabalgaron hasta llegar al bosque. Allí se encuentran al caballero de la litera, aquel que iba buscando a Lanzarote. Al verlo venir lo reconoce sin dificultad y le grita de tan lejos como puede oírle:

—Noble caballero, tened compasión de mí, por Dios, y sacadme del gran sufrimiento en el que estoy. No tengáis en cuenta la gran felonía que os hice en el castillo pues no os conocía, por Dios.

Le tiende las manos y se echa hacia él como si fuera Nuestro Señor Dios. Cuando Lanzarote ve esto, siente una gran compasión y le perdona con mucho gusto lo que le había dicho; luego toma la flecha que llevaba en el muslo y se la arranca al punto. El caballero, al verse libre de la causa de su gran dolor, le dice:

—Ay, señor, sed bendecido por Dios, pues me habéis devuelto la vida; si tuviera médico sanaría ahora mismo, pues ya me habéis aliviado tanto que podré cabalgar en breve.

—Me agradaría que os curarais, pues me hicisteis todo tipo de honores en vuestra casa. Habéis tenido suerte esta vez: dad gracias a Nuestro Señor, pues ha sido más por su voluntad y por vuestros méritos que por ninguna virtud que yo tenga. Os podéis ir a vuestro alojamiento cuando queráis y decidle al rey Bandemagus que he encontrado a casi todos los compañeros de nuestra búsqueda, y que nos iremos esta misma semana a la corte del rey Arturo. Pero como no quiero que se quede cuando nos hayamos ido, le pido que venga tan pronto como pueda cabalgar y que haga lo posible para estar en la corte del rey Arturo el día de Pentecostés o antes, si puede.

El caballero le contesta que cumplirá su mensaje; se marcha muy deprisa por el camino que había venido. Lanzarote le dice al criado que iba cabalgando a su lado:

—Buen amigo, si podéis cabalgar a la Colina Prohibida para llevar un mensaje, os lo agradecería.

—Señor, no hay lugar en el mundo al que no fuera por vuestro amor, si puedo ir. ¿Pero qué voy a encontrar allí? Nadie puede ir si no es con el permiso del Caballero de la Colina.

—No encontraréis a nadie que os lo impida, y por eso podéis ir tranquilo; cuando lleguéis, decidles a nuestros compañeros que no me esperen, pues voy directamente a la corte del rey Arturo y que me podrán encontrar allí el día de Pentecostés, pues estaré en dondequiera que se reúna la corte, si puedo llegar.

El criado se marcha inmediatamente y le dice que en breve los verá si puede, pues conoce bien el camino para ir a la Colina Prohibida; cabalga mientras dura el día y gran parte de la noche, hasta que se cansó y agotó: desmontó en el bosque y se acostó bajo una encina. Al despertarse, vuelve a montar y cabalga hasta que llega a la Colina Prohibida cuando el sol estaba saliendo. Los caballeros de la Colina ya se habían calzado y vestido y estaban decidiendo lo que iban a hacer, si esperarían a Lanzarote o si reemprenderían la búsqueda; hay varias respuestas, pues uno aconseja el seguir buscándolo, mientras que otros desean regresar a la corte porque ya tienen ganas de estar allí. Estaban junto a las ventanas de la torre, y cuando vieron llegar al criado que venía con tanta prisa pensaron que traía noticias, aunque no sabían cómo eran. Mi señor Galván dice delante de todos:

—Sin duda ese criado trae noticias de mi señor Lanzarote del Lago.

—En absoluto —contesta mi señor Yvaín—, no creo que sea así.

Mientras tanto, el criado llega al patio y ata el caballo a un árbol; sube a la sala y saluda a los compañeros de la Mesa Redonda de parte de Lanzarote del Lago:

—Me envía a vos y os hace saber a través de mí que no lo esperéis, pues no vendrá ahora, sino que irá a la Corte y estará allí el día de Pentecostés, dondequiera que el rey la convoque. Por eso os dice que os podéis ir cuando queráis, pues desearía que llegarais a la corte el día fijado.

—Por Dios —dice mi señor Galván—, deseaba mucho tener y oír tales noticias, pues ya me apetecía ir a la corte porque hace mucho tiempo que no estoy en ella.

—Me parece —añade mi señor Yvaín— que no podemos volver porque nuestra búsqueda no ha sido bien llevada a término todavía, ya que alguno de nuestros compañeros que se pusieron en marcha con nosotros no han sido encontrados, y sin ellos o sin noticias suyas no podemos regresar a la corte como caballeros leales, y con motivo.

—Me sorprende lo que decís —contesta mi señor Galván—; mirad cuánto hace que nos marchamos de la corte; contad el tiempo pasado, según os he oído en otras ocasiones y veréis que hace más de tres años, según creo, que nos marchamos; cualquier búsqueda no dura más que un año y un día, y por esa razón os digo que podéis volver a la corte cuando queráis sin preocuparos. Aunque no fuéramos más de la mitad, y aquí estamos dieciséis, podríamos volver; y, por otra parte, Lanzarote es tan discreto y valiente, que no volvería si pensara que podría ser censurado por ello: aconsejo que volvamos a la corte.

Todos están de acuerdo. Entonces, mi señor Galván le pregunta al criado:

—Buen amigo, ¿dónde dejaste a mi señor Lanzarote?

—Señor, en el Bosque Peligroso, cerca de la Fuente de los Dos Sicómoros.

Cuando mi señor Galván oye hablar de la fuente, no duda de dónde está, pues se acuerda porque fue derribado en ella; le pregunta al criado si ha puesto fin a la aventura de la fuente:

—Sí, gracias a Dios, y ha dado muerte a los dos caballeros que la custodiaban, entró en el castillo y mató a Broadás, y realizó tales proezas que nadie podría creerlas; liberó a Mordret, vuestro hermano, que estaba prisionero allí; yo los dejé ayer por la tarde juntos en el Bosque Peligroso.

Cuando mi señor Galván oye que Lanzarote ha sacado a su hermano de la prisión siente mayor alegría que antes y dice que está dispuesto a marcharse, si los otros están de acuerdo. Todos aceptan, se preparan y toman las armas que pueden obtener; se marcharon sanos y salvos unos, y otros no bien curados de las heridas que habían recibido. En cualquier caso, se pusieron en camino para ir a la corte todos juntos. Llegado el momento de marcharse, le preguntaron a Boores qué haría con el castillo en el que habían vivido tanto tiempo.

—Por Dios, no lo sé.

Entonces se adelanta un escudero y le dice:

—Señor, os he servido durante más de un año y no me habéis dado nada todavía, aunque me habéis prometido favorecerme muchas veces. Ahora queréis marcharos al reino de Logres y quizá nunca regresaréis por aquí. Por eso, antes de que os vayáis, os ruego que me hagáis caballero con vuestra propia mano, porque pienso que valdré más el resto de mi vida y que me deis como recompensa este castillo, a condición de que lo tendréis por bien empleado si Dios me da salud.

—Boores —le dice mi señor Galván—, otorgadle lo que os pide. Ciertamente tiene buen aspecto para ser valiente si vive mucho tiempo.

Los demás compañeros se lo ruegan también; aunque no le hubieran suplicado, se lo habría dado con mucho gusto, y el criado lo agradece. Hacen que le den unas armas buenas, hermosas, las mejores que se podían encontrar allí, y lo arman con riqueza a la manera y costumbre de Gran Bretaña. Boores le entregó el castillo y lo hizo caballero y éste se convirtió en su vasallo, pues le había dado tierra que él antes no poseía. Comieron los compañeros con gran alegría y entre fiestas, y el caballero novel los sirvió lo mejor que pudo. Después de comer con abundancia lo que quisieron, pidieron las armas y se las llevaron. Se armaron a continuación y se marcharon de la Colina Prohibida a la hora de mediodía. Llegado el momento de separarse, mi señor Galván le preguntó al caballero novel cómo se llamaba y éste le dijo que lo llamaban Acille le Blonc.

Después de salir del castillo, los compañeros cabalgaron juntos, y al cabo de un buen rato el caballero novel regresó. Los demás no se detienen hasta la hora de nona, en que encuentran un castillo bien abastecido de todo, por el que corría un río caudaloso e impetuoso; por el otro lado hay un bosque y por la otra parte los campos grandes en los que trabajan los de la tierra. Los compañeros miran los prados y ven carpinteros levantando palcos con mucha prisa. Mi señor Galván le dice a sus compañeros:

—Sabed que aquí va a haber un torneo mañana seguramente, y por eso levantan los palcos.

Mi señor Yvaín le pregunta a un carpintero por qué estaban construyéndolos y éste le contesta que porque va a haber un torneo.

—¿Cuándo será? —pregunta mi señor Galván.

—Señor, dentro de tres días.

—¿No os lo había dicho?

—Sí, sin duda.

A continuación, los compañeros entran en el castillo pasando por un puente de madera. Dentro, pregunta mi señor Galván:

—Buenos señores, ¿queréis ver a Lanzarote y tenerlo a vuestra voluntad?

—Sí —le contestan—, si puede ser.

—Os lo mostraré pronto. Lanzarote no debe estar muy lejos de aquí y no tardará mucho en conocerse por la región la noticia del torneo, y sin duda no dejará de saber las noticias en el momento en que las oiga y sé que vendrá, si sólo tiene que detenerse aquí dos o tres días; por eso os aconsejaría que esperarais hasta el día del torneo, al que vendrá. Luego, nos iremos todos juntos a la corte del rey mi señor.

Entran en el castillo y dicen que lo esperarán hasta el día del torneo.

—Entonces estaría bien —dice Boores— que ninguno de nosotros se diera a conocer a los del castillo ni a ninguna otra gente, para que podamos acudir a la asamblea de forma tan callada que nadie sepa que pertenecemos a la casa del rey Arturo, pues si Lanzarote se entera de que estamos esperándole no vendrá; es el hombre que lleva a cabo sus asuntos de forma más secreta de todo el mundo.

Se ponen de acuerdo todos para decir que son del reino de Norgales.

Mira entonces mi señor Galván y ve delante de él a un niño muy hermoso y le pregunta que de dónde es; éste le contesta que del castillo.

—¿Y cómo se llama este castillo?

—Señor, lo llaman Penigue.

—¿Quién es el señor?

—Señor, un caballero joven que se llama Galehodín y que fue sobrino de mi señor Galahot, el señor de las Lejanas Islas, que en su vida fue el hombre más poderoso que se conocía en el mundo, salvo el rey Arturo.

Cuando mi señor Galván oye hablar de Galehodín, sabe quién es, pues muchas veces lo había visto. Llama a sus compañeros y les dice:

—Señores, ¿cómo nos vamos a alojar? Si vamos a albergarnos al castillo, seremos reconocidos, pues estoy seguro de que a algunos nos ha visto en alguna ocasión; por eso sería mejor, creo, que nos alojáramos fuera del castillo, en casa de algún noble, y de esa forma podremos ocultamos, y no de ninguna otra manera.

Le contestan que prefieren albergarse dentro a hacerlo fuera, pues estarán más a gusto en el castillo y encontrarán mejor lo que necesitan que fuera. Entonces, mi señor Galván le dice al criado:

—Buen amigo, ¿podrías indicarnos cuál es el mejor albergue de la ciudad?

—Señor, sí; os llevaré a él, si queréis.

—Muchas gracias; llevadnos, buen amigo.

El muchacho se va por la calle mayor hasta que sale de la ciudad, y se dirige a una colina pequeña donde un burgués había construido una rica morada, en la que bien podría descabalgar un poderoso rey.

Cuando llegaron a la puerta del albergue hicieron que un escudero preguntara si podría darles alojamiento a dieciséis caballeros de tierras lejanas.

—Que entren —contesta el burgués—, que pasen tranquilamente, pues les daré el mejor alojamiento que pueda.

El escudero regresa junto a los compañeros y les da la noticia. Descabalgan todos y el huésped sale a su encuentro, viendo que son gente hermosa, que parecen nobles y eso hace que se alegre con su llegada; ordena que los sirvan y honren lo mejor posible. Después de desarmarse, el huésped manda que le entreguen a cada uno un hermoso manto rico, pues se habían quedado en pura camisa y el burgués era hombre rico y poderoso, bien abastecido de todo.

Aquella noche recibieron muy buen albergue y el huésped se esforzó mucho en servirles con toda riqueza. Por la noche, después de cenar, les preguntó de dónde eran y mi señor Galván, que fue el primero en contestar, dijo que eran del reino de Norgales, pobres caballeros; habían acudido al torneo a ver si la aventura les podía ayudar tanto como para conseguir alguna riqueza gracias a su valor, pues tenían gran necesidad como caballeros sin tierras que eran.

—Veo que parecéis tan valientes, que me gustaría que fuerais conocidos por el señor del castillo, que es tan noble y de tan alto corazón, aunque sea muchacho joven, que si lo tratarais un poco no creo que os pudierais marchar de aquí, pues tiene tanta generosidad y cortesía que todos os quedaríais sorprendidos, si lo conocierais.

—Buen señor —contesta mi señor Galván—, somos tan pobres que nunca trataremos a un hombre tan alto como él y por eso tenemos que ir en silencio, pues no podremos conocerlo si no es nuestro mérito el que nos lo presenta.

De esta forma contestó mi señor Galván a su huésped y le dijo tales palabras que éste no pensaría que fueran hombres tan importantes como eran. A pesar de todo, no dejó de servirles en todo lo que pudo. Llegada la hora de acostarse, prepararon las camas por las habitaciones y se acostaron los compañeros, durmiendo hasta la mañana. El día siguiente por la mañana, cuando salió el sol, se levantaron los compañeros y fueron a oír misa a una ermita que había cerca de allí, fuera del castillo. Después, regresaron al castillo, pues ya era hora de comer. Iban a comer, cuando mi señor Galván se acercó a una ventana y miró a los caballeros que pasaban y volvían a pasar por la calle, y mientras estaba allí, escuchó y oyó por la parte del bosque que se elevaba un gran griterío. Se sobresalta, pues teme que haya una pelea y tiene miedo de que esté alguno de sus compañeros allí. Entonces le pregunta a Héctor:

—¿Creéis que alguno de nuestros compañeros estará allí?

—¿Por qué lo preguntáis?

—Porque acabo de oír un tremendo griterío por la parte de la torre, que sin lugar a dudas se debe a algún enfrentamiento, y temo que alguno de nuestros compañeros esté allí.

—No hay nadie de los nuestros.

Mientras hablaba así, ven llegar calle abajo a Aglován, un caballero de la casa del rey Arturo, compañero de la búsqueda; iba completamente desarmado, salvo la espada que llevaba en el puño desnuda y tenía el brazo envuelto en el manto; montaba un gran caballo fuerte y estaba herido en la cabeza y en el hombro, completamente ensangrentado; su caballo no estaba tan sano que no tuviera por lo menos veinte heridas y que no hubiera sido alcanzado por dos o tres lanzas, de forma que cojeaba de la pata izquierda, aunque el que iba encima de él le aguijaba con las agudas espuelas y le hacía ir muy deprisa a la fuerza. Tras él iban hasta cuarenta hombres bien armados que sólo deseaban darle muerte si podían alcanzarle.

Cuando mi señor Galván lo ve llegar en tan mal estado y siente una gran compasión; se lo muestra a Héctor:

—Mirad a uno de los compañeros de nuestra búsqueda; tendremos que ayudarle o morirá sin remedio, pues hay demasiada gente tras él.

Héctor mira a sus compañeros y les grita: «¡A las armas!». Al instante saltan los muchachos, unos a caballo y otros corren a las armas y se arman rápidamente, pues saben que se trata de algo que corre mucha prisa. Cuando ya están armados y montados a caballo, salen a la calle. Mi señor Galván le dice a Aglován:

—Señor caballero, entrad aquí, pues por mi cabeza os defenderemos contra todos, de tal forma que no recibiréis más daño.

Aglován se queda sorprendido, pero como le aseguran que le van a ayudar, entra por la puerta. Llegan entonces los que le perseguían e intentan entrar a la fuerza, pero mi señor Galván les grita que no pongan el pie allí o morirán todos, que estén seguros de ello. Al oír estas palabras, corren a mi señor Galván más de diez y le golpean con las lanzas con tanta fuerza que lo derriban al suelo a él y a su caballo. Le hubieran dado muerte muy pronto si Héctor no hubiera acudido en su socorro delante de los demás compañeros: golpea al que estaba más cerca de él con tal violencia, que le hunde la lanza en medio del pecho y lo hace caer muerto al suelo.

Entonces se adelantan los demás compañeros, al ver que, ciertamente, ha empezado la pelea y corren contra los de fuera, que fácilmente eran ya setenta, todos ellos con cotas de malla y vestidos de hierro. Empieza la pelea dolorosa y cruel, pues querían entrar a la fuerza a prender a Aglován. Pero los que están repletos de valor lo defienden. Boores tenía la espada fuera y va matando y golpeando, mientras pica arriba y abajo y hace que huyan delante de él como si fueran animales salvajes; causa tal dolor y tal matanza en cada golpe que da, que derriba a uno tras otro y consigue que su espada sea más temida que las de los demás compañeros. Héctor se esfuerza como quien está lleno de gran valor. Los del castillo, al ver esto, hacen tocar la campana de la fortaleza principal y toman las armas, tanto los pobres como los ricos, acudiendo al combate y encontrando la calle alfombrada de hombres muertos: ven a los que impiden el paso con tanto valor que resulta admirable. Mi señor Galván había montado un caballo que Boores le dio porque el suyo había muerto en el combate y también lucha con vigor por su parte.

Duró tanto la pelea en medio de la ciudad, que los del castillo no pudieron resistir más, aunque ya eran más de cien y ellos sólo eran dieciséis; se dan a la fuga por la calle mayor, a pesar suyo y dejan allí más de sesenta compañeros muertos o tullidos en medio de la calle. No dejaron por esto de perseguirlos un buen rato, derribando los compañeros con frecuencia a los que huían. Al cabo de un rato, que han derribado y dado muerte a muchos, Boores les dice a sus compañeros:

—Señores, ya es hora de que regresemos, pues les hemos causado una gran vergüenza y afrenta, y hemos vengado bien la deshonra que le han causado a Aglován.

Entonces se vuelven los compañeros y regresan a su alojamiento, donde encuentran al huésped muy dolido y preocupado. Después de desarmarse, le dice mi señor Galván:

—Buen huésped, ¿qué os ocurre?

—Señor, me habéis causado la muerte y me habéis afrentado vos y vuestros compañeros, dando muerte a todos los hombres valientes de esta ciudad: no podré escapar sin morir, pues tan pronto como el señor del castillo regrese del bosque, a donde ha ido hoy, y conozca esta noticia, hará que nos maten a mí y a toda mi familia por el daño que le habéis causado. Vosotros, que sois de tierras lejanas, regresaréis a vuestros países, estoy seguro, y me dejaréis en el río, importándoos lo mismo que yo muera o que escape con vida. Por eso puedo decir que en mala hora vi vuestra llegada, aunque seáis caballeros buenos y valerosos, pues seré destruido por vuestra culpa, sin merecerlo.

—Buen huésped —le responde mi señor Galván—, no os preocupéis, por Dios, os prometo como caballero leal que no nos marcharemos de aquí por nada que ocurra hasta que hayamos conseguido hacer las paces con el señor del lugar, de tal forma que no perderéis nada que valga más que una espuela.

—Buenos señores, decidme si queréis de qué tierras sois, pues bien reconozco por vuestra forma de hablar que no sois del reino de Norgales.

—Ciertamente, buen huésped, os lo diré y no os lo ocultaré más. Somos del reino de Logres, de la casa del rey Arturo y compañeros de la Mesa Redonda; hemos estado prisioneros cerca de aquí alrededor de medio año, pero gracias a Dios ya estamos libres; ahora vamos a nuestra tierra, donde mucha gente piensa que hemos muerto; la ventura nos ha traído aquí, donde hemos oído hablar del torneo que va a haber, y por eso tuvimos intención de quedarnos hasta que lo hubiéramos visto; pensamos que uno de nuestros compañeros participará y deseamos verlo. Para encontrarlo vinimos aquí, al castillo. Ya os he dicho quiénes somos yo y mis compañeros; no os preocupéis por nada de lo que habéis visto. Os aseguro que aquí hay tres hombres de tan alto linaje que aunque hubiéramos matado a la mitad de los moradores del castillo, Galehodín nos lo perdonaría por afecto a ellos.

Cuando el huésped oye estas palabras se queda más tranquilo que antes y siente no conocerlos a todos, pues piensa que deben ser hombres muy valientes y poderosos, pero no se atreve a preguntarles cómo se llaman para que no se lo tomen por villanía. Se dirigen luego adonde está Aglován y encuentran que ya le habían vendado las heridas para que no sangrara demasiado. Se quitan el yelmo y cuando Aglován los reconoce siente una gran alegría y se le va el dolor de las heridas que tiene; los besa a uno tras otro y llora de alegría y lástima, diciendo:

—Buenos señores, ¿quién os trajo aquí? Por mi fe, si no me hubierais ayudado tan pronto creo que me habrían dado la muerte, pues estaban armados y yo desarmado. Pero gracias a Dios me habéis salvado con vuestro mérito y me habéis vengado tan bien que no habrá día que no lo recuerden los de este país.

Luego se sentaron a la mesa, alegres y contentos por la aventura que habían tenido; se regocijan y divierten entre todos. Después de comer le preguntaron a Aglován qué aventura lo había llevado allí.

—Por mi fe, os lo voy a decir. Hace mucho tiempo que no dejaba de buscaros; apenas hace ocho días, iba cabalgando por esta tierra y me alojé en casa de un caballero, donde el rey Bandemagus estaba enfermo por las heridas que había recibido. Después de hablar un buen rato juntos de unos y otros, el rey Bandemagus me dijo que viniera hacia acá y que encontraría pronto a mi señor Lanzarote, pues la víspera se había ido de su lado. Cuando me dijo esto, me vine a este castillo, pensando tener noticias suyas y verlo en el torneo. Esta mañana, yo estaba alojado en la fortaleza de ahí arriba con los demás caballeros; uno de éstos, pariente del señor del castillo, me odiaba con odio mortal porque le había dado muerte a un hermano suyo; me encontró y me sorprendió cuando yo estaba desarmado, hiriéndome de la forma que podéis ver; sin lugar a dudas me hubiera dado la muerte, porque todos sus compañeros me perseguían armados, pero conseguí huir hacia aquí. He tenido la fortuna, por la voluntad de Dios, de que me hayáis rescatado de la muerte, pues hubiera muerto si Dios no os hubiera traído a esta parte.

—Decidme, Aglován —le pregunta mi señor Galván—, ¿creéis que el rey Bandemagus se puede curar de las heridas que tiene?

—Sí. Me dijo que podría cabalgar en breve.

—Por Dios —añade Boores—, hemos tenido mucha suerte, pues ya hemos encontrado a todos los compañeros de nuestra búsqueda, con lo cual podremos regresar tranquilamente a la corte cuando deseéis, con mi señor Lanzarote o sin él.

Entonces dicen todos los compañeros que se irán después de la asamblea, «pues si no encontramos aquí a mi señor Lanzarote lo encontraremos en la corte»; dicen, además, que irán por donde está el rey Bandemagus enfermo, y si se encuentra curado, lo llevarán con ellos a la corte en una litera, antes que dejarlo en unas tierras lejanas.

Aquel día hablaron los compañeros de muchas cosas, hasta que se hizo después de la hora de nona. Entonces se les acercó el huésped y les dijo:

—Buenos señores, tenéis que armaros rápidamente, pues pronto veréis que todo el mundo se reúne y que llega tanta gente que será algo extraordinario, pues mi señor Galehodín, el señor del castillo, ya ha vuelto del bosque; le han contado todo lo que habéis hecho y está apesadumbrado y enfadado, y está dispuesto a vengar la vergüenza que le habéis hecho matándole a sus vasallos. Los compañeros se arman rápidamente y hacen que les lleven al patio los caballos; montan de inmediato y sin esperar más; desean salir de allí, pero mi señor Galván les dice que no salga nadie, «pues pienso conseguir la paz con el señor de esta ciudad, de tal forma que no creo que nunca haya tenido tan gran alegría con la llegada de alguien como la tendrá con la vuestra, tan pronto como os conozca». Se detienen entonces los compañeros y esperan en medio del patio, con los yelmos atados y los caballos cubiertos de hierro.

Después de esperar un buen rato de tal forma, no tardó mucho mi señor Galván en ver llegar por la calle a Galehodín con gran abundancia de hombres armados a caballo y a pie; delante de todos ellos venía un caballero armado, que montaba un gran caballo. Cuando mi señor Galván ve llegar al caballero piensa que es Galehodín, pues sabía que era uno de los mayores caballeros del mundo; los demás se quedan quietos a la entrada de la puerta. Cuando ya están cerca, Galehodín hace que se detengan en medio de la calle, pues desea saber quiénes son los caballeros antes de continuar. Se dirige a mi señor Galván y le dice:

—Señor caballero, no os saludo porque no sé si sois de los que han matado a mis hombres en mi propio castillo. Ciertamente, nunca se causó tan gran afrenta a un príncipe de la tierra.

—Señor, esperad a que haya hablado con vos, por favor.

—Con mucho gusto, decid lo que queráis.

—Os digo que somos caballeros andantes de lejanas tierras; habíamos venido al torneo que habíais convocado en esta región; hoy, alrededor de la hora de prima, estábamos asomados a las ventanas y vimos que uno de nuestros compañeros huía de más de sesenta de vuestros hombres, que lo perseguían para darle muerte; nuestro compañero iba desarmado, lleno de heridas y cortes. Al verlo, sentimos una gran compasión y temimos que lo mataran; bajamos y corrimos en su ayuda tan pronto como pudimos, ya que él estaba solo y los que lo perseguían eran demasiados. Entonces nos atacaron y nos defendimos lo mejor que pudimos: matamos a varios, herimos a otros y obramos de tal forma, gracias a Dios, que nos vimos libres con algún esfuerzo. Si hay en este lugar alguien que se atreva a desmentir o a demostrar que tenemos culpa de lo ocurrido, estoy dispuesto a defenderlo con escudo y con palo en mi nombre y en el de mis compañeros, que ninguno ha cometido ninguna mala acción hacia vos, y que no se debe tener en cuenta.

Cuando Galehodín oye estas palabras piensa que es alguien muy noble el que habla de tal forma; le pregunta quién es y cómo se llama.

—Señor, nunca oculté mi nombre por miedo a hombre o a mujer, y tampoco lo haré por vos. Me llamo Galván, hijo del rey Loth de Orcania, sobrino del rey Arturo, de quien somos vasallos todos nosotros. Todos estos caballeros pertenecen a la casa de mi tío y son compañeros de la Mesa Redonda; todos son valientes y buenos caballeros. Tened por seguro que los del castillo no podrían resistir hasta la noche si tuviéramos que combatir contra ellos.

Cuando Galehodín oye que es mi señor Galván, arroja de inmediato el escudo y la lanza al suelo, se quita el yelmo de la cabeza con rapidez y corre a él con los brazos abiertos diciéndole:

—Señor, por Dios, no os pese si he obrado mal contra vos; no lo haría de ninguna forma si hubiera pensado que erais vos: os ruego por Dios y por vuestro amor que me lo perdonéis, del mismo modo que os perdono a vos y a vuestros compañeros todo el mal que habéis causado a mis hombres matándomelos.

Al oír la gran generosidad y el afecto que Galehodín le muestra, mi señor Galván se quita el yelmo de la cabeza y le entrega la espada diciéndole:

—Señor, os hemos causado mayor daño que vos a nosotros y por eso me parece que os debemos recompensar y lo haremos con mucho gusto, como vasallos vuestros. Los nobles de la corte de mi tío dirán qué os debemos a cambio.

—Señor, ya pensaremos en la recompensa, pero, por Dios, decidme si mi señor Lanzarote del Lago está en vuestra compañía.

—No, pero está en esta tierra y por eso esperaremos aquí, pues pensamos que vendrá al torneo.

—Por mi fe, porque había oído decir que estaba en esta tierra y que vendría en busca de aventuras, hice convocar el torneo para dentro de tres días, que tendrá lugar aquí mismo.

Galehodín vuelve junto a sus hombres y hace que se retiren todos; los censura y crítica diciéndoles:

—Marchaos de aquí, mala gente villana. Poco ha faltado para que me afrentarais, pues si les hubierais dado muerte a estos valientes que hay aquí yo habría perdido mis tierras para el resto de mi vida y vos habríais sido destruidos. Habéis tenido suerte, más de la que pensáis, porque los he reconocido.

Retroceden apenas se lo ordena; recogen a sus amigos y parientes que yacen muertos en medio de la calle y se los llevan a las casas, donde los entierran maldiciendo la hora en que aquel día amaneció, ya que les ha causado tales desgracias, pues han recibido un dolor por el que nunca más volverán a sentir alegría. Galehodín regresa a su alojamiento, descabalga y se hace desarmar rápidamente junto a toda su mesnada que con él había vuelto; toma a veinte de sus caballeros, de los más valientes de la corte, hace que se vistan y se dispongan con elegancia y riqueza; él mismo se atavía como alto varón; de tal manera va a ver a los compañeros de la Mesa Redonda, dispuesto a honrarles en todo lo que pueda, a departir con ellos y a mostrarles su buena voluntad.

Cuando llega al albergue estaban todos los compañeros desarmados y vestidos con riqueza, pues su huésped, que era hombre de gran valía, se esforzaba en servirles en todo lo posible. Cuando vieron llegar a Galehodín, salieron a su encuentro corriendo, mostrándole una gran alegría; él les dice:

—Por vuestro amor, os ruego, para que a partir de ahora sea amigo vuestro, que me concedáis el don que os voy a pedir, que no os perjudicará en nada.

Le contestan que aunque les pesara se lo otorgarían, ya que se lo pedía.

—Muchas gracias. Os ruego que dejéis este albergue y que vengáis a alojaros conmigo.

Los compañeros le contestan que lo harán con mucho gusto, ya que así lo desea:

—Pero si nos lo rogara cualquier otro no lo haríamos pues nuestro huésped es hombre muy valioso y cortés.

—Ya que lo alabáis tanto, le concedo, en recompensa por el servicio que ha hecho, este castillo para él y sus herederos el resto de su vida, y lo haré caballero en Pentecostés.

Cuando el huésped oye estas palabras se pone muy contento y se le echa a los pies; el señor le entrega el don que le había otorgado y hace que los compañeros monten, llevándoselos a su fortaleza; les dio buen alojamiento aquella noche y les proporcionó todo lo que pudo, de modo que se quedaron sorprendidos por el gran honor que les mostraba.

Pero ahora deja la historia de hablar de ellos y vuelve a Lanzarote y a Mordret.

Historia de Lanzarote del Lago
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