LII

Cuenta ahora la historia que un día la dama hizo que lo sacaran de la mazmorra para hablar con él. Cuando estuvo delante de ella, fue a sentarse a sus pies en el suelo; la dama, que deseaba honrarlo, hizo que se sentara a su lado y en alto, y le dijo:

—Señor caballero, durante mucho tiempo os he tenido prisionero por el daño que cometisteis; os he honrado en contra de mi senescal y su parentela: debéis agradecérmelo y así lo haréis si sois tan noble como pienso.

—Señora, os lo agradezco de tal modo que me consideraré caballero vuestro siempre que me necesitéis, en el lugar que sea.

—Muchas gracias, tendréis ocasión de demostrarlo. Ahora os ruego que me deis en recompensa lo que os voy a pedir: decidme quién sois y a quién pertenecéis; si es cosa que queráis ocultar, tened por seguro que nadie lo sabrá.

—Señora, por Dios, por la misericordia divina, eso no lo podréis saber, pues a nadie se lo diría.

—¿No? ¿No me lo vais a decir de ningún modo?

—Señora, haced conmigo a vuestro antojo, pero aunque me golpeéis en la cabeza no lo diré.

—Ciertamente, en mala hora lo ocultáis, pues os prometo, por lo que yo más amo, que no saldréis de mi casa antes del enfrentamiento de mi señor el rey Arturo y de Galahot. A partir de ahora se os afrentará más y os molestarán continuamente, pues hasta el día del combate queda cerca de un año. Si me lo hubierais revelado, habríais sido puesto en libertad hoy mismo. A pesar de vos, llegaré a saberlo, pues voy a ir a un lugar en que me lo dirán.

—¿A dónde, señora?

—Por Dios, a la corte del rey Arturo, donde se conocen todas las noticias.

—Señora, no puedo hacer más.

Lo reenvía entonces a la mazmorra con cara de estar muy enfadada con él y de odiarlo mucho, pero no es así en realidad, sino que lo ama más de lo que se imagina con un amor que crece y refuerza cada día. A continuación llama a su prima y le dice:

—Advertidle al caballero que lo odio más que a nadie y que le causaré todos los sufrimientos que un cuerpo humano pueda soportar.

Así le habla la dama a su prima para cubrir su verdadero pensamiento. Mientras tanto se dispone a ir a la corte del rey Arturo para saber el nombre del caballero, y desea ir con gran riqueza. Cuatro días más tarde se pone en marcha, dejando a su prima en su lugar.

—Bella prima, voy a la corte del rey Arturo, donde tengo mucho que hacer; le he manifestado mi odio al caballero porque no quiso revelarme su nombre, pero no le odio en absoluto, pues es muy valeroso; os ruego y suplico, por mi amor y vuestro honor, que le entreguéis todo lo que pueda desear su corazón, a excepción de vuestra honra, de forma que me lo podáis devolver a mi regreso.

La doncella se lo promete así. A continuación, la dama se pone en marcha y cabalga hasta encontrar al rey en Logres, capital del reino. Cuando el rey se enteró de que llegaba, salió a su encuentro con la reina y la recibieron con gran alegría: antes de que entraran en la ciudad todos los caballeros recibieron regalos del rey y la reina hizo lo mismo con las damas y doncellas del séquito; esto lo hacían en honor de la dama de Malohaut, a la que no permitieron descabalgar hasta que llegaron a la casa del rey; toda la estima se debía a la gran ayuda que le había prestado en las continuas guerras.

El rey y la reina le hicieron grandes fiestas a la dama. Por la noche, después de cenar, se sentaron los tres en una alfombra y el rey le dijo a la dama:

—Señora, realmente habéis realizado un gran esfuerzo viniendo desde vuestras lejanas tierras. No ha podido ser sino por una gran necesidad, pues no es costumbre vuestra alejaros de vuestros dominios.

—Así es, señor. Me encuentro en una gran necesidad, y os lo voy a decir. Tengo una prima a la que le quitó las tierras un vecino suyo; no encuentra a ningún caballero que quiera dirimir su querella, pues su vecino es valiente y de una familia fuerte, mientras que mi prima sólo cuenta con mi ayuda. Por eso he venido a vos, para que me ayudéis mediante el buen caballero de las armas rojas que venció en el combate, pues me han dicho que si estuviera de mi lado, nadie mejor que él saldría airoso en un enfrentamiento con el vecino de mi prima. Por eso he venido a vuestra corte. Socorredme, pues me encuentro en situación muy apurada.

—Mi dulce amiga, por la fe que le debo a mi señora la reina, aquí presente, a la que amo más que a nadie, os aseguro que no conozco al caballero, al menos así lo creo, y no pertenece a mi casa ni a mi tierra, y tengo muchas ganas de verlo. Mi señor Galván y treinta y nueve caballeros más de los mejores de mi casa, han ido en su búsqueda; salieron hace unos cuarenta días y no regresarán hasta que lo hayan encontrado.

Entonces empieza a sonreírse la dama pensando en los caballeros que lo buscaban, pues perseguían una loca empresa. La reina se da cuenta y supone que por algo se estaría sonriendo:

—Ciertamente, pienso —le dice— que vos sabéis mucho mejor que el rey y que yo dónde se encuentra el caballero.

—Por la fe que debo a mi señor el rey, de quien soy vasalla, y por vos, que sois mi señora, sólo vine aquí para saber quién es, pues esperaba oír algunas nuevas.

—Lo supuse al veros sonreír mientras os hablaba mi señor.

—Señora, eso ha sido porque me tenía por burlada y porque pensaba que me había esforzado inútilmente. Y ya que aquí no puedo conseguir noticias suyas, os pido permiso para retirarme; me iré mañana por la mañana, pues tengo mucho que hacer en mi país.

—¿Cómo —le pregunta el rey—, ya os pensáis ir? No os marcharéis tan pronto; le daréis compañía a la reina durante una o dos semanas y os llevaréis uno de mis caballeros, el que más os plazca, para que libre vuestro combate: vos sois una de las damas a quien más me gustaría honrar, porque siempre me habéis ayudado cuando lo necesitaba.

—Señor, muchas gracias por lo que decís, pero en modo alguno puedo quedarme durante más tiempo; tampoco me llevaré a ningún caballero, ya que no puedo tener al que deseaba y de los demás ya tengo suficientes.

Tanto le suplican el rey y la reina que al fin se queda tres días, al cabo de los cuales se marcha con consentimiento de ambos. Regresa a su tierra a marchas forzadas, porque le tarda estar allí y ver al caballero en cuya búsqueda están metidos los mejores del mundo: se alegra de tener en su poder al que todos buscan.

De este modo regresa contenta y feliz; le dice a su prima que había ido a la corte del rey Arturo porque pensaba que el prisionero era de la casa real o de su tierra. Y, a continuación le pregunta a la doncella:

—¿Cómo os ha ido a vos y a él?

—Señora, muy bien. Tuvo cuanto necesitó.

No pasó mucho tiempo hasta que hizo que lo sacaran de la mazmorra, y habló con él como si estuviera encolerizada:

—Señor caballero, el otro día os negasteis a decirme vuestro nombre y quién sois; desde entonces me he enterado de tantas cosas sobre vos, que os voy a dejar libre si así lo deseáis.

—Señora, muchas gracias. Acepto la libertad si puedo pagar la recompensa que pedís.

—¿Sabéis cuál es la recompensa que pido por vos? Os voy a preguntar tres cosas; si no me contestáis al menos a una de ellas, os aseguro por Dios que no saldréis de mi prisión ni por dinero ni por súplicas.

—Señora, descubridme vuestro pensamiento y, ya que he venido a eso, os contestaré.

—Os digo que si me reveláis quién sois y cómo os llamáis, os dejaré en libertad. Si no me lo queréis decir, respondedme, ¿a quién amáis? Si no me contestáis a ninguna de esas dos preguntas, decidme si pensáis continuar haciendo las proezas que hicisteis el otro día en el encuentro del rey Arturo con Galahot.

Al oír estas palabras, empezó a suspirar profundamente, y al fin dijo:

—Señora, ahora veo lo mucho que me odiáis, ya que queréis dejarme en libertad tan deshonrado. Señora, por Dios, cuando me hayáis hecho revelar mi gran dolor y hayáis obtenido vuestro placer, ¿qué garantías tendré de poder ir en libertad?

—Os lo prometo lealmente; tan pronto como os hayáis decidido por una de las tres recompensas que os pido, os podréis marchar completamente libre. Ahora queda en vuestra mano el iros o el permanecer aquí.

Entonces empieza el caballero a llorar con amargura:

—Señora —dice—, veo que sólo podré irme si pago un vergonzoso rescate, si es que pretendo abandonar este lugar. Ya que es así, prefiero descubrir algo que vaya en deshonor mío, y no de otro. En modo alguno os descubriré quién soy, ni cómo me llamo; si estuviera enamorado, por Dios, no os diría de quién, mientras pudiera ocultarlo. Entonces, sólo me queda deciros lo otro, y os lo pienso decir, sea cual sea la deshonra que ello me provoque. Sabed, pues, que pienso realizar mayores proezas que las que he llevado a cabo hasta ahora, si se me pide. Ya habéis logrado que os descubra una cosa que me causará vergüenza continua; permitid que me vaya, si tal es vuestra voluntad.

—Ya es suficiente. Marchaos cuando queráis, pues ahora os conozco mejor que nunca. Por haberos tenido en forma honrosa, os ruego que me concedáis un favor que no os pesará, y lo digo más por vuestro provecho que por el mío.

—Señora, decid cuál es vuestra voluntad y obtendréis lo que deseáis, si puedo dar con ello.

—Muchas gracias, os ruego que os quedéis aquí hasta el día del enfrentamiento; os prepararé un buen caballo y las armas que queráis: de aquí podréis ir al combate; ya os diré qué día tendrá lugar.

—Señora, haré vuestra voluntad.

—Os voy a decir qué es lo que tenéis que hacer. Permaneceréis en vuestra mazmorra con todo cuanto deseéis; mi prima y yo os daremos frecuente compañía. No quiero que nadie sepa que hemos llegado a ese acuerdo. Decidme qué armas desearíais llevar.

Le responde que querría armas completamente negras. Después, regresa a su mazmorra y la dama encarga en secreto un escudo negro, un caballo del mismo color, igual que la cota y las gualdrapas.

De este modo se queda allí el caballero. Mientras tanto, el rey sigue en su tierra, obrando tal como le había enseñado su maestro: honraba a la gente de forma que antes de que hubiera pasado medio año, había recuperado sus corazones hasta el punto de que entre unos y otros habían construido más de mil casas en aquel lugar, y estaban dispuestos a morir con dolor en el combate antes que el rey perdiera su tierra estando ellos vivos. Así le entregan al rey sus corazones, por la magnanimidad que han hallado en él; quince días antes de que finalizaran las treguas acudieron a su lado con el mayor número de fuerzas que pudieron reunir.

Fue por entonces cuando regresó mi señor Galván con sus compañeros sin haber logrado nada: estaban avergonzados, pero la angustia que sentían por la situación del rey les hizo volver. Mi señor Galván decía que más valía ser afrentados por mantener la honra de su señor, antes de que el rey, encontrándose solo, fuera deshonrado y privado de sus posesiones, «y no será afrentado —continuaba— sin que estemos nosotros, mientras que nosotros podríamos ser afrentados sin él, pues podemos ser privados de nuestras tierras sin que a él le llegue afrenta alguna, pero él no puede perder sus dominios sin que nosotros no recibamos deshonra por ello».

Las palabras de mi señor Galván convencieron a los caballeros, que se presentaron dispuestos a combatir. El rey los recibió con gran alegría, pues temía que no regresaran a tiempo. De este modo se preparó a defender su tierra, a la vez que Galahot se presentó con numerosas fuerzas, pues por cada hombre que llevó la otra vez, ahora llevaba dos, de forma que la red de hierro con que habían rodeado el campamento la primera vez sólo servía para cerrar la mitad de la extensión que ocupaban.

Acabadas las treguas, estaban todos deseosos de entrar en combate. Los consejeros de Galahot le preguntaron que quiénes irían a combatir el primer día, y con cuánta gente, y él les contestó que él no se pondría las armas a no ser por una auténtica necesidad, «y ahora no combatiremos, sino que contemplaremos a los hombres del rey Arturo; después iniciaremos la batalla: estad seguros que uno de los dos quedará vencido». A continuación ordenó que el rey Primero Conquistado entrara en combate el primer día al frente de treinta mil hombres, para ver el comportamiento de las gentes del rey Arturo, y si quería más hombres, que los pidiera.

Así habló Galahot a los suyos. Mi señor Galván, mientras tanto, habla con su tío, diciéndole:

—Señor, si Galahot no se arma mañana, vos tampoco.

—Buen sobrino, tenéis razón. Vos os armaréis y estaréis al frente de una parte de mi gente: procurad hacerlo bien, pues es necesario.

—Señor, como queráis.

El día siguiente se levantaron temprano ambos ejércitos; después de haber oído misa, fueron a armarse. Los hombres del rey entraron poco a poco en el campo de batalla y comenzaron los enfrentamientos con los otros: hubo reñidos combates y duras peleas en varios sitios. Al poco rato se sumó a los combatientes un compañero de Galahot que era muy valeroso, y que con el tiempo pasó a formar parte de la mesnada del rey Arturo; se llamaba Estorel el Pobre: era hombre valiente con las armas y muy querido de Galahot porque era pobre.

Este caballero, completamente solo, atacó a un grupo en el que había más de cien caballeros. Fue contra ellos con tanto ímpetu que todos lo miraban maravillados. En el grupo aquel había hombres valientes y esforzados, y le permiten que ataque por donde desee. Rompió la lanza combatiendo en el sitio en que pensaba que estaría mejor empleada; sin que nadie se lo impidiera, fue por medio del grupo dispuesto a golpear a un caballero muy valiente, llamado Galeguinán, hermano bastardo de mi señor Ivaín, que iba al combate picando espuelas con el deseo de alcanzar más fama y honor de los que ya tenía.

Cuando galopaba de este modo se encontró con Estorel: al quebrarse las lanzas chocaron con tal dureza con el cuerpo, la cara y los caballos, que cayeron al suelo aturdidos, con los caballos encima, y estuvieron un buen rato sin poder levantarse. Siete caballeros del rey Arturo acuden veloces a apresar a Estorel; y cuando sus hombres se dan cuenta, van también hacia el mismo lugar, y se juntan unos treinta, que levantan a Estorel y vencen a los otros siete, apresando a Galeguinán; pero entonces llega Ivaín el Contrahecho seguido por una parte de sus amigos.

Allí se produjo un enfrentamiento duro: los caballeros de Galahot se defienden muy bien, pero no pueden resistir mucho tiempo, pues ni eran tantos, ni tan buenos como los otros; consiguieron rescatar a Galeguinán y a los otros siete, y Estorel volvió a ser derribado. Allí se reunieron todos en apoyo de Estorel y de Galeguinán: en poco tiempo se juntaron entre unos y otros más de cincuenta mil hombres.

Las gentes del rey Arturo combaten con habilidad y valor, pues los enemigos eran treinta mil, mientras que ellos sólo eran veinte mil y, sin embargo, llevan la mejor parte en la batalla. El rey Primero Vencido —caballero bueno y seguro— reúne a sus hombres y les renueva el ánimo; pero cuando llegó la gente de mi señor Galván, los de Galahot pudieron resistir poco tiempo y empezaron a irse de forma vergonzosa. Cuando Galahot vio que huían, envió tantos caballeros que quedaron cubiertos. Al ver mi señor Galván que llegaban, reúne a sus gentes a su alrededor y les ruega que luchen con valor. Entonces llegaron los enemigos y atacaron con toda la furia que pudieron; ellos los recibieron con la mayor fuerza, pues allí había muchos valientes.

Mi señor Galván hizo maravillas, y todos sus compañeros recuperaban ánimos y atrevimiento sostenidos por él. Pero era inútil el esfuerzo, pues por cada uno de los suyos había tres de Galahot: resistieron durante un rato, pero al cabo tuvieron que ceder la plaza y fueron obligados a retroceder hasta sus propias lizas. Mi señor Galván mostró allí una parte de su valor, pues se esforzó tanto que todos los que tenía alrededor se admiraban y los de Galahot se quedaban espantados.

Cuando el rey Arturo se dio cuenta de que no podían resistir por más tiempo, dijo que ya había tolerado bastante al permitir que los maltrataran de aquel modo. Envió al campo al resto de sus caballeros y puso a mi señor Ivaín al frente, recomendándole que fuera con prudencia. Cuando llegó al campo de batalla, todos los suyos se habían retirado ya por detrás de las lizas, el caballo de mi señor Galván había muerto, él estaba herido y todos tenían gran necesidad de auxilios. Al verlos llegar los enemigos no se atrevieron a seguir avanzando, sino que permanecieron en el lugar que ocupaban hasta que vino picando espuelas el rey de Más Allá de las Mareas, con veinte mil hombres. Grande fue el choque que se produjo, y combatieron bien ambos ejércitos. Mi señor Ivaín luchaba con valor, mejor que nunca, y consiguió montar a mi señor Galván en un caballo del que derribó al rey Primero Vencido. Mi señor Galván había recibido ya tantos golpes que ningún día, en el resto de su vida, se sintió peor. Los dos, Ivaín y Galván, realizaron grandes proezas.

Así duró el combate durante todo el día; cuando unos llevaban la peor parte, los apoyaban los suyos y poco a poco fue atardeciendo y empezaron a abandonar el campo los dos bandos: todos estaban agotados, por muy fuertes que fueran. Mi señor Galván permaneció en el lugar, y acudió en ayuda de un compañero suyo que se llamaba Gaherís de Carahán. Mi señor Ivaín no lo sabía y se estaba alejando con los otros, pero entonces llegó al galope un escudero y le gritó que apresarían a su amigo y a su compañero si no se daba prisa. Regresó mi señor Ivaín lo más rápidamente que le llevó el caballo: iba tan preocupado que no avisó a nadie, a pesar de que aún le quedaban muchos y valientes. Cuando llegó al campo de batalla se encontró a mi señor Galván sangrando por la boca y por la nariz, y pensando que iba a morir sin poder confesarse, aunque aún permanecía sobre el caballo. El combate volvió a recrudecerse y se produjeron más daño que hasta entonces, pues abundaron los caballeros muertos, apresados y heridos. Fueron los hombres del rey Arturo los que llevaron la mejor parte en esta ocasión y derrotaron a los otros; después regresaron con numerosos prisioneros.

El rey se asustó al ver a su sobrino malherido y cuando le dirigió la palabra delante de su tienda no pudo contestarle en modo alguno, sino que cayó al suelo desvanecido, sin que nadie pudiera sostenerlo. El dolor del rey y de la reina fue grande; llamaron a todos los médicos, lo acostaron y se encontraron con que tenía dos costillas rotas, y temían que estuviera reventado por dentro, pero no se atrevieron a decirlo para que el rey no se preocupara demasiado; afirmaron que no era grave y que sanaría sin dificultad. En el campamento del rey son grandes las lamentaciones que se hacen por mi señor Galván; los valientes caballeros lloran, diciendo que no habrá ningún otro tan noble y valeroso como él. Pero hay otros muchos que se alegran: cuando cayó desmayado delante de su tienda, lo vieron los caballeros de Malohaut y oyeron decir que había muerto. Al regresar a Malohaut la dama les pidió noticias del combate y ellos le contestaron que mi señor Galván había sido el más destacado, pero que estaba herido de muerte.

La dama se afligió con tales noticias:

—¡En mala hora —dijo— tomó parte en el combate mi señor Galván! ¡Nunca murió un caballero tan bueno!

Las noticias corrieron por el lugar y no hubo ni un muchacho que no hablara de él, de forma que se enteró también el caballero que estaba en la mazmorra: si los otros lo habían sentido, él se lamentó más que nadie, diciendo:

—Si muere, será una pérdida irreparable.

Cuando se marcharon los caballeros que habían llevado la noticia, el prisionero se esforzó hasta que consiguió hablar con la dama:

—Señora, ¿es cierto que ha muerto mi señor Galván?

—Sí, está mortalmente herido y no tiene curación posible, según he oído decir.

—Por Dios, es una gran desgracia para todo el mundo; el día que muera tendrá que desaparecer la alegría. Señora, señora, ¿por qué me habéis traicionado de forma tan fea? Me habíais prometido que me avisaríais el día del combate.

—Si os lo prometí, ahora lo cumpliré pues ya han perdido bastante los nuestros.

—Señora, ya es tarde.

—No, pues todavía podréis llegar a tiempo; el combate continuará de hoy en tres días y os tengo dispuesto un caballo y las armas que me dijisteis, pero os aconsejo que no os pongáis en marcha hasta el día mismo del combate; entonces os iréis directamente al campo de batalla, bien conocéis el camino.

—Señora, que sea según vuestra voluntad.

A continuación se marcha el caballero y la dama se va por otro lado. El día siguiente después de comer la dama se presenta al caballero, lo encomienda a Dios y le dice que se va a resolver unos asuntos; el caballero le da las gracias por los honores con que lo había tratado y le repite que se considera su caballero y que lo será toda la vida.

La dama va al campamento. El rey y la reina le muestran la alegría de que son capaces debido a su aflicción, y la acompañan a presencia de mi señor Galván, pues quería verlo. Lo encontró con un aspecto mucho mejor de lo que le habían contado, y se puso muy contenta. Así pasaron la noche. El rey Arturo tenía miedo, porque había perdido muchos caballeros.

La prima de la dama de Malohaut, que se había quedado en el castillo, le preparó las armas al caballero aquella noche y lo acostó en el lecho de su señora: la doncella permaneció allí hasta que el prisionero se durmió, pues la dama le había ordenado que le hiciera todo tipo de honores, salvo su honra.

Por la mañana, el caballero se levantó muy temprano y la doncella le ayudó a armarse. Tras encomendarla a Dios, se puso en marcha y cabalgó, de forma que llegó al campo de batalla cuando estaba saliendo el sol. Se detuvo junto al río y se quedó apoyado en la lanza, en el mismo lugar en el que estuvo cuando el otro enfrentamiento. Reconoció el torreón en el que estaba mi señor Galván por las damas y doncellas que había: allí estaban la reina y la dama de Malohaut y otras muchas damas y doncellas.

Las gentes del rey Arturo ya se habían armado y estaban cruzando el río en gran número los que querían comenzar el combate, y los hombres de Galahot estaban haciendo lo mismo. Y no pasó mucho tiempo hasta que los prados se cubrieron de combates singulares y de peleas multitudinarias. Mientras tanto, el caballero seguía pensativo, apoyado en la lanza y mirando con dulzura hacia la tienda en la que estaban las damas. La dama de Malohaut lo vio, lo reconoció sin dificultad y empezó a decir, de forma que lo oyeron la reina y las otras damas:

—Dios, ¿quién puede ser aquel caballero que hay junto al río? No nos perjudica, pero tampoco ayuda a los nuestros.

Entonces miran hacia allí todos, y dice mi señor Galván:

—¿Lo puedo ver?

La dama de Malohaut le contesta que ella haría que lo viera.

A continuación le preparó un asiento frente a una ventana y lo acostaron de forma que podía ver abajo toda la pradera. Al mirar ve al caballero del escudo negro que estaba pensativo apoyado en la lanza, y le dice a la reina:

—Señora, ¿os acordáis que cuando fui herido hace tiempo en este mismo lugar, había un caballero pensativo junto al río? El otro llevaba armas rojas y fue el que estuvo por encima de los demás en el combate.

—Buen sobrino, bien pudo ser, pero ¿por qué lo decís?

—Señora, porque querría que fuera ése, pues nunca vi hazañas semejantes a las que hizo.

Estuvieron hablando de él mucho rato, y en ese tiempo no se movió. El rey Arturo —mientras tanto— había dispuesto en orden a sus gentes formando cuatro cuerpos de quince mil hombres cada uno, y un quinto cuerpo de más de veinte mil. Al frente del primero iba el rey Idier, que era un caballero muy valiente y que luchó con valor aquel día. El segundo lo llevaba Hervis de Rivel, uno de los caballeros más entendidos del mundo en cuestiones de guerra. Conducía el tercero Aguiscán, rey de Escocia, primo del rey Arturo: no iba al frente del primer cuerpo porque no había participado en tantos combates como el rey Idier. El rey Yon dirigía al cuarto, y mi señor Ivaín, hijo del rey Urién, conducía al quinto, en el que había más de veinte mil caballeros, que debían entrar en batalla los últimos.

Así dispuso el rey Arturo sus cinco cuerpos; lo mismo hizo Galahot, aunque éste tenía veinte mil hombres en los cuatro primeros, y cuarenta mil en el quinto. El primer cuerpo tenía al frente a Malauguín, el senescal, que era el rey de los Cien Caballeros, noble y valiente. Al frente del segundo estaba el rey Primero Vencido. El rey del Vadoán dirigía al tercero; el rey Clamadeus de las Lejanas Islas llevaba el cuarto. El quinto, en el que había cuarenta mil hombres, estaba bajo la dirección del rey Bandemagus de Gorre, que tenía gran fama por sus hechos de armas y por sus consejos. Ese día Galahot no se vistió armas de caballero, sino que se puso un lorigón corto de servidor y un capellete de hierro; llevaba ceñida la espada y una estaca gruesa y corta en la mano; montaba a caballo como convenía a un valiente y esforzado: era el hombre con más virtudes y mejores cualidades de todo el mundo.

Van al campo de batalla dispuestos a combatir. El caballero negro sigue pensativo en la orilla. La dama de Malohaut se dirige a la reina y le dice:

—Señora, obrad de forma adecuada y ordenadle a aquel caballero que combata por vuestro amor, que os diga a qué bando pertenece, si es de los nuestros o de los suyos: después sabremos qué desea y si es valiente.

—Buena señora, tengo otras cosas en que pensar, pues mi señor el rey se encuentra en situación de perder toda su tierra y su honor; mi sobrino yace en el estado que habéis visto, y tengo tantas desgracias que no me apetece ahora hacer lo que en otros tiempos hacía, pues bastantes preocupaciones tengo. Decídselo vos y las otras damas, si quieren.

—Señora, estoy dispuesta a ir si se me ordena. Si queréis, hacedle venir, y yo le daré compañía.

—Señora, no pienso meterme en ese asunto. Hacedlo venir vos y las otras damas, si así lo deseáis.

Entonces dice la dama de Malohaut que si las demás quieren, ella también querrá. Todas le dicen que sí. La reina les presta una de sus doncellas para que lleve el mensaje, que la dama de Malohaut le dice. Mi señor Galván aprovecha para enviarle al caballero dos lanzas suyas y un escudero que las lleva. Entonces le dice la dama a la doncella:

—Doncella, vais a ir al caballero que está allí pensativo; decidle que todas las damas y las doncellas de la casa del rey Arturo lo saludan, menos mi señora, y le hacen saber que si piensa tener bienes y honra allí donde cualquiera de ellas esté y tenga poder, que vaya a combatir por su amor, para que se lo puedan agradecer. Presentadle, además, estas dos lanzas que le envía mi señor Galván.

Monta la doncella en un palafrén y va con ella el escudero que lleva las dos lanzas; se acercan al caballero y la doncella le expone el mensaje. Al oír hablar de mi señor Galván, preguntó dónde estaba, y la doncella le responde:

—Está en ese torreón acompañado por numerosas damas y doncellas.

Entonces se despide de la doncella y ordena al escudero que le siga; se mira las piernas y ajusta los estribos. A mi señor Galván, que lo estaba viendo, le pareció que había crecido medio pie.

El caballero mira hacia el torreón y atraviesa los prados picando espuelas. Cuando mi señor Galván lo ve marchar, le dice a la reina:

—Señora, señora, ése es el caballero mejor del mundo; nunca vi a otro que llevara las armas con tanta dignidad como él.

Corrieron todas las damas y doncellas a las ventanas y a las almenas a verlo. Él galopa tan rápido como puede el caballo; a derecha y a izquierda ve hermosos combates singulares, y duros enfrentamientos, pues muchos de los jóvenes caballeros rápidos del rey Arturo habían pasado las barreras para realizar hechos de armas; del campamento de Galahot iban llegando, diez por aquí, veinte más allá, treinta por otro lugar, cuarenta, cincuenta, por unos sitios más y por otros menos. Nuestro caballero evita todos los combates y pica espuelas, dirigiéndose a un grupo que vio venir, en el que había fácilmente cien caballeros. Se lanza en medio y golpea a uno con tanta fuerza que lo derriba al suelo con su caballo. Cuando se le quiebra la lanza, sigue golpeando con los trozos rotos hasta que no le quedan más que los pedazos que tiene en el puño; luego va en busca del escudero que le llevaba las otras dos lanzas: toma una, vuelve a atacar y combate tan a descubierto que todos dejan de luchar para contemplarlo. Lleva a cabo tales proezas mientras le duran las tres lanzas, que mi señor Galván asegura que nadie podría hacer nada semejante.

Cuando se le quebraron las tres lanzas regresa a la orilla y, desde el lugar en el que había estado, vuelve el rostro hacia el torreón y mira con dulzura.

Mi señor Galván toma la palabra, diciendo:

—Señora, ¿veis aquel caballero? Tened por seguro que es el hombre más valeroso y noble del mundo. Vos despreciasteis el mensaje que le enviaron no queriendo ser nombrada; seguramente lo ha considerado como rasgo de orgullo, pues se da cuenta que vos os encontráis en peor situación que las otras damas; quizás piense que lo tenéis en poco y que por eso no os dignasteis en ordenarle que tomara las armas por amor vuestro.

—Por mi fe —exclama la dama de Malohaut—, ahora está mostrándonos que no va a hacer nada más por todas nosotras. Que le dé órdenes quien debe dárselas, pues ya ha dado por cumplidos nuestros deseos.

—Señora —le dice mi señor Galván a la reina—, ¿os parece que es razonable lo que os he dicho?

—Buen sobrino, ¿qué queréis que haga?

—Señora, os lo voy a decir. Mucho tiene quien dispone de un hombre noble y valeroso, pues muchas cosas son llevadas a buen término por gente así, y de no haber sido por ellos, habrían quedado en nada. Os voy a decir lo que debéis hacer: enviadle saludos y decidle que le suplicáis que tenga compasión del reino de Logres y del honor de mi señor el rey, pues si Dios no se apiada las cosas irán mal. Si él desea alcanzar honra y alegría en cualquier lugar sobre el que vos tengáis poder, que realice proezas y hazañas para que le estéis agradecida y que se vea por sus obras que presta ayuda para salvar el honor del rey y el vuestro. Tened por seguro que si entra en combate, el rey no será vencido, por más fuerzas que tenga Galahot. Le enviaré diez lanzas de cortantes puntas y de astas gruesas y rectas, y gracias a ellas podréis contemplar hermosos combates. Le voy a mandar también tres caballos muy buenos y hermosos, que irán cubiertos con mis armas. Si quiere luchar con todo su ánimo los utilizará a los tres.

Así habla mi señor Galván, y la reina le concede que envíe en su nombre lo que quiera, que ella lo acepta. La dama de Malohaut casi vuela de alegría, pues considera que ha conseguido lo que había perseguido durante tanto tiempo. Mi señor Galván llama a la doncella que había llevado el otro mensaje y la envía otra vez con la misiva que le había expresado a la reina; después llama a cuatro servidores y les ordena que le lleven al caballero tres caballos suyos con gualdrapas blasonadas y otro caballo cargado con diez lanzas, las más fuertes que tenga. La doncella se presenta al caballero, le dice el encargo de mi señor Galván y de la reina y le entrega los regalos. El caballero le pregunta a la doncella:

—¿Dónde está mi señora?

—Señor, en aquel torreón, con numerosas damas y doncellas, y con mi señor Galván, que está enfermo. Sabed que os contemplarán con gusto.

—Doncella, decidle a mi señora que lo haré todo como ella desee; a mi señor Galván dadle muchas gracias por el regalo.

Toma entonces una lanza de las que llevaba el criado, y les ordena a todos que le sigan.

La doncella se despide, vuelve al lado de la reina y le dice a mi señor Galván las palabras que el caballero le había encomendado. La dama de Malohaut se sonríe sin cesar mirando a todos.

Mientras tanto, el caballero vuelve al campo de batalla, evita los enfrentamientos multitudinarios y galopa a través de la pradera hasta un lugar en donde estaban luchando muchos buenos caballeros. El ejército de Idier había pasado ya las barreras y combatía contra los hombres del rey de los Cien Caballeros. El caballero continúa evitando los enfrentamientos de muchos hombres y aparenta no ver nada; llega junto al ejército que llevaba el rey Primero Vencido, en el que había fácilmente veinte mil caballeros. Dirige hacia ellos la cabeza de su caballo, ataca al galope y se mete allí donde piensa que serán mejor utilizados sus golpes; ante su lanza no queda nada, ni caballeros ni caballos, todo lo derriba en un solo montón, hasta que se le rompe la lanza.

Muchos caballeros del rey Arturo vieron el choque: mi señor Keu el senescal, Sagremor el Desmesurado, Giflete hijo de Don, Ivaín el Bastardo, mi señor Brandeliz y Gueheriet, hermano de mi señor Galván. Acudían rápidamente a combatir, pues les impulsaba a ello el deseo de lograr fama por amor, y los más veloces pensaban que no llegarían a tiempo. Después de ellos llegaron otros cien por lo menos, con los yelmos atados, empuñando las lanzas y dispuestos a luchar lo mejor posible. El senescal Keu, que había visto combatir al caballero, llama a los cinco que estaban con él y les dice:

—Señores, acabáis de ver el encuentro más hermoso de los realizados por un solo caballero; todos nosotros estamos aquí para conquistar honor y fama; nunca encontraremos mejor ocasión que ésta para llevar a cabo nuestras hazañas, si es que las realizamos. Ahora estoy dispuesto a imitarlo, pues tiene que ser un hombre valiente y noble. El que quiera lograr honor, que me siga; no pienso dejarlo solo, a no ser que me den muerte o sea herido.

A continuación pica con las espuelas, y todos le siguen. El caballero de negro, que había quebrado la lanza, salió del combate, tomó otra de las que le guardaba su escudero y regresó rápidamente. Se le suman los otros y entran en liza tras él. Derriba a caballeros y caballos, se lleva escudos a fuerza de golpes, arranca yelmos de las cabezas, y realiza tales proezas que todos los que están con él se quedan admirados; los que van en contra se espantan. Al fin, ha combatido tanto que todas las lanzas se le han roto y bajo él ha caído muerto uno de los caballos que mi señor Galván le había enviado. El escudero le entregó otro caballo en medio de un duro acoso: cuando estaba luchando a pie atacaron los cien caballeros y pudo saltar sobre el caballo que le había traído el escudero. De este modo vuelve a combatir tan fresco como si nunca lo hubiera hecho, con la espada desenvainada en el puño. Cuando sus compañeros lo vieron montando un caballo que llevaba las armas de mi señor Galván, se quedan admirados y se convencen de que era un hombre valiente y noble; lo siguen todos, dispuestos a realizar hazañas o a morir con honor en su compañía.

Empezaron entonces a combatir con furia: en aquel tiempo no se sujetaban unos caballeros a otros por los frenos, no se enfrentaban de uno en uno, o de dos en dos, o de tres en tres, sino que el que podía hacer más, hacía más; y así un caballero luchaba contra dos o tres o contra tantos como pudiera. De este modo actuaban el Caballero Negro y sus compañeros, pero estaban en situación desventajosa y no habrían podido resistir mucho tiempo de no haber sido por una casualidad: el ejército del rey de los Cien Caballeros fue derrotado, pues no pudieron mantenerse frente al rey Idier. Huyeron precipitadamente y en la huida arrastraron a las gentes del rey Primero Vencido. El rey de los Cien Caballeros sintió un profundo pesar y una gran vergüenza, pues era muy buen caballero y hombre firme.

Los vencidos corrían buscando ayuda, a pesar de que eran más numerosos que los otros, pues entre los dos ejércitos sumaban unos cuarenta mil, mientras que los compañeros de mi señor Galván no pasaban de quince mil: los hubieran derrotado en batalla. Entonces empezaron a verse las grandes proezas del Caballero Negro pues no había caballero al que alcanzara, al que no derribase a pesar suyo. Con lanzazos y tajos de espada hacía caer a caballeros y caballos, y no cesaba de arrancar yelmos y astillas de escudos, y de atacar con su caballo. Allí donde llegaba con la espada desenvainada, frecuentemente no encontraba dónde golpear, pues todos le huían, porque ni hierro ni madera podían resistir a sus golpes, y no había hombre que pudiera hacerle frente. Luchaba tan bien y con tanto valor que él solo sostenía a todos los suyos y atendía a todos los que iban contra él. Los suyos mejoraban imitándolo, por las proezas que realizaba; y ante tales hazañas todos se preguntaban admirados quién era.

El Caballero Negro combate con gran valor y destreza. La noticia va por todas partes y en la hueste del rey Arturo no se habla de otra cosa, sino de él; y lo mismo ocurre en la hueste de Galahot. Cuantos han visto sus proezas dicen que no era nada en comparación suya el caballero de las armas rojas.

Combatió de este modo durante mucho rato y siempre se mantuvieron a su lado los seis compañeros que ha nombrado la historia más arriba. Le mataron el caballo y volvió a montar en otro que le trajeron. Pero su compañía empezaba a debilitarse, después de haberse esforzado en ayudarle durante todo el día. Entonces llama el senescal al escudero que le había entregado el caballo, y le dice:

—Amigo, ve deprisa a Hervis de Rivel, que está allí donde se ve la bandera con tantas franjas de oro como de sinople. Dile que a partir de ahora debe lamentarse por sí mismo, como nos lamentaremos yo y todo el mundo, pues deja que muera el mejor caballero que ha llevado escudo al cuello. Y que tenga por seguro que si muere, con él morirá la flor de los compañeros del rey Arturo y él, que debería haberlo socorrido, será considerado un malvado el resto de su vida.

Se marcha el escudero; va ante Hervis y le transmite el mensaje, de principio a fin. Al oírlo, se asusta y, avergonzado, responde:

—Por Dios, jamás cometí una traición y no voy a hacerla ahora, pues ya soy muy viejo.

A continuación les ordena a sus hombres que cabalguen decididos, «y tú irás delante —le dice al escudero—, y dile de mi parte al senescal que si puede resistir hasta que yo llegue al campo de batalla, que no me tendrá por traidor».

El criado se presenta a Keu y le hace saber las palabras de Hervis; Keu se ríe, a pesar de encontrarse mal, y después le pregunta al criado que quién era el Caballero Negro, a lo que éste le responde que no lo sabe.

—Entonces, ¿por qué le ha enviado mi señor Galván sus caballos?

El criado le contesta que no sabe nada más de lo que le ha dicho. Keu vuelve a ponerse el yelmo, que se había quitado, y regresa al combate con nuevo vigor.

Llega entonces Hervis de Rivel con toda su bandera; cuando ya se aproximaba, empiezan a gritar sus hombres con tanta fuerza que en todos los prados no se oye más que a ellos. Mi señor Galván se ríe, a pesar de lo enfermo que está.

Entran en combate con las lanzas sujetas bajo las axilas. El choque fue duro: muchos caballos erraban o estaban muertos, y había muchos caballeros derribados, muertos o heridos; allí veríais muchos caballos que huían por todas partes, pisando los cuerpos de los caballeros, y muchas armaduras hermosas tiradas por el suelo, sin que hubiera quien se las llevara. Hervis de Rivel empezó a combatir ante el senescal Keu por las palabras que había dicho: aquel día hizo más de lo que convenía a su edad, pues había pasado los ochenta años.

Los hombres del rey Arturo combatieron con valor, pero el Caballero Negro lo hizo mucho mejor que todos. A partir del momento en que llegó Hervis, las gentes de Galahot duraron poco en el campo, a pesar de que tenían una cuarta parte más de hombres que los otros. Tan pronto como el rey de Vadoán vio que sus gentes llevaban la peor parte, fue a ayudarles con toda su bandera, galopando lo más rápidamente que podían. Los hombres del rey Arturo se encontraron en desventaja, pues por uno de ellos había dos de Galahot; pero no tardó mucho en llegar el rey Aguiscán y entonces las fuerzas quedaron igualadas, de forma que unos y otros resistían. El sol estaba ya muy alto. En ese momento entraron en el campo el rey Clamadeus y el rey Yon, que iba contra él.

Así se mezclaron cuatro ejércitos por ambos bandos, y habían causado numerosas pérdidas a los de Galahot, pues las gentes del rey Arturo no habían cesado de acosarles desde el principio. A mediodía se defendían muy bien las gentes de Galahot y eran veinte mil más que los otros, pero en todo momento llevaban la peor parte, gracias al Caballero Negro: de no haber sido por él no conseguirían superarlos, pues causaba terror entre los enemigos por su valentía y habilidad, de forma que a éstos les parecía que los contrarios necesitaban tener mucha gente para vencerlos.

Se espantaron tanto con las maravillas que hacía, que la mayor parte de ellos volvió la espalda y se fueron vilmente a las tiendas. Galahot, al verlos, se preguntaba sorprendido qué podía estar ocurriendo, pues sabía que sus hombres eran más numerosos. Salió al encuentro de los que huían y les preguntó qué pasaba.

—Señor —le contesta un caballero que no tenía intenciones de seguir combatiendo—, confieso que el que quiera ver cosas dignas de admiración, que vaya al lugar de donde venimos, y verá las mayores cosas que han sido y serán.

—¿Cómo? ¿Qué maravillas son ésas?

—¿Cuáles, señor? Allí abajo hay un caballero que ha vencido a todos él solo; no hay hombre que pueda resistir sus golpes; el caballero de las armas rojas no valía ni siquiera lo que una malla, en comparación con éste; nada puede hacer que se canse, no ha cesado de combatir desde esta mañana y se mantiene tan fiero y tan fresco como si no se hubiera puesto las armas.

—En el nombre de Dios, ¡eso lo tengo que ver de inmediato!

Entonces se dirige a su gran séquito, escoge diez mil hombres y deja treinta mil, y luego le dice al rey Bandemagus:

—Procurad, por vuestro honor y por mí, que mi séquito no se mueva de aquí a no ser que yo mismo venga a pedíroslo. Y vosotros —les dice a los diez mil—, manteneos ocultos, alejados de los demás, hasta que venga a buscaros.

A continuación se dirige al campo de batalla con las armas que llevaba y obliga a que vayan a su lado los que huían. Los suyos estaban ya a punto de darse por vencidos, pero cuando el rey Clamadeus lo vio venir, recobró ánimos, gritó su seña con mucha fuerza y atacó con ímpetu a sus enemigos. Galahot ordenó a los que llevaba que empezaran a combatir desde el primer momento con todo su valor, «y no os preocupéis, pues en caso de necesidad acudirán a socorreros». A las órdenes de su señor pican espuelas y se meten entre los enemigos. Recobran el terreno perdido y al grito de la seña de Galahot todos los combatientes piensan que han llegado muchos hombres en su auxilio: las gentes del rey Arturo se hubieran vuelto de inmediato, de no haber sido por el Caballero Negro, que toma sobre sí mismo toda la carga, de forma que recurren a él en tan gran apuro, y él estaba dispuesto a defenderlos y a apoyarlos. Allí le mataron el caballo y él quedó a pie: era el último de sus caballos, y empezó un gran acoso alrededor de él, de modo que no pudieron darle otro para que montara de nuevo. A pesar de ir a pie combatía tan bien que no podía ser considerado cobarde ni perezoso, sino que todos lo rodean como si fuera un estandarte. Mientras tanto él golpeaba a diestro y siniestro sin descanso y no se podía ver su espada sin que estuviera dando golpes. Partía yelmos, hendía escudos, rompía lorigas por los hombros y arrancaba brazos de caballeros. Hacía cosas admirables de ver.

Galahot se quedó maravillado de cómo un solo caballero podía hacerlo, y se decía a sí mismo que no querría conquistar todas las tierras que hay bajo el firmamento a cambio de que un hombre tan valiente muriera por su culpa. Pica espuelas y, con el cetro en la mano se mete en el combate dispuesto a poner fin a la lucha que se estaba produciendo en torno al que iba a pie; tras gran esfuerzo logró que sus gentes retrocedieran; a continuación se dirigió al caballero, diciéndole:

—Señor caballero, no os preocupéis a partir de ahora.

Le contesta de forma muy orgullosa que no estaba preocupado.

—¿Sabéis —le pregunta Galahot— lo que os digo? Quiero enseñaros una parte de mis costumbres; he prohibido a mis hombres que os pongan la mano encima mientras vayáis a pie, y he ordenado que no os persigan. Si huyerais o dejarais de combatir por cobardía no os garantizaría que no fuerais hecho prisionero; mientras llevéis armas no habrá quien se enfrente con vos: si vuestro caballo ha muerto, no debéis preocuparos, pues os voy a regalar tantos caballos como podáis utilizar hoy, y me tendréis por escudero todo el día. Si no os dejo mi caballo, nadie os lo dejará.

Descabalga y le entrega su caballo al caballero, que monta sin entretenerse y vuelve al combate como si aún no hubiera dado ningún golpe. Galahot monta en un caballo que le traen y vuelve con su séquito; se reúne con los diez mil y les ordena que avancen, «y vos —dice al rey Bandemagus— entraréis en combate después. No lo hagáis nada más llegar éstos, sino cuando los últimos ya estén luchando: entonces será el momento, pues al ver a estos diez mil pensarán que ya están ahí todas mis fuerzas. Yo mismo vendré a buscaros.

Se va entonces con los diez mil hombres, a los que hace cabalgar separados y esparcidos, lejos los unos de los otros, para que parecieran más numerosos. Cuando ya estaban cerca del campo de batalla, hace sonar los cuernos y las bocinas, que eran tantos que todo el país tembló. Al oírlos, el caballero pensó que se acercaba gran cantidad de gente; se retira junto a los suyos y los convoca para decirles:

—Señores, todos vosotros sois amigos del rey; no sé cómo os llamáis, pero se os considera valientes y nobles. Ahora se verá quién es alabado con razón.

En esto, empezaron a llegar los que venían dispersos por todas partes. Mi señor Yvaín, viéndolos venir, ordenó a sus hombres que avanzaran en silencio y tranquilos, «pues no seremos vencidos a pesar de la mucha gente que acabo de ver». Hablaba así porque pensaba que aquéllos eran todos los hombres de Galahot, pero mi señor Galván se dio cuenta —desde su lecho— de que allí no estaban todos. Cuando empezaron a luchar los diez mil se produjo un enorme estrépito. Los recibieron tan deprisa como pudieron, pero los de Galahot venían con gran fuerza y derribaron a muchos en su primer choque. La llegada de los hombres de mi señor Yvaín los reconfortó, pues los estaban necesitando, porque ya empezaban a ceder terreno, que recuperan gracias a la gente de mi señor Yvaín. Galahot regresa al lado de los suyos para ordenarles que atacaran con una violencia tal como nunca habían conocido:

—Golpeadles de forma que no quede nadie a caballo; todos vosotros sois valientes y fuertes, y estáis descansados, pues no habéis tomado las armas desde que llegasteis. Que se vea ahora de lo que sois capaces.

Descendieron por un valle; sus compañeros llevaban ya la peor parte, pues los hombres de mi señor Yvaín luchan con valor, y él mismo supera a todos los demás. En cualquier caso, no hay nada que se pueda comparar con el Caballero Negro. Cuando llega la gente de Galahot, cambian las cosas, pues eran muy numerosos: en el primer encuentro son derribados el Buen Caballero y los seis compañeros que siempre se habían mantenido junto a él. Entonces se acercó Galahot picando espuelas y le dio su caballo para que volviera a montar, pues el otro no le parecía suficientemente bueno. Apenas estuvo sobre el caballo, volvió a combatir, como había hecho la otra vez; según Galahot, luchó con más fuerza y habilidad que cualquiera, de modo que todos se quedaban espantados.

Continuó sus proezas hasta la noche y no hubo momento en que él y los suyos no llevaran la mejor parte. Cuando anocheció se separaron unos y otros; él se fue lo más oculto que pudo, remontando los prados entre la colina y el río. Galahot, que estaba pendiente de él, vio que se iba; pica espuelas y lo sigue de lejos, al amparo de la colina, hasta que llegó al valle. Entonces se le acerca y le dice:

—¡Dios os bendiga, señor!

El caballero lo mira de través y con esfuerzo le devuelve el saludo.

—Señor —le pregunta Galahot—, ¿quién sois?

—Buen señor, soy un caballero, como podéis ver.

—Es cierto, sois caballero; el mejor de cuantos hay, y sois el hombre al que más desearía honrar en el mundo: he venido a suplicaros que os alberguéis en mi casa.

El caballero, como si no lo hubiera visto nunca o no lo conociera, le pregunta:

—¿Quién sois vos, señor, que me queréis dar alojamiento?

—Señor, soy Galahot, hijo de la Bella Jayana, señor de todas esas gentes contra las que habéis combatido en defensa del reino de Logres que yo pretendía conquistar y lo hubiera logrado de no ser por vos.

—¿Cómo? ¿Sois enemigo del rey Arturo y queréis darme albergue? No me alojaré con vos, si Dios quiere.

—Ay, señor; por vos haría más de lo que pensáis, y estoy dispuesto a hacerlo desde este mismo momento. Os ruego, por Dios, que vengáis a mi albergue esta noche, y os prometo que haré lo que me pidáis.

Entonces se detiene el caballero, mira a Galahot con dureza y exclama:

—¡Verdaderamente, señor, sois bueno haciendo promesas. No sé cómo seréis a la hora de cumplirlas!

—Señor, sabed que soy el hombre que menos gusta de prometer. Os digo, además, que si venís conmigo os daré lo que me pidáis y estaréis tan seguro como deseéis.

—Señor, sois considerado como hombre noble; no sería mucha honra para vos prometer una cosa que luego no podríais cumplir.

—Señor, no temáis, pues por nada mentiría, aunque con ello fuera a ganar todo el reino de Logres. Os lo prometo como leal caballero que cumpliré lo que me pidáis; no os lo puedo prometer como rey, pues no lo soy: quiero que me acompañéis esta noche y haré lo que sea para teneros conmigo. Si no tenéis bastante con mi promesa, os lo manifestaré del modo que deseéis.

—Señor, me parece que realmente queréis que os acompañe, si es vuestro deseo, igual a vuestras palabras. Me albergaré en vuestro alojamiento esta noche, a condición de que me prometáis que me concederéis lo que os pida y de otra cosa más que ya os diré.

De este modo fijan las condiciones y Galahot le promete respetarlas.

Se retiran entonces a las tiendas, donde ya estaban las gentes del rey. Mi señor Galván vio al caballero que se marchaba y lo sintió mucho, porque si hubiera estado sano habría ido tras él esforzándose en hacer que regresara. Llamó al rey para que acudiera a su lado, pues quería decirle que fuera en busca del caballero y que lo retuviera. Mientras esperaba al rey, mira hacia la parte alta del campo y ve venir a Galahot con el brazo derecho por encima del cuello del caballero, que lo traía entre la colina y el río para que los vieran las gentes del rey Arturo. Cuando mi señor Galván se dio cuenta de que eran ellos, tuvo por seguro que Galahot había conseguido retenerlo, y le dijo a la reina que estaba allí, a su lado:

—Ay, señora, ahora podéis decir que vuestros hombres están vencidos y muertos. Mirad, Galahot ha vencido a ése gracias a su sabiduría.

La reina mira y ve al caballero que traía Galahot y siente tanta rabia que no puede decir ni una palabra. Mi señor Galván siente tal dolor que se desmaya tres veces en menos tiempo que dura el tiro de una piedra pequeña.

En ese momento entra el rey y oye las lamentaciones de todos, que estaban diciendo: —¡Ha muerto, ha muerto!

Se le acerca, lo abraza llorando y lo llama con dulzura. Mi señor Galván vuelve en sí y al ver al rey empieza a decirle entristecido:

—Señor, ahora se cumple el plazo que os dijeron los clérigos. Mirad el tesoro que habéis perdido. Os privará de vuestra tierra el que durante todo el día de hoy os la ha defendido con su propio cuerpo; si fuerais valiente y noble lo habríais retenido a vuestro lado como ha hecho el mejor caballero del mundo, que lo trae a vuestra presencia y eso que no ha cesado de perjudicarle en todo el día. ¡Vos se lo habéis dejado para que le ceda el honor y la tierra! Así se ve dónde están los valientes.

Entonces ve el rey al caballero que llevaba Galahot y poco faltó para que se cayera por el dolor que sintió, y no pudo dejar de echarse a llorar, aunque para tranquilizar a su sobrino procuró poner la mejor cara. En cuanto pudo, se fue a su pabellón, donde manifestó el mayor dolor, igual que todos sus valientes hombres. Es grande la aflicción en la hueste del rey por el Buen Caballero al que lleva Galahot. Ambos, mientras tanto, siguen cabalgando y cuando ya están cerca del campamento, le dice el caballero a Galahot:

—Señor, iré con vos, pero os pido, antes de entrar en vuestro campamento, que me permitáis hablar con los dos hombres en quienes más confiáis del mundo.

Galahot se lo concede. Va en busca de dos de sus vasallos y les dice:

—Venid conmigo, pues vais a ver esta noche al hombre más rico del mundo.

—¿Cómo, señor —le dicen—, no sois vos el más rico?

—En absoluto, pero lo seré antes de acostarme hoy.

Los dos que acompañaban a Galahot eran el rey de los Cien Caballeros y el rey Primer Vencido, que eran los hombres en quienes más se fiaba del mundo. Cuando vieron al caballero le manifestaron una gran alegría, pues lo habían reconocido por las armas. Les pregunta quiénes eran y ellos le dicen los nombres que acabáis de oír. Entonces les dice:

—Señores, vuestro señor os ha hecho un gran honor, pues os ha traído porque sois en quienes más confía, cree y ama; él y yo hemos hecho un pacto que quiero que conozcáis: me ha prometido que si me albergo en su campamento esta noche, me concederá lo que le pida. Podéis preguntárselo.

Galahot les dice que es verdad.

—Señor —añade el caballero—, quiero que me lo prometan también estos dos valientes nobles.

—Decid cómo pueden hacerlo.

—Me prometerán que si vos faltáis al pacto se irán de vuestro lado y se vendrán conmigo a donde yo desee; a partir de entonces irán en contra de vos y en mi apoyo, y mantendrán conmigo los mismos vínculos que ahora tienen con vos y a vos os tratarán como a mí ahora que soy su enemigo mortal.

Galahot les ordena que lo prometan. El rey de los Cien Caballeros, que era senescal y primo hermano suyo le responde:

—Señor, vos sois tan noble, valiente y lleno de sabiduría y prudencia que bien debéis saber lo que nos hacéis prometer, pues es una cosa muy grave.

—No os preocupéis, pues así lo deseo y sé bien lo que hago. Prometédselo tal como yo lo he hecho.

Se lo repite y los dos lo prometen.

A continuación Galahot se dirigió al rey Primer Vencido y llevándolo aparte le dijo:

—Id y decidle a todos mis nobles que se reúnan de inmediato en mi pabellón, engalanados de la forma más honorable que puedan. Decidles también lo que he ganado esta noche, y procurad que haya en mi pabellón todo tipo de entretenimiento.

Éste se marcha picando espuelas y cumple las órdenes de su señor. Mientras tanto, Galahot y su senescal entretienen con palabras al caballero, en espera de que todo pudiera estar dispuesto. No había pasado mucho tiempo cuando salieron a su encuentro doscientos caballeros, vasallos de Galahot, de los que veintiocho eran reyes y todos los demás eran duques y condes. Allí honraron al caballero y le mostraron una alegría tan grande como nunca se hizo a un solo hombre poco conocido. Y todos, grandes y pequeños, exclamaban: «¡Sea bienvenido la flor de los caballeros del mundo!», con lo que el caballero se sentía avergonzado. De tal modo llegan al pabellón de Galahot: no se podrían contar los entretenimientos y placeres que hubo allí aquella noche.

Con tal alegría recibieron al caballero y lo honraron. Tras quitarle las armas, Galahot hizo que le dieran un vestido hermoso y rico, y él se lo puso con gusto. Cuando ya fue hora de cenar, cenaron. Después, Galahot ordenó que prepararan en su cámara cuatro camas: una, muy grande, ancha y alta; otra más pequeña, y las dos restantes mucho menores. Cuando la cama mayor ya estuvo preparada con todo tipo de riquezas, en honor al caballero que debía acostarse en ella, Galahot lo acompañó allí y le dijo:

—Señor, vos os acostaréis en la cama más alta.

—¿Quién dormirá en las otras?

—Señor, servidores míos que os darán compañía; yo dormiré en una habitación, ahí, junto a mis gentes, que se alegrarán y se retirarán a gusto; vos os quedaréis aquí porque estaréis más tranquilo y nadie os molestará.

—Ay, señor, no me hagáis dormir más alto que los caballeros que me acompañarán, pues podrían tomarlo como una gran villanía por mi parte.

—No os preocupéis por nada; lo que hagáis por orden mía no se os considerará villanía o maldad.

A continuación se va Galahot. El caballero empezó a pensar en el gran honor que le había tributado y se lo agradece con todo el afecto de su corazón. Apenas se acostó se quedó dormido, pues estaba muy cansado. Cuando Galahot supo que ya estaba dormido, se acostó a su lado lo más silenciosamente que pudo, acompañado por dos caballeros. No había nadie más allí.

El caballero durmió profundamente durante toda la noche y toda la noche estuvo lamentándose entre sueños. Galahot lo oyó, pues no se había dormido porque estaba pensando cómo podía retenerlo.

Por la mañana se levantó el caballero y oyó misa. Para entonces Galahot se había levantado en silencio, pues no quería que el caballero se diera cuenta de que había sido él el que había dormido en la otra cama. Después de misa, el caballero pidió sus armas; Galahot le preguntó por qué las quería y él le respondió que se iba a marchar.

—Mi dulce amigo —le suplicó Galahot—, quedaos más tiempo; no penséis que os voy a engañar: lo que pidáis os lo daré para que os quedéis. Os acompañara un hombre más rico y poderoso que yo, si lo deseáis, pero nunca habrá a vuestro lado nadie que os estime como yo. Y ya que estoy dispuesto a hacer por vuestra compañía más que nadie, bien la merecería más que los demás.

—Señor, me quedaré pues no pudo tener mejor compañía que la vuestra. Os voy a decir a cambio de qué favor seguiré aquí: si no me lo concedéis, en vano seguiréis pidiéndome que permanezca por más tiempo.

—Os lo otorgo; si es algo que está en mi poder.

El caballero llama a los dos que le habían servido de garantía y dice delante de ellos:

—Señor, os pido que en cuanto hayáis vencido al rey Arturo no sigáis combatiéndole, y cuando yo os lo pida iréis a pedirle merced, poniéndoos a su entera disposición.

Al oírlo, Galahot se queda sorprendido y empieza a meditar. Entonces le dicen los dos reyes:

—Señor, ¿en qué pensáis? No es necesario pensar mucho: ya habéis llegado tan lejos que no podéis volveros atrás.

—¿Cómo? ¿Creéis que voy a arrepentirme? Si todo el mundo fuera mío, sería capaz de darlo todo. Estaba pensando en las ricas palabras que acaba de decir; nadie pronunció otras semejantes. Señor, que Dios no vuelva a prestarme su ayuda si no os concedo el don que me habéis pedido, no hay nada que yo pudiera hacer por vos, aunque fuera para deshonra mía, que no lo hiciera si me lo pidierais; pero os suplico que no me privéis de vuestra compañía para dársela a cualquier otro, ya que he hecho más que nadie para permanecer a vuestro lado.

El caballero le prometió no irse. Se queda con él; cuando la comida estuvo preparada, fueron a comer con gran alegría para la hueste de Galahot porque se había quedado el caballero, mientras que en el campamento del rey Arturo sienten una gran aflicción, pues ignoran el pacto.

De este modo pasaron aquel día. La mañana siguiente Galahot y su compañero se levantaron y fueron a oír misa. A continuación le dice Galahot:

—Señor, hoy es día de combate. ¿Queréis poneros las armas para luchar?

Le responde que sí.

—Entonces, os ruego que utilicéis las mías, como principio de nuestra buena compañía.

—Con mucho gusto.

—Pero no os vais a armar como si fuerais un vasallo cualquiera, en modo alguno.

Ordena que traigan las armas y se las visten al caballero todas a excepción de la loriga y de las calzas, que eran demasiado grandes. Después se armaron las gentes de Galahot, como era normal, y también lo hicieron los hombres del rey Arturo y entraron en el campo de batalla todos los que eran. El rey les había prohibido que atravesaran el río, temiendo ser vencido, pues el Buen Caballero le había abandonado. Pero no hubo prohibición capaz de impedir el paso a los más jóvenes: en poco tiempo se produjeron numerosos combares singulares y duros choques; de tal modo llegaron a luchar por ambos lados, y las gentes de Galahot llevaban la peor parte; entonces les socorrieron los suyos y, del mismo modo, cuando los del rey Arturo estaban peor eran auxiliados por sus compañeros. Así se reunieron en el campo de batalla todos los combatientes, y los hombres del rey Arturo luchaban con gran valor. El rey se mantenía junto a su estandarte con otros cuatro caballeros, a los que les había ordenado que fueran a poner a salvo a la reina si veían que iban a ser derrotados.

Cuando ya estaban combatiendo todos los hombres del rey Arturo, llegó el Buen Caballero armado con las armas de Galahot y todos exclamaban: «¡Es Galahot, es Galahot!». Pero mi señor Galván lo reconoció y dijo:

—No es Galahot, sino el Caballero Negro, el que anteayer llevaba las armas negras. Lo reconozco bien.

Desde el momento en que empezó a combatir fue poco el tiempo que resistieron los del rey Arturo, pues no podían hacer nada frente al Buen Caballero que luchaba contra ellos: rápidamente fueron empujados hasta las barreras del campo, pues eran muchos por parte de Galahot. Pasadas las barreras de la liza, fueron numerosos los que resistieron, pero de nada valía el esfuerzo pues estaban en gran desventaja.

Fue grande la angustia de las gentes del rey Arturo, pues el Buen Caballero los había ido acosando; cuando consiguió que se retiraran a la fuerza, él permaneció en el paso para impedir que los otros los persiguieran. Entonces, miró en torno suyo y empezó a llamar a Galahot a voces; éste acudió al galope y le preguntó:

—¿Qué deseáis, mi buen amigo?

—¿Qué? Quiero algo digno de admirar.

—Decidlo tranquilamente.

—Señor, ¿es suficiente?

—Sí. Decid, ¿qué queréis?

—Señor, que cumpláis vuestra promesa, pues ahora es el momento.

—Por Dios, no me pesa en absoluto, pues a vos os agrada.

A continuación pica espuelas y va al galope hacia el estandarte donde estaba el rey, a punto de que el corazón le reventara de dolor porque veía a sus hombres vencidos. Mientras tanto, la reina ya había montado a caballo y se la llevaban al galope los cuatro caballeros, pues no había salvación posible; y querían haberse llevado en una litera a mi señor Galván, pero éste les dijo que prefería morir en aquel momento antes que ver la muerte de toda la alegría y la deshonra de todo honor; y mientras hablaba se desmayaba con tanta frecuencia que todos los que lo veían pensaban que iba a morir de inmediato.

Cuando el caballero vio que Galahot se iba, dispuesto a llevar a cabo por él una acción tan vergonzosa, se queda pensativo, diciéndose que nunca había tenido un amigo tan bueno, ni un compañero tan leal. Siente una gran compasión que le hace suspirar del fondo del corazón y llorar de los ojos de la cabeza dentro del yelmo; y entre dientes murmura:

—Buen Señor Dios, ¿quién lo puede abandonar?

Mientras tanto, Galahot cabalga hacia el estandarte; al llegar allí pregunta por el rey Arturo, que avanza apesadumbrado, como quien piensa estar a punto de perder todos los honores terrenales. Cuando Galahot lo ve, le dice:

—Avanzad sin cuidado, pues quiero hablar con vos. Entonces empezaron a decir todos:

—¡Es Galahot!

El rey se queda sorprendido, preguntándose quién puede ser. Galahot avanza y, a una distancia en que ya lo puede distinguir el rey, descabalga, se arrodilla y junta las manos diciendo:

—Señor, vengo a que hagáis justicia conmigo por todo el daño que os he hecho, y del que me arrepiento. Me entrego a vuestra voluntad para todo lo que deseéis.

Cuando el rey lo oye siente una gran alegría; tiende las manos al cielo, tan contento que no se lo puede creer; se le alegra la cara y se muestra humilde con Galahot. Éste se pone en pie, pues hasta entonces había permanecido arrodillado; en ese momento empiezan a abrazarse, dándose grandes muestras de gozo. Galahot le dirige la palabra al rey:

—Señor, haced conmigo lo que queráis y no temáis nada en absoluto, pues me pondré a vuestra disposición cuando así lo deseéis. Si lo preferís, ordenaré que mis gentes se retiren y volveré a vuestro lado.

—Id, pero volved luego, pues tengo muchas ganas de hablar con vos.

A continuación, Galahot va a donde están sus hombres y hace que retrocedan. Mientras tanto, el rey envía en busca de la reina que se alejaba entre profundas lamentaciones. Los mensajeros van tras ella hasta que logran alcanzarla y le cuentan el feliz suceso que ha ocurrido. Apenas puede creerlo hasta que comprueba la autenticidad de las enseñas que le envía el rey; entonces se vuelve con gran alegría.

Las nuevas de la paz corren tanto que mi señor Galván llega a conocerlas, pues el mismo rey se las dice con su boca.

—Señor, ¿cómo ha sido eso?

—No lo sé. Tal ha sido el deseo de Nuestro Señor.

Grande es la alegría del rey y todos están admirados de cómo pudo llegarse a la paz. Mientras, Galahot ha hecho que sus gentes se alejen y le está diciendo a su compañero:

—Mi dulce compañero, ¿qué más queréis que haga? Ya he cumplido vuestra orden; el rey me ha pedido que vuelva junto a él, pero os acompañaré hasta nuestro pabellón y estaré un rato con vos, pues he estado poco tiempo a vuestro lado; ya habrá lugar para que regrese con el rey.

—Señor, id con él y llevaos el mayor acompañamiento que podáis, pues ya habéis hecho bastante por mí y habéis hecho más de lo que yo podría hacer. Lo único que os ruego, por Dios, es que nadie sepa dónde estoy.

Galahot le promete que no lo dirá, y hablando de tal modo llegan al pabellón. Se hizo saber por todo el campamento que se había establecido la paz y los términos de la misma: la mayoría lo sintió, pues habría preferido la guerra.

Descabalgan los dos compañeros y, tras desarmarse, Galahot se pone sus mejores vestidos para ir a la corte gracias al permiso que le ha dado su amigo. Hace saber por todo el campamento que el que se quiera ir lo puede hacer, a excepción de los de su séquito. A continuación llama a los dos reyes en quienes tanto confiaba y les entrega a su compañero, rogándoles que hagan por éste tanto como harían por él mismo. Después va a la corte.

El rey ya se había desarmado y sale a su encuentro acompañado por la reina, que había regresado, por la dama de Malohaut y por otras muchas damas y doncellas. Luego se dirigen al torreón donde estaba mi señor Galván enfermo, que al enterarse de que llegaba Galahot, se esforzó en tener buen aspecto, pues no lo había visto ni contemplado nunca.

Cuando se le acercó, mi señor Galván le dijo:

—Señor, sed bienvenido: sois el hombre del mundo que yo más deseaba conocer de cerca, como ahora. Debéis estar contento pues con razón se os alaba más que a nadie, a la vez que sois el hombre más querido por sus gentes. Pienso que nadie conoce a ningún noble y valiente como vos, según se ha podido apreciar.

De tal modo le habla mi señor Galván a Galahot; éste le pregunta que cómo está, a lo que le responde:

—Señor, he estado a punto de morir, pero me ha curado la gran alegría que se ha producido por el amor y la paz que Dios ha puesto entre vos y mi señor el rey, pues no era posible la salud ni el gozo mientras duraba el odio entre los dos hombres más nobles y valientes del mundo.

El rey y la reina y mi señor Galván le muestran una gran alegría a Galahot; a lo largo del día han hablado de muchas cosas con gran familiaridad, pero no han dicho una sola palabra del Caballero Negro, pues sería demasiado pronto, y pasan el día en tratarse cortésmente hasta que empieza a caer la tarde. Entonces, Galahot pide licencia al rey para ir a ver a sus gentes. El rey se la concede, «pero volveréis».

Le responde que sí. Vuelve junto a su compañero; le pregunta que cómo ha ido todo, a lo que contesta que muy bien. Galahot le dice a continuación:

—Señor, ¿qué hago? El rey me ha suplicado que vuelva con él, pero me parece mal dejaros solo.

—Ay, señor, por Dios. Gracias. Debéis hacer lo que el rey quiera, pues nunca hallaréis un hombre más valioso que él. Os voy a pedir un favor, hacedlo por mi provecho y el vuestro.

—Pedid lo que deseéis y lo que queráis, pues no os negaré nada, ya que os amo más que a cualquier honor de la tierra.

—Señor, muchas gracias. Me habéis concedido el no preguntarme mi nombre antes de que yo os lo diga o antes de que os lo diga cualquier otro por mí.

—Así lo haré pues vos lo queréis, a pesar de que es la primera cosa que os iba a preguntar; ahora no deseo saberlo hasta que no sea tal vuestra voluntad.

A continuación, el caballero le pregunta por el rey Arturo y su séquito, sin nombrarle en ningún momento a la reina. Galahot le contesta que el rey es hombre noble y valiente «y siento mucho no haberlo conocido hace tiempo, pues me hubiera comportado mejor. Mi señora la reina tiene tantas buenas cualidades que supera a todas las mujeres creadas por Dios.

Al oír hablar de la reina, el caballero se quedó meditabundo y empezó a pensar tan ensimismado que se olvidó de todo. Galahot lo contempla y se da cuenta de que las lágrimas le han llegado a los ojos y que poco falta para que se eche a llorar. Se queda sorprendido y comienza a hablar de otra cosa. Al cabo de un rato le dice el caballero:

—Señor, id a darles compañía a mi señor Galván y al rey; prestad atención si hablan o cuentan algo de mí: mañana me lo diréis todo.

—Con mucho gusto, señor.

Se despide de él dándole un abrazo y un beso en la cara, y encomendándolo a Dios. Dirigiéndose a los dos reyes, les pide que lo cuiden como si fuera el corazón de su pecho. De este modo se va Galahot, mientras que el caballero se queda con los dos nobles, que le hacen la mayor honra posible. Galahot pasó la noche en el pabellón del rey, junto al mismo rey, a mi señor Galván que se hizo llevar allí, a mi señor Yvaín y junto a muchos otros caballeros. La reina se acostó en el torreón en que mi señor Galván había estado durante su enfermedad; a su lado estaba la dama de Malohaut que no cesó de espiar pensando cómo transcurrirían las cosas; también había allí otras muchas damas y doncellas.

El caballero que se había quedado bajo la protección de los dos reyes fue más honrado y agasajado de lo que él mismo hubiera querido y sentía gran vergüenza por ello.

Aquella noche la pasaron los dos reyes en el pabellón de Galahot como prueba del afecto que tenían por el caballero, al que le dieron a entender que lo harían como la primera noche, cuando él no se dio cuenta, pues de lo contrario no lo habría permitido.

Al principio, el caballero durmió profundamente, pero después del primer sueño, empezó a moverse y a dar vueltas, y no tardó mucho en comenzar a gemir con tanta amargura que despertó a los dos que estaban durmiendo con él. Lloraba con frecuencia y las lágrimas no cesaban de acudirle a los ojos; pero siempre que podía procuraba no ser oído y entre sollozos decía:

—¡Ay, desdichado, pobre de mí! ¿Qué puedo hacer?

Pero eso lo decía en voz muy baja.

Toda la noche duró el sufrimiento y la angustia. Al amanecer se levantaron los dos reyes lo más silenciosamente que pudieron, y admirados se preguntaban qué le ocurriría al caballero que se había lamentado con tanta amargura. Mientras tanto Galahot se había levantado muy temprano y había ido a su pabellón para ver a su amigo. Se encontró en pie a los dos reyes, a quienes les preguntó qué hacía su compañero. Le contaron las lamentaciones que había proferido durante toda la noche, y al oírlo, se queda sorprendido y preocupado. Se dirige a la habitación donde dormía, pero el caballero, que lo oye llegar, se seca los ojos, pues estaba llorando con más amargura que por la noche. Al ver que no decía ni una palabra, Galahot volvió a salir, pensando que estaba dormido.

No tardó mucho en levantarse el caballero. Entonces, Galahot fue a buscarlo y vio que tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y estaba tan ronco que apenas podía hablar. Las sábanas de su cama estaban tan mojadas por la parte de la cabeza como si acabaran de sacarlas del agua, por lo mucho que había llorado. Sin embargo, procuraba mostrar la mejor cara. Se adelantó al encuentro de Galahot, que lo coge por la mano y se lo lleva a solas a un lado, diciéndole:

—Buen amigo, ¿por qué os atormentáis así? ¿A qué se deben las lamentaciones de toda esta noche?

Él se lo oculta con habilidad y le contesta que eso le ocurre muchas noches mientras duerme.

—Ciertamente —dice Galahot—, vuestro cuerpo y vuestros ojos dan a entender que habéis llorado mucho.

Por Dios os suplico que me digáis el porqué, y tened por seguro que no hay infortunio por grande que sea del que no os ayude a salir, si para ello sirven mis consejos.

Al oírlo, siente tal angustia que no puede decir ni una palabra: se pone a llorar amargamente como si hubiera visto muerta la cosa que más quería en el mundo, y se lamenta con tanto dolor que poco falta para que caiga desmayado. Galahot lo sujeta con los brazos y le besa la boca y los ojos a la vez que lo reconforta diciéndole:

—Mi dulce amigo, contadme cuál es vuestra desgracia, pues no hay en el mundo un hombre de tan elevada condición como para que no seáis vengado de él si os ha causado algún pesar.

El caballero le responde que nadie le ha hecho ningún daño.

—Mi dulce amigo, entonces, ¿a qué se debe vuestro sufrimiento? ¿Os pesa el que yo os haya hecho mi señor y compañero?

—Ay, señor, vos habéis hecho por mí mucho más de lo que podré devolver: en todo caso es mi corazón el que se sentiría preocupado, con todas las preocupaciones que un corazón mortal puede soportar, porque teme que vuestra bondad se dé la muerte.

Galahot se siente mal al oír estas palabras, e intenta tranquilizar por todos los medios a su compañero.

Después fueron a oír misa. Cuando el sacerdote hizo las tres partes con el cuerpo de Nuestro Señor Dios, Galahot avanzó y, tomando por la mano a su compañero, se las mostró diciéndole:

—Señor, ¿no creéis que ése es el cuerpo de Nuestro Señor?

—Sí que lo creo, sin ninguna duda.

—Mi dulce amigo, no me temáis por nada, pues nunca haría cosa alguna que os pudiera pesar o que os causara enojo; antes al contrario, siempre procuraré hacer lo que vos deseéis.

—Señor, muchas gracias. Ya habéis hecho bastante, y me pesa, pues no tengo el poder de corresponderos.

Luego, se callan hasta el final de la misa. Cuando acabó, Galahot se vuelve a preguntar a su amigo qué podía hacer.

—Señor, no dejaréis a mi señor el rey, sino que lo acompañaréis en todo momento. Si oís hablar de mí, no me descubráis, como ya os he dicho.

—Señor, no temáis, pues no revelaré nada que queráis tener oculto.

A continuación Galahot se despide de él, encomendándoselo a los dos nobles que tanto lo estiman, y se va a la corte del rey Arturo. Al verlo llegar, le muestran todos la mayor alegría que pueden. Después de cenar, Galahot, el rey y la reina, estaban apoyados en el lecho de mi señor Galván y éste le dijo a Galahot:

—Señor, que no os pese una cosa que os voy a preguntar.

—No me pesará en absoluto.

—Señor, la paz que se ha producido entre vos y mi señor el rey, ¿a quién se debe?, decídmelo por lo que más queráis del mundo.

—Me habéis obligado de tal forma antes de hacerme la pregunta, que no os puedo mentir: se debe a un caballero.

—¿Quién es?

—Así me ayude Dios, no sé quién es.

—¿Fue el caballero de las armas negras?, pregunta la reina.

—Basta con que contestéis a eso —interviene mi señor Galván—, si queréis quedar libre de la promesa que me habéis hecho.

—Señor —contesta Galahot—, he quedado libre de la promesa al deciros que fue un caballero; no os voy a responder nada más y no os hubiera dicho nada de no haberme conjurado por lo que más quiero. Sabed que fue la persona que yo más quiero la que hizo la paz.

—Por Dios —dice la reina—, fue el Caballero Negro. Haced que lo podamos ver.

—¿Quién, señora, yo? Señora, de verdad que no puedo hacerlo, pues no sé nada de él.

—Callad —le interrumpe la reina—, se quedó con vos y ayer llevaba vuestras armas.

—Señora, es cierto, pero no lo he vuelto a ver desde que dejé a mi señor el rey la primera vez.

—¿Cómo —pregunta el rey—, no conocíais al de las armas negras? Yo pensaba que fuera de vuestra tierra.

—Por Dios, no lo es.

—Señor —dice el rey—, tampoco es de la mía, pues hace mucho que no oigo hablar de un caballero valeroso del que no se sepa algo más.

El rey y la reina apremian a Galahot con la intención de saber el nombre del caballero, pero no consiguen sacarle nada más. Mi señor Galván teme que acaben enojándolo, y por eso le dice al rey:

—Señor, dejad por ahora el asunto, pues sea quien sea el caballero es noble y valiente, y en este mundo no hay un caballero más esforzado que él con las armas.

Cuando todos se habían callado, vuelve a hablar Galahot, y le dice al rey:

—Señor, señor, ¿visteis alguna vez un hombre más valeroso que el del escudo negro?

—Verdaderamente, no hay caballero al que quiera conocer tanto como a él, por las muchas hazañas de que lo vi capaz.

—¿No lo hay? Decidme, pues, por mi señora que aquí está y por mi señor Galván, ¿qué daríais a cambio de tener siempre su compañía?

—Por Dios, dividiría por la mitad todo lo que tuviera, a excepción del cuerpo de la reina, que no lo puedo partir.

—Es mucho, realmente. Y vos, señor Galván, que Dios os dé la salud que deseáis, ¿qué haríais a cambio de tener siempre un hombre tan valiente?

Mi señor Galván se quedó pensativo un momento, como si no pensara recuperar nunca la salud.

—Que Dios me conceda salud; me gustaría ser la doncella más hermosa y sana del mundo, con tal de que me diera su amor sobre todas las cosas, durante toda su vida y la mía.

—Ciertamente, habéis ofrecido mucho. Y vos, señora, por lo que más queréis, ¿qué haríais para que un caballero semejante estuviera siempre a vuestro servicio?

—Por Dios, mi señor Galván ha ofrecido todo lo que puede ofrecer una dama y no hay mujer que pueda dar más.

Y se echan a reír todos.

—Y vos —le dice mi señor Galván—, Galahot, que a todos nos habéis preguntado, por el juramento que os he hecho, ¿qué haríais vos?

—Por Dios, yo convertiría mi honor en deshonra con tal de poder estar siempre tan seguro con él como querría que lo estuviera él conmigo.

—Que Dios me dé alegría —exclama mi señor Galván—, habéis ofrecido más que cualquiera de nosotros.

Entonces pensó mi señor Galván que ése había sido el caballero que había conseguido la paz entre los dos, y que por él Galahot había convertido su honor en deshonra, cuando vio que iba a vencer la batalla. Le dijo en voz baja a la reina que era tal como ella había supuesto, y Galahot fue más estimado por eso. Durante mucho tiempo estuvieron hablando del Caballero Negro; al cabo del rato, la reina se puso de pie y dijo que quería irse al torreón de mi señor Galván, pues allí estaban sus habitaciones. Galahot sale a acompañarla. Cuando ya estaban arriba, la reina le dice en voz baja a Galahot:

—Galahot, os quiero mucho y por vos haría más de lo que imagináis. Estoy segura de que el Buen Caballero está con vos y en vuestro poder; a él lo conozco bien. Os ruego, si es que en algo estimáis mi amor, que a cambio de que haga siempre por vos todo lo que esté en mi poder, os ruego que hagáis lo posible para que lo vea.

—Señora, no tengo ningún dominio sobre él, y no lo he visto desde que hicimos las paces el rey y yo.

—No puede ser que no sepáis dónde está.

—Si estuviera en mi pabellón, sería necesaria otra voluntad distinta de la vuestra y de la mía para que lo vierais; más aún teniendo en cuenta que no está en esta tierra.

—¿Dónde está? Me lo podéis decir.

—Señora, creo que está en mi país. Tened por seguro que por lo mucho que me habéis suplicado y conjurado para que haga todo lo que pueda, lo haré.

—No me queda duda de que si hacéis todo lo posible, lo veré. A vos me encomiendo, procurad que el resto de mis días os esté agradecida, pues es uno de los hombres que con más gusto conocería, y no porque espere obtener de él sólo cosas buenas, sino porque nadie debe enojarse por conocer a un hombre bueno, noble y valiente.

—Muchas gracias. Marchaos ahora y procurad que lo vea lo antes que podáis. Si está en vuestro país, enviad en su busca: que cabalguen día y noche para que llegue aquí tan pronto como pueda.

Después, Galahot se marcha y vuelve al lado del rey, de mi señor Galván y de los demás caballeros que están allí.

Al verlo, le dice el rey:

—Ya se han ido nuestras huestes; sólo nos quedan los más allegados. Haced que vuestras gentes se acerquen más a las nuestras, o haré que los míos se aproximen a los vuestros, para que estemos todos más cerca.

—Señor, haré que mi gente avance hasta la orilla del río, de forma que mi pabellón quede frente al vuestro; ordenaré que aparejen una barca que vaya y venga. Voy a dar las órdenes ahora mismo.

—Verdaderamente, habéis hablado muy bien.

Galahot regresa a su tienda, donde se encuentra a su compañero pensativo; le pregunta cómo iba todo, a lo que el caballero le responde que muy bien si no fuera por el continuo tormento del miedo.

—Señor —le pregunta Galahot—, por Dios, ¿de quién tenéis miedo?

—Temo ser conocido.

—Señor, no os preocupéis que, por la fe que os debo, no seréis reconocido, a no ser que así lo queráis.

Entonces le cuenta las ofertas que habían hecho el rey y mi señor Galván a cambio de tenerlo siempre a su lado; luego, le comenta lo que había dicho la reina, cómo le había suplicado que le dejara ver al caballero, y cómo le había respondido a su petición.

—Tened por seguro —siguió— que no hay cosa que desee tanto como conoceros. Mi señor el rey me ha rogado que acerque mis gentes a las suyas, de forma que mi pabellón quede frente al suyo, pues ahora estamos todos muy lejos. Decidme qué queréis que haga, pues dependerá de vuestra voluntad.

—Señor, os aconsejo que hagáis lo que mi señor el rey os pide, pues ello irá en vuestro beneficio.

—Mi buen amigo, ¿qué le debo contestar a mi señora acerca de lo que os he dicho?

—Ciertamente, no lo sé.

Entonces empieza a suspirar y las lágrimas le llegan a los ojos; se vuelve a un lado y se encuentra en tal estado que no sabe ni dónde está.

—Señor —le dice Galahot—, no os apesadumbréis por nada; decidme en secreto qué queréis y será como vos deseéis. Prefiero ser censurado por medio mundo antes de que me censuréis vos; por vuestro amor tienen el mío. Decidme qué queréis.

—Señor, lo que vos me aconsejéis, pues a partir de este momento me pongo bajo vuestra custodia.

—Por Dios, no sé qué daño le puede sobrevenir a nadie por ver a mi señora.

—Ciertamente, me ocasionará muchos pesares y muchas alegrías.

En ese momento se dio cuenta Galahot de su secreto, y lo acosa tan de cerca que no puede dejar de concederle lo que le pide.

—Pero tendrá que ser —añade el caballero— tan en secreto que no se entere nadie. Decidle a mi señora que habéis enviado en mi busca.

—Ya me ocuparé de todo, pues tengo que meditarlo con los detalles.

A continuación llama a su senescal y le ordena que tan pronto como se haya ido a la corte, que haga recoger el pabellón, las tiendas y la red de hierro, y que lo lleven todo hacia las gentes del rey, acampando tan cerca de ellos que no quede por medio nada más que el río. Luego, se aleja con un séquito muy pequeño.

La reina estaba fuera del torreón y vio llegar a Galahot; le sale al encuentro y le pregunta qué tal ha ido su asunto.

—Señora, he hecho tanto por vos que temo que vuestro ruego me prive de la cosa que más quiero de este mundo.

—Por Dios, por mi culpa no perderéis nada sin que a cambio os dé el doble, por lo menos. ¿Qué vais a perder?

—Señora al mismo que me pedís, pues temo que le ocurra algo que le aflija, y entonces lo perdería para siempre.

—Sería irreparable. Si Dios quiere, no os causaré tal pérdida, pues no sería cortés produciros algún daño con mi petición. ¿Cuándo vendrá?

—Señora, en cuanto pueda, pues he enviado a buscarlo a uña de caballo.

—Ya lo veremos, porque si quisierais estaría aquí mañana.

—Señora, no puede ser, aunque se ponga en marcha ahora mismo; querría que estuviera ya aquí.

Mientras hablaban así llegaron las gentes de Galahot a la orilla del río, y empezaron a plantar el pabellón frente al del rey; todos lo contemplan admirados, pues es muy hermoso y rico. Cuando estuvieron asentados colocaron la red de hierro, ante la extrañeza de las gentes del rey Arturo, pues nunca habían visto tal cantidad de riquezas, y fueron muchos los que se acercaron a verlas con la luz del día. Por la noche, Galahot volvió para estar con su compañero, al que le contó todo y le dijo que la reina estaba deseando verle. El caballero sintió en su corazón miedo y alegría. Después de hablar juntos un buen rato, Galahot volvió al lado del rey. La reina se le dirige y le pregunta si ha recibido noticias del caballero, a lo que él responde que todavía no.

—Mi dulce amigo —le pregunta la reina riéndose—, ¿no me estáis retrasando lo que podríais abreviar?

—Señora, por Dios, yo no lo vería con menos gusto que vos.

—Por eso tengo miedo, pues es habitual que lo que más se desea es lo que más se suele prohibir; y hay quienes a otros procuran ocultarles lo que más aman. No temáis, pues por mi culpa no perderéis nada.

—Señora, muchas gracias, pues pienso que me podréis ayudar más que yo a vos.

Hablando de tal modo pasaron el día; por la noche, Galahot volvió al pabellón del rey, pues el rey no quería que se fuera de su lado. La mañana siguiente, muy temprano, regresó Galahot junto a su compañero y le dijo las palabras de la reina, de forma que se sintió muy aliviado del miedo que tenía y no volvió a pasar los malos ratos que había estado pasando. Se le mejoran el cuerpo y el rostro, que se le había empalidecido y demacrado, y los ojos, que tenía enrojecidos e hinchados, también se le mejoran: y él recupera una parte de su belleza.

Galahot se alegra mucho al verlo así.

—Señor —le dice—, mi señora volverá a preguntarme por vos, ¿qué le debo responder?

—Señor, lo que mejor os parezca, pues todo depende de vos.

—Sé que os querrá ver mañana y os aconsejaría que así lo hicierais.

—Señor, me gustaría haber pasado ya ese día con honor y gozo.

Entonces se le enternece el corazón, y Galahot se da cuenta: lo deja a solas y regresa al pabellón del rey.

Apenas lo ve la reina, le pide noticias, a lo que él le responde:

—Señora, todavía es demasiado pronto, pero sabremos algo entre hoy y mañana.

—¿Qué decís? Vos sois el causante de los retrasos y de las demoras. Tratadme como desearíais que yo os tratara, si de mí dependiera.

Galahot empieza a reír. La dama de Malohaut, mientras tanto, se mantiene cerca, espía y escucha sus palabras, pues desea saber qué pretenden, porque de lo contrario se considerará afrentada.

Galahot volvió al lado de su compañero por la mañana y por la tarde, y cada vez que regresaba la reina le preguntaba si había encontrado alguna cosa. Por la noche volvió Galahot a su pabellón. Al amanecer se levanta y dirigiéndose a su compañero, le dice que no puede pasar más tiempo.

—Hoy os tiene que ver la reina.

—Señor, por Dios, haced que no lo sepa nadie, sino nosotros dos y ella, pues en la corte del rey Arturo hay gentes que me reconocerían sin dificultad si me vieran.

—No os preocupéis, ya me ocuparé de eso.

Se despide de él, una vez más, y llama al senescal:

—En caso de que os avise, venid con mi compañero, pero procurad que nadie se entere de que es él.

—Señor, que sea como queráis.

Entonces regresa Galahot al pabellón del rey, y la reina le pregunta qué noticias trae.

—Señora, muy buenas. Ha venido la flor de los caballeros de todo el mundo.

—Dios, ¿cómo puedo verlo? Quiero verlo de forma que nadie, más que vos y yo, sepa que es él, pues no deseo que otras gentes tengan ese gusto.

—Por Dios, así será, pues me ha dicho que no quiere que le reconozca nadie de la casa del rey.

—¿Cómo, es conocido aquí?

—Señora, hay quien lo podría reconocer si lo viera.

—Dios, ¿quién es?

—Por Dios, no lo sé, pues no me ha revelado su nombre todavía, ni me ha dicho quién es.

—¿No? Eso es admirable. Ya me tarda el verlo.

—Señora, en breve lo veréis, y os diré de qué modo. Iremos conversando hacia allí —y le indica un lugar cercano al prado y lleno de matorrales—, llevaremos el menor séquito posible: allí lo podréis ver un poco antes de que anochezca.

—¡Ay, qué bien habéis hablado ahora, mi dulce amigo! ¡Ojalá quisiera el Salvador del mundo que anocheciera ahora de inmediato!

Y se echan a reír los dos; la reina lo abraza dándole grandes muestras de alegría. La dama de Malohaut los ve y piensa que la cosa está más a punto que nunca: se mantiene en guardia y mira el rostro de todos los caballeros que llegan. Mientras tanto, la reina está muy contenta por el regreso del caballero y espera ansiosa la caída de la tarde; para olvidar al enojoso día, que le aburre, se dedica a hablar y a conversar.

De este modo pasa el día y empezó a anochecer después de la cena. La reina toma por la mano a Galahot, llama a la dama de Malohaut, a la doncella Lore de Carduel y a una doncella suya que había estado siempre a su lado, y se dirigen hacia la parte baja del prado, al lugar que le había indicado Galahot. Al poco tiempo, Galahot mira y ve a un escudero; lo llama y le ordena que vaya a su senescal, a decirle que acuda a su presencia en aquel sitio.

Cuando la reina lo oye, lo mira y le pregunta:

—¿Cómo? ¿Es vuestro senescal?

—No, señora; pero vendrá con él.

Mientras tanto, llegan bajo los árboles; Galahot y la reina se sientan a cierta distancia del séquito; las damas se quedan admiradas del secreto que guardan ambos. El criado va en busca del senescal y cumple el encargo.

El senescal recoge inmediatamente al caballero, atraviesan el río y descienden por el prado hasta el lugar que les había indicado el escudero: eran los dos caballeros de tan hermoso aspecto que difícilmente se podría encontrar en su país a otros que los superaran.

Cuando ya estaban cerca, las damas los contemplan; al punto reconoció la dama de Malohaut al caballero y al que había tenido en su poder durante tanto tiempo; como no deseaba ser reconocida, inclinó la cabeza y se ocultó tras la señora Lote. Los dos caballeros pasan de largo y el senescal los saluda. En ese momento Galahot le dice a la reina:

—Ved ahí al mejor caballero del mundo.

—¿Cuál de los dos es?

—Señora, ¿quién creéis?

—Verdaderamente, los dos son bellos, pero ninguno me parece que sea la mitad de valiente que el Caballero Negro.

—Señora, tened por seguro que es uno de los dos. En eso, llegan ante la reina. El caballero tiembla tanto que apenas puede saludarla; ha perdido el color, con gran sorpresa por parte de la reina. Entonces, se arrodillan los dos; el senescal la saluda y el otro hace lo mismo, pero en voz muy baja y clavando los ojos en el suelo, como hombre tímido. La reina piensa que es él. Galahot, dirigiéndose al senescal, le dice:

—Id a dar compañía a esas doncellas, que están muy solas.

El senescal cumple las órdenes de su señor, mientras que la reina toma al caballero por la mano, pues aún estaba de rodillas, y hace que se siente delante de ella; con cara alegre, le dice riendo:

—Señor, hemos deseado mucho vuestra presencia; gracias a Dios y a Galahot os podemos ver ahora. Sin embargo, no sé si es éste el caballero que yo quería ver, aunque Galahot me ha dicho que sí erais vos. Desearía saber quién sois y que me lo dijerais vos mismo, si no os molesta.

Le responde que no sabe quién es, pero en ningún momento le miró el rostro a la reina. Ésta se pregunta admirada qué le puede pasar, aunque sospecha una parte de lo que tiene. Galahot, que lo ve tímido y asustado, piensa que será más fácil que le descubra su pensamiento a la reina si está a solas con ella; mira hacia donde están las damas y dice en voz alta, para que lo oigan:

—Es cierto, soy un villano, pues todas esas damas sólo están acompañadas por un caballero, como si estuvieran solas.

Entonces se pone en pie y va a donde las damas estaban sentadas. Al verlo llegar, se levantan, pero él hace que se vuelvan a sentar y empieza a hablar de cosas variadas.

La reina entabla conversación con el caballero, y comienza diciéndole:

—Dulce señor, ¿por qué os ocultáis de mí? Realmente, no hay motivo; decidme al menos si sois vos el que venció el combate de anteayer.

—No, señora.

—¿Cómo? ¿No llevabais armas negras? ¿No fue a vos a quien le envió tres caballos mi señor Galván?

—Señora, sí.

—¿No sois el que anteayer llevaba las armas de Galahot?

—Señora, es cierto, sí.

—¿Sois vos el que venció en los combates del primer día y del segundo?

—Señora, no fui yo; de verdad.

La reina se da cuenta entonces de que no quería reconocer que había vencido en los combates, y por ello lo estima más.

—Decidme, ¿quién os armó caballero?

—Señora, vos.

—¿Yo? ¿Cuándo?

—Señora, ¿recordáis que un caballero se presentó a mi señor el rey Arturo en Camalot, y que estaba herido en el cuerpo y tenía un tajo de espada en la cabeza? Aquel viernes por la tarde se presentó también un muchacho y fue armado caballero el domingo.

—Lo recuerdo bien. Pero, por Dios, ¿era a vos a quien llevaba la doncella vestida de blanco?

—Señora, sí.

—¿Por qué decís que os armé caballero?

—Porque es verdad, pues era costumbre en el reino. Señora, no sé quién me prendió, pero fui hecho prisionero.

—¿A dónde ibais?

—Señora, seguía a un caballero.

—Cuando nos dejasteis la última vez, ¿a dónde os dirigisteis?

—Señora, tras el caballero al que iba siguiendo.

—¿Combatisteis?

—Sí, señora.

—¿A dónde fuisteis luego?

—Señora, encontré a los gigantes que le dieron muerte a mi caballo, pero mi señor Yvaín —que tenga suerte— me dio el suyo.

—¡Ay! Ya sé quién sois; os llamáis Lanzarote del Lago.

Se queda callado.

—Por Dios —añade la reina—, hace tiempo que se sabe en la corte. Fue mi señor Galván el primero en decirlo.

A continuación le cuenta cómo mi señor Galván había dicho que era el tercer combate, cuando mi señor Yvaín dijo que la doncella había dicho: «Es el tercero». Luego, le pregunta por qué consintió que el peor hombre del mundo le llevara sujeto por el freno.

—Señora, como si no tuviera poder sobre mi cuerpo y mi corazón.

—¿Estuvisteis en el primer combate?

—Sí, señora.

—¿Qué armas llevabais?

—Unas completamente rojas.

—Por mi cabeza, es cierto. Y en el combate de anteayer, ¿por qué realizasteis tales proezas?

Empieza a suspirar profundamente y la reina insiste, a sabiendas de lo que le ocurre:

—Decidme qué os pasa; no se lo descubriré a nadie. Sé que lo hicisteis por alguna dama; decidme quién es, por la fe que me debéis.

—Señora, veo que no me queda más remedio que decirlo. Fue por vos, señora.

—¿Por mí?

—Así es, señora.

—No fue por mí por quien quebrasteis las tres lanzas que os dio mi doncella, pues yo me quedé al margen del envío.

—Señora, por ellos hice lo que debía, y por vos todo lo que pude.

—Y todo lo que habéis hecho, ¿por quién lo habéis hecho?

—Por vos, señora.

—¿Cómo? ¿Tanto me amáis?

—Señora, no amo tanto ni a mí mismo, ni a cualquier otro.

—¿Desde cuándo me amáis así?

—Señora, desde el momento en que me llamasteis caballero sin serlo.

—Por la fe que me debéis, ¿de dónde procede tamo amor?

En ese momento, la dama del Puy de Malohaut tosió a caso hecho, y estiró la cabeza, que había mantenido inclinada. Él la oyó al punto y la reconoció, pues la había oído en otras muchas ocasiones. La mira y no le queda ninguna duda: sintió tal miedo y tal angustia en su corazón que no pudo responder a lo que la reina le preguntaba; empezó a suspirar profundamente y las lágrimas le brotaron de los ojos con tal abundancia que el jamete que llevaba puesto se le mojó hasta las rodillas. Cuanto más miraba a la dama de Malohaut, peor se encontraba su corazón. La reina se da cuenta de que contemplaba entristecido el lugar donde estaban las damas, e insiste:

—Decidme, ¿de dónde procede ese amor? Os estoy preguntando.

Se esfuerza en hablar y, al fin, responde:

—Señora, procede de donde os he dicho.

—¿Cómo?

—Señora, vos fuisteis la impulsora, pues me convertisteis en vuestro amigo, si no mentía vuestra boca.

—¿Mi amigo? ¿Cómo?

—Señora, fue ante vos después de pedir permiso a mi señor el rey; yo llevaba puestas todas las armas a excepción de las que cubren la cabeza y las manos; os encomendé a Dios y os dije que sería vuestro caballero en cualquier lugar en que me encontrara, a lo que vos me contestasteis que deseabais que fuera vuestro caballero y vuestro amigo. Luego, os dije: «Adiós, señora», y vos me respondisteis: «Adiós, mi dulce amigo», y esas palabras no me han abandonado el corazón; serán las que harán de mí un caballero noble y valiente, si lo llego a ser. Nunca se me olvidarán vuestras palabras, aunque me encontrara en las peores situaciones. Vuestras palabras me dan ánimo en los momentos de aflicción; vuestras palabras me han protegido de todo daño y me han sacado del peligro; vuestras palabras me han enriquecido en mis grandes pobrezas.

—A fe mía, dije esas palabras en buena hora. Que Dios sea adorado, pues me hizo que las pronunciara. Sin embargo, yo no me las tomé tan en serio como vos; a muchos caballeros les he dicho lo mismo, sin pensar más que en las palabras. Vuestro pensamiento no se portó con villanía, sino que fue dulce y agradable, y habéis tenido suerte de convertiros en un caballero lleno de nobleza y valentía. Pero no es frecuente que los caballeros muestren a muchas damas grandes elogios, sin que ello les importe poco. Vuestro rostro me indica que amáis a una de aquellas damas más que a mí, pues habéis llorado de miedo al verla y no os atrevéis a mirar allí directamente: me doy cuenta de que vuestro pensamiento no está conmigo, en contra de lo que pretendéis aparentar. Por la fe que le debéis a lo que más queráis, decidme a cuál de las tres es a la que tanto amáis.

—Señora, por Dios, os juro que ninguna de las tres fue dueña de mi corazón en ningún momento.

—No es necesario que juréis, no lo podéis disimular: muchas veces he visto cosas semejantes y me doy cuenta de que vuestro corazón está allí, igual que vuestro cuerpo está aquí.

Esto lo hacía la reina para causarle malestar, pues no dudaba que no había pensado en amar a otra más que a ella, como probaban las hazañas realizadas el día de las armas negras; pero se divertía viendo y contemplando su malestar.

Él estaba tan angustiado que por poco se desmaya, pero resiste por miedo a las damas que veía. La misma reina temía que se desmayara: vio que se le mudaba el color y que le cambiaba; lo sujetó por los hombros para que no se cayera, y llamó a Galahot. Éste se puso en pie de un salto y acudió corriendo; al ver en tal estado a su compañero, preguntó:

—Señora, decidme, ¿qué ha pasado?

La reina se lo cuenta.

—Ay, señora —dice Galahot—, por Dios tened compasión: podríais privarme de él y sería una gran calamidad.

—Realmente, querría que fuera mío. Pero ¿sabéis por quién realiza tales proezas?

—Señora, no.

—Señor, si es cierto lo que me ha dicho, es por mí.

—Señora, por Dios, os lo debéis creer, pues del mismo modo que es más noble y valiente que cualquiera, así su corazón es más verdadero que todos los demás.

—No os equivocaríais al decir que está lleno de nobleza y valentía si supierais las hazañas que ha llevado a cabo desde que fue armado caballero.

A continuación le cuenta todas las proezas tal como él se las había ido diciendo, y añade que Galahot lo conocía ya, pues fue el que llevó las armas rojas en el primer encuentro, «y sabed que todo ello lo hizo como resultado de tres palabras»: le cuenta cómo había sido, tal como ya habéis escuchado.

—Ay, señora, tened compasión de él, igual que yo hice lo que me pedisteis.

—¿Cómo puedo tener compasión?

—Señora, sabéis que os quiere más que a ninguna cosa, y por vos ha hecho más que cualquier caballero por su dama. La misma paz de mi señor el rey y yo a él se debe.

—Ya sé que ha hecho por mí tanto que nunca se lo podré pagar, sin contar la paz que ha conseguido. No hay cosa que me pida que no le dé de grado. Pero no me ha pedido nada, y está tan triste y desconsolado que no ha cesado de llorar desde que miró hacia aquellas damas; no pienso que sea por el amor de ninguna de ellas, sino porque teme que alguna lo conozca.

—Señora, de eso no es necesario hablar; tened compasión de él, pues os ama más que a sí mismo: yo ignoraba su secreto cuando vino, pero me advirtió que temía ser reconocido, y no me descubrió ningún otro sentimiento.

—Tendré compasión de él de la forma que vos me digáis, pues vos habéis hecho lo que os pedí. Él no me ha suplicado nada.

—Señora, no se atreve, porque no hay cosa que se desee que no cause miedo. Yo os lo voy a pedir por él, y si yo no lo hiciera, vos misma deberíais hacerlo, pues nunca llegaréis a alcanzar un tesoro más rico.

—Bien lo sé; estoy dispuesta a hacer todo lo que me ordenéis.

—Señora, muchas gracias. Os ruego que le concedáis vuestro amor y que lo aceptéis como caballero vuestro para el resto de la vida; sed su leal señora y lo habréis hecho más rico que si le hubierais dado todo el mundo.

—Acepto que sea mío y yo seré suya; vos castigaréis las violaciones de esta promesa.

—Señora, muchas gracias. Ahora es necesaria una señal que indique el comienzo del pacto.

—No diréis nada que yo no esté dispuesta a hacer.

—Señora, os lo agradezco: besadlo en mi presencia como prueba de vuestro verdadero amor.

—No es hora ni momento, ni lugar para darle un beso. Tengo tantos deseos de hacerlo como él, pero esas damas ya están sorprendidas por lo mucho que hemos hablado: no podríamos impedir que nos vieran. Sin embargo, si él lo desea, con mucho gusto le daré un beso.

Galahot está tan contento y admirado que no puede contestar nada, y se limita a decir:

—Señora, muchas gracias. Señora, no dudéis de sus deseos, pues todo él lo quiere. Nadie se dará cuenta: los tres juntos nos acercaremos un poco, como si estuviéramos hablando en voz baja.

—¿Por qué me hago de rogar? Lo deseo más que vos y que él.

Se juntan entonces los tres y hacen como si estuvieran hablando en voz baja. La reina ve que el caballero no se atreve a más; lo coge por la barbilla y, delante de Galahot, lo besa durante un buen rato, de forma que la dama de Malohaut se da cuenta de que está besándolo.

Luego, la reina empieza a hablar con prudencia y discreción, pues sabía comportarse de forma adecuada.

—Mi dulce amigo —le dice al caballero— ya soy vuestra, lo habéis logrado, y estoy muy contenta. Procurad que se mantenga en secreto, como es debido, pues soy una de las damas de mayor prestigio en el mundo y de la que se han contado las mayores bondades: si por culpa vuestra empeora mi fama, mi amor se hará feo y malvado. A vos, Galahot, que sois prudente, os ruego discreción, pues el daño que me puede sobrevenir es por vos. Si recibo alegría y gozo, vos me los habréis proporcionado.

—Señora —le responde Galahot—, no se os volverá en mal, y he cumplido con lo que me ordenasteis; ahora deberíais escuchar una súplica mía: ayer os dije que me podríais ayudar más que yo a vos.

—Hablad sin miedo, pues haré lo que me pidáis.

—De acuerdo; si le falláis en algo habrá sido en vano el daño cometido por vos para mantenerlo a vuestro lado.

Entonces toma al caballero por la mano derecha y dice:

—Galahot, os entrego a este caballero para siempre, a excepción de lo que lo he tenido yo antes. Prometed que lo aceptáis.

El caballero lo promete.

—¿Sabéis —le pregunta la reina a Galahot— a quién os he entregado?

—No, señora.

—Es Lanzarote del Lago, el hijo del rey Ban de Benoic.

De tal modo se lo da a conocer a Galahot, que se alegra mucho, con un gozo como nunca hubo otro mayor, pues había oído hablar mucho de él: las palabras corren y le habían contado que Lanzarote del Lago era el mejor caballero del mundo, que era pobre y que el rey Ban había sido un hombre de gran nobleza.

Así se produjo el primer encuentro de Lanzarote y la reina gracias a Galahot, que no lo conocía más que de vista, y por eso Lanzarote le había hecho prometer que no le preguntaría el nombre hasta que él se lo dijera, o hasta que se lo dijera otro por él.

A continuación se levantaron los tres, cuando ya se estaba haciendo noche cerrada, aunque había claridad porque había salido la luna: se podía distinguir sin dificultades todo el prado. Los tres empezaron a subir a través del prado hacia el pabellón del rey; el senescal de Galahot y las damas los siguieron hasta que llegaron a las tiendas de la gente de Galahot; en ese momento, Galahot le dice a su compañero que regrese al pabellón. Lanzarote se despide de la reina y se retira acompañado por el senescal. Mientras, Galahot acompaña a la reina al pabellón del rey; cuando éste los ve llegar, les pregunta que de dónde vienen.

—Señor —responde Galahot—, venimos de contemplar los prados con este pequeño séquito.

Se sientan y empiezan a hablar de muchas cosas. Galahot y la reina están muy a gusto.

Al cabo de un rato, se levanta la reina y va al torreón para acostarse; Galahot la acompaña hasta allí, la encomienda a Dios y le dice que va a acostarse con su compañero.

—Señora —continúa—, le daré ánimos.

—¡Ay, qué bien habéis hablado! Así se quedará más a gusto.

Galahot se va, se despide del rey diciéndole que no se lo tome a mal, pero que va a ir a acostarse al otro lado del río con su gente, pues hace mucho que no está con ellos, «y me conviene hacer su voluntad, pues me aman mucho».

—Ciertamente, señor —le dice mi señor Galván—, tenéis razón, porque hay que honrar a los propios nobles, cuando se tienen.

Galahot se marcha y regresa al lado de su compañero; ambos se acuestan en una misma cama y hablan durante toda la noche por la gran alegría que tienen en el corazón.

Pero ahora dejaremos estar las palabras sobre Galahot y su compañero, y os hablaremos de la reina, que había regresado al torreón muy contenta y muy a gusto. Piensa que ha actuado de forma oculta, pero es de otro modo, pues la dama de Malohaut ha visto todo lo que ha hecho. Cuando Galahot se alejó, la reina se dirigió a una ventana y empezó a pensar en lo que más le agradaba. La dama de Malohaut se le acercó en el momento en que la vio más sola y le dijo muy en secreto:

—Ay, señora, qué buena es la compañía de cuatro.

La reina lo oye, no responde ni palabra y finge no haber oído nada. Poco después la dama volvió a repetir las mismas palabras, y entonces la reina la llamó:

—Decidme, ¿por qué habéis dicho eso?

—Señora, salva sea vuestra gracia; no voy a contestar, porque ya he dicho más de lo que me convendría, pues no se debe intentar ser confidente de la propia dama o del señor, a menos de exponerse al odio de la dama.

—Por Dios, no me podéis decir nada que provoque mi odio, pues os tengo por tan prudente y tan cortés que no diríais nada que fuera en contra de mi voluntad. Hablad sin miedo, pues así lo deseo y os lo ruego.

—Señora, entonces os lo voy a decir. Afirmo que es muy buena compañía cuatro pues he visto el encuentro que le habéis concedido al caballero que ha estado hablando con vos en el campo. Sé que a vos es a quien más ama en el mundo, y tendréis razón si le entregáis vuestro amor, pues no encontraréis a nadie mejor.

—¿Cómo? ¿Lo conocíais?

—Sí, señora. Hubo días en que yo os podía haber hecho tanto daño como vos a mí, pues durante mucho tiempo lo tuve prisionero: es el de las armas rojas que venció en el enfrentamiento, y es el que anteayer llevaba armas negras. Yo le di tanto las unas como las otras. El otro día, que se quedó pensativo junto al río, cuando yo me esforzaba en que luchara, lo hacía porque sospechaba que os amaba, aunque yo querría que hubiera estado enamorado de mí: alejó de mí tales ideas descubriendo parte de su pensamiento.

A continuación le cuenta cómo lo había tenido prisionero durante año y medio, por qué motivo lo había apresado y por qué había ido ella a la corte del rey. Y le contó todo, hasta que salió de la prisión.

—Decidme ahora —le interrumpe la reina—, por qué decís que más vale la compañía de cuatro que de tres. Más fácil es que tres oculten una cosa, que no cuatro.

—Señora, es cierto.

—Entonces será mejor la compañía de tres que la de cuatro.

—Señora, no ocurre así en este caso, y os diré por qué. Es evidente que el caballero os ama; lo sabe Galahot, y a partir de este momento irán siempre juntos, estén donde estén, pues ya se quedarán aquí por poco tiempo. Vos os quedaréis sola, sin atreveros a descubrirle vuestro pensamiento a nadie: no os encontraréis a gusto y tendréis que soportar a solas el peso. Pero si aceptaras que yo fuera la cuarta de la compañía, nos solazaríamos juntas, igual que harán ellos dos; y de este modo os sentiréis más a gusto.

—Decidme, ¿sabéis quién es el caballero?

—Por Dios, no; ya os he contado cómo me ocultó su nombre.

—Realmente, señora, sois buena observadora. Tendría que ser muy prudente quien os quisiera ocultar algo; ya que es así, puesto que me pedís que os acepte como compañera, os lo concedo; pero tendréis que soportar la carga igual que yo.

—Señora, ¿qué deseáis? Haré lo que queráis con tal de obtener vuestra compañía.

—Por Dios, la obtendréis, pues yo no podría tener mejor compañía que la vuestra, aunque sí más rica. Nunca os dejaré a partir del momento en que estéis a mi lado, porque cuando empiezo a amar, nadie ama más que yo.

—Señora, estaremos juntas todas las veces que lo deseéis.

—Dejadme obrar ahora según mi voluntad, y mañana confirmaremos la unión de los cuatro.

A continuación la reina le cuenta las palabras de Lanzarote y cómo empezó a llorar cuando miró hacia donde estaban ellas, y «estoy segura de que os reconoció. Era Lanzarote del Lago, el mejor caballero del mundo».

De este modo hablaron las dos durante mucho tiempo con gran alegría por su nueva relación. Por la noche, la reina no permitió de ningún modo que la dama de Malohaut se acostara con nadie que no fuera ella, y a pesar de que la dama tenía cierto miedo a dormir con la reina, se vio obligada a hacerlo. Cuando se acostaron empezaron a hablar del nuevo amor. La reina le pregunta a la dama de Malohaut si ama a alguien, a lo que ésta responde que no, «y sabed —añade— que sólo estuve enamorada una vez, y aun en aquella ocasión no pasé del pensamiento». Lo decía por Lanzarote, al que había amado todo cuanto puede amar un corazón, pero del que no había recibido ninguna correspondencia; no le dijo a la reina que se trataba de él. Entonces la reina piensa en conseguir que se enamoren su compañera y Galahot, pero no quiere hacer nada antes de saber si Galahot tiene amiga, en cuyo caso no lo requeriría para que amara a la dama de Malohaut.

Por la mañana, se levantaron las dos y fueron al pabellón del rey, que se había quedado allí por acompañar a mi señor Galván y a los demás caballeros. Lo despertó la reina y le dijo que era un holgazán por estar acostado todavía a aquella hora.

Las dos damas se fueron al prado acompañadas por otras tres damas y muchas doncellas de su séquito. Se dirigieron al lugar del encuentro de la víspera, y la reina le dijo a la dama de Malohaut que amaría aquel sitio más que ningún otro el resto de su vida. A continuación le contó toda la entrevista con Lanzarote, cuál era su aspecto y cómo la escuchaba completamente atónito. De este modo, no dejó de contarle nada de lo que podía recordar. Luego, empezó a alabar a Galahot, diciendo que era el caballero mejor enseñado y que mejor sabía tratar a las personas de valor, «y tened por seguro que le voy a contar la nueva relación que ha surgido entre nosotras dos, y ya veréis cómo se alegra mucho. Vámonos ahora, pues no tardará en llegar».

Cuando las damas regresaron, el rey ya se había levantado y había enviado a buscar a Galahot, que no tardó en acudir. Al verlo, la reina le contó de inmediato su nueva relación con la dama de Malohaut, pero antes le dijo:

—Galahot, no me mintáis en lo que os voy a preguntar, por la fe que me debéis.

—Señora, así lo haré.

—¿Estáis enamorado de alguna dama o doncella?

—Señora, os juro que no.

—¿Sabéis por qué os lo pregunto? Porque yo he depositado mis amores según vuestra voluntad y deseo que vos os enamoréis de quien yo os diga. ¿Sabéis de quién va a ser? De una dama prudente y cortés, de alta condición y rica de todo tipo de méritos.

—Señora, podéis hacer lo que queráis, tanto con mi corazón como con mi cuerpo. ¿Quién es la dama a la que debo pertenecer?

—Es la dama de Malohaut, que es ésa que está ahí.

Y se la señala.

A continuación le cuenta cómo los había estado observando la noche anterior y cómo había tenido prisionero a Lanzarote durante más de un año y medio, hasta que llegaron al pacto que le permitió la libertad; por fin, le cuenta las palabras que la dama de Malohaut le había dicho a Lanzarote y que éste se había puesto a llorar acordándose de la reina: «por todo eso sé —concluyó la reina— que es la dama mejor del mundo y por eso quiero que gracias a mí os enamoréis vos y ella, pues el mejor caballero del mundo debe tener por dama a la mejor. Cuando estéis en lejanas tierras vos y mi caballero, nosotras podremos reconfortarnos mutuamente en nuestros pesares y aligerarnos con nuestras alegrías, de forma que la carga será más fácil de soportar».

—Señora, aquí tenéis mi cuerpo y mi corazón, haced con ellos lo que deseéis, igual que yo he hecho con los vuestros.

Entonces llama a la dama de Malohaut y le dice:

—Señora, ¿estáis preparada para lo que voy a hacer con vos?

—Sí.

—Por Dios, voy a entregar vuestro corazón y vuestro cuerpo.

—Señora —le contesta a la reina con discreción—, obrad a vuestro antojo.

La reina la toma por una mano y a Galahot por la otra y le dice a éste:

—Señor caballero, os doy en cuerpo y corazón a esta dama como auténtica amiga, leal y dispuesta a amar.

Así lo aceptan ambos y la reina consigue que se besen; después acuerdan en ir a hablar los cuatro juntos, «ya pensaremos de qué modo lo vamos a hacer». A continuación se levantan y le dicen al rey que debe ir a misa, a lo que les responde que las estaba esperando.

A continuación van todos a la iglesia mayor. Después de misa, les prepararon la comida y se sentaron a la mesa. Luego, el rey, la reina y Galahot fueron a sentarse un rato junto a mi señor Galván y, pasado algún tiempo volvieron al lado de los demás caballeros, entre los que había muchos heridos, a los que visitaron de uno en uno. El rey llevaba de la mano a la dama de Malohaut y Galahot a la reina. Allí se pusieron de acuerdo para ir a hablar los cuatro al anochecer, igual que habían hecho la noche anterior, y decidieron que fuera el mismo lugar.

—Pero lo haremos de otro modo —dijo la reina—, pues dejaremos que venga mi señor el rey y vos llevaréis a vuestro caballero, y que no se preocupe por nada, porque no lo conocerá nadie, ya que quiere ocultarse y esconderse. Cuanta más gente haya, habrá menos comentarios, y de ese modo podremos mantener la relación el resto del tiempo que mi señor se quede aquí: sería difícil continuar hablando a escondidas, porque no se podría esconder el lugar.

De este modo fijan el encuentro. Al atardecer, Galahot fue a ver a sus gentes y le dijo a su compañero cómo habían quedado citados; él así lo aceptó. A la hora de cenar, Galahot ordenó a su senescal que cuando viera que pasaba el prado con el rey y la reina, que atravesara el río con su compañero y fuera a su encuentro. A continuación se va acompañado por numerosos caballeros y se presenta ante el rey que estaba esperándolo para sentarse a la mesa.

Cuando acabaron de cenar le dijo la reina al rey:

—Señor, vayamos a pasear por los prados.

El rey acepta y se dirigen hacia el lugar con Galahot y con otros muchos caballeros. La reina iba con la dama de Malohaut y con numerosas damas y doncellas. Cuando el senescal los vio, atravesó el río con Lanzarote y se metieron en el séquito del rey. Al cabo de un rato, se sentaron todos y empezaron a hablar; mientras estaban en esto, el rey Yon se acercó al rey Arturo para decirle que tenía que ponerse en marcha, pues habían llegado mensajeros de su tierra con noticias. El rey se apartó con él y habló en secreto durante un buen rato.

Entonces se levantaron la reina, Galahot y la dama de Malohaut, llamaron a Lanzarote y se fueron los cuatro juntos a hablar alejados de los demás y fueron a los arbustos: allí se sentaron y la reina le presentó a Lanzarote la dama que lo había tenido prisionero durante tanto tiempo; él sintió mucha vergüenza y la reina le dijo riendo que aquella ladrona había sido la que se lo había ocultado para que no lo conociera antes. Estuvieron mucho rato allí, sin hablar ni discutir, sino besándose y abrazándose con gusto. Al cabo de mucho tiempo, volvieron a donde estaba el rey, luego regresaron al pabellón y el senescal acompañó a Lanzarote a su tienda.

Y de modo semejante hablaban todas las noches los cuatro, sin plantearse otro tipo de deleite.

Permanecieron en aquel lugar hasta que mi señor Galván se mejoró bastante y empezó a encontrarse mejor de lo habitual, de forma que ya echaba de menos regresar a su tierra, donde tenía a la dama amada. Entonces le dijo al rey que deseaba marcharse, a lo que éste le respondió:

—Buen sobrino, estoy aquí por vos y por Galahot, al que mucho quiero.

—Señor, rogadle mañana que se vaya con vos y nos iremos pasado mañana. Si os acompaña, será un gran honor, y si no viene, lo volveréis a ver en su momento, si Dios quiere.

El rey se muestra de acuerdo. El día siguiente le pide a Galahot que lo acompañe a su tierra, pero éste le responde que no puede ser, «pues tengo mucho que hacer en mi lejano país, señor, y me he quedado aquí por vos y sé que vos os habéis quedado por mí».

—Es cierto —le responde el rey—, pero os ruego, mi dulce amigo, que me permitáis volver a veros lo antes posible.

Galahot le dice que sí.

Por la noche volvieron a estar juntos los cuatro, y a la hora de la despedida fue grande la tristeza. Se dieron de plazo para la nueva cita hasta el primer torneo que hubiera en el reino de Logres.

De este modo se despidieron los dos caballeros de sus damas, que tanto los querían. Galahot se quedó con su compañero, que tenía un aspecto distinto al de la noche anterior, y lo reconforta como puede. La reina volvió con el rey, al que le dijo que le había rogado a la dama de Malohaut que fuera con ella y que a partir de aquel momento se quedara siempre en su compañía, «pues me gusta mucho estar con ella y me parece que a ella le pasa lo mismo conmigo, de forma que no serán necesarias grandes súplicas».

—Me parece muy bien —contesta el rey. A continuación se lo pide y ruega a la dama y a ésta no le queda otro remedio. Por la mañana, el rey emprende la marcha por su lado y Galahot por el suyo y regresa cada cual a su tierra.

Pero aquí deja la historia de hablar del rey, de la reina y de su compañero.

Historia de Lanzarote del Lago
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
Section0134.xhtml
Section0135.xhtml
Section0136.xhtml
Section0137.xhtml
Section0138.xhtml
Section0139.xhtml
Section0140.xhtml
Section0141.xhtml
Section0142.xhtml
Section0143.xhtml
Section0144.xhtml
Section0145.xhtml
Section0146.xhtml
Section0147.xhtml
Section0148.xhtml
Section0149.xhtml
Section0150.xhtml
Section0151.xhtml
Section0152.xhtml
Section0153.xhtml
Section0154.xhtml
Section0155.xhtml
Section0156.xhtml
Section0157.xhtml
Section0158.xhtml
Section0159.xhtml
Section0160.xhtml
Section0161.xhtml
Section0162.xhtml
Section0163.xhtml
Section0164.xhtml
Section0165.xhtml
Section0166.xhtml
Section0167.xhtml
Section0168.xhtml
Section0169.xhtml
Section0170.xhtml
Section0171.xhtml
Section0172.xhtml
Section0173.xhtml
Section0174.xhtml
Section0175.xhtml
Section0176.xhtml
Section0177.xhtml
Section0178.xhtml
Section0179.xhtml
Section0180.xhtml
Section0181.xhtml
Section0182.xhtml
Section0183.xhtml
Section0184.xhtml
Section0185.xhtml
Section0186.xhtml
Section0187.xhtml
Section0188.xhtml
Section0189.xhtml