XL

El caballero de la litera estuvo con el ermitaño hasta que se encontró completamente curado y sano, y con grandes deseos de llevar las armas de nuevo; hasta la asamblea faltaban aún quince días. Se despidió entonces del ermitaño y se marcha con su médico —que lo había cuidado muy bien— y con sus cuatro escuderos. A unas seis leguas de la ermita llama a su médico y le dice:

—Maestro, ahora tengo que ir a un asunto al que vos no podéis venir, pues está lejos y quiero ir solo: os ruego que no os lo toméis a mal. Os agradezco profundamente la amistad que me habéis mostrado y contad conmigo siempre que me necesitéis.

El médico se marcha y el caballero va de un lugar a otro durante todo el día, como quien no quiere ser conocido: por eso despidió al médico, porque no quería que lo conocieran por su culpa; del mismo modo, hace que tapen su escudo —que era el rojo— para que no lo vea nadie.

De tal forma, toma un camino distinto del que llevaba al lugar de la asamblea para despistar al médico. Después de haber cabalgado hasta la hora de nona, lo alcanzó un escudero que montaba un gran caballo de caza, completamente empapado de sudor.

—Criado, ¿a dónde vas tan deprisa?

—Estoy en una situación muy triste.

—¿Qué te ocurre?

—Mi señora la reina está prisionera en la Dolorosa Guardia.

—¿Qué reina?

—La mujer del rey Arturo.

—¿Por qué está prisionera?

—Porque el rey Arturo dejó que se marchara el caballero que había conquistado el castillo; mi señora fue a la asamblea y ayer por la tarde se alojó en el castillo: la han apresado y dicen que nunca, a pesar del rey Arturo y de su poder, la dejarán libre hasta que ella haga volver al caballero al que el rey dejó marchar. Mi señora ha enviado por todos los caminos a sus mensajeros, y ordena al caballero que vaya en su socorro para que no sea afrentada, pues si no la entregarán al que fue señor del castillo si pone fin a los encantamientos; y que éste, con mucho gusto, la deshonrará para afrentar al rey Arturo.

—Buen amigo, ¿quedará libre la reina si acude el caballero a la Dolorosa Guardia?

—Sí, por supuesto.

—Así será. Ve y dile a la reina que por la mañana o antes estará allí el caballero, que esté completamente segura de ello.

—Señor, yo no me atrevería a volver sin haber hablado con él.

—Vete y dile que has hablado con él.

—¿Sois vos? Si no estuviera seguro no se lo diría.

—Vete. Soy yo; me has obligado a hablar como villano.

El criado se marcha lo más deprisa que el caballo lo puede llevar. El caballero acelera el paso tras él y llega cuando ya es de noche. Al pasar las puertas ve que todas las calles están alumbradas con gruesos cirios y antorchas, y que la puerta continúa cerrada. Entonces le sale al encuentro el escudero que había ido a buscarlo y cuando lo ve el caballero, le dice:

—¿Dónde está mi señora la reina?

—Señor, os llevaré ante ella.

Lo conduce al palacio, que estaba sobre una roca cortada a pico y que sólo tenía una entrada, con puerta de hierro tan grueso que nada lo podía romper. El caballero se quita el yelmo, pero no se baja la ventana; el escudero le entrega un montón de velas diciéndole:

—Alumbrad delante de vos, que yo voy a cerrar la puerta.

Piensa que es cierto lo que le dice, pero no es así: ha sido traicionado, pues la reina no estaba allí. Cierra la puerta tan pronto como puede y cuando el caballero se ve apresado, lo siente mucho, pues sabe que no podrá salir cuando quiera.

Toda la noche estuvo allí el caballero; por la mañana se le acercó una doncella de cierta edad y habló con él a través de una ventana:

—Señor caballero, ya sabéis las condiciones: no podréis salir sin llegar a un acuerdo.

—¿Qué acuerdo, señora?

—Vos conquistasteis el castillo: lo debíais haber dejado en paz, pero os fuisteis.

—Señora, ¿ha sido puesta en libertad mi señora la reina?

—Sí, y vos os habéis quedado en su lugar: es necesario que pongáis fin a los encantamientos del castillo.

—¿Cómo podré hacer que cesen?

—Jurando que haréis cuanto podáis cada vez que se presente una aventura.

Así lo otorga; entonces le llevan los Evangelios a la ventana y él jura lo que la doncella le había pedido; a continuación le abren la puerta de hierro para que salga. Le dan de comer muy bien, pues no había comido desde el día anterior por la mañana. Cuando ha terminado, le revelan los secretos del castillo y le dicen que tiene que permanecer en él durante cuarenta días, o ir a buscar las llaves de los encantamientos; contesta que irá en busca de las llaves, si le dicen dónde están, «pero procurad que todo termine pronto, pues tengo que hacer en otros sitios».

Le dan sus armas y, una vez armado, lo llevan al cementerio en el que estaban las tumbas; allí entran en una capilla que había en un extremo, en la parte de la torre. A continuación le enseñan la entrada de una cueva subterránea y le dicen que allí dentro están las llaves de los encantamientos. Se persigna y entra con el escudo delante del rostro y con la espada desenvainada, aunque no ve ni gota a no ser la luz que le llega de la puerta, pero delante de él hay una claridad. Se acerca a la otra puerta y oye un gran ruido a su alrededor, pero continúa avanzando a pesar de todo. Entonces le parece que toda la cueva se va a hundir y que la tierra daba vueltas. Se sujeta a la pared y así llega a una puerta que hay al otro lado y que da paso a otra habitación. Al llegar ve a dos caballeros recubiertos de bronce que se mueven por magia, con enormes y pesadas espadas de acero, que serían necesarios dos hombres para levantar una sola de ellas: guardan la entrada dando tajos tan seguidos que no podría pasar nada sin recibir un golpe.

El caballero no teme: se coloca el escudo sobre la cabeza y se lanza. Uno le da tal tajo que le parte el escudo y la espada sigue bajando, de forma que le alcanza el hombro derecho atravesándole las mallas de la cota y haciendo que la roja sangre le brote abundante y le caiga por el cuerpo; por fin, la espada se hunde dos palmos en el suelo. Pero inmediatamente él se vuelve a poner en pie, toma su espada que se le había caído, recoge el escudo y sin detenerse ni mirar continúa avanzando. Llega a otra puerta y encuentra un pozo que olía muy mal, y del que salía todo el ruido que se oía allí dentro: tenía de un lado al otro siete pies largos. El caballero ve el pozo negro y asqueroso en una parte y en la otra a un hombre de cabeza negra como la tinta que lanzaba llamas por la boca, con ojos que le brillaban como ascuas y dientes por el estilo. Tenía en la mano un hacha y al ver que el caballero se acerca, la empuña con las dos manos y la levanta para impedirle el paso. El caballero no encuentra el modo de entrar, pues si sólo fuera por el pozo, ya sería un paso malo para un caballero armado. Vuelve a envainar la espada, se quita el escudo del cuello y lo sujeta por las abrazaderas con la mano derecha. Retrocede al centro de la habitación y después corre lo más deprisa que puede para saltar el pozo a la vez que arroja el escudo al rostro del que sujetaba el hacha, golpeándole con tanta fuerza que el escudo se hace pedazos, aunque el otro no se mueve. Él, por su parte, salta con el impulso que llevaba y se sujeta al del hacha para no caer dentro del pozo. Se le cae a éste el hacha, pues el caballero se le ha agarrado al cuello con sus fuertes y vigorosos puños, apretándole con tanto vigor que no se puede mantener en pie y cae al suelo sin poder levantarse. El caballero lo arrastra por el cuello hasta el pozo y lo arroja dentro. Entonces vuelve a desenvainar la espada y ve delante de él a una doncella ricamente recubierta de bronce que sostiene las llaves de los encantamientos en la mano derecha. Las toma y se dirige a un pilar de bronce que había en medio de aquella habitación, y en el que lee unas letras que decían: «Abre aquí la llave grande y la pequeña abre el cofre peligroso».

El caballero abre el pilar con la llave grande y, al llegar al cofre presta atención y oye dentro tal ruido y unos gritos tan enormes que hacían temblar el pilar. Se persigna y se dispone a abrir el cofre: de él salían treinta tubos de cobre y de cada tubo procedía una horrible voz, a cual peor. A esas voces se debían los encantamientos y las maravillas de allí. Pone la llave en el cofre y al abrirlo salió de dentro un tremendo torbellino, acompañado de tal ruido que parecía que todos los diablos hubieran estado encerrados en aquel lugar, y ciertamente eran diablos.

El caballero cayó desvanecido y al volver en sí toma de nuevo las llaves del cofre y del pilar y se las lleva; de regreso al pozo se encuentra que ha desaparecido y que el lugar está tan llano como el centro de la habitación; mira hacia atrás y ve cómo se derrumban el pilar, la doncella y los caballeros de bronce, quedando completamente destruidos. Sale fuera con las llaves y se encuentra con todas las gentes del castillo que van a recibirlo. Al regresar al cementerio no ve las tumbas, pues han desaparecido también, igual que los yelmos que estaban sobre las almenas.

Entonces expresan todos una gran alegría; él ofrece las llaves al altar de la capilla y regresa, acompañado por los del castillo, al palacio: no sería fácil de decir la alegría que tienen por él y le cuentan cómo habían hecho que le siguiera el escudero que debía decirle que la reina estaba prisionera, «pues pensábamos que vuestra dignidad de caballero os empujaría a entrar en la cárcel para que ella quedara libre».

Cuando se entera de que la reina no estaba allí, se considera engañado y lo siente mucho. Pasó la noche en la Dolorosa Guardia y se marchó por la mañana, sin que lo pudieran retener más tiempo. Desde entonces se llama el castillo de la Alegre Guardia.

De este modo se va el caballero y se dirige en jornadas cortas a la asamblea. La historia no cuenta nada de lo que le ocurrió entretanto, y sólo dice que le hicieron un escudo blanco con una banda negra en la misma ciudad que le habían hecho el escudo rojo, y ése fue el que llevó a la asamblea.

Ahora vuelve la historia a mi señor Galván.

Historia de Lanzarote del Lago
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