CXXXII
Cuenta ahora la historia que cuando llegaron a la cruz, se detuvieron allí para hablar juntos; mi señor Galván se dirige a ellos diciéndoles:
—Señores, habéis sido considerados como muy valientes y os habéis puesto todos en marcha en busca de noticias de Lanzarote: se os volverá en gran vergüenza si no lográis nada; por eso os aconsejo que durante toda la semana busquemos en este bosque y en los castillos que hay cerca de aquí, en las ermitas y en las casas de religión y en todos los refugios a los que creáis que pueden ir los caballeros, a ver si obtenemos noticias. Os ruego que de hoy en ocho días estéis todos a la hora de mediodía en la Cruz Blanca, que está al otro lado de este bosque, por la parte del Castillo de los Sajones.
Le contestan que así lo harán, si no están prisioneros o en algún asunto de gran importancia.
Mientras hablaban de este modo, oyen una voz que grita por la parte de arriba con gran angustia; mi señor Galván detiene su caballo y les pregunta si han oído el grito, a lo que le responden que sí.
—Vayamos hacia allá —ordena mi señor Galván—, y veremos qué es.
Pican espuelas y no han galopado mucho cuando se encuentran a una doncella, que monta un palafrén, haciendo tantas lamentaciones que sería imposible que hiciera más. Mi señor Galván se le acerca, la saluda y le dice:
—Doncella, ¿por qué lloráis?
—Señor, por uno de los mejores caballeros del mundo, al que han matado en ese valle de ahí.
—Doncella, llevadnos allí.
—¿Llevaros, señor? Ese es el camino que lleva al valle, vayamos rápidos a socorrerle.
Van hacia allá y al descender la colina, ven al fondo del valle a un caballero que combate contra otros diez, pero que resiste tan bien que ha herido a varios y les ha matado los caballos, de modo que la mayor parte de ellos iba a pie, igual que él, pues también le habían dado muerte a su caballo. Mi señor Galván deja que todos sus caballeros ataquen por delante de él y avisa gritándoles desde tan lejos como le pueden oír. Cuando los que iban a pie ven llegar a los caballeros, se dan a la fuga hacia donde mejor protegidos se piensan. Mi señor Galván golpea al primero que alcanza derribándolo al suelo y le mete la lanza por el hombro; mi señor Yvaín y Héctor derriban a otros dos. Los que pueden escapar se meten en el bosque, por la parte que ven más espesa. Cuando mi señor Galván ve que no los podrá alcanzar, regresa junto al caballero al que habían socorrido; se saludan.
—Señor —le dice el caballero a mi señor Galván—, no sé quién sois, pero me habéis ayudado en un gran aprieto: pienso que habría muerto de no ser por vuestro socorro.
Mi señor Galván lo contempla y ve que lleva dos espadas; se queda sorprendido igual que sus otros compañeros. Después de hablar un buen rato, mi señor Galván le dice:
—Buen señor, si no pensara que os podría pesar, os pediría un don.
—No os puedo conceder nada mientras no sepa vuestro nombre.
—Nunca le oculté mi nombre a nadie que me lo preguntara, y os lo diré a vos: me llaman Galván, hijo del rey Lot de Orcania.
—¿Sois vos mi señor Galván?
—Sí, sin lugar a dudas.
—Por Dios, entonces podéis pedirme lo que queráis, pues no había don que me pidáis que no os conceda, siempre que pueda hacerlo.
—Muchas gracias. Os pido que me digáis por qué lleváis dos espadas, pues no es uso ni costumbre que un caballero lleve dos.
—Por mi fe, os lo voy a decir.
Se desciñe entonces las dos espadas y ata una de ellas por el tahalí a una encina; luego, pone la otra sobre la hierba y se inclina ante ella, besando con dulzura el puño. Después la saca de la vaina completamente desnuda, pero sólo se ve la mitad, porque estaba rota por medio. Mi señor Galván y todos sus compañeros se quedan admirados; mi señor Galván le pregunta al caballero:
—¿Qué es eso, señor caballero? ¿Sólo tenéis ese trozo de espada?
—Sí, señor, en breve veréis la otra mitad.
Le da la vuelta entonces a la vaina y lo que quedaba de espada cae en la hierba, pero todos los que lo estaban viendo se quedan asombrados, pues ven que de la punta de la espada caen gotas de sangre sin cesar. Mi señor Galván se santigua por esto y lo mismo hacen los demás compañeros. El caballero le dice entonces a mi señor Galván:
—Señor, ¿qué os parece esta parte de la espada?
—¿Qué? Me parece que está ensangrentada.
—Por Dios, señor, así es. No creo que hayáis visto nunca nada tan maravilloso.
—Así es y por Dios, decidnos la verdad, si la sabéis, pues deseo oírla.
—Os la diré con mucho gusto, pero antes tendréis que probar vos y vuestros compañeros, por si podéis unir las dos partes de la espada.
—Lo intentaremos con mucho gusto.
Entonces el caballero se pone en pie y toma el jamete rojo que la doncella le da, y le dice a mi señor Galván:
—Señor, tenéis que envolveros las manos con este jamete, pues si por casualidad tocarais la espada al desnudo, sin conseguir unir las dos partes, os podría ocurrir alguna desgracia en poco tiempo.
Mi señor Galván se envuelve las manos y le dice al caballero:
—Buen señor, ¿se podrán unir estas dos partes?
—Sí, señor; se unirán ante la vista de todo el mundo, si sois vos el que debe llevar a cabo y culminar las altas aventuras del Grial.
Mi señor Galván se queda un poco pensativo y el corazón se le enternece tanto que las lágrimas le van a los ojos.
—Señor —le dice el caballero—, hacedlo en nombre de Jesucristo.
Mi señor Galván toma las dos partes de la espada, las pone juntas con gran miedo, pero no sabe cómo colocarlas para que se unan. Al ver esto, las vuelve a dejar en el suelo, como estaban antes; siente tan gran dolor y tal vergüenza que no sabe qué hacer.
El caballero empieza a llorar con ternura y le dice a mi señor Galván:
—Señor, ya que he fracasado con vos, no sé a quién dirigirme.
—Buen señor, no puedo hacer otra cosa. Ya que a Nuestro Señor Dios no le place, mi fuerza no puede hacer nada.
El caballero hace que se levante mi señor Yvaín y que intente unir la espada, pero es en vano; luego, llama a Héctor y a Guerrehet y a los demás compañeros, uno tras otro, pero no va ninguno que pueda cumplir su voluntad. El caballero le pregunta a cada uno de ellos cómo se llama y se lo dicen; al oír los nombres, se santigua.
—Por mi fe, ahora podéis ver que no hay tantas virtudes en vosotros como se dice. Así me ayude Dios, pensaba que en alguno de vosotros hubiera más virtud que en todos juntos.
Se echa a llorar con amargura y Héctor le dice:
—Señor, ahora podéis ver que han sido engañados todos los que nos tienen por valientes.
—Todos vosotros sois valientes, pero no os habéis guardado en muchas obras como debe hacer un valiente.
—Señor —le dice mi señor Galván—, por Dios, decidnos a qué se debe la maravilla de la espada, por qué sangra de ese modo, y cómo se rompió, pues lo deseo saber.
—Os lo voy a decir con mucho gusto, ya que me lo preguntáis. Escuchad cómo ocurrió. Mi señor Galván —le dice el caballero—, habéis oído y os habéis enterado en muchas ocasiones, por historias antiguas, que José de Arimatea, el noble caballero que descolgó a Jesucristo de la verdadera cruz, vino a esta tierra que se llama Gran Bretaña por orden del Creador del mundo. Después de estar durante mucho tiempo aquí con su hijo y con otros familiares y después de predicar y convertir a numerosos infieles, iba un día completamente solo por el bosque de Brocelianda; era un viernes por la mañana antes de la hora de prima. Iba por un estrecho sendero y lo alcanzó un sarraceno que montaba un gran caballo, armado con todas las armas, con el escudo al cuello, la lanza en el puño y la espada ceñida al costado. El sarraceno saludó a José y éste le devolvió el saludo; después de caminar un rato juntos, se preguntaron en dónde habían nacido y José le contestó que había nacido en Arimatea.
—¿En Arimatea? ¿Quién te ha traído aquí?
—Me trajo el que conoce todos los caminos y el que condujo al pueblo de Israel a través del Mar Rojo, cuando Faramón los perseguía para matarlos: ése mismo me trajo aquí.
—¿Y qué oficio tienes?
—Soy médico.
—¿Médico? ¿Sabe curar heridas?
—Sí.
—Entonces te vendrás conmigo, a un castillo mío que hay más adelante, porque mi hermano hace más de un año que está enfermo de una herida que tiene en la cabeza y no pudo encontrar ningún médico capaz de curarle.
—Por Dios, si quiere creerme, lo curaré con la ayuda de Dios.
—¿Con la ayuda de qué dios? Nosotros no tenemos más que cuatro dioses: Mahoma, Tervagán, Júpiter y Apolo y ninguno de ellos quiere ayudarle. ¿Cómo podrás ayudarle tú, o con cuál de estos dioses eres tan poderoso como para sanarle?
—¿Con cuál? Con ninguno de ellos le ayudaré, pues su ayuda no vale nada y si crees que te pueden ayudar, estás equivocado y engañado.
—¿Engañado? No lo estoy en absoluto: no puedo estar engañado creyendo firmemente que me pueden ayudar, pues son dioses poderosos, que reinarán mientras el mundo dure.
Cuando José oyó las palabras del sarraceno, se enfadó mucho y el rostro se le enrojeció de cólera y le contestó de inmediato:
—¿Qué es eso? ¿Dices que las imágenes que han hecho los hombres mortales con sus manos son dioses y que tienen mayor poder sobre ti que tú sobre ellos?
—Sí, digo que las imágenes tienen poder, no por ellas mismas, sino por aquellos a quienes representan, que son los dioses a cuya semejanza han sido hechas y en cuyo honor las cuidamos y adoramos. Bien sé que las imágenes por sí no tienen ningún poder, pero pueden hacer cualquier cosa gracias a aquél de quien toman la forma: la imagen de Mahoma tiene poder porque lo representa a él y lo mismo ocurre con las demás imágenes y su dios.
—Por Dios, si me llevas a tu castillo te enseñaré hoy mismo que no pueden hacer nada, ni por ellas ni gracias a ningún otro y que tú has vivido engañado, al creer en ellas vanamente.
—Con gusto os llevaré allí, pero por mi cabeza, si me habéis mentido en algo, no podréis escapar vivo.
Entre tales palabras cabalgaron durante toda la mañana y a la hora de tercia, se acercaron a un castillo que estaba construido en una montaña. El castillo se llamaba La Roca, estaba rodeado de buenas murallas y de fosos grandes y profundos; el lugar estaba abastecido de todas las cosas que convienen a un buen castillo. José pasó la puerta del castillo con el sarraceno y encontraron un león que corría desencadenado por la calle mayor; al ver al sarraceno armado, saltó a él y lo derribó del caballo, estrangulándolo. Las gentes del castillo que corría tras el león, al ver al sarraceno muerto, empezaron a lamentarse, pues era su señor natural; apresaron a José y le ataron las manos tras la espalda y de este modo lo llevaban a la torre; el senescal del castillo sacó la espada y golpeó con ella a José en el muslo, metiéndole la espada hasta el hueso; al sacarla se quebró la espada por el medio, de modo que la otra mitad quedó dentro del muslo de José.
De este modo fue herido José y los que lo llevaban atado lo arrojaron a la prisión. Cuando llegó a la entrada de la torre, José se dirigió a ellos diciéndoles:
—Señores, ¿por qué me lleváis así?
—Porque queremos.
—¿No tenéis otro motivo?
—Pronto lo tendremos.
—¿Y dónde me vais a meter?
—Os vamos a meter en un lugar del que no podréis salir jamás.
—Señores, antes de que me encerréis, traedme a todos los enfermos de este castillo.
—¿Por qué?
—Para que los cure.
—¿Sois médico?
—Sí, y tan bueno que los curaré a todos antes de que llegue la noche, si me hacen caso.
—Por nuestra fe, eso lo vamos a comprobar.
Entonces lo llevaron ante el hermano del señor del castillo, que tenía una herida incurable en la cabeza. Cuando José lo vio, le preguntó que desde cuándo estaba herido.
—Señor —le contestó el sarraceno—, hace más de un año que estoy herido y desde entonces no he podido sanar; si sabéis tanto como para curarme, os enriqueceré para siempre.
José empezó a sonreír y le contestó:
—¿Cómo podrías enriquecerme? Eres tan pobre que no tienes nada.
—Sí que tengo, pues tengo oro, plata y piedras preciosas en abundancia, tejidos de seda y vajillas de oro y de plata, en tal cantidad que no deseo más. ¿No es eso gran riqueza?
—No, sino que es pobreza; tú mismo lo puedes ver: dime, si tuvieras delante de ti todo tu oro y tu plata, tus vajillas y tus piedras preciosas, y llegara un hombre que te pudiera dar la salud, ¿no le concederías todo el tesoro a cambio de la salud?
—Ciertamente, así es; se lo daría sin discusión.
—Entonces puedes ver que eres pobre y que sufres porque a cambio de una sola cosa lo darías todo; el oro y la plata, y las piedras preciosas no hacen a nadie tan rico como la salud; como no puedes obtenerla con riquezas, tienes que buscarla de algún otro modo, si es que deseas conseguirla.
—Es verdad y si supiera cómo, la buscaría de ese modo.
—Por Dios, si lo deseas yo te ayudaré.
—¿Cómo?
—Si crees en Dios, haré que te cures de inmediato.
—Creo ciertamente en Dios, pero no sólo en un dios, sino en cuatro.
—¿En cuatro? ¿Hay cuatro dioses?
—Sí, Mahoma, Tervagán, Júpiter y Apolo; creo en cada uno de ellos.
—Entonces tu vergüenza es mayor, pues esos que tú dices no te pueden ayudar ni a ti ni a nadie, como puedes comprobar fácilmente.
—¿Cómo?
—Te lo voy a decir. Haz que cojan a ése al que ha matado el león, tráelo ante tus dioses y si resucita, entonces podrás decir que son dioses poderosos los que hacen resucitar a las gentes pasándolos de la muerte a la vida. Si no se mueve, podrás ver que has sido afrentado y engañado porque creías en ellos.
—Por mi fe, no es cosa fácil el resucitar, pues nunca oí hablar de ningún dios que hiciera resucitar a los hombres; a pesar de todo lo probaré, ya que así me lo aconsejáis.
Hace que desaten a José; nadie sabía aún nada de la herida que tenía en el muslo. Van a la mezquita y cuando el sarraceno hace que lleven a su hermano ante Mahoma, se arrodillan todos los paganos y ruegan a los dioses que tengan compasión del muerto. Después de estar un buen rato entre oraciones que José los ha contemplado, les grita:
—Gente engañada, gente desdichada, ¿por qué sois de tan mala cabeza que creéis en esas imágenes que no os pueden ayudar ni valer? ¿No veis que no pueden caminar, ni hablar, ni responder, ni oír? ¡Mirad cómo ha resucitado ese muerto gracias a ellos!
A continuación, José se arrodilla y reza:
—Buen Padre que me enviaste a esta tierra para anunciar tu santo nombre, Señor, te ruego no por mí, ni en beneficio mío, sino para aumentar el número de los que creen en Ti, que muestres a este pueblo, desdichado, cómo han sido todos engañados al adorar a esos ídolos.
Luego, besa el suelo, se levanta y dice de forma que todos pueden oír:
—Señores, ahora veréis el poder de vuestros dioses.
Después de estas palabras, no tardó mucho en que se produjo un trueno muy grande y el cielo se abrió y la tierra empezó a hundirse, y los aires se espesaron; todos los sarracenos pensaron que iban a morir allí mismo. Descendió un rayo a las estatuas y las quemó y reventó todas; salía un humo tan maloliente que parecía que se les iba a partir el corazón a todos los que lo olieran; se desmayaron los que allí estaban, menos José.
Al cabo de un rato, cuando se tranquilizaron y volvieron en sí recobrando la memoria, José vuelve a hablar:
—Señores, ahora veréis qué poder tienen vuestros dioses. Sabed que del mismo modo que uno de ellos le ha ayudado al otro, del mismo modo pueden ayudarse entre ellos: os digo que el que los ha destruido de ese modo os destruirá a vosotros también si no mejoráis vuestra vida y si no cambiáis vuestro comportamiento y vuestra fe.
Después de que José hablara así, le contestó Mategrant, el hermano del muerto, el que tenía la herida en la cabeza:
—Señor, decidme vuestro nombre.
—Me llamo José de Arimatea.
—¿No sois sarraceno?
—En absoluto, por mi fe; soy cristiano y creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo; no hay más que un Dios que es tan poderoso que puede hacer resucitar a los muertos y puede convertir a los malvados y traidores en buenos y virtuosos, y no hay nadie por pecador que sea que si se arrepiente, no le haga superar todas sus tristezas. Ante todos vosotros os ha mostrado que es Dios y más poderoso que nadie, frente a él nadie puede resistir, como habéis podido ver por esas estatuas a las que llamabais dioses y en las que creíais, a las que Él ha destruido y deshecho, quemándolas.
—Bien veo que es más poderoso de lo que yo pensaba y si hiciera que mi hermano resucitara, que pudiera hablar conmigo, nunca volvería a creer en otro dios más que en Él.
Cuando José oyó lo que Mategrant decía, se arrodilla en el suelo y dice:
—Dios, que creaste el mundo, que hiciste la luna, el sol y los cuatro elementos, que te dignaste nacer de la Virgen, que fuiste crucificado en la Santa Cruz y te dejaste escupir, golpear y herir por los traidores judíos y deseaste probar la muerte para rescatar a tu pueblo de las penas del infierno, Señor, igual que resucitaste de la muerte, haz un milagro con este muerto ante todos los que están aquí.
A continuación, José se pone en pie y no tardó mucho el muerto en levantarse sano y salvo, y corre hacia donde ve a José; le besa los pies y dice, de forma que todos lo oyen:
—Éste es el santo hombre que descolgó al hijo de Dios de la Vera Cruz; Dios lo ha enviado entre nosotros para que seáis bautizados, pues de otro modo no podréis escapar de la duradera muerte del infierno.
Cuando José ve al muerto resucitado, lloró de compasión y le dio las gracias a Dios de todo corazón; luego, dijo a los que estaban a su alrededor:
—Señores, ya podéis decir que ése, del que os he hablado, es Dios, más poderoso que los demás.
—Ciertamente —le contesta Mategrant—, es así y nunca creeré en otro Dios más que en Él, pues bien he podido ver que es Dios sin par, ya que ha resucitado a mi hermano Argón.
Todos los que estaban allí se dejaron caer a los pies de José, diciendo en voz alta:
—Señor, nos ponemos a vuestro albedrío en todo; si por equivocación hemos cometido locuras hasta ahora, estamos dispuestos a corregirlo siguiendo vuestro consejo y nunca haremos nada que vaya en contra de vuestra voluntad. Enseñadnos la ley que debemos mantener y decidnos de qué manera debemos hacerlo, y así lo haremos.
De este modo se convirtieron y fueron bautizados los del castillo. Cuando el senescal que había herido a José en el muslo vio que todos se hacían cristianos, reconoció ante todo el pueblo cómo había herido a José y cómo la espada se le había roto, «y creo que encontraréis la otra mitad en su muslo». Mategrant hace que lo comprueben y allí encuentran la espada; al verlo, quedaron todos sorprendidos.
—Señor —le pregunta Mategrant—, ¿cómo podréis curaros?
—Si Dios quiere, me curaré bien, pero antes sanaréis vos de la herida que tenéis en la cabeza.
Ordenó que trajeran el resto de la espada, que era el puño y el puente, hizo el signo de la cruz sobre la herida de Mategrant y al punto quedó curada. Luego, se sacó de la carne el trozo de espada que tenía dentro, con gran asombro de cuantos la vieron, porque al sacarla no cayó de la herida ni una gota de sangre, y la espada estaba clara y tan blanca como si no hubiera entrado nunca en un cuerpo.
El pueblo se admiró por esto y cuando José ya tuvo las dos mitades del acero, dijo:
—Ay, espada, no te soldarás hasta que te tenga en sus manos el que deba culminar las altas aventuras del Grial; pero tan pronto como te tenga, te soldarás a la fuerza. La parte que entró en mi carne, sangrará siempre que la miren, hasta que la sostenga el que debe unirla al otro trozo.
Así habló José sobre la espada y fueron bautizados todos los del castillo. Argón vivió ocho años desde entonces; cuando José se marchó del castillo, se quedaron con la espada y la guardaron con gran afecto, hasta que yo la he conquistado con gran esfuerzo. Y sabed que he tenido gran trabajo para conseguirla; e incluso desde que la he conseguido, no la saqué de la vaina más que ahora: la llevo siempre conmigo, porque pensaba que quizá encontraría al que la uniría; tenía gran esperanza en que vos la soldarais, pues no hay ningún caballero tan afamado como vos; habéis fallado y no sé a quién dirigirme. Ya habéis oído por qué sangra y por qué llevo dos espadas. ¿Sabéis por qué me arrodillé ante ella? Lo hice porque es santa, ya que por ella se concluirán las aventuras del Santo Grial y he visto muchos milagros desde que la llevo.
—¿Por qué la besasteis? —pregunta Héctor.
—Porque el día que la bese no recibiré herida mortal; al decirle a mi señor Galván que me había salvado de la muerte, no me acordaba de la espada.
—Decidme —le pregunta mi señor Galván—, ¿cómo os llamáis?
—Me llamo Eliezer y soy hijo del Rico Rey Pescador que tiene el Santo Grial en su casa.
—¿Y qué vais buscando? —pregunta mi señor Galván.
—Os buscaba a vos para que me unierais la espada, porque creía que no fallaríais; ya que habéis fracasado, creo que ningún caballero lo conseguirá en mucho tiempo.
—Os diré —le contesta mi señor Galván— qué podéis hacer. Nosotros nos hemos puesto en marcha para buscar al mejor caballero del mundo, del que no sabemos nada, si está muerto o vivo; por eso os aconsejaría lealmente que vinierais con nosotros hasta que lo encontremos, lejos o cerca, si es que puede ser encontrado. Estoy seguro de que llevará a término esta aventura, si para concluirla es necesario la valentía de cualquier caballero mortal.
—¿Quién es el caballero que decís, de tan grandes méritos?
—Es mi señor Lanzarote del Lago.
—Por mi fe, no os acompañaré en esa búsqueda, pues no tengo permiso para hacerlo: regreso al lugar de donde he salido. Si lo encontráis en algún sitio, podéis decirle que si desea ver la espada, que acuda a la casa del Rico Rey Pescador, pues allí podrá encontrarla.
A continuación, los encomienda a Dios con la doncella y el escudero; mi señor Galván se separa de sus compañeros y emprende el camino completamente solo y los otros hacen lo mismo.
Pero la historia deja de hablar de ellos y se ocupa primero de Aglován.