XXIV

Al separarse de Alibón el Caballero Blanco marchó todo el día sin encontrar aventuras de las que merezca la pena hablar. Pasó la noche en casa de un leñador, que lo trató muy bien. Por la mañana se levantó temprano y cabalgó hasta la hora de tercia, en que se encontró a una doncella que iba montada en un palafrén y que lloraba y se lamentaba con amargura.

Le pregunta qué le ocurre y ella responde que tiene la mayor tristeza.

—¿Por qué?

—Mi amigo está muerto en un castillo de aquí cerca. Era uno de los caballeros más hermosos del mundo.

—Doncella, ¿cómo ha sido?

—Señor, por las malas costumbres que hay allí. Maldita sea el alma del que las instituyó, pues todos los caballeros andantes que han entrado en el castillo han muerto.

—¿Puede entrar alguno sin morir?

—Sí, si logra llevar a cabo las exigencias de la aventura, pero tendría que ser mejor caballero que nadie.

—Doncella, ¿en qué consiste la aventura? Decídmelo.

—Si queréis saberlo, id allí; éste es el camino.

Y reemprende la marcha, lamentándose con tanta amargura como al principio. El caballero galopa hasta que ve el castillo y cabalga hacia la puerta sin detenerse. Contempló el castillo y lo ve altivo y hermoso, bien asentado, pues toda la fortaleza está sobre una alta roca escarpada, que no es nada pequeña, pues tiene de lado a lado más de un tiro de ballesta.

Al pie de la roca, por un lado, corre el río Humber, y por el otro pasa un gran río que nace de más de cuarenta fuentes, que están a menos de un tiro de arco del pie de la torre. El caballero cabalga directamente a la puerta del castillo y cerca de ella se da cuenta de que está cerrada y bien atrancada, pues esa puerta no se abría nunca.

El castillo se llamaba de la Guardia Dolorosa, pues todos los caballeros andantes que llegaban allí morían o eran hechos prisioneros en cuanto entraban, porque ninguno podía resistir como era debido con las armas, ya que había dos pares de murallas y en cada una había una puerta; en cada puerta tenía que combatir con diez caballeros, pero tenía que ser de forma harto extraña, porque cuando uno de los diez se cansaba y no quería seguir combatiendo, era sustituido por otro, que cuando se cansaba era reemplazado por otro: así no podía vencer el que iba al castillo, a no ser que fuera tan valeroso y tan fuerte que pudiera matar a los otros sin tardanza.

Sobre la puerta de la otra muralla había un caballero de bronce, grande, corpulento, montado a caballo y armado completamente; sujetaba con las manos una enorme hacha y se mantenía en aquel lugar por un encantamiento: mientras estuviera en pie, no debían preocuparse los del castillo por nadie, pero en cuanto pasara la primera puerta el caballero que conquistaría el castillo, y en cuanto tuviera a la vista la estatua de bronce, ésta caería al suelo y desaparecerían todos los encantamientos del castillo, que eran muy numerosos; pero todo esto no podría ocurrir sin que el que fuera a conquistar el castillo pasara cuarenta días seguidos en él, sin dormir fuera una sola noche: tal era la fuerza de los encantamientos.

Pasadas las murallas estaba el burgo, bien abastecido, en el que se podían encontrar todas las cosas necesarias a cualquier caballero andante; el burgo se llamaba Chanevinche y estaba situado cerca del río Humber.

Cuando el caballero de las armas blancas llegó a la puerta y la encontró cerrada, sintió un gran malestar. En ese momento se le acercó una doncella bellísima, que lo saludó y él le devolvió el saludo.

—Doncella, ¿podríais decirme algo acerca de las costumbres de ahí dentro?

La doncella iba bien tapada, pues de lo contrario la hubiera reconocido con facilidad. Ella le explica todo y le deja claro cómo debe combatir y en qué condiciones si quiere entrar dentro.

—Pero hacedme caso, no penséis en ello, ni siquiera en entrar.

—Doncella, no me quedaré aquí: o conoceré las costumbres de ahí dentro o moriré como todos los demás que han entrado, pues de lo contrario no lograría mayor honra.

Con estas palabras la doncella se marcha. Era ya tarde, cerca de la hora de vísperas. En ese momento oyó el caballero a un hombre que desde encima de la puerta le preguntaba:

—Señor caballero, ¿qué deseáis?

—Querría estar ahí dentro.

—Cuando estéis os pesará.

—No sé lo que me puede pasar, pero —por Dios—, buen amigo, daos prisa en atenderme, pues ya empieza a anochecer.

Apenas ha terminado de hablar cuando el otro toca un cuerno de caza pequeño; al poco, sale un caballero por el portillo; iba completamente armado y sacaron su caballo detrás de él.

—Señor caballero —interpela al de las armas blancas—, conviene que os volváis ahí abajo, pues aquí no hay sitio para combatir a gusto.

El caballero novel le responde que le parece bien.

Van al pie de la torre y se atacan al galope de los caballos, dándose los mayores golpes que pueden en los escudos. El caballero del castillo quiebra la lanza, mientras que el del escudo blanco lo alcanza por encima de la bloca: rompe el cuero, abre los tirantes con un golpe duro y cortante; la cota no puede resistir el ímpetu y las mallas se abren; el hierro de la lanza atraviesa al caballero y lo derriba muerto por encima de los arzones.

Al verlo en el suelo, el Caballero Blanco descabalga, pues no pensaba que estuviera muerto; se dirige a él rápidamente con la espada desenvainada; como no se mueve, le arranca el yelmo y al verlo muerto lo siente mucho.

En esto, suena el cuerno y sale otro caballero. El de las armas blancas vuelve a montar, saca del cuerpo de su enemigo la lanza y galopa contra el otro. Yerra el golpe el del castillo, pero el Caballero Blanco lo alcanza en el escudo, rompiéndoselo, aunque la cota resiste entera; no obstante, lo empuja con vigor y ánimo, lo arranca del caballo y, por encima de la grupa, lo derriba de forma que al caer se rompe el brazo derecho y se desmaya. El que lo había derribado, desmonta, le arranca el yelmo y cuando vuelve en sí lo amenaza con cortarle la cabeza si no se le entrega como prisionero.

El cuerno volvió a sonar y salió otro caballero armado, que ya iban bajando la cuesta. El Caballero Blanco se apresura a atacar a su enemigo y lo vence, acercándosele tanto que temiendo morir le promete ser su prisionero. Mientras, se mantiene a caballo, vuelve a tomar la lanza que aún estaba clavada en el escudo del caballero y se dirige contra el siguiente, derribándolo con ímpetu: entonces quebró su lanza. Poco tiempo estuvo el otro en el suelo; rápidamente se pone en pie; desmonta el de las armas blancas, se pone el escudo por delante y con la espada en la mano empiezan a darse grandes golpes allí donde creen que pueden hacerse más daño. No pudo resistir mucho tiempo el caballero del castillo, y pronto empezó a ceder terreno; al ver que llevaba la peor parte, hizo señal con la espada al vigía y éste volvió a tocar el cuerno.

Acude otro caballero al galope: era grande y corpulento y al parecer hábil en el combate. A pesar de todo, el caballero de las armas blancas no abandona al suyo, sino que sigue atacándole hasta que lo hiere en muchos lugares: se cubría con el escudo lo mejor que podía, sin preocuparse por ninguna otra cosa, mientras que el que acudía en su socorro venía gritando:

—Señor, dejad a ese caballero, que yo vengo en su lugar.

—No me importa saber cuántos sois; lo que quiero es venceros a todos.

—No tenéis derecho a tocar más a ese caballero, pues yo respondo por él.

—¿Cómo respondéis por él si no podéis responder por vos mismo?

Toma entonces la lanza del caballero contra el que había combatido, vuelve a montar y se dirige al galope hacia el otro, golpeándolo con tal fuerza que lo tira al suelo a él y a su caballo, derribándolos en el río de una fuente; después va al otro caballero, que ya quería montar de nuevo: lo golpea con el pecho de su caballo y lo derriba; luego le pasa tantas veces por encima que le rompe todos los huesos, de forma que no se puede volver a levantar. Ve después al del río de la fuente, que se estaba poniendo en pie; se dirige a él con la espada desenvainada y lo golpea con toda la velocidad que llevaba, de modo que lo vuelve a tirar al suelo y hace que su caballo lo pise igual que había hecho con el otro, dejándolo malherido y desmayado por el dolor. Vuelve al otro: desmonta y le desata el yelmo y la ventana, y lo amenaza con cortarle la cabeza si no se le entrega como prisionero.

Mientras tanto volvió a sonar el cuerno y salió el quinto caballero. Al verlo venir, el Caballero Blanco corrió al que estaba en el riachuelo, le quita el yelmo y le da un gran golpe con la hoja de la espada, de modo que antes de que llegara el otro, ya le había prometido ser su prisionero. Poco le preocupa el resto, al ver que había derrotado a cuatro: vuelve a su caballo, monta de nuevo y galopa contra el otro, con la espada desenvainada, pues no tenía lanza. El enemigo quiebra su lanza por lo deprisa que iba, y el Caballero Blanco le asesta tal golpe, con la rabia y la fuerza que llevaba, que le rompe el yelmo y la ventana en el lado izquierdo, de modo que el acero le baja por la oreja, cortándosela toda hasta el cuello, junto con la mejilla, y dejándole el cuello en tal mal estado que a duras penas puede soportar el yelmo: no se puede mantener en la silla y cae al suelo, golpeando con el casco al caer, de forma que por poco no se rompe el cuello; la sangre le vuela de la boca, de las narices y de las orejas, y se desmaya.

Ya empezaba a ser noche cerrada y desde la muralla no se veía casi lo que estaba ocurriendo. Cierran el portillo, mientras que los de la ciudad coinciden en que nunca habían visto un caballero tan rápido y tan seguro. Ha vencido al quinto, que le ha prometido mantenerse como prisionero suyo donde él quiera.

En ese momento llega la doncella que había hablado con él ante la puerta, y le dice:

—Entrad, señor, pues esta noche no tendréis que combatir más.

—Doncella, todavía quedan muchos por vencer.

—Es cierto, pero no vendrán más hoy, pues han cerrado el portillo; mañana por la mañana podréis continuar.

—Siento, doncella, que no sigan saliendo, pues así me quedaría menos que hacer, al haberme librado de la mayor parte. Decidme, si lo sabéis, si es justo que cese de combatir ahora.

—Sí, pues el combate no debe continuar porque ya es de noche, pero mañana seguirá en el punto que quedó hoy; y si no fuera porque no debe detenerse aquí durante mucho tiempo el caballero que venga dispuesto a combatir, no hubierais dado un solo golpe esta noche, pues era demasiado tarde cuando llegasteis: alegraos, porque debéis estar cansado.

—¿Cansado? Ya lo veríais si fuera de día.

Entonces siente una gran rabia y vergüenza, temiendo que la doncella lo haya visto hacer alguna cosa indebida.

—Entrad conmigo.

—Doncella, ¿a dónde?

—Al lugar en el que os voy a dar muy buen alojamiento.

Le dice a los vencidos que le sigan y así lo hacen, volviendo a montar los caballos de los que habían sido derribados. La doncella lleva al caballero a un buen alojamiento en la parte de abajo del burgo. Ya lo estaba necesitando, porque se encontraba muy cansado. Entró el caballero con la doncella en una sala, donde ésta le quitó las armas sin destaparse en ningún momento. Mientras tanto, él contempla la sala y ve tres escudos colgados en alto, completamente envueltos. Le pregunta a la doncella que de quién son y ella le responde que pertenecen a un solo caballero.

—Doncella, me gustaría verlos al descubierto, si no os parece mal.

Hace que los destapen y ve que los tres son de plata: uno tiene una banda roja cruzada que lo atraviesa, otro dos y el otro tres. El caballero los contempla durante un rato y, mientras, la doncella vuelve de otra habitación, vestida con gran riqueza y con el rostro descubierto y desnudo, como se puede ver por la gran cantidad de lámparas que había.

—Señor caballero, ¿qué os parecen los escudos?

—Señora, muy bien.

La mira entonces y al verla destapada, la reconoce con facilidad y salta hacia ella con los brazos extendidos, diciendo:

—Ay, buena y dulce doncella, sed bienvenida más que cualquier otra doncella. Por Dios, decidme qué hace mi señora.

—Está muy bien.

Se lo lleva a un lado y le dice en secreto que la Dama del Lago la ha enviado allí, «y mañana conoceréis vuestro nombre y sabréis el de vuestros padres; todo ocurrirá en ese castillo, del que seréis señor antes de que toquen a vísperas, pues lo sé con certeza, de la boca misma de mi dama. Los tres escudos que habéis visto son vuestros, y tienen poderes maravillosos, pues tan pronto como os pongáis al cuello el escudo que sólo tiene una banda, recobraréis la fuerza y la valentía de un caballero, además de las vuestras propias. Si os colgáis el de dos bandas, obtendréis el valor de dos caballeros, y con el de las tres, llegaréis a ser tan fuerte como tres caballeros. Haré que los lleven mañana al campo de batalla: procurad no confiar tanto en vuestra juventud y tan pronto como sintáis que os disminuyen las fuerzas, tomad el escudo de una banda; después el de dos, si lo necesitáis; y si queréis terminar con todo y que todo el mundo se quede admirado con vuestras hazañas, tomad el de tres bandas, y veréis las cosas más admirables que habéis visto y que jamás os podríais imaginar. Procurad no quedaros después en la corte del rey Arturo, ni en ningún otro lugar, hasta que se os conozca por vuestras hazañas en muchas tierras, pues así quiere mi dama que lo hagáis, para que ganéis mérito y fama».

Durante mucho rato estuvo hablando la doncella con él; se sentaron a cenar juntos, cuando estuvo preparada la cena. Por la noche fueron a ver al caballero los de arriba y los de abajo, y rogaban a Nuestro Señor que le diera fuerzas y poder para acabar con todos los caballeros del mismo modo que había vencido a los otros cinco, pues deseaban que terminaran para siempre los encantamientos y las malas costumbres del castillo.

Así pasaron aquella noche; por la mañana, la doncella hizo que el caballero oyera misa. Después, se armó y la doncella lo acompañó a la puerta, donde le dijo:

—¿Sabéis qué es lo que tenéis que hacer si queréis vencer al señor de este castillo y terminar con los encantamientos? Antes de que anochezca tendréis que haber vencido a diez caballeros en esta puerta y a otros tantos en la segunda puerta.

—¿Dónde? ¿No he vencido ya a cinco de la primera?

—No, pues nada de lo que hicisteis ayer os servirá hoy más que si no hubierais dado un solo golpe. Aunque hubierais vencido a nueve de una puerta, si llegara la hora tendríais que volver a empezar con todo, pues tenéis que terminar antes de que anochezca. Tened por seguro que los venceréis y, os diré algo más, no moriréis en combate ni por la acción de las armas mientras tengáis el yelmo en la cabeza o la cota sobre los hombros: es una cosa que os debe dar gran tranquilidad.

—Ciertamente, pues así estoy seguro de que no moriré de forma ignominiosa.

Mientras hablaban así, sonó el cuerno y salió un caballero, con todas las armas menos el yelmo, y le dijo al Caballero Blanco:

—Señor, ¿qué queréis?

—Vengo por la aventura del castillo.

—No encontraréis quien os responda mientras tengáis prisioneros a nuestros caballeros, pero tan pronto como los dejéis libres, la tendréis a vuestra disposición.

—Por los caballeros no me quedaré sin mi aventura; procurad cumplir debidamente, pues si no sería deslealtad.

—Señor caballero, tenéis que dejarlos en libertad, pero ni pueden ni deben tomar las armas en contra de vos; si lo deseáis, podéis hacer que os lo juren, así os lo aconsejo. Yo querría que fueseis tan valiente como para haber conquistado ya el castillo, pues este dolor hace mucho que dura; pero debo mantener mi lealtad y cumplir con mis deberes.

Entonces deja libres a los cuatro prisioneros, que regresan al castillo. Al punto, sale un caballero completamente armado; al pasar el portillo salta sobre su caballo y desciende al pie de la cuesta y comienzan las justas lo más cerca posible de la puerta. El que acaba de salir golpea al otro con toda su energía, de forma que se da con el escudo en la sien, pero no llega a romper la lanza, que era demasiado fuerte. El Caballero Blanco también alcanza a su contrincante, de forma que, atravesando el escudo y la manga de la cota, le llega al brazo y hace que el escudo le golpee en el costado con tal vigor que el filo se pliega contra el arzón y el caballero vuela al suelo por encima de la grupa del caballo, y cae hiriéndose gravemente.

Descabalga el Caballero Blanco y cuando se dispone a atacarle, ve que nueve caballeros han salido del portillo y que empiezan a descender por la cuesta. Uno de ellos se ha separado de los demás y se ha dirigido al campo de batalla, entrando en él un poco lejos. Al verlo, el Caballero Blanco teme que sea una traición. Monta de nuevo y toma la lanza; dirigiéndose contra el que había visto venir, se golpean con fuerza y las lanzas vuelan en pedazos, pero no cayó ninguno de los dos caballeros. Cuando ve que el otro se mantiene y que las lanzas se han quebrado, el Caballero Blanco se enfada y maldice a quien hizo las lanzas, porque no supo hacer una que no se rompiera. Desenvaina la espada; mientras, el primer caballero se ha puesto en pie, aunque ha perdido el caballo y ha tenido que arrojar el escudo, pues el brazo no se le podía sostener, y se iba retirando hacia la roca lo mejor que alcanzaba; el Caballero Blanco galopa hacia él; al oírlo, el otro se vuelve y va a desenvainar la espada, pero no tiene tiempo, pues el caballero llega hasta él y le da tal golpe sobre el yelmo que hace que se tambalee y por poco no cae. Vuelve a él y le da un tajo en el brazo derecho, antes de que pudiera esquivarlo, que lo deja malherido y hace que se le caiga la espada en medio del campo.

—¿Cómo, señor caballero —dice otro de los que bajaban picando espuelas— queréis combatir contra nosotros dos?

—Sí, y con un tercero si viniera.

—Nosotros no nos atreveríamos a atacaros a la vez si no nos dierais permiso.

—Ya que venís a socorreros unos a otros, hacedlo lo mejor que podáis, pues a mí no me resultará más difícil si sois dos que si sois uno solo, o que si sois tres: lo mismo venceré a muchos que a pocos.

Al oírlo, el caballero se desanima mucho, pues se da cuenta de que es valeroso y esforzado. Se atacan entonces con las espadas desenvainadas y se dan grandes golpes en el yelmo. Cuando el Caballero Blanco ve que se aleja el caballero al que había herido en los dos brazos, galopa hacia él, le arranca el yelmo de la cabeza y le obliga a huir corriendo cuesta arriba. Vuelve a él y le da un tajo enorme sobre la cofia con toda la rabia que llevaba, de forma que le abre la cabeza hasta los hombros, y cae. El otro caballero se dirige hacia el Caballero Blanco y le descarga un gran golpe en el yelmo, obligándole a inclinar la cabeza; cuando ya pasaba por su lado, el Caballero Blanco acertó a darle un tajo del revés en el nasal del yelmo y se lo corta hasta las mejillas: por el dolor que siente cae por la parte de atrás del arzón y se desmaya. Vuelve a él, le arranca el yelmo y le grita que se reconozca prisionero suyo, pero el otro no puede hablar: entonces le golpea con la espada en los dientes, que los tiene al descubierto y llenos de sangre, y se los rompe hasta las orejas diciendo que Dios no le vuelva a ayudar si siente compasión por ellos y no les da muerte, pues de otro modo no podrá vencerlos a todos; mientras tanto, el otro sigue en el suelo. Los demás se dan cuenta de que está muerto; se adelanta uno de ellos, que ya estaban al pie de la pendiente, y rompe la lanza contra el Caballero Blanco; después desenvaina la espada y le golpea donde puede. El Caballero Blanco le ataca con tal furia que todos se quedan sorprendidos y en poco tiempo lo deja en situación de no poderse defender más; llama a otro. El que ya no podrá resistir huye hacia el castillo y acude otro, completamente fresco, a sustituirlo: así estuvieron combatiendo al Caballero Blanco hasta que pasó la hora de prima, que podría ser hora de tercia.

Entonces llegó un escudero que llevaba el escudo de plata con la banda roja cruzada: el del Caballero Blanco estaba ya tan deshecho que se había quedado demasiado pequeño, y el mismo caballero se encontraba cansado, con poco aliento y sin fuerza, y había perdido abundante sangre, pues tenía muchas heridas, aunque él también había causado numerosas heridas, pero sus enemigos se ponían a salvo en el castillo y enviaban a combatir a otros que estaban frescos. Cuando el Caballero Blanco ve que de este modo no podrá dar fin, lo lamenta porque ya tardaba demasiado en alcanzar el honor que esperaba. Tira lo poco que le quedaba de escudo y toma el que le había llevado el escudero: entonces siente redoblada su fuerza y se encuentra tan veloz y tan ligero que no nota ninguno de los golpes y de las heridas que tiene.

Se lanza contra todos sus enemigos, golpeando a diestro y siniestro, y realiza tales maravillas que todos cuantos lo ven se quedan admirados. Les rompe los yelmos, parte los escudos y corta las cotas en los brazos y en los hombros. También ellos le golpean y lo hieren, pues tan pronto como alguno se cansa, lo reemplaza otro, y eso es lo que más le perjudica. De este modo mantiene el combate hasta pasada la hora de tercia, y él tiene numerosas heridas, grandes y pequeñas.

Se le acercan entonces la doncella que lo había acompañado a la puerta, y el escudero, que le llevaba el escudo de las dos bandas. Mientras, el caballero había combatido sin cesar, obligándoles a retirarse a la cuesta, y empezaban a ir hacia la puerta, para tener más cerca los socorros. Las gentes del castillo contemplan desde la muralla cómo el caballero solo los domina: están admirados y suplican a Dios que lo mantenga en lo que ha comenzado.

Los otros han ido cediendo terreno ante los golpes y han llegado a la puerta; entonces vuelven a atacarle todos juntos, apoyados por los socorros que les llegan sin cesar, por lo que él no puede dar fin. La doncella le sujeta el caballo por el freno, le quita el escudo del cuello y le pone el de las dos bandas. Los caballeros se preguntan por qué lo hace, y no querrían que siguiera combatiendo con el mismo valor, pues están avergonzados de enfrentarse a un caballero solo que los domina.

Vuelve a la batalla y los trata de tal modo en tan poco tiempo, que nadie se atreve a esperar un golpe, incluso los más valerosos se retiran: no hay en el castillo caballero que no haya estado en el combate, que no haya probado sus golpes, y todos están de acuerdo en que nunca vieron a nadie con tal fuerza. Pero más que nadie, está admirado el señor del castillo, que lo contempla desde la muralla y tiene tal dolor que no puede resistir la rabia de no estar en el combate, pero no puede ni debe hacerlo según las costumbres del castillo hasta que todos los demás hayan sido vencidos: teme ver su gran desgracia, pues nunca había pensado que un solo caballero pudiera vencer.

El Caballero Blanco los trata de forma vergonzosa y ellos se dan cuenta que no podrán resistir por más cambios que hagan, pues está tan cerca de ellos que los que se cansan no pueden llegar al portillo, ni los de dentro pueden salir. En poco tiempo ha dejado a cinco sin que se puedan levantar: dos están muertos y tres están heridos de muerte, además de los dos que murieron al principio. Cuando ve que no le quedan más que tres, les da poca importancia. Los ataca con vigor y ellos le ceden el terreno, huyendo como pueden. Entonces se adelanta el mayor, el más fuerte y corpulento de los tres y dice que no se dejará matar, pues muchos más esforzados que él han perdido la vida: le tiende la espada y le promete ser su prisionero. Al verlo, los otros dos hacen lo mismo.

Entonces presta atención el Caballero Blanco y oye un gran ruido; mira hacia arriba y ve que es la puerta, que se, ha abierto: siente una gran alegría, pues no esperaba verlo, porque era cerca de la hora de nona. Sube la cuesta, y ve al otro lado de la puerta a diez caballeros, dispuestos a combatir.

La doncella lo retiene, le desata ella misma el yelmo, que de poco le servía ya, y se lo entrega a un criado; toma otro resistente, ligero y hermoso, y se lo ata. Después le quita del cuello el escudo y le pone el de las tres bandas. Entonces él dice:

—Ay, doncella, así me afrentáis, pues los venceré sin necesidad de mi valor. Bastaba con el que me habéis quitado.

El criado le entrega una lanza de asta extraordinariamente fuerte y de hierro cortante como cuchilla de afeitar. La doncella le dice que quiere ver cómo lucha con lanza, pues ya ha visto que se sabe defender con la espada. El caballero ha tomado la lanza y pasa la puerta; la doncella le dice que mire encima de la otra puerta: así lo hace y ve al caballero de bronce, que era grande y admirable. Apenas lo ha contemplado, cuando cae desde la altura en que está y alcanza en su caída a uno de los caballeros que estaban bajo la puerta, rompiéndole el cuello y derribándolo muerto del caballo.

Pero el Caballero Blanco no se asusta por nada, deja correr a su caballo contra todos los demás, golpea al primero que encuentra y lo derriba muerto. Cuando los otros ven a esos dos muertos y que el caballero de bronce ha caído, no saben en qué confiar: se tiran de los caballos y se refugian dentro, pasando el portillo lo más rápidamente que pueden. El Caballero Blanco va tras ellos a pie y con la espada desenvainada les da grandes golpes cuando los alcanza; los tres últimos le prometen ser sus prisioneros, porque no les ha dado tiempo de entrar. Persigue a los otros cinco más allá del portillo, pero no logra alcanzar a ninguno.

Entonces se encuentra con numerosas damas, doncellas y burgueses que expresan una gran alegría, diciéndole:

—Señor, no es necesario que hagáis más de lo que habéis hecho, pues os han dejado libre la puerta.

Una doncella le entrega las llaves y le abre la puerta, que lanza un gran grito causando la admiración del caballero. Éste pregunta a los que tiene alrededor si hay algo más que hacer allí que pertenezca al dominio de las aventuras. Los burgueses, a quienes ya les tardaba verse libres, le contestan que tiene que combatir contra el señor del castillo antes de quitarse el yelmo o cualquier pieza de la armadura.

—Eso me alegra. ¿Dónde lo podré encontrar?

—Señor, no lo encontraréis, pues se va al galope de su caballo, lamentándose tan amargamente que por poco no se da muerte a sí mismo.

Mucho sienten los del castillo tales noticias. A continuación llevan al caballero a un cementerio que había fuera de la muralla: se admiró al verlo, pues estaba cerrado por todas partes con muros almenados; sobre muchas de las almenas había cabezas de caballeros con sus yelmos y ante cada almena estaba la tumba correspondiente, con letras que decían: «Aquí yace tal y ahí veis su cabeza»; ante las almenas en las que no había cabezas, las letras de las tumbas decían: «Aquí yacerá tal». Y tenían nombres de muchos caballeros buenos de la tierra del rey Arturo y de otros lugares, de los mejores sitios que se conocían.

En medio del cementerio había una lámina metálica, trabajada en oro, piedras preciosas y esmaltes, y tenía unas letras que decían: «Esta lámina no será levantada por ningún hombre si no es por el que conquistará este doloroso castillo, y cuyo nombre está escrito debajo».

Habían sido muchas las gentes que habían intentado levantar aquella tumba, utilizando la fuerza y usando máquinas, para conocer el nombre del buen caballero; y el señor del castillo se había esforzado mucho en saber quién era, y hubiera hecho que lo mataran, de haber podido.

Acompañan al caballero hasta la tumba, armado con todas las armas como estaba, y le indican las letras, que lee con facilidad, pues había estudiado durante mucho tiempo. Tras leerlas, mira la lámina por todas partes, por arriba y por abajo, y piensa que si estuviera en medio de un camino, tendrían trabajo para levantarla entre cuatro de los más fuertes caballeros del mundo, aunque la tomaran por el lado más pequeño. La toma entonces con las dos manos por la parte más gruesa y la levanta a un pie por encima de su cabeza. Debajo ve las letras que dicen: «Aquí yacerá Lanzarote del Lago, hijo del rey Ban de Benoic». Vuelve a bajar la lámina, seguro de que ése es su nombre. Mira entonces a la doncella que servía a su dama, y que había visto igual que él su nombre.

—¿Qué habéis visto? —le pregunta la doncella.

—Nada.

—Sí que habéis visto algo; decídmelo.

—Ay, os suplico por Dios.

—Por Dios os ruego yo, pues lo he visto igual que vos.

Entonces se lo dice al oído, y él se entristece, le pide y le conjura por lo que más quiera que no lo diga por nada.

—Lo haré como deseáis, no tengáis miedo.

Luego se lo llevan las gentes del castillo a uno de los edificios más hermosos del mundo, aunque era pequeño; lo desarman y celebran una gran fiesta con él. Ese palacio era del señor del castillo, y estaba bien provisto de todas las cosas necesarias en la corte de un hombre rico y poderoso.

De este modo conquistó el caballero blanco la Guardia Dolorosa; la doncella se quedó con él ahí dentro para curarle sus abundantes heridas. Los del castillo sienten que se les haya escapado el señor, pues si lo tuvieran preso podrían llegar a conocer todos los secretos del lugar, que ahora se perderán para siempre, pues temen no poder retener a aquel caballero durante los cuarenta días necesarios, al cabo de los cuales cesarían todos los encantamientos y todas las maravillas que ocurrían por la noche y por el día, pues nadie podía comer o beber a gusto, ni acostarse o levantarse tranquilo.

Por eso están los de la ciudad alegres y tristes: están tan contentos como es debido por su nuevo señor. Aunque la historia no habla más de él, y vuelve por otro camino, como vais a oír.

Historia de Lanzarote del Lago
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