LIX
Cuenta ahora la historia que cuando Héctor se fue de la corte, la reina volvió con el caballero herido; hizo que lo desarmaran con mucho cuidado, y aun así le resultó duro, pues se desmayó dos veces antes de que le quitaran de los hombros la cota; después hizo que lo cuidaran lo mejor posible. Ordenó que colgaran en su propia habitación el escudo que había llevado la doncella, de forma que lo podía contemplar continuamente, pues le agradaba mucho verlo y a partir de entonces la reina no fue a ningún sitio sin que antes llevaran el escudo y lo colgaran en su habitación: así lo hizo hasta que ocurrió la aventura que esta historia cuenta más adelante.
La doncella que había llevado el escudo se marchó, sin que la reina la pudiera retener por más tiempo. Después, la reina fue a reconfortar a la amiga de Héctor; ésta, apenas la vio, le dijo que ojalá, antes de morir, pudiera estar tan contenta con la cosa que más amaba, como ella estaba con aquel a quien amaba más que a ningún ser vivo; la reina se asustó mucho con estas palabras, y después desearía no haberlo hecho por nada, pues no pasó mucho tiempo hasta que sintió una tristeza igual o mayor que la alegría que había tenido.
La mañana siguiente al día en que se fue Héctor, a la hora de tercia se dispuso la dama de Roestoc a regresar a su tierra: acudió a pedir licencia del rey y de la reina; el senescal le dejó a ésta, por sus ruegos, el caballero herido, para que le curaran las heridas, y con la condición de que volvería a su lado cuando estuviera sano. El rey y la reina se esforzaron en retener a la dama algún tiempo más, pero no pudo ser, pues estaba muy triste y le molestaba ver a mucha gente. Así, pues, se despidió del rey y de la reina; ésta y la dama de Malohaut le insistieron tanto a la sobrina del enano, que decidió quedarse con ellas para oír noticias de Héctor, pues siempre llegaban nuevas y aventuras a la corte, y en ella encontraría mayor solaz y compañía que en ningún otro sitio.
Cuando la dama estaba despidiéndose de la reina, entró un criado que llevaba al cuello un escudo que no estaba entero, pues tenía grandes agujeros de lanza por encima y por debajo de la bocla, y estaba rajado y partido por golpes de espada, de forma que no quedaba en total ni una tercera parte: sin embargo, aún se podían reconocer bien los colores: el campo era de oro con un león de sinople. El criado pregunta por la dama de Roestoc; le dicen que está con la reina; va a la habitación en la que se encontraban, y allí desmontó. Cuando el enano y el senescal lo vieron entrar, dijeron:
—Mirad, señora, ése es el escudo de vuestro caballero, al que Héctor va a buscar.
Al verlo, le huye toda la sangre y se tiene que sentar, pues no se puede mantener en pie. El criado se acerca: no habría nadie en la mesnada que no lo reconociera, si no estuviera en tan mal estado.
—Señora —dice el criado—, os traigo muy buenas nuevas de mi señor Galván, que está sano y salvo.
La reina no deja que siga hablando: toma el escudo, lo besa, lo abraza y muestra tal alegría con el escudo como con el criado que lo había llevado. Éste le dice a la dama de Roestoc:
—Señora, Helaín de Chaningues os saluda y os hace saber que tanto le habéis aconsejado que se armara caballero, que ya lo es, por mano de mi señor Galván, y que este mismo fue el que libró el combate por vos contra Segurades.
Cuando oye que fue mi señor Galván, no hay un dolor mayor que el suyo, y añade que —así le ayude Dios— nunca volverá a tener alegría; después le pregunta al criado cómo fue, y él les cuenta la verdad: «He aquí su escudo; todas sus armas se las entregó a mi señor Helaín y él se quedó con las armas de mi señor Galván».
Se habla tanto del asunto, que el rey se entera y acude en persona y con gran compañía de caballeros a oír las noticias. El criado recibió tantos honores como le pudieron hacer; el rey le pregunta por su sobrino, a lo que le responde que está sano, salvo y curado de las heridas que le hizo Segurades, «pues mi señora, que sabe mucho de heridas, se las ha cuidado. Y vos, dama de Roestoc, veréis como testimonio los regalos que le hicisteis: él se los dio a mi doncella, y se hizo caballero suyo porque le había curado las heridas».
Nadie os podría contar el dolor que sintió la dama en su corazón; se despide llena de congoja, a la vez que el criado, que también se marcha. El rey y la reina se habrían quedado con mucho gusto con el escudo de mi señor Galván, pero el criado les dijo que su señor le había hecho jurar que se lo devolvería, y que de no hacerlo, más le valdría no regresar ante su presencia, pues lo destruiría: por eso deja el rey que se lo lleve. El criado se fue con la dama, que le quitó el escudo a la fuerza y dijo que Helaín lo pagaría: nunca debía haber ocultado lo que sabía de mi señor Galván, pues era vasallo suyo.
Por el escudo y por otras cosas hubo después graves disputas que produjeron grandes males. Pero ahora la historia no habla más de ellos, sino que vuelve a mi señor Galván, del que ha estado callada durante largo tiempo.