CXXXV
Cuenta la historia que cuando Héctor se separó de sus compañeros, anduvo errante por el bosque durante cinco días enteros, sin encontrar ninguna aventura que se os deba contar; todos los días preguntaba por Lanzarote por donde iba; nunca encontró a nadie que le pudiera indicar nada. El quinto día su camino le llevó al tablón del que Dodinel había caído al río. Al llegar a él, vio que no podría pasar al otro lado si no era a través de la tabla: desmonta y ata su caballo a un árbol, diciéndose que aunque pierda el caballo, no dejará de pasar al otro lado; «pues bien sé que esta tabla es así de estrecha para retener a los caballeros andantes». Se sube a la tabla completamente armado y la atraviesa con gran valor, como hombre tan atrevido que no había aventura que lo pudiera acobardar. Ya en la otra orilla, ve el castillo que había cerca de allí y se dirige hacia él, dispuesto a alojarse. Mira y ve salir de él a un caballero armado, montado en un gran caballo que le ataca con la lanza levantada, y que le dice que se rinda o morirá. Héctor no se acobarda, sino que alarga su lanza, se coloca el escudo delante de él y, cuando el caballero se le acerca, lo esquiva, pues no se atreve a esperar el golpe porque el otro era demasiado fuerte; golpea al caballero con tanta fuerza que lo derriba del caballo al suelo y, luego, desenvaina la espada golpeándole en el yelmo con tal vigor que lo deja aturdido, que no sabe si es de día o de noche; después le hace caer al suelo y Héctor le coge el yelmo arrastrándolo la distancia de una lanza, pues las correas del yelmo eran fuertes; lo golpea con el puño de la espada y hace que las mallas de la cofia le entren en la cabeza; lo deja en tal estado que la sangre le brota por las narices y las orejas luego, le rompe los lazos del yelmo y le amenaza con cortarle la cabeza si no se tiene por vencido, pero no le contesta pues aún estaba desmayado. Héctor lo deja descansar hasta que recobra el aliento; cuando ya puede hablar, le pide a Héctor que no lo mate, que se tendrá por vencido. Cuando estaba hablando así, levanta con cuidado el faldón de la cota de Héctor, para clavarle la espada en el vientre; pero Héctor lo sujeta por el puño, le quita la espada a la fuerza y le dice:
—Traidor, desleal, nada impedirá que muráis.
Levanta la espada y le corta la cabeza.
En ese momento ve salir del castillo hasta doce escuderos que se le echan a los pies, diciéndole:
—Señor, bendito seáis, pues nos habéis vengado del hombre al que más odiábamos en el mundo; venid con nosotros, porque el castillo es vuestro a partir de ahora ya que habéis vencido al señor. Cuando los de dentro conozcan la verdad, os amarán más que si les hubierais dado a cada uno cien marcos de oro.
Van cuatro escuderos al castillo y cuentan las noticias, que agradaron mucho a todos los que las oyeron; salen y le traen un buen caballo a Héctor, se lo entregan y después lo llevan al castillo a la fuerza diciéndole que se quedará allí y se hará señor de todos ellos, aunque él les contesta que no lo haría de ninguna manera. A pesar suyo, lo desarman y lo llevan a la sala mayor, donde encuentra a la doncella que había seguido a Dodinel hasta el tablón. Al ver a Héctor, lo saluda con gran cortesía y él le devuelve el saludo. La doncella había sido amiga del caballero que había muerto, pero éste era tan desleal y tan traidor que no la amaba por nada. Por la noche, después de cenar, la doncella le preguntó a Héctor de dónde era y él le contestó que de la casa del rey Arturo.
—Por mi fe —exclamó la joven—, eso me agrada mucho. Aquí hay otro caballero de la casa del rey Arturo.
—¿Es verdad? Traedlo, lo veremos.
La doncella ordena que lo traigan y cuando Héctor lo ve, reconoce a Dodinel el Salvaje; se pone en pie y corre a él con los brazos tendidos, mostrándose gran alegría los dos. Héctor le pregunta qué aventura lo llevó al castillo y él le contesta cómo una doncella lo había llevado hasta el tablón en el que estuvo a punto de ahogarse; cuando llegó a la orilla, lo apresó un caballero que hizo que lo metieran en prisión. Ve entonces a la doncella delante de él, la reconoce y le pregunta por qué le había hecho ir por ese lado.
—Por mi fe, os lo voy a decir. Mi amigo, que ahora está muerto, os odiaba más que a nadie por una herida que le hicisteis en tiempos, durante un torneo; me dijo que nunca permanecería a su lado sin que me matara si no conseguía llevaros ante él. Me hizo ir a la corte del rey Arturo a buscaros y me había ordenado que no regresara sin vos. Por eso lo hice, y pasasteis el río. Cuando supo que erais vos, se hizo armar y os atacó tan pronto como pudo, haciéndoos apresar tal como visteis y diciendo que nunca saldríais de la prisión. Pero habéis tenido la suerte de que este caballero os ha vengado de él, porque le ha cortado la cabeza. Ya os he dicho lo que me habéis preguntado.
—Señor —le dice Dodinel a Héctor—, ahora tenéis que decirme, por favor, qué motivo os ha traído por aquí.
Le cuenta cómo los compañeros de la corte del rey se han puesto en marcha para buscar a Lanzarote del Lago y le dice las noticias que llevó la reina a la corte.
—Hemos jurado que nunca dejaremos de cabalgar hasta que tengamos noticias auténticas de si ha muerto o está vivo.
—Ya que es así —contesta Dodinel—, prometo lealmente que nunca entraré en la corte de mi señor el rey Arturo hasta que no lleguen los demás: en este momento me hago compañero de la misma búsqueda.
Héctor se pone muy contento. Aquella noche ofrecieron a Héctor el señorío del casillo pero no lo aceptó, sino que se marchó por la mañana con Dodinel y cabalgaron hasta que llegaron el día fijado a la Cruz Blanca, a la salida del bosque.
Tuvieron la suerte de que todos los compañeros acudieron a la hora y en el momento fijado; al verse, se pusieron muy contentos y tuvieron una gran alegría por los tres compañeros que pensaban haber perdido y que, sin embargo, ven sanos y salvos. Cada uno de ellos contó lo que había encontrado durante la semana, pero ninguno tuvo noticias de Lanzarote: lo sintieron todos mucho y se entristecieron. Mi señor Galván dijo que ya que no habían oído nada, podían separarse completamente; se quita el yelmo de la cabeza el primero y después hacen lo mismo todos los demás; se besan al separarse y lloran por la lástima que sienten, ya que piensan que no van a volver a verse en mucho tiempo, y que no volverán a estar juntos como ahora. Lamentan tener que separarse; mi señor Galván es el primero en partir, con gran dolor, como si estuviera muerto delante de él todo el mundo. Del mismo modo lloran los otros doce compañeros. Cada uno emprende su camino.
Pero la historia deja de hablar de ellos ahora y habla de mi señor Galván en primer lugar.