CLIV

Cuenta ahora la historia que después de que el escudero dejara a Lanzarote en el baile, tomó su camino y marchó muy deprisa porque le parecía que se había entretenido demasiado: se lamentaba porque creía que Lanzarote se quedaría allí para siempre.

Mientras tanto, Lanzarote se divierte y canta, igual que los demás, y permanece en aquel lugar hasta después de la hora de vísperas. Cuando fue tiempo de cenar, se acercó una doncella y le dijo:

—Señor caballero, tenéis que sentaros en ese asiento y os pondremos la corona de oro en vuestra cabeza.

Lanzarote le contesta que no le preocupa nada la corona y que tampoco quiere saber nada de un trono, sino que sólo quiere divertirse y alegrarse.

—Tenéis que hacerlo —insiste la doncella—, pues gracias a eso sabremos si seremos liberados por vos. Si vos no nos liberáis, tendréis que quedaros aquí con nosotros y esperaremos a que Dios nos traiga al que nos liberará de la locura en la que estamos.

Lanzarote contesta que irá con mucho gusto ya que ella así lo desea: se sienta en el trono y la doncella le pone la corona en la cabeza diciéndole:

—Buen señor, ya podéis decir que tenéis la corona de vuestro padre en vuestra cabeza.

Lanzarote mira y ve caer de lo alto de la torre una imagen que representaba al rey y que había sido labrada con gran riqueza; golpeó contra el suelo con tanta fuerza que quedó hecha pedazos. Entonces terminaron los encantamientos y recobraron todos el sentido y la memoria, que les había faltado durante mucho tiempo.

Cuando Lanzarote se da cuenta de que tenía una corona de oro en la cabeza, la toma y la arroja, saltando del trono en el que no debía estar sentado, según le parece, porque era símbolo del rey. El caballero y las damas y las doncellas corrieron a besarlo mostrándole la mayor alegría y el mayor gozo que nunca se ha hecho a ningún hombre:

—Señor, bendita sea la hora en que nacisteis, pues nos habéis sacado de la mayor locura en la que nunca estuvimos, y de la que no hubiéramos salido sino muertos, si Dios no os hubiera traído por aquí.

Le hacen subir a lo alto de la torre y lo desarman. Acude un caballero viejo que le dice a Lanzarote.

—Lanzarote, buen hijo, ciertamente dije bien cuando advertí que los encantamientos no cesarían hasta que vos vinierais: ya ha quedado probado que sois el mejor caballero del mundo y el más hermoso; todos os deben querer y apreciar más a partir de ahora, pues no habrían salido si no hubiera sido por vos.

—Buen señor —le pregunta Lanzarote—; decidnos por qué razón ocurrían estas maravillas, que hacían que todos los que entraban en el baile perdieran el sentido y la memoria y no podían abandonarlo.

—Señor, os lo diré con mucho gusto. Cuando el rey Arturo se prometió a mi señora la reina Ginebra y se iban a celebrar las bodas, todos los altos hombres vasallos del rey acudieron a esta tierra para recibir sus feudos y para rendirle homenaje. Unos quince días después de que se celebraran las bodas, el rey Ban, vuestro padre, iba cabalgando por este bosque con sus caballeros. Al llegar a esta torre encontró bajo los árboles que habéis visto a seis doncellas que bailaban y cantaban una canción nueva que acababan de hacer por la reina Ginebra. En medio del corro había un trono en el que estaba sentada una de las doncellas más hermosas del mundo, hija de rey y de reina. El rey Ban era de avanzada edad y a pesar de todo no había en toda su compañía ningún caballero tan alegre como él. Se detuvo para ver el baile, y tenía a su lado a un primo suyo que era clérigo muy bien proporcionado en los miembros, alegre, entretenido y que cantaba bien, pero que nunca había amado con amor y era el hombre que más sabía en el mundo de nigromancia y de encantamientos. El rey contempló a las doncellas que cantaban y el clérigo que era joven miró a la que estaba en el trono y vio que era hermosa y agradable, de forma que le pareció que en buena hora había nacido quien recibiera la alegría de esta doncella; se enamoró tanto que dijo que no volvería a tener gozo si no la poseía, pero no veía cómo podría conseguirlo.

Después de que el rey contemplara un buen rato el baile, dijo que estaría mucho mejor si cada dama estuviera con un caballero: mandó que descabalgaran seis caballeros que iban con él y les hizo tomar parte en el baile de forma que cada doncella tenía un caballero. Cuando la del trono vio esta compañía, dijo que en buena hora habría nacido quien mantuviera tal acompañamiento y tales bailes el resto de su vida en su presencia. Al oír hablar de esta forma a la doncella, el clérigo le contestó:

—Doncella, si queréis, tendréis una compañía mucho mejor que ésta y mejores danzas, pues durará siempre que haya buen tiempo, tanto en invierno como en verano.

—Por Dios, me gustaría mucho, y no hay cosa que yo no haría con tal de que fuera tal como vos decís, pues no podría tener mejor deleite ni más agradable que ése.

—Si quisierais darme vuestro amor y prometerme ante mi señor, que está aquí, que mientras yo viva no tendréis otro amigo, lo haría mejor aún de lo que decís y os diré cómo: mantendré a los que ahora están, de forma que el resto de su vida no se cansarán ni se hartarán de bailar y bailarán en invierno y en verano, siempre que haga buen tiempo y no les molestará más de lo que les molesta ahora. Como serían pocos, por si llegan más, haré que todos los que a partir de ahora entren en este prado, si aman o han amado con amor, se queden con ellos a bailar de modo que no se acuerden de nada más que de eso; en cuanto lleguen, se pondrán a bailar; si vienen armados, armados, y si vienen desarmados, desarmados; bailarán todos los días hasta la hora de vísperas y luego entrarán en la torre a cenar y a descansar durante todas las noches. Nadie, que no ame o haya amado podrá quedarse, pues entre la gente que está contenta no debe haber nadie que no tenga alegría y no puede haber gran alegría si no se ama o ha amado. Este baile durará mientras vivamos y después de nuestra muerte continuará hasta que llegue el más noble caballero y el mejor, el más hermoso; el día en que llegue, terminará el baile, y acabará del mismo modo que comenzó, pues se comenzará por vos, doncella, que sois a mi juicio la doncella más hermosa del mundo y no terminará hasta que el caballero más hermoso venga. De esta forma empezará con la belleza y terminará por la belleza.

Cuando la doncella oyó esto, lo tuvo todo por mentira y pensó que no lo podría hacer de ninguna forma, por lo cual le prometió hacer lealmente lo que él quisiera y él le contestó que no pedía nada más. A continuación hizo el encantamiento y cambió a los caballeros que el rey Ban había hecho entrar en el baile, de forma que ninguno de ellos pudo marcharse y lo mismo hizo con las doncellas de la joven. El rey, al ver que la cosa era tan cierta, dijo que no podría emplear mejor su corona que dándola al mejor caballero del mundo y al más hermoso, y por eso la dejó en el trono, para que la tuviera aquel que pondría fin a los encantamientos. Después se marchó el rey y se quedó el clérigo con la doncella, con la que hizo todo según su voluntad, tal como ella le había prometido. Cuando los de esta tierra oyeron hablar del asunto, empezaron a venir para ver las maravillas y hubo muchos que no pudieron regresar, sino que quedaron retenidos por la fuerza del encantamiento, de forma que yo vi en un solo día a ciento cincuenta que se quedaron. De este modo duraron los bailes más de catorce años: eran extraordinarios, pero la doncella empezó a cansarse y le rogó a su amigo que deshiciera el encantamiento, a lo que él le contestó que no podía ser deshecho antes de que se cumpliera el plazo que había puesto.

—Os ruego, pues, si me amáis, que hagáis otro hechizo por el que podamos divertirnos; que sea hecho con tanta sutileza que todos los que lo vean lo tengan como gran maravilla.

Él le contestó que así lo haría, ya que ella se lo pedía.

Entonces construyó un ajedrez de oro y de plata, el más rico y el más hermoso que nunca se hizo ni se vio, y él mismo hizo el tablero con una piedra preciosa que valía más de mil libras. Cuando ya tuvo las piezas y el tablero, los llevó un día después de cenar ante la doncella y le dijo:

—Mirad este juego de ajedrez, doncella, nunca visteis otro igual.

—¿Por qué?

—Por Dios, os lo voy a mostrar.

Coloca entonces las piezas en su sitio, como si fuera a empezar a jugar y le dice a la doncella que tome las que quiera, pues iban a jugar.

—¿Contra quién voy a jugar? No será contra vos, que no sabéis nada en comparación conmigo.

—Jugad lo mejor que podáis, pues no conseguiréis hacerlo tan bien como para que no os dé mate en el ángulo.

Al oír estas palabras, adelanta un peón para ver qué pasaba; al instante se adelantó otro peón sin que nadie lo tocara. Al ver que las piezas mismas juegan contra ella sin ayuda de nadie, se esforzó en jugar con gran habilidad, para ver el final; sabía más del juego de ajedrez que ninguna mujer de aquel tiempo; pero no supo jugar tan bien como para no recibir mate en el ángulo. Cuando vio el juego, dijo que allí había una gran maestría y que había sido construido con gran saber; luego le preguntó si recibirían mate todos los que jugaran.

—No, pues vendrá un caballero agradable y discreto, amado sobre todos los demás y que sabrá tanto del ajedrez y de otros juegos que no encontrará a nadie que se le pueda comparar en el mundo en sutileza; por él recibirán mate estas piezas y todos los demás perderán, menos él; la virtud de este juego durará mientras él viva, pero cuando muera, dejarán de jugar las piezas por sí mismas.

De esta forma el clérigo hizo el baile que habéis visto por la razón que os he contando y le puso como término, según me parece, hasta que vos llegarais. Después de que jugó la doncella mucho tiempo al ajedrez y el juego también fue muy utilizado, murió el clérigo y murió la doncella por quien había sido hecho y todos los demás quedaron retenidos por el encantamiento del que no podían salir y del que no hubieran salido si no hubiera sido por vos. Que Dios sea agradecido por haberos traído aquí, ya que han salido de la locura y han recobrado la memoria; aunque no hubierais hecho otra cosa buena en todo el mundo, nada más que por esto os debería alabar y apreciar toda la gente, pues habéis recibido un gran honor.

—Ahora, ya que esta aventura ha terminado, tengo que ver la del ajedrez, pues de otra manera no podría irme de aquí sin recibir afrenta.

El anciano ordena que traigan inmediatamente el ajedrez, y así lo hacen; lo colocan encima de una manta forrada. Lanzarote contempla las piezas un buen rato, pues eran bellas, ricas y labradas con gran habilidad; coloca las de plata en su sitio y luego hace lo mismo con las de oro. Después de poner las piezas, tal como debía ser, empieza moviendo el peón de delante de la reina, y los otros hacen lo mismo. Después de jugar con el peón, mueve otras piezas hasta que acosa al rey en el ángulo y le dice: «Mate con un peón».

Cuando los de dentro ven esto, lo tienen por admirable y le dicen a Lanzarote:

—Señor, el juego es vuestro, pues habéis ganado la partida. Y ya que no habéis sido vencido aquí, tened por seguro que nunca en vuestra vida recibiréis mate, ni seréis derrotado por las armas, igual que no lo habéis sido por estas piezas, pues habían sido hechas simbolizándoos a vos y a vuestra valentía: es una cosa que os debe tranquilizar mucho.

Contesta que le alegra mucho y que no había oído nunca nada que le tranquilizara tanto.

Luego, empiezan a jugar y a divertirse todos los de allí, pues están muy contentos porque Dios los ha liberado gracias a Lanzarote; disponen la comida, porque ya era el momento. Aquella noche Lanzarote tuvo todo lo que deseó, que todos los del lugar se esforzaron mucho tanto por amor a él, como porque los había puesto en libertad. Después de cenar, le hicieron la cama en una habitación muy hermosa, un poco alejada de la gente para evitar el ruido, que no le molestara, pues querían servirle según su voluntad en todo.

Por la mañana, cuando se despertaron y después de vestirse, Lanzarote tomó las armas y le preguntó a un caballero del reino de Logres si podía llevar un mensaje.

—Por Dios, buen señor, no hay en el mundo un lugar por alejado que esté, si las gentes pueden ir a él, al que yo no vaya con mucho gusto por vos y por tener vuestro agradecimiento.

Lanzarote le da las gracias y le contesta:

—Os ruego como recompensa y como servicio que vayáis a Camalot, donde encontraréis a mi señor el rey, según creo, y a mi señora la reina. Saludadlos a los dos de mi parte y presentadle a mi señora este juego de ajedrez; decidle que se lo envío y contadle cuál es su virtud, y cómo he vencido.

El caballero le responde que con mucho gusto llevará ese mensaje.

Toma las piezas y el tablero y monta a caballo, dejando a Lanzarote y a los de allí, cabalga hasta que llega a Camalot, donde encuentra los estrados de madera que ya habían sido levantados para el torneo; tenían media legua de largo. Cabalga por la pradera, entra en la ciudad, que era muy rica y abundante de todos los bienes; continúa hasta que llega al patio y allí desmonta delante de la sala principal; entrega a un muchacho su caballo para que lo guarden y se dirige al salón, en el que encuentra al rey sentado entre sus nobles, tomando consejo de lo que podría hacer en el torneo, al que acudirán todos los altos hombres del mundo, según le han dado a entender. A su lado estaba la reina, vestida con tanta nobleza y tan bien engalanada que mejor sería imposible. El caballero, que conocía al rey y a la reina, se arrodilla ante ellos al acercarse, y los saluda de parte de Lanzarote del Lago. El rey se pone en pie de inmediato y corre a abrazar al caballero, pues se alegra mucho de la noticia; le pregunta qué tal estaba su amigo Lanzarote y él contesta que no hace mucho lo dejó sano y salvo.

Luego toma las piezas y el tablero del ajedrez, que estaban en un forro de seda, se arrodilla ante la reina y le dice:

—Señora, mi señor Lanzarote os envía este ajedrez convencido de que no habéis visto nunca uno tan admirable, aunque tal vez hayáis visto semejante en riqueza.

Cuando la reina oye esto, se pone muy contenta y toma el ajedrez para verlo; el rey y todos los demás nobles se vuelven a sentar, pues deseaban ver lo extraordinario del juego. El caballero les dice que es hermoso y rico, y en ello coinciden todos, diciendo que nunca vieron otro semejante en belleza y riqueza. Luego, el caballero coloca las piezas tal como deben estar, y cuando ya están preparadas para jugar le dice al rey:

—Señor, escoged al que más sepa y haced que juegue. Os digo que no sabrá tanto como para que no reciba mate en el ángulo.

El rey le responde que jugará él personalmente.

—No lo hagáis, señor —le contestan sus nobles—, pero dejad que sea mi señora la reina la que juegue, que sabe más que todos los que estamos aquí dentro.

El rey lo acepta. Hace que la reina se siente a jugar y ésta comienza lo mejor que sabe; pronto se sorprenden los presentes al ver que las piezas juegan ellas solas contra la reina: lo consideran encantamiento, y así era sin lugar a dudas. La reina se esfuerza en jugar bien y pone todo su entendimiento en ello, porque habían venido a ver el juego muchos hombres importantes; pero a pesar de todo, no supo lo suficiente como para no recibir mate al final. Comienza a reírse todo el mundo en el salón al ver que la reina ha perdido el juego, el rey se burla de ella y la reina le pregunta al caballero que lo había traído si Lanzarote había jugado con el ajedrez.

—Señora, sí.

—¿Y cómo le fue? ¿Fue burlado?

—Señora, no, sino que ganó el juego.

—¿Qué puedo decir de Lanzarote? —dice el rey—. Ni en valor, ni en belleza, ni en ninguna virtud del caballero puede ser superado. Que Dios no me ayude, señora, si no os ha hecho un regalo muy hermoso enviándoos este ajedrez; agradecédselo cuando lo veáis, pues nunca ningún caballero hizo tan buen regalo a una reina.

Luego, hace que le den al que lo había llevado buenas armas y dos caballos, dos pares de vestidos y tanta vajilla como quiso. La reina por su parte también le dio tanto que quedó rico para el resto de su vida.

De esta forma esperan hasta las octavas de la Magdalena, en que el torneo debía tener lugar. Lanzarote, que dejó a los que había liberado del baile, tomó un criado y lo envió al ermitaño con el que había estado la noche anterior; le hizo saber la verdad, de cómo le había ido todo y le pidió que quitara el cartel que había escrito encima del poyo, pues ya había terminado la aventura en la que quedaban los caballeros. Cuando el santo ermitaño oyó la verdad, se puso muy contento y quitó de inmediato las letras, tal como Lanzarote le había pedido.

Lanzarote cabalgó durante todo el día por el bosque, hasta la hora de prima en que se encontró con un caballero armado con todas las armas, montado sobre un gran caballo veloz y fuerte. Lanzarote lo saluda al acercarse a él, pero éste no le contesta nada, sino que le pregunta:

—Señor caballero, ¿quién sois?

Le contesta que es un caballero de la casa del rey Arturo:

—Y me llamo Lanzarote del Lago.

—Por mi cabeza, en mala hora vinisteis por este camino, pues moriréis antes de que el día termine.

Después de hablarle así, se vuelve por el mismo camino que había traído, tan deprisa como su caballo puede ir y amenaza a Lanzarote, diciéndole que lo pagará caro antes de lo que piensa. Al oír que lo amenaza de esta forma, Lanzarote le grita:

—Señor caballero, por mi cabeza, en mala hora me amenazáis. Antes lo pagaréis vos, a pesar del daño que me pueda sobrevenir.

A continuación, lo persigue con la lanza bajada; cuando el caballero lo ve venir hacia él, no se atreve a esperarlo, sino que se da a la fuga; Lanzarote, al ver que no puede alcanzarlo, deja la persecución y el otro se marcha con miedo de morir.

Lanzarote cabalga hasta que llega a un terreno pantanoso junto a una torre: allí ve a una gran compañía de caballeros armados a la puerta: eran treinta o quizás más. Al verlos dispuestos en medio del camino, se pregunta sorprendido qué puede ser, pues no pensaba de ningún modo que lo hicieran por él: se acerca a los caballeros y éstos le gritan cuando ya está cerca, que se dé por muerto; todos a la vez le atacan. Lanzarote no los teme, pues nunca tenía miedo por nada de lo que pudiera ocurrir; se dirige al primero que venía y lo golpea, metiéndole la lanza en el cuerpo. Mientras tanto lo alcanzan más de diez, matándole el caballo y haciéndole caer al suelo; Lanzarote no aparenta preocuparse por el caballo; se pone en pie rápidamente y desenvaina la espada muy enfadado porque le habían sorprendido de aquella forma; empieza a golpear a su alrededor y destruye todo lo que alcanza, yelmos y escudos, mata caballeros y es tan rápido y tan ágil que no hay nadie que lo vea que no lo tenga por maravilloso: se defiende tan bien que nadie lo podía igualar. Pero los otros lo acosan de cerca, que no quieren dejarlo, y le golpean fuerte donde pueden, aunque no es frecuente, ya que se defiende de forma tan extraordinaria que no hay nadie que se atreva a acercarse, si no es en ataques rápidos. Pero a pesar de todo le han hecho tantas heridas pequeñas y grandes que pierde bastante sangre; no se encuentra cansado ni fatigado, sino que continúa dando grandes tajos por delante y por detrás, y defiende su vida de tal modo que no hay quien no lo tenga por maravilloso. A algunos de los que le atacan les pesa, pues ven que es muy valiente y no querrían hacerle ningún daño. Se adelanta un caballero, el mayor de todos ellos y el armado con más riqueza, coge a Lanzarote por los brazos y él hace lo mismo y caen los dos al suelo, de forma que Lanzarote queda encima y el otro debajo. Al punto, se le echan todos encima a Lanzarote y le quitan la espada de la mano a la fuerza, le arrancan el yelmo de la cabeza y lo desarman, diciéndole que se rinda o que lo matarán; él contesta que lo mismo le da que lo maten o que lo dejen. Le dan grandes golpes con el puño de las espadas en la cabeza haciéndole brotar la sangre por más de siete sitios, y le causan mucho daño; pero él no dice nada, ni aparenta que le importe mucho. En esto, se levanta el gran caballero que lo había cogido por los brazos y se le acerca con la espada desenvainada, fingiendo que va a cortarle la cabeza. Lanzarote que ve la espada venir, no se mueve de su sitio, sino que no muestra ningún miedo.

Al ver a Lanzarote con tal actitud, le dice:

—Ladrón, ciertamente es verdad lo que se dice de ti, pues todos cuentan que eres el más atrevido que hay y bien lo veo, pues no te afliges por nada de lo que oyes, y te mantienes firme, como si no quisiéramos hacerte ningún daño: cualquier otro habría muerto de miedo. Pero de poco te sirve, pues morirás antes de escapar, aunque no te mataré con mi espada, ni con un cuchillo, sino que haré que mueras con la peor muerte que ha recibido ningún caballero.

Luego, hace que lo desnuden completamente y que lo dejen en calzas; ordena que cuatro servidores grandes y traidores lo golpeen con correas llenas de nudos, hasta que hacen que la sangre le brote por todas partes. Lanzarote no dice nada, ni aparenta que le estén haciendo daño; ya lo habían golpeado tanto que la sangre goteaba hasta el suelo. Cuando se sienten cansados y hartos, lo dejan, mientras que el caballero que había ordenado hacer todo esto, manda que lo bajen a un pozo profundo y negro, horrible, lleno de culebras y de gusanos, con el agua mala y envenenada.

Abajo, Lanzarote sintió el agua fría y profunda, maloliente por la presencia de los gusanos y por el veneno de las culebras; el agua le daña mucho en cuanto llega abajo, pues estaba completamente desnudo, ya que sólo tenía las calzas. Apenas llegó al agua, como estaba caliente por el esfuerzo que había pasado, se desmayó por el frío que había; se golpeó con fuerza contra una gran piedra, que le causó una herida en la cabeza. Cuando las culebras y los otros gusanos sienten la sangre fresca y cálida que salía de él, corren a las piernas y le muerden por todas partes, causándole tanto daño y tanto pesar que nunca tuvo otro mayor, y ahora sufre tanto como se podría pensar. Se defiende como puede y con las manos desnudas coge las culebras, las aprieta y les rompe la cabeza, matando a todas las que puede alcanzar. Pero está tan envenenado que cree que va a morir sin confesión, pues cuando piensa sacar las piernas fuera del agua, las nota tan hinchadas y tan abotargadas que le sorprende cómo el veneno ya le había empezado a hacer efecto. Se lamenta en su corazón por la desgracia que le ha sobrevenido de forma tan súbita y dice:

—Buen Señor Dios, ¿dónde os he causado un daño tan grande como para merecer morir con una muerte tan vil como la muerte que según me parece voy a tener? Ahora veo bien que nadie me socorrerá, ni me ayudará, pues no ha nacido quien me pueda encontrar aquí: moriré como desdichado y desafortunado y como el hombre más desgraciado que ha nacido. Dios, ¿por qué permitisteis que naciera de la buena reina de Benoic para morir con una muerte tan vil y tan mala que ningún hombre tuvo otra semejante, ni creyente, ni infiel? Al menos, cuando mueren, todos vuelven a su primera madre, la tierra, y son enterrados dentro sin que a los familiares les lleguen malas noticias. Pero yo, desdichado, desaventurado, estoy rodeado por todo lo malo que la misma tierra tiene, según se dice, y se me tiene de forma tan vil que la tienta no se dignará en recibir mi mala carroña, sino que quedará entregada como pasto a animales tan bajos como son los gusanos. Dios, ¿hubo alguna vez un hombre entregado a peor martirio que el que yo padezco, a pesar de que procedo de la familia más alta que se conoce? Ay, Dios, ¡cuánto perderá la Mesa Redonda con esta muerte! ¡Ay, Boores, mi dulce amigo, vos que habíais empezado las más altas hazañas de todo vuestro linaje, cuánto perderéis con esta muerte! Si yo viviera mucho, haría que se os pusiera una corona de oro en la cabeza, pues en vos estaría mucho mejor que en mí. Y vos, mi señora la reina, que me habíais colocado en el alto lugar en el que estaba y por la que yo he hecho las grandes hazañas de las que había el mundo, ciertamente no sé qué deciros, sino que Nuestro Señor os tenga en la gran felicidad en la que os ha puesto y que os mantenga el gran poder que tenéis; señora, que nunca sepáis nada de esta vil muerte, ni vos, ni nadie que me haya visto en este mundo, pues ciertamente mi alma estaría más triste y más afligida para siempre.

Lanzarote se lamenta por su desgracia y se queja a sí mismo, hasta que la noche llega oscura y negra. Se sienta en una piedra que había en el pozo y acusa a la Fortuna:

—¡Ay, Fortuna, qué falsa y esquiva eres; cambias como el viento! Eres muy traidora y desleal, pues me habías hecho subir por encima de todos los hombres en belleza y en valor y en todas las demás virtudes por las que se debe ser alabado, y ahora me habéis hecho caer con tanta fuerza que no puedo morir sobre la tierra, como los animales mudos, sino que me habéis escondido en el lugar más profundo de todos los sitos desagradables que tenéis. Antaño me pusisteis en vuestra rueda mayor, y ante mí sujetabais el espejo de todas las felicidades en el que yo me miraba y me veía tan bien que no debía estimar en nada a cualquiera que se me comparara; ahora me habéis hecho todo lo contrario, pues me veo como el más desdichado y el más desafortunado que existe, pues no puedo tener ni siquiera mi propia voluntad, como tendría el más pobre de los hombres: por rico me consideraría y no me quejaría de mi destino si los pájaros del aire, las cornejas y las garzas o los animales del bosque, los leones o los osos hubieran comido de mi carne y se hubieran saciado, de forma que el resto no se hubiera perdido demasiado. Pero mi fin será tal que los animales más viles que salen de la tierra se comerán mi carne y mis huesos. ¡Ay, Dios, preferiría no haber sido concebido ni engendrado antes que llegar a tan desgraciado final!

Mientras se lamentaba de esta forma, se acercó a aquella parte una doncella y se apoyó en el pozo y dijo:

—Señor caballero que estáis ahí abajo y al que las gentes tanto odian, decidme cómo os llamáis.

Lanzarote levanta la cabeza y mira hacia arriba, pero no la puede ver porque el pozo era demasiado profundo y porque la noche era demasiado oscura.

—Doncella —le contesta—, me llamo Caballero Desventurado, que antaño fui el mejor de todos los demás.

Cuando la joven oye estas palabras siente una gran compasión y dice:

—Ay, señor, por Dios no os preocupéis, pues Nuestro Señor os podría socorrer si quisiera. Si os parece bien, decidme vuestro nombre a pesar de todo, pues no recibiréis ningún daño por ello, si Dios quiere.

Le contesta que se llama Lanzarote del Lago.

—¿Lanzarote? ¿Qué decís? Por Dios, si sois el Lanzarote que fue hijo del rey Ban de Benoic, no permaneceréis más tiempo aquí, sea cual sea el daño que yo reciba.

Él le dice que fue hijo del rey Ban de Benoic.

—Por mi cabeza —contesta la doncella—, no seguiréis ahí, pues sería una gran lástima que murierais en un lugar tan vil.

La doncella se marcha entonces de allí y se dirige a una habitación suya, toma una cuerda gruesa, larga y fuerte y regresa al pozo donde Lanzarote estaba sufriendo y apesadumbrado por su desgracia, pues cree que no podrá salir jamás. La doncella le arroja la cuerda hasta que éste la puede tocar y la sujeta entre las dos manos; luego, la muchacha le dice:

—Señor, ¿cómo os puedo sacar si soy débil y de pocas fuerzas?

—Doncella, ya que queréis sacarme de este peligro, os diré lo que podéis hacer, porque sois tan débil que no podríais sacarme tirando de mí hacia arriba. Atad el cabo de la cuerda que tenéis a una de las encinas con tanta fuerza que no se pueda desatar y yo subiré por el trozo de cuerda que me quede.

La doncella le contesta que así lo hará. Anuda a una encina la cuerda y luego le dice:

—Señor, ya podéis subir, pues la cuerda está bien atada tal como dijisteis.

Lanzarote se sujeta a la cuerda y sube rápido y ágil como hombre de gran fuerza que era. Cuando ya se encuentra fuera del pozo, no siente ningún daño ni ningún dolor que haya pasado, pues está tan contento de su liberación que piensa que nunca verá nada que le desagrade; le da las gracias a la doncella de todo corazón. Cuando ésta lo ve desnudo completamente, salvo las calzas, siente gran compasión y le dice:

—Señor, id hacia esos árboles para que nadie os encuentre y esperadme, que volveré con vos.

Lanzarote le contesta que lo hará con mucho gusto. Pero antes de que la doncella se vaya, le dice:

—¿Quiénes son los de aquí, decídmelo, los que me han causado tales daños y pesares, sin haberlos merecido que yo sepa?

—Señor, os lo diré, pero cuando vuelva.

Entra la doncella en la torre y cierra el portillo por el que había salido, para que nadie saliera y pudiera ver a Lanzarote. Pero todo lo que había hecho lo vio uno de los servidores y supo que había sacado del pozo a Lanzarote. Entonces va a su señor y le dice:

—Señor, vos odiáis a Lanzarote más que a nadie en el mundo por vuestro tío, el duque Karlés, al que mató y por uno de vuestros hermanos, al que hirió mortalmente, por eso lo habéis apresado a la fuerza con mucha gente y lo habéis puesto en un lugar del que pensáis que no podrá salir jamás.

—No saldrá ciertamente, tenlo por seguro; antes morirá, pues no podría atormentarlo con una muerte más cruel.

—Señor, sabed que ya está fuera, pues vuestra hija lo ha sacado con una cuerda que le llevó.

—Por Dios, eso lo voy a ver ahora mismo.

Llama a cuatro de sus caballeros, en los que más confiaba, y hace que se armen rápidamente; él mismo se armó y luego les dice que le sigan. En la puerta principal les pone al corriente de lo que el criado le había contado y les dice que su hija había sacado a Lanzarote del pozo en el que lo habían metido.

—Creo —añade— que ha vuelto a entrar para llevarle ropa y guarnición; cuando esté vestido y armado, pienso que se irán juntos: por eso quiero que esperemos aquí hasta que veamos lo que hace mi hija.

Los otros le contestan que les parece bien, ya que así lo desea. La luna había salido, de forma que se podía ver claro el camino, y la doncella que estaba vigilando no se dio cuenta de la emboscada que le había tendido su padre; se dirige al portillo por el que había salido la otra vez lo abre y sale, yendo hacia donde pensaba encontrar a Lanzarote.

Este, al verla, le va al encuentro desnudo como estaba; la doncella le da un vestido de seda roja, cota y manto; Lanzarote lo toma y la joven le dice:

—Señor, venid esta noche conmigo y podréis dormir a gusto en mi habitación; por la mañana, antes de que el día aparezca, os daré armas y caballo y yo tomaré un palafrén; nos iremos juntos, pues no quiero quedarme más aquí, porque mi padre es demasiado traidor y cruel.

Lanzarote le contesta que teme entrar desarmado, porque puede ser descubierto.

—No temáis, pues os acompañaré de forma segura.

—Id pues, que yo os seguiré a dondequiera que vayáis.

La doncella va al portillo y entra, y Lanzarote la sigue; se dirige hacia una pequeña habitación que había al pie de una torre; iban a entrar en ella cuando el padre de la doncella les ataca con otros catorce completamente armados; lo apresan a él y a la doncella; los golpean y maltratan tanto que por poco la doncella no muere, pues era tierna y no había aprendido a soportar el dolor. Llora la joven y se lamenta diciéndole a Lanzarote:

—Buen señor, ciertamente lo siento más por vos que por mí, pues todos estos daños los tenéis ahora por mi culpa, que os he traído aquí, pero Dios sabe que no lo hacía por causaros mal, sino por generosidad y por agradar a Dios.

Cuando Lanzarote la ve llorar tiernamente, el corazón le oprime, la sangre le sube a la cabeza y el rostro se le enciende; está airado, y le parece que perderá el sentido.

Entonces se desprende de los dos que le sujetaban y le quita a uno la espada, dándole al otro tal golpe que la cabeza le vuela a la distancia de una lanza y cae muerto. Vuelve y golpea a otro con tanta fuerza que le parte el yelmo y le mete la espada en la cabeza derribándolo muerto al pie de la torre. Cuando los demás ven este golpe, no se atreven a esperarlo, sino que se dan a la fuga y entran en el salón, encerrándose por miedo a morir; Lanzarote los sigue, pues no quiere dejarlos. La doncella le dice:

—Buen amigo, por Dios, regresad, os matarán si seguís.

—Doncella, no os preocupéis, pues si Dios me ayuda, los golpearé de tal manera que no habrá uno solo que no sienta miedo de morir y que no pierda el sentido y la fuerza.

Se quita el manto para ir más ligero y entra en el salón con la espada en la mano; allí se encuentra hasta veinte caballeros, que estaban contemplando a dos que jugaban al ajedrez. Se mete entre ellos encolerizado y airado por el dolor y por el sufrimiento que había pasado durante todo el día; empieza a cortar cabezas, brazos y hombros y los hace huir a uno por una parte, a otro por otra y mientras los va matando: es como el lobo que viene del bosque y cae repentinamente entre el ganado, matando y estrangulando a las ovejas antes de que se hayan dado cuenta de su presencia; del mismo modo hace Lanzarote, pues estaba en ayunas y hambriento de matarlos. Los caballeros se espantan, como corderos, y no piensan en defenderse, pues pierden los ojos y la memoria con el miedo de la muerte. Lanzarote mata y malhiere a su voluntad y en poco rato consigue dar muerte a catorce, cuyas almas han ido a su destino; corre por las habitaciones y por los pisos superiores para ver si encontrará a alguien más. Por fin, en la habitación principal encuentra al señor y le ataca la espada alzada pensando herirle en medio de la cabeza; éste no se atreve a esperar el golpe, pues siente pavor a la muerte y se arroja por una ventana para salvar la vida, cayendo sobre un montón de piedras y rompiéndose el cuello, con lo que muere de inmediato.

Al ver Lanzarote que éste se le ha escapado, regresa a la sala por si encuentra a alguien más al que pueda matar; pero cuando ve que no encontrará a nadie por ninguna parte, regresa adonde había dejado a la doncella; ésta le pregunta qué ha hecho.

—Por Dios, creo que no ha quedado nadie vivo, pues he matado a todos los que he encontrado.

—Ay, desgraciada de mí, qué malas noticias son esas. Creo entonces que habéis matado a mi padre, que entró delante de vos.

—Por Dios, no conozco a vuestro padre, porque creo que no lo he visto nunca, pero he matado a todos los que he encontrado; vamos a ver.

La doncella sube y encuentra la sala alfombrada de muertos, de forma que el lugar estaba completamente ensangrentado, por todas partes, con la sangre que se había extendido; se persigna por el miedo que siente. Busca por arriba y por abajo a su padre, y al no encontrarlo piensa que no ha muerto, sino que habrá huido y eso la consuela un poco. Luego, le pregunta a Lanzarote qué va a hacer con aquellos cuerpos.

—Eso lo veréis en breve.

Se dirige entonces a las ventanas de la sala, las abre y empieza a coger cuerpos, uno tras otro y a arrojarlos al foso. Después de haber limpiado el salón, la doncella le da de cenar, pues sabía que no había comido nada en toda la noche. Luego, hace que se acueste en una habitación, en una cama muy hermosa, y le dice:

—Señor, bien podéis descansar hasta que llegue el día, y cuando vaya a amanecer nos iremos los dos, porque no podemos permanecer aquí mucho tiempo, pues sé que mi padre se ha ido y no cesará de buscar ayuda por todas partes por donde pueda, cerca y lejos; si nos puede sorprender, hará todo lo posible para mataros.

Lanzarote le contesta que hará lo que ella desee, pues está a su servicio. Se duerme como quien había sufrido mucho durante todo el día y estaba envenenado, lo que le causaba gran dolor. La doncella cierra muy bien las puertas para que no fueran sorprendidos por alguien que deseara hacerles algún mal. Le preparó a Lanzarote buenas armas y un buen caballo, para que lo tuviera todo dispuesto cuando se despertara.

Después se acuesta y se queda dormida de inmediato; al dormirse tuvo un sueño, antes de despertarse, que le produjo un gran temor, y volvió a tener el mismo sueño antes de que hubiera pasado mucho tiempo, tal como la misma historia lo cuenta. Le pareció que salía de una casa tenebrosa y negra y que iba acompañada por un leopardo a una tierra que no conocía. La acompañó durante mucho tiempo a solas, hasta que ella lo dejó y se marchó. Entonces le llegaba un mastín horrible, de mal aspecto, que le decía:

—Doncella me habéis quitado mi caza, y es justo que perdáis la vida por ello.

Entonces arrojaba llamas de sus fauces, quemándole el vestido sin que ella pudiera evitarlo, pero el leopardo regresaba y apagaba el fuego. La doncella se quedó tan espantada con este sueño que salió completamente desnuda de la cama, se levantó y miró a su alrededor por si veía al mastín que la había quemado, según le parecía. Al darse cuenta de que era un sueño, se tuvo por engañada.

Se viste y se prepara y va junto a Lanzarote, pues ya era hora de ponerse en marcha según cree, lo despierta y le dice:

—Señor, levantaos, pues ya es hora de que nos vayamos. Que Dios nos lleve a salvo más de lo que estamos aquí.

Lanzarote se levanta, se viste y se prepara, pero se encuentra tan envenenado por los pies que apenas se puede mantener de pie. A pesar de todo, se arma y toma su propia espada, pues el señor se la había dado a la doncella cuando Lanzarote fue apresado. Después de armarse, le dice a la doncella que monte, ya que quiere irse con él. Esta le había preparado toda la riqueza que había allí y la había guardado en dos cofres, y pensaba llevársela a donde fuera, pues ha dispuesto bien su viaje. Monta el mejor palafrén, Lanzarote tenía un caballo grande, fuerte y rápido; de esta manera se marcha mucho antes de que amanezca y cabalgan a la luz de la luna por el bosque, siguiendo el mejor camino que encuentran.

Poco antes de que sea de día llegan a una llanura que queda fuera del bosque. La doncella se detiene y le dice a Lanzarote:

—Señor, ¿habéis oído lo que yo he oído?

—Sí.

Prestan atención un poco más y oyen lejos de ellos una voz que necesitaba ayuda al parecer.

—Señor, id hacia allí a ver qué pasa; yo os esperaré aquí. Si es que necesita ayuda, por Dios, no dejéis de prestarla.

Lanzarote le contesta que así lo hará. Se marcha y deja a la doncella bajo un olmo a la sombra del bosque; va rápido hacia donde había oído la voz y no tardó mucho en oír otra voz: «¡Santa María, ayuda, ayuda!». Pica espuelas hacia allí, para ver qué es, pues le parece que es la voz de una mujer; llega a ver un pabellón plantado delante, cerca de una fuente. Ante el pabellón había un caballero armado, a caballo, que tenía a su lado a una doncella completamente desnuda, salvo la camisa, a la que golpeaba y arrastraba por las trenzas, haciéndole todo tipo de afrentas y villanías que podía sin matarla.

Los pájaros cantaban en el bosque, pues ya era la hora de prima. Lanzarote, que ve a la doncella de extraordinaria belleza, llorando con amargura y pidiendo ayuda todo lo que puede, se dirige al caballero y le dice:

—Noble caballero, tened piedad de esa hermosa doncella. Os debería censurar todo el mundo si le hacéis más daño del que ya le habéis hecho, pues nadie podría ponerle la mano encima sin cometer una mala obra, pues es demasiado hermosa. Os ruego que la dejéis en paz.

El caballero lo mira de través y le contesta:

—Así me ayude Dios, bien está eso, pero maldito sea quien me lo pide y quien lo haga por vos, sin hacer su voluntad.

—Buen señor, si queréis la dejaréis por mi súplica, y si sois cruel y orgulloso, que no queréis hacerlo, os prohíbo que volváis a ponerle la mano encima: si lo hacéis tarde os arrepentiréis.

—¿Me amenazáis por una mujer tan vil y tan desleal como ésta? Por mi cabeza, veréis cómo dejo de hacer mi voluntad por vos.

Entonces desenvaina la espada y le corta la cabeza, arrojándosela a Lanzarote al rostro y diciéndole:

—Señor caballero tomad, todo esto lo he hecho a despecho vuestro.

Cuando Lanzarote lo ve, siente un gran dolor, y está completamente encolerizado, pensando que la doncella ha muerto bajo su custodia, y nunca sintió tanta vergüenza por nada de lo que le había ocurrido como en esta ocasión; pero se dice que no volverá a tener honor ni alegría hasta haberla vengado del caballero que ha cometido semejante deslealtad. Desenvaina la espada y ataca al caballero para herirle en medio de la cabeza. Cuando éste ve el golpe, no le espera sino que se da a la fuga con el caballo fuerte y extraordinariamente rápido que tenía y se aleja picando espuelas.

Lanzarote lo sigue, porque no quiere dejarlo ni en el bosque ni en la llanura, hasta que lo alcance, pues no permitiría de ninguna forma que no fuera vengada la afrenta que le ha hecho.

De esta manera huye y Lanzarote lo sigue tan de cerca, que el otro suda sin cesar. Los dos tienen mucha fuerza y gran vigor, y no puede superar fácilmente uno al otro, pues el caballero era más ágil que Lanzarote; a pesar de todo, están tan cerca ambos que apenas los separa media lanza. El caballero tiene mucha suerte, pues su caballo no tropieza en ningún momento, porque si lo hubiera hecho habría sido alcanzado, y Lanzarote lo sigue con la espada en la mano y amenazándolo de muerte si puede alcanzarle; el otro no se preocupa, pues piensa que tiene un caballo que no se cansaría corriendo diez leguas. Lanzarote tiene buena montura, la mejor que podría tener. La persecución dura sin que el uno pueda dar alcance al otro, hasta que empezó a caer el día y el sol se escondía por las montañas; cabalgan de esta forma hasta que llegan a un valle en el que había un castillo muy grande y fuerte, rodeado de buenas murallas almenadas y alrededor del cual corría un río turbulento y ruidoso. El caballero que huía se dirige hacia allá, perseguido por Lanzarote; llegan al puente y lo atraviesan; y cuando se acerca a la entrada, el caballero empieza a gritar: «¡Baja la puerta corrediza!». Los que estaban en las almenas miran la puerta corrediza, creyendo que van a poder prender a Lanzarote, la dejan caer y baja como un rayo: sorprende a Lanzarote tan de cerca que le parte por el espinazo el caballo, de forma que la mitad queda fuera y la otra mitad dentro; pero él no recibe ningún daño, ni la silla que llevaba quedó perjudicada, ni la espada que sujetaba se le cayó de las manos, sino que la volvió a la vaina y corre tras el caballero a pie, se le echa armado sobre la grupa del caballo y lo sujeta por los costados diciéndole:

—Por la Santa Cruz, señor caballero, no me os escaparéis.

Lo hace caer al suelo y se echa encima de él. El caballero quedó malherido con la caída, pues se golpeó con la cabeza y tropezó de forma que por poco no se rompió el cuello, y además, le dañó mucho que Lanzarote le cayera sobre el cuerpo armado como estaba; se desmaya por el dolor que siente. Lanzarote le arranca el yelmo de la cabeza y le da un gran golpe en ella con el puente de la espada, dejándolo en tal situación que no puede decir ni una palabra, sino pedir misericordia. Pero Lanzarote no quiere escucharle por amor a la doncella a la que había dado muerte a su despecho; a pesar de todo, el caballero le dice:

—Noble hombre, tened compasión de mí. Será una deslealtad y felonía si me das muerte, pues me doy por vencido y te pido misericordia.

Lanzarote sabe que tiene razón y piensa no matarlo, pues con su muerte no ganaría nada, aunque quiere ponerle una penitencia tal por la deslealtad que había cometido matando a la doncella, que se dará por bien pagado si la hace y sin duda la hará si no falta a su palabra. Le toma la espada y le dice:

—Me has causado tanto daño como ningún caballero me había hecho hasta ahora: tienes que prometerme, como pena, que harás lo que yo te mande.

El caballero así se lo promete, si es que puede hacer lo que le ordene y Lanzarote le toma la palabra.

—Has matado a esa doncella sin motivo y por eso quiero que hagas tanto que todas las doncellas que oigan hablar del asunto digan que has hecho suficiente. Te voy a decir cómo lo harás: irás adonde has matado a la doncella, recogerás la cabeza y el cuerpo y los colocarás delante de ti sobre tu caballo, llevándolos a la corte del rey Arturo. Cuando llegues allí, te presentarás a mi señora la reina, a las damas y a las doncellas y reconocerás el mal que has cometido, mostrándoles la dama que has matado y luego les entregarás tu espada; si ellas te quieren matar, tendrás que soportarlo y si te dejan libre, irás a la corte del rey Bandemagus y te presentarás a las damas de allí, del mismo modo y si quedas libre por común decisión, irás a la corte del rey de Norgales y te presentarás del mismo modo que en las otras; y si quedas libre del daño que has cometido, no volveré a pedirte nada, pues entonces habrás cumplido en todo mi voluntad.

El caballero le contesta que la penitencia le parece muy dura, pero que ya que tiene que cumplirla, se pondrá en marcha de inmediato sin esperar a más, pues querría concluir el asunto en su provecho y por su honor.

Luego le dice a Lanzarote:

—Vuestro caballo ha muerto aquí, se os debe devolver según me parece. Tomad el mío, pues no os puedo dar uno mejor y yo cogeré otro; me iré con vos hasta donde me encontrasteis.

Lanzarote le contesta que le parece bien, monta en el caballo del caballero y éste consigue otro bueno y hermoso, pues no había nadie allí tan atrevido que osara discutir al caballero, ya que la costumbre de aquel lugar era que no se atrevían a discutir por nada. Después de haber levantado la puerta corrediza, Lanzarote contempla su caballo, que había quedado partido en dos mitades y lo considera extraordinario, porque él no resultó herido.

A continuación se marcharon de allí juntos y cabalgaron hasta llegar a donde había muerto la doncella; Lanzarote tomó la cabeza y se la ató por las trenzas al cuello del caballero, de forma que le caía sobre el pecho y le ordenó que la llevará así, y él le contestó que así lo haría. Luego, tomó el cuerpo y lo colocó delante de él, encima del cuello del caballo; cuando ya estaba dispuesto para ponerse en marcha, le dijo a Lanzarote:

—Señor, cuando llegue a la corte del rey Arturo, ¿quién diré que me envía? No sé vuestro nombre.

—Le dirás a mi señora la reina que os envía el caballero que le envió el juego del ajedrez y que te ha ordenado que cumplas esta pena por amor a las damas y a las doncellas.

Luego, se marcha el caballero y cabalga hacia la corte del rey Arturo siguiendo el camino más recto que conoce. Lanzarote se va por su parte hacia donde había dejado a la doncella; al llegar allí, no la encontró y la buscó por todas partes sin éxito. Al ver esto, teme que algunos de sus parientes se la hayan llevado para darle muerte, y lo siente tanto que no sabe qué hacer.

—Ay, Dios, ¿qué ha ocurrido con la más cortés y la más gentil de todas las doncellas que he conocido, la que me devolvió la vida hacia Dios, la que me sacó del mayor peligro en que he estado? Ay, Dios, qué pobre recompensa le he dado por los bienes que me había hecho.

Mientras se lamentaba de este modo, ve venir por una colina a un caballero completamente armado que galopaba muy deprisa. Lanzarote se dirige hacia él para preguntarle por la doncella; el caballero se detiene, se le acerca y le pregunta a su vez si ha visto pasar a dos caballeros y una doncella por el bosque. Lanzarote le contesta que si le daba noticias de lo que iba buscando, le aconsejaría en ese asunto según todos sus conocimientos.

—Decidme —le pregunta el caballero—, qué es lo que vais buscando y si sé algo, os lo diré con mucho gusto.

Lanzarote le cuenta que había dejado a una doncella a la salida del bosque y que no la puede encontrar.

—Por Dios, debe estar alrededor de media legua de aquí, pues la he encontrado en aquella colina, que se la llevaban cuatro caballeros.

Lanzarote le pregunta si estaban armados.

—Sí.

—¿Qué armas tienen?

El caballero se las describe.

—Os digo que los que estáis buscando no están lejos de aquí, pues los acabo de ver que pasaban por aquel camino.

Le señala el lugar.

—Ay, Dios —exclama el caballero—, estoy salvado.

Se separan y Lanzarote galopa por el camino que le ha indicado el caballero; pasa la colina y el valle, y llega a una gran llanura. Ve entonces delante de él a una legua de distancia un castillo muy bien asentado, aunque pequeño. Se dirige hacia allí, pensando que encontrará a los que se llevan a la doncella. Cuando ya está cerca, ve delante de la puerta del castillo un gran fuego en medio del camino, que ardía con mucha claridad; se pregunta admirado por qué habrán encendido el fuego, se apresura deseando saber qué ocurre. Al llegar, se encuentra a la doncella a la que iba buscando, que había sido despojada de la ropa y le habían dejado sólo la camisa y pretendían lanzarla al fuego; había mucha gente alrededor para ver la justicia que se hacía de la doncella, aunque todos estaban desarmados, salvo cuatro. Cuando Lanzarote ve a la que iba buscando que la llevaban al fuego, lo siente mucho y saca de la vaina la espada, ya que no tenía lanza; ataca a los que la sujetan y golpea a uno haciéndole volar la cabeza, que cae al suelo; vuelve y golpea a otro, haciéndole rodar muerto. Cuando los demás lo ven, sienten miedo de morir y se dan a la fuga, unos por un sitio; otros, por otra parte, para salvar las vidas. Lanzarote los persigue, despedazándolos, abriéndolos y matándolos como si fueran animales mudos; deja tras de sí tan dolorosas huellas que hay más de veinte caídos, todos muertos; ha dejado tan vacía la plaza que no ha quedado nadie más que la doncella. Se dirige a ella y le pregunta cómo se encuentra.

—Señor, bien gracias a Dios; pero me hubiera ido mal si hubierais tardado más, pues pronto me habrían dado la muerte.

—¿Dónde están vuestro vestido, vuestro caballo y vuestros baúles?

—Señor, bajo aquel olmo.

Le indica el lugar y la lleva hacia allá, haciendo que se vista y que se arregle como estaba antes; luego la monta en el palafrén y se llevan las acémilas.

Se marchan de allí y reemprenden el camino.

—Señor —le dice la doncella—, os puedo contar la más extraordinaria aventura que he visto nunca; os diré en qué ha consistido.

Entonces empieza a contarle lo que había soñado la noche, de qué manera lo había soñado y el miedo que había tenido, que había hecho que se despertara.

—Ahora veo que todo lo que soñé me ha ocurrido, pues vos sois el leopardo que vi en mi sueño, que me daba compañía; el mastín era mi hermano, que me tomó a la fuerza cuando vos me dejasteis para ir en auxilio del grito que habíamos oído; el humo que de él salía era el fuego que había hecho encender, con el que me hubiera quemado y abrasado si vos no hubierais venido tan pronto, librándome gracias a vuestro valor.

Lanzarote se sorprende de todo lo que le dice; la doncella le añade que ciertamente todo le ha ocurrido despierta tal como le había ocurrido mientras dormía.

—Decidme cómo fuisteis traída aquí.

—Por mi fe, con mucho gusto. Cuando fuisteis a casa de mi padre, matasteis a todos los del castillo menos a mi hermano y a tres caballeros que habían acudido con él completamente armados; os espiaron durante toda la noche intentando cogeros por sorpresa. Cuando salimos esta mañana nosotros dos, no tuvieron tanto valor como para atacaros, pues os veían armado. Os siguieron y dijeron que os seguirían hasta que vieran el momento para atacaros. Al ver que me dejabais completamente sola, vinieron a mí, me apresaron y me trajeron hasta un castillo que era de mi padre. Al punto mi hermano hizo que me desnudaran y dijo que moriría, porque había hecho matar a mi padre y que merecía la muerte más cruel que había recibido en mucho tiempo caballero o doncella.

Al punto ordenó que encendieran el fuego y que todos los del castillo vinieran a ver la justicia que iba a hacer. Acudieron y estaban reunidos, según visteis: no me podría ir de allí sin ser afrentada. Pero gracias a Dios, vos llegasteis a tiempo y me liberasteis a pesar de todos ellos. Ya ha llegado el momento en que me tenéis que aconsejar qué debo hacer, pues no podré seguir en mi tierra por la muerte de mi padre, de la que todos me criticarán por vos.

—No os preocupéis, doncella, pues os enviare pronto a un sitio en donde os darán tierra y honor, más de los que tuvo vuestro padre, si es que los queréis aceptar.

—Señor, sé que por vuestro amor encontraré a muchos hombres importantes que me darán tierra y honor, si queréis explicárselo.

Lanzarote le contesta que no será necesario que les ruegue, pues lo hará sin suplicar y ella se lo agradece mucho.

—Señor —le dice—, ¿qué era el grito que oímos esta mañana, por el que os separasteis de mí? Me parecía que era de dama o de doncella.

Lanzarote le cuenta toda la verdad, tal como había ocurrido, la doncella que había muerto, la puerta que le partió el caballo y la penitencia que le había impuesto al caballero que había matado a la doncella.

—Señor, por Dios, es la aventura más extraordinaria que he oído contar.

De este modo cabalgaron durante todo el día hasta que anocheció, entonces se alojaron en casa de una dama viuda que fue mujer de caballero. Desmontaron y, después de desarmar a Lanzarote los de dentro, corrieron a los caballos para quitarles los frenos y darles de comer. Lanzarote se mira entonces las piernas y se las encuentra hinchadas y tan enfermas que cualquiera que le viera se sorprendería de cómo había podido cabalgar, pues estaban muy feas por el veneno, que había hecho que la piel se hinchara completamente. Cuando la dama lo ve, le dice a Lanzarote.

—Señor, qué gran locura habéis hecho cabalgando hoy tan enfermo, como podéis ver. Así me ayude Dios, estáis en peligro de muerte, si no tenéis pronto socorro.

—Señora, he tenido que cabalgar quisiera yo o no, pues no me encontraba en un sitio en el que pudiera tomar alojamiento: ahora veo que ha sido una locura, y por Dios, si sabéis solucionarlo, procurad hacerlo y os serviré en todo lo que queráis.

—Por Dios, señor, yo no sé nada; pero una hermana mía sabe más —según creo— que nadie en el mundo; vive cerca de aquí, enviaré a que la busquen, si queréis.

—Señora, por Dios, enviad a por ella y apresuraos, si os parece bien, pues me siento muy enfermo.

La dama hace que ensillen dos caballos; envía a un escudero que busque a su hermana y ésta acudió de inmediato, en cuanto supo que urgía. Descabalgó y fue a ver a Lanzarote, examinó sus piernas y no quiso preocuparle, porque no sabía cómo era su piel; vio que estaba muy enfermo y a pesar de todo lo tranquiliza, diciéndole que sanará en un breve término. Lanzarote se pone muy contento y le pide que se esfuerce, que la recompensará lo mejor que pueda.

—Eso me interesa poco, como si ya estuvierais curado.

Prepara lo que considera que es mejor para quitarle el veneno, le unta las piernas con un ungüento bueno y rico y se las envuelve para que el aire no le haga daño. De este modo lo tuvo durante tres días, hasta que se sintió aliviado de su enfermedad y vio que podría cabalgar más tranquilo; quiso darle a la dama que le había curado algunas de las riquezas de la doncella que iba con él, pero no quiso aceptar nada, sino que le dijo que estaba muy contenta por haber podido ir a un lugar donde servirle.

Lanzarote y la doncella se marchan de allí y cabalgan hasta que el día fijado llegan al Castillo de la Carreta, en el que Lanzarote había estado prisionero de las tres damas; ese día iban a ser las bodas del hermano de la reina de Sorestán con la hija del duque de Rocedón. Al llegar a la entrada del castillo, salió a su encuentro un niño que le dijo a Lanzarote:

—Señor caballero, por amor y por cortesía, decidme, ¿cómo os llamáis?

—¿Por qué lo preguntáis, buen señor?

—Señor, sólo lo hago para bien, decídmelo, por favor.

Le contesta que se llama Lanzarote.

—Sed bienvenido. Por Dios, os he esperado durante mucho tiempo.

—¿Por qué?

—Porque quería llevaros a la iglesia en el momento oportuno para liberar a mi prima, la que os sacó de la prisión. ¿Sabéis cuál es el motivo para acusar al caballero que se va a casar con ella de traición mejor que antes? Nos han dicho, después de que os fuerais de aquí, que mató a su sobrino, el hijo de la dama de este lugar, lo hizo este mismo año en Navidades, cuando iba a Carlión; si lo acusáis, no habrá nadie aquí que no se ponga contento, pues lo odian porque es cobarde y no se atreverá a defenderse frente a vos.

—No temáis, buen amigo, pues antes de que sea de noche haré que la doncella quede libre según su voluntad.

Oyen entonces tocar las campanas en el castillo con mucha fuerza.

—Señor —dice el niño—, ahora la llevan a la iglesia.

—Vayamos, pues.

Lanzarote le dice a la doncella que estaba con él que le espere hasta que regrese, y ésta le contesta que así lo hará con mucho gusto.

—Buen niño —añade Lanzarote—, llevadme a la iglesia en la que se va a casar vuestra prima.

—Señor, seguidme.

—Id deprisa, que os sigo.

Marchan hasta que llegan a la iglesia en la que había muchos altos hombres y muchas damas importantes. El sacerdote ya se había vestido y estaba en la puerta de la iglesia para llevar a cabo todo lo que corresponde a los esponsales. Lanzarote, que había llegado montado hasta allí, no descabalga, sino que se acerca completamente armado y le dice al caballero que quería tener por esposa a la doncella, y al que reconoció por las señales que de él le habían dado:

—Señor caballero, vos que queréis tener a esta doncella por mujer, os prohíbo que hagáis más de lo que ya habéis hecho, pues sois tan malvado y tan desleal que no debéis tener por mujer a una doncella tan importante.

—Por Dios, eso no lo podréis probar.

—Sí que lo haré; eso y más, pues os probaré que sois desleal, ya que matasteis a vuestro sobrino, si es que os atrevéis a defenderlo.

El caballero contesta que fijen un día.

—Por nuestra fe —dicen los otros—, no tendréis un día fijado: ya que os acusa de traición, defendeos ahora mismo, y si no lo hacéis, la traición será reconocida y os tendremos por culpable de lo que se os acusa.

Al ver que no puede escapar sin batalla, no sabe qué hacer, pues piensa que es muy temible el que le acusa de este asunto; por otra parte, se siente culpable del daño y de la traición, y eso es lo que más le retiene: piensa que entregará su gaje a la vista de todos los que hay en el lugar, y cuando tenga que ir a armarse, montará a caballo y se irá fuera de la tierra y así quedará libre de ese combate, que no quiere emprender de ninguna forma pues era el más cobarde de todos los hombres.

—Buen señor —le dice a Lanzarote—, estoy dispuesto a defenderme de vuestra acusación, si es que os atrevéis a llevarla adelante.

Le da su gaje en la mano a la reina, su hermana, y ésta lo recibe. Lanzarote se adelanta y dice que esperará para todo, y que está dispuesto a probarlo; tiende su gaje y la reina lo recoge. Entonces, el caballero finge que va a buscar las armas, va al patio de su hermana y toma el mejor caballo, monta y se marcha dando un rodeo, de calle en calle, hasta que llega a la puerta del castillo. Cuando ya está fuera, galopa muy deprisa y se aleja de la ciudad tanto como puede, como quien no tiene intención de regresar. Un criado se dirige a Lanzarote, que estaba esperando con los demás a que volviera el caballero, y le dice:

—Señor, esperáis en vano al que tiene que combatir contra vos, pues hace mucho rato que se marchó y puede estar ya a dos leguas de aquí o más.

Al oírlo, la reina exclama que Dios le ayude, y que ha tenido suerte; los otros dicen lo mismo. Lanzarote se dirige entonces a la reina:

—Señora, ya que hemos quedado libres del caballero que se ofreció a combatir ante vos, os ruego que le devolváis su tierra, libre, a esta doncella, que es hija del duque de Rocedón, de forma que ella pueda hacer según su voluntad y ser señora de sus posesiones, tal como debe.

La reina así lo hace y la doncella recibe la investidura muy contenta y alegre por el suceso. Lanzarote le pregunta entonces si desea que haga algo más.

—Señor, no por ahora, pues gracias a Dios y a vos, habéis hecho por mí todo lo que yo deseaba.

Lanzarote le contesta que le parece bien. Pide licencia a todos los del lugar, pues desea marcharse. Morgana, que estaba delante de él y que quería verlo para ver si lo reconocía, pues pensaba que era caballero de la casa del rey Arturo, su hermano, le dice:

—Señor, por Dios, decidme quién sois.

Lanzarote la mira y la reconoce, sintiendo gran miedo de que ella lo descubriera; era ésta la mujer que más temía del mundo, pues sabía que había causado daños muchas veces a él y a numerosos hombres valientes: no se atreve a descubrirse, pues teme que le sobrevenga algún mal, y a pesar de todo le contesta:

—Señora, soy un caballero andante de la casa del rey Arturo, compañero de la Mesa Redonda y caballero de la reina Ginebra, mi señora.

—Decidme vuestro nombre.

Le contesta que no lo sabrá por esta vez.

—¿No?

Morgana piensa entonces que es Lanzarote, el hombre del mundo al que más odiaba. Este se iba a marchar cuando Morgana lo llama de nuevo y él se vuelve, disgustado, pues no la quería mucho.

—Señor caballero —le dice—, ¿no queréis decirme vuestro nombre?

—No, señora.

—Os ruego por la cosa que más queráis en este mundo que os quitéis el yelmo, para que os pueda ver al descubierto.

Al oír estas palabras, Lanzarote lo siente tanto que no puede más y se quita el yelmo. Cuando Morgana lo ve, lo reconoce.

—Lanzarote, ojalá os hubiera reconocido anteayer tan bien como ahora. Pero no os reconocí, porque estabais con la cabeza rapada; fuimos engañados de mala forma.

—Señora, estoy libre; mala recompensa tengan todos a los que esto les pesa. Así me ayude Dios, si no fuerais mujer, tomaría tal venganza que jamás volveríais a perjudicar a un caballero andante ni a ningún valiente, pues en vos no hay más que deslealtad y traición.

—Lanzarote, eso ya me lo habéis dicho. Os prometo lealmente que no veréis pasar este año sin arrepentiros de lo que habéis dicho, más que de cualquier cosa de las que habéis hecho.

—Señor, si vivís mucho tiempo, sé que haréis más daño que bien. Pero algún valiente, si Dios quiere, conseguirá teneros entre las manos y librará al mundo de vos, y será una gran alegría, pues no habéis hecho más que daño.

—Gracias a Dios, bien lo habéis dicho. Marchaos y estad seguro de que os perjudicaré en el primer lugar en el que os pueda encontrar a gusto.

Lanzarote le contesta que se cuidará lo mejor que pueda.

A continuación, se ata el yelmo, pues desea marcharse, temiendo la deslealtad de Morgana y sus encantamientos; cabalga hasta que llega al lugar en el que había dejado a la doncella, que al verlo venir lo saluda y le pregunta cómo le había ido. Él le cuenta todo lo ocurrido y cómo el caballero con el que tenía que combatir se había dado a la fuga; le cuenta también que Morgana, la hermana del rey Arturo, ha hecho que lo reconocieran todos los del lugar y le dice cómo le había amenazado.

—Ahora —añade—; tenemos que irnos inmediatamente de aquí, pues si por casualidad nos sigue, temo que nos detenga mediante algún hechizo como la mujer más desleal de todas.

Se marchan entonces del Castillo de la Carreta y se dirigen por el camino recto hacia Camalot, en donde Lanzarote quiere estar para asistir al torneo, porque su señora la reina se lo había hecho saber, tal como la historia ya ha contado.

El caballero que llevaba a la doncella a la que había dado muerte a despecho de Lanzarote, cabalgó hasta que llegó a Camalot, a la hora de prima de un miércoles. Ese día había mucha gente allí, pues todos los caballeros de tierras lejanas ya habían llegado al torneo, que debía celebrarse el lunes siguiente; el gran salón estaba lleno de reyes, condes y de otros nobles. Cuando el caballero desmontó en el patio, tomó entre sus brazos a la doncella, que estaba completamente desnuda, tal como Lanzarote la había encontrado. Sube al salón y cuando lo ven llegar los que había dentro, le abren paso hasta el rey y lo siguen para oír lo que va a decir. El caballero saluda al rey y baja a la doncella, colocándola sobre el suelo, y dice:

—Señor, si mi señora la reina no está aquí, haced que venga, pues tengo que hablar con ella y con todas las damas que hay aquí; oirán una aventura que me ha ocurrido recientemente.

El rey ordena que la reina venga de inmediato a su presencia y que traiga consigo a todas las damas y doncellas que hay allí.

No tardó mucho en llegar la reina tras oír la orden del rey Arturo, sino que acudió muy deprisa, llevando un gran séquito de hermosas damas y doncellas. Al llegar a la sala, se levantaron todos en su presencia y el caballero se dirigió hacia ella, se arrodilló, con la cabeza de la doncella colgada del cuello, tal como Lanzarote se la había puesto, y con el yelmo en la cabeza; se desata el yelmo y lo coloca en el suelo y se quita la cabeza que le colgaba del cuello, y, luego, saluda a la reina, diciendo:

—Señora, me envía a vos un caballero que me ha vencido por el valor de sus armas, porque yo tomé venganza sobre esta doncella a despecho suyo y ahora os voy a decir cómo ocurrió todo. A esta doncella que aquí yace muerta la amé tanto que por su amor me casé con ella, aunque yo era hombre rico de tierras y de amigos y ella era pobre muchacha. Mucho tiempo estuve con ella, manteniéndola con grandes honores y en un puesto tan alto como si fuera reina; por su amor y por honrarla más la había dejado en el castillo y me había ido en busca de extrañas aventuras, tal como hacen otros caballeros de aquí, y no había nada que yo pudiera hacer que no lo hiciera por su voluntad. El otro día, por casualidad, planté uno de mis pabellones en el lindero de un bosque y la dejé durmiendo a solas una noche; entré en el bosque, porque había oído una voz y quería saber qué era. Después de encontrar lo que iba buscando, permanecí mucho tiempo allí y volví al pabellón, encontrando acostado en mi cama a un caballero completamente desnudo con esta doncella. Al ver esto, me encolericé, tomé la espada de inmediato y maté al caballero, de lo que me he arrepentido, y saqué fuera del pabellón a la doncella, a la que arrastraba por las trenzas y golpeaba junto a mi caballo, cuando llegó un caballero y la socorrió, diciendo que me mataría si no la dejaba de inmediato. Al oír esto, me encolericé más y saqué la espada, le corté la cabeza a la doncella y se la arrojé al caballero en medio del rostro, diciéndole que lo hacía a despecho suyo: me atacó de inmediato, dispuesto a matarme y cuando vi que llevaba la espada desenvainada, no me atreví a esperarlo, pues parecía hombre al que se debía temer y me di a la fuga tan rápidamente como pude; pero me siguió hasta que me alcanzó en mi propio castillo y allí me venció y me hubiera matado si yo no le hubiera pedido piedad, y por eso me dejó. Me dijo entonces que como reparación ante las damas y las doncellas por haber matado de tal forma a esta doncella, debía traerla ante vos y si vos veíais que yo merecía la muerte, que os entregara mi espada y permitiera que vos o cualquier otro me matara, porque sería justo.

Entonces, desenvaina la espada y se la entrega a la reina, diciéndole:

—Señora, haced según vuestra voluntad.

La reina toma la espada y le pregunta al rey qué se debe hacer, matar al caballero o dejarlo vivir.

—Ciertamente —contesta el rey—, ha cometido tal daño a todas las doncellas del mundo que no debe escapar sin muerte, pero os lo ha enviado un caballero por el que quizás deberíais librarlo de mayores penas: os aconsejo que le preguntéis quién lo envía.

—Buen señor —le pregunta la reina—, ¿quién fue el que os venció y os envió a mi presencia?

—Señor, el que os envió el ajedrez de oro.

Entonces el rey se echa a reír y lo mismo hacen todos los demás que oyen estas palabras.

—Señora —le dice la reina al rey—, ya sabéis quién es el que os lo ha enviado. Haremos lo que vos queráis.

—Por mi fe, yo no estaría de acuerdo en que se le hiciera mayor daño en el cuerpo; vos tampoco deberíais permitirlo por amor a Lanzarote, que os lo ha enviado, pues es el hombre mortal que más nos ha servido a vos y a mí. Y aunque no nos hubiera hecho ningún servicio, es tan valiente que por su amor se debería dejar libre de pena al que haya cometido un gran delito: por eso quiero que el caballero quede libre de todo por vos.

La reina le devuelve la espada y lo deja libre ante la vista de todos los presentes.

El caballero se pone muy contento y le dice al rey:

—Señor, por Dios, decidme qué debo hacer.

—¿En qué, buen amigo?

Entonces le cuenta cómo tiene que llevar a la doncella a la corte del rey Bandemagus y a la corte del rey de Norgales y en cada una de ellas presentarse a las damas y a las doncellas para cumplir la pena.

—Tengo que hacerlo como lo he hecho hasta ahora, pero si llevo a esta doncella durante más tiempo, sé que la pestilencia que saldrá del cuerpo me hará morir, porque no podría resistirla mucho, y por eso os pido que me recomendéis algo.

—Por Dios, grave penitencia os ha puesto Lanzarote; os ha mostrado que prefiere el honor de las damas que la afrenta y que Dios no me vuelva a ayudar si alguna vez caballero mereció más el agradecimiento de las damas que él, pues lo ha conseguido más que nadie.

La reina se sonríe y le dice al rey:

—Señor, demasiado alabáis a Lanzarote. ¿Qué sabéis si no lo desearé por las grandes virtudes que contáis de él?

—Señor, señora —contesta el rey riendo—, por Dios, no os los debo alabar demasiado. Si fuerais otra dama y lo desearais, bien sabe Dios que no os lo criticaría, pues podríais hacer mayores locuras que las de amarlo con amor.

Entonces se sonríen todos los nobles que estaban delante y la reina también. El rey se dirige al caballero y le dice:

—Buen señor, pues ya que tenéis que llevar a esta doncella tan lejos como decís, haré que la preparen para que el mal olor que salga de su cadáver no os dañe.

Ordena entonces que la abran y que le saquen las tripas y todo lo que tuviera dentro del cuerpo; luego hace que la unjan con ungüento bueno y rico y la preparen de tal forma que no pueda salir ningún mal olor; dijo que pusieran en ella tal abundancia de especias y de buenas hierbas, que salía un aroma muy agradable. El caballero se marchó el día siguiente por la mañana, aunque el rey lo hubiera retenido más tiempo, pero le contestó que no estaría a gusto hasta que hubiera terminado con el asunto; lleva el cuerpo de la doncella delante de él: marcha de esta forma y reemprende el camino hasta que al tercer día llega a un castillo en el que encontró al rey Bandemagus con gran acompañamiento de caballeros que se habían puesto en marcha desde su tierra para acudir al torneo de Camalot, y con ellos había numerosas damas de sus países, que iban a ver el torneo. Cuando el rey oyó las noticias que le contó el caballero y supo que lo enviaba Lanzarote, hizo que le perdonaran el delito y que quedara libre. Luego, se marchó, pues no tenía intención de permanecer allí por más tiempo.

Cabalgó sin detenerse hasta que llegó al reino de Norgales, donde encontró a la reina y a sus hijas, y les contó lo ocurrido, tal como ya habéis oído. Le perdonaron por amor del valiente hombre que lo había enviado.

—Decidme —le pregunta el caballero a la reina de Norgales—, ¿he cumplido bien con la penitencia que se me había impuesto?

—Señor, sí.

Entonces hizo que enterraran el cuerpo de la doncella a la entrada de un bosque, en una capilla en la que vivía un ermitaño. Luego regresó a su tierra en las jornadas precisas, lo antes que pudo.

La historia deja de hablar de él y vuelve a Lanzarote.

Historia de Lanzarote del Lago
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