VIII
Cuenta ahora la historia que el rey Claudás obtuvo así los reinos de Gaunes y de Benoic, sin que nadie se le opusiera, y fue muy temido por sus vecinos y por otras gentes. Sólo tenía un hijo, que era muchacho gentil y hermoso, de cerca de quince años, llamado Dorín; era valiente, atrevido y fuerte, tanto que su padre aún no quería hacerlo caballero, pues temía que le atacara en cuanto pudiera, porque era tan derrochador que nada le podía durar mucho. Claudás, por el contrario, fue el príncipe más tacaño y avaro del mundo, que sólo gastaba cuando tenía que mantener a su gente.
Según cuenta la historia, el aspecto de Claudás era temible, pues tenía fácilmente nueve pies de alto (de los pies de entonces); su rostro era negro y ancho, las cejas espesas y los ojos grandes y negros y muy separados el uno del otro. Tenía la nariz corta y afilada, la barba pelirroja y el pelo medio moreno y medio pelirrojo; tenía el cuello ancho y la boca grande, con dientes blancos y afilados; sus hombros, su pecho y el resto de su cuerpo eran tan bellos y proporcionados como los del hombre más hermoso. Y tenía costumbres buenas y malas.
Amaba a los pobres, si eran buenos caballeros, pero no quería que fueran buenos caballeros los ricos; odiaba a cuantos tenían más poder que él, pero amaba a los que estaban por debajo, pues esto le permitía ser generoso. Iba a la iglesia de grado, pero no favorecía a los pobres. Se levantaba temprano y comía, pero ni jugaba al ajedrez, ni a las tablas ni a ningún otro juego, a no ser los de poca importancia. Le gustaba ir al bosque durante dos o tres días cuando estaba de viaje, pero no lo tenía por costumbre. No cumplía con gusto sus deberes y sus promesas, sino que frecuentemente intentaba engañar. Sólo amó con auténtico amor una vez, y cuando le preguntaban por qué lo dejó, decía que porque deseaba vivir mucho tiempo.
—¿Cómo, señor? ¿Entonces —le decían sus hombres— no puede vivir mucho tiempo el enamorado?
—No, en absoluto.
—¿Por qué, señor?
—Porque el caballero que ama lealmente no debe pensar más que en superar a todos; y nadie, por valiente que sea, podría soportar sin llevarlo a cabo todo aquello que su corazón emprendería; si la fuerza del cuerpo fuera tan grande como para cumplir los mandatos del corazón, yo amaría con auténtico amor durante toda mi vida, y superaría en hazañas al resto de los caballeros, pues no puede haber nadie que sea valiente si no ama lealmente. Y yo sé que mi corazón me obligaría a amar por encima de todos los hombres que han amado con auténtico amor.
Así le hablaba Claudás a su gente, y decía verdad, pues él fue extraordinariamente valiente cuando estuvo enamorado y consiguió premios y recompensas en muchos sitios por sus hazañas caballerescas. Tenía otras cualidades, además: si alguien le contaba un secreto, no lo revelaba a nadie; le gustaba ir al río más que ningún otro entretenimiento, y apreciaba más a los halcones que a los azores; sólo cabalgaba si tenía un caballo grande y fuerte, a no ser que tuviera que hacer viajes largos: en ese caso siempre llevaba un buen caballo a su lado, tanto en tiempos de paz como de guerra.
A los dos años de haberse adueñado de los reinos conquistados, pensó llevar a cabo una importante acción, pero no se lo reveló a nadie, sino a su propio corazón, diciéndose a sí mismo:
—Soy muy rico, tengo fuerzas de sobra y soy temido por muchas gentes; ni siquiera el rey Arturo se atreve a enfrentarse conmigo, a pesar de que durante más de dos años he tenido un par de reinos que eran feudos suyos. Arturo me teme y me tiene miedo; no volveré a considerarme valiente hasta que consiga hacer que se reconozca vasallo mío: iré a combatir contra él de inmediato. No obstante, ya que todos dicen de él que es noble y valeroso, deseo saber si es cierto, pues me parece que nadie puede ser censurado o alabado sin que haya algo de verdad, por eso, quiero verlo y aprender una parte: si es tal que lo pueda atacar, lo haré de inmediato, pero si veo que no puedo vencerlo, dejaré estar mi loca idea y no seguiré más adelante.
Así hablaba Claudás consigo mismo; al acabar, fue a ver a un tío suyo, que era más viejo que él y le contó su idea, haciéndole jurar sobre los Evangelios que no la revelaría a nadie; después le dijo:
—Buen tío, me voy en secreto a la corte del rey Arturo, porque quiero saber si hay alguien que pueda vencerle; y si esto es posible, seré yo quien lo venza. Si veo que es una locura atacarle, dejaré estar el asunto; quedaos vos con mis tierras, pues no quiero que mi hijo las gobierne hasta que vos sepáis que he muerto. Si al cabo de un año yo no hubiera vuelto, consideradme muerto y entregadle a mi hijo todas mis posesiones. Así haré que lo juren todos mis vasallos de los tres reinos.
Y, en efecto, Claudás lo hizo tal como había pensado, diciéndoles:
—Señores, sois vasallos míos; yo me voy de peregrino y no me acompañará nadie más que un escudero; quiero que me prometáis que haréis durante un año por mi tío —que está aquí presente— lo que haríais por mí; si al cabo de un año yo no hubiera vuelto o supierais que había muerto, los del reino de la Tierra Desierta entregaréis a mi hijo Dorín el reino de Berry; los del reino de Benoic y de Gaunes les devolveréis a los hijos del rey Bohores la tierra que les pertenece, que es la que conquisté, pues he oído decir que el rey Ban y su hijo han muerto, y no quiero que mi alma se pierda por quitarles las posesiones a otros; mi hijo tendrá bastante, si es valiente y noble; y si es malvado, no empleará nada como es debido; y no quiero que posea ni un solo surco de mi tierra antes de un año. Juradme que lo haréis así. Y vos, buen tío, seréis el primero en jurar que mantendréis realmente mis deseos, tal como os los he expresado.
Así, fue el tío el primero en jurar y lo hizo con gusto, pues siempre había sido noble y leal con él. Se llamaba Patricio y era señor de un castillo cerca de Gaunes, por la parte de poniente, que le había entregado Claudás, pero por herencia era señor de un castillo llamado Charrot y de otro que estaba al lado, y que se llamaba Duns, pero que en tiempos de Esount, hijo de Patricio, era llamado Esouduns, pues su nombre era demasiado corto para un castillo tan grande y tan rico, y decir Esouduns era como decir «duque Esount». De aquellas tierras era señor Patricio cuando hizo el juramento a Claudás. Después de él, juraron todos los demás.
Cuatro días después, Claudás se puso en marcha llevando a un servidor que era muy prudente y discreto, valeroso y colmado de buenas cualidades. El rey cabalgó hasta llegar a Gran Bretaña, donde encontró a Arturo en su ciudad de Logres, en guerra con varios de sus nobles; hacía poco que era rey y no habían pasado más de siete meses y medio desde que se casó con la reina Ginebra, que era la mujer más hermosa de las conocidas en tiempos del rey Arturo. Y tened por cierto que en aquel entonces en el reino de Logres no había ninguna que se le pareciera en belleza, a excepción de la dama del castillo que hay en la marca de Norgales y de Frans: el castillo se llama Gazevilte y la dama, Elena la Sin Par; y esta historia hablará de ella más adelante. La otra mujer hermosa del reino de Logres era la hija del Rey Tullido, que era el rey Pelés, padre de Amita, que sería madre de Galaaz, que fue el que vio claramente las grandes maravillas del Grial, ocupó el Asiento Peligroso de la Mesa Redonda y llevó a cabo las aventuras del reino Peligroso y Venturoso, que era el reino de Logres. Amita fue su madre, y era tan hermosa que ninguna de las historias dice que se le pudiera comparar otra mujer en belleza. Aunque la llamaban Amita, su auténtico nombre era Isabel.
La reina Ginebra era muy hermosa, pero su belleza era poca en comparación con sus muchas cualidades, pues era la más discreta y prudente de todas las mujeres; además, Dios le dio tanta virtudes, que ninguna otra fue tan querida ni tan apreciada por quienes la conocían.
Por aquel entonces, el rey Arturo estaba en guerra con el rey Yon de Irlanda la Menor y con el rey Aguisent de Escocia, primo suyo; y después se tuvo que enfrentar con el rey de Más Allá de las Marcas de Gales y con muchos otros nobles vasallos suyos; a todos los veneró con la ayuda de Nuestro Señor, que se la concedió en muchos sitios, y gracias al apoyo de los valientes hombres que acudían a ayudarle, por su valor, desde todas las tierras de la cristiandad; e incluso de muchas tierras paganas fueron a servirle y se hicieron cristianos por él, siendo de los que después realizaron grandes hazañas en su hueste.
Así estuvo Claudás en la corte del rey Arturo desde mediados de agosto hasta final de mayo del año siguiente, aparentando ser un mercenario extranjero; observó el comportamiento del rey Arturo, su generosidad, su amabilidad, su buen sentido, su bondad y su valor; y se dio cuenta que tenía tantas virtudes y cualidades en el cuerpo y en el corazón, que en comparación con el rey Arturo no apreciaba en nada a ninguno de los hombres de los que había oído hablar.
Pasado este tiempo, Claudás y su escudero se fueron de la corte. Cuando llegaron a Wuichent, pasado el mar, Claudás empezó a hablar con su escudero, que se había mostrado muy valiente y discreto en muchas ocasiones y le dijo:
—Te he dado muchos bienes, te he encontrado bueno y leal en muchas cosas: ahora te exijo, por el juramento de vasallo que me hiciste, que me aconsejéis en lo que te voy a decir.
—Señor, si os puedo aconsejar, lo haré con mucho gusto.
—Escucha, pues. No sabes por qué he venido a la corte del rey Arturo, y no se lo he dicho a nadie, ni a ti, ni a ningún otro, pero ahora te diré toda la verdad. Yo estaba convencido de ser uno de los hombres más fuertes del mundo y que, si pudiera tener el reino de Logres, sería el rey más temido y podría conquistar tanto que al final sería rey de todo el mundo: entonces pensé enfrentarme con el rey Arturo hasta vencerlo. Tú que eres prudente y lo has visto todo, dime si lo haré sin esfuerzo, dime qué me aconsejas.
—Señor, lo mejor es fácil de saber para quien tenga un poco de conocimiento. Me parece que debe querer superar todo quien piense vencer y derrotar al rey Arturo, pues no creo que Dios le haya dado lo que tiene para que sea deshonrado o humillado, sino para vencer y conquistar a todas las gentes: a unos, por las altas cualidades suyas y de su compañía; a otros, con su generosidad y su amabilidad. Bien sabemos que tiene numerosísimas tierras y que en su mesnada está la flor de la caballería terrenal. Es tan buen caballero que no se puede pedir mejor. Es valeroso y tiene tantas cualidades que supera a cualquiera, tanto de los suyos como extranjeros. Es tan generoso y magnánimo que nadie podría pensar en lo que gasta. Es tan afable y tan amable, que por los grandes no deja de mostrar gran afecto y gran alegría a los caballeros pobres, dándoles regalos ricos y buenos, y así se gana los corazones de ricos y pobres, pues honra a los ricos como a compañeros y a los pobres, por sus hazañas y por su valor; y su honor crece ante Dios y ante los hombres, pues bien gana mérito y honra ante los hombres y gracia y amor ante Dios quien hace en este mundo todo lo que debe con lo que Dios le dio. Y aunque el rey Arturo fuera felón, malvado y cobarde, no veo el modo ni sé la manera en que podría ser vencido, por lo mucho que valen los hombres que están con él: el que quisiera derrotar al rey tendría que ser más rico que él y tener mejores caballeros a su lado, cosa que no creo que tenga ninguno, y que, además, tuviera mayores cualidades que el rey Arturo, lo que difícilmente sucederá, pues no creo que nadie pueda reunir tantas virtudes como me parece que él tiene. Por eso no creo que pueda ser privado de su tierra por nadie y yo no me atrevería a aconsejarle a ningún amigo mío que le atacara. Y Dios no hizo al rey Arturo para que nadie olvidara lo que vos habéis dicho de él; Dios tampoco hizo a nadie, por íntimo amigo mío que fuera y por mucho bien que me hubiera hecho, que si intentara ir contra el rey Arturo, que yo no se lo impidiera con todo mi poder, aunque después tuviera que pagar por ello.
—¿Cómo? ¿Le ayudarías contra mí, que soy tu señor natural, que te he enriquecido y honrado por tu servicio?
—Señor, si os atacara sin motivo, yo os ayudaría hasta la muerte, tuviera razón o no; pero si vos tuvierais la fuerza para quitarle sus tierras, y lo quisierais hacer, si yo pudiera evitarlo, lo evitaría.
—Entonces, serías desleal y traidor conmigo, tal como tú mismo reconoces, pues eres vasallo mío y, sin embargo, ayudarías contra mí a un extraño.
—Señor, no sería ni desleal ni traidor, pues antes de ir contra vos, os pediría la anulación de mi juramento, para evitar que el resto del mundo sufriera dolor y pobreza y para mantener en alto la orden de caballería, pues si el rey Arturo muriera no sé quién podría mantener a la caballería y a la gentileza en el elevado lugar que ocupan. Y sería mejor que vos, que no sois más que un solo hombre, fuerais alejado de vuestra loca empresa antes de que todo el mundo empobreciera o sufriera, pues sin duda alguna, todo el mundo moriría o perdería sus tierras, si fuera privado de sus posesiones quien gobierna a todos. Si vos, o cualquier otro, decís que es deslealtad o traición lo que he dicho, estoy dispuesto a defenderme allí donde se me rete, pero cuando el señor pide consejo a un vasallo, éste debe decir lo que el corazón le aconseja, razonablemente y con lealtad. Si el señor lo cree y le va bien, el honor será para quien le haya dado el buen consejo. Si el señor no le hace caso y le sobreviene algún daño, el vasallo no recibirá ninguna afrenta, sino que su honra quedará a salvo.
Al oír hablar con tal firmeza a su servidor, Claudás sintió un gran aprecio por él, pues sabe que lo dice por sus altas cualidades, pero por deleitarse aún más con sus palabras, que tanto le agradaban, le responde violentamente, como si estuviera enfadado, y le dice que cuando vuelva a tener poder, lo castigará por las traidoras intenciones que ha expresado.
—Señor, por Dios —le responde con altivez—, en este mismo momento os devuelvo el homenaje que os hice; os pido y exijo que me deis un plazo para que ante vuestra corte me defienda ante cualquiera que se atreva a acusarme, sea servidor o caballero. Estoy dispuesto a hacerlo, por la Santa Cruz, pues me obligáis a ello.
—No pienso retractarme y demostraré contra ti que has cometido deslealtad y felonía, y nadie conoce mejor que yo la verdad de esas palabras. El combate tendrá lugar ahora mismo, y que Dios le dé alegría al que tenga razón.
El criado empuña la espada, y Claudás también lo hace. No llevaba ninguna otra arma con que pudieran cubrirse, aunque Claudás había conseguido muy buenas armas en Bretaña, pero las había dejado en Wuichent, pues deseaba volver de incógnito a su país. Estaban lejos de todas las gentes, Claudás, que no tenía intención de combatir, se encontró ante su servidor que le atacaba con la espada desenvainada, y sabía que era valiente y atrevido; por eso le pesa haber llegado tan lejos en aquello que había empezado como un juego; no sabe qué hacer, pues si le grita pidiéndole merced, teme que luego se sepa y que las gentes que lo oigan contar lo consideren una cobardía, cosa que él siempre odió. Así, se mantiene en su locura, esperando como un insensato al que viene contra él con la espada desenvainada, exigiendo su derecho. Siente miedo, pues sabe que uno de los dos morirá o quedará herido si las espadas llegan a golpear: el rey Claudás nunca tuvo tan gran miedo de la muerte, ni la había visto antes tan de cerca.
Se aproximan ambos. Claudás aún espera un poco, y cuando ve a su criado dispuesto a golpearle, le grita diciéndole que se detenga un momento, hasta que haya hablado con él. El servidor se detiene y, entonces, Claudás le dice:
—Escucha, yo te he criado y te he hecho mucho bien; si te mato, quiero que me perdones, pues nadie sabe tan bien como nosotros cómo se ha entablado este combate.
Cuando éste lo oye, se tiene por loco, porque su señor le había pedido lo que él debía haberle pedido al rey:
—Señor Claudás, señor Claudás, hay más nobleza en vuestro corazón que en todos los corazones del mundo: ahora me habéis enseñado tanto que no lucharé contra vos, pues es cierto que si yo os diera muerte aquí donde estamos, siempre se me consideraría como asesinato y como traición, y lo mismo ocurriría con vos si fuera al revés.
Ahora oye Claudás algo que le gusta: le concede lo que pide y su servidor se despide de él, diciendo que se encontrarán tres días más tarde ante el rey de Gaula.
—¿Cómo? —exclama Claudás—. No te he concedido eso para que te vayas, pues tu juramento sería vano, ya que yo te habría llevado a un país extraño para que me sirvieras y tú me habrías abandonado en el momento en que yo más te necesitaba, que no me gustaría por nada que me encontraran con tanta pobreza; te ruego que te quedes conmigo y que me sigas sirviendo.
Le contesta que no servirá ni un solo día más a su enemigo mortal, ni seguirá a su servicio.
—Escucha —le dice Claudás—, bien sabes que hemos sido nosotros dos los que hemos aplazado el combate hasta que estemos ante el rey de Gaula. Cuando tome las armas tendré que luchar contra uno mejor que yo, pero se cansará quien me derrote. Y te concedo un honor que no daría a cambio de toda mi tierra, aunque combatiera contra el mismo rey Arturo, y es que me doy por vencido en el encuentro.
—Debes saber —continúa Claudás— que hablé en broma todo el tiempo, pero hemos llegado a una situación en que yo preferiría estar más allá del mar de Grecia, con tal de que no se hubiera producido la discusión.
Estoy dispuesto a jurarte por los Evangelios en la primera iglesia que encontremos que estoy contento de cuanto he dicho, y por el valor que hay en ti, te nombro condestable de mi casa para el resto de mi vida, y te armaré caballero el día de San Juan, pues no querría haberte perdido a cambio de mi mejor castillo.
Así le iba rogando Claudás mientras cabalgaban. Llegaron a una iglesia que habían visto cerca del camino, a la derecha, que era una ermita. Descabalgan allí; el rey jura lo que le había prometido y después lo besa como prueba de buena fe. Así hicieron las paces y cabalgaron juntos hasta Bourges: grande es la alegría que muestran las gentes de Claudás por él. Al cabo de tres días llegó Patricio, su tío, que le contó cómo Dorín había cometido grandes maldades en la tierra, arrasando ciudades, robando, hiriendo y matando a las gentes.
—Eso me preocupa poco —dice Claudás—, pues tiene razón, porque el hijo de un rey no debe ser impedido si quiere ser generoso, pues los reyes no pueden ser pobres a la hora de dar. He visto tanta generosidad al irme de aquí, que no creo que haya nada comparable en todo el mundo; esa es la más alta virtud que se puede tener, la de ser generoso tanto si se tiene necesidad como si no se tiene, y tal es la generosidad del rey Arturo.
Después les cuenta a sus gentes cómo había ido a Bretaña, por qué había ido, la forma de ser de la reina, la admirable reunión de caballeros que hay en su corte, tanto de tierras próximas como de países lejanos. A continuación les explica la disputa con su servidor, y se lo cuenta de principio a fin, sin omitir ningún detalle, ni siquiera el del miedo que había pasado. Todo ello produce gran regocijo en la corte, el servidor siente una enorme vergüenza y se tiene por loco.
Llegada la fiesta de San Juan, Claudás lo armó caballero y lo nombró condestable de su casa; éste fue después caballero valeroso, igual que había sido noble servidor. Se llamaba Arcois el Flamenco. Así volvió el rey a su tierra, pero la historia deja aquí de hablar de él y vuelve a Lanzarote, que está en el lago.