I
En las marcas de Gaula y de Bretaña la Menor había dos reyes que eran hermanos y que estaban casados con dos hermanas. Uno se llamaba Ban de Benoic y el otro Bohores de Gaunes. El rey Ban era viejo, pero tenía una mujer joven, hermosa, buena y querida por todos; sólo habían tenido un hijo, que era ya muchacho, al que habían bautizado con el nombre de Galaaz, aunque lo conocían por Lanzarote. El porqué de que lo llamaran Lanzarote lo contará la historia más adelante, pues ahora no es el momento ni el lugar.
La tierra del rey Ban limitaba por la parte de Betty, llamada en aquel tiempo Tierra Desierta, con la de Claudás, señor de Bohorges y de todas las tierras de alrededor, que era rey valeroso, pero traidor, vasallo del rey de Gaula, ahora llamada Francia. Las posesiones de Claudás se llamaban Tierra Desierta porque habían sido arrasadas por Uterpandragón y por Aramón —al que se conocía como Hoel—, que era señor de Bretaña la Menor y dominaba sobre Gaunes, Benoic y toda la tierra hasta la marca de Auvernia y de Gascuña, y pretendía tener también el reino de Bohorges, pero Claudás no lo aceptaba y no quería servirle y por eso se había hecho vasallo del rey de Gaula, que en aquel tiempo era tributaria de Roma y nombraba a sus reyes.
Cuando Aramón vio que Claudás no lo quería como señor, emprendió guerra contra él, aunque éste contaba con la ayuda del rey de Gaula y todo su poder; Aramón perdió mucho en aquella guerra que duró demasiado. Algún tiempo después fue a ver a Uterpandragón —que era rey de Gran Bretaña— y se hizo vasallo suyo para que le ayudase en la guerra. Uterpandragón atravesó el mar con todas sus fuerzas y recibió la noticia de que el rey de Gaula con sus nobles se había puesto en marcha para ayudar a Claudás contra Aramón. Uterpandragón y Aramón atacaron a Claudás, lo derrotaron y le quitaron toda la tierra, expulsándolo de ella; sus posesiones fueron destruidas hasta el punto que no quedó piedra sobre piedra en ninguna fortaleza, a excepción de Bourges, que se libró del fuego y no fue arrasada por orden de Uterpandragón, de este modo quiso honrar el recuerdo de que había nacido allí. Uterpandragón estuvo en Bretaña la Menor cuanto le apeteció y después pasó a Gran Bretaña; desde entonces, Bretaña la Menor está bajo el reino de Logres.
A la muerte de Aramón y de Uterpandragón, la tierra de Logres pasó a manos del rey Arturo; esto dio lugar a guerras en varios sitios de Gran Bretaña, en las que combatían al rey la mayor parte de sus nobles. Así empezó el reinado del rey Arturo, cuando todavía no conocía a la reina Ginebra. Tuvo muchas trabas por todas partes.
Claudás reemprendió la guerra después de mucho tiempo, porque había conseguido recobrar toda su tierra al morir Aramón. Empezó a combatir contra Ban de Benoic, que era vecino suyo y que había sido vasallo de Aramón, causante de la pérdida de sus posesiones, y enemigo que le había perjudicado gravemente.
Por entonces llegó de Roma un refuerzo considerable, con Poncio Antonio al frente: le prestó ayuda a Claudás y le entregó el poder de Gaula y de las regiones que estaban bajo ella. Le arrebataron la ciudad de Benoic al rey Ban y no le dejaron más que el castillo de Trebes, que se encontraba en un extremo de sus posesiones y era tan fuerte que no se podía conquistar sino por hambre o mediante traición. Un día los enemigos de Ban tomaron un castillo que distaba de Trebes menos de tres leguas, por lo que el rey fue en su auxilio e intentó entrar; cuando vio que los asediantes ya lo estaban ocupando a la fuerza, atacó con sus caballeros, algunos de los cuales eran muy valientes, como él mismo, que tenía fama de realizar grandes hazañas. Murieron muchos y mataron a más, de forma que en un momento cesó el asalto porque todos los enemigos se unieron contra el rey Ban, al que defendieron sus hombres, poniéndolo a salvo. Pero se habían entretenido demasiado, y Poncio Antonio, que se había retirado al bosque con sus hombres, volvió con tantos refuerzos que ni el rey Ban, ni los suyos pudieron resistir: todos cayeron muertos o fueron apresados, menos tres. El rey Ban acabó con Poncio Antonio y consiguió hacer huir a los romanos, persiguiéndolos hasta que llegó Claudás, rápido en el contraataque.
Cuando el rey Ban lo vio, dijo palabras propias de quien ha sido privado de sus posesiones:
—¡Ay, Dios! Aquí veo a mi enemigo mortal. Señor, vos que me habéis concedido tanta honra, permitidme que lo mate o que muera yo con él, buen Señor Dios, antes de que se vaya con vida: así se aliviarán mis dolores. Entonces se enfrentaron; el rey Ban lo derribó con tanta fuerza que todos pensaron que había acabado con él; y él mismo se alejó muy contento, pues creía que se había cumplido su ruego. Y, picando espuelas, regresó a Trebes.
A los cuatro días, tomaron el castillo en el que estaba Claudás y cuando el rey Ban supo que no había muerto, se afligió tanto en el corazón que ya no le abandonó la tristeza nunca, como se pudo comprobar después. Claudás permaneció ante Trebes mucho tiempo, y a pesar de que el rey Ban pidió reiteradamente ayuda al rey Arturo, éste no se la prestó, pues tenía trabajo abundante en diversos lugares, de forma que no podía comprometerse con las necesidades ajenas. Mientras tanto, el rey Bohores, que era hermano suyo y le había ayudado mucho, estaba mortalmente enfermo, con lo que los furrieles de Claudás le corrían la tierra a diario, pues limitaba con Benoic por la parte de Trebes. Cuando Claudás se dio cuenta de que no podría tomar el castillo sin dificultades, decidió entrevistarse con el rey Ban y para ello acordaron concederse todo tipo de seguridades, para ir y venir. El rey Ban acudió a las vistas con dos más: el senescal y un caballero; Claudás hizo lo mismo. El encuentro se fijó que fuera delante de la puerta del castillo, a cuyo pie se habían establecido los asediantes: la colina sobre la que estaba el castillo era empinada y resultaba ardua de subir.
Claudás, al encontrarse con el rey Ban le recriminó el haber dado muerte a Poncio Antonio, y Ban se quejó porque le había arrebatado la tierra sin tener motivos para hacerlo.
—Yo no os la he quitado —contestó Claudás— por el odio que os pueda tener, ni por nada que me hayáis hecho, sino porque sois vasallo del rey Arturo, cuyo padre, Uterpandragón, me privó de mis posesiones. Si lo deseáis, podemos llegar a un acuerdo: entregad el castillo y yo os lo devolveré al punto si os convertís en vasallo mío y aceptáis que sea yo quien os invista con vuestras tierras.
—No haré tal cosa —respondió el rey Ban—, pues sería perjuro con respecto al rey Arturo de quien soy vasallo ligio.
—Entonces, os diré qué podéis hacer: pedidle a Arturo que venga a socorreros antes de cuarenta días; si no acude en vuestra ayuda en ese plazo, entregadme el castillo y haceos vasallo mío con todas vuestras tierras, que os acrecentaré con ricos feudos. El rey contestó que reuniría al consejo y que por la mañana le haría saber qué decisión había tomado. Después de hablar así, se marchó el rey Ban, pero su senescal se quedó un poco retrasado, y Claudás le dijo:
—Senescal, bien sé que este desgraciado no tendrá suerte, pues el rey Arturo no vendrá en su ayuda, con lo que va a perderlo todo por su vana esperanza, y siento que vos estéis al lado de un hombre así, del que no recibiréis ningún bien, y lo siento porque he oído muchas cosas buenas de vos, por eso os aconsejaría que os vinierais conmigo. Os prometo lealmente que os concederé este reino en cuanto lo conquiste y seréis para siempre su señor, mientras yo pueda. Si tengo que apresaros a la fuerza lo sentiré, pues os tendré que perjudicar bastante, pues he jurado sobre sagrado que todos cuantos sean apresados en esta guerra morirán o serán encerrados en prisión, y no volverán a salir nunca más.
Hablaron hasta que el senescal prometió ayudarle con toda su fuerza, si no tenía que traicionar o vender a su señor. Claudás le aseguró que, en cuanto tuviera Trebes, le haría entrega de las tierras y lo convertiría en vasallo suyo.
A continuación, se despidieron y Claudás volvió con los suyos. El senescal regresó a Trebes y dijo al rey Ban que Claudás había hablado con él mucho tiempo, y que deseaba su amistad.
—¿Qué me aconsejáis? —le pregunta el rey Ban.
—Señor, me parecería lo mejor que fuerais a pedir ayuda al rey Arturo; no os preocupéis por nada, pues mientras tanto será bien protegido lo que tenga que ser custodiado hasta vuestro regreso. El rey Ban fue entonces a ver a la reina, a la que le contó que Claudás le había pedido que entregase el castillo, «y me juró —añadió— que tan pronto como lo tenga, me investirá con él y con el resto de la tierra que pertenece al castillo. Pero es tan desleal que si tuviera la fortaleza, no me la devolvería nunca; debo contestarle mañana porque me ha dicho que le pida ayuda al rey Arturo, y me concede cuarenta días de tregua. Si me socorre el rey mi señor, daré gracias a Dios, y si no viene en mi auxilio, le entregaré el castillo».
La reina, que teme que se quede sin posesiones, así se lo aconseja, «pues si os falla el rey Arturo, ¿quién os podrá ayudar?».
—Señora, ya que estáis de acuerdo, lo haré. Pienso ir en persona a la corte del rey Arturo y le pediré ayuda. Él tendrá más compasión así que si yo no estoy, pues me verá delante, mientras que si le envío un mensajero no me serviría de nada, pues el mejor modo para que se crean las malas noticias es llevarlas uno mismo. Preparaos ahora, pues vendréis conmigo, y no nos acompañará nadie más, sino vuestro hijo y un escudero que nos servirá en lo que necesitemos: quiero que el rey Arturo se compadezca de nosotros cuando nos vea; nos pondremos en marcha esta misma noche. Procurad coger todas las riquezas que podáis, tanto en joyas como en vajilla; metedlo todo en grandes cofres, pues no sé qué pasará con el castillo antes de mi regreso, y por nada desearía que os quedarais desamparada; no es que tema que consigan tomar el castillo con la fuerza, pero nadie puede evitar la traición. La reina se prepara siguiendo las instrucciones del rey; cuando ya está dispuesta, el rey le dice que procure que no falte de nada en su rocín, pues tendrán que cabalgar esa misma noche. El criado, que quería mucho a su señor, cumple las órdenes de inmediato, y apresta un animal grande, fuerte y rápido. Entre tanto, el rey fue a ver al senescal y le reveló sus intenciones de ir a la corte del rey Arturo, «y confío más en vos que en nadie, pues siempre os he amado: os encomiendo que guardéis el castillo, como si fuera el corazón de mi vientre. Mañana le diréis a Claudás que he enviado a buscar a mi señor el rey Arturo; aseguradle que, si no soy socorrido antes de cuarenta días por el rey Arturo, le entregaré el castillo tal como él desea. Pero procurad que no se entere de que me he ido, pues poco le importaría la posesión del castillo si no estoy yo en él».
—Señor —le responde el traidor—, no os preocupéis, pues me encargaré de hacerlo todo.
El rey Ban durmió poco aquella noche, porque las noches eran cortas: según dice la historia era el quince de agosto. Estaba nervioso por la preocupación del viaje que iba a emprender; se levantó tres horas antes de amanecer, y cuando estuvieron ensillados los caballos y preparado todo lo demás, encomendó a Dios al senescal, el castillo y a sus gentes. A continuación, salió por una pasarela de zarzas que atravesaba el río: el castillo sólo estaba sitiado por una parte, a unos tres tiros de allí, pues por esta otra parte había muchos desniveles y malos terrenos, de forma que al otro lado del río no se podía establecer nadie: el pantano era grande y profundo y sólo había una senda estrecha de más de dos leguas de larga.
El rey Ban toma el sendero con su mujer, que cabalgaba en un hermoso palafrén, grande y cómodo, acompañado por un escudero fiel y buen servidor, que llevaba al niño delante de él en un gran rocín. El rey Ban montaba un palafrén que ya había probado, mientras que un muchacho le llevaba su veloz y resistente corcel. El escudero tenía el escudo, y un muchacho llevaba la acémila y la lanza del rey. La acémila iba muy cargada por las joyas, la vajilla y el dinero.
El rey llevaba puestas las calzas de hierro y la cota de mallas, ceñía la espada y se cubría con una capa pluvial; iba el último de todos. Cabalgaron hasta atravesar el pantano. Luego, entraron en el bosque; a la media legua, llegaron a una hermosa pradera a la que el rey había ido en muchas ocasiones; se dirigieron a un lago que había en un extremo, junto a una alta colina, desde la que se podía ver toda la región. Ya había amanecido. El rey dijo que no continuarían hasta que hubiera más claridad. Descabalga, pensando subir a una colina para contemplar su castillo, al que quería más que a ningún castillo del mundo. Al cabo de un rato, el rey vuelve a montar y deja a la reina con su acompañamiento junto al gran lago, que desde tiempos paganos se llamaba lago de Diana. Diana fue reina de Sicilia en la época de Virgilio, el buen autor, y la loca gente que había entonces la consideraba diosa; era la dama que más disfrutaba en el bosque, y se pasaba los días cazando, por lo que los paganos la llamaban «diosa del bosque».
El bosque en el que estaba el lago era más pequeño que los de Gaula y Bretaña la Menor, pues apenas tenía diez leguas galesas de largo y seis o siete de ancho. Se llamaba Bosque del Valle. El rey Ban subió la colina para ver el castillo que tanto quería; pero la historia deja de hablar de él durante un poco de tiempo, y lo hace del senescal, al que le había encomendado el castillo.