VII
Cuenta la historia que cuando el caballero que le había quitado a la reina de Gaunes los dos hijos llegó a su tierra —que se la había entregado el rey Claudás con un gran trozo de otra tierra—, guardó a los niños, protegiéndolos con todo tipo de honores y procuró que tuvieran todo lo necesario y sólo deseaba honrarlos hasta que llegaran a la mayoría de edad, en que recuperarían su tierra: de todo ello esperaba obtener gran provecho, si los niños llegaban al poder.
Así los mantuvo ocultos en su casa, sin que nadie supiera quiénes eran, menos su mujer, que era buena, hermosa y discreta. Por la gran belleza de esta dama, Claudás se había enamorado de ella, y por amor a ella había nombrado a su marido senescal de toda la tierra de Gaunes, aumentando sus posesiones y enriqueciendo sus rentas.
El caballero era muy noble y valiente, y se llamaba Farién. Tanto duraron los amores del rey y de la mujer del caballero que éste se enteró: no es necesario preguntar si lo sintió, pues nada amaba tanto como a su dama. Y desconfió, estando alerta muy a menudo, de forma que un día Claudás lo envió a un asunto suyo y él hizo como si se fuera, pero no se marchó, sino que se escondió, deseando probar a su mujer, y por la noche la encontró con Claudás; quería matarlo, pero no pudo, pues éste se lanzó por una ventana, fuera de la habitación, y de este modo consiguió escapar.
Farién reconoció al rey Claudás y sintió no haberlo matado, aunque ahora temía que el rey intentara acabar con él: meditó cómo podría salvar la vida, pues le sería menester. Se acercó a Claudás y, llevándoselo aparte, le dijo en secreto:
—Señor, soy vasallo vuestro y por eso debéis hacerme justicia con los demás y a los demás conmigo. Quiero que sepáis que aquí me ha traicionado uno de vuestros caballeros con mi mujer, como ya he podido comprobar una vez.
—¿Quién es? —preguntó el rey Claudás al caballero.
—Señor —contestó—, no sé quién es, pues mi mujer no quiere decirme su nombre, pero me ha confesado que es uno de los vuestros. Aconsejadme ahora, como mi señor que sois, qué debo hacer si lo vuelvo a encontrar.
—Ciertamente —le respondió Claudás—, yo lo mataría si lo encontrara tal como habéis dicho.
Y hablaba así porque pensaba que Farién no sabía que era él.
Con esto, Farién pidió permiso para retirarse, y volvió a su castillo, tomó a su mujer y la encerró en una torre muy inhóspita, sin más compañía que la de una vieja que le llevaba la comida y la bebida, pero Farién no le explicó ni una sola vez por qué la trataba tan mal. Al cabo del tiempo, la dama no podía seguir sufriendo y consiguió hablar con un primo suyo, criado pobre, al que ella le había hecho mucho bien. Le habló desde la ventana de la torre, un atardecer, y le encargó que fuera al rey Claudás, lo saludara y le dijera cómo la había encerrado su señor por su culpa, y que hiciera lo posible para ir a hablar con ella, pues así le explicaría su vergonzosa situación y las calamidades que pasaba —y que él no podía ni imaginarse—, y que si no hablaban pronto, se podría producir una desgracia, porque morirían tanto él como ella.
El criado fue a Claudás, habló con él y le contó todo lo que la dama le había encargado y, al acabar, le dio ricas prendas que ella le enviaba.
No mucho tiempo después, Claudás estaba cazando en el bosque de Gaunes y sintió deseos de ir a ver a la dama. Envió a un escudero a que dijera a Farién que iría a cenar a su casa; éste, al oírlo, puso muy buena cara al mensajero de su señor, de forma que parecía que estaba muy contento. Ordenó que sacaran de la torre a la dama, y la engalanaron y vistieron con toda riqueza, e hizo que prepararan la mejor comida que se pudo encontrar.
Cuando Claudás estuvo cerca, salió a su encuentro con cara alegre, recibiéndolo con gran fiesta en su casa.
Después de la cena se sentaron el rey y la dama en unos cojines, y ella empezó a lamentarse de sus infortunios diciendo:
—Señor, deberíais dar una solución, pues recibo estos males por vos.
—Ciertamente, con mucho gusto pondría remedio si supiera cómo hacerlo.
—Os diré cómo me podréis —y os podréis— vengar de él, si es que me amáis tanto como correspondería a los sufrimientos que he tenido por vos.
—Tened por segura tal cosa, y si llegara la ocasión os vengaré, pero decidme cómo, si es que lo sabéis; os juro como rey que lo haré a vuestro gusto.
—Señor, mi marido sabe que fue a vos a quien encontró conmigo en mi cama, pero no se atreve a manifestarlo porque os tiene miedo. ¿Sabéis cómo podréis destruirlo? Durante más de tres años escondió a los dos hijos del rey Bohores de Gaunes en una habitación que hay bajo esta torre, esperando que tuvieran edad y fuerza suficientes para mataros. Si ha hecho eso contra vos, bien merece la muerte en justicia.
—¿Cómo, es eso cierto?
—Sí, no lo dudéis, y no podréis encontrar motivo mejor, pues ha hecho lo bastante como para morir y para ser privado de sus bienes, por lo menos.
—Con esto hay suficiente; no lo digáis a nadie, pues quiero pensar en el asunto.
Claudás se despidió y se marchó, dirigiéndose a Gaunes, donde pasó la noche. Entre los de su mesnada había un enemigo de Farién, que lo odiaba a muerte. Claudás le dijo que se podría vengar de él, si quería y se atrevía.
—¿Cómo, señor?
—Os lo voy a decir, pero me tenéis que prometer que haréis lo que yo os aconseje. Él lo prometió.
—Farién tiene escondidos —dijo Claudás— en una fortaleza suya a los dos hijos del rey Bohores de Gaunes: lo sé por unas personas que conocen mejor que yo sus secretos. ¿Sabéis qué es lo que tenéis que hacer? Lo acusaréis de traición ante mí, por ser vasallo mío y tener escondidos a mis enemigos mortales. Si lo niega, lo mantendréis frente a él, retándolo. A cambio, yo os entrego en este mismo momento a vos y a vuestros herederos la senescalía de Gaunes, para siempre.
Contento con tal promesa, le da las gracias sin cesar al rey y se ofrece para hacer lo que sea necesario.
Pasó el tiempo sin que se volviera a hablar del asunto, hasta que Farién decidió ir un día a la corte, y como era prudente y no sabía qué le podía pasar por el odio que le tenía Claudás, y porque nadie está seguro de no ser traicionado, encomendó a todos los que estaban a cargo de cosas suyas, que hicieran por un sobrino suyo que era caballero tanto como harían por él mismo, pues era el hombre de quien más se fiaba, y obligó a que todos lo juraran.
Se puso en marcha para ir a la corte con su sobrino. Claudás se alegró pensando en la traición. El día siguiente llegó el caballero que lo odiaba y a la salida de la iglesia dijo a Claudás ante todos los que estaban presentes:
—Señor, señor, hacedme justicia de Farién que está aquí, porque es un traidor: lo sé como si lo hubiera oído y visto. Si lo niega, lo demostraré ante vos, cuerpo a cuerpo, porque tiene a vuestros enemigos, a los dos hijos del rey Bohores de Gaunes.
—Farién, escuchad —dijo Claudás— la acusación. Si sois traidor, lo sentiré mucho, pues mucho os honré y elevé.
—Señor —intervino Farién—, he de tomar consejo al respecto.
—¿Cómo —exclamó su sobrino—, tenéis que tomar consejo? No será necesario, pues no hay ningún caballero que al ser acusado de traición tenga que oír a sus consejeros; si se siente culpable, se pone la soga al cuello viendo de inmediato lo que le espera; si cree que ha obrado con justicia, se defiende sin temor contra el mejor caballero del mundo, pues, llegado el momento, la deslealtad hace que el buen caballero sea malo y la lealtad hace buen caballero al que nunca lo fue.
Entonces se dirige a Claudás y le dice:
—Señor, yo defenderé a mi tío y señor frente a esta acusación, pues no es traidor.
Su tío se adelanta con ímpetu diciendo que nadie se pondrá el escudo al cuello si no es él mismo, y añade:
—Señor, tomad mi gaje, como prueba de que nunca hice traición contra vos.
—¿Sabíais —le pregunta Claudás— que teníais escondidos a los hijos del rey Bohores?
—Señor, señor —dice el sobrino de Farién—, si lo hizo, basta con que diga que os traicionó. Ya que ha sido retado, está dispuesto a defenderse.
—Pero ha sido retado —dijo Claudás— por haber escondido a los hijos de Bohores; si lo niega y mantiene su postura, todo está preparado para que lo demuestre.
—Señor —dice el sobrino de Farién—, si los tuvo escondidos, no lo hizo para traicionaros; si hay aquí un caballero tan atrevido como para mantener que eso es traición, estoy dispuesto a sostener lo contrario, pues nunca abandonó el vasallaje que tenía con el rey Bohores: por mucho que su señor hubiera hecho contra él, él debía proteger a su señor mientras estuviera vivo, y a sus hijos.
Y continuó, dirigiéndose a su tío:
—Id, señor, a defenderos de la acusación que os ha hecho este caballero, y yo os defenderé de la injusticia, pues nada reprobable hay en proteger a los niños.
Ante estas palabras, nadie se atrevió a decir nada, incluso el caballero que había presentado la acusación atemperó un poco su actitud.
—¿Cómo —preguntó Claudás al acusador—, no vais a hacer nada más?
Al ver que su señor lo deseaba, le ofreció un gaje para demostrar la traición de Farién, y éste tendió el suyo, para sostener lo contrario. Y, sin esperar más, ambos fueron a armarse. Farién llamó a su sobrino y le dijo:
—Buen sobrino, id a mi castillo y, me pase lo que me pase, suerte o desdicha, tomad a mis dos señores y llevadlos sin demora al Monasterio Real, en donde está mi señora, y entregádselos, pues yo ya no podré protegerlos frente a este traidor.
El sobrino de Farién fue al castillo, tomó a los dos niños y se los llevó tal como le había encomendado. Farién consiguió matar al caballero ante los ojos de Claudás, cuando su sobrino ya se había ido. A Claudás le llegaron las noticias de que había perdido a los niños y al oírlas se dirigió a Farién con gesto afable y le pidió que se los entregara, «y os juraré sobre los Evangelios que los protegeré de tal forma que cuando sean mayores y tengan edad de ser nombrados caballeros, les devolveré sus posesiones. Si muero antes, os los encomendaré y os quedaréis como protector suyo, de la tierra de Gaunes y de Benoic, que les pertenece, pues he oído decir que hace tiempo que murió el hijo del rey Ban, y lo he sentido mucho; yo ya estoy en una edad tal que no me debe preocupar nada, sino la salvación de mi alma, y si despojé de sus posesiones a su padre fue porque no quiso hacerse vasallo mío y no hubo nadie que le ayudara».
Claudás ordenó que trajeran los Evangelios y juró ante toda su nobleza que no haría ningún daño a los niños y que protegería su tierra con toda lealtad, hasta que llegaran a la edad de tenerla ellos. Farién se lo creyó por el juramento; montó a caballo, picó espuelas y galopó en busca de su sobrino; cuando lo encontró, se volvió con los dos hijos del rey Bohores. Al verlos, Claudás les mostró una gran alegría y todos los contemplaron con gusto, pues eran muy hermosos: el rey decidió entregárselos a Farién y a su sobrino para que los criaran; pero no había pasado mucho tiempo cuando ordenó que los encerraran a los cuatro en la torre de Gaunes, pues —según decía— los niños eran aún demasiado jóvenes para ser armados caballeros y quería que fueran custodiados allí.
Así quedaron encerrados Lionel y Bohores en la torre de Gaunes con sus dos maestros. El rey Claudás les expresaba gran amor y ordenó que tuvieran todo lo que quisieran.
Pero la historia deja de hablar de ellos y vuelve a referirse al rey Claudás.