LXXXVIII
Cuenta ahora la historia que tan pronto como mi señor Yvaín vio la luz, se levantó; el criado, que se esforzaba en servirle, le llevó un caballo a cambio del suyo que había muerto, y le dijo:
—Señor, vuestro caballo ha muerto por mí, llevaos éste que fue de mi padre; sabed que no tengo ninguno mejor, pues os lo daría con mucho gusto, por Dios, aunque fuera el mejor del mundo; mi padre, que fue valiente caballero, aunque hombre pobre, lo tenía por bueno.
Mi señor Yvaín mira el caballo y se considera por bien pagado. Monta y van a oír misa; la dama de la casa y su hija también han montado, una delante del criado y la otra en un palafrén: van con mi señor Yvaín a oír misa. Inmediatamente después de oírla, mi señor Yvaín se despide de ellos y el criado lo acompaña durante un gran trecho; en el camino habla de muchas cosas y se muestra muy contento ante mi señor Yvaín, al enterarse que era éste. Le acompaña hasta que se han alejado más de dos largas leguas de la iglesia. Entonces mi señor Yvaín hace que se vuelva y él sigue cabalgando hasta bien entrada la hora de tercia. Llega a un gran valle, pero la ladera por la que debe bajar es tan empinada que tiene que descabalgar. Así lo hace y lleva al caballo por el freno hasta que llega al fondo del valle. Termina allí el bosque y se encuentra con una llanura hermosa, por la que corre un río grande y profundo. Junto al río, a menos de un tiro de piedra grande, había un pabellón muy agradable, pues no era ni demasiado grande ni demasiado pequeño. Alrededor del pabellón había hasta diez escudos apoyados en él y, delante de cada uno, un caballo con las riendas puestas y con una lanza encima.
Mi señor Yvaín cabalga hacia allí y se acerca a una gran encina que había a un tiro de arco del pabellón; lo contempla y ve que de una de las ramas de la encina estaba colgada por las trenzas una doncella y tenía las manos atadas a la rama y a dos trozos de cuerda, tan apretadas que la sangre le brotaba por entre las uñas. Mi señor Yvaín mira a la doncella y siente una gran compasión; cuando se dispone a cabalgar hacia allí mira a la derecha y ve a un caballero completamente desnudo, a excepción de las calzas, que estaba atado a un palo y que ha sido golpeado tanto que las calzas estaban rojas por la sangre que le había salido del cuerpo: mi señor Yvaín siente gran compasión y las lágrimas le caen de los ojos, por la cara, dentro del yelmo. Se dirige entonces a la doncella y la encuentra gravemente herida, que no puede hablar; por lo mucho que había gritado, la voz le fallaba y por lo que había llorado tenía los ojos rojos e hinchados; la cuerda le ha dañado tanto las manos, que eran tiernas y blancas, que las tiene cortadas hasta el hueso. La doncella está mal, tanto en el cuerpo como en la voz; apenas puede hablar y se queja y se lamenta amargamente, y al final de sus lloros siempre protesta por mi señor Galván. Cuando mi señor Yvaín oye que se lamenta por su señor, su primo, siente una gran compasión, mayor de la que había tenido hasta entonces. Se acerca a la doncella y le pregunta de buena manera por qué se lamenta tan a menudo por mi señor Galván.
—Señor —le contesta la doncella con grandes dolores—, ¿quién sois vos, que me habéis preguntado por mi señor Galván?
—Doncella, pienso que soy el hombre del mundo que más le quiere, salvando a su tío el rey.
—¿Cómo os llamáis, señor? —le pregunta ella cuando puede hablar.
—Me llamo Yvaín, soy hijo del rey Urián y primo hermano del que vos os lamentáis.
—Señor, si me lamento por él no me falta razón, pues si estuviera aquí como vos, ya se hubiera esforzado en su persona y por su honor en socorrerme, apenas me hubiera conocido; dondequiera que esté sentirá un gran dolor en cuanto lo sepa: por un servicio que le hice, ahora soy entregada a la muerte, yo y uno de los mejores caballeros del mundo al que han sorprendido conmigo, y al que pienso que le han dado muerte.
Mi señor Yvaín se da cuenta de que habla del caballero que estaba atado al palo, y le pregunta a la doncella cómo se llama.
—Mi señor Yvaín —le responde—, si vierais al caballero lo reconoceríais sin dificultad, pues es Saigremor el Desmesurado.
Apenas ha dicho esto, siente tal dolor que se desmaya. Cuando mi señor Yvaín oye que es Saigremor, lo siente mucho y lo tiene por gran desgracia, sufre gran angustia por el dolor de la doncella y no sabe a cuál de los dos poner en libertad antes. Decide liberar a la doncella, por mi señor Galván del que ella se lamenta. Desenvaina la espada y da grandes golpes en la rama hasta que la rompe y cae al suelo con la doncella que de ella estaba colgando. Cuando iba a desatarla llega un caballero completamente armado, picando espuelas, y le grita que en mala hora la pondrá en libertad, pues tendrá que pagarlo caro. Mi señor Yvaín, que era muy prudente y cortés, se da cuenta de que es el dueño del pabellón, y le dice:
—Señor caballero, no sé quién sois, pero habéis cometido una gran falta al prender a uno de los más valientes caballeros de la corte del rey Arturo y al atarlo como si fuera un ladrón, y habéis cometido un gran ultraje al entregar a esta doncella a la muerte, cuando era del séquito de mi señor Galván.
—¿Cómo, sois de la corte del rey Arturo?
—Así es, no renegaré.
—Poneos en guardia, pues os desafío.
Entonces, pica al caballo con las espuelas desde la otra parte del campo y mi señor Yvaín se aleja también. Vienen el uno contra el otro tan rápidamente como los caballos pueden y se golpean en los escudos por encima de las boclas. El caballero rompe su lanza, pero la de mi señor Yvaín resiste y le empuja con fuerza, pues sabía utilizarla bien y era valiente y fuerte: lo derriba al suelo a él y a su caballo en un montón. Sabe que éste no cesará en su locura, y aunque no desea continuar, pasa por encima del caballero cinco o seis veces malhiriéndole y pisoteándole de forma que no hay hueso que no lo sienta. Lo ha dejado en tal estado que no puede levantarse.
A continuación, se dirige a la doncella y vuelve a desatarla, pero en esto, sale otro caballero del pabellón, completamente armado, como el anterior; le grita a mi señor Yvaín y se dirige contra él tan rápido como le puede llevar su caballo. Cuando mi señor Yvaín lo ve venir, deja a la doncella, a la que le había desatado las dos manos, vuelve a montar a caballo y toma la lanza; corre contra el caballero que se acerca y se dan grandes golpes en los escudos. El caballero rompe la lanza y mi señor Yvaín lo derriba del arzón, arrojándolo al suelo por la grupa del caballo.
Lo deja estar y vuelve con la doncella, apoya la lanza en la encina de la que había estado colgada y desmonta; empieza a soltarle las trenzas, lo más delicadamente que puede. Pero estaba tan bien atada que no era cosa fácil desliarla en ese momento, pues tenía trenzas, largas y gruesas y llevaba los cabellos sueltos, de forma que se enredaban con más facilidad. La doncella le grita que se las corte, por Dios; pero él siente tal compasión, porque eran muy hermosas, que no se atreve a cortarlas y tampoco puede romper la rama por debajo de la cabeza, sin hacerle mucho daño. La doncella, que no se siente segura, le ruega que se las corte y él le contesta que, si Dios quiere, la dejará libre sin que pierda tan hermoso tesoro como son sus trenzas.
Mientras tanto, salieron los demás caballeros del pabellón, le gritaron a mi señor Yvaín y éste los mira y los ve venir a todos, uno tras otro, con los yelmos en la cabeza, los escudos embrazados y las lanzas apoyadas bajo las axilas. Al verlos venir de tal modo, abandona a la doncella porque ya no puede esperar, apoya la parte gruesa de la rama en el prado, que era blando, de forma que la joven pueda sentarse; luego monta a caballo, toma la lanza y corre contra los que se dirigen hacia él, los deja atacar: vienen a una distancia, uno del otro, de tres o cuatro lanzas; le cargan de golpes de tal modo que acaban derribándolos a él y a su caballo al suelo. Mi señor Yvaín se pone en pie rápidamente, como a quien le ha ocurrido frecuentemente esto, desenvaina la espada, que sabía utilizar bien, y se defiende con valor, aunque los otros no lo esquivan, sino que le atacan con toda su fuerza, hasta que uno de ellos les hace retroceder y les dice que serán afrentados si los encuentran combatiendo contra un solo caballero y a pie, «dejemos que vuelva a montar y si consigue irse gracias a sus hazañas, bien podrá vanagloriarse de ser el más valiente entre todos los de su tierra».
El caballero consigue convencerles y les hace retroceder; luego le dice a mi señor Yvaín que será muy valiente si consigue escapar, «y aún haré algo más, pues os daré mi caballo, que es el mejor de este lugar a cambio del vuestro porque estoy seguro de que no os servirá de nada, ya que os voy a dejar en la misma situación en que he dejado a aquél que está en el palo».
El caballero decía todo esto para dar a entender que deseaba el daño de mi señor Yvaín, pero prefería su salvación, pues deseaba en buena fe que mi señor Yvaín los hubiera hecho prisioneros a todos y a él también; los otros le hubieran dado muerte a Saigremor, de no haber sido por él: era el caballero al que Saigremor había vencido la noche que mi señor Galván se había acostado con Helient, la hermosa hija del rey de Norgales, cuando el mismo rey quiso matarlo con la espada; Saigremor lo había cogido cuando bajaron el rastrillo y se encontró cerrado fuera con él y con mi señor Galván; entonces le prometió el caballero que le ayudaría siempre. La doncella que colgaba de la encina era la que había llevado a mi señor Galván hasta la hija del rey de Norgales, tal como la historia lo explicó más arriba, pero no dice nada acerca de cómo y por qué los caballeros habían tratado de forma tan vergonzosa a la doncella y a Saigremor, aunque ya llegará el momento en que lo explique más adelante.
Cuando el caballero que había ido a ver a mi señor Yvaín descabalgó, éste tomó su caballo que era de gran calidad y el caballero montó en el de mi señor.
Entonces vuelve a empezar el combate de los otros con él, y el caballero hace como que le ataca, pero lo aplaza todo lo que puede y frecuentemente se coloca entre mi señor Yvaín y los golpes que le dan los demás, haciendo como que no puede dominar el caballo en el monta; actúa de tal modo que mi señor Yvaín se da cuenta de que le está ayudando, y extrañado se pregunta por qué lo hace. Mi señor Yvaín se defiende de este modo frente a los otros caballeros que no pueden sujetarle ni por los brazos ni por el freno, y tampoco pueden golpearle todos a la vez, aunque lo hacen uno tras otro con frecuencia.
La historia lo deja ahora aquí y vuelve con Lanzarote.