CXXXI
Cuenta ahora la historia que cuando la reina entró en sus salas, hizo que bajaran al caballero herido y que lo llevaran a una habitación alejada del ruido para que descansara; luego, entra en la habitación en la que Lanzarote acostumbraba a dormir y cierra la puerta tras de sí, dirigiéndose a la cama de Lanzarote. Comienza entonces a hacer tan gran duelo que, desde que Dios nació, ninguna mujer hizo uno mayor: se tira de las trenzas y se araña el rostro, de modo que la sangre le cae por la cara, y se lamenta lo más que puede por Lanzarote.
—¡Ay, noble caballero, en qué mala hora nacisteis! Ay, noble hombre en el que todas las hazañas de la tierra se alojaron, ¿cómo pudo haber una espada tan cruel y tan traidora como para apagar la gran fama de vuestro valor? Ay, noble hombre, ¡decíais que no podríais morir antes que yo para que no me entristeciera, y que después de mí no duraríais mucho! Ay, Lanzarote, caballero sobre todos los demás caballeros, virtuoso entre todos, cuando debíais serlo, erais sencillo, dulce y tierno cordero frente a aquellos que os mostraban amor, león frente a los traidores y a los orgullosos, corazón de leopardo contra todos menos contra mí, superior a todos y señor de todos por la gran fama de vuestros hechos, conmigo erais tan humilde que os habríais dejado despedazar y matar antes de llevar a cabo nada contra mi voluntad.
De este modo había empezado a lamentarse la reina por Lanzarote, y hubiera dicho cosas admirables antes de callarse si el rey, que había regresado de cazar y había desmontado en el patio con gran compañía de nobles, no hubiera subido a la sala alegre y contento como quien no había encontrado nada desagradable en toda la jornada. Cuando el rey entró en la sala, preguntó por la reina y le dijeron dónde estaba; ordena que vayan a buscarla y ésta se le presenta muy triste y pensativa, aunque mostrando la mejor cara que podía, con la toca liada y con el rostro lavado, pues lo tenía lleno de sangre. El rey se dio cuenta por la cara que tenía que estaba triste y le pregunta qué le ocurre.
—Señor, no me pasa nada malo.
—Sí que os pasa.
—No me pasa.
—Decídmelo, por la fe que me debéis.
—Señor, me lo habéis pedido de tal modo que no me queda más remedio que decíroslo, pero comeréis antes y, luego, os lo haré saber o por mí o por algún otro.
El rey deja de hablar del asunto y ordena que pongan la mesa; los condestables lo hacen de inmediato y los caballeros empiezan a sentarse. Cuando el rey no ve a Lanzarote a la mesa, ni a los otros que habían ido acompañando a la reina, se sorprende y se pregunta qué les ha podido ocurrir. Siente miedo de que les haya sobrevenido alguna desgracia y tiene tal malestar en su corazón que no puede comer, sino que permanece sentado en su alto trono sin beber ni comer mientras las mesas estuvieron puestas. Cuando terminaron de cenar, el rey ordenó quitar las mesas y llamó a la reina, diciéndole:
—Señora, ahora quiero saber lo que os he preguntado.
—Señor, ya que así lo deseáis, os lo diré, o que os lo diga alguien, el que vos prefiráis.
—Señora, no quiero oírlo sino de vos, pues a vos os preguntaré mejor y me lo sabréis contar mejor que nadie.
Y sin lugar a dudas la reina tenía la mejor lengua y la más hábil de todas las mujeres.
La reina empieza a decir:
—Señor, cuando esta mañana os separasteis de nosotras a la entrada del bosque, fuimos detrás de vos y nos encontramos un caballero armado que quería llevarme a la fuerza. Pero Keu se adelantó, dispuesto a socorrerme, y combatió con el caballero; éste lo derribó y después derribó a Saigremor el Desmesurado y a Dodinel el Salvaje. Cuando Lanzarote vio esto, combatió contra él y se golpearon con tanta fuerza que se metieron las lanzas en el cuerpo, pero a pesar de todo Lanzarote lo derribó; luego, fue tras una vieja, a la que tenía que seguir. Envié a Keu el senescal detrás de él para hacerlo volver, pero Lanzarote no quiso hacerlo. Todos nosotros nos lamentamos por esta aventura; fuimos tras vos, intentando alcanzaros y llegamos a la Fuente de las Hadas, allí descabalgamos para descansar. Saigremor dijo entonces que iría a buscarnos algo para comer; se fueron él y Dodinel el Salvaje, diciendo que se dirigirían a casa de Mathamás: se marcharon y nunca más volvimos a tener noticias de ellos; sólo Dodinel me envió como prisionero a un caballero, al que había vencido. No tardó mucho en pasar por delante de nosotros un caballero que llevaba vestidas las armas de Lanzarote y de cuyo arzón colgaba la cabeza de un caballero recién muerto, que tenía el cabello tan rizado como Lanzarote: empezamos todas a gritar y fuimos hacia él; pero al vernos venir, se dio a la fuga. Envié tras él a Keu el senescal y al caballero preso, pero no hemos visto volver a ninguno; esperamos allí mucho rato hasta después de la hora de nona y, luego, regresamos aquí. Ya os he contado todo tal como nos ha ocurrido hoy.
—Por mi fe, sí que es una gran desgracia y si es cierto que Lanzarote ha muerto, nunca en mi vida le habrá ocurrido una desgracia mayor a esta tierra.
Se queda pensativo el rey y mientras está ensimismado le llegan las lágrimas a los ojos; siente tanta tristeza que no puede decir una palabra y el corazón le oprime en el vientre por la angustia que siente, y el rostro se le oscurece y se le ensombrece: se desmaya y los nobles saltan de sus asientos para sujetarlo. Al volver en sí, dice:
—Ay, Lanzarote, ¿qué ha sido de vos?
Empieza allí un duelo tan grande que nunca se había oído uno mayor. Mi señor Galván llora, se lamenta y dice:
—Ay, noble caballero, ay, valiente sobre los demás, que gran lástima por vos.
El rey y los condes se golpean con las manos y se tiran de los cabellos; los compañeros de la Mesa Redonda se lamentan diciendo que nunca murió un caballero tan bueno, pero es la reina la que tiene mayor dolor: no hay dolor que se pueda comparar al suyo, todos los dolores son alegrías y dulzuras frente al suyo; nadie os podría contar las lamentaciones que hace y nadie podría ser creído si lo contara. Está tan apesadumbrada que poco falta para que se mate; y sin duda se hubiera matado pero aún espera saber ciertamente que ha muerto: sólo eso la retiene.
Todos sienten gran dolor y es enorme la aflicción de la sala; todos están tristes por las noticias; el rey está tan apesadumbrado que piensa que nunca se volverá a consolar. Mi señor Galván, ante todos, dice que se pondrá en marcha por la mañana sin esperar nada más y que no cesará de cabalgar hasta que sepa noticias verdaderas de si ha muerto o si está vivo. Treinta de los caballeros más valientes de la Mesa Redonda prometen lo mismo y no regresar hasta que lo hayan encontrado vivo o muerto. De este modo se comprometen a ir en busca del cuerpo de Lanzarote, aunque el rey Arturo no querría permitir que fueran tantos caballeros y dice que no irán más de diez en la búsqueda, «y ya será bastante, si son valientes». Le concede a mi señor Galván el poder elegir a los que quiera llevarse consigo.
De los diez que eligió mi señor Galván fue mi señor Yvaín el primero y después Guerrehet su hermano, Gueheriet fue el tercero; Mordret, el más joven de los hermanos de mi señor Galván, el cuarto: fue a él al que el rey Arturo mismo, su tío, mató con las manos en la batalla en que el rey fue herido de muerte; este Mordret acababa de ser nombrado caballero; el quinto fue Héctor de Mares; el sexto, Aglován, el hermano mayor de Perceval, que después llevaría a Perceval a la corte; el séptimo fue el Alegre Atrevido; el octavo, Gasoaín de Estragot; el noveno se llamaba Brandeliz. Junto a todos ellos, mi señor Galván fue el décimo, porque así lo aceptó cada uno de los elegidos. Luego, mi señor Galván hizo que prepararan las armas y les ordenó que estuvieran dispuestos por la mañana para ponerse en marcha, y le responden que así lo harán.
Aquella noche hubo un gran duelo en Camalot; por la mañana, después de que el rey oyera misa, fueron a la sala los diez que debían ser compañeros en aquella búsqueda, muy bien armados a su manera: el rey hizo que trajeran los Santos Evangelios y sobre ellos juraron, según la costumbre, que buscarían a Lanzarote durante un año y un día, si no era encontrado antes, y que al cabo del año regresaría cada uno como pudiera, y contaría a todos los que había logrado, para su honor o para su vergüenza. Cada cual hacía ese juramento cuando se marchaba de la corte para ir a algún asunto importante.
Después de que juraron todos, tal como habéis oído, se marcharon de la corte y pasaron dos años antes de que regresaran: grandes gritos y grandes lloros hubo tras su partida. Cuando llegó el momento de despedirse, la reina se acercó a mi señor Galván y le dijo, ante todos sus compañeros:
—Mi señor Galván, vais a buscar a Lanzarote y no sabéis si está muerto o vivo; la mayor esperanza de esta búsqueda está en vos: procurad hacer tanto que cuando regreséis sea para vuestro honor y que traigáis noticias auténticas.
—Señora, os prometo lealmente que no dejaré de cabalgar hasta que sepa la verdad; si está muerto, tal como vos decís, buscaré al caballero que lo mató hasta encontrarlo y haré todo lo que pueda para vengar su muerte; no regresaré a la corte de mi señor tío sin haberlo hecho.
Luego, se marcha del lado de la reina y de su tío y emprende el camino con sus compañeros; cabalgan sin detenerse hacia el bosque de Camalot. Cuando llegan al lindero, se detienen ante una cruz que se llamaba la Cruz Negra. Os voy a contar la razón por la que se llamaba así, pues si lo pasara por alto, no sabríais el por qué y por eso os lo contaré, pues es algo muy hermoso de oír.
Cuando José de Arimatea, el noble caballero que tanto amó a Jesucristo, vino a Gran Bretaña con todo el pueblo de cristianos que traía de tierras extrañas, se encaminó directamente a la ciudad de Camalot, que tenía el rey Agrestes; éste era el rey más cruel que había en aquel tiempo en el mundo. Al llegar a la ciudad, José comenzó a predicar el nombre del Alto Señor: en aquel tiempo no había en Gran Bretaña más que sarracenos. Ocurrió aquel día por la voluntad de Nuestro Señor que mil cincuenta sarracenos se convirtieron a la ley cristiana y abandonaron la mala fe que habían mantenido hasta entonces. Cuando el rey Agrestes vio que su pueblo se convertía tan abundantemente, sintió un gran dolor, hasta tal punto que ningún corazón humano podría tener mayor tristeza, pues era el hombre más desleal y más cruel del mundo: pensó que si quería recuperarlos, no podría, porque ya eran más los otros. Entonces decidió que fingiría convertirse y que cuando José se marchara, conseguiría volver a su pueblo a la primera fe.
Tal como lo pensó, lo hizo; recibió el bautismo y se hizo cristiano en detrimento de su alma, pues sólo lo hacía para engañar. El pueblo se puso muy contento porque pensaba que el rey lo hacía como buen cristiano pero no era así, porque siempre fue un falso cristiano y tuvo oculto dentro de su corazón al diablo, que no le permitió en ningún momento hacer buenas obras; el pueblo no pensaba que estuviera tramando un engaño y entonces se hicieron cristianos todos los de la tierra, los pobres y los ricos. José, después de pasar ocho días en la ciudad se marchó dejando allí a doce familiares suyos para adoctrinar a los de la ciudad y para aconsejarles todos los días, porque conocía la fragilidad del mundo y sabía que todos eran tan débiles que el enemigo podría esforzarse para hacerles caer, intentando llevarlos a su primera desgracia. Por eso dejó allí a sus familiares más sabios.
Cuando José se fue a Escocia, el rey Agrestes llamó un viernes por la mañana al vasallo más importante que tenía y que sabía tanto de sus secretos que no ignoraba que era falso cristiano. Le descubrió su pensamiento, diciéndole:
—Landoine, tenéis que ayudarme a concluir lo que he empezado.
—Señor, decidme lo que deseáis, pues estoy dispuesto a hacer vuestra voluntad, ya sea una locura o algo razonable.
—Os voy a decir lo que quiero hacer. Quiero que toda nuestra gente vuelva a nuestra primera ley, pues la que he recibido no me agrada en absoluto y la odio más que a nada en el mundo. Pero como sé que no podré convertir a mi pueblo si no es con la fuerza, llamaré a todos mis nobles, uno tras otro, y los llevaré a una habitación; a un lado, pondré a nuestros dioses y al otro la cruz de los cristianos, con la que dicen que se salvarán. A los que prefieran quedarse junto a la cruz, los mataremos vos y yo; los que quieran adorar a nuestros dioses, quedarán libres, pero les haremos prometer y jurar que nos ayudarán a cumplir con nuestra voluntad.
Landoine le contesta que estaba muy bien pensado y que con mucho gusto cumpliría su decisión.
Convocaron a los nobles de la tierra, tal como lo habían decidido, y los que no querían adorar a sus dioses, perdían de inmediato la cabeza, de forma que mataron a muchos pero dado que no tenían una profunda fe, sino que eran tiernos y noveles, otros muchos volvieron a su primera locura por el miedo que tenían de morir: forzaron al pueblo menudo de forma que lo hicieron volver a la ley de Mahoma y fueron infieles, como antes lo habían sido. Después de hacer esto, el rey hizo apresar a los doce compañeros de José y dijo que los mataría si no adoraban a los dioses a los que adoraba el pueblo; le contestaron que no lo harían por más miedo que tuvieran. Al oír estas palabras, el rey los hizo desnudar y arrastrar por la ciudad atados a las colas de los caballos y los hizo llevar a una cruz que José plantó a la entrada del bosque: ordenó que ataran al primero a la cruz y mandó que le golpearan en la cabeza con un gran mazo, de forma que le aplastó el cerebro contra la cruz.
De este modo hizo martirizar a los doce compañeros. De la sangre que se había derramado del cerebro, la cruz se puso roja, pues salpicó por todas partes.
Luego, Agrestes se marchó, habiéndose vengado bien según su parecer, y dejó los cuerpos delante de la cruz. Regresó a la ciudad y se encontró a un extremo del cementerio una cruz de madera: ordenó que la quemaran de inmediato, pero que antes la arrastraran por todas las calles de la ciudad. Apenas había dicho esto, perdió el sentido y enloqueció: comía con las manos y al encontrarse a un hijo suyo pequeño lo cogió con las dos manos por la garganta y lo estranguló, y lo mismo hizo con su mujer y con su hermano. Después, descendió por la ciudad gritando y dando alaridos, hasta que llegó a un horno que había al principio de la calle mayor, y que estaba encendido: se lanzó como loco dentro del fuego y murió allí.
Los de aquella tierra se quedaron tan espantados con esta aventura que no supieron qué hacer, porque se dieron cuenta de que había perdido la cabeza por el pecado cometido y que Dios se había enfadado con él: enviaron un mensajero a José de Arimatea, haciéndole saber todo lo que les había ocurrido, para que regresara lo más pronto que pudiera, porque tenían gran necesidad de su presencia. Cuando José lo supo, lo sintió mucho y regresó con lloros y lágrimas; hizo reunir a los mártires que había delante de la cruz y los enterraron en una capilla; luego ordenó que lavaran la cruz que se había oscurecido por la sangre, porque la sangre se ennegrece cuando se dejar estar alrededor de algo. Pero Dios mostró un gran milagro porque la piedra de la cruz no volvió a cambiar de color, sino que se quedó negra para siempre, en recuerdo de la sangre que había sido derramada sobre ella: por esta razón fue llamada la Cruz Negra por todos aquellos que supieron la verdad.
Pero la historia se calla después de haber contado lo que quería y vuelve a hablar de los que se habían detenido allí, es decir, de mi señor Galván y sus compañeros.