XX
Cuenta ahora la historia que a principios de abril, el día de Pascua, estaba el rey Arturo en Carahaís, que es una ciudad suya muy buena y bien suministrada de muchas cosas. Después de misa mayor, se había sentado a comer: era costumbre en aquel tiempo que el rey Arturo se mostrara más espléndido durante todos los días de Pascua que durante cualquier otra fiesta y os diré por qué. No estaba obligado por la corte a ponerse la corona nada más que cinco días en todo el año: en Pascua, para la Ascensión, en Pentecostés, el día de Todos los Santos y el de Navidad. En otras ocasiones reunía a la corte, pero no eran cortes solemnes; así ocurría para la Candelaria, la Virgen de agosto o el día de la fiesta de la ciudad en la que se encontrara, y muchos otros días, cuando se le presentaba gente a la que quería honrar y festejar. Así pues, el rey Arturo reunía a la corte en muchas ocasiones, pero de todas, era la Pascua la fiesta más importante y cuando más honor hacía a Nuestro Señor Dios, y Pentecostés era la más esperada.
La Pascua era la fiesta más importante y más celebrada porque en ella fuimos salvados del sufrimiento eterno, pues ese día resucitó Nuestro Salvador, que muriendo acabó con nuestra muerte y rehizo nuestra vida, dándole mayor sentido con su resurrección. Por esta razón era la Pascua la fiesta más importante del año y la más celebrada en la casa del rey Arturo y en muchos otros lugares.
Pentecostés era la fiesta más esperada y la más alegre pues la subida de Jesucristo Nuestro Salvador al cielo después de Pascua, fue nuestra salvación: había prometido que enviaría al Espíritu Santo para reconfortarnos, cosa que era muy necesaria, pues los hombres en aquel tiempo eran como rebaño que hubiera perdido a su pastor. Dios cumplió su promesa enviándoles al Espíritu Santo para darles algún alivio porque no estaba en carne entre ellos, pues se encontraba en forma de espíritu. Con la llegada del Espíritu Santo se reafirmó su alegría y, así, el día de Pascua fue el comienzo de nuestro gran gozo y el día de Pentecostés fue su renovación: la Pascua fue la fiesta más importante y más celebrada de todo el año, porque por ella fuimos rescatados del pecado y nuestra vida fue reparada; Pentecostés debe ser la fiesta más deseada porque es la continuación de nuestra alegría.
Según os estaba diciendo, el día de Pascua estaba el rey en Carahaís con muchos nobles y caballeros de su reino. Después de la comida muchos de los jóvenes bachilleres tuvieron ganas de divertirse y entretener a los otros, y empezaron a jugar de muchas maneras: unos jugaban a las tablas y al ajedrez, y a otros juegos; otros bailaban al corro y miraban las danzas de las damas y de las doncellas; pero unos cuantos, propios y extraños, fueron a bohordar. Levantaron un castillo, como era habitual en aquel tiempo, y lo golpearon con gran habilidad muchos de aquellos jóvenes, pero no hubo ninguno de la casa del rey Arturo entre ellos, pues no era costumbre ni uso hacerlo así, aunque muchas mañanas bohordaban contra escudos o contra armaduras, yendo completamente armados.
El día que bohordaban los forasteros era el mismo día de Pascua, y venció a todos un caballero —del que habla la historia más arriba— que se llamaba Banín y era ahijado del rey Ban de Benoic. Era un caballero pequeño, pero muy hábil y rápido, y de extraordinaria fuerza. Había combatido contra el rey Claudás durante mucho tiempo, causándole grandes daños y apoderándose de tantas cosas suyas, que se marchó enriquecido y bien provisto, igual que la cuarta parte de sus hombres. A pesar de lo joven que era, había acudido a la corte del rey Arturo, en donde todos mejoraban su situación: pobres, ricos y cuantos deseaban obrar bien y valer más, pues nadie era tenido por noble y valiente —fuera de la tierra que fuera— si antes no había estado en la corte del rey Arturo y si no conocía a los de la Mesa Redonda y a los de guardia: sólo entonces era tenido por caballero andante.
Cuando Banín venció a todos con los bohordos, fue admirado por muchos, pues en aquel tiempo las proezas eran más consideradas que después, y era costumbre siempre que el rey Arturo llevaba corona que el extranjero vencedor con los bohordos, servía el primer plato de la cena en la Mesa Redonda, porque era el principio de su fama y porque gracias a su proeza podría llegar más lejos. Al acabar de servir, iba a sentarse a la mesa del mismo rey Arturo, a su lado, pues aunque todos los días el rey se sentaba en su mesa, y sólo tenía caballeros a un lado, ese día tenía a su lado al vencedor en los bohordos para que lo conocieran mejor todos.
Así, cuando Banín terminó de servir el primer plato en la Mesa Redonda, mi señor Galván y Keu, el senescal, lo llevaron ante el rey y lo sentaron allí. El rey lo contempló con dulzura, pues estimaba más que nada a los buenos caballeros. Acabado el primer plato, empezaron al hablar el rey y sus nobles, pues las fiestas en que llevaba la corona no se sentaba en su mesa ninguno de los reyes que había en la corte, porque cada uno tenía una mesa, sino que ponía en la suya a los nobles que conocía, para honrarlos más.
El rey habló con sus caballeros, sin dejar de mirar a Banín, que no dijo una sola palabra y se mantuvo con la cabeza baja como si estuviera asustado por estar ante una persona tan alta como era el rey Arturo y porque estaba sentado sirviendo como de espejo a toda la gente y sin duda era eso lo que le asustaba. El rey, queriendo sacarlo de su vergüenza, le dijo de forma muy cortés:
—Señor caballero, no estéis tan asustado a la hora de comer, pues según me parece no tenéis miedo al llevar las armas. Os están mirando muchos nobles valientes, pero todos lo hacen por honraros.
Entonces levanta Banín un poco la cabeza y, de vergüenza le sube el color a la cara y se ruboriza, y le quedaba muy bien, pues resultaba muy hermoso. El rey le pregunta cómo se llama.
—Señor, me llamo Banín.
—¿Dónde nacisteis?
—Señor, en el reino de Benoic.
—¿De Benoic? ¿Decís del Benoic que tenía el rey Ban cuando vivía?
—Señor, así es.
—¿Conocisteis al rey Ban?
—Señor, fue padrino mío.
El rey lo mira y ve que las lágrimas le han llegado a los ojos, y siente gran compasión por él y se queda pensativo durante un rato, de forma que a él también le cayeron las lágrimas por el rostro, llegando a la mesa en la que estaba apoyado. Mientras tanto, se dieron cuenta mi señor Galván y Keu:
—Señor —le dice uno al otro—, temo que si le hacemos que abandone su meditación, nos lo tomará a mal.
—Por Dios —dice Keu—, así lo haría si estuviera pensando en algo que le gustara, pero no debemos dejar que siga, pues su pensamiento parece demasiado grave.
—Os prometo que lo sacaré de esas ideas, aunque me odie el resto de la vida.
Entonces se acerca a él e iba a zarandearlo, pero Keu lo sujetó por el brazo y le dijo:
—Esperad, que ya sé cómo lo haremos.
—¿Cómo?
—Os lo voy a mostrar, no os mováis de aquí.
Toma un cuerno de caza que estaba colgado, por la correa, de una cornamenta de ciervo; se lo pone en la boca y lo toca con tanta fuerza que parece que toda la sala tiembla, igual que las habitaciones de la reina.
El rey se sobresalta y le pregunta a mi señor Galván, que estaba delante de él, que había sido aquello.
—¿Qué ha sido? Que habéis estado tanto tiempo pensativo que no hay nadie que no lo haya tomado a mal, pues deberíais hacer fiesta a todos los que han acudido a vuestra corte, mostrándoles alegría; y, sin embargo, os quedáis meditabundo de tal forma que las lágrimas os corren por el rostro. Sería fea cosa si os compararan con un niño, pues se os ha tenido por uno de los hombres más sabios de cuantos existen.
—Galván, buen sobrino, mis pensamientos han tenido como resultado una cosa mala y una buena: mala, porque estaba pensando en la mayor vergüenza que he tenido desde que llevo corona, y que fue por el rey Ban de Benoic, que era de mis mejores vasallos y murió cuando venía a verme; ya se me han quejado por eso, pero no lo he reparado: así, tengo la mayor vergüenza.
—Señor, ciertamente es razonable que de vez en cuando penséis en ello, pero hacedlo cuando sea útil; en cualquier caso, no es ahora el momento de lamentarse: acordaos del rey Ban y de su muerte cuando podáis sumar a vuestro pensamiento vuestro esfuerzo y decisión.
El rey se da cuenta y reconoce que su sobrino le está diciendo lo mejor; se frota y se seca los ojos y se esfuerza en poner buena cara, pero no consigue alegrarse tanto como antes, pues el corazón no le responde. Después de cenar llamó a Banín a un lado y le pidió noticias de la mujer del rey Ban y de su hijo. El joven le respondió que su señora se había hecho monja velada, y que del hijo no se tenían noticias ciertas, pero que la mayoría de las gentes pensaban que había muerto. Por tales testimonios el rey Arturo le dio a Banín joyas y muchas riquezas. Y la reina lo entretuvo aquella noche por su gran proeza: siempre lo hacía con el vencedor de los bohordos y del castillo en las fiestas mayores, y le daba joyas y regalos en prueba de su amor y a partir de entonces lo tenía por caballero suyo.
Aquel año Banín realizó tales hazañas que fue uno de los ciento cincuenta caballeros de la guardia y lo colocaron en el lugar de Gravadaín de los Valles de Galorra.
Pero la historia no sigue hablando de él, aunque sí lo hace su propia historia, que cuenta sus proezas y hazañas. Esta historia vuelve a hablar de Lanzarote, de su Dama del Lago y de su compañía.