CXXXVI
Dice ahora la historia que cuando mi señor Galván se separó de sus compañeros, tal como el libro os ha contado, se marchó completamente solo y atravesó muchas tierras; todos los días, por donde pasaba, preguntaba por Lanzarote, pero nunca encontró quién le pudiera dar noticias y, de este modo, estuvo durante dos semanas y aún más sin encontrar ninguna aventura que merezca recordar; un sábado por la tarde llegó a una abadía blanca en la que dejó sus armas y tomó otras. El día siguiente permaneció allí, porque era domingo. El lunes por la mañana, tan pronto como oyó misa, emprendió el camino más directo que conocía hacia el reino de Estrangorre.
Llegó a una fuente de agua clara y fría, con gravilla que brillaba como la plata; alrededor había abundantes árboles verdes; la fuente estaba rodeada de árboles que le daban gran sombra al lugar y el agua no tenía que esconderse para que no le llegara el sol: era un manantial de los más agradables. Mi señor Galván llegó allí, vio la fuente tan hermosa y le entraron ganas de beber; descabalga, se quita el yelmo y se sienta junto a la fuente, bebiendo con gusto. Mientras estaba descansando allí, llega por el camino una doncella montada en un palafrén que cabalga al galope. Al ver a mi señor Galván, lo reconoce, porque todavía no se había vuelto a poner el yelmo; lo saluda lo mejor que puede y él le contesta que Dios le dé buena ventura.
—Mi señor Galván, ¿hacia dónde vais?
—Así me ayude Dios, doncella, no lo sé.
—¿Qué vais buscando?
—Voy en busca de alguien que me pueda dar noticias de Lanzarote.
—¿Cómo? ¿Dónde está?
—Por mi fe, en la corte se piensa que ha muerto y nos hemos puesto en marcha trece caballeros para ver si es cierto: no podemos regresar a la corte hasta que sepamos la verdad.
—No sé nada de él; sólo que sería un grave daño si eso hubiera ocurrido. Si Dios quiere, no serán verdad esas noticias, porque la caballería decaería mucho. Os ruego por amor que vengáis esta noche a alojaros conmigo, y os daré todo lo que queráis, para que os encontréis a gusto.
Le contesta que lo hará de grado, pero que aún no es la hora.
—Por la fe que le debéis a la cosa del mundo que más queráis, venid conmigo.
Mi señor Galván le contesta que lo ha conjurado de tal forma que irá; monta y reemprende el camino con la doncella. Cabalgan durante dos leguas inglesas y ven un castillo pequeño al final de un pantano.
—Señor, ese es el castillo en el que pasaréis la noche.
Llegan a esa parte y entran; les ayudan a descabalgar con gran alegría, acompañan a mi señor Galván a la parte de arriba y le quitan las armas para que esté más cómodo.
La doncella lo lleva a una habitación recién alfombrada de hierba fresca para paliar el calor que era muy grande. Después de llevar un rato sentados allí, entra un criado que le dice a la doncella:
Señora, mi señor ha regresado con treinta caballeros.
—Ve y dile que venga aquí y verá qué huésped le he traído.
Mi señor Galván le pregunta entonces que por qué llega con tantos caballeros.
—Señor, os lo voy a decir. Cerca de aquí, a dos leguas inglesas, habrá mañana un torneo ante el Castillo del Molino: será el mejor de cuantos habéis oído hablar; lo ha convocado el rey Narbaduc, que era pariente de Galahot, el hijo de la Jayana; se ha establecido que el mejor, elegido por todos, recibirá un águila y un halcón como reconocimiento por su victoria. Si lleva a su amiga con él, la amiga tendrá la corona más rica del mundo. Como mi amigo querría conquistar este honor, ha convocado caballeros de este país para que estén mañana con él, porque un caballero sólo no podría hacer muchas cosas en un torneo tan importante, si no es de gran valor: ha dicho que me llevará con él y que obtendré la corona, si la puede conseguir. Os ruego, mi señor Galván, por la fe que debéis al rey Arturo vuestro tío, que vengáis mañana y ayudéis a mi amigo. Sé que si queréis hacerlo, obtendremos la victoria y vos el honor, pues gracias a vos mi amigo vencerá en el torneo, si vence.
Mi señor Galván le contesta que participará con mucho gusto, ya que ella se lo pide; la doncella se lo agradece mucho.
Mientras hablaban así, entra en la habitación el señor, que era un gran caballero, proporcionado de cuerpo y rubio como la lana; se llamaba Tanaguín el Rubio, porque era uno de los caballeros más rubios de toda aquella tierra. Cuando su amiga lo ve llegar, se levanta ante él y le dice:
—He aquí a mi señor Galván, que nos ayudará mañana en el torneo.
Cuando lo oye, corre a mi señor Galván con los brazos abiertos y le da la bienvenida por encima de todos los caballeros del mundo. Luego, se sientan y empiezan a hablar de sus asuntos, tratándose lo mejor que saben. Mi señor Galván le pregunta cómo se llama y él se lo dice; a continuación, le habla del torneo que debía tener lugar, igual que se lo había contado ya la doncella, pero no pensaba que lo supiera todavía; después, le pide que le ayude y mi señor Galván le responde que lo hará con mucho gusto.
—Ciertamente —dice el señor del castillo—, por Dios, no temo no obtener el honor, ya que vos me ayudaréis; por Dios, os lo agradezco más que si me dieseis el mejor castillo de los que tiene vuestro tío el rey.
Luego, se sientan a cenar; comieron alegres y estuvieron muy contentos los de dentro por la promesa que les había hecho mi señor Galván, ya que tenían una gran confianza en él para vencer el torneo.
Por la mañana, cuando cada cual se dispuso a su manera, el caballero hizo que la doncella se vistiera y se preparara más ricamente que ninguna y nadie podía estar más elegante ni más hermosa, pues el señor estaba seguro de que su dama sería vista por altos hombres y ricos nobles: sin lugar a dudas era una de las doncellas más hermosas de toda la tierra. Después, se pusieron en marcha y cabalgaron hasta llegar a la cima de la colina; en el valle vieron el torneo que ya había empezado y que tenía lugar en una hermosa pradera de dos leguas de largo por una de ancho. El rey Narbaduc no se había puesto las armas aquel día, y había hecho levantar en medio del prado unas tribunas de madera para la reina su mujer, las damas y las doncellas que acudieron allí a contemplar el torneo. Una sobrina de la reina, que estaba también en la tribuna, dijo tan alto que lo pudieron oír todas las demás, que sería ella la que recibiría la corona, pues su amigo lo estaba haciendo mejor que nadie de los que habían acudido a aquella reunión; cuando la amiga de Tanaguín llegó y oyó la presunción de la doncella, le contestó que no sería cierto.
—¿Por qué?
—Porque hay un caballero mejor que él, que ya ha llegado.
—¿Quién es?
—Por mi fe, no sabréis su nombre por ahora, pero pronto lo conoceréis.
La sobrina del rey está muy enfadada; le dice a la doncella que vaya a apoyarse a su lado y le indicará el caballero que le dice; ella va y contempla a todos los caballeros que subían y bajaban. En esto, mi señor Galván le pregunta a Tanaguín de qué parte quiere ponerse; él le contesta que desea ir contra la gente del rey y, por tanto, se dirige al lado del Conde de las Brozas, que había emprendido el torneo contra la gente del rey.
Cuando ya se han puesto del lado del que quieren, pican espuelas para ir en ayuda de sus compañeros y mi señor Galván se coloca en las hileras para empezar a justar. No tardó en llegar a él un caballero muy valiente; se dirigen el uno contra el otro tan rápidos como pueden sus caballos. Mi señor Galván derriba al caballero con tanta fuerza que éste se rompe el brazo izquierdo al caer; luego, ataca a los demás con la espada desnuda en la mano; golpea y derriba a todos los que alcanza, hace caer a caballeros y caballos con los golpes de la lanza y de la espada, galopa arriba y abajo y no evita a nadie que quiera esperarle: lo hace tan bien de todas las formas que nadie niega que deba recibir el premio y el trofeo. La amiga de Tanaguín le dice entonces a la sobrina del rey:
—Doncella, ¿no os lo había dicho? Es ése del escudo blanco el que vence en todo.
—Por Dios, aún habláis demasiado pronto, pues quizá ahora lo esté haciendo bien, pero no la hará siempre tan bien: por eso no debéis hablar más de la cuenta, que no os tengáis que arrepentir.
—No me arrepentiré, pues estoy segura de que lo hará aún mejor de lo que lo está haciendo; si lo conocierais tan bien como yo, no discutiríais.
Mientras hablaban así, salieron del castillo unos doscientos caballeros armados; acuden en ayuda de la mesnada del rey que estaba desfalleciendo, porque mi señor Galván los acosaba demasiado. Cuando llegan al combate, lo hacen tan bien que ante las puntas de sus lanzas no queda caballero en silla al que no hagan volar al suelo, los atacan con tanta fuerza que la gente del conde no tiene más remedio que abandonar terreno, pues son demasiados los que van contra ellos; se hubieran dado a la fuga si mi señor Galván no hubiera comenzado a realizar tales proezas que todos se quedan admirados, pues se ha esforzado tanto que sus compañeros se quedan a su lado.
En esto, llegó al torneo el hermano del Conde de las Brozas, llevando consigo trescientos caballeros; cuando ya estaban tan cerca que sólo faltaba golpear, entraron en combate con tal fuerza que hicieron retroceder hasta sus defensas a la mesnada del rey; allí se mantuvieron como valientes y resistieron durante un buen rato a los que les atacaban de cerca, pero eran menos. Cuando se encontraban en tan grave situación, atravesó el campo un caballero armado con armas rojas, que iba tan solo que no llevaba ni escudero ni criado; empezó a mirar el torneo y vio que las gentes del conde se defendían muy bien, a pesar de su situación. El caballero se pone del lado de las gentes del rey y cuando los heraldos lo ven, empiezan a gritar:
—¡Noble caballero, ayuda a los que tienen más necesidad!
Y el caballero entra en las filas frente a los que eran ayudados por mi señor Galván; galopa contra ellos y derriba al primero que encuentra; luego, al segundo, y al tercero; con una lanza derriba a cuatro. Luego, empuña la espada y se mete en donde ve mayor tumulto, combatiendo tan bien que en el primer ataque hace que retrocedan todos más de un tiro de arco, y no hay nadie que al verlo no tenga gran miedo, pues al caballero que alcanza con un buen golpe, hace que vacíe los arzones; acosa a sus enemigos de modo tal que las fuerzas del rey se recobran gracias a su valor. Y los que hay al lado de mi señor Galván están tan espantados que poco falta para que huyan del campo de combate.
Los que estaban en las ventanas de la parte de arriba del castillo y en las tribunas dicen que el caballero de rojo, el que lleva el escudo rojo con león blanco es el que vence en todo; mi señor Galván lo oye en un momento que había ido a airearse fuera del torneo: un criado le dice que hay allí un caballero, el mejor de cuantos se han visto, pues él sólo ha sido capaz de derrotar a la gente del conde y gracias a él se han recuperado los hombres del rey que hasta entonces estaban tan vencidos que faltaba poco para la derrota total. Cuando mi señor Galván oye estas palabras, se pregunta admirado quién puede ser; se vuelve a atar rápidamente el yelmo y toma la lanza más fuerte que encuentra, dirigiéndose a las hileras para combatir con el caballero rojo que volvía de tomar una lanza. Apenas se ven, se dirigen el uno hacia el otro: los caballeros eran fuertes y rápidos y galopaban veloces. Los caballeros tenían gran fuerza y se golpearon con tal vigor en los escudos que las lanzas les vuelan hechas pedazos, pero ninguno de los dos cayó, sino que se mantuvieron fijos y se cruzaron el uno con el otro. Mi señor Galván siente no haber derribado al caballero y éste lo siente también cien veces más por no haber abatido a mi señor Galván; siente vergüenza y no sabe qué será de él. Los que han visto el choque dicen que los dos caballeros tienen gran valor. Mientras, ellos toman lanzas. Se dirigen de nuevo el uno hacia el otro por medio de las filas que les habían dejado libres; renuevan los golpes sobre los escudos, atravesándolos y atravesando las cotas con las cortantes lanzas, pero ninguno de los dos queda herido. Chocan con el cuerpo y con el rostro tan violentamente que el cerebro se les turba y apenas pueden mantenerse en los arzones; el caballero está menos afectado que mi señor Galván y vuelve del aturdimiento antes, toma una lanza gruesa, la más fuerte que encuentra. Mi señor Galván hace lo mismo, aunque sigue aturdido; pican espuelas el uno hacia el otro para justar por tercera vez, y se vuelven a golpear en los escudos; mi señor Galván quiebra su lanza; el caballero lo golpea con tanta fuerza que lo derriba del caballo boca arriba y pasa de largo, continuando en otro sitio con su combate; desenvaina la espada y se mete entre la gente del conde, llevándolos hasta delante de las tribunas en las que estaban apoyadas las damas y las doncellas. Cuando los lleva hasta allí, éstos se dan a la fuga, porque ya no pueden seguir resistiendo.
Empieza entonces la persecución que duró mucho rato, de forma que las gentes del rey hicieron numerosos prisioneros. Cuando el caballero rojo ve que han sido derrotados y que no pueden recuperarse, reemprende su camino y entra en el bosque que había cerca de allí. Mientras tanto, mi señor Galván vuelve a montar, con tan gran dolor y tanta vergüenza que no se atreve a permanecer en el campo de batalla, sino que se marcha sin despedirse tras el caballero que lo ha derribado, diciéndose que no parará hasta alcanzarlo y si no es de la casa del rey, combatirá contra él hasta que uno de los dos sea vencido o muerto, ya que no puede ser de otra manera. Si supiera que Lanzarote estaba vivo, pensaría que fuera él; pero como cree que ha muerto, no sabe qué decir. Se dirige al bosque triste y apesadumbrado, lamentando su desgracia, que le ha alcanzado ya por dos veces en esta búsqueda.
Con este dolor y tristeza cabalga, viendo delante las huellas del caballero, y no duda de que lo sigue bien; cabalga hasta llegar a la casa de un guardabosques, casa construida junto a un vivero. Era casi de noche. Entra en el patio y los servidores le acuden al estribo para ayudarle a desmontar; luego, lo desarman y lo llevan dentro de la casa, que era grande y hermosa. Dentro se encuentra a Héctor de Mares que estaba sentado sobre una alfombra y que al verlo, va a abrazarle dándole la bienvenida; mi señor Galván le muestra la mayor alegría que puede, mayor que la que el corazón le permite. Héctor le pregunta de dónde viene a esa hora y él le contesta:
—De un torneo que ha habido en el lindero de este bosque. Durante todo el día he seguido a un caballero de armas rojas que lo hizo muy bien. Pero ahora me quejo, porque me ha hecho la mayor afrenta de cuantas he tenido.
—¿Cómo, señor?
—Por mi fe, combatimos ante todos los que había presentes y no puede derribarlo ni él a mí; pero me hirió un poco en la axila; en el tercer choque, me hizo caer del caballo y por eso lo siento tanto que poco falta para que el corazón se me parta en el vientre. Luego, he ido tras él durante todo el día pensando en encontrarlo, pues no puede quedar así y o él me vence, o lo venceré yo.
Cuando Héctor oye lo que mi señor Galván le dice, siente vergüenza, pues se da cuenta de que es a él a quien va buscando; lo siente tanto que preferiría haber sido herido por una espada entre los dos muslos, en vez de haberlo derribado, pues piensa que mi señor Galván le guardará rencor para siempre, y no querría tener su odio en modo alguno. Entonces, se arrodilla ante él y le dice:
—Señor, por Dios, perdonádmelo, porque ciertamente no os reconocí. Os juro por todos los santos del mundo que no lo habría hecho de ninguna manera, si hubiera sabido que erais vos: me pongo a vuestra merced como vencido y estoy dispuesto a resarciros de la forma que mejor os parezca.
Cuando mi señor Galván lo oye, lo perdona con mucho gusto.
Aquella noche la pasaron allí bien atendidos; por la mañana, tan pronto como vieron la luz, se marcharon dispuestos a ir juntos hasta que alguna aventura los separara; llegaron a unas landas desiertas, tan alejadas de refugio que no había ciudad ni castillo cerca de allí. Después de cabalgar alrededor de media legua, encontraron unas pequeñas brozas y en la parte de la derecha, cerca de un camino, una capilla vieja. Se dirigen hacia ella para oír misa, pues todavía no era la hora de tercia; cuando ya están cerca de allí, descabalgan y atan los caballos junto a un árbol; luego, entran. No encuentran ni hombre ni mujer, sino una capilla vieja y antigua, de modo que las paredes estaban agrietadas y desconchadas, como podridas. Se acercan al altar y lo ven abandonado y descuidado; por detrás hay una puerta que da a un gran cementerio. Entre el altar y el cementerio había una tumba de mármol rojo con letras blancas escritas con gran habilidad. Miran las letras durante un buen rato, diciendo que por algo han ido hasta allí y que no se marcharán sin tener alguna aventura. Héctor lee las letras que dicen: «Escucha, caballero andante que vas buscando aventuras, cuida de no entrar en este cementerio para llevar a cabo las aventuras que en él hay, pues sería vano esfuerzo, si no eres el desgraciado caballero que por su desdichada lujuria ha perdido el poder concluir las maravillosas aventuras del Grial, que nunca podrá recuperarlas».
Los dos se quedan admirados con estas palabras y dicen que no entienden bien su significado, pues resultan oscuras; a pesar de todo, mi señor Galván dice que no dejará de ver las aventuras del cementerio. Se dirigen a la puerta y ven al final del cementerio una tumba que ardía con fuerza y tenía unas llamas tan claras que subían a más de una lanza de altar. Alrededor había hasta doce tumbas que no ardían y encima de cada una de ellas, se levantaba una espada. Los dos compañeros se quedan sorprendidos ante esto; después de contemplar un buen rato la tumba que ardía, mi señor Galván dice:
—Héctor, por mi cabeza, he aquí la aventura más maravillosa que he visto. Tendremos que probarnos, si queremos marchar de aquí con honor: os ruego que me permitáis ir hasta allí para saber qué es eso; esperadme aquí y no os mováis por nada de lo que yo haga, hasta que haya fracasado o concluido con la aventura.
—Señor, con mucho gusto.
Entra mi señor Galván en el cementerio con el escudo al cuello y la espada ceñida al costado; cuando se acerca a las tumbas, se sorprende más que antes, pues ve que las espadas se levantan sobre las mismas completamente solas y que se dirigen hacia él dándole tales tajos en el yelmo que los pies no le pueden sostener y queda tan aturdido que cae a tierra de rodillas y tiene que apoyar las manos. Cuando va a levantarse, nota que caen sobre su cabeza tal cantidad de golpes que no sabe cómo esquivarlos y vuelve a caer al suelo, permaneciendo un gran rato desmayado. Cuando vuelve en sí, abre los ojos y se encuentra en la otra parte del cementerio, junto a la puerta de la capilla, delante de Héctor. Siente una gran vergüenza; se pone en pie y dice que aunque tenga que morir, irá a la tumba: se coloca el escudo ante la cabeza, desenvaina la espada y se dirige hacia las tumbas de nuevo. Cuando ya está cerca, las espadas vuelven a ir contra él; se cubre lo mejor que puede, pero es en vano, porque esta vez le va peor que antes: se encuentra tan mal que la sangre le brota por la nariz, por la boca y por los ojos, y tiene tal dolor que cree que va a morir allí mismo; se desmaya y permanece mucho tiempo con ese daño. Al volver en sí, se encuentra de nuevo en la puerta de la capilla, tal como antes, pero tan cansado y agotado que apenas puede hablar. Héctor está padeciendo por él y le pregunta cómo se encuentra:
—¿Cómo, Héctor? Ciertamente, muy mal, pues tengo un gran dolor en el cuerpo y en el corazón. Tengo dolor en el cuerpo porque nunca pensé que llegara a sufrir tanto como ahora y me duele el corazón, porque soy el caballero más desdichado del mundo, cuando yo solía ser el más afortunado de todos.
—Señor, aún no ha nacido el caballero al que no le haya ocurrido alguna desgracia, por eso no debéis afligiros.
Luego, le quita el yelmo de la cabeza para que tome un poco de aire y lo deja tumbado junto a la capilla. Héctor toma el escudo, desenvaina la espada y entra en el cementerio dirigiéndose a grandes pasos hasta la tumba ardiente; pero no ha avanzado mucho cuando siente los golpes en el yelmo y en el escudo, y cae aturdido al suelo. Se levanta rápidamente, como hombre de gran valor, pero cuando iba a ponerse en pie, vuelve a caer al suelo, porque no puede resistir los abundantes golpes que descargan sobre él: se encuentra en tal estado que no puede enderezarse de ninguna manera y permanece tumbado en el suelo como si estuviera muerto. Si mi señor Galván había sido golpeado y pateado, más lo fue Héctor, porque permaneció más tiempo allí que mi señor Galván; luego, se encontró a la entrada de la capilla. Se quedó sorprendido, pero no pudo hacer otra cosa, pues estaba tan cansado y agotado que apenas podía abrir los ojos. Al cabo de un rato, se levanta y mira a su alrededor, como si hubiera estado dormido, y ve a la entrada de la puerta unas letras que decían: «No entrará nadie en este cementerio que no se vaya afrentado, hasta que venga a él el hijo de la Reina Dolorosa».
Le enseña las letras a mi señor Galván, que las mira y dice que no sabe nada ni comprende nada del letrero, pues resulta oscuro y que tienen que irse a otro lugar, porque han fracasado en esa aventura. Héctor lo siente tanto que no puede contestarle ni una sola palabra, sino que sale de la capilla triste, apesadumbrado y llorando de los ojos; van a sus caballos, montan y cabalgan cabizbajos en los yelmos, pensativos y dolidos por la desgracia que habían tenido. De este modo marchan hasta después de mediodía, sin cruzarse una palabra.
Llegan a un bosque antiguo y viejo, alto y espeso de árboles. A la entrada del mismo hay un camino que se bifurca, con una cruz de madera en la que había escritas unas letras que decían: «Escucha, caballero que te encaminas a entrar aquí, mira estos dos senderos: uno, a la derecha; el otro, a la izquierda; si en algo estimas tu propio cuerpo, procura no entrar en el de la izquierda, pues ten por seguro que no saldrás de él sin vergüenza. No te digo nada del de la derecha, pues no presenta ningún peligro».
Después de leer las letras, Héctor le dice a mi señor Galván:
—Señor, os encomiendo a Dios, pues voy a entrar en el camino de la izquierda, ya que me lo prohíben las letras; tomad vos el otro.
—No lo haré; vos entraréis en ese camino y yo en el de la izquierda.
—Por mi fe, será como yo digo.
Se quitan el yelmo se besan y lloran al separarse. Héctor toma su camino y mi señor Galván el suyo.
Pero la historia ahora deja de hablar de Héctor y vuelve a ocuparse de mi señor Galván.