CLVII

Cuenta ahora la historia que cuando Lanzarote se marchó de la colina en la que había matado a Teriquám cabalgó cansado y fatigado como el que había tenido un gran esfuerzo y un gran trabajo en la batalla que había llevado a cabo. La doncella va por delante hasta que sale del camino ancho y emprende un estrecho sendero. Entonces le dice a Lanzarote:

—Señor, ¿sabéis a dónde os llevo?

—Doncella, no, si no me lo decís.

—Os llevo a combatir contra un caballero que vive en este bosque, cerca de aquí, que se ocupa de un mal oficio por el que todos deberían censurarle, pues afrenta a todos los que pasan delante de él si los puede derrotar.

—¿Cómo lo sabéis?

—Lo sé por mí misma, pues cuando pasé ayer por delante de él me quitó un palafrén, el más hermoso que habéis visto en mucho tiempo, y quiso cometer conmigo todo tipo de villanías porque me atreví a hablar.

—Os diré ahora lo que podéis hacer: iréis un buen trozo por delante de mí y yo os seguiré de lejos; cuando el caballero os vea sola, os quitará el palafrén, si es tan desleal como decís.

—Señor, decís bien y lo haré así.

La doncella va por delante y Lanzarote la sigue a alguna distancia; la joven cabalga hasta que llega a una torre fuerte y alta que estaba construida sobre un terreno pantanoso. El caballero estaba delante de la puerta a caballo, completamente armado; cuando vio a la doncella, decidió quitarle el palafrén: la sujeta por los brazos y la tira al suelo. Ésta empieza a gritar: «¡Ayuda, ayuda!». Se pone en pie y sujeta el caballo por el freno, diciéndole que no se lo llevará. Lanzarote, que no estaba muy lejos, vio cómo la había derribado; lo siente mucho, y picando espuelas acude tan deprisa como puede su caballo, a la vez que le dice al caballero que se dé por muerto. Entonces sintió miedo y quiso darse a la fuga, pero no pudo, pues Lanzarote fue a él con rapidez, golpeándole de tal forma que ni el escudo ni la cota pudieron proteger ni impedir que le metiera el hierro y la madera de la lanza en el cuerpo; lo derriba al suelo, boca arriba, y cuando saca la lanza se desmaya, acosado por la angustia de la muerte. Lanzarote desmonta y le arranca el yelmo de la cabeza, diciendo que lo matará si no se da por vencido. El caballero está tan angustiado que no puede ni contestar, y Lanzarote, que no tiene intención de permanecer más tiempo allí, le da tal golpe que lo derriba muerto en el suelo. Hace que la doncella vuelva a montar en el palafrén y él toma su caballo y se marcha del lugar. La muchacha le ruega que vaya a albergarse con ella, «y así lo debéis hacer, porque ya es tarde y es hora de tomar alojamiento; si os marcháis de aquí no creo que encontréis ningún sitio donde alojaros, y por eso lo mejor, según creo, es que vengáis conmigo». Lanzarote se lo concede y la doncella se pone muy contenta; lo lleva por el bosque durante una legua, hasta que llegaron a un refugio que había a la salida del bosque, y allí descabalgaron.

Lanzarote fue bien alojado aquella noche; una dama anciana que sabía mucho le examinó cuidadosamente las heridas. Más de ocho días se quedó Lanzarote allí hasta que estuvo completamente curado. Entonces, una mañana se marchó apenas vio el día, y reemprendió el camino pensando que no se detendría hasta que hubiera encontrado a su hermano Héctor. De esta forma entró Lanzarote en la búsqueda como quien no sabía que su hermano Héctor estaba en la fortaleza de Teriquám; cabalga durante muchos días sin camino fijo, preguntando donde se queda a dormir por noticias de Héctor, pero no encuentra a nadie que le pueda decir nada. Cabalga de esta forma durante más de un mes completo, sin encontrar ninguna aventura que merezca ser contada en esta historia. Pero un día que se había levantado muy temprano en casa de un guardabosque en donde había pasado la noche, cabalgó hasta que salió del bosque. Encontró una casa de religiosos que había a la entrada de un prado.

Mira hacia delante y ve a un santo hombre vestido con ropajes blancos, que lo saluda a él, y le devuelve el saludo; luego le pregunta si le puede dar noticias de un caballero que va buscando aventuras.

—Señor, ¿cómo se llama el caballero?

—Héctor de Mares.

—De él os puedo dar noticias, pues anteayer por la noche estuvo aquí sano y salvo; ayer mató a un caballero que quería darle la muerte a una doncella aquí mismo. Después de matarlo y dejar libre a la doncella, se marchó y no he vuelto a oír hablar de él desde entonces.

—¡Ay, Dios!, ¿cómo podré encontrarlo?

—Por mi fe, no os puedo decir más que se fue por ese camino.

—Ya que no me podéis dar más datos, decidme qué armas lleva.

El buen hombre le contesta que lleva armas blancas y escudo negro.

—Os encomiendo a Dios, ya que es así.

Lanzarote se marcha y se apresura a cabalgar en busca de más noticias; a la hora de vísperas llega a una alta colina grande. Al pie ve un castillo fuerte, grande, rodeado de un río que tenía un puente firme y ancho. Al acercarse hacia aquel lugar se encuentra con una doncella que montaba un palafrén blanco y llevaba un gavilán en el puño. Cuando ésta ya estaba cerca de Lanzarote, lo saluda y le pregunta que a dónde va.

—Me dirijo a ese castillo, en el que me alojaré esta noche si encuentro quien me quiera dar albergue.

—Noble hombre, por Dios, no vayáis, pues ciertamente no os podríais marchar de allí sin alguna desgracia.

Lanzarote le contesta que irá, ya que su camino se dirige hacia allí.

—Que Dios os dé entonces mejor fortuna que la que han tenido los demás, pues no he visto a nadie que se haya ido del castillo sin alguna desgracia.

Se separan y Lanzarote cabalga hasta llegar al puente, lo pasa y se dirige a la puerta del castillo; iba a entrar cuando un villano grande y horrible le sujeta el freno, diciéndole:

—Señor, caballero, descabalgad, pues este caballo es mío como pago por el paso del puente.

Lanzarote le contesta que no desmontará, pues no debe ningún pontazgo ni tributo alguno por la costumbre del castillo, pues es libre igual que todos los caballeros del mundo y no deben pagar peajes.

—Por Dios, aquí no quedáis franco; me quedaré con el caballo queráis o no, pues es mío ya que pasáis por aquí.

Sujeta al caballo por el freno y tira fuerte; Lanzarote le dice que si no lo deja se arrepentirá a pesar suyo. El villano le contesta que en absoluto y que se quedará con el caballo contra su voluntad. Lanzarote pica espuelas y golpea al villano de forma que le mete la punta de la lanza en medio del cuerpo y le hace caer muerto; luego saca la lanza, pensando que aún la necesitará. Entra en el castillo y al punto oye tocar un cuerno de caza con gran fuerza; ve a un anciano que le dice:

—Señor caballero, habéis hecho mal matando a mi portero, y ahora reconoceréis vuestra locura.

Lanzarote sigue adelante, sin temer nada de lo que le pueda ocurrir; cuando atravesaba el castillo oye que la gente le dice:

—Señor caballero, daos prisa, pues vais a la muerte.

Poco le importa lo que dicen, continúa su camino hasta que llega a la torre principal; allí desmonta delante de la puerta y ata su caballo a un olmo; luego abre el portillo y entra. Cuando ya había pasado ve bajar un rastrillo que le cierra el paso hacia la puerta; un criado lo había dejado caer, pero él no se preocupa, pues piensa que conseguirá abrirse camino cuando lo desee. El criado que había bajado la puerta le grita:

—Señor caballero, ya os tenemos en lugar de nuestro portero, al que habéis dado muerte.

Lanzarote no le contesta, como si no fuera con él el asunto.

No tardó mucho en ver llegar a dos gigantes grandes y extraordinarios, armados como paladines que iban a combatir, pues llevaban las cabezas desnudas y descubiertas y buenos escudos fuertes, con cotas de mallas buenas y de doble tejido; cada uno tenía en la mano una buena espada cortante. Al ver a Lanzarote le dicen que está muerto si no se rinde. Él los mira y se da cuenta de que no eran caballeros; les contesta entonces que poco le preocupan dos villanos: golpea al primero que encuentra con tanta fuerza que le parte el escudo como si fuera de trapo y le hunde la cortante espada en la cabeza, haciéndole caer muerto. Luego se dirige al otro sin temor de ninguna clase; el gigante que ve muerto a su compañero, no se atreve a esperar al que lo ha matado, sino que se da a la fuga lo más rápidamente que puede. Lanzarote lo sigue de inmediato mientras le dice:

—Cobarde probado, no conseguiréis escapar; de nada os servirá huir.

Levanta la espada y le alcanza a la entrada de una habitación, golpeándole con tanta fuerza en la cabeza que se la parte hasta los dientes y le hace caer al suelo herido de muerte.

Lanzarote vuelve a meter la espada en la vaina, mira por todas partes en busca de alguna alma con quien hablar; no tardó mucho en salir de una habitación una dama vieja que le lleva las llaves del castillo y le dice:

—Señor, tomad las llaves de este castillo, pues habéis conseguido por vuestro valor ser señor y dueño del mismo; yo os lo entrego con el permiso de todos los de aquí.

Lanzarote toma las llaves y piensa que no se quedará demasiado tiempo, sino que hará su propia voluntad. Abrieron entonces la puerta del castillo y empezaron a llegar damas, doncellas y caballeros que le daban la bienvenida a Lanzarote, como al que a partir de ese momento sería su señor y su dueño; le muestran toda la alegría que pueden y él aparenta ir a quedarse durante mucho tiempo. Pregunta quiénes eran los dos gigantes a los que ha matado.

—Señor —le contesta un caballero—, este castillo era suyo y ellos eran nuestros señores, pues nosotros habíamos recibido los feudos y las rentas de sus manos.

—Y este castillo, ¿se lo dieron o lo conquistaron ellos?

—Señor, el duque Canoín se lo dio en recompensa porque lo sacaron de la prisión en que se encontraba; ellos, por la fuerza que tenían, no querían armarse de otra forma sino como los visteis. Habéis tenido la suerte de matarlos y así el castillo es vuestro y nosotros os tendremos a partir de ahora por señor y os rendiremos todo tipo de homenaje como merece un señor.

Lanzarote responde que los llamará cuando desee que acudan; pregunta cómo se llama el castillo.

—Señor, lo llaman Terraguel.

Lanzarote se quedó aquella noche allí; le preguntaron los que estaban con él cómo se llamaba y él contestó que lo llamaban Lanzarote del Lago. Entonces se pusieron todos muy contentos, pensando que tenía intenciones de quedarse; le mostraron la mayor alegría que pudieron y le hicieron todo tipo de honores.

El día siguiente, tan pronto como amaneció, se levantó Lanzarote y encontró a un criado al que había visto muchas veces en la corte del rey Arturo, aunque no lo conocía demasiado bien; le pregunta que a quién sirve, y éste se le da a conocer, diciéndole que es de su señora la reina, «pero me sorprendéis, señor, pues pensáis quedaros aquí pudiendo tener grandes honores en otros sitios si así lo deseáis, cosa que aquí no lograréis».

—¿Piensas que quiero quedarme?

—Sí, al menos así lo aparentáis.

—En absoluto, no hay nada por lo que me quedaría, y por eso te ruego que tomes mis armas y mi caballo y que te vayas con todo y me esperes en una cruz que hay cerca de aquí, a media legua hacia el Bosque Perdido.

El criado le contesta que lo hará con mucho gusto; se dirige a la cuadra donde estaba el caballo, lo toma y toma las armas, emprendiendo el camino que Lanzarote le había ordenado hasta que llega a la cruz, y allí espera Lanzarote, después de oír misa, pide un caballo y se lo entregan, pues dice que quiere ir a pasear por el bosque; monta rápidamente, acompañado por tres caballeros. Cuando llegaron a la cruz encontraron al criado, que ya tenía dispuesto todo lo que le había pedido. Lanzarote descabalga, se pone las armas y luego, armado y con la espada ceñida y el yelmo atado, vuelve a montar a caballo. Los caballeros que habían ido con él le preguntan que a dónde piensa ir.

—Voy a ese bosque, en el que tengo que entrar, y volveré lo antes que pueda.

—¿Os tenemos que esperar, señor?

—No, podéis volveros.

Los caballeros regresan después de encomendarlo a Dios.

A continuación, Lanzarote entra en el bosque y cabalga durante todo el día, hasta que por la tarde llega a un profundo valle. Allí se encuentra con una doncella que lo saluda y le pregunta cómo se llama; él contesta que se llama Lanzarote del Lago, hijo del rey Ban de Benoic.

—Os iba buscando, por Dios. Sed muy bienvenido.

Lanzarote le pregunta por qué lo busca.

—Porque me habéis sacado de la mayor pena en la que nunca había estado una doncella, pues me había puesto en marcha para buscaros y no me habría detenido hasta haberos encontrado.

—¿Por qué me buscabais?

—Porque en este bosque está la aventura más extraordinaria del mundo y a la que sólo vos podéis ponerle fin; por eso os buscaba, para que vinierais aquí.

Lanzarote dice que irá con mucho gusto para saber de qué se trata. De este modo Lanzarote sigue a la doncella, pensando que hace bien, pero va tras su mal y su desgracia, pues la doncella lo lleva a traición a la cárcel de Morgana, que se había alojado en el bosque y en él había construido la residencia más hermosa del mundo, pensando retener a Lanzarote para siempre; había enviado a doce doncellas por tierras lejanas en busca de Lanzarote hasta que lo encontraran, y les había ordenado que lo trajeran con el engaño de que tenía que terminar algunas aventuras: la que llevaba a Lanzarote era una de las doce.

Cabalgan juntos hasta que llegan a una casa fuerte y rica, rodeada de murallas y de fosos; entran en ella y la doncella le dice a Lanzarote:

—Señor, esta noche nos alojaremos aquí, pues ya es demasiado tarde y no podríamos avanzar mucho sin que nos sorprendiera la noche. Mañana, cuando amanezca, os llevaré al lugar que os he dicho.

Lanzarote acepta y descabalga.

—Esperadme aquí a que vuelva.

—Id, pero no tardéis mucho.

La doncella entra y va a buscar a Morgana a una habitación en la que estaba durmiendo y le dice:

—Señora, os he traído a Lanzarote. ¿Qué queréis que haga con él?

—Por Dios, sed bienvenida. Me habéis servido según mi voluntad; ahora os voy a decir qué tenéis que hacer: haced que se desarme, y cuando llegue la hora de cenar haced que ponga la mesa y dadle de comer abundantemente. Cuando casi haya terminado, coged esta pócima que he hecho para él y dádsela de beber; la notará dulce y la beberá con gusto; después de haberse tomado una buena cantidad, podremos hacer con él según nuestra voluntad.

La doncella acepta, pensando que así podrá engañarle.

Vuelve junto a Lanzarote llevando tres servidores, uno de los cuales toma el caballo y se lo lleva al establo, y los otros dos acompañan a Lanzarote y lo desarman bajo un olmo que había en el patio; luego lo llevan a la sala y le dan vestidos escarlata para que se ponga; a continuación colocan las mesas y se sientan; pero Lanzarote no pregunta nada acerca del lugar para que no lo tuvieran por villano. Cuando ya casi había terminado de cenar bebió la pócima que la doncella le había preparado en una copa de plata: encuentra que es buena y dulce y la bebe con gusto, sin saber que está siendo engañado tan dolorosamente como es. Después de comer y beber, le entran ganas de dormir y se pregunta sorprendido a qué se debe; le pide a la doncella que le hagan la cama, pues desea acostarse.

—Señor, está todo dispuesto, podéis ir a acostaros cuando lo deseéis.

Lanzarote se levanta como quien ha perdido la fuerza del cuerpo por la pócima que ha bebido; se acuesta y al punto queda dormido. La doncella va a Morgana y le dice:

—Señora, Lanzarote ya se ha acostado y se ha dormido.

—Por Dios, me resulta muy agradable.

Sale de su habitación y toma una caja llena de polvos que había preparado para Lanzarote; se dirige adonde estaba acostado, tan dormido que apenas lo podían despertar. Llena de polvos un tubo de plata y se lo mete en la nariz a Lanzarote, soplándole hacia el cerebro; Lanzarote se estira por el dolor que siente, pero está tan dormido por la bebida que difícilmente se puede despertar. Cuando Morgana hubo hecho esto, le dice a la que estaba con ella que ya se había vengado bien de él, «pues ciertamente creo que no volverá a su buen sentido mientras le dure la fuerza de estos polvos en el cerebro».

Luego toma el resto de los polvos y el estuche, pues aún los necesitará según cree. La doncella le pregunta para qué.

—Os lo voy a decir. Cuando los compañeros de la Mesa Redonda no tengan noticias de Lanzarote, lo buscarán por todas las tierras; tiene dos primos que son muy buenos caballeros, uno de ellos se llama Lionel y el otro Boores; los odio tanto por el amor que le tienen a Lanzarote que si vienen por aquí, por ventura, me vengaré según mi voluntad: por eso guardo estos polvos, que les daré si vienen.

Hace que tomen a Lanzarote y lo lleven a una habitación fuerte, grande y ancha que tenía diez toisas de ancho y veinte de largo, con ventanas enrejadas que daban a su jardín; hace que le pongan una cama tal como si el rey Arturo fuera a dormir allí.

—Aquí permanecerá mientras viva.

Morgana pensaba que no saldría nunca de allí; luego se marcha de la habitación y deja a Lanzarote durmiendo, que en toda la noche no pudo despertarse. Por la mañana, cuando se despertó y se vio de tal modo, se quedó sorprendido, pues sabía que la noche anterior no se había acostado en aquel lugar: estaba admirado de cómo podía haber llegado hasta allí; se siente enfermo y débil y le parece que la casa da vueltas a su alrededor; no sabe qué hacer, pues piensa que no va a poder cabalgar, está seguro, porque se encuentra muy débil; pero no ve a su alrededor a nadie que le ayude, y se sorprende todavía más.

Lanzarote espera de esa forma hasta mediodía; no puede ni levantarse y permanece en la cama. Entonces se acerca Morgana a una de las ventanas enrejadas para ver si seguía durmiendo; al verlo débil, le dice a la doncella que lo había llevado hasta allí:

—Por mi cabeza, nuestras pócimas han tenido efecto; creo que Lanzarote no volverá a tener fuerzas para levantarse. Id a él y preguntadle cómo está; procurad no decirle que está prisionero, pues pienso que si lo supiera, moriría de dolor.

La doncella le responde que no le dirá nada; abre la puerta de la habitación en la que Lanzarote estaba y lo encuentra pálido y débil; le pregunta cómo está y él le responde que muy enfermo y desmejorado, hasta tal punto que no podría cabalgar en modo alguno.

—Descansad, pues no os iréis hoy si estáis tan débil como decís.

—Ciertamente, aunque quisiera no podría cabalgar.

Lanzarote permaneció de este modo durante todo el mes antes de enterarse de que estaba prisionero; al cabo de este tiempo estaba completamente curado. Cuando Morgana lo supo, se quedó sorprendida y se preguntaba cómo podría ser. Mientras tanto, Lanzarote le pregunta a la doncella cuándo lo llevaría adonde le había dicho, y ésta le contesta que en modo alguno puede salir, pues tiene que permanecer prisionero. Al oír estas palabras, siente un gran dolor y responde:

—Doncella, ¿por qué me habéis traicionado?

—Por mi fe, tuve que hacerlo o de otro modo habría muerto.

—¿Por qué me tenéis prisionero?

—No os lo diré.

Lanzarote guarda silencio.

Permaneció allí desde el mes de septiembre hasta Navidad. Después de la Pascua, cuando el frío ya había pasado, Lanzarote se acercó a una ventana desde la que se veía sin dificultad el palacio. La abre y ve a un hombre que estaba pintando una historia antigua y bajo cada imagen ponía un letrero: vio que era la historia de Eneas, de cómo huyó de Troya. Entonces piensa que si la habitación en la que estaba estuviera pintada con sus hechos y sus dichos, le agradaría mucho ver el elegante aspecto de su dama y le serviría de gran alivio para sus males.

Le pide entonces al hombre que estaba pintando que le dé los colores para dibujar una imagen en la habitación en la que está y éste le contesta que con mucho gusto. Se los da y le entrega los instrumentos necesarios para llevar a cabo tal menester. Lanzarote lo toma todo y vuelve a cerrar la puerta tras él para que nadie vea lo que va a hacer. Empieza entonces a pintar primero cómo su Dama del Lago lo envió a la corte para ser caballero novel y cómo llegó a Camalot; cómo se quedó sorprendido por la gran belleza de su señora cuando la vio la primera vez y cómo acudió en socorro de la doncella de Nohaut. Tal fue el día de Lanzarote; las imágenes estaban tan bien hechas y con tanta perfección como si durante todos los días de su vida se hubiera ocupado de ese oficio. Morgana fue a verlo a medianoche, como hacía todas las noches, al quedarse dormido, pues lo quería tanto como cualquier mujer podría amar a alguien por su gran belleza; siente que no quiera amarla, pues ella no lo tenía prisionero por odio, y pensaba vencerlo por cansancio, después de haberle rogado muchas veces; pero Lanzarote no le hacía caso. Cuando vio las pinturas se dio cuenta de su significado, pues había oído decir cómo llegó a la corte y con qué vestidos.

Entonces le dice Morgana a la que había llevado a Lanzarote:

—Por mi fe, he aquí algo extraordinario de este caballero, que es tan hábil en las acciones correspondientes a la caballería como en todas las demás cosas. Realmente, Amor haría hábil e ingenioso al más duro hombre: lo digo por este caballero, que nunca en su vida hizo pinturas tan bien hechas, y no las hubiera realizado si no fuera porque amor lo ha empujado a ello. Ya que es así, nadie en el mundo podría discutírselo.

Le muestra las pinturas que había realizado y le cuenta el significado de cada una de ellas diciendo: «He aquí a la reina, éste es Lanzarote y éste el rey Arturo», de tal forma que la doncella aprende el significado de cada una.

—Ahora no dejaré en modo alguno de tener prisionero al pintor hasta que haya terminado con toda la habitación, pues estoy segura de que pintará todos sus hechos y todos sus dichos y todas las obras habidas entre él y la reina; cuando lo haya hecho me esforzaré para que mi hermano el rey Arturo venga aquí y le mostraré los hechos y la verdad de la relación de Lanzarote con la reina.

Luego se marcha de allí y cierran la puerta tras de ellas.

Por la mañana, cuando Lanzarote se levantó y abrió las ventanas al jardín, entró en la habitación pintada y vio el retrato de su dama: se inclina, la saluda, se acerca a ella, la abraza y la besa en la boca, deleitándose bastante más que si fuera cualquier otra mujer. A continuación empieza a pintar cómo llegó a la Dolorosa Guardia y cómo conquistó el castillo gracias a su valor. El día siguiente pintó todo lo que hizo hasta el torneo en el que llevó las armas rojas, el día que el rey de los Cien Caballeros lo hirió. Luego pintó, de día en día, toda la historia no sólo suya, sino de todos los demás, tal como el libro ha contado. Se ocupó de ello durante toda la estación hasta que pasó la Pascua.

La historia ahora deja de hablar de él y vuelve a mi señor Galván.

Historia de Lanzarote del Lago
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