CXXXVII

Cuenta ahora la historia que cuando mi señor Galván se separó de Héctor, cabalgó por el camino del bosque hasta que fue después de la hora de nona. Vio entonces a la derecha un pabellón plantado junto al riachuelo de una fuente. Se dirige hacia allí para saber quién hay dentro; cuando llega a la entrada, ve hasta seis hombres que comían en el suelo sobre la hierba fresca. Mi señor Galván no había comido en todo el día y tenía muchas ganas; por eso descabalga, ata su caballo a un árbol y cuelga el escudo de una rama; luego, entra en el pabellón y saluda a los que estaban sentados comiendo; pero nadie le contesta una palabra, sino que todos lo miran con felonía. Al ver que no le contestan, no deja de sentarse, con la espada ceñida, y se quita el yelmo de la cabeza colocándolo a su lado; después, empieza a comer con muchas ganas, como quien tenía gran hambre y le dice al que estaba sentado a su lado:

—Comed, buen señor, y alegraos.

—Por Dios, señor caballero, no puedo alegrarme por la comida que os estáis comiendo delante de mí; yo tenía tantas ganas de comer como vos: y os prohíbo que sigáis cogiendo, pues por mi cabeza lo pagaríais caro.

Los demás le dicen que si no se va, lo matarán; les contesta que no se moverá por todos ellos, «pero lo siento por mi caballo, que no tiene qué comer».

Entonces se ponen en pie todos y corren a las hachas y a las espadas, de las que había gran abundancia allí dentro. Al ver esto, mi señor Galván se ata el yelmo y corre al escudo. Los otros le atacan con las espadas desenvainadas, dispuestos a matarlo y él no evita a ninguno de los que le llegan, sino que golpea al primero que encuentra, aunque iba desarmado, con tanta fuerza que le parte la cabeza en dos mitades y lo hace caer muerto. Ataca a los demás, que hacían todo lo posible por herirle; a uno lo alcanza cortándole el brazo entre el hombro y el codo. Los demás se dan a la fuga cuando ven a su compañero en tal estado. Mi señor Galván no se molesta en perseguirlos, sino que monta en su caballo y reemprende el camino, cabalgando hasta después de vísperas, en que llega a un gran valle y contempla a sus pies el fondo del mismo; allí ve un castillo pequeño muy bien asentado, porque estaba rodeado de agua por todas partes y tenía buenas murallas almenadas. Dirige su caballo hacia allí, pues desea pasar la noche en aquel castillo; llega hasta el castillo y en él encuentra un puente de madera por el que se llegaba a la fortaleza.

Cabalga por la calle mayor hacia la fortaleza; cuanto más se acerca más le gusta, pues es la más rica y la más fuerte que ha visto de su tamaño. Mira hacia la derecha y oye gritar a una mujer cerca de él, según le parece; pica espuelas hacia donde la oye y ve en una gran sala, en el suelo, a una doncella que estaba metida en una cuba de mármol y gritaba con fuerza:

—Santa María, ¿quién me sacará de aquí?

Mi señor Galván se dirige hacia allí y ve la cuba que está medio llena de agua, de forma que a la doncella le llegaba por encima del ombligo. Al verlo, la mujer le dice:

—Señor caballero, por Dios, sacadme de aquí.

Alarga las manos mi señor Galván y la sujeta por los lados, pero no puede moverla por más fuerza que hace; lo intenta dos o tres veces y cuando la doncella ve que no la puede mover, le dice:

—Señor caballero, habéis fracasado. Podéis decir que no os marcharéis de este castillo sin recibir afrenta.

—Doncella, si no os he liberado, lo siento; he hecho todo lo que podía, de manera que no puedo ser censurado. Ahora os querría suplicar que me dijerais cómo estáis ahí y por qué aventura y si podréis ser liberada.

—Por mi fe, yo estoy aquí de tal forma que padezco todo tipo de dolor y sufro toda clase de angustias, y no podré salir hasta que me saque el mejor caballero del mundo. El motivo por el que he sido metida aquí no lo vais a saber, ni yo se lo diré a ningún otro, hasta que llegue el que debe sacarme: su llegada está próxima, pues ocurrirá este mismo año.

—¿Cómo es que sufrís tantos dolores?

—¿Cómo? Tocad el agua y entonces lo sabréis.

Mi señor Galván mete entonces una mano en el agua, y piensa que no la ha sacado a tiempo, porque la encuentra tan caliente que cree haber perdido la mano para siempre.

—Señor caballero —le dice la doncella—, ahora ya sabéis qué dolor padezco.

—Ciertamente, doncella, no comprendo cómo podéis resistir.

—Por mi fe, si pudiera morir por el esfuerzo, hace tiempo que habría muerto; pero a Nuestro Señor Dios no le agrada todavía, pues aún no se ha vengado de un gran pecado que cometí y por eso padezco esta angustia y este tormento. Ya os podéis ir, señor caballero, cuando queráis pues en vano intentaríais sacarme ya que habéis fracasado, y no os diré nada más acerca de mí.

Mi señor Galván se marcha, en vista de que no puede saber nada más; se dirige hacia el palacio principal. Salen más de diez criados para ayudarle a desmontar; llevan el caballo a la cuadra y lo acompañan a él al salón de arriba para desarmarlo. Allí encuentra abundantes caballeros, los más bellos que había visto en la tierra; todos se levantan al verlo y le dicen que sea bienvenido; él los saluda con una inclinación. Le quitan las armas y le entregan un vestido de gran riqueza; luego, lo sientan delante y empiezan a preguntarle de dónde es, a lo que contesta que es del reino de Logres y de la casa del rey Arturo. Entonces le muestran la mayor alegría del mundo y le preguntan nuevas de la corte; él les cuenta lo que sabe.

Mientras hablaban así, sale de una habitación un gran caballero, que era uno de los hombres más bellos que había visto mi señor Galván en mucho tiempo, y parecía de gran nobleza. Cuando lo ven venir los de la sala, le dicen a mi señor Galván que es el rey. Mi señor Galván se pone en pie y le da la bienvenida; el caballero le devuelve el saludo con cara muy alegre y le hace sentar a su lado, preguntándole quién es, a lo que mi señor Galván le dice toda la verdad. El rey se pone muy contento, pues deseaba conocerlo y verlo: hablan juntos y conversan lo mejor que pueden.

Mientras tanto, mi señor Galván ve a través de una vidriera una paloma blanca que llevaba en el pico un incensario de oro de gran riqueza. Apenas entró en la sala se llenó el lugar de todo tipo de aromas, los mejores que podría pensar un corazón mortal y decir la boca. Quedaron todos tan enmudecidos que no hubo nadie que dijera una palabra; se arrodillaron nada más ver a la paloma, que se fue directa a una habitación. Entonces se volvieron a poner en pie los de la sala y colocaron los manteles sobre las mesas; se sentaron todos sin decir una palabra y sin que se llamara a nadie. Mi señor Galván estaba sorprendido por este asunto; se sienta con los demás y ve que todos están rezando y orando. Después de que se sentaron no tardó mucho mi señor Galván en ver que de la habitación en la que había entrado la paloma salía una doncella, la más hermosa de cuantas había visto en su vida, y sin duda era la más bella de las que había en aquel tiempo y de cuantas nacieron después. La doncella iba descubierta, con el cabello trenzado y tenía la cabeza de extraordinaria belleza, de forma que todas las cosas hermosas que se pueden ver en una mujer las tenía ella: nunca se vio una más bella, a no ser la Virgen María, que llevó a Jesucristo en su vientre. Salió de la habitación llevando en las dos manos el vaso más rico de cuantos habían sido vistos por hombres mortales, semejante a un cáliz, y lo mantuvo por encima de su cabeza, que tenía inclinada de continuo.

Mi señor Galván contempla el vaso y lo estima más que nada de lo que ha visto, aunque no puede saber con qué ha sido hecho, ya que no era de madera, ni de ninguna clase de metal, ni de piedra, ni de marfil, ni de hueso, y le sorprende mucho. Luego contempla a la doncella y se admira más de su belleza que del vaso, pues nunca vio mujer de hermosura comparable a la de ésta: se queda tan atraído por ella que no piensa en ninguna otra cosa. Cuando la doncella pasa por delante de la mesa, se arrodillan todos ante el santo vaso y se llenan las mesas de los mejores manjares que se podrían contar; el salón estaba tan repleto de aromas agradables como si todas las especias de la tierra hubieran sido derramadas por él.

Después de pasar una vez por delante del estrado, la doncella se vuelve y entra en la habitación de la que había salido. Mi señor Galván la acompaña con los ojos mientras puede. Cuando ya no la ve mira delante a la mesa en la que estaba sentado, pero no ve nada que pueda comer, porque la mesa está vacía, aunque todos tienen tal abundancia de comida como si manara allí mismo. Al ver esto se sorprende, porque no sabe qué decir ni qué hacer, pues se da cuenta de que ha obrado mal en algo y por eso no ha tenido el alimento como los demás; se resiste a preguntar hasta que las mesas sean levantadas. Después, cuando las mesas ya habían sido retiradas, salieron del salón y se marcharon unos por una parte y otros por otra, de modo que mi señor Galván no supo qué había ocurrido con todos ellos. Cuando fue a bajar al patio no pudo salir de allí, pues la puerta del salón había sido cerrada muy bien; entonces va a una ventana y empieza a pensar profundamente.

En esto, sale de una habitación un enano que llevaba en la mano un palo; al ver a mi señor Galván, le dice:

—¿Qué ocurre, malvado caballero? Mala ventura tengáis por apoyaros en nuestras ventanas. Marchaos, no debéis estar aquí, pues en vos hay demasiada villanía; entrad a esconderos en una de esas habitaciones, que no se os vea.

Levanta entonces el palo para golpear a mi señor Galván, pero éste adelanta el brazo y se lo quita; el enano le dice:

—Caballero, eso no te vale para nada. No puedes marcharte de aquí sin recibir afrentas.

Se marcha a una habitación y mi señor Galván mira al extremo de la sala y ve la cama más rica del mundo; se dirige allí pues desea acostarse. Al ir a sentarse en ella, una doncella le grita:

—Caballero, morirás si te acuestas desarmado, pues es el Lecho de las Aventuras. Tomad estas armas, ponéoslas y luego sentaos, si así lo deseáis.

Mi señor Galván corre a las armas, las toma y se apresta lo mejor que puede. Cuando ya tiene vestida la cota, el yelmo, el escudo y la espada, se sienta en el lecho, y apenas se sentó, oye un grito, el más horrible y odioso que había oído, y piensa que es el diablo. Ve salir de una habitación una lanza con la punta ardiendo, que lo golpea con tanta fuerza que ni el escudo ni la cota pueden impedir que la punta le entre por el hombro atravesándoselo hasta la otra parte y cae desmayado. Entonces le sacan la lanza del hombro, pero él no sabe quién lo hace; sangra en abundancia y no se mueve de la cama: dice que morirá, quedando completamente frío, o verá más de lo que ha visto; se siente gravemente herido.

Mi señor Galván permaneció allí durante mucho tiempo, hasta que había anochecido tanto que se vería muy mal si no fuera por la claridad de la luna que entraba por más de cuarenta ventanas, todas ellas abiertas. Mira a una habitación, en la parte que había más cerca de él, y vio una serpiente, la mayor y la más extraordinaria que había visto hasta entonces: nadie en el mundo dejaría de sentir miedo al verla y no hay en esta tierra ningún color que no lo tuviera aquel animal, pues era rojo, morado, amarillo, negro, verde y blanco. Tenía los ojos rojos y gruesos, hinchados, y la boca ancha y grande; su pecho era grueso. Empezó a subir y a bajar por la habitación, jugando con la cola y golpeando el suelo. Al cabo de un rato, se da la vuelta y empieza a gemir y a gritar y a comportarse con un extraordinario furor. Después de debatirse un buen rato así, se extiende como si estuviera muerta; mi señor Galván, que está contemplándolo todo con admiración, ve que arroja de su boca hasta cien crías de serpientes vivas. Después de hacer esto se marcha de la habitación y se dirige a la gran sala donde encuentra un leopardo, el más fiero del mundo; la serpiente lo ataca y el leopardo hace lo mismo con ella. Empieza la batalla más cruel del mundo, pues la serpiente intenta vencer al leopardo pero no lo consigue. Mientras que combatían de este modo, mi señor Galván tuvo la desgracia de no poder ver nada aunque la luna brillaba muy clara; al cabo de algún tiempo le fue devuelta la claridad de los ojos, de modo que podía ver al leopardo y a la serpiente que seguían combatiendo. Duró mucho la batalla de los dos animales, sin que mi señor Galván pudiera decir cuál de ellos llevaba la peor parte y cuál la mejor. Cuando la serpiente ve que no podría derrotar al leopardo se va a la habitación de la que había salido y apenas entró en ella le atacan las crías y la serpiente a ellas: se defienden con vigor y unas se ayudan a otras con todas sus fuerzas; la lucha de todas duró gran parte de la noche hasta que al final la gran serpiente mató a las crías y éstas a su madre.

Entonces empezaron a golpear todas las ventanas de la sala unas contra otras; hacen tan gran ruido y tanto estrépito que parece que todo el edificio vaya a hundirse. Entra un viento tan grande y tan fuerte que se lleva todos los juncos que habían puesto en el suelo de la habitación. Mi señor Galván se queda más admirado aún por esta aventura; espera a ver qué ocurrirá. Mucho tiempo después de los golpes de las ventanas, mi señor Galván oye los mayores lamentos del mundo y tremendos sollozos, que le parecen de mujer. Cuando va a levantarse para ver qué era, ve que de una habitación salen hasta doce doncellas expresando el mayor dolor del mundo; van una tras otra, diciendo entre lamentos:

—Buen Señor Dios, ¿cuándo abandonaremos este sufrimiento?

Al llegar a la puerta de la habitación por la que había pasado la paloma la tarde anterior, se arrodillan y comienzan a rezar y a orar, mientras que lloran incesantemente. Después de permanecer así un buen rato regresan al lugar del que habían salido.

Luego, mi señor Galván ve salir de una habitación a un gran caballero completamente armado, con el escudo al cuello, la espada en la mano, que le dice:

—Levantaos, señor caballero, id a una de esas habitaciones a dormir, pues aquí no podéis permanecer mucho.

Mi señor Galván contesta que seguirá allí o morirá.

—No lo haréis, buen señor, pues combatiré contra vos antes de que sigáis aquí.

—Preferiría no combatir, aunque lo haré antes que irme.

—Por mi fe, ya que no queréis hacerlo de grado, lo haréis a la fuerza: poneos en guardia, porque os desafío.

Le ataca con la espada desenvainada y el escudo delante de la cabeza; mi señor Galván se pone en pie y se defiende lo mejor que puede, pero el caballero le acosa con energía; se destrozan los yelmos y los escudos y se rompen las cotas en los brazos y en los hombros y en las caderas, haciéndose brotar la sangre de los cuerpos. Pero mi señor Galván está muy debilitado por la herida del hombro, pues no le cesa de sangrar y el caballero le ataca de continuo; él resiste y aguanta mientras puede, cubriéndose con el escudo hábilmente. El caballero le acosa con la cortante espada y lo lleva por donde quiere, como hombre de gran valor. Mi señor Galván resiste tanto que recupera el aliento y ataca al caballero dándole grandes tajos con la espada en el yelmo y en el escudo, y el caballero le responde muy bien; la batalla dura tanto que los dos pierden la fuerza del cuerpo y el vigor y apenas pueden permanecer en pie: uno cae en una parte y el otro en otra; y habían combatido tanto que todo el suelo estaba cubierto con las mallas de las cotas y con trozos del escudo; están tan cansados y fatigados que no pueden ni levantar la cabeza y yacen en el suelo como si estuvieran desvanecidos. Durante mucho tiempo permanecieron de ese modo: mi señor Galván extendido delante del lecho y el caballero cerca de él.

Empieza entonces a temblar y a crujir todo el edificio; las ventanas golpean y baten y comienza a tronar y a relampaguear con fuerza, con la peor tempestad del mundo, sin llover. Mi señor Galván está sorprendido por todo ello, pero se encuentra tan cansado y fatigado que no puede levantar la cabeza, y además tenía el cerebro tan embotado por los truenos que había oído, que no sabía si estaba muerto o vivo y sigue echado como si fuera un cadáver. Se levanta entonces un viento tan dulce y tan suave que era admirable. Luego bajaron a la sala varias voces que cantaban de forma tan agradable que no habría cosa que se le pudiera comparar en todo el mundo, y serían alrededor de doscientas voces. Mi señor Galván apenas puede entender lo que dicen, aunque oye que cantan «Gloria y alabanza y honor sea al Rey del Cielo». Poco antes de oír las voces se extendieron por allí todos los buenos aromas de la tierra. Mi señor Galván oye las voces, que son tan dulces y agradables que no cree que sean de la tierra, sino celestiales, y así era sin lugar a dudas. Abre los ojos, pero no ve nada a su alrededor y entonces se convence de que no son voces terrenales las que ha oído, ya que no puede ver a los cantores; se levantaría con mucho gusto si pudiera, pero no puede, pues ha perdido la fuerza de todos sus miembros y la energía del cuerpo.

En esto ve salir de la habitación a la hermosa doncella que había llevado el rico vaso a la mesa; delante de ella iban dos cirios y dos incensarios. Cuando ya está en el centro de la sala coloca el vaso sobre una mesa de plata y mi señor Galván ve a su alrededor otros diez incensarios que no paran de echar incienso. Empiezan entonces todas las voces a cantar juntas con tanta dulzura que ningún corazón mortal sería capaz de pensarlo, y ninguna lengua terrenal de contarlo; a una sola voz decían todas: «Bendito sea el Padre de los Cielos». Después de un buen rato, la doncella toma el vaso y se lo lleva a la habitación de la que había salido; luego, las voces se separan y se marchan. Se vuelven a cerrar todas las ventanas de la sala, que se quedó tan a oscuras que mi señor Galván no podía ver nada, pero se encuentra tan a gusto que se siente sano y salvo, como si no hubiera padecido ningún daño ni dolor; ni siquiera le preocupa la herida del hombro, pues se encuentra curado: se levanta alegre y contento y va en busca del caballero que había combatido contra él, pero no puede encontrarlo.

Presta atención entonces y oye que una gran muchedumbre se acerca a donde él está; nota que lo toman por los brazos y por los hombros; por los pies y por la cabeza y lo sacan de la sala, atándolo muy bien a una carreta que había en medio del patio.

Por la mañana, cuando el sol se levantó, mi señor Galván se despertó encontrándose en la carreta más fea del mundo, y viendo que su escudo había sido atado a una de las varas de la carreta y su caballo había sido atado tras ella; entre las varas había un caballo tan delgado y tan malo que al parecer apenas valía tres monedas. Al verse en semejante lugar siente tal dolor que preferiría estar muerto a seguir vivo. Entonces llega allí una vieja con un látigo y empieza a golpear al caballo, llevándolo con gran rapidez por las calles de la ciudad. Cuando los ministriles ven al caballero en la carreta, van tras él gritando y voceando, arrojándole estiércol y boñigas, zapatos y todo tipo de basura que encuentran; de este modo lo acompañan fuera de la ciudad. Cuando ya ha pasado el puente de madera, la vieja se detiene y lo desata, ordenándole que salga de la carreta, pues ha estado demasiado tiempo sentado en ella. Se apea y monta en su caballo, preguntándole a la vieja cómo se llama el castillo, a lo que ésta le contesta: «Corbenic».

Luego, mi señor Galván se marcha con el mayor pesar del mundo, maldiciendo la hora en que nació y en que fue armado caballero, pues ha vivido tanto que se ha convertido en el más vil y deshonrado de todos los hombres.

Así se marcha mi señor Galván, llorando, lamentándose y quejándose, y cabalga durante todo el día sin beber y sin comer; por la tarde llega a casa de un ermitaño que se llamaba Segre; llegó antes de que el santo varón hubiera cantado las vísperas y mi señor Galván las oyó con mucho gusto. A continuación, el ermitaño entró en su celda y le preguntó a mi señor Galván quién era y de qué tierra, a lo que él le dijo toda la verdad.

—Señor —le dice el ermitaño—, sed bienvenido. Ciertamente, sois el hombre al que yo más deseaba ver de todo el mundo. Pero por Dios, ¿dónde habéis pasado la noche?

Mi señor Galván está tan afligido que no le puede contestar, sino que las lágrimas le acuden a los ojos. Entonces el santo hombre se da cuenta de su tristeza y deja de hablarle, diciendo solamente:

—Señor, por Dios, no sufráis por nada que os haya ocurrido, pues no hay nadie, por valiente que sea, al que no le haya ocurrido alguna desgracia.

—Señor, bien sé que a muchos valientes les oculten desgracias, pero nunca le ocurrieron tantas a un solo hombre como a mí desde hace quince días.

A continuación le cuenta todas las aventuras que le habían sobrevenido por la noche. El ermitaño lo mira y se espanta tanto que no dice una sola palabra en un buen rato; cuando puede volver a hablar, comienza:

—Señor, realmente habéis tenido desgracias, pues lo visteis y no lo conocisteis.

—Buen señor, por Dios, si sabéis qué era, decídmelo.

—Era el Santo Grial, en el que la santa sangre de Nuestro Señor fue recogida y guardada. Al no mostrar humildad y sencillez, bien merecisteis que os prohibiera su pan, y así fue: bien lo pudisteis comprobar cuando todos fueron servidos y vos olvidado.

—Por Dios, buen señor, decidme la verdad y toda la verdad de las aventuras que vi, si la sabéis.

—No oiréis nada de mí, pero no tardaréis mucho en saberlo.

—Dulce señor, decidme por lo menos el significado de la serpiente, si lo conocéis.

—Os lo diré, pero luego no me preguntéis nada más, pues no os lo diré.

Es cierto que visteis en la habitación una serpiente que jugueteaba y de cuya boca echaba crías, que dejó allí dentro. Luego se marchó de allí para ir al salón principal; una vez en él encontró al leopardo contra el que combatió, sin poder vencerlo; al ver que no podría resultar vencedora regresó a la habitación, y entonces la atacaron sus crías y la mataron y ella mató a los pequeños. ¿Visteis eso?

—Así es.

—Os diré su significado. La serpiente que era tan grande y tan fuerte simboliza al rey Arturo, vuestro tío, que se marchará de su tierra como la serpiente se marchó de la habitación, dejando a sus hombres y a sus familiares allí, igual que la serpiente dejaba a sus crías. Del mismo modo que la serpiente atacaba al leopardo y combatía contra él sin poder vencerlo, así atacará el rey a un caballero, pero no podrá herirlo, aunque lo hará con todas sus fuerzas. Del mismo modo que la serpiente regresaba a su habitación al ver que no podría derrotar al leopardo, así regresará el rey a su tierra, al ver que no podrá vencer al caballero. Entonces os ocurrirá una aventura digna de admiración, pues del mismo modo que perdisteis la vista de las gentes, durante la batalla del leopardo y la serpiente, así se apagará la luz de vuestra fama. Después, cuando regrese el rey a su tierra igual que la serpiente volvió a la habitación, le atacarán sus hombres, como hicieron las crías de la serpiente, y la batalla durará mucho tiempo, hasta que él los mate y ellos a él. Ya habéis oído el significado de la serpiente: he cumplido vuestros deseos y ahora quiero que cumpláis con los míos en lo que os voy a pedir.

Mi señor Galván le promete hacerlo así.

—Entonces, tenéis que jurar sobre los Santos Evangelios que nunca en vuestra vida hablaréis de lo que os he dicho y que no se lo haréis saber ni a hombre ni a mujer.

Mi señor Galván lo jura sobre los Evangelios, muy apesadumbrado por las palabras que le ha dicho. Luego, lo deja estar y pone mejor cara que la que el corazón le permitiría. Permaneció allí durante aquella noche y tuvo a su gusto todo lo que un caballero puede necesitar. Por la mañana, tan pronto como oyó misa por boca del ermitaño mismo, tomó sus armas y montó a caballo, tal como había hecho el día anterior.

Pero la historia deja ahora de hablar de él y vuelve a Héctor que ha emprendido su búsqueda.

Historia de Lanzarote del Lago
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