II
Cuenta ahora la historia que cuando el rey Ban se fue del castillo de Trebes, el senescal, que no había olvidado las recomendaciones del rey y de Claudás, salió de la ciudad y fue a ver a Claudás, a quien le dijo:
—Señor, os traigo buenas noticias; nunca hubo hombre tan afortunado como vos. Cumplid ahora con vuestra promesa, pues podéis entrar en el castillo sin que se os pongan impedimentos.
—¿Cómo? ¿Dónde está, pues, el rey Ban?
—Lo ha abandonado y se ha ido con mi señora la reina y con un escudero, sin nadie más.
—Entregadme el castillo ahora y, a continuación, os investiré con él y con toda su tierra. El domingo, después de misa, os haréis vasallo mío ante todos mis nobles. Será el día quince de agosto.
—Señor —contesta el senescal muy contento—, saldré del castillo dejando las puertas abiertas y avisaré a los de dentro, diciéndoles que hemos conseguido buenas treguas. Todos descansarán con gusto, pues han pasado grandes penalidades. Cuando vos y vuestra gente estéis dentro, manteneos en silencio hasta que hayáis llegado a la torre del homenaje; así podréis adueñaros de todo sin que os lo impidan.
De este modo habló el traidor a Claudás, regresando luego al castillo, donde se encontró con un caballero que era ahijado del rey Ban y que todas las noches vigilaba bien armado. Al ver que el senescal venía de fuera, le preguntó que de dónde venía y por qué había salido.
—Vengo de ver a Claudás —contestó el traidor—, de confirmar las treguas que le había concedido a nuestro señor el rey.
Al oírlo se le estremece todo el cuerpo por el miedo de la traición, y le dice:
—Senescal, ciertamente no se va a confirmar unas treguas en el campamento de un enemigo mortal, yendo a estas horas, si se obra con lealtad.
—¿Cómo? ¿Me consideráis desleal?
—Que Dios os proteja —le respondió el caballero, que se llamaba Banín—, para que ni hayáis cometido, ni cometáis deslealtad.
Todo eso le dijo, y le hubiera dicho más, de haberse atrevido, pero el senescal tenía más fuerzas y hubiera hecho que lo mataran; por eso se calló. El senescal les avisó a los que estaban de guardia, diciéndoles que había conseguido treguas favorables, gracias a Dios. A continuación hace que se vayan a acostar todos, cosa que cumplen de buen grado, pues estaban muy cansados.
Pero Banín no tiene deseos de ir a dormir: se queda alerta y sube a un torreón para averiguar qué van a hacer los de fuera, y si los de dentro les abrirán la puerta; pero se equivocaba, pues las puertas no están cerradas. Desde lo alto de la torre vio cómo avanzaban veinte caballeros con el yelmo atado; después se adelantaron otros veinte, y, así, hasta doscientos. Sospechó entonces que la ciudad sería entregada a traición: baja de la torre gritando «¡Traición, traición!», sin saber que las puertas estaban abiertas.
La alarma se extiende por el castillo; los que estaban desarmados corren a equiparse; pero mientras tanto, los caballeros de Claudás pasaron la primera puerta. Cuando Banín los vio, siente tal dolor que por poco no pierde el juicio; se dirige contra ellos a pie y golpea con tanta fuerza al primero en el escudo, que se lo atraviesa, le rompe la cota y le mete la lanza en el cuerpo, derribándolo muerto. Los enemigos lo persiguen a caballo y se da cuenta de que si huye a la torre del homenaje, lo alcanzarán dos o tres veces antes de que llegue. Se sube entonces al camino de ronda y corre por él hasta llegar a la torre mayor, levanta el puente levadizo tras él y encuentra allí a los servidores de guardia, uno de los cuales les había franqueado el paso. Todos los demás estaban en el recinto durmiendo, pues pensaban que todo estaba seguro. En esto llegaron un grupo de caballeros de Claudás, que le habían perseguido a lo largo de toda la muralla, con la intención de apresarle: al ver que no lo conseguirían, se volvieron, mientras que los demás habían logrado tomar el castillete antes de que los defensores se pudieran armar. El griterío era tan grande que no se hubiera oído a Dios tronando; ante las voces, subió el senescal, e hizo como si se defendiera, aparentando no saber nada del asunto y exclamaba lamentando la ausencia de su señor. Banín, que lo vio desde lo alto de la torre, le comenzó a gritar:
—Hijo de puta, asesino, todo esto nos ocurre por vos; habéis traicionado a vuestro señor natural, que os había sacado de la nada para alzaros a su gran altura; le habéis privado de la esperanza de recuperar su tierra. Ojalá acabéis como Judas —que traicionó a Aquel que vino a la tierra a salvarle a él y al resto de los pecadores—, pues os habéis comportado como el mismo Judas.
Así hablaba Banín al traidor desde lo alto de la torre. Al poco, fue tomado el castillete y todos los bastiones de la parte de fuera de la torre. Pero Claudás estaba encolerizado, pues no sabía cuál de sus hombres había prendido fuego en la ciudad: la riqueza de las hermosas casas ardió y se fundió. Los de la torre resistieron y se defendieron con valentía, y consiguieron matar a numerosos enemigos, a pesar de que no eran más que cuatro: tres servidores y Banín; al quinto día, el rey Claudás ordenó levantar una catapulta y no pudieron resistir más, pero ni siquiera con la catapulta habrían sido vencidos, de no ser porque no tenían de beber ni de comer: se seguían defendiendo valerosamente, sobre todo Banín, que acabó con muchos hombres de Claudás utilizando palos afilados y piedras agudas. Todos se admiraban por la resistencia y por el valor de Banín, y cuando Claudás oyó su nombre y vio las hazañas que hacía, dijo que si él tuviera un noble tan leal, lo apreciaría más que a sí mismo.
A partir del momento en que les faltó alimento razonable, resistieron los de la torre tres días más, hasta que fueron vencidos por el cansancio y por el hambre. La tercera noche consiguieron cazar una lechuza en un agujero de la torre: no había ninguna otra clase de aves, pues habían huido de la catapulta. Todos estaban sorprendidos de su resistencia, pues el ingenio de guerra les había atacado tanto que les había destruido los muros, de forma que apenas se sostenía.
Claudás vio un día a Banín y le dijo:
—Banín, ríndete, porque no podrás resistir. Te daré a cambio numerosos castillos, armas y autorización para que vayas donde quieras; si quieres quedarte conmigo, te juro por Dios y por los santos de esta iglesia —y tiende la mano hacia una capilla— que te querré más que a ninguno de mis caballeros, por tu gran valor y por tu fidelidad.
Así le rogó Claudás muchas veces, hasta que Banín le dijo un día, entristecido y cansado:
—Señor Claudás, señor Claudás, sabed que cuando me rinda a vos será porque estaré en tal situación que nadie me lo recriminará. Y ni a vos ni a otro me rendiré como un traidor.
Banín y sus compañeros resistieron allí hasta que se encontraron muy débiles por el hambre. Todos los días les pedía Claudás que se entregaran, pues los apreciaba mucho por el valor que había visto en ellos.
Cuando Banín se dio cuenta de que no podían resistir más, y que tendrían que rendirse por falta de carne y por los destrozos causados por la catapulta, lo sintió mucho. Sus compañeros, que ya no aguantaban el hambre, le sugirieron la rendición, a lo que él les respondió:
—No os desaniméis, pues voy a entregar la torre entre tales honores que no se os recriminará, y yo no estoy menos cansado ni menos hambriento que vosotros, pero cuando una gran necesidad impulsa a que el hombre cometa una mala acción, al menos éste debe conservar el honor.
Aquel día volvió Claudás y le preguntó qué pensaba hacer, si rendirse o resistir.
—Señor —contestó—, he tomado consejo de mis compañeros; me recomiendan que permanezcamos en la torre, pues no debemos preocuparnos ni de la catapulta, ni de ningún otro ingenio. Pero no quiero soportar la responsabilidad durante más tiempo, pues muchos más nobles y más ricos que yo han abandonado la carga. Hemos decidido entregaros la torre, pues no se la podríamos dejar a nadie más valeroso y vos nos mantendréis a vuestro lado, pero tenéis que asegurarnos que nos vais a proteger de todos y que nos vais a hacer justicia en vuestra casa frente a cualquiera, de forma que si alguien nos acusa, en vos encontraremos la ley y si acusamos a algún vasallo vuestro, haréis justicia.
Claudás lo juró así sobre los Evangelios, prometiendo mantenerlo lealmente. Entonces salieron de la torre; Claudás hizo que una guarnición la ocupara y tributó honores a Banín, por quien tuvo un gran afecto en el corazón, por su valor y por la fidelidad que había visto en él.
Al tercer día, el senescal le pidió a Claudás que cumpliera lo prometido, y éste le respondió que lo haría con gusto. Empezó a buscar excusas y la noticia llegó a Banín, que se presentó a Claudás y a sus nobles, y les dijo:
—Señor, quiero que estos nobles sepan que me rendí a vos porque vos me prometisteis que mantendríais mi derecho frente a todos los que me acusaran de algo y que me haríais justicia si yo acusaba a alguien.
Claudás así lo reconoció;
—Señor, ahora os pido y requiero que me hagáis justicia del senescal aquí presente, a quien acuso de traidor y perjuro hacia Dios y hacia su señor natural. Y si él lo niega, estoy dispuesto a demostrárselo ahora o en el día que vos señaléis.
—Señor —contestó—, no hay caballero tan bueno y tan apreciado bajo el cielo contra el que no me atreviera a defenderme si me acusara de traición hacia vos.
—Señor —dice Banín—, aceptad mi prenda, pues le acuso porque he visto y oído la traición que cometió contra su señor natural.
A Claudás le gustó lo que acababa de oír, pues odiaba al senescal por la traición que había cometido, y buscaba el modo de evitar el cumplimiento de la promesa que había hecho. Le preguntó al senescal qué iba a hacer:
—Señor —contestó éste—, aconsejadme vos mismo, pues Banín me odia por vuestra culpa y por eso me ha acusado de traición, y no por otra cosa.
—Os daré mi consejo: si os consideráis inocente, enfrentaos a él, pues sois tan fuerte, corpulento y valeroso como Banín. Si pensáis que su acusación es falsa, defendeos inmediatamente; al menos, así lo haría yo, si hubiera sido acusado de forma ofensiva. Ni vos ni él os debéis preocupar por nadie más. Si no os defendéis, os reconoceréis culpable de traición.
Claudás lo convenció y ambos aceptaron entregarle los gajes; después, se dirige al senescal diciéndole:
—Senescal, hasta ahora os he considerado muy leal y así lo demostró también vuestro señor, el rey Ban. Acercaos y tomad, os invisto con el reino de Benoic, con sus rentas y feudos y todo lo que de él depende, a excepción de las fortalezas, que no se las daré a nadie. Si os podéis vengar de Banín, defendiéndoos de la acusación, me rendiréis vasallaje y el homenaje que se me debe. Pero si os vence, le otorgaré esta tierra y él se convertirá en vasallo mío.
Así invistió Claudás al senescal con el reino de Benoic, pues no quería perjurar, ni faltar a la promesa que había hecho; sospechaba, además, que no duraría mucho, pues Banín era valiente y muy leal. ¿Qué más os voy a decir? El combate se celebró cuatro días más tarde, en la pradera de Benoic, entre el Loira y el Arsía: Banín le cortó la cabeza al senescal. Entonces, Claudás le ofreció toda la tierra como feudo y propiedad, a lo que Banín le contestó:
—Señor, me rendí a vos pensando no quedarme a vuestro lado más tiempo del necesario; ahora quiero irme: ante todos vuestros nobles os pido que me concedáis licencia, pues gracias a Dios ya he cumplido lo que deseaba entregándome a vos. No aceptaré ninguna tierra que me otorguéis, pues Dios no ha hecho una tierra tan buena como para que yo la tenga a cambio de no causaros daño. No lo soportaría yo mismo.
Con estas palabras, se marchó. Claudás se quedó entristecido, pues se había esforzado en retenerlo por todos los medios a su alcance, porque nunca había visto un caballero tan noble y leal.
La historia ya no había más ni de Banín, ni de Claudás, ni de su compañía, sino que vuelve a Ban, sobre el cual ha guardado silencio durante mucho tiempo.