XVII

Según cuenta la historia, el rey Claudás no se había olvidado de la afrenta que le habían hecho los de Gaunes, ni de la muerte de su hijo, por la que aún sentía dolor en el corazón, y piensa tomar cruel venganza: ha convocado a todas sus huestes para que antes de que acabe el mes se reúnan ante la ciudad de Gaunes.

Cuando los nobles que no estaban de acuerdo en cometer traición para apresar a Farién oyeron que Claudás se dirigía hacia allí, empezaron a temer, pues sabían que serían destruidos y muertos si no encontraban algún modo para hacer las paces. Pero, por otra parte, serían perjuros por no mantener el juramento que le habían hecho a Farién, según el cual tenían que ayudarle contra cualquiera que quisiera cometer daño injustamente. Entonces deciden sacarlo de la prisión a él y a todos sus compañeros: van a Gaunes y se dirigen a la torre aparentando odiar mucho a Farién; los guardianes los dejan entrar sin ponerles trabas, pues pensaron que lo odiaban tanto como quienes lo habían encarcelado.

No tardaron en dejar libre a Farién; después le pidieron perdón arrojándose a sus pies y rogándole por Dios que se apiadara de ellos y de la tierra, pues Claudás se dirigía hacia allí con un gran ejército, «y no nos concederá paz ni tregua si vos no queréis. Nosotros no estuvimos de acuerdo con que se os hiciera esta traición, y para que nos creáis, os entregaremos los cuerpos de los que la planearon».

—Si me los entregáis, me tendré por bien pagado.

—Así lo haremos, si no huyen; pero si escapan no podremos hacer nada.

De este modo quedan de acuerdo por ambas partes: le entregarán los malhechores a Farién, si no huyen. Se lo prometen lealmente y él les promete ayudarles cuanto pueda para conseguir la paz con Claudás, y en caso de que no lleguen a tener paz, hará lo que ellos hagan. Con esto quedan más tranquilos, pues sabían que el rey lo quería mucho.

No tardaron en llegar los traidores y le imploraron piedad, poniéndose a su disposición: así lo hicieron aconsejados por Leonches de Paerne, que era hombre de gran saber. Farién no quiso hacerles ningún daño ni ninguna afrenta, pues se siente muy honrado con que aquellos que eran mucho más grandes por linaje que él fueran a pedirle clemencia: les perdonó su culpa por el ruego de los otros nobles.

Después, abastecieron la ciudad lo mejor que pudieron. Cuando Claudás llegó, Farién aconsejó a los altos hombres que había allí, y les dijo:

—Señores, quiero ir a hablar con Claudás, para ver si puedo conseguir la paz.

Le responden que temen que el rey ordene matarlo o encarcelarlo.

—No creo que lo haga, aunque las personas nunca son tan buenas ni tan malas como uno se imagina. Me he portado lealmente con él cuando se encontraba en dificultades: no debería, pues, pensar deslealtad y felonía contra mí. No obstante, quiero que vosotros, que sois los más poderosos, me juréis sobre los Evangelios que si Claudás me mata, mataréis de inmediato a los tres prisioneros que tenéis.

Así se lo juran, y él se marcha solo de la ciudad, armado con todas sus armas y con buen caballo, y se dirige hacia el ejército enemigo. Las gentes de Claudás lo reconocieron y lo recibieron con grandes muestras de alegría. Cabalgó hasta el pabellón del rey. Allí se quita el yelmo y cuando Claudás lo ve le muestra un gran júbilo, pues desde tan lejos como lo reconoció, se dirigió a él corriendo con los brazos abiertos, y le besa la boca con afecto, como haría cualquiera que tuviera cariño. Al punto, le dice Farién:

—Señor Claudás, no os besaré de grado —sabedlo— hasta que no sepa si seré tratado con justicia.

—¿Por qué lo decís?

—Porque habéis venido a asediar esta ciudad, según creo, y dentro de ella están mis amigos, que son muchos, mis iguales y mis deudos, a los que acepté el juramento para protegerlos de vos; si mueren o reciben daño ahora, será por mi culpa.

—¿Por qué me han cerrado la ciudad, que es mía, siendo ellos vasallos míos también?

—Os lo voy a decir: es normal que al ver venir gente armada, se defiendan o protejan hasta saber qué pueden esperar, paz o guerra; y como no sabíamos de qué gente se trataba, la ciudad se puso en guardia. Si prometéis entrar en ella como señor, manteniendo la paz, haré que os la abran de inmediato, y podréis entrar.

—No entraré si no es causando un gran daño a los de dentro.

—Señor, los he aceptado bajo mi protección: os pido y suplico como vasallo vuestro que no hagáis que me avergüence; recibidlos en paz y si han hecho algo malo contra vos, lo repararán de acuerdo con vuestra voluntad.

Claudás le contesta que no hará nada de eso, a la vez que sus mejores nobles le dicen que si no venga sobre los de la ciudad la muerte de su hijo «y la gran afrenta que os hicieron, no volveréis a ser honrado en la tierra».

Avanza un poco Farién y le dice:

—Señor, señor, soy vasallo vuestro y mientras me necesitasteis no os abandoné. Ahora estáis por encima y ya no os hago falta: os devuelvo el homenaje, pues no aceptáis mi consejo, ni queréis escuchar mis súplicas; lo hago así porque me parece que me estimáis en poco y que sospecháis y dudáis de mí; me iré a algún sitio donde se me quiera y ame. Y vosotros, señores nobles y caballeros, que consideráis a vuestro señor como afrentado y deshonrado si no toma venganza de los de dentro, ahora se verá cómo le vais a ayudar a vengarse. No hablabais así cuando estaba en peligro de muerte ante el palacio, que yo lo salvé con mis propias manos cuando ya había una espada dispuesta a clavarse en su cuerpo. Tened por seguro, vos y él, que dentro estaremos tantos caballeros como para mantener un duro combate. Pero si uno solo de vosotros se atreve a decir que los nobles de Gaunes han cometido alguna falta en contra de su señor, aquí presente, y que por ella merecen ser desheredados y morir, estoy dispuesto a defenderlos ahora mismo.

Farién se ofrece a combatir de este modo delante del rey Claudás y tiende su gaje, pero ningún caballero se atrevió a lanzar acusación alguna. Claudás, con rostro de hombre airado, le dice a Farién:

—¿Cómo, Farién? ¿Siendo vasallo mío intentáis que me alíe con mis enemigos mortales y estáis dispuesto a combatir por ellos contra los caballeros de mi casa?

—Por Dios, no soy vasallo vuestro, ni ellos son todavía enemigos mortales vuestros; procurad que no lleguen a serlo. Yo os pido por ellos que obréis con justicia y a cambio están dispuestos a hacer lo que les pidáis: perdonadlos como se perdona a los vasallos.

Claudás le responde que en modo alguno lo hará, ni escuchará ninguna súplica más.

—Señor, he deshecho el juramento que os hice y a partir de ahora quiero que sepáis que no tenéis peor enemigo que yo. Me voy sin pediros permiso y sin amaros, pero antes os exijo que cumpláis la promesa que me hicisteis como leal rey de que seríais mi prisionero cuando así os lo pidiera. Así os lo requiero ahora, por vuestra fe.

Claudás le contesta que nunca le prometió tal cosa y Farién le responde que estaba dispuesto a demostrárselo allí mismo, si se atreve a defender lo contrario.

—Farién, estás loco al desafiarme de ese modo delante de mi gente; pero no conseguirás combatir, pues si te mato se me volverá a mal, y no a bien. Te exijo que conserves tu vasallaje hacia mí —como debes—, ya que no te he hecho nada malo, ni nunca te lo hice, que yo sepa.

—Señor Claudás, si yo no hubiera sido vasallo vuestro y vos hubierais intentado impedirlo, os lo hubiera hecho pagar caro, pero yo tenía que mantener la promesa que os hice, fuera buena o mala; ahora os exijo que cumpláis la vuestra. Tened por seguro que soy vuestro peor enemigo y que no entraréis en la ciudad, pues habrá bastantes que lo impidan: no hay un solo hombre, que pueda llevar armas, que no desee vuestra muerte y os mataría si pudiera; a partir de ahora, si yo no muero, tendréis que estar atento día y noche, y no dormiréis tranquilo, pues oiréis frecuentemente ruido y gritos cerca de vos y veréis cómo rompen vuestros pabellones y los arrasan, y cómo matan e hieren sin cesar a vuestros hombres.

—¿Cómo, Farién? ¿Tengo que estar en guardia por ti?

—Así es; mientras yo pueda golpear con la espada no estaréis seguro, y deberéis temer algo más que la prisión. Cuando me haya ido, si seguís vivo, no esperéis de mí otra cosa que la muerte, por poco poder que tenga mi alma. Y si amasteis en algo al señor de Saint Chirre, se lo tendréis que expresar a su alma y no a su cuerpo, pues antes de que yo vuelva a probar bocado, su cabeza y las de sus compañeros estarán a la distancia de un tiro de catapulta de sus cuerpos.

Inmediatamente pica al caballo con las espuelas y se aleja de Claudás, regresando hacia la ciudad. Entonces salen al galope tras él los veinte caballeros, con los escudos al cuello y las lanzas apoyadas en el arzón. Al ver que lo persiguen, se escapa y llega a la puerta. Entonces empieza a gritarle su sobrino a Farién, que estaba encima de la puerta:

—¿Cómo, buen tío, os van a atacar y perseguir sin que se dé un solo golpe?

Farién se vuelve y golpea a uno de los que le seguían, y lo hace con tanta fuerza que el hierro y el asta de la lanza le entran en el cuerpo, y caen a tierra él y el caballo de forma que se rompe la pata derecha y la lanza vuela en pedazos. Desenvaina la espada con rapidez y corre contra los otros que venían detrás; mientras tanto, los de dentro abren la puerta y están ya montados a caballo para ir en su socorro.

En esto, Claudás había llegado al galope, con un bastón en la mano; hace que se retiren los que habían iniciado la persecución dándoles con el bastón hasta que lo rompe, y los maldice e insulta:

—¡Hijos de puta, cobardes, haré que acaben con todos vosotros!

Y poco faltó para que lo afrentaran y mataran allí mismo. Claudás, en el momento en que los separó e hizo que retrocedieran sus hombres, llevaba una cota corta de duras mallas y un capelete en la cabeza, tenía ceñida la espada y montaba un caballo fuerte y veloz.

Salieron entonces numerosos caballeros de dentro, con Lambegue al frente, que iba perfectamente armado sobre un caballo al que apreciaba mucho; llevaba la lanza enfilada e iba a galope tendido hacia Claudás, contra quien dirige caballo y lanza, cuerpo y corazón, pero le grita desde lejos, de forma que pueda escapar huyendo o defenderse. Claudás vuelve la cabeza del caballo hacia el que le daba tan grandes voces.

Lambegue le grita:

—Claudás, por la Santa Cruz, habéis llegado demasiado lejos en la persecución y os volveréis con deshonra o sabréis si el acero de mi lanza sirve para cortar.

Cuando Claudás ve que contra él se dirige el hombre que más lo odia, no se siente seguro, pues está sin lanza, sin yelmo y sin escudo: tiene miedo de morir si espera. Y, sin más, se da a la fuga. Lambegue galopa tras él y acercándosele le grita: «¡traidor!». El rey desenvaina la espada y vuelve la cabeza: estaba completamente solo, pues sus gentes le temían y habían retrocedido tan pronto como vieron que obligaba a que se volvieran los que acosaban a Farién.

—¿Qué te ocurre —sigue gritándole Lambegue—, malvado traidor? ¿Vuelves hacia tu enemigo mortal que no quiere nada tanto como tu muerte, cobarde sin palabra, que pretendes que maten deslealmente a mi tío?

Cuando Claudás oye al que lo odiaba más que nadie que lo llama cobarde y traidor, y que va al galope tras él, siente, gran temor. Sabe que corre gran peligro si lo espera, pues tendrá que esquivar el hierro de la lanza sin escudo; pero si se va sin hacer nada, se considerará deshonrado para siempre. Sin embargo, teme más una vida sin honra que una muerte digna; se encomendará a Nuestro Señor: levanta la mano derecha y se hace el signo de la cruz en el cuerpo y en la cara; después, toma la espada y vuelve la cabeza del caballo hacia el que le persigue y lo hace como si no le importara la muerte y como un valiente, y entonces empieza a gritar:

—¡Lambegue, Lambegue, callad; no es necesario que vayáis tan deprisa, pues en breve me alcanzaréis y lo mismo que puedo defenderme de ser llamado traidor, sabrás que no soy cobarde!

Cuando Lambegue lo ve venir, se alegró más que nunca. No tardó en llegar a donde estaba el rey, pues ya llevaba un rato galopando con un caballo fuerte, rápido y veloz. Claudás no va a su encuentro, sino que le espera con la espada desenvainada. Lambegue lo golpea en el pecho, un poco alto, apoyándose con toda su fuerza: si lo hubiera alcanzado un poco más abajo, con la rabia que llevaba y la fuerza con que iba, lo hubiera matado sin remedio. A pesar de todo, lo golpeó con vigor y él pensó que moriría rápidamente derrotado; pero los arzones lo sostuvieron derecho y no se movió con el choque; las mallas de la cota resistieron sin ceder. El rey tenía mucha fuerza: la lanza voló en pedazos y al paso de Lambegue le dio un tajo con la espada en el rostro: el yelmo no pudo evitar que la espada llegara hasta las mallas de la cota y a la cofia que había debajo. Lambegue se quedó aturdido: con la espada dio contra el arzón de atrás y los ojos le hicieron ver chispas en la cabeza. Claudás, por su parte, cayó del arzón después del golpe que había recibido y quedó así durante un buen rato.

Empieza el combate; los más valientes montan en los arzones. Mientras, Lambegue vuelve al rey y lo encuentra como desmayado sobre el arzón delantero y sujetándose con las dos manos al cuello del caballo. El sobrino de Farién desenvaina la espada dispuesto a cortarle la cabeza, pero el caballo que tenía Claudás era fuerte y empezó a correr, de forma que el golpe cayó sobre el capelete que tenía en la cabeza; cortó la orla hasta la base y el filo siguió descendiendo por el cuello por encima de la cofia de estrecha malla: muchas mallas entraron en el cuello y en la cabeza. Si el rey había quedado malherido con el golpe de la lanza, este nuevo golpe no lo sanó: durante mucho tiempo no oyó nada y perdió el dominio de la cabeza y de todo el cuerpo, y voló al suelo.

Lambegue se dispone a desmontar, pero las gentes de Claudás se precipitan rápidamente hacia allí y le obligan a desistir de su propósito. Al verlos siente un gran enfado, y por poco no pierde el sentido; le gustaría cumplir al precio que fuera la venganza que no ha podido cumplir sobre Claudás, muy a pesar suyo.

Se coloca el escudo delante del pecho, espolea el caballo y se dirige con la espada desenvainada contra uno que viene delante de todos los demás, a un tiro de piedra. Venía con la lanza bajada, a galope tendido: al chocar con el escudo el asta se hizo pedazos. Lambegue le da con la espada en el rostro con tanta fuerza que le rompe el nasal un poco por encima de los ojos, y al recuperar la espada la ve llena de la roja sangre de su enemigo, que al punto cae a tierra. Lambegue se dispone a enfrentarse con los demás, que ya llegan; sujeta con fuerza la espada y se apoya firme en los estribos, se acerca el escudo al pecho y quiere dirigirse a ellos, pero su tío Farién llega hasta él al galope y le sujeta el caballo por el freno y se lo lleva hacia la puerta. Las gentes de Claudás no tardan en darles alcance: los golpean en el yelmo y rompen las lanzas contra sus cuerpos, pero a pesar de todo, consiguen refugiarse en la ciudad el tío y el sobrino y otros muchos que habían salido en su auxilio. Pero Farién y Lambegue no se han retirado de forma fea, pues sin cesar han ido derribando a los más veloces y han dado buenos golpes el uno por el otro, y ambos tienen la espada teñida de rojo.

Han regresado a la ciudad; se cierran las puertas y caen rastrillos. Lambegue y Farién se dirigen a la torre, pero no van como caballeros descansados que no han hecho nada, pues a ambos se les conoce el esfuerzo porque han perdido sangre en muchos lugares, tienen los yelmos destrozados y abollados y los escudos agujereados por las gruesas lanzas y cortados y rotos por todas partes por los golpes de las espadas. Cuando los tres caballeros que estaban en prisión por Claudás los ven llegar así, sienten gran miedo por ellos mismos, sobre todo al oír que Lambegue le dice enfurecido a su tío:

—Señor, por Dios, dejadme matar a estos traidores a despecho del desleal Claudás, que quería que nos dieran muerte.

—No, buen sobrino, pues no merecen morir por las culpas de otros, y su señor sólo ha cometido una traición en contra de mí y eso no es suficiente para dar muerte a ningún noble.

Así apacigua con gran esfuerzo Farién a su sobrino. A continuación se quita el yelmo, pero no tarda en llegar un escudero que les dice que vayan a la puerta donde ha tenido lugar el combate, pues Claudás quiere hablar con Farién, y los nobles de la ciudad lo habían mandado porque les tardaba oír lo que el rey quería decir. Vuelven ambos a montar a caballo, hacen que les lleven el yelmo y cuando llegan a la puerta, se la abren. Se acerca a ellos de parte de Claudás un caballero completamente desarmado y le dice a Farién que el rey le espera fuera, sin compañía, y que le pide que vaya solo, pues ha hecho que se retiren todas sus gentes, cosa que era cierta, tal como decía el caballero.

Farién va allí solo. Cuando el rey lo ve le pregunta por los tres prisioneros y le pide que le diga la verdad como caballero leal. Farién le contesta que los tres están sanos y salvos. El rey temía que los hubieran matado, pues sabía que Farién era hombre riguroso y que Lambegue era felón; por eso, le dice a Farién:

—Farién, sin motivo has roto el juramento de vasallaje que te unía a mí; te exijo —como a hombre leal— que lo vuelvas a mantener como debes, pues no te he hecho ningún daño por el que debas abandonarlo.

—No lo haré, pues no os podría amar y entonces sería traidor y desleal.

Claudás intentó convencerlo de muchas formas, y al final dijo:

—Farién, procura que mis prisioneros no sufran ningún daño; y ahora márchate ya que no deseas oír mis súplicas. Estoy dispuesto a ofrecerte lo que me pedías hace poco: ir como prisionero a donde quieras llevarme, como te prometí.

—¿Cómo?

—Te prometí como a vasallo mío que en cuanto me lo pidieras me entregaría a ti como prisionero: en el momento en que vuelvas a ser vasallo mío lo haré, después de que me prometas que no tendré que temer a nadie y que no habéis tenido noticias de los hijos del rey Boores. Si no queréis hacerlo así, tendrás que irte, pues no volveré a aceptar ningún consejo tuyo, ni bueno ni malo, ya que no te podré considerar vasallo mío. Diles a los nobles más importantes de ahí dentro que vengan a hablar conmigo.

Y a continuación le da los nombres de hasta diez caballeros.

Farién vuelve y envía los nobles a Claudás. Al verlos, éste les dice, sin dirigirles ningún saludo:

—Señores, todos vosotros sois vasallos míos; yo os amaba mucho y vosotros os habéis portado tan mal que difícilmente lo podríais recompensar, si yo pusiera la pena a la altura que vuestro comportamiento exige; pero no quiero hacerlo, y sabéis que tengo fuerzas y poder como para cogeros ahí dentro y que no podáis resistir. Habéis hecho que Farién venga a solicitar la paz, pero me ha devuelto su homenaje y ya que no quiere ser vasallo mío, no voy a hacer nada por él, pues no tengo por qué ayudarle. Os diré cómo podréis obtener la paz y treguas de mí; os juro por los santos de esta ciudad que no lo conseguiréis de otro modo, y si os puedo tomar por la fuerza, haré que os maten y descuarticen a todos: primero, me debéis jurar que mi hijo Dorién no recibió la muerte por vosotros, ni por consejo vuestro; después, me entregaréis a algún habitante de la ciudad para que yo haga lo que quiera. Si no lo aceptáis, marchaos y preparaos para defenderos con todo vuestro poder, pues seréis atacados con violencia y de forma incesante, y no cesaré aunque esté aquí todo el poder de mi señor el rey de Gaula. Y si no consigo tomar la ciudad a la fuerza, no aceptaré compensación alguna si no es la de vuestros propios cuerpos, y así lo juro por Dios.

Al oírlo se muestran a la vez contentos y tristes; contentos porque pueden conseguir la paz, y tristes porque uno de ellos se tiene que quedar y saben que, pase lo que pase, morirá.

—Señor —díce Leonches de Paerne—, hemos oído vuestros deseos y los cumpliremos con gusto; decidnos ahora a quién queréis que os entreguemos, y si es alguien a quien os podamos dar, así lo haremos.

—Os lo voy a decir: entregadme a Lambegue, el sobrino de Farién.

—Señor —le contesta Leonches—, eso no puede ser porque nosotros nos convertiríamos en traidores al entregaros para que le dierais muerte al mejor bachiller de todo el reino, y en el que tenemos la mayor confianza. Si Dios quiere, no obtendremos la paz mediante asesinato, ni mediante traición; independientemente de lo que quieran hacer los nobles del reino, por mi parte, yo no doy el consentimiento.

—Y vosotros, los otros once, ¿qué decís? ¿Os dejaréis destruir y atrasar esta ciudad por no entregarme a sólo un caballero?

Le responden que no harán nada en contra del consejo de Leonches, pues es el más noble caballero del reino.

—Ya os podéis marchar, pues a partir de este momento no conseguiréis treguas ni paz, pero antes os exijo como a vasallos míos que me devolváis los tres prisioneros que tenéis, o que me juréis sobre los Evangelios que no sabéis nada sobre los hijos del rey Boores, y que ignoráis si están vivos o muertos.

—Señor —responde Leonches—, no sabemos nada de los niños, pero además, no fuisteis vos quien nos entregó a los prisioneros, sino que fue Farién y le juramos que le ayudaríamos contra quienes intentaran causarle daño sin razón. Y ya que se lo juramos así, no podemos ni debemos ir en contra de él, pues cometeríamos deslealtad: cuando alguien es desleal, queda deshonrado.

—Tened por seguro que los tendréis que entregar, o no os volveré a amar de todo corazón; procurad que no muera ninguno de ellos, pues moriríais todos vosotros. Ahora, marchaos y que cada uno obre lo mejor que pueda.

Los doce caballeros regresaron muy afligidos, pues saben que la ciudad no podrá resistir frente a Claudás.

Apenas llegaron junto a los demás, Farién vio la mala cara que traían con sorpresa. Les pide noticias del rey Claudás y le contestan que son muy malas.

—¿Qué oculte?

—No podremos obtener paz ni treguas si no le entregamos a Lambegue, vuestro sobrino, para que quede totalmente a su disposición: así llegaríamos a un acuerdo.

—Y ¿qué habéis decidido?

—¿Qué? Por Dios —responde Leonches de Paerne—, no estaré yo presente cuando un caballero como él, que nos ha ayudado tanto, sea entregado a la muerte, y no seré yo quien dé tal consejo.

Estaban allí reunidos los hombres más prudentes de la ciudad y del reino, y Farién, dirigiéndose a todos, dijo:

—Señores, ¿qué os parece lo que ha solicitado Claudás a estos nobles?

Todos aceptan la decisión de Leonches, y no hay uno solo que no diga que sería gran daño lo contrario; acuerdan resistir cuanto puedan resistir y cuando no puedan más —y si Dios no quiere ayudarles— saldrán fuera de la ciudad a vender su vida tan cara como puedan, pues la gente honrada no debe cometer asesinato ni deslealtad para salvarse.

Al oírlos, Farién siente gran aprecio por ellos y se alegra; querría recompensarlos si pudiera por la lealtad que le han demostrado. Y así se disponen a defenderse: se separan y cada cual va a su alojamiento, y Farién y su sobrino se dirigen a la torre. Cuando estuvieron desarmados, Farién sube a las almenas y contempla por todos los lados la multitud de gente que hay en el ejército enemigo: sabe que la ciudad no puede ser defendida, y será tomada, pues tienen muy pocos alimentos para todos los que están dentro; empieza a llorar con amargura y suspira en el corazón. Mientras lloraba y suspiraba así, llegó su sobrino Lambegue: al oír que se queja y lamenta de tal modo, se dirige hacia él en silencio, despacio, para que no se pueda dar cuenta, y escucha y oye que se está diciendo a sí mismo:

—¡Ay! Buena ciudad, honrada desde antiguo, poblada de hombres nobles y leales, casa y sede real, hostal de justos jugadores, refugio de gozo y alegría, corte llena de buenos caballeros, ciudad honrada por valiosos burgueses, país lleno de leales vasallos y buenos señores, tierra repleta de todo tipo de cosas buenas, ay, Dios, ¿quién podía soportar el dolor de ver la destrucción de todo esto por salvar la vida de un niño? ¡Ay! Buen sobrino Lambegue ¡Ojalá quisiera Dios, que por vosotros padeció muerte, que yo me encontrara en tu lugar! Por Dios, me gustara o no, yo iría al rey Claudás para evitar el dolor del feliz reino de Gaunes, pues sería una muerte muy noble y buena la que produjera tanto provecho en la tierra.

Tras estas palabras guarda silencio, no dice nada más y empieza a llorar con amargura. Lambegue se le acerca y le dice:

—Señor, señor, no os lamentéis, pues por la fe que os debo, os aseguro que a cambio de salvar mi vida no se perderá la ciudad y si voy a conquistar tan gran honor como habéis dicho, me entregaré a la muerte con tranquilidad y alegría.

—Buen sobrino, te equivocas, pues a pesar de lo que estaba diciendo, no deseo tu muerte ni recomendaré tal cosa: que Dios no me permita verla; esperaremos la misericordia divina y si no nos llegan socorros, lo peor que nos puede ocurrir es que salgamos a enfrentarnos con la hueste enemiga; tal vez tuviéramos la suerte de vernos libres para siempre.

—Todo eso no será necesario, ya que al entregarme yo, la ciudad podrá quedar en paz sin que haya ningún herido.

—¿Cómo?, buen sobrino, ¿de verdad te vas a entregar a Claudás?

—Sí, mi buen tío, de verdad. No volverá a cometer daño; ya que mi muerte puede salvar a una ciudad tan hermosa y a tantos valientes como hay en ella, debo hacerlo; y a vos mismo os he oído decir que si estuvierais en mi lugar, iríais, decidido, a la muerte. Del mismo modo que vos lo haríais, yo quiero hacerlo, pues bien sé que no haríais nada deshonroso.

—Buen sobrino, ya veo que estáis decidido a ir: lo siento mucho, pero me parece bien. Lo siento porque nada podrá guardarte de la muerte; me parece bien porque ningún caballero habrá muerto con tanto honor como tú, pues por ti quedará a salvo todo el pueblo de este país.

Inmediatamente después, Lambegue va a donde están los nobles, los llama y reúne, diciéndoles:

—Señores, si me entregáis al rey Claudás, ¿cómo estaréis seguros de obtener la paz y de ganar su amistad?

Le preguntan por qué lo dice.

—Porque si os asegura las dos cosas, no será difícil lograrlas, pues estoy dispuesto a entrar ahora mismo en su prisión.

Al oír tales palabras empiezan todos a llorar y le responden que en modo alguno lo permitirán, pues sería una gran calamidad que recibiera muerte siendo tan joven, ya que aún podría lograr grandes honores. Él contesta que por más que le aconsejen no podrán quitarle del corazón su deseo, «y no temáis que Claudás me mate, pues sé que quiere retenerme en su prisión».

Una vez más le responden que no lo permitirán, porque si Farién lo supiera, perdería la razón y daría muerte a todos los que estaban en el consejo.

—Por él —contesta Lambegue— no os preocupéis, pues he tomado mi decisión con su consentimiento.

Al punto van a buscarlo y le cuenta lo que su sobrino acababa de decirles. Farién responde que si tanto deseo tiene, que no se lo impedirá, pues no podría morir de muerte más honrosa. Ante tal decisión, envían a Leonches de Paerne para que le pregunte a Claudás cómo les asegurará que, cuando Lambegue sea su prisionero, no tomará represalias por la discusión que habían tenido.

El rey le contesta que lo hará como ellos quieran.

—Desean que se lo juréis —le dice Lambegue— delante de ellos y ante los más nobles de vuestra corte.

Claudás lo acepta y añade:

—Ellos me jurarán que no dieron muerte a mi hijo, ni aconsejaron que lo mataran.

—Lo harán con mucho gusto.

Fijan para el día siguiente el encuentro y para mayor seguridad así se lo promete Leonches a Claudás y el rey al mensajero.

Por la mañana se hicieron los juramentos por ambas partes, y devolvieron los prisioneros de Claudás, pues tal era el acuerdo. Entonces, se dirigió Farién a su sobrino y le dijo:

—Buen sobrino Lambegue, vais hacia la muerte más alta que ha recibido ningún caballero; antes de marcharos os confesaréis, pues así lo deseo.

—¿Por qué, señor, acaso teméis que muera?

—Sí, ciertamente; estoy seguro de que no podrás librarte.

—Así me ayude Dios, no temeré a la muerte mientras vos podáis llevar escudo; más atormenta mi corazón el tener que estar a merced de mi enemigo mortal. Esa es la angustia que supera a todos los dolores, pues la muerte no es más que alegría y solaz en comparación con el tener que hacer y decir cosas que van en contra de mi corazón. De todas formas, como vuestra voluntad es que me confiese, lo haré, pues nada que vos queráis será dañino para mí.

A continuación llama al obispo y se arrepiente ante Nuestro Señor Dios confesando todo lo que el corazón puede explicar por medio de la lengua. Después pide sus armas y su tío le dice:

—Buen sobrino, no las necesitaréis; lo que os será necesario será pedir compasión.

—Por Dios, no pienso hacerlo. Yo no me hubiera apiadado de él ayer, si lo hubiera vencido, y —si Dios lo permite— no me humillaré ante grandes señores, pues parecería ladrón o asesino condenado a muerte; iré como caballero, con el yelmo atado y el escudo al cuello: le entregaré mi espada y las armas, sin decir nada; no tengáis ningún miedo, pues por el respeto que os debo porque sois mi tío y mi señor, no golpearé a nadie, ni cometeré ningún acto reprobable.

Después de hablar así, le han entregado sus armas. Tras armarse y montar a caballo, encomienda a Dios a todos y se marcha sin permitir que nadie lo acompañe, y con la cara tan alegre que la gente se admira. Farién y los otros que están con él no están nada contentos, antes bien, manifiestan tal dolor por toda la ciudad de Gaunes que parece que han perdido lo que más querían en el mundo.

Lambegue cabalga hasta llegar al pabellón de Claudás; desmonta y se encuentra al rey armado con todas sus armas, pues sabía que el sobrino de Farién iba a ir del mismo modo; a su lado estaban unos cuantos caballeros suyos armados también, porque Claudás no se consideraba muy seguro si Lambegue llevaba armas, pues los tres prisioneros le habían contado cómo lo había hecho todo por su propia voluntad, ya que nadie se atrevió a pedírselo.

Lambegue llegó delante de Claudás y sin arrodillarse ni decir ninguna palabra, desenvaina la espada, la contempla y suspira. A continuación, la arroja a los pies del rey sin decir nada, se quita el yelmo de la cabeza, pues no se lo había atado, y lo arroja también a los pies de Claudás, y hace lo mismo con el escudo después. El rey recoge la espada y la levanta haciendo ademán de golpearlo con ella en la cabeza. Entonces sintieron todos los que estaban allí gran compasión, y hasta a los más felones se les saltan las lágrimas, pero Lambegue no se mueve en absoluto. Entonces, Claudás ordena que le quiten la cota y las calzas de hierro: de inmediato se acercan los criados y lo desarman; luego, se puso una cota fina de color rojo: era un caballero hermoso, bien proporcionado en el cuerpo y en los miembros, y no tenía ni bigote ni barba. Se mantenía en pie delante del rey, sin decir una palabra y sin mirar al rey cara a cara, sino de través y con el puño derecho apretado.

—Lambegue —le dice Claudás—, ¿cómo has sido tan osado que te has atrevido a entrar aquí? ¿Acaso no sabes que te odio más que a nadie?

—Claudás, ahora sabes que te temo poco.

—¿Cómo? ¿Ves aquí preparada tu muerte y aún me ofendes?

—Es una cosa a la que no tengo ningún miedo.

—¿Tan compasivo y misericordioso me consideras?

—Te considero el más felón y cruel de cuantos han existido; pero no te atrevas a matarme, si quieres vivir.

—¿Por qué dejaría de matarte? ¿Acaso no me matarías tú si me tuvieras en tu poder?

—No te tendré en mi poder en mucho tiempo, pues Dios no quiere, pero nada había deseado tanto.

—De una cosa se puede pavonear —le dice Claudás riendo y cogiéndolo por la mano— quien os tiene por compañero: de que conoce al caballero más atrevido de los que se han levantado hoy de la cama y el que tiene el corazón más duro. Si vivieras largo tiempo, llegarías a ser valiente y esforzado: Dios sabe que te hubiera dado muerte por conquistar medio mundo, y no deseaba otra cosa que tu muerte, pero no volveré a querer tal cosa, pues nadie mostró el valor que tú has tenido entregándote para morir por salvar a los demás. Y lo mismo que antes deseaba tu muerte, ahora te estimaré por el afecto que le tengo a tu tío Farién —si quiero ser justo— pues no puedo negar que me salvó de morir a manos de los que están en la ciudad.

Entonces, Claudás ordena que le entreguen ricas ropas, que eran suyas, pero Lambegue no las quiere tomar por nada. El rey le ruega que se quede con él, a lo que responde que no se hará vasallo de nadie sin que su tío lo haga antes que él.

Apenas ha dicho estas palabras, Claudás envía en busca de Farién: el que fue a por él lo encontró en la puerta, completamente armado, con el yelmo atado en la cabeza, y pensando cómo mataría a Claudás si éste daba muerte a su sobrino. No tardó en llegar ante el rey, que le dice:

—Farién, ya os he devuelto una parte de los servicios que me habéis hecho, pues he dejado libre a vuestro sobrino que se me había entregado dispuesto a morir: lo he hecho así por el afecto que os tengo y por su gran valor: esta mañana mismo no hubiera aceptado el resto del mundo a cambio de su vida. Tened por cierto que vosotros sois los dos caballeros cuyos servicios y compañía preferiría tener. Acercaos y aceptad mi ofrecimiento: os devolveré vuestras tierras y os las aumentaré con ricos feudos de grandes rentas.

Farién, que era sensato, no quiso dejar de hablar al rey Claudás, pues consideraba un gran favor el que le había hecho con su sobrino perdonándole el odio que le tenía por afecto hacia él.

—Señor —le dice al rey—, os doy las gracias como a uno de los hombres más valientes y nobles del mundo, por lo que habéis hecho por mí y por lo que me queréis dar; no rehúso ni vuestro servicio ni vuestro ofrecimiento, antes al contrario, los aprecio mucho. Pero hay una gran traba para cumplir lo que me pedís, pues he jurado sobre santas reliquias que no recibiría tierras de ningún hombre mortal sin haber tenido antes noticias fidedignas de los hijos de mi señor el rey Boores.

—Os voy a decir qué podéis hacer por mi amor: quedaos con vuestra tierra, sin rendirme homenaje ni haceros vasallo mío, y marchad en busca de los niños cuando queráis; es más, si así lo deseáis os daré una parte de mis hombres para que vayan con vos. Cuando los hayáis encontrado, traedlos aquí o llevadlos al lugar que os parezca, y yo os investiré con toda la tierra hasta que estén en edad de ser armados caballeros. Entonces, me rendirán homenaje y yo les daré sus tierras y vos lo haréis cuando los hayáis encontrado.

—Señor, no lo haré así, pues podría ocurrir que tuviera que enfrentarme con vos y entrar en vuestra tierra antes de que os lo pudiera hacer saber y entonces actuaría mal siendo feudatario vuestro y en mala hora os habría rendido homenaje. Os voy a proponer otra cosa: os prometeré como caballero que, ocurra lo que ocurra con los niños, los encontremos o no, no le rendiré a nadie homenaje sin hacéroslo saber antes, si estáis vivo; con eso bastará, no haré ninguna otra cosa.

—Bien sé por qué no queréis ser vasallos míos ni vos ni Lambegue: me habéis dicho que nunca me amasteis y que nunca me podríais amar.

—Señor, os lo he dicho y no os mentí, pues nunca os amé; pero ahora habéis hecho más por mí que lo que yo hice por vos y con ello os habéis ganado nuestros corazones. No puedo ni debo obrar de otra forma, pues ya habéis oído el impedimento; no obstante, estemos donde estemos mi sobrino y yo, no tendréis que preocuparos por nosotros, pues os lo haremos saber antes. Y ahora nos vamos a ir a cumplir con nuestra búsqueda, si nos lo permitís.

Cuando Claudás ve que no puede retenerlos, les da permiso por los nuevos acuerdos. Lambegue se vuelve a armar y monta a caballo; entonces Claudás hace que le entreguen una lanza de acero muy cortante y de fuerte asta, pues no tenía cuando entró en su pabellón.

Con esto, se van los dos y regresan a la ciudad, donde se despiden de todos los nobles. Farién reúne a su mujer y a sus hijos para llevárselos.

Así queda hecha la paz entre los nobles del reino de Gaunes y los de Claudás. Pero la historia deja aquí de hablar de ellos y vuelve a Farién y a los hijos del rey Boores de Gaunes que están en el lago custodiados por la buena dama que los criaba con cariño.

Historia de Lanzarote del Lago
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