XIX
Cuenta ahora la historia que las dos hermanas estaban deshechas de velar, ayunar, llorar y meditar día y noche. La reina de Gaunes había oído la noticia de la desaparición de los dos niños: que Claudás los quería matar y que una doncella se los llevó con gran habilidad. Como ignoraba dónde estaban y si estaban bien o a disgusto, sufría mucho ella y también su hermana, la reina de Benoic, con gran dolor en sus corazones, aunque a la de Gaunes le pesa más porque era la madre; por eso empezó a debilitarse rápidamente, pero no dejaba de asistir a maitines todos los días. Y a pesar de que llevaba una vida santa, de auténtica religión, no superaba a su hermana la reina Elaine de Benoic, que vestía en todo momento la áspera estameña por debajo de la camisa blanca y delgada; no había comido carne desde que entró en la orden, aunque estuviera enferma, y se levantaba todas las noches dos veces: una, para antes de maitines o poco después, según los cantaran temprano o tarde; entonces rezaba todo lo que sabía, sin lámparas, pues no quería que nadie la viera, y esto lo hacía todas las noches de invierno, levantándose dos veces. Sólo comía en el refectorio y dormía siempre en el dormitorio común. Nunca estaba tan bien calzada como para no ir tocando el suelo con la planta del pie; mantenía orden y silencio dentro y fuera del claustro y no hablaba sin el permiso de su abadesa, a no ser que estuviera lamentándose y pidiendo compasión a Nuestro Señor, y eso lo hacía a solas, sin acompañamiento de nadie. Pasó muchos días sin comer más que hierbas y hubo muchos días que no comió nada. Cuando se encontraba aturdida de cantar, de estar en el claustro, de velar, de ayunar o rezar, descansaba pero lo hacía de hinojos o de rodillas, y entonces escuchaba vidas de santos de boca de un capellán, de los tres que había allí de su casa.
Tal era la vida que llevaba la reina Elaine de Benoic en el Monasterio Real y Nuestro Señor le mostró que le agradaban sus servicios, pues ella se mantenía relativamente gruesa en el rostro, blanca y sonrosada, y tan hermosa que cualquiera pensaría que no llevaba a cabo ni la séptima parte de los sacrificios que hacía. Mantuvo este tipo de vida durante mucho tiempo, mientras que su hermana Evaine, que era de complexión más débil y peor, tenía que acostarse enseguida y cuando se levantaba parecía que se fuera a morir; otras veces se levantaba a maitines y a cantar las demás horas, pero se le notaba en el rostro el cansancio del cuerpo, pues lo tenía delgado y pálido, y tenía la voz tan apagada y débil que cuantos la oían pensaban que moriría de inmediato.
Cuando supo que sus hijos habían desaparecido y que no se había vuelto a tener noticias de ellos, empezó a empeorar día tras día, y no pudo levantarse de la cama, pero todos los días le rogaba a Nuestro Señor que, antes de que abandonara este mundo, le permitiera saber noticias ciertas de sus dos hijos, y si estaban vivos; si habían muerto no quería saberlo, pues deseaba morir con el espíritu tranquilo, de modo que ninguna calamidad de la tierra acelerara su fin.
Estando en estas oraciones y en estos rezos, tuvo una visión; se quedó adormecida y su espíritu se alegró y se fue en poco tiempo muy lejos: le pareció que estaba en el extremo de un hermosísimo jardín, en el límite con un bosque grande y tupido. Alrededor del jardín había casas bellas y bien construidas; contempló todo esto y vio a numerosos niños que salían de las casas, pero entre ellos había tres que parecían ser señores de los demás; uno de los tres era más grande y más hermoso, e iba en el centro; los dos que estaban a sus lados tenían dos hombres que les daban protección. De inmediato reconoció a Farién y a Lambegue, su sobrino, pues entonces todavía estaba vivo Farién. Supuso que los dos niños eran sus hijos, pero no sabía quién era el otro, e incluso de sus propios hijos no podía distinguir nada. En ese momento se le acercó un hombre al que no conocía y se la volvió a llevar a la abadía rápidamente, entristecida y preocupada porque no había podido reconocer a los tres niños.
Cuando se despertó, sintió la tristeza que había tenido en el sueño; se miró la mano derecha y encontró escritos en ella tres nombres: Lionel, Boores y Lanzarote. Entonces se puso muy contenta y lloraba de alegría. Llamó a su hermana y le contó la visión «y sabed, buena hermana, que vuestro hijo es mucho más hermoso que cualquier niño; nunca vi a ninguno tan bello ni tan agradable».
Entonces le cuenta cómo lo había visto, con lo que la reina de Benoic siente una gran alegría.
—Buena hermana —le dice la de Gaunes—, ahora veo que Nuestro Señor quiere que me vaya de esta vida, pues ha cumplido todos mis deseos; a Él encomiendo mi espíritu.
A continuación se confesó de todos sus pecados y tardó mucho en irse el alma del cuerpo. Le hicieron grandes honores, como correspondía a una reina, y su hermana la reina de Benoic sufrió gran pena.
Pero la historia, ya no sigue hablando de ellas ni de su compañía, y vuelve a hablar del rey Arturo.