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Cuenta ahora la historia que cuando Lanzarote regresó a la prisión de Morgana, ésta se esforzó en alabarle mucho, para que le dijera su secreto, si podía ser; pero todo fue en vano, pues no llegó a saber nada y sólo vio en su dedo un anillo con una esmeralda muy rica. Era un anillo pequeño y extraordinariamente hermoso; tan pronto como lo vio, se dio cuenta de que había sido de la reina, el mismo que le había visto cuando lo dejó ir a la Dolorosa Torre, y es cierto que la reina se lo había dado.
Morgana deseaba hacerse con el anillo, y se lo pidió muchas veces a Lanzarote, pero no lo pudo conseguir; piensa que, ya que no lo puede obtener por las buenas, lo conseguirá por la fuerza. Tenía Morgana otro anillo que también había sido de la reina; no había nada en el mundo que se pareciera tanto al de Lanzarote, pero no tenía ninguna virtud contra los encantamientos, mientras que el de Lanzarote no se podía conseguir ni con hechizos, ni con sortilegios. En el engaste de la piedra había dos extrañas figuras, que nadie sabía decir qué significaban, ya que sólo podían verse con gran esfuerzo.
Cuando Morgana vio que Lanzarote no le daría el anillo ni a la fuerza, ni mediante súplicas, dejó de hablar del asunto y durante mucho tiempo hizo como que no le interesaba, diciéndole que todo lo había hecho para probarlo. Morgana intentó conseguir el anillo con todo tipo de encantamientos, pero de nada le sirvió. Tomó entonces una hierba llamada sopita: no hay nadie que, después de probarla, no se quede dormido hasta que lo despierten a la fuerza. Se la dio de beber, macerándola en fuerte vino y, fingiendo que deseaba que estuviera más cómodo, le colocó bajo la cabeza la almohada que le puso cuando se lo llevó del Valle de los Falsos Enamorados a su prisión.
Aquella noche Lanzarote durmió profundamente; Morgana le quitó el anillo del dedo y le puso el otro en su lugar, haciéndolo lo más en secreto que pudo, pues sabía que si se daba cuenta, nadie podría evitar su enfado. Por eso, lo estuvo contemplando un buen rato, para ver si lo había notado y, luego, hizo que se mirara el dedo en varias ocasiones: Lanzarote, que no esperaba el engaño, no se dio cuenta. Entonces, Morgana llamó a una doncella suya muy discreta, para que fuera a la corte del rey Arturo, y le dijo las palabras que debía repetir allí, tal como oiréis. La doncella emprende el camino a Londres, donde estaban el rey, la reina y Galahot, que esperaba aún las noticias que mucho le tarda oír.
En el momento en que la doncella llegó a la corte, el rey, la reina, Galahot y mi señor Galván estaban hablando a solas en una alfombra, discutiendo qué harían con el asunto de Lanzarote, pues sentían gran miedo de que hubiera muerto: habían pasado ya diecisiete días desde Pentecostés y, unos por otros, habían sufrido tanto que todos estaban muy desmejorados.
La doncella descabalga y se dirige a donde estaban hablando los cuatro, tristes. Saluda al rey y a sus acompañantes, y dice:
—Señor, he venido aquí desde lejanas tierras y os traigo extrañas noticias; antes de nada, quiero que me deis todo tipo de garantías, vos y todos vuestros hombres, que por nada que diga recibiré daños ni afrentas: no sé si alguien de aquí me querrá mal por las nuevas que traigo.
El rey le promete bajo juramento que no deberá preocuparse ni por él, ni por ninguno de sus hombres:
—Hablad, doncella —le ordena—, pues nunca el mensajero fue censurado en mi corte por las noticias que traía, y, desde luego, ninguna doncella tendrá que preocuparse, en cualquier sitio en donde yo tenga poder.
Entonces la doncella comienza su razón, diciendo en voz tan alta que todos y todas la oyen:
—Rey Arturo, os traigo noticias de Lanzarote del Lago: sabed que nunca lo volveréis a ver en vuestra casa, ni vos ni ninguno de vuestros compañeros, pues se ha ido a un sitio en el que no podrá ser encontrado fácilmente. Y aun en el caso de que fuera encontrado, de nada serviría, pues me atrevo a afirmar que nunca volverá a colgarse escudo del cuello.
Al oír estas palabras, se le enfría el cuerpo a Galahot, el corazón le aprieta en el vientre y cae desmayado entre los demás. El rey se pone en pie y lo toma en brazos con la ayuda de mi señor Galván. La reina está extraordinariamente angustiada y no puede seguir allí, temiendo que le ocurra alguna desgracia; se pone en pie para retirarse a sus habitaciones, pero la doncella se lo impide, gritándole al rey:
—Señor, si permitís que la reina se vaya, no sabréis por mí más de lo que ya os he dicho.
El rey, que desea saberlo todo, promete bajo juramento que no se irá. Mi señor Galván va a ella y la retiene, diciéndole:
—Señora, por amor de Dios, nos privaréis de todo si os marcháis.
La reina regresa con gran angustia; cuando Galahot vuelve en sí, se queja con dolor y le dice a la doncella:
—Por Dios, decidnos la verdad acerca del mejor caballero del mundo, por qué no se volverá a colgar ningún escudo del cuello y si está vivo o muerto, pues nos traicionaríais si no dijerais nada más.
—En el nombre de Dios, lo diré todo ya que el rey y vosotros me ordenáis que así lo haga. Lanzarote, cuando se marchó de la Dolorosa Torre, combatió con uno de los caballeros mejores del mundo; fue herido por una lanza en el cuerpo, y perdió tanta sangre por la herida que pensó que moriría. Por eso, confesó públicamente el vil y horrible pecado de haber deshonrado durante mucho tiempo a su señor, que aquí está, con su mujer, y me ordenó que lo dijera en esta corte, pues yo me encontraba presente cuando se confesó. Después de acusarse ante todos por sus villanías, prometió por Dios que no volvería a pasar más de una noche en cada poblado y que el resto de sus días vestiría camisa de lana e iría descalzo; nunca más volverá a colgarse escudo del cuello, ni a vestir armas. Como quiere ser creído, le recuerda a mi señor Galván las palabras secretas que se dijeron la noche que se marchó de la Dolorosa Torre, pues éste le preguntó si iba a algún sitio en el que sus amigos debieran temer por él y él le respondió: «Señor, no os preocupéis, pues me voy a un buen sitio».
Mi señor Galván reconoció sin dificultad las pruebas y siente una gran angustia, a la vez que muestra la mayor tristeza. La doncella se vuelve hacia la reina y le tiende, a la vista de todos los presentes, el anillo que Morgana había quitado del dedo de Lanzarote, y luego dice:
—Señora, sea hermoso o feo, tengo que presentar mi mensaje —y lo siento—, pues de otro modo caería en perjurio, ya que le juré a Lanzarote que os entregaría en propia mano este anillo que os devuelve.
La reina lo toma, pero no puede responderle, porque la gran angustia que siente en el corazón hace que se desmaye; son muchos los que tienen lástima de ella, corren a sujetarla los más importantes y los más ricos. Cuando volvió en sí, empezó a quejarse amargamente, y no deja de dolerse con cálidas lágrimas y hondos suspiros por Lanzarote, a pesar de las súplicas del rey y de los demás, y dice que quien quiera hablar mal, que hable, pero que ella piensa y desea que todos sepan que nunca oyó noticias que más le pesaran en el corazón, excepto la vez de la prisión de la Roca de los Sajones:
—Sepa Dios —añade— y todo el mundo, que nunca sentí por Lanzarote amor vil, ni él por mí; era el más bello, el más bueno y el mejor de los buenos, pues Lanzarote hubiera sobrepasado a todos los valientes si hubiera llevado armas durante mucho tiempo; ya los había superado, a pesar de que no hace ni siete años que es caballero. No hay ninguna virtud de cuerpo o de corazón en que fuera superado, si no en una sola: en hablar mucho; pero esto era por su gran corazón, que no toleraba las maldades ni las traiciones. Si no me dedicara a otra cosa que a contar las buenas cualidades que había en Lanzarote, me faltaría antes la lengua que la materia. Que Dios no tenga compasión de mi alma si Lanzarote no se hubiera dejado sacar uno de los ojos de la cabeza antes de cometer tan gran ofensa como la que ha contado esta doncella, incluso aunque existiera entre él y yo lo que ha dicho; no rechazaré el anillo, ni ninguna otra cosa, pues a él le daría el anillo y todo lo que les niego a otros caballeros: quiero que me lo censuren quienes vean razones, porque será una censura sin consuelo posible.
De este modo se disculpa la reina ante todos; muchos la aprecian más y ni siquiera el rey se siente a disgusto por nada y considera que es mentira todo lo que le dice la doncella, a la vez que responde a las palabras de la reina diciendo que, por Dios, desearía que Lanzarote se hubiera casado con ella, con tal de tenerlo por compañero durante toda la vida y que viviera el tiempo que tuviera que vivir. Al oír estas palabras, la doncella se despide y le ruega al rey que haga que la protejan; el rey se la entrega a mi señor Yvaín para que la ponga a salvo.
La reina vuelve a sus habitaciones con Galahot, Lionel y la dama de Malohaut; juntos se lamentan, y la reina le dice a Galahot:
—¿No me ha traicionado bien vuestro compañero? Por mi fe que o está muerto o es traidor mortal, pues nunca pensé que nadie pudiera obtener mi anillo sin su ayuda. Si vive, se dará cuenta de su deslealtad, porque no volverá a tener mi amor; si ha muerto, lo pagaré más caro que él, pues se sabrá por todas las tierras.
Durante largo rato se han lamentado, y Galahot dice que se pondrá en marcha tras la doncella que se va, y que no dejará de cabalgar hasta que sepa si Lanzarote está muerto o vivo. Lionel le contesta que irá con él, pues lo mismo iría solo; Galahot responde que no desea más compañeros. Se despiden de la reina, que los besa llorando; luego, se presentan al rey y le piden licencia. Galahot vuelve a su alojamiento y envía a toda su mesnada a Sorelois; hace que le preparen un pabellón pequeño y ligero, y que se lo carguen en una acémila; después se pone en marcha con cuatro escuderos, sin más gente.
Al salir de la ciudad él y Lionel, se encontraron con mi señor Galván, que también estaba armado, y que les dijo que no se irían sin él. Galahot se alegra mucho: salieron de Londres por el lugar por el que les indicaron que se habían ido mi señor Yvaín y la doncella; cabalgan rápidos tras ellos con todo su arnés.
Van de este modo hasta que anocheció, sin perder las huellas en ningún momento; entonces, plantaron los pabellones y se alojaron en el bosque durante la noche; cenaron pastel de carne que habían llevado de Londres y vino de barril; los caballos tuvieron lo necesario. Por la mañana se levantaron muy temprano y siguieron las huellas, extrañándose de que mi señor Yvaín acompañara durante tanto tiempo a la doncella; ya era casi la hora de tercia, cuando llegaron cerca de un castillo pequeño y muy bello, asentado a orillas del Targejure, que se llamaba Duiche. Los escuderos tomaron en ese castillo todo lo que necesitaron para la comida y los caballeros pasaron de largo. Al llegar a la pradera de delante, vieron a mi señor Yvaín y a la doncella. Cuando los alcanzaron se pusieron muy contentos; mi señor Yvaín les dice que se alegra mucho de tener su compañía, pues no pensaba regresar hasta haber obtenido señales de Lanzarote, si podía ser.
Llegan entonces a un seto que había en la pradera; descabalgan y se ponen a comer; después, le piden a la doncella que los lleve hasta Lanzarote, y que ellos se considerarán caballeros suyos durante toda la vida. Por más ruegos y promesas que le hacen, la doncella no acepta ni se lo indica, a lo que le juran que no se alejará ni un pie de ellos hasta que llegue al lugar del que había salido para ir a la corte. Al ver que a la fuerza tendrá que descubrirlo, decide engañarlos a todos. Les promete que los llevará a donde Lanzarote se separó de ella, «pero a partir de ese momento no sé nada más, ni qué fue de él». Así se lo promete y ellos la creen; dejan de hablar y cabalgan hasta el atardecer, en que la doncella hace que abandonen el camino, tomando un poco hacia la derecha; después de cabalgar más de una legua, llegan a la casa de un vasallo, en el lindero del bosque, a orillas de un riachuelo que nacía cerca de allí en unas fuentes muy hermosas. La doncella los llevó a que se alojaran en aquel lugar, en el que fueron recibidos con gran alegría y honor. Se acostaron, pero la doncella no lo hizo, sino que se quedó con dos hijos del vasallo, que eran primos suyos: hizo que la guiaran a esa hora y cabalgaron durante toda la noche, hasta que llegaron al albergue en el que estaba Lanzarote prisionero.
Después de que la doncella le contó a su señora lo que había oído en la corte, ésta sintió una gran cólera, pues pensaba que la reina fuera deshonrada y se daba cuenta, por las palabras que le había dicho la doncella, que la reina amaba a Lanzarote y éste a ella, y siente que tenga al más leal de todos los amigos. Morgana no retenía a Lanzarote porque le tuviera odio, sino porque odiaba a la reina más que a ninguna mujer: piensa mantenerlo allí durante mucho tiempo, pues quiere que la reina sufra tanto pesar por su prisión, que acabe enloqueciendo o que muera.
Pero la historia deja de hablar por un poco de Lanzarote y de Morgana y vuelve a los cuatro caballeros que cabalgaban en su búsqueda.