LXIV

La historia deja de hablar por ahora del combate y cuenta una aventura de Lionel, el primo de Lanzarote, que se dirigía a la corte. La aventura le llevó al lugar en el que estaba combatiendo mi señor Galván, y vio a las gentes que iban a presenciar la justa; después de preguntar qué ocurría, fue también a ver el combate: llegó a donde estaba la doncella, que acababa de volver en sí de su desmayo, y la estaban poniendo en pie caballeros de la parentela del vasallo. Lionel, que no había visto nunca una batalla entre dos caballeros, se acerca montado para contemplarla: estaba tan interesado, que se metió con el caballo encima de los que tenían a la doncella. Uno de ellos le dijo que se echara para atrás, pero él sólo estaba pendiente de lo que veía, de forma que no se enteró de lo que le habían dicho. Entonces, un caballero le cogió el rocín por el freno y tiró de él hacia atrás, con tanta violencia que por poco no lo derriba. Lionel le mira y le pregunta:

—Buen señor, ¿qué me pedíais?

—Poco ha faltado para que os dé con este bastón en medio de la cabeza, pues eres un joven demasiado estúpido y maleducado.

Lionel saca la espada que le cuelga en el flanco y se dirige contra él, pero la doncella le grita que en mala hora lo hará, pues es caballero. El joven vuelve a envainar la espada, diciendo que no lo tocará, «pero, por la Santa Cruz, si no fuera caballero, lo hubiera pagado caro; sea desgraciado el caballero villano y que obra mal, quienquiera que sea».

Después, se aleja, diciendo:

—Señor caballero, quedaos con el combate y que sea para vos, pues ciertamente yo veo muy a menudo y veré siempre que lo desee a un caballero mucho mejor que cualquiera de esos dos.

Mi señor Galván oye la discusión, mira hacia el sitio y ve al muchacho, que monta con rapidez; admirado, se pregunta quién puede ser. El caballero con el que ha discutido lo tiene por loco, y le pregunta riendo:

—Buen hermano, que Dios te ayude, dime quién es el buen caballero al que ves con tanta frecuencia.

—Eso no os importa; y así me ayude Dios, él no valdría menos si vos supierais quién es, pero si os tuviera en este campo, junto a esos dos que están combatiendo, y hubiera que cortar la cabeza a los vencidos, ninguno de vosotros desearía estar aquí, ni a cambio de toda la tierra de Galahot. (Decía esto porque pensaba que no había nadie tan rico como Galahot).

Cuando mi señor Galván oye hablar de Galahot, se estremece de alegría y mira al muchacho, pero no sabe qué hacer, pues teme que se le vaya, y el corazón le dice que sabe algo. Mientras tanto, la doncella que lo había acompañado no puede resistir más, y grita en voz alta, de forma que todo el pueblo la oye:

—¡Galván, Galván, se os tiene por el mejor caballero del mundo y vos permitís que un caballero solo os venza!

—Doncella —le pregunta Lionel mirando al que combate—, ¿decís que ese es mi señor Galván? Que Dios no me vuelva a ayudar si lo ha sido alguna vez; el Galván al que se tiene por valiente y esforzado no se entretendría ante tanta gente para vencer a un caballero solo; mientras que ése está tan derrotado como el otro.

Cuando la doncella lo oye, vuelve a desmayarse. El duque, por su parte, al oír que es Galván se sorprende mucho, pues conocía algo de cómo era su fuerza por lo que le había visto hacer en la batalla de Leverzep, que su hermano le había dicho que era mi señor Galván; pero ahora se da cuenta de que está pensando y distraído con lo que sea, y siente mucho no saber la razón, pues teme que le resulte perjudicial.

Mi señor Galván, al oír los reproches de la doncella y del muchacho, se avergüenza y ataca al senescal, con tanta valentía y rapidez, que se quedan admirados todos los que lo están viendo. Ahora lo lleva dos veces más a su gusto, pero le duele haber oído pronunciar su nombre.

En esto, llega una doncella sudorosa, montada en un palafrén, completamente cubierta por un velo, de forma que sólo se le veían los ojos; llega al foso y al ver al muchacho que estaba contemplando el combate montado a caballo, le pregunta de quién es servidor; le contesta que de un caballero. La doncella le sujeta entonces el freno a su caballo y le pide al muchacho que le diga el nombre del caballero.

—Doncella, no lo haré.

—Sí lo haréis, pues os tengo cogido.

—Sujetadme, que me soltaré cuando quiera.

—Decídmelo.

—No lo haré.

—Sí lo haréis por la fe que debéis a la que os salvó cuando teníais la espada encima de la cabeza.

Al oír tales palabras, Lionel siente tal angustia que no sabe qué hacer. La doncella da la vuelta y cuando ya se había alejado un poco, le dice:

—Muchacho, muchacho, ¿no me vas a decir lo que te pregunto ni siquiera al nombrarte a la cosa del mundo la que más debes amar?

—Doncella, os lo diré a condición de que os alegréis tanto al oírlo, como yo al decirlo, pues vais a hacer que cometa una deslealtad; por Dios, perdonádmela.

—Por Dios, si no me lo dices ahora mismo, llegará un momento en que preferirías no habérmelo ocultado, ni a cambio de uno de tus miembros.

—Os lo diré, pero no quiera Dios que nos oiga nadie. Sirvo a Lanzarote del Lago.

Al decirlo, siente tal dolor que poco falta para que se desmaye, y muestra una gran aflicción. Entonces, la doncella le dice:

—Lionel, Lionel, te has portado de tal modo, que lo pagarás caro, pues me has maldito, cuando me deberías amar más que a ti mismo.

Cuando oye estas palabras, Lionel espolea su rocín, diciendo que sabrá quién es la doncella.

—Quitaos el velo.

—No lo haré.

—Sí lo haréis, por la cosa del mundo que más queráis; si no, os lo quitaré yo mismo.

—Entonces lo haré yo.

Se quita el velo; cuando la ve, se queda tan sorprendido que no puede ni hablar, pues era la cosa del mundo a la que más había querido.

—Mi dulce amiga —le dice—, ¿cuándo os he maldecido?

—Al decirme que me alegrara tanto cuando lo oyera, como tú te alegrarías de decirlo.

Siente tal angustia que por poco no pierde el sentido enloqueciendo de rabia.

—Vete —le dice la doncella—, al lugar del que viniste.

El muchacho no responde ni una palabra. La doncella, que quiere que se vaya, grita en voz alta, dirigiéndose a mi señor Galván:

—Galván, Galván, he aquí quien te puede informar acerca de lo que vas buscando; si se escapa, se prolongará tu búsqueda.

Cuando Lionel oye que aquel caballero es mi señor Galván, lo siente mucho más que antes, y picando de espuelas, huye hacia el camino tan deprisa como puede su rocín. Siente el mayor pesar, maldice la hora en que nació y ruega a Dios que le dé pronto la muerte. La doncella era la que le había salvado cuando tuvo la espada sobre la cabeza, a punto de matarle; se llamaba Celise, y su señora era Niniana, que fue la que crió a Lanzarote en el lago. Cuando la doncella ve que Lionel se marcha por un lado, ella se va por el otro.

Mi señor Galván se queda angustiado porque ve que la doncella se aleja así, sin decir nada más, y que el muchacho, que le podría informar, también se marcha. Entonces, ataca al senescal, le golpea en medio del yelmo con la espada, golpea y vuelve a golpear, hasta que corta la cofia y le alcanza la cabeza, haciendo brotar tanta sangre que le cubre el pecho y los hombros, y lo deja aturdido, de modo que poco falta para que caiga, pero se sujeta en el cuello del caballo abrazándose a él. Mi señor Galván le golpea otra vez con la espada en el yelmo y en los brazos: el senescal pierde el arzón y cae al suelo de cabeza, que por poco no se rompe el cuello; la sangre le sale por la boca, por la nariz y por las dos orejas.

Entonces desmonta mi señor Galván y, sin detenerse más, le corta los lazos del yelmo, le parte la ventana ensangrentada y le dice que se dé por vencido o lo matará de inmediato golpeándole la cabeza, pues tiene mucha prisa; el senescal no podía decir ni palabra. Al ver que no responde, mi señor Galván lo siente mucho, pues no lo mataría por gusto, pero le acosa la prisa que tiene, y además sabe que está prácticamente muerto. Toma fuerza, levanta la espada y le corta la cabeza; a continuación, monta de nuevo, se dirige al duque y le entrega la cabeza, diciéndole que con el cuerpo haga la justicia que se debe hacer con un traidor. El duque le promete que así lo hará; después le ruega que se quede, a lo que le contesta que no puede, pues tiene mucha prisa. En esto, el vasallo se le echa a los pies, junto con su mujer y sus hijos, y se ofrecen para servirle con todas sus fuerzas. La doncella que lo había acompañado ha vuelto a montar, para irse con él, pero él le dice que tiene que seguir al muchacho hasta que lo encuentre.

El duque tiene una gran alegría y también el vasallo, al que todos se esfuerzan en retener. Mientras, la doncella se va con mi señor Galván, pero al ver que éste se aleja tan rápido, le dice:

—¿Cómo, señor Galván, me vais a dejar así?

—Ay, doncella, la premura que tengo es mucha, pues no volveré a estar contento hasta que no alcance a ese escudero que habéis visto. Haréis bien esperándome en algún sitio que queráis: os prometo lealmente que regresaré a buscaros.

—¿Me prometéis que regresaréis por mí, sin emprender otra persecución precipitada?

—Sí, si no es un asunto que afecte a mi honor, y si puedo esquivarla.

—Os esperaré en este castillo, en el que habrá una gran alegría por vos. Estáis muy herido, tendréis que alojaros en un sitio cómodo esta noche, en el que se os puedan ver las heridas con tranquilidad.

—Que sea tal como deseáis. Haced que lleven este escudo al castillo, pues no querría abandonarlo por nada del mundo.

Con esto, mi señor Galván se va y la doncella regresa al castillo, llevando el escudo; allí hace que preparen una gran acogida, pues el duque y el vasallo quieren esforzarse en honrarle y servirle. El duque ha ordenado que cuelguen al senescal al lado de su hermano, pues en aquel tiempo no había señor en la tierra más justiciero que él.

Mi señor Galván cabalga hasta llegar a un bosque alto; después de ir por él un buen rato, se encuentra a un hombre que va a pie, con una espada desnuda en la mano derecha y la vaina en la izquierda; habla consigo mismo, diciendo:

—«¡Ay, Dios! ¿Por qué no me hice matar antes? No quiero esta vida para nada».

Cuando mi señor Galván lo oye, se dirige hacia donde está; el hombre lo mira y se da cuenta de que es mi señor Galván; rápidamente se mete entre los árboles, huyendo a pie lo más deprisa que puede, pues teme ser reconocido. Mi señor Galván reconoce en él al muchacho al que va persiguiendo; pica espuelas y sale tras él, gritándole:

—Muchacho, en mala hora huyes; no temas, si alguien te hace algún daño y yo me entero, haré que lo pague caro, pues eres uno de los hombres que más amo del mundo.

El joven envaina la espada y, al hacerlo, le pregunta:

—Señor, ¿sabéis a quién sirvo?

—Sí que lo sé, a Lanzarote del Lago, al que conozco tan bien como tú.

—Señor, decidme antes de seguir, por vuestra lealtad, quién sois y cómo os llamáis.

—Mi nombre es Galván, y soy sobrino del rey Arturo.

—Señor, entonces os lo diré. Al alejarme hace un momento del combate que habéis vencido, entré en este bosque siguiendo el camino; me he encontrado con un caballero completamente armado, que iba a pie y me ha quitado el rocín; no he querido enfrentarme con él, porque era caballero e iba armado con todas las armas, pero me hubiera traído más cuenta luchar con él, a no ser porque se considera deslealtad que un escudero se pelee con un caballero.

—¿Por dónde se ha ido?

—Señor, mirad ahí las huellas del rocín; son ésas, las conozco bien.

—Sígueme; si no te devuelvo tu rocín, te daré este caballo.

—Señor, muchas gracias.

Entonces, pica espuelas y va a galope tendido durante un rato, hasta que entra en un valle, a cuyo pie ve una hermosa landa. Se dirige hacia allí, encontrándose con dos caballeros que están combatiendo a pie, y que tienen atados los caballos junto a ellos. Mi señor Galván reconoció el rocín del escudero, y les dice a los combatientes:

—Esperad un momento, señores caballeros, no sigáis hasta después de decirme quién de vosotros trajo aquí este rocín.

—Fui yo —contesta uno de ellos—, ¿qué queréis?

—Os digo que lo trajisteis como desleal y como cobarde, pues se lo quitasteis a un escudero que iba solo y desarmado: tenéis que entregaros como prisionero suyo para restituirle el daño.—

—Aún no me habéis llevado hasta allí.

—Por Dios, no está tan lejos.

—Señor —le dice el otro caballero—, venid a combatir conmigo.

Inmediatamente descabalga mi señor Galván y toma la espada, atacándole. Entonces, el otro caballero le dice:

—¡Cuidado, señor caballero! No hagáis tal cosa, pues me privaréis de mi batalla; dejadme que luche con él hasta que me haya vencido o yo a él.

—En absoluto —contesta mi señor Galván—, pues si es vencido, tendrá que ir a vuestra prisión; no lo haré, pero que venga a restituir lo del escudero, hasta que éste esté de acuerdo; en caso contrario, tendréis que luchar los dos conmigo. Si me vencéis, podréis hacer conmigo según vuestra voluntad, y si os venzo yo, tendréis que hacer lo que yo desee.

—¿Quién sois vos?, pregunta el caballero que estaba combatiendo con el del rocín.

—Ciertamente —le contesta el otro—, es el mejor caballero que habéis visto. Hoy ha luchado contra Gloadaín, el senescal del duque de Cambenync.

—¿Y lo ha vencido?

—Bien lo podéis ver.

—Señor —le dicen entonces a mi señor Galván—, no combatiremos contra vos; nos ponemos a vuestra merced y a vuestra disposición.

—Haced conmigo —añade el que se había llevado el rocín— lo que queráis vos y el escudero, pues tomé su caballo en un momento de gran necesidad. Tomad mi espada, os la rindo.

El otro se queda admirado.

—Venid —le pide el otro caballero—, ya que me priváis de mi combate, decidme vuestro nombre.

—No digáis que os privo de vuestro combate; luchad con él, a condición de que responderéis por el daño que ha hecho y por el que vos hagáis, en caso de que resultéis vencedor.

—No lo haré; pero os ruego que me digáis vuestro nombre.

—Por Dios, nunca me encontré con nadie a quien le ocultaría mi nombre, y no lo esconderé por vos. Me llamo Galván y soy sobrino del rey Arturo.

—Señor, gracias. Ciertamente, sois tan noble y valiente que no cometeríais una afrenta tan grande como la de privarme de mi batalla; por eso, renuncio a ella con mucho gusto, ya que así lo deseáis.

A continuación, montan los tres; el caballero que había cogido el rocín iba delante, y es el primero en encontrarse con el escudero que venía a pie; mi señor Galván le dice:

—Buen hermano, ¿ves aquí al caballero que te quitó el rocín? Haz lo que desees, como recompensa.

—Señor, muchas gracias. Ahora estoy seguro de que sois vos mi señor Galván.

Entonces desmonta el caballero y se dirige a pie al escudero, suplicándole piedad de rodillas. El muchacho lo levanta y mi señor Galván le dice que haga con él lo que le parezca justo.

—Señor —dice el muchacho—, lo considero libre, pero debe prometeros como leal caballero que nunca más le pondrá la mano encima a ningún hombre que esté desarmado, a no ser que lo haga por defenderse; y añade que si lo necesita, le ayudará con todas sus fuerzas.

Mi señor Galván le toma la palabra, y luego les pregunta:

—Decidme, señores caballeros, ¿a qué se debía la batalla entre vosotros dos?

—Este caballero y yo —contesta uno de ellos— nos hemos jactado a la vez de nuestras buenas cualidades, hasta que él dijo que era mejor caballero que yo, a lo que me opuse; entonces me dijo que no sería capaz de seguirle a este bosque, y le seguí; de este modo, nos enfrentamos a la entrada del bosque, y yo lo derribé; como su caballo huía, salí tras él, intentando alcanzarlo; mientras tanto, creo, se encontró con este escudero, al que hizo bajar del caballo: salió en mi busca y me encontró, volviendo a combatir el uno contra el otro, tal como visteis.

—¿Cómo? ¿Luchabais sin más motivo? Abandonad ahora vuestras jactancias y sed buenos amigos, os lo ruego.

Así lo aceptan. A continuación, mi señor Galván le pide al que tiene caballo que lleve al que va a pie, y así lo hace.

Luego, se despiden de mi señor Galván, y él de ellos, y lo encomiendan a Dios. Mi señor Galván acompaña al escudero durante un buen rato, rogándole que le dé noticias de Galahot.

—Señor, yo no estoy con él.

—Eso es cierto, pero tú tienes nuevas verdaderas.

—Señor, si las tengo, no las puedo decir, y no debéis obligarme a más.

—Es verdad; no querría que cometieras ninguna deslealtad por mí, pero al menos puedes decirme si está en Sorelois o no.

—Señor, si estuviera allí, no llegaríais fácilmente, pues hay muchos pasos traicioneros: hay dos calzadas largas y angostas, por las que no puede pasar ningún caballero sin que haya combatido antes con un caballero muy valiente y quince servidores suyos que están allí. Tal es el paso de esa calzada. El de la otra, es semejante y sin superarlos no puede llegar al otro lado ningún caballero andante. No os puedo decir nada más.

Con esto, mi señor Galván le encomienda a Dios y lo mismo hace el muchacho con él. No puede sacarle nada más, pero por sus palabras se da cuenta de que Galahot está en Sorelois. Regresa al castillo en el que había combatido: era bien entrada la tarde cuando llegó allí. Le salen al encuentro el duque, el vasallo y la doncella que le había acompañado, con la mayor alegría de que son capaces. Hacen que le miren las heridas y las llagas, y que se las curen, mientras que el duque le agradece el haber solucionado tan bien su asunto, al vencer el combate ante Leverzep.

Gran alegría tienen en el castillo por mi señor Galván. El vasallo queda en una situación más elevada que nunca, gracias a que mi señor Galván se lo ruega al duque con insistencia, pidiéndole además que vuelva a ser señor de sus tierras, como era antes. El duque lo concede, «y tened por seguro —añade— que haré todo cuanto me pidáis, sin la menor reticencia».

Mi señor Galván se lo agradece profundamente. Aquella noche le hicieron grandes honores al huésped, tanto los caballeros como las damas. Mi señor Galván le agradeció al duque lo que había hecho por su hermano Agravaín, que estaba muy contento con él.

—Señor —le contesta el duque—, Agravaín ha hecho mucho más por mí, que yo por él; es la persona que más me alegraría que estuviera sana, pues no hubiera pasado tan malos momentos en mi guerra, de no haber sido por su enfermedad: es uno de los caballeros más valientes y esforzados del mundo, es de los más firmes y tiene todas las buenas cualidades que un caballero puede tener.

Como mi señor Galván estaba cansado y herido, se retiró algo temprano a descansar; durante aquella noche le sirvieron con todas las atenciones posibles, y sus heridas y llagas fueron cuidadosamente medicinadas. La mañana siguiente, se levantó muy temprano y se armó, sin que pudiera ser retenido durante más tiempo. El duque le dijo que se llevara a su médico, que le fuera curando las heridas; él contestó que no lo haría, pues pensaba que no era peligrosa ninguna de ellas. Le pregunta a los médicos, que contestan que así es y que se puede ir con toda tranquilidad.

Mi señor Galván se marchó por la mañana, acompañado por la doncella; nadie sabe a dónde lo lleva, a no ser él mismo, que no ha querido decirlo. Después de haberles acompañado durante un trecho, el séquito del duque los encomienda a Dios, y ellos hacen lo mismo. Luego, se alejan él y la doncella, cabalgando durante todo el día. La joven no lo lleva a la tierra de Norgales por el camino recto, sino que lo desvía para suministrarle todo lo que necesita. Pasaron la noche sin que la historia diga que encontraron alguna aventura, y se alojaron en casa del padre de la doncella, que los recibió con gran alegría. Por la mañana, tras curarle las heridas, se despiden y vuelven a cabalgar hasta la hora de mediodía.

A esa hora entraron en el bosque más espeso y elevado de cuantos hay en el mundo: se llamaba Bleue, y pertenecía al rey de Norgales; en todo el bosque no había más que una casa, y eso que era un lugar muy grande y muy largo; además, a menos de unas cinco leguas alrededor del bosque, no había ninguna ciudad, pues aquella tierra era tan mala y tan desierta, que no podía vivir en ella ningún animal silvestre.

Después de cabalgar durante toda la mañana, hasta poco después de mediodía, llegaron a una gran landa, en medio de la cual vieron a un caballero en situación muy apurada, pues se estaba defendiendo frente a otros tres. Mi señor Galván siente un gran aprecio por él al verlo así, aunque no sabe quién es; había allí hasta cinco servidores a caballo, unos heridos y otros sanos, que no se atreven a acercarse, pues les ha causado tanto miedo que prefieren no tocarle.

—Señor —le dice la doncella a mi señor Galván—, creo que esos caballeros son del rey de Norgales; si es así, me reconocerán sin dificultad. Vayamos hacia allí y veámoslos un poco.

—Quitad, señora, ¿no voy a ir en ayuda de ese caballero que está solo y en situación difícil?

—Por Dios, no sé quién es, pero tendría que ser ayudado, pues se ha defendido muy bien: quedan todavía ocho y él está completamente solo. Quienquiera que sea, le doy mi amor desde aquí. Nunca dijisteis nada que os agradezca más que lo que acabáis de decir.

Mi señor Galván pica espuelas, y al acercarse se da cuenta de que es Saigremor el Desmesurado. Ataca a todos con el mayor ímpetu que puede, alarga la lanza y golpea a uno de los tres con tal fuerza, que lo derriba al suelo junto con su caballo; después, arroja la lanza y toma la espada, atacando a los otros dos. Cuando Saigremor ve que tiene socorro, recupera el coraje y la fuerza, aunque todavía no ha reconocido a mi señor Galván.

Los servidores, que no se atrevían a participar porque Saigremor los había dejado maltrechos, al ver a mi señor Galván que combate tan bien, no se atreven a permanecer allí durante más tiempo, sino que vuelven la espalda y huyen; y los otros dos toman el camino a continuación.

Mi señor Galván y Saigremor los persiguen de cerca; mi señor Galván alcanza al último, lo sujeta por el cuello e intenta tirarlo del caballo, pero la mano se le engancha en el yelmo, arrancándoselo de la cabeza. Saigremor va contra él, dándole un golpe tan violento con la espada, con todas sus fuerzas y con todas sus ganas, que lo hiende hasta los dientes, y cae. Cuando mi señor Galván ve que está muerto, lo siente, pues hubiera preferido retenerlo vivo; entonces, sujeta a Saigremor por el freno de su montura, diciéndole:

—Señor caballero, vayámonos, pues ya habéis hecho bastante, y podéis ver que aquellos que van por allí, ya se nos han escapado.

—Por Dios, los que yacen en el suelo no se nos han escapado, y ya no podrán recibir socorro.

—No seguiréis, por la fe que le debo a Saigremor el Desmesurado.

Al oír estas palabras, piensa que lo conoce.

—Señor, ¿quién sois, que me conocéis?

—Señor, soy un caballero, como podéis ver.

—Señor, por lo que más queráis del mundo, decidme quién sois.

—Soy Galván.

—Señor, sed bienvenido; ¡estáis delante de mí!

Entonces, corren a abrazarse con gran alegría.

—Saigremor, ¿cómo habéis venido a esta tierra?

—Señor, por las noticias que me dieron de vos en varios lugares. Hoy me han salido al encuentro en la landa estos caballeros, que me han atacado para conseguir mis armas y mi caballo. ¿Habéis visto recientemente a alguno de nuestros compañeros?

—Sí, a Giflete; estuve con él en un combate que tuvimos al lado del duque de Cambenync.

—¿Y os contó cómo estuvo prisionero?

—No habló nada de eso. ¿Cómo, ha estado prisionero?

—Ay, señor, eso ocurrió al irnos de la landa en la que vos no dejasteis, cuando el enano golpeó al caballero que se entristecía y se alegraba en la Fuente del Pino.

—No ha habido hombre que haya sido hecho prisionero tantas veces como Giflete, y no es por culpa suya, pues —por Dios— es valiente, emprendedor y esforzado.

—Mi señor Yvaín y yo también hemos estado prisioneros, en un lugar del que pensábamos que no podríamos salir nunca.

—¿Dónde fue eso?

—Señor, en la prisión del rey de los Cien Caballeros.

—¿Cómo salisteis?

—Por Dios, gracias a un muchacho muy valiente, que realizó grandes proezas y obró con habilidad, según he oído decir, pues no lo vi.

A continuación, le cuenta todo, tal como lo había oído contar: que había justado mejor que nadie y que combatió con valentía y denuedo al senescal del rey.

—Y ¿cómo se llama?

—Héctor. Es caballero de la reina y de su mesnada. Cuando mi señor Galván oye el nombre, no tiene dificultad en saber quién es.

—¿Qué va buscando?

—Señor, busca a un caballero que combatió en defensa de su dama; yo pensaba que erais vos.

—Bien podéis decirlo, pues es un buen caballero.

—¿Sabéis quién es?

—Es el que os derribó a vos, a mi señor Yvaín, a Keu el senescal y a Giflete en la Fuente del Pino, cuando el enano lo golpeó.

—¿Cómo? ¿Es cierto lo que decís?

—Así es, de verdad.

—Por Dios, dijo unas palabras que me hicieron mirarlo con atención, y en las que pensé mucho: que era mejor para el caballero haber sido golpeado por el enano, que enfrentarse en justa con mi señor Galván, que le podía hacer un gran daño. Señor, ¿es a vos a quien busca?

—Por Dios, sí. Quiera Dios que lo encuentre, pues su compañía me resulta muy agradable.

De este modo van hablando mientras cabalgan, hasta que llegan al lugar en donde está la doncella. Cuando Saigremor se acerca, le pregunta quién es.

—Por Dios —responde mi señor Galván—, es una doncella que os ha entregado su amor, al ver lo bien que os defendíais frente a los tres caballeros. Sabed que es ciertamente muy bella.

—Que sea bienvenida.

Entonces llegan a donde estaba la doncella, que les esperaba a cubierto del bosque para que no la reconocieran los otros caballeros. Saigremor la saluda primero, y ella le da la bienvenida.

—Doncella —dice mi señor Galván—, ¿no le habíais entregado vuestro amor a este caballero?

—Ciertamente, señor; así es.

—Doncella —dice Saigremor—, quitaos el velo.

—¿Cómo, señor, no me dais vuestro amor?

—Quiero veros antes, pues ningún caballero debe dar su amor sin saber a quién.

—Señor, sabed que os tengo por más valioso que vos a mí, pues yo os di mi amor nada más veros, mientras que vos no queréis corresponderme si no me descubro antes. Me quitaré el velo y entonces, si os gusto, lo diréis. Pero a continuación, yo os contemplaré y si no me agradáis, quedaré libre y seré libre.

Saigremor empieza a reír; la doncella se quita el velo y se echa a reír también. Al verla, Saigremor dice:

—Ay, señora, por Dios, quiero ser vuestra voluntad, y me tengo por bien pagado.

—Por Dios —le responde ella—, un caballero tan valiente como vos me requirió de amores no hace ni ocho días, pero conseguirá algo mejor, si Dios quiere.

—Doncella, me vais a ver feo, renegrido y magullado.

Entonces, se quita el yelmo, y ella ve que tiene un rostro bellísimo, agradable y que está proporcionado en el resto del cuerpo. Mi señor Galván le pregunta:

—¿Qué os parece?

—Mucho mejor que antes.

Saigremor está muy contento, y la besa delante de mi señor Galván, y ella hace lo mismo con mucho gusto.

—Doncella —le dice mi señor Galván—, no habéis obrado mal con amor, pues tenéis por amigo a un caballero de la casa del rey Arturo, compañero de la Mesa Redonda, que se llama Saigremor el Desmesurado.

Ella se alegra mucho; ambos se miran con frecuencia, y cuanto más se contemplan, más se quieren; cabalgan de tal modo hasta que la noche les sorprende.

Saigremor no había comido nada en todo el día, y la víspera sólo había comido un poco. Tenía la costumbre de tomar las armas con mucho gusto, pero no era buen caballero, ni firme hasta que no se enardecía: a partir de ese momento, no temía a nada y no le importaba nada su misma persona; al cabo del rato, se enfriaba, y se convertía en un hombre débil, con unos dolores de cabeza que pensaba que se iba a morir: todo ello era resultado del hambre, que le hacía enloquecer vivo. Por el valor que demostraba cuando se enardecía, recibió el nombre de Saigremor el Desmesurado; la reina lo llamó así en Estreberes el día en que los treinta caballeros derrotaron a la hueste de los sajones y de los irlandeses, persiguiéndolos hasta el río Vargonche, donde Saigremor le cortó la cabeza al rey de los sajones, que se llamaba Brandague, y a Margan, rey de los irlandeses. Por la enfermedad que tenía, Keu el senescal lo llamaba Saigremor el Muerto Joven. Estaba tan afectado por la enfermedad, que pensaba que moriría sin confesarse; por eso, cuando mi señor Galván lo vio así, se preocupó mucho y le dijo:

—Saigremor, estáis gravemente enfermo.

—Señor, me estoy muriendo; por Dios, si alguna vez me amasteis, buscadme de comer para evitarlo.

La doncella le dice que no desmaye, que llegarán a tiempo a algún albergue. Cuando ve que ya no puede sostenerse en el caballo, mi señor Galván monta detrás de él, a la grupa, sujetándolo; pero tienen que ir más despacio. Han cabalgado sin detenerse, de forma que ya es hora del primer sueño, y la luna brilla muy clara. Llegan entonces a un río estrecho; lo cruzaba un tablón muy fuerte, de unos dos pies de ancho. La doncella lo atraviesa montada en su palafrén, tirando del caballo de mi señor Galván, que llevaba sujeto con la mano derecha, y lo mismo hacen los dos caballeros.

Al otro lado, Saigremor está en tal situación que apenas puede hablar. La doncella le dice que están muy cerca del alojamiento, en donde podrá comer todo lo que se le ocurra pedir por la boca. Mi señor Galván mira delante y ve una casa muy rica, cuyas dependencias son muy grandes y están muy bien abastecidas. Le pregunta a la doncella que de quién es aquella casa. «Os lo diré —le responde— cuando estemos dentro».

Cabalgan hasta llegar a una empalizada que hay por detrás; la doncella baja por una quebrada hasta un postigo falso; desmonta y lo abre, metiendo su palafrén y el caballo que llevaba. Mi señor Galván y Saigremor entran sin descabalgar.

—Señores —les dice la doncella—, ya podéis desmontar.

Así lo hacen, y estabulan a los caballos. Después los lleva por un pasadizo, debajo del suelo, al salón principal, en el que no encuentran absolutamente nada. Entonces, mi señor Galván le pregunta cómo conseguirá Saigremor comida.

—Por Dios —le contesta—, tendrá de sobra. Les lleva a una habitación a la derecha; la luna entraba por más de veinte ventanas, dando una gran claridad.

En la habitación de la doncella se sientan, mientras que la joven sale un momento, regresando inmediatamente con comida abundante y vino muy bueno. Saigremor se esfuerza en comer: al principio lo hace con dificultad, pero después come muy bien. Cuando acabaron los tres, la doncella volvió a salir y estuvo fuera durante un buen rato; al regresar, le dice a mi señor Galván:

—Señor, dejadme con Saigremor, me ocuparé de él muy bien, si Dios quiere. Vos vais a ir a ver a vuestra amiga, que es la mujer más hermosa de cuantas habéis conocido; os diré de quién es esta casa, pues lo he prometido: es del rey de Norgales, y vuestra amiga es su hija; sabed que no desea nada tanto como a vos, pero —por mi fe— está estrechamente vigilada.

A continuación, toma en la mano un montón de velas encendidas y lo acompaña a un establo, en el que ve unos veinte palafrenes hermosísimos, completamente negros. Del establo pasan a una habitación en la que hay aves de caza y azores en un total de veinte, que son los más hermosos del mundo, todos ellos en sus perchas; de allí pasan a otra habitación en la que hay hasta veinte caballos, los más hermosos que se podrían encontrar. Mi señor Galván le pregunta de quién son los caballos y las aves.

—Son de veinte caballeros que están durmiendo ahí dentro; a partir de ahora dormirán todas las noches completamente armados, pues aunque mi señor el rey tiene treguas con el duque de Cambenync, teme que vos vengáis: no quiere que vigilen su casa, nada más que por si vos venís; así, debíais encontrar la sala completamente vacía y sin gente. Como ha oído decir que si veníais, nadie os impediría llegar a la habitación de su hija —o que moriríais en el intento—, a partir del momento en que anochece, nadie puede ir a esa habitación y sólo se puede llegar pasando por donde están los veinte caballeros. Mi señora sabe muy bien la palabra que disteis en casa de Agravaín: que si ibais a donde ella estuviera, la veríais, si era posible; me hizo jurar que si os encontraba os traería aquí.

Entonces, apaga las velas y entran en una habitación en la que hay una gran claridad.

—Señor Galván —le dice la doncella—, en esa habitación están los caballeros. No tienen otra cosa que hacer todas las noches, más que vigilar a la doncella; durante el día se van a distraer y a jugar a donde quieren, y supongo que duermen; en la otra habitación que hay más allá, está la cosa más bella del mundo: yo no me atrevo a seguir, pues temo ser reconocida: me vuelvo al lado de Saigremor, a la habitación en la que hemos comido.

Con esto, la doncella se marcha, y mi señor Galván entra en la habitación, con la espada desenvainada en la mano, y presta atención, escuchando, por si oye que alguno de los caballeros se mueve o habla; pero no oye nada. Asoma la cabeza y ve que en medio de la habitación hay un cirio grande y grueso: la habitación era cuadrada, y era tan larga como ancha; en cada uno de sus lados tenía cinco camas, en cada una de las cuales estaba durmiendo un caballero, armado con cota y calzas, y con el escudo, la espada y el yelmo en la cabecera.

Mi señor Galván permaneció durante un largo rato en la puerta, y le pareció que ninguno de ellos estaba despierto vigilando. Vio que la puerta de la otra habitación estaba abierta, y que salía una gran claridad. Avanza uno de los pies, y comprueba que nadie se mueve; sigue avanzando con grandes pasos hasta el cirio. Al llegar a él, lo apaga, dirigiéndose a la puerta de la otra habitación: entra y cierra tras de sí; en medio de la habitación ve una de las camas más hermosas de cuantas había visto, cubierta con una colcha de armiño, bajo la que está durmiendo una doncella de extraordinaria belleza que sería inútil buscar una más hermosa.

Había en la habitación cuatro cirios encendidos. Mi señor Galván se quita el yelmo, se baja la ventana y se dirige a la cama en la que estaba la doncella profundamente dormida. Empieza a besarla con dulzura; la joven se despierta, quejándose como mujer que está entre sueños. Al verlo, dice:

—Por Santa María, ¿qué es esto?

—Callad, mi dulce amiga, que es la cosa del mundo que más os ama.

—¿Sois caballero de mi padre?

—No.

—¿Quién sois entonces? —le pregunta temblando— Decidme vuestro nombre, pues me habéis causado el mayor miedo de mi vida, y podría ser que fuerais tal que nunca causarais miedo a las doncellas.

—Mi dulce amiga, soy Galván, el sobrino del rey Arturo.

—Encended, que quiero comprobarlo.

Mi señor Galván enciende un cirio; ella le mira la cara, y después contempla un anillo que ella misma llevaba en el dedo. Se echa a reír tan alto y tan a gusto, que se le puede oír sin dificultad, y le da la bienvenida. Lo abraza aunque iba completamente armado, y lo besa con la mayor dulzura posible.

—Quitaos esta vestimenta —le dice—, que es demasiado fría y volved a encender los cirios, pues ya tengo lo que siempre he deseado.

Mi señor Galván así lo hace; cuando ya estaba completamente desarmado, fue a la cama y se acostó con la joven, que se alegra con él lo más que puede, y ambos se deleitan sin ninguna traba. Mi señor Galván le cuenta cómo había entrado sin que le viera nadie, y de este modo hablan y juegan hasta que es casi medianoche. No tardó mucho en quedarse dormido mi señor Galván, después de haber luchado mucho antes de ser vencido por el sueño. Luego, la doncella, que era joven y fuerte, también se quedó dormida, con la dulzura de tener a su amigo entre sus brazos. De tal modo durmieron mucho tiempo brazo con brazo y boca con boca.

En una habitación que había al otro lado, dormía el padre de la doncella, que era el rey de Norgales; se despertó y se levantó para dirigirse a sus aposentos. Al llegar a su habitación, abrió una ventana que daba justo encima de la cama de su hija, pues las dos habitaciones se comunicaban de este modo. Abrió la ventana y asomó la cabeza, viendo a su hija abrazada al caballero.

—¡Ay, desdichado de mí! —exclamó—, ¿para qué la he guardado todos los días?

Sus chambelanes, que estaban levantados con él, le preguntan:

—Señor, ¿qué os ocurre?

—No os preocupéis, id a acostaros. Así lo hacen; él vuelve a cerrar la ventana y acude al lado de la reina, a la que se lo cuenta, y ella empieza a lamentarse con amargura.

—Callaos —le ordena el rey—; si decís una sola palabra, os mataré con mi espada, pues pienso vengarme de forma adecuada; escuchad lo que voy a hacer, y no digáis una palabra.

Entonces llama a uno de sus chambelanes, al que había criado desde pequeño; con él, llama a otro. Les dice que los nombrará dueños de su tierra para siempre y señor suyo, si hacen lo que les va a mandar. Le responden que no hay nada en el mundo que no hicieran por él. Les cuenta lo que ha visto, «y he pensado cómo matar al caballero, para que no lo sepa nadie más que vosotros dos: uno llevará una pica, y el otro, una maza grande y pesada; le colocaréis la pica encima del corazón, sobre la colcha, que no la note, y cuando ya esté bien colocada, el otro la golpeará, de modo que morirá rápidamente, sin poder decir una sola palabra con su boca; así permanecerá oculta mi deshonra, pues sólo la conoceremos nosotros tres».

Los dos traidores aceptan; uno va en busca de una pica y el otro, por una maza gorda y pesada; luego se dirigen a la puerta que daba a la habitación, la abren y van a la cama: ven que los dos están dormidos, y comprueban que ambos son de extraordinaria belleza, lamentándose por el pobre caballero. Uno levanta la pica y la pone encima de la colcha y el otro se dispone a dar el golpe. En esto, mi señor Galván saca el brazo, y el acero que estaba frío, le roza; entonces, se despierta y desvía la pica con los brazos; el que iba a dar el golpe con la maza, no puede detenerlo, haciendo que la pica vuele a otra parte, clavándose a un lado de la cama: la madera se hace pedazos y la pica golpea contra la pared, hundiéndose en ella más de medio pie, con gran estrépito.

Ante el estruendo, mi señor Galván se despierta completamente y ve al que sujetaba la pica. Se lanza fuera de la cama, desnudo como estaba, arranca la pica de la pared y con ella atraviesa al que se la había apoyado, dejándolo muerto. Después, va tras el que tenía la maza, y que ya estaba en la puerta. La reina se había levantado, y no pudo evitar dar grandes gritos. Mi señor Galván ya había echado afuera al primero, al que había matado, y había cerrado la puerta; toma sus armas y se las pone. Mientras tanto, la doncella sale de la cama y le dice que no se preocupe, a la vez que le ayuda a armarse, de acuerdo con lo que él le va indicando. Los gritos han ido en aumento, de forma que los veinte caballeros se ponen en pie y ven que los cirios están apagados, y le ordenan que abra. Galván les responde que no pondrán los pies allí; le contestan entonces que romperán la puerta. La doncella dice que no tiene ningún miedo, pues la puerta es muy fuerte y resistente. Golpean y llaman, pero la joven les responde siempre que no entrarán hasta que haya hecho todo según su gusto. La reina, por otra parte, les grita:

—¿Qué hacéis, hijos de puta fracasados? ¿Por qué no matáis a ese traidor que está ahí dentro?

Grita como mujer enloquecida, que no puede ocultar su deshonra. Nadie puede entrar hasta que mi señor Galván está completamente armado. Entonces, toma la espada y le dice a la doncella que abra la puerta de golpe.

—Por Dios, no iréis por donde están los caballeros. Id a través de la habitación de mi padre: encontraréis menos resistencia que por el otro sitio.

—Que Dios no me vuelva a ayudar, si alguna vez se me recrimina haber escapado por miedo, saliendo por un sitio diferente al que usé para entrar; tengo ayuda suficiente, pues Saigremor está aquí dentro.

—Entonces, os diré lo que vais a hacer. Iré a abrir la puerta y apagaré los cirios; vos estaréis junto a ese arco abovedado; pensarán que huís a través de la habitación de mi padre, y cuando les abra la puerta irán todos corriendo hacia allá, de forma que podréis salir en ese momento. Si salís por donde están, mientras que ellos se encuentran en esta habitación, no os podrán alcanzar nunca, porque la puerta es estrecha y sólo pueden pasar de uno en uno.

Así lo hace la doncella. Cuando vieron abierta la puerta, se precipitaron a entrar en la habitación principal, y aumenta más todavía el clamor. La doncella les abre la puerta a los caballeros, diciéndoles que ya pueden entrar: avanzan todos a la vez y entran en la gran habitación. Cuando el último iba a cerrar la puerta, para que no saliera nadie, mi señor Galván le da un golpe, haciéndolo caer muerto a la vez que daba un grito. Los que iban delante lo oyen, se vuelven con velas y antorchas, y ven a mi señor Galván que ya había pasado el dintel. Entonces, empiezan a gritar: «¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Ahí está!». Van todos corriendo a él, que había llegado al centro de la habitación, y, de pie, tenía la espada en la mano: golpea al primero que sale, con tanta fuerza que ya no vuelve a necesitar nada, pues rueda muerto por el suelo. Los otros, sienten un miedo tan grande, que ninguno se atreve a salir: desde la puerta le arrojan agudas picas. Al verlos, corre hacia la puerta por la que había salido y hace que todos se vuelvan a precipitar hacia atrás: cada vez que alcanza a uno, de nada le sirve tener una fuerte armadura, pues de inmediato le hunde una pica en el cuerpo; temen encontrarse con él.

Cuando ve que ninguno se atreve a salir, abandona la habitación, y entra en donde estaban los caballos; allí ve a Saigremor y a la doncella que era su amiga, que tenía un cirio en la mano. Saigremor estaba ensillando el caballo más hermoso de cuantos había allí y el que parecía mejor. Cuando la silla ya estuvo colocada, hace que mi señor Galván monte.

—Id al salón principal —le dice Saigremor— mientras que yo me pongo el yelmo.

Mi señor Galván lo hace así: deja estar a los caballeros del rey, si no asoman la cabeza. Muchos, han ido a ensillar sus caballos, pero mi señor Galván ya ve llegar a Saigremor completamente armado, montando un gran caballo: se había recuperado, pues había dormido.

—Señor —le pregunta Saigremor—, ¿dónde están?

—Ahí, pero no se atreven a salir.

—Por Dios, tienen mala salida. Poneos al otro lado de la habitación, y dejad que salgan; les esperaremos a nuestro gusto, y que Dios no me vuelva a ayudar si, antes de irme, no sé qué tales caballeros son.

Mi señor Galván se ríe dentro del yelmo. Los dos se retiran a un extremo de la sala, y Saigremor comprueba que no muestran intenciones de salir.

—Malvados cobardes —les grita—, miserables, fracasados, ¿por qué no salís? ¿No veis que nos llevamos vuestros caballos ante vuestros propios ojos y no hacéis nada?

Apenas ha dicho esto, ve llegar por la otra parte de la sala a diez caballeros montados.

—Por Dios —exclama mi señor Galván—, temo que nos corten el camino; si permanecemos aquí dentro, seremos vencidos, pues desconocemos las salidas, los pasadizos y los escondrijos; salgamos a ese patio: no podrán llegar sin que les veamos.

—Con mucho gusto, señor —responde Saigremor—, pero antes quiero golpear a uno de los que vienen.

—Ataquémosles, ya que así lo deseáis.

Sin más, se lanzan contra los diez que llegan y ellos hacen lo mismo; derriban a los dos primeros que encuentran: mi señor Galván mata al suyo con la pica, mientras que la lanza de Saigremor, que le había dado su amiga, se quebró; toma la espada y ataca. En esto, los de la otra habitación empiezan a salir. Mi señor Galván se dirige a ellos con la pica y golpea violentamente al primero, derribándolo a él junto con su caballo; se le rompe la pica y echa mano de Escalibor, atacando con nuevo ímpetu, de forma que les obliga a precipitarse otra vez dentro de la habitación, de la que habían salido. A continuación, acude en ayuda de Saigremor, que se defiende con gran valor.

Mi señor Galván empezó a hacer proezas, causando gran espanto a todos. A él y a Saigremor, les han matado ya tres caballos, pero están poco tiempo a pie, pues rápidamente recuperan alguno, ayudándose ambos con gran valentía. Mi señor Galván se da cuenta de que pueden resistirles mucho tiempo, y que ellos podrían ser cogidos por sorpresa: con gran vigor hacen retroceder a sus enemigos hasta el centro del patio del castillo, desde donde ven que la puerta del cercado está abierta; a la vez, oyen que se ha difundido la alarma y que entre unos y otros se han armado alrededor de cien. La amiga de Saigremor ha subido a la muralla, desde donde les grita a los dos que se vayan, que si no, morirán; «cuando estéis fuera, no habrá que temer ningún peligro».

Así, empiezan a irse, y al salir, ven que el rey ha ido tras ellos, y que les grita a sus gentes que en mala hora se irán. En torno suyo tiene más de cien soldados armados, entre caballeros, servidores y arqueros.

Ambos se retiran al paso, hasta que salen por la puerta; entonces, todos los hombres del rey se lanzan tras ellos. Mientras tanto, la amiga de Saigremor había subido por encima de la puerta, siguiendo un camino de ronda; nadie la podía ver. El camino llevaba hasta la habitación donde dormía. Cuando la doncella vio que los dos caballeros ya habían salido, corta una cuerda que sujetaba un rastrillo, haciéndolo caer: le causó la muerte a un caballero y le cerró la retirada a otro, que iba por delante, tras los dos caballeros. Después de hacer esto, se retira a su habitación, sin ser vista por nadie.

Saigremor vuelve contra el caballero que había quedado fuera y le golpea con la espada en el yelmo, arrancándoselo de la cabeza; éste le entrega su espada y Saigremor la acepta, pues le pide misericordia; luego, le promete ser su prisionero donde él quiera, a lo que le responde que vuelva al castillo —cumpliendo su promesa—, y que se entregue como prisionero a la hija del rey, de parte de mi señor Galván.

—¿Os llamáis Galván?

—No, me llamo Saigremor el Desmesurado. Decidle al rey que no hay en su linaje mujer mejor casada que su hija, y que no le pese.

—Señor, estoy en deuda con vos, y voy a hacer lo que pueda para salvaros. Seguidme, y os sacaré de estos desfiladeros.

El caballero empieza a andar, seguido por los otros dos, hasta que llegan al tablón que hacía de puente; lo atraviesan y el caballero los encomienda a Dios, y ellos hacen lo mismo. Permanecen un buen rato al otro lado de la pasarela, para saber si los perseguía alguien. Saigremor se extraña de la tardanza de su amiga, y apenas lo ha dicho, la ve llegar y atravesar el tablón montada en un veloz palafrén.

—¿Qué es esto? —pregunta mi señor Galván—. Sed la bien venida. ¿A dónde os dirigís?

—¿A dónde? Por mi fe, espero que vos y Saigremor me pongáis en lugar seguro, pues si me quedo en el castillo seré afrentada, sin que me pueda salvar todo el oro del mundo.

—Por Dios, mal servicio habríais hecho si os fallara nuestra compañía. Pero, dadme noticias de mi amiga.

—Vuestra amiga no tiene que preocuparse por lo que ha hecho, pues mi señor el rey y la reina la aman más que a sí mismos, ya que no tienen más hijos —según creen—, porque a la otra ya la dan por perdida. A mí me hubieran matado, si me hubieran encontrado.

De este modo cabalgan los tres juntos; al poco rato, ven venir detrás de ellos caballos que se acercan muy deprisa.

—Saigremor —dice mi señor Galván—, voy a esperar, pues los oigo venir.

—No os preocupéis —le dice la doncella—, porque creo que son vuestros caballos, que he hecho que os los traigan.

—Se detienen y esperan, y comprueban que es así. Mi señor Galván le pregunta cómo se le había ocurrido tal cosa, y ella le responde que «si mataban vuestros caballos, podríais reemplazarlos por éstos». Mi señor Galván siente mayor aprecio por ella.

Han cabalgado sin detenerse y ya el día es claro. La doncella se dirige a Saigremor, diciéndole:

—Vos me acompañaréis, y mi señor Galván irá a sus asuntos.

—Mi dulce amiga —le contesta mi señor Galván—, os acompañaremos los dos, pues en modo alguno querría que tuvierais dificultades sin mí.

—Señor —le contesta la doncella—, tengo suficiente con Saigremor; le llevaré por un lugar en el que no seremos vistos por nadie, aunque nos busquen.

—¿A dónde iréis?

—Directamente a casa de mi padre; de allí, a casa de vuestro hermano Agravaín, pues no me podría refugiar en otro sitio.

Saigremor dice que con mucho gusto verá a Agravaín, a lo que mi señor Galván contesta que está muy enfermo, «ya os lo contará esta doncella».

—¿A dónde iréis vos? —le pregunta la joven.

—Me gustaría ir a la tierra de Sorelois.

—¿Pensáis que encontraréis allí —le pregunta Saigremor— lo que hemos estado buscando en esta tierra?

—Realmente, no sé qué voy a hacer allí, pero he oído decir que es una tierra de muchas aventuras.

—Señor —le dice la doncella—, Sorelois no está lejos; os entregaré uno de estos criados, que os llevará tan derecho como una línea.

Llama entonces al que iba a pie, le hace montar en el caballo de mi señor Galván y le ordena que le acompañe lo más directamente posible a la tierra de Sorelois. El criado ya está montado. Saigremor y su amiga se marchan por donde ella va indicando. El criado y mi señor Galván se dirigen hacia Sorelois por el camino más recto que conoce.

Pero la historia deja ahora de hablar de mi señor Galván y de Saigremor, y vuelve a Héctor, que está prisionero del señor de Marés, padre de Ladomás, al que Guinas de Blahestan había herido en el pabellón por su amiga, padre también de Maltaillié, a quien Héctor mató al socorrer a Synadós de Windsor.

Historia de Lanzarote del Lago
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