XLIII

El caballero, después de que lo conociera mi señor Galván, pasó la noche en el bosque, en casa del vasallo. El día siguiente se levantaron temprano él, la doncella y los escuderos; cabalgaron en dirección contraria a la asamblea, pues no se atrevía a ir temiendo que lo reconocieran. Cabalgaba completamente armado, aunque no lleva puesto el yelmo ni el escudo, que lo siguen teniendo los escuderos cubierto con la tela.

La doncella le cuenta las proezas de mi señor Galván, tal como las ha visto. Así cabalgan durante mucho tiempo, hasta que un día llegaron a un río caudaloso y hondo: no ven puente alguno, pero había un vado y en la otra orilla había una alta fortaleza, rodeada a la distancia de un tiro de arco por el agua de una presa hecha con una alta empalizada.

Se dirigen al vado; lo atraviesan primero los escuderos; luego, la doncella y, por último, el caballero, y pasan a la otra orilla. Cuando llegan a la fortaleza, el vigía deja pasar a los escuderos y a la doncella, y a continuación cierra la puerta.

El caballero pregunta si podrá pasar como los otros.

—¿Quién sois?

—Soy un caballero del rey Arturo.

—Entonces no pasaréis, ni vos, ni nadie que sea del rey Arturo.

—Si no puedo conseguir otra cosa, haced que vuelvan mis escuderos y la doncella.

Le contesta que no lo hará. El caballero, en vista de que no logra nada, se vuelve. En la ventana de la fortaleza había una dama, que llamó al criado que llevaba el escudo del caballero; la dama le sale al encuentro y le dice al portero:

—Ve rápidamente tras el caballero, pues es el mejor del mundo.

Salta sobre un caballo fuerte y rápido, atraviesa el río y regresa acompañado por el caballero; la dama le sale al encuentro y le dice antes de que llegue a la fortaleza:

—Señor caballero, por lo que más queráis, aceptad el alojamiento aquí esta noche, a menos que tengáis algo que hacer para lo que pueda ser deshonroso que os alberguéis temprano.

—Señora, me lo pedís de tal forma que no me queda más remedio que hacerlo.

Entra en la fortaleza y ella lo lleva a unas habitaciones hermosísimas que hay en la parte de arriba. Le quitan las armas y se queda completamente desnudo: era bello y agradable de ver, y la dama lo contempla a gusto. Les preparan comida y a la hora de sentarse a la mesa, llegó un caballero armado, que era el señor del lugar. La dama se levanta y le dice:

—Señor, tenéis un huésped.

—¿Quién es?

—Es el caballero vencedor de la asamblea del otro día.

—No os creo, si no veo su escudo.

La dama lo toma de un colgador en el que estaba y se lo enseña al descubierto. El dueño del escudo muy enfadado le dice:

—Señora, apenas me habéis dado albergue y ya me estáis causando enojos y afrentas.

—Señor, pensaba honraros con ello.

—Señor —dice el caballero de la fortaleza—, no os pese, pues sois el caballero del mundo al que yo más deseaba conocer.

Entonces se hace desarmar, se sienta a su lado y le cuenta que los había derribado a él y a su caballo en la asamblea, golpeándoles con tanta fuerza que por poco no se le reventó el corazón a él.

Hablaron hasta que la comida estuvo preparada; comieron y, después le preguntó el caballero de fuera al de la casa que de dónde venía armado de tal forma.

—Señor, de un puente que hay ahí abajo; todos los días lo guardo frente a los caballeros del rey Arturo.

—¿Por qué?

—Señor, para saber si pasa por él un caballero que juró a un caballero herido que lo vengaría de todos aquellos que dijeran que amaban más al que lo hirió. El herido era enemigo mío y nos odiábamos a muerte; el que lo hirió era el hombre del mundo al que yo más amaba, pues era hermano de mi madre; me gustaría que viniera por aquí el que juró tal cosa, pues querría morir con tal de darle muerte.

Cuando el caballero lo oye, siente mucho lo que dice, y deja de hablar. Las camas ya estaban preparadas; van a acostarse, pero el caballero no se encuentra a gusto, sino que llora y se lamenta profundamente, pues tendrá que combatir el día siguiente contra el hombre del mundo que le había tributado mayores honores y mejor compañía, y no puede dejar de combatirle, porque sería perjuro: está tan a disgusto que no sabe qué hacer, si enfrentarse con su huésped o perjurar; con tal preocupación se debate durante más de media noche.

Al día siguiente se levantó muy temprano y se vistió las armas, dejando al descubierto la cabeza y las manos; después, se dirige al señor del lugar que se estaba armando, y le dice:

—Buen señor, me habéis servido y honrado mucho; por vuestra hospitalidad os pido un don en beneficio vuestro y con el que me tendréis ganado para siempre.

Le cae a los pies y él corre a levantarlo, pues le desplace la situación, diciéndole que le concederá lo que le pida si no es algo deshonroso. El caballero le responde que es en su provecho si se lo concede, a lo que el otro se lo otorga para tenerlo ganado para siempre.

—Muchas gracias. Os suplico que digáis, mientras que yo esté aquí, que amáis más al caballero herido que al que lo hirió.

—¡Ay, Santa María! ¿Sois vos el que debe vengar al herido?

—Sí —le responde llorando—, así es.

Se desmaya, y al volver en sí le dice al caballero:

—Buen señor, marchaos. Os digo que amo más al herido que al muerto.

Y vuelve a desmayarse. Entonces se van el caballero, sus escuderos y la doncella.

Al cabo de un rato, ve llegar al que los había hospedado, que los sigue picando espuelas, completamente armado. Cuando los alcanza, le dice al caballero:

—Señor, no me tengáis por desleal, pero no os prometí mantener lo dicho sino mientras estuvierais en mi casa. Ahora sabed que yo amaba más al muerto, y que no podéis iros sin combatir contra mí.

Al ver que no puede ser de otra forma, se separa de él y chocan dándose grandes golpes, de modo que se derriban de los caballos al suelo, con los animales encima. Vuelven a montar, se quitan los escudos del cuello, desenvainan las espadas y combaten con grandes tajos: ambos pierden sangre por muchos lugares, pero al fin no puede resistir el que le había dado alojamiento, pues nadie podría resistírsele, y empieza a cederle terreno a su pesar. El buen caballero le combate de cerca y continuamente le suplica que diga que ama más al herido que al muerto; pero no quiere hacerlo, al contrario, lo amenaza más que al principio y jura que no lo hará.

Entonces se enfada el buen caballero, le ataca, lo acosa y descarga tantos golpes contra él que lo obliga a apoyarse en el suelo con ambas palmas de las manos y se le echa encima, le arranca el yelmo y le vuelve a suplicar que lo diga para poder salvarse, pero no quiere hacerlo. Entonces, el buen caballero se aflige mucho y dice que —si Dios quiere— no lo matará con armas: lo arrastra hasta el río y lo echa dentro. Cuando ve que se está ahogando empieza a llorar amargamente.

Pero ahora deja la historia de hablar de él y de las aventuras que le sobrevinieron y vuelve a hablar del rey Arturo, desde el momento en que lo dejó.

Historia de Lanzarote del Lago
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