CLXVIII
Cuenta ahora la historia que cuando vencieron el torneo y los compañeros de la búsqueda fueron perseguidos hasta el castillo, entrando dentro lo quisieran o no, Galehodín, que era muy valiente, los retuvo a su lado e hizo que se desarmaran, diciéndoles que no se marcharían en todo el día. Al ver que no podían hacer otra cosa, lo aceptaron.
Al principio del torneo, Gueheriet y Guerrehet habían reconocido a mi señor Galván y éste a ellos, de tal forma que después se lamentaron mucho por no haber vencido. Galehodín hizo que se desarmaran y los llevó a su torre, donde les mostró mayor alegría que en la otra ocasión. Cuando Lionel y Héctor no encontraron a Boores empezaron a sentirse a disgusto, pues temían que hubiera sido muerto en el torneo; le preguntan a unos y a otros, pero nadie les sabe dar noticias.
Al ver que no podrán saber nada que les alegre, salen del castillo y se dirigen adonde se había celebrado el torneo; encuentran gran abundancia de caballeros unos con el brazo roto, otros que habían sido tan golpeados que no podían moverse del sitio; mientras que iban buscando a Boores, encontraron a Mordret, que se había quitado el yelmo y se había bajado la ventana por el calor que había tenido, que por poco no le causó la muerte. Lo vieron y lo reconocieron sin dificultad y le preguntaron quién le había llevado hasta allí. Les cuenta que había ido a descansar:
—Pues tres caballeros me han golpeado de tal forma en el torneo que por poco no me han causado la muerte.
—¿Qué armas llevaban? —pregunta Héctor.
Mordret se las describe, hasta que no les queda duda de que habían sido sus tres hermanos, y le dicen:
—De los tres que os quejáis, uno es Gueheriet; el otro, Guerrehet, y el tercero, mi señor Galván. Son vuestros tres hermanos los que os han golpeado de tal forma. Por Dios, si tenéis noticias de Boores, decídnoslo, pues no sabemos qué ha sido de él y tememos que haya sido herido.
—Si estuviera, lo habríais encontrado; quizá se ha ido tras algún caballero. Decidme si sabéis algo de mi señor Lanzarote.
—¿Cómo? ¿Ha participado en el torneo?
—Sí, por Dios; fue él el que me trajo.
—¿Qué armas llevaba?
—Armas rojas.
—Ay Dios —exclama Héctor—, es el vencedor de la batalla. Se ha burlado de nosotros de forma admirable, a pesar de que teníamos que haberlo vigilado si venía. Se nos ha escapado sin que pudiéramos hablar con él ni él con nosotros.
—Tened por seguro que Boores lo ha reconocido y ha ido tras él, pues de otra forma no se habría marchado sin haberse despedido al menos de nosotros.
A continuación toman a Mordret y lo suben a un caballo, llevándolo al castillo y presentándolo a sus hermanos. Éstos, al verlo, se ponen alegres y tristes: alegres porque está con ellos y tristes porque lo han maltratado, de tal modo que no creen que en mucho tiempo se cure; le preguntan cómo se encuentra y le contesta a mi señor Galván y a sus hermanos:
—Buen señor, me encuentro tan maltratado que por poco no me habéis tullido; durante todo el día los tres os habéis ensañado conmigo. Por mi fe, nunca fui tan apaleado como vos habéis hecho.
Le contestan que no se lo debe censurar:
—Pues si os hubiéramos reconocido, no hubierais recibido ningún mal de nosotros.
—Eso bien lo sé.
Luego desarman a Mordret y lo acuestan sobre una alfombra muy suave; hacen que le unten las heridas con un ungüento bueno y rico para quitarle el dolor; le dan de comer un poco. Después de comer, se duerme nada más retirarse. Mientras, Héctor le dice a sus compañeros:
—Por mi fe, señores, mal hemos guardado al que teníamos que guardar, pues estaba con nosotros aquí aquel por el que nos habíamos quedado y no lo reconocimos.
—¿Cómo? —pregunta mi señor Galván—. ¿Ha estado Lanzarote en el torneo?
—Sí, por Dios —contesta Héctor—, y por él hemos sido derrotados: era el que llevaba las armas rojas, que durante todo el día de hoy ha combatido tan bien.
Se quedan tan tristes todos que no saben qué hacer; guardan silencio como si estuvieran muertos. Mi señor Galván entonces dice en voz alta:
—Por Dios, somos la gente más insensata del mundo, que hemos visto a Lanzarote durante todo el día sin reconocerlo. Bien veo ahora que podemos irnos cuando queramos, pues aquí no vamos a conseguir nada, ya que no volverá.
Los otros dicen que se irán por la mañana y dejarán allí a Mordret, hasta que esté curado.
—Por mi fe —contesta mi señor Galván—, si no puede cabalgar, haré que lo lleven en una litera, antes que dejarlo en este país, pues me pesaría mucho que no estuviera en la corte de mi tío el día de Pentecostés.
Cuando Galehodín se entera de que Lanzarote había asistido al torneo y que se había ido sin hablar con ellos, sintió un gran pesar, y nunca volvió a poner buena cara. Cuando toma la palabra, dice que preferiría haber perdido la mitad de su tierra a que Lanzarote se le hubiera escapado sin hablar con él. Deja de hablar de esto, ya que no puede hacer otra cosa y llama al rey de los Cien Caballeros y al rey de Norgales, pues eran vasallos suyos y habían recibido de él toda la tierra que tenían. Por afecto y por divertirse habían emprendido el torneo en el que habían resultado vencedores gracias al valor de Lanzarote. Ese día, hasta que anocheció, tuvieron gran fiesta en el castillo de Penigue. Por la noche, cuando tenían que ir a acostarse, mi señor Galván le dijo a Galehodín:
—Señor, si queréis ver a Lanzarote, venid con nosotros a la corte, pues estoy seguro de que acudirá allí el día de Pentecostés, sea donde sea donde la tenga el rey.
Galehodín dice que irá ese día a la corte, a no ser que se lo impida algún hecho muy importante.
Por la mañana, cuando amaneció, se levantaron los compañeros y oyeron misa; tomaron las armas y montaron a caballo, marchándose de allí. Galehodín los acompañó durante mucho rato y los hubiera acompañado más todavía, pero le hicieron volver; cabalgaron hasta llegar a un bosque llamado Procaire. A la entrada, pensaron qué iban a hacer, pues mi señor Galván dijo que nadie los vería cabalgar a todos juntos sin considerarlo cobardía:
—Y por eso, sería bueno que nos separáramos y que cada uno fuera por su camino, de forma que no llegáramos juntos a la corte, sino todos por separado. Convendría que uno de nosotros acompañara la litera de Mordret.
Llevaban a Mordret en unas parihuelas.
—Os diré —añade mi señor Galván—, qué podéis hacer: elegid quién debe acompañarlo.
—Por mi fe —contesta mi señor Yvaín—, yo no lo haré; escoged entre los demás y yo estaré de acuerdo con lo que hayáis decidido.
Se retiran a un lado todos y dicen que tiene que ser prudente y discreto el que acompañe a la litera, pues si fuera orgulloso y desmesurado podría ocurrir que llegaran a un paso que les causara la muerte a él y a Mordret: por eso conviene que sea prudente y discreto.
Eligen a mi señor Yvaín y le dicen que es el más prudente y el más mesurado de todos ellos. Éste contesta que hará con gusto el servicio, ya que lo han decidido. A continuación se quitan los yelmos y se besan, emprendiendo cada cual su camino. Mi señor Yvaín entra en el suyo con Mordret, a través del bosque.
Pero la historia deja de hablar de ellos, que cada uno ha tomado su camino, y vuelve a Lanzarote y a su primo.